Crítica - Symbol Shinboru

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Almudena Jiménez Virosta

Por la gracia divina y el libre albedrío Existe una categoría de preguntas que se han repetido a lo largo de la humanidad. De dónde venimos, hacia dónde vamos, quiénes somos, y una interminable lista que nunca acaba sin una explicación ciega o una hipótesis filosófica y pedante. De estos argumentos se ha nutrido nuestro imaginario gracias a diversos títulos de culto, alguna catástrofe cinematográfica, y unos cuantos millones de efectos especiales. Hasta 2009, cuando el exitoso cómico japonés Hitoshi Matsumoto exhibió al mundo Symbol, segundo largometraje de su filmografía. ¿Qué pasa si no todo es parte de un diseño? ¿Y si es azar? ¿Y si Dios es una farsa? Una habitación vacía. Alguien que no sabe como ha llegado allí. La búsqueda de un puzzle genial cuya única solución es una broma, sin lógica, sin intención. Del mismo modo que el superviviente de Cube (Natali,1997), un personaje encarnado por el propio Matsumoto consigue salir de su habitación y posterior pasillo con la dignidad de un clown que ha puesto sus esfuerzos y empeño en entender que no había nada que entender. Un personaje que sabe de sí mismo, como el niño paleolítico de la aldea de Foster Wallace, que no es más que una invención de otras personas que necesitan de una explicación constante de lo que no entienden. Y es que en Symbol, presenciamos los periodos de aprendizaje y práctica de lo que de alguna manera se presenta como un dios, cuyas acciones repercuten en la vida terrenal, fruto de que éste pulse interruptores aleatorios bajo la forma de genitales de querubines cuyo sonido genera aún más comicidad en la escena. Por cada genital que toca, un objeto arbitrario caerá en la habitación, un acontecimiento inesperado ocurrirá - como la aparición de un mohicano que atraviesa la habitación corriendo-, y finalmente, sucederá una acción inexorable en la historia del mundo, hecho que se muestra mediante un montaje de collage con lo que suponemos son imágenes de archivo. Nuestro personaje, enfundado en un colorido pijama de colores que nos remite a la estética pop japonesa - así como también lo hacen los diversos cachivaches que le son lanzados o las escenas que recuerdan al mundo del cómic- acaba en una dimensión desconocida que le revela su cometido en la vida, borrándole los colores del pijama, ahora blanco impoluto, y sometiéndolo al tiempo como dejan ver sus ahora largas melena y barba como si de un Jesucristo, de esos de Jeffrey Hunter, se tratara. Matsumoto, integra en esta película una segunda trama, la del luchador de lucha libre mexicano enmascarado que lucha respaldado por su hijo y su anciano padre. Su historia, la de otro patético clown, y el detalle del dudoso comportamiento de su novicia hija que tantos tacos dice, representan la vida terrenal que en un punto dado de la película se ve truncada por la acción desencadenada por un nuevo interruptor. De repente, el boxeador sufre un cambio anatómico que le hace no solo ganar la batalla, si no que le hace perder el control. Su nueva anatomía recuerda al Strangling Monster, de Big Man Japan (Matsumoto, 2007), insertando de algún modo en este film el absurdo del Kaiju-eiga - cine japonés de monstruos-, del que el propio Matsumoto se considera fan y que caricaturiza en dicha película. De este modo, por medio del gag constante y de la figura de este dios decadente y destartalado, se mantienen las características de las que Matsumoto ha dotado a cada uno de los protagonistas de sus hasta ahora cuatro películas: un payaso encerrado en un circo al que no pertenece. Así, una vez más, se presenta como un Buster Keaton quien interpreta también a un hombre encerrado en una habitación (Film, A. Schneider, 1965)-, como un Takeshi Kitano, un nuevo maestro del posthumor, un cómico del slapstick de toda la vida, que finaliza su film con un protagonista que ha llegado a la verdad, y que ahora vislumbra a la humanidad desde una nueva perspectiva privilegiada. Todo un Dave Bowman de la vida.


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