CORREO DE
HIROSHIMA VÍCTOR MANUEL CAMPOSECO
Correo de Hiroshima
Correo de Hiroshima VĂctor Manuel Camposeco
Correo de Hiroshima D. R. © Víctor Manuel Camposeco Por la presente edición: D. R. © Juan José Salazar Embarcadero, 2013 Insurgentes Sur 4411, edif. 33-504 Residencial Insurgentes Sur La Joya, Tlalpan, 14430 Ciudad de México amaquemecan@telmexmail.com Primera reimpresión, septiembre 2013 ISBN: 978-607-95917-2-4 Diseño de portada: Irma Bastida Herrera Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del editor. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, fotocopia o grabación, sin la autorización previa y por escrito del editor y/o los titulares de los derechos. Impreso en México / Printed in Mexico
A Myriam Moscona y Humberto Musacchio.
Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe mรกs. San Juan, Apocalipsis, 21.
Uno Al pie del Tacaná
M
ediaban los años cuarenta cuando llegué a vivir a casa de mis tíos Jesús y Rosita, en Tapachula, Chiapas, que entonces era un pueblo pequeño de casas bajas y árboles enormes, tendido al pie del Tacaná, un volcán azul de más de cuatro mil metros de elevación; con el blanco de sus muros y el rojo añoso de los tejados, el pueblo parecía flotar a la deriva sobre el verde oscuro de la vegetación exuberante. El parque central estaba flanqueado, en uno de sus lados, por unos portales en los que había una zapatería, un café medio destartalado y una cantina que se llamaba La Parroquia. Frente a ella, al otro lado del parque, había otra parroquia, la de San Agustín, patrón del pueblo. Su párroco, el padre Urbina, custodiaba con mano inflexible la moral de los cristianos. Sus sermones eran una hoguera y parecían quemar las mejillas de los pecadores; era muy fácil reconocer a quienes, en pecado, asistían a misa: se les ponía la cara roja de vergüenza y eran incapaces de sostenerle la mirada al padre Urbina. Brioso fustigador de pecadores e impíos desde el púlpito dominical, entre semana cabalgaba con devoción sobre las turgentes caderas de la señora Gropius, mujer de un alemán, dueño de la más próspera finca de café del Soconusco; región de donde proviene
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el chocolate, y en donde se encuentra Tapachula. Las bancas del parque central, donde por las tardes se sentaban los viejos a ver pasar la vida, eran de hierro forjado y parecían de juguete, como las personas, frente a las altísimas palmas reales que, decía la gente, tenían cien años. Muchas de sus calles estaban empedradas con piedra de río entre las cuales asomaba un pasto silvestre muy delgado. Pulida la arqueada superficie de las piedras blancas, aquí y allá se distinguían algunas de color verde o café, listadas otras. Así era la calle donde estaba la casa en que vivía con mis padres, antes de que ellos se fueran de Tapachula. Era pequeña, techada con tejas de barro, perfecto el entramado de sus vigas de guanacaste, tenía una terraza que se abría al traspatio. En el cielo transparente se levantaba prodigioso el Tacaná, sobre las frondas de la casa. El predio era muy grande, poblado de árboles frutales en los que revoloteaban pájaros cancioneros: cerca del pozo, la granada de castilla; más allá, el alto chicozapote; en el centro del patio un árbol de pan; luego un mango macizo y pródigo, la papaya y el “hueledenoche” que perfumaba el aire cuando el día terminaba. Las primeras semanas con mis tíos Jesús y Rosita extrañé los árboles y la terraza, como a dos buenos amigos a los que nunca volví a ver. Dejamos la casa cuando mi papá consiguió un trabajo en una remota finca de café que no tenía escuela. Para poder seguir estudiando me quedé con mis tíos; no tenían hijos, me recibieron con hospitalidad. La estancia con ellos me enseñó cosas muy distintas de la escuela. La casa era de una planta, techada de concreto y estaba en una calle pavimentada. Mi tío tenía una buena biblioteca donde descubrí los diccionarios y los libros, había algunos tomos de la Enciclopedia italiana. Ibamos diario al cine. Las dos únicas salas de la ciudad cambiaban cada tercer día su programación doble, de modo que alternando los cines veíamos diariamente dos películas distintas. Antes de vivir con ellos yo 10
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iba al cine sólo los domingos, ahora sentía que eran domingo todos los días de la semana. Era grande mi pequeña felicidad infantil, grande el asombro de estar descubriendo otra cara de la vida. Mi tío era abogado, leía incansablemente a Balzac en una hermosa edición francesa de sus obras completas, empastada en piel. Para distraerse leía novelas de George Simenon y westerns de Louis L’Amour que le enviaban por correo de la Librería Zaplana, de la Ciudad de México. Como todas las cosas importantes que recibía la gente en Tapachula, los libros de mi tío llegaban en los DC-3 de la Mexicana de Aviación, si las lluvias torrenciales permitían a los pilotos aterrizar el avión. Cuando iban a llegar sus libros, mi tío se arreglaba como para una cita de amor: “Vamos Manolo, vamos al campo aéreo, hoy nos llegan libros”, me decía, engolando la voz, antes de soltar la carcajada. Era su voz como de tenor, plena de vida; blanquísima su piel, se peinaba como James Cagney, en Public Enemy. Aunque nunca le dio un toronjazo a mi tía Rosita, como si se tratara de Mae Clark. Felices nos íbamos al aeropuerto en un viejo autobús de servicio público. Silbando despacito, mi tío soltaba su mirada por la ventanilla del camión mientras yo disfrutaba el viaje y la sola idea de que pronto vería de cerca una aeronave y, con un poco de suerte, quizá hasta a los pilotos. En sus ratos libres, mi tío Jesús litigaba en el Tribunal. Entonces yo entraba deslumbrado a su biblioteca. Mi tía Rosita era dulce y generosa, tenía una amiga en cuya casa tomaba café todas las tardes, mientras mi tío Jesús dormía la siesta. Su amiga, de cabello negro y lacio, vivía frente a nosotros y se llamaba Oliva. De ella quiero contar. Doña Oliva estaba casada con un japonés de apellido Toyomoto, propietario de una finca de café. De sus dos hijos, el segundo, varón adolescente ya, vivía con ellos. La primogénita, Angelina, estudiaba en Japón. 11
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Eran años de guerra mundial y atrocidades sin cuento. Aunque todo sucedía “muy lejos, en tierras extrañas”, escuché decir a algunas personas. No era así, yo vi la fatalidad muy cerca de nosotros, en casa de doña Oliva. Pero también el amor estaba allí, disputándose con la desgracia la felicidad de los Toyomoto. Tapachula, Chiapas, 28 de julio de 1940. Angelina, hija querida: Estoy de lo más contenta, ¡recibimos carta tuya! No bien escucho el silbato del cartero, el aliento se me va del pecho y corro a la puerta deseando con toda mi alma que traiga una carta tuya. ¡Hoy ha sido así! Hasta los pájaros parece que también vivieran mi felicidad, han revoloteado en sus jaulas y cantado todo el día, como mi corazón. Tu lejanía es una fuente de pena, pero no gozaría tanto el recibir noticias tuyas si estuvieras cerca. Como las cartas viejas, las que llegan de lejos tienen un misterio fascinante, tienen una “voz” distinta. No sé, a ratos todo me parece una contradicción gozosa. No me hagas caso. Tú estarás de acuerdo conmigo: a papá le digo que para nosotros sólo hay razones para el optimismo, a pesar de la locura terrible de la guerra, al menos la destrucción está muy lejos del Japón. Que dios me perdone, pero le agradezco que así sea. Tenerte tan lejos ya es bastante, como para pensar que además Japón estuviera también en guerra. Lo de China parece que no es muy grave: “incidente”, le llaman en los periódicos. Hay guerra, sí, pero está muy lejos de Tokio. Otra vez, bendito sea dios. Con todo, papá se desespera porque no hay fecha todavía para tu regreso. Le digo que ya será ahora que termines tus estudios, que la espera valdrá la pena: volverás hecha una doctora. En la finca haces falta, la oncocercosis, el paludismo, ya tú sabes. Pero 12
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lo más importante es que vuelvas. Papá trabaja mucho, el precio del café ha subido constantemente, así que si es buena la cosecha estaremos muy bien. Y en eso está empeñado papá. Tu hermano ya lo está ayudando bastante. Con todo y que le gustan mucho las fiestas, aunque se acueste tarde, siempre se levanta muy temprano para salir a la finca. Cuando veo a tu hermano lo grande que está, y tú, ya hecha una mujer, y recuerdo cuando tu papá y yo nos conocimos (el pobre ni hablaba español), me parece que de pronto me hice vieja y la familia creció y los años se han ido tan de prisa. Si acaso pudiera tenerte en casa otra vez, como cuando eras muy pequeña y corrías por el patio, te subías al árbol de mango... te hacía tus trenzas. De aquellos días guardo muy bien sus imágenes, y tu risa. A veces, como si en ese momento estuvieras riéndote, me parece escuchar tu voz que llega del patio. De la alegría inmensa que me trajo tu carta he pasado a la melancolía sin darme cuenta. Te digo. Ahora ya es de noche, tarde, quizá ya pasa de las diez. Tu hermano no ha vuelto de la finca y papá no vendrá a dormir, vuelve hasta mañana. El caso es que estoy sola, escribiendo en el comedor. Hemos estado aquí Rosita, mi vecina de enfrente, y yo, platicando. Ella viene casi todas las tardes a tomar el café y charlar un rato. Hoy lo hicimos durante horas. Me puse a platicarle de cuando conocí a tu papá. Nos reímos tanto. Hace mucho que no lo recordaba y no sé bien por qué vino a cuento. Cuando tu padre llegó a Tapachula, del Japón, con Furukawa, Yamazaki, Exal y todos los demás, no hablaba ni pizca de español y llegó en la inopia, verdaderamente muerto de hambre. Sólo tenía las tierras silvestres que el gobierno del Japón había comprado para ellos, los pioneros, como yo les digo, aquí en el Soconusco. Pero bueno, lo que sí traían eran unas ganas inmensas de trabajar, que nos sorprendieron, y la tenacidad que tú conoces bien. El hecho es que un día, mientras yo iba por la calle, se me acercó un japonés: sus zapatos de suela crepé parecían enormes para su estatura, su pantalón de dril y su camisa blanca con las mangas recogidas hasta el codo. Empezó a decirme algo que por supuesto no entendí, excepto, después de diez veces, que se llamaba Hara Toyomoto; se 13
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golpeaba el pecho con el índice y repetía: “Toyomoto, Hara Toyomoto”, y agregaba algo más, intraducible para mí; sudaba como un bendito. Por un momento me pareció que hablaba en francés y que decía algo de manger. Se me ocurrió mencionar el restaurante de los Riján. Al pronunciar restaurant, con acento francés, tu papá asintió entusiasmado y pensé que el hombre simplemente tenía hambre y quería que le recomendara uno. Yo pasaría cerca, así que le indiqué que viniera conmigo. En el camino tratamos de platicar un poco. Cuando llegamos al restaurante me invitó a pasar. Yo misma no entiendo, me moría de nervios, pero acepté. Desde mi viaje a Europa, según yo, era de lo más desinhibida. Hicimos una comida de príncipes, yo comí una langosta thermidor; me sentí mujer de gran mundo y ordené un vino del Rhin, estaba como enloquecida. El caso es que cuando llegó la cuenta, Hara Toyomoto no tenía suficiente dinero para pagar y yo no llevaba nada. Cuando le dije al señor Riján lo que sucedía, el hombre se carcajeaba, con el gozo tan característico de los gordos; todos terminamos atacados de risa. Nuestro nuevo amigo japonés se reía con sus ojillos iluminados de alegría, estaba contento de veras; me pareció un hombre muy limpio, de una inocente ternura. “No se preocupe, cuando pase por acá su papá, yo le cuento”, me dijo el señor Riján, sin poder contener la risa. Todo lo que tu padre quería era invitarme un refresco. Me acompañó de regreso a casa. Según nosotros hablamos en francés, ya te imaginarás. Le entendí que venía del Japón a trabajar las tierras del Soconusco que adquirieron los japoneses, a sembrar café. Algo se había publicado antes en el Diario del Sur. Una semana después tu papá se apareció en casa “a pagarme”: me llevó una caja de chocolates. A tu abuelo le simpatizó desde el primer instante. Tres años después nos casamos; lo demás ya lo sabes. Ahora le podrás platicar a Yoshi cómo empezó todo con nosotros. Hija, te escribiré muy pronto (tu hermano está llegando en este momento), se ha hecho un poco tarde y aún le tengo que hacer de cenar. Te amo, hasta pronto. Oliva.
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Tokio, Japón, 19 de noviembre de 1940.
Mamá: Apenas he recibido tu carta del 28 de julio ¡Qué manera más cruel de sufrir nuestra lejanía geográfica!, ¡meses para que una carta atraviese el Pacífico! Pero al fin llega mi correo de Tapachula, se acorta la distancia, se restablece mi optimismo. Leo y releo tus cartas durante los días siguientes. Las cosas acá no van mal, pero desde el problema de China se han puesto en práctica una serie de restricciones que dificultan un poco la vida cotidiana, el espíritu nacionalista es alto y la unión del pueblo a toda prueba, aunque el racionamiento de artículos de primera necesidad siempre resulta molesto. En fin, todo sea por la integridad del Japón y su destino, que están por sobre todas las cosas. La hostilidad internacional que promueven y realizan Inglaterra y Estados Unidos es enorme. Siguen apoyando a Chiang Kai-shek, su títere populachero. La YMCA con sus comedores para miserables es la propaganda, las armas para matar japoneses son sus instrumentos de control. Es intolerable para ellos que estemos en China y que se hayan construido tres mil kilómetros de vías ferroviarias, calles asfaltadas, edificios y parques en Hsingking, la capital de Manchuria. Claro, como también hemos triplicado nuestras exportaciones, gracias a las inversiones que se han hecho allá, los ingleses en América, es decir los americanos, y los propios ingleses de la pérfida Albión no lo pueden aceptar. También esta zona del mundo la sienten como propia. Que nos dejen solos a los asiáticos. En Japón no hay quien pueda permanecer ajeno a tanta simulación. Siendo mi padre japonés, tú, mexicana como yo y mi hermano Teiko, quizá provocaría en otra persona una confusión de sentimientos de solidaridad y afectos, no en mí; la razón y el derecho al desarrollo está con nosotros, es decir, con Japón. La guerra en China nos cuesta cuatro millones de dólares diarios; más de millón y medio de japoneses están allá. No importa, Japón prevalecerá, su destino es sagrado, como nuestro Emperador. 15
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Disculpa que te hable de la situación actual del Japón como una japonesa, en realidad lo soy, sin que niegue mi origen mexicano, son también mis raíces. Estoy ante la vida con un pie sobre el Japón y el otro en México, en Tapachula precisamente, bien plantada en sus gentes, en ustedes; también de allá provengo. La actitud intolerante de los americanos la he comprendido mejor ahora y desde acá, parece mentira. Allí está nuestra guerra del 47 contra ellos para demostrar lo que digo, California, Arizona, Nuevo México, aquel despojo abusivo. Ahora Roosevelt reelecto por tercera vez, el bloqueo contra el Japón será peor, feroz. Pero todo saldrá bien, nuestro Pacto con Alemania e Italia nos fortalece, viviremos para verlo. Quiero platicarte un poco de mí, de nosotros. Yoshi y yo nos recibimos hace apenas unos meses ¡Al fin somos médicos! Creímos que nunca terminaríamos. Ya cumplí con el deseo de papá y con el mío. Antes de terminar informamos a la universidad que nos casaremos, con el fin de que nos manden a la misma ciudad a cumplir con nuestro servicio social, y así será, suponemos. Quizá no estemos en el mismo hospital, pero no importa, iré con gusto. Por lo pronto hemos disfrutado de unas semanas de vacaciones, que buena falta nos hacían. Recordarán que nuestra boda está planeada para Navidad, como vengo diciéndoles desde hace meses. Nos casaremos por el rito Shinto, en un templo del barrio de la universidad, pero como podrás observar, en una fecha importante para nosotros los católicos. Es una especie de pacto secreto. Yoshi es bastante abierto a las ideas de occidente, sus compañeros más conservadores se lo recriminan. El caso es que acordamos, cuando estemos en Tapachula, casarnos también por la Iglesia Católica. Me encanta la idea. Será en San Agustín porque allí me bautizaron. No sé cuándo vaya a ser, pero espero que no pase mucho tiempo. En los primeros días del año nos dirán a qué hospital iremos, mientras tanto, seguiremos viviendo en la Universidad. Mi próxima carta la haré una vez que sepamos en dónde vamos a vivir. Los ama, Angelina. 16
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Tapachula, Chiapas, 24 de diciembre de 1940 Angelina mía: Es el día de tu boda, hija, y no estamos contigo. No recibimos carta tuya desde hace varias semanas, ya perdí la cuenta. Una mezcla de gozo y pena hace distinta esta Navidad. Para los padres hay dos momentos verdaderamente importantes en la vida de los hijos: el nacimiento y el matrimonio. Son su llegada a la casa y el día en que se van. Aquel nos llena de alegría, éste de temores y esperanza. No te digo la cantidad de interrogantes que me agobian porque hoy quiero estar optimista, incluso alegre, aunque estés tan lejos, tan inalcanzable. Papá está muy tranquilo, me parece que interiormente está en paz, creo que no tiene duda de tu felicidad. Durante la semana me ha dicho varias veces de algunos planes que tiene para cuando estén aquí, que el consultorio en la finca, que la casa que va a construir para ustedes, que sus nietos. Esta noche cenaremos únicamente tu papá, tu hermano Teiko y yo. No vendrá nadie, como en años anteriores, ni el doctor Exal Hayashi, el gran amigo de papá. Sólo hablaremos de ti y de tu boda. El mayor temor de una madre, cuando se casa una hija, es que cuando ponga en práctica todo lo que vivió y aprendió en casa, descubra que su madre estaba equivocada. La mayor satisfacción sería que sus años de soltera hayan sido un afortunado aprendizaje, que la vida no es más que eso, parece que casi siempre a base de estarnos equivocando y luego rectificar. Es más importante que recuerdes mis errores, aprenderás más de ellos que de mis enseñanzas; además, ya van a ser ocho años que saliste de casa, casi te has formado sola. Tú eres muy distinta que yo, más aventajada. No tengo la menor duda de tu talento, estarás tomando la mejor decisión al casarte con Yoshi. Hija, te deseo la mayor felicidad. Cuando tengas hijos tu vida cobrará un sentido que no imaginabas. Lo primero que descubrirás es que era posible ser más feliz; entonces empezarán tus preocupaciones también. Entonces estarás realmente casada, comprometida para toda la vida. Los hijos son la mayor fuente de felicidad y compromiso. No hay para los padres nada más impor17
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tante que los hijos, nada más hermoso que ellos. Con los hijos de veras vencemos a la muerte, pues de muchos modos uno se queda en ustedes. Ojalá que en tu caso esté lo mejor de mí, si algo tengo, que de ustedes, sus hijos heredarán sólo virtudes. Si los hijos son felices, entonces también vencemos a la adversidad. No puede pedir más un padre o una madre. Que lo mejor de la vida esté contigo desde hoy, ya vendrán tus hijos a compartirla con ustedes. Que dios te dé su bendición. Oliva.
Tapachula, Chiapas, febrero 16 de 1941
Angelina, hija: ¡Apenas hoy llegó tu carta de fin de año! Trae sellos de correo de medio mundo, ¡lo que habrá viajado antes de llegar aquí! Casi todo nuestro correo se ha de extraviar, por eso te escribo cuando menos cada semana. Como no sé qué cartas habrás de recibir, suelo repetirte algunas cosas con la esperanza de que “te pongas al corriente” de cómo estamos, que son nimiedades. En realidad lo que importa son ustedes, Yoshi y tú, su seguridad, su profesión, su felicidad. La cosecha de café en la finca de papá fue extraordinaria. Están en el proceso de secado de lo que se recolectó al último. Gran parte ya está en bodega, en hileras interminables, muy altas, de sacos de café. Todo lo van a exportar. Han dado un permiso especial para hacerlo, pues por causa de la guerra, la demanda y el precio del café ha aumentado muchísimo. Antes de iniciada la cosecha, papá ya tenía comprometida su venta. Casi todo el mes de enero estuve con él en la finca, el Beneficio estaba en plena actividad, parecía un hormiguero. Qué hermoso todo aquello: la gente y las máquinas trabajando en el lavado del café recién cortado, rojo intenso, como cerezas maduras; la despulpadora, los enormes patios de secado cubiertos por la alfombra dorada del 18
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café aún con su cáscara, el cascabillo, como le llamamos; los sacos de yute hinchándose con el grano ya limpio que salía de las máquinas de descascabillado; quizá ya no te acuerdes de todo eso. Tuvimos una desgracia durante la cosecha. A un trabajador, un joven de los que vinieron de Guatemala este año, a la pizca, lo mordió una nahuyaca en una mano. Inexperto, dicen, se asustó y corrió para llegar a la finca en busca del doctor. No llegó ni a medio camino, habrá corrido veinte minutos. La agitación contribuyó a que se difundiera el veneno. Lo bajaron muerto los compañeros que venían tras él gritándole que se detuviera. Fue terrible. El año antepasado sucedió lo mismo con un trabajador de acá, ya más viejo. La víbora estaba abajo de una piedra, que el hombre movió, en ese momento la nahuyaca saltó y le mordió en una mano. Sin pensarlo dos veces puso el brazo sobre una rama y se cercenó la mano de un machetazo; él mismo se hizo enseguida un torniquete. Lo trajo alguien hasta la finca, cargado en un mecapal. Se salvó. Ahí anda de velador ahora, sin su mano, pero vivo. “Sólo una vez en la vida pica la nahuyaca –me ha dicho–, si hacés lo debido, patrona, vivís; si no, te morís. Sólo hay una vez, patrona”. Tu hermano ha decidido no ir más a la escuela. Apenas terminó la secundaria. Dice que se va a dedicar a la finca. Tu papá no está de acuerdo pero creo que prefiere evitar discusiones por eso, finalmente necesita de alguien que lo ayude con la finca, recuerda que tu padre tiene ya sesenta años, y hay mucho trabajo. Lo malo es que la afición de tu hermano por las fiestas y los tragos no se le quita, es motivo constante de fricciones con tu papá y preocupación mía. La foto que te envío nos la tomamos en la finca, durante la pizca pasada, verás la Casa Grande a nuestras espaldas. La tomó el doctor Exal, un domingo que fue con nosotros a la finca. Coincidirás conmigo en que tu hermano y tu papá se ven muy guapos con sus botas federicas, Teiko hasta su fuete cogió para la foto. Cuando está en la finca no lo suelta, hasta para comer lo lleva a la mesa. Estuvimos muy contentos aquel día. Exal llevó una botella de sake y estuvo hablando con tu papá, en japonés, recordarás que sólo lo hacen cuando están realmente contentos. La cocinera nos hizo 19
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tamales, horneó una gallina y yo preparé un pastel de frutas que nos comimos con un café exprés delicioso; fue un banquete, la pasamos muy bien. Durante la semana alguien había atrapado un tucán hermosísimo, que me regalaron. Ya está en la casa, en una jaula especial. Creo que mandaré a hacer una grande para meter ahí a todos mis pájaros, no se habrán de pelear, como hacemos los hombres. Tengo cenzontles, calandrias, jilgueros, canarios y ahora el tucán. La única que se quedará afuera es la guacamaya, es demasiado vieja para escapar. Hija, estoy muy bien de ánimo, será porque al fin tuve noticias tuyas, bueno, de ustedes. Te extraño tanto... Oliva. Hiroshima, Japón, 28 de agosto de 1941 Mamá: Ha pasado casi medio año sin que tenga noticias de ustedes. Escribo con cierta sensación de vacío, de soledad, de que mis cartas son una especie de diario en que anoto mis pensamientos, no una comunicación entre nosotros. Ojalá que todo vaya mejor en adelante. Desde hace algunos meses, la Cruz Roja se hace cargo del correo entre Japón y casi todo el mundo, sobre todo con aquella parte, América. Aunque el bloqueo contra Japón por parte de Estados Unidos es cada vez peor, ya insoportable en lo político, que no en lo material, como suponíamos sucedería con la reelección de Roosevelt, la situación no es mala. Están muy lejos los americanos de hacernos algún perjuicio. Para mi fortuna es justamente en el Hospital de la Cruz Roja en donde trabajo y aquí mismo está la oficina que recibe y entrega el correo. Yoshi, ya lo sabrán por mis cartas anteriores, fue asignado al Complejo Médico del centro de la ciudad, uno de los más importantes de Hiroshima. Es una gran oportunidad para él, hay magníficos médicos allí, de los que está aprendiendo muchísimo. Nuestros horarios de trabajo, por fin coinciden, ya les he contado de 20
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los primeros meses en que nos veíamos realmente poco, cuando Yoshi me acompañaba durante mis horas de trabajo y yo hacía lo mismo, con tal de vernos, a menudo durante la noche. Pero eso ya pasó, ahora salimos juntos al trabajo y regresamos igual. He iniciado mis cartas anteriores con grandes anuncios de mi embarazo, ya estarán enterados, espero. Tengo seis meses y todo marcha perfectamente, no he subido de peso gran cosa. Tu carta, mamá, la que me escribiste la Navidad pasada, la leo y la releo, sobre todo la parte que se refiere a los hijos. El mío aún no nace y ya siento buena parte de esa responsabilidad de que me hablas. El embarazo me ha cambiado, no sólo mi fisiología, que es natural, sino también mi psicología, fenómeno que entiendo un poco pero que igual me maravilla. El hecho es que estoy más sensible desde que se inició la gestación de mi hijo, ya lo notarías, sobre todo en las cartas en que me pongo un tanto melancólica y me ha dado por platicarles mis sentimientos. En este momento me siento más emotiva que inquieta por las cuestiones políticas. Cuando menos, creo que mis emociones como madre las tengo más cerca que mis convicciones políticas, contra lo que sucedía durante los años de la facultad. Me pregunto si uno es madre desde el embarazo y no hay que esperarse hasta el parto... Parece que el mundo de mis sentimientos se ha reducido, son mi marido y mi hijo, claro, pero sin duda ha crecido en intensidad. La guerra y nuestros hijos, aunque el mío esté por nacer, vistos y sentidos ambos desde la intimidad del afecto familiar son polos opuestos que transforman nuestra visión de las cosas. Aborrecemos la guerra porque su precio es la vida de la gente, pero si se hace con la vida de nuestros hijos es inadmisible. Entiendo mejor la ansiedad de ustedes por nuestra seguridad. Y eso que apenas estoy embarazada. La mañana de enero que llegamos a Hiroshima, creo que esto no te lo he contado, en vuelo directo desde Tokio, en pleno invierno, la ciudad estaba cubierta de nieve, el cielo purísimo, de un azul casi transparente, era una reproducción del mar. El avión hizo un giro muy amplio antes de aterrizar en la base militar. El aire estaba quieto, sin nubes, la vista era bellísima: abajo de nosotros parecían dormidas las pequeñas islas que están frente a los muelles, desde donde se extiende Hiroshima, dividida en 21
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una especie de islas alargadas por los siete ríos en que se multiplica el Ota al entrar en ella. Su nombre significa eso: islas alargadas. El río Ota baja de las montañas que están al norte, frente al mar, es como un brazo que extiende su mano sobre la planicie de Hiroshima y divide sus aguas en los dedos que la atraviesan para llegar al mar. Los siete ríos fluían lentamente, producían una niebla muy delgada, un encaje finísimo que cubría los techos de las casas y los pocos edificios que hay. Próximo a las montañas estaba el Castillo de Hiroshima, construido en el siglo XVI, hoy cuartel general de tropas. Emergía de entre la neblina un edificio vasto, moderno, no muy alto, rematado con un domo de cobre muy hermoso que brillaba intensamente, luego supe que era el edificio de Fomento Industrial. Vi también un puente enorme, de hormigón, que une por su vértice un brazo del Ota que en ese punto se divide en dos, era el puente Aioi, que ahora cruzo a pie todos los días. Inolvidable aquella mañana limpia en que vi Hiroshima por primera vez. El avión debe haber llegado con mucha altura, pues hizo un círculo muy amplio sobre el mar mientras descendía. Qué bueno, porque pude ver la ciudad por la ventanilla del avión, emocionada y cogida de la mano de Yoshi. Cuando recuerdo aquello, cierro los ojos y veo como entonces, exactamente el mismo paisaje lleno de luz. Ahora, en verano, con los árboles de durazno de las avenidas cargados de fruta, la ciudad amanece sin bruma y los siete ríos del Ota la refrescan durante las horas de más calor. Por las tardes, cuando sopla una brisa nueva que viene del mar, Yoshi y yo salimos a caminar por la ribera de algún río, nos detenemos a ver su corriente pasar por abajo de un puente, platicamos de nuestro hijo, jugamos con el nombre que tendrá. Si fuera un varón me gustaría que se llamara Genji, como el personaje de una novela japonesa, muy antigua, que allá quizá no se conozca. A menudo Yoshi me pide que le cuente de Tapachula, de la finca, de ustedes. No se acaba de explicar cómo papá tuvo el valor de atravesar el mundo en busca de una tierra que trabajar, en la pobreza total, sin conocer a nadie, ni siquiera el idioma. Le digo que yo tampoco me lo explico, por eso lo admiro tanto. De nuestras caminatas volvemos a casa reconfortados. Además me viene bien caminar, por el embarazo. 22
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Ya me imagino qué cosas se dirán del Japón en la prensa y la radio de allá. No hagas caso, estamos bien, comprometidos por completo con el Emperador y la seguridad del Japón. Bien a pesar del acoso, de la agresión diplomática y comercial. Los Estados Unidos intentan llevar al Japón a un callejón sin salida, y allí aniquilar su potencial, destruirnos, humillarnos. No lo conseguirán, la fuerza y la voluntad de cada japonés está muy por encima de toda esa infamia. Entre el dispendio y nuestra disciplina está la diferencia, al tiempo. Los amo, mejor dicho: los amamos, porque ya somos tres, Angelina. Tapachula, Chiapas, diciembre 9 de 1941. Angelina, hija: Estoy confundida por completo, ¡no me explico lo que ha sucedido! ¿Por qué Japón ha atacado Pearl Harbor? ¿Para qué? ¡Ahora Japón está en guerra con los Estados Unidos! ¿Qué harán ustedes? ¿Qué vamos a hacer nosotros? ¡No puede ser que todo se tenga que arreglar a base de matanzas! ¿Por qué la locura de iniciar la guerra? ¡No sé! Hija, deben salir del Japón cuanto antes, por lo que más quieras. Admito tus ideas y tu fe en el Emperador y el Japón pero ahora las cosas son distintas. Ve a algún Consulado, solicita una visa, identifícate como mexicana, por favor, hazlo por tu hijo, por tu padre, por nosotros. Tú sabrás mejor que yo qué hacer, cómo salir de allá, hazlo, por lo que más quieras. Algún país de Europa, de no sé dónde, los dejará entrar. No sé qué decirte ¡Qué desesperación no tenerte acá! ¡No poder hacer nada! ¡Sal de allá cuanto antes, por favor! Te necesitamos. Oliva. 23
Dos Londres, septiembre de 1933
E
s el mes de septiembre de 1933; el cielo en Londres está cubierto de nubes bajas, hace frío. Por la calle de Southampton Row la gente va de prisa, cubre su indiferencia con gruesos abrigos de lana. Leo Szilard en cambio no tiene prisa: viste con modestia, su abrigo no es gran cosa, pero su inteligencia es un portento, en eso también es distinto. Su andar pausado no sugiere la velocidad de la luz a que va su pensamiento abriéndose camino por un universo desconocido, está a punto de encontrar la respuesta que ha venido buscando en las últimas semanas. Desde que leyó la novela The world set free, de H. G. Wells, su obsesión no ha cesado, tratando de descubrir el misterio científico que está oculto tras la exuberancia imaginativa de la novela. Lo conseguirá en unos momentos. Cambiará en ese instante el futuro de la humanidad. En su cuarto sin baño del hotel Strand Palace ha quedado todo su patrimonio en dos maletas. Ropa y libros. Como todos los días, Leo Szilard ha salido a caminar, “para pensar”. Atrás su natal Hungría, Budapest; Viena; Berlín; atrás ya treinta y cinco años de vida. Londres es una escala más en el exilio que le tomará los treinta y uno que le restan de vida, no volverá nunca a vivir en Budapest.
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Un proceso de “desintegración atómica desató una energía ilimitada que llevó al mundo a una guerra nuclear” decía Wells en su novela, esto es para Szilard el centro de su obsesión. ¿Cómo hacer posible la idea fantástica del novelista inglés? Szilard llega a una esquina de Southampton Row y el tránsito de vehículos le obliga a detenerse, en ese instante la respuesta: ¡Dividir el átomo con neutrones!, mantener la reacción en cadena y así liberar cantidades increíbles de energía. Su idea era entonces una apostasía. El átomo “era” indivisible. De los noventa y dos elementos conocidos en 1933 no sabía de uno con el que pudiera intentarse. Habría que ver, estudiar, consultar con alguien. El año anterior, durante su estancia como investigador en el Instituto Kaiser Wilhelm, de Berlín, Szilard escuchó de algún colega un comentario sobre “super armas”; tal vez una alusión a la novela The world set free, que luego leyó. Ahora, en 1933, quizá ellos ya estuvieran bordeando también el agitado océano que en este momento Szilard navegaba por primera vez: la fisión del átomo. Durante su estancia en el Instituto fue discípulo del Nobel de Física 1921, gran violinista, amigo de Romain Rolland, el célebre Albert Einstein, quien ya entonces se había casado en segundas nupcias con la viuda de su tío. Einstein también abandonó Alemania ese mismo año de 1933, huyendo del nazismo, como Szilard, aunque él hacia los Estados Unidos. Su maestro estaba muy lejos de Londres como para hacerle una consulta. En aquel 1933, si no la máxima autoridad mundial en Física, al menos el decano de los grandes científicos era un inglés y estaba cerca de Szilard, en la Universidad de Cambridge, en el Laboratorio Cavendish: Ernest Rutherford. Nobel de Química en 1908, autor entonces de la teoría atómica más avanzada, inacabada aún pero hasta entonces irrebatible; su voz, su talento y su soberbia llenaban una catedral, y se dejaba crecer el bigote como Pancho Villa. El húngaro Szilard, el oscuro emi26
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grante, tuvo el atrevimiento de ir a plantearle a Rutherford lo que se le había ocurrido. Prepotente como un Mariscal de Campo, el hombrón de más de seis pies, Lord Rutheford, lo corrió de su oficina. La energía atómica “no son más que alucinaciones”, dijo. Rutherford falleció cuatro años después, nunca supo que corrió de su oficina al científico que, antes que nadie, concibió algo que cambiaría por completo el curso de la historia. En 1933, en Londres, mientras esperaba para cruzar una calle en Southampton Row, Leo Szilard inventó la bomba atómica. Tapachula, Chiapas, enero 23 de 1942. Hija, Angelina: ¿Ya habrás hecho algún trámite para abandonar el Japón? ¿Cómo están? Hoy me han entregado tu carta de agosto del año pasado, ¡el retraso es insoportable! Yo, desde noviembre te escribo a diario. Pido a Dios incansablemente que la guerra no llegue hasta allá, ¡que mi angustia no crezca! Tu padre me ha dicho que es la Embajada de Suiza a la que debes acudir, que ellos te ayudarán a salir; la Cruz Roja también los puede ayudar. Tu hijo ya habrá nacido, ¡en qué momento por Dios! Nunca debiste ir al Japón. Pero debemos tener fe, confianza en que saldrás, en que la guerra termine, que no siga esa locura. Tu última carta me ha dado un poco de esa fe que necesitamos, dices que todo saldrá bien, que así sea. Oliva
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Tapachula, Chiapas, julio 3 de 1942. Hija querida: He llegado ahora mismo del correo, ¡no querían recibirme las cartas que te debo enviar, están locos! El tonto ése de la ventanilla me ha dicho que las cartas no las podía recibir, casi le doy una bofetada. Como si de plano tuviéramos que renunciar a seguir escribiéndonos por las dificultades que hay. Ellos mismos me explicaron lo de enviarla a la Cruz Roja de Suiza para que desde allí se vaya al Japón. Pues así estaba hecho todo. El sobre dirigido a ti, allá en Tokio, pero a cargo de la Oficina de Asuntos Extranjeros en Ginebra, es decir mi carta iba a Suiza. El tonto aquél ha de haber pensado que la trataba de enviar directamente, como si yo no supiera que México le acaba de declarar la guerra al Japón, como si yo no supiera de esa idiotez ¡Ahora nosotros en guerra contra ustedes! Son insufribles algunos burócratas del correo y del gobierno. Llamé al administrador a gritos, llegó y le expliqué, nos conoce. Se disculpó, le llamó la atención al empleado, delante de mí, ¡por supuesto que me aceptó las cartas! El tonto de la ventanilla todavía se atrevió a decirme que no tenía caso estar enviando correspondencia que no llegará, que fuera a la Cruz Roja de acá, ¡parece mentira!, ya ni en el correo se puede confiar. Rosita, la vecina, iba conmigo, me trataba de calmar, es tan buena. Cuando salimos, el administrador nos acompañó hasta la puerta, al despedirse me dijo, “no se preocupe doña Oliva, sus cartas llegarán. Si tiene algún problema, venga conmigo. Salúdeme al señor Toyomoto”. Desde luego que no le he dicho nada de esto a tu papá, se pondría peor de lo que ha estado. Rosita se ha ofrecido para llevar ella personalmente mis cartas al correo. Ella lo hará, yo no soportaría otra situación como la que te he platicado. Ha llegado a vivir con Rosita y su esposo, el licenciado Jesús Marcelín, un sobrino de ellos que se llama Manolo, de unos diez años. Nos ayuda a Rosita y a mí con algunos mandados, a él enviaré al correo cuando no esté Rosita. A papá le digo constantemente que no se preocupe, que como dices tú, todo saldrá bien. Quizá cuando 28
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mi carta llegue al Japón, tú ya habrás salido, esto le digo a papá. Aunque yo temo que quizá no sea así. Con el revuelo que ha causado el hundimiento de los barcos petroleros mexicanos (el mes pasado otros dos, ya suman cuatro) y la declaración de guerra al Eje, los alemanes, italianos y japoneses que viven acá, la están pasando mal. Dicen que los van a concentrar en algunos lugares, no se sabe dónde. Sus propiedades serán incautadas temporalmente, mientras dura el conflicto. Menos mal que la finca está a mi nombre y que tu papá ya es mexicano desde hace quince años. De todos modos abrigamos algunos temores, todo el mundo parece haberse vuelto loco. En ocasiones me siento muy deprimida; tu papá también, aunque no lo dice nunca. Para colmo, tu hermano está cada día más descarado con la bebida, en ocasiones no se levanta para ir a la finca. Ahora resultó con que ha comprado a crédito un auto nuevo, en la agencia de un bandido que se apellida Montoya, más conocido como usurero que como distribuidor de autos. Tu hermano dice que lo pagará con su trabajo (?). Papá ya no discute con él. No sé para qué te cuento esto, pero necesito decirlo, sacarlo de mí porque la angustia a veces parece que termina con mi fe. Hija, por favor ve a la Embajada de Suiza. Te necesitamos acá, ve cuanto antes. Te amo, te extrañamos más que nunca. Oliva. Hiroshima, Japón, 14 de marzo de 1943. Mamá: Cuando ya había perdido la esperanza de volver a recibir carta de ustedes, ¡me llega una de mediados del año pasado! La emoción de saber que no estamos incomunicados por completo supera todo lo que les pueda decir. La carta ha llegado a la Cruz Roja, vía Suiza. ¡El viaje que habrá hecho la pobre carta! 29
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Tengo que confesarles que he venido escribiendo cada vez menos, quizá cada dos semanas, justamente porque nuestra correspondencia es casi imposible que llegue. A los problemas del correo hay que agregar la censura, no te he hablado de ella pero entenderás que no pueden salir cartas del país cuyo contenido sea inconveniente, estamos en guerra. Si el censor es comprensivo y entiende que nuestra correspondencia no es riesgosa, se tramita. Por eso he decidido escribir menos, y muchas de mis cartas las he ido guardando, las llevaré personalmente, te las daré cuando lleguemos a Tapachula, ya tengo bastantes. Quizá sea mejor que enviar una tras otra sin ningún sentido. La desesperanza es uno de los daños más terribles de la guerra y se sufre inclusive por quienes no manejamos un fusil y estamos lejos del frente. No iré a ningún lado, permaneceré en el Japón, aquí también soy útil, somos útiles Yoshi y yo. Genji ha nacido aquí y ahora somos una familia japonesa, éste es nuestro lugar. Sería incapaz de abandonar el Japón en estas circunstancias. Más que nunca se necesita personal médico. Genji nació un mes antes del inicio de las hostilidades, el próximo 8 de noviembre cumplirá dos años, celebraremos con él la victoria de Pearl Harbor y quizá muy pronto, la paz. No era cosa de acorralar al Japón, como si fuera un país inerme. Como has de saber, nuestra posición en el Pacífico es fuerte. Todavía resuena la gran victoria de Bataan, hace un año, donde los arrogantes ingleses y los americanos tuvieron su merecido. Genji es un niño muy sano, muy hermoso, los dos estamos felices con nuestro hijo. Es extraordinario, qué te puedo decir, tu sabrás de las noches en que uno se levanta con mucho cuidado, movido por el silencio, porque el niño no llora y acercas el oído a su carita para cerciorarte de que está bien, que respira suavemente, que sólo está entregado a un sueño profundo. También recordarás de las noches en que parece que son una máquina de llanto que no cesa de funcionar y nada los calla. A la mañana siguiente, cuando uno se levanta para salir a trabajar, molido por el desvelo, ellos duermen como si nada. Yo beso a mi hijo y lo amo igual, quizá más. Ahora que Yoshi y yo tenemos el mismo horario de trabajo, nos queda tiempo para salir con el niño a nuestros paseos vespertinos, por la ribera del río. Vivimos 30
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junto al Honkawa, a unos metros del puente Aioi, del que tal vez ya te hablé, tendrá más de ciento cincuenta metros de largo, es muy fuerte, de concreto armado, con unas columnas enormes. El puente Aioi pasa sobre una gran avenida del Ota, que justo allí se abre en dos ríos más, el Honkawa y el Motoyasu. Para ir al trabajo, a las ocho de la mañana salimos de casa con el niño, caminamos hacia el puente Aioi y cruzamos por él a la ribera opuesta. Muy cerca está la guardería de Genji, en la escuela Honkawa. Luego Yoshi y yo tomamos el tranvía, río abajo, que nos lleva al Complejo Médico del centro, donde trabaja él. Yo sigo en el tranvía al Hospital de la Cruz Roja que está más adelante, en las proximidades del muelle, donde me bajo. El viaje de regreso lo hago otra vez hasta el puente Aioi, allí me encuentro con Yoshi para ir juntos a recoger a Genji, poco después de las seis de la tarde. No puedo decirte quién es más feliz al encontrarnos con el niño, después de estar separados casi todo el día, nuestro encuentro cada tarde es de esos pequeñísimos instantes en que uno descubre que es feliz y capaz de la esperanza. El departamento en que vivimos es muy pequeño pero cómodo, está en un edificio que tiene cuatro en total; en uno de ellos vive la señorita Horibe, una joven que es maestra en la escuela de Genji. En los otros dos departamentos viven oficiales del Ejército que trabajan en el Castillo de Hiroshima. Estamos planeando, para el próximo verano en que tendremos dos semanas de descanso, una de ellas la hemos ganado con turnos por la noche, ir a Matsue, al norte de Hiroshima. Veremos su bellísimo lago, la casa de Lafcadio Hearn; bajaremos luego a Nara y Ueno, la tierra de Basho, el poeta; sería una lástima si allá en México no se le ha traducido. Nosotros lo releemos constantemente, papá lo debe conocer. Basho es un estado místico, un serenísimo viaje al fondo del alma japonesa, tal vez al alma de todos los hombres. Nos hace mucho bien su lectura. Si los políticos y los generales leyeran a Basho no habría guerras, serían capaces de amar. Ojalá que podamos hacer nuestro viaje, “nuestro camino de Santiago”, le dije a Yoshi, y le tuve que explicar. Ojalá que mi carta logre hacer su camino hasta Tapachula. Son tantos los obstáculos. Estamos bien. Hay mucho trabajo y lo hacemos con gusto, vivimos con las 31
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limitaciones propias de este tiempo, pero no es algo que haga nuestra vida imposible. Antes de lo que nos indica la desesperanza habremos de vernos en Tapachula, haremos el viaje, te lo prometo. Los voy a abrazar mucho. Mientras tanto estaremos bien. Que ustedes estén bien, los ama, Angelina. Tapachula, Chiapas, 28 de septiembre de 1944. Hija querida: Ha empezado este año con las mejores expectativas, tu padre coincide conmigo en que la guerra debe terminar pronto, los aliados en Europa y en el Pacífico están incontenibles, parece que la victoria para ellos es cuestión de semanas; tú has de saber mejor que yo cómo van las cosas a propósito de la demencia mundial. Aquí en México ya también nos contagiamos, ahora han inventado lo del Escuadrón 201, que acaba de salir hacia Filipinas. Nadie sabe qué sentido tiene que vayan. Ellos han de ser los primeros confundidos, pero aquí han hecho ceremonias como si se tratara de la Primera Cruzada, los periódicos no paran en su alboroto y la gente está enardecida, es increíble. Bendito sea Dios que la desgracia de la guerra está muy lejos de territorio japonés, muy lejos de donde tú vives. Tenemos la seguridad de que antes de que pueda llegar hasta allá se habrá firmado la paz. Ya debe terminar esa locura. Todo es tan distinto aquí en Tapachula, ya te has de imaginar, parece que los días tienen cuarenta y ocho horas. Tu padre y yo, como los viejos, nos levantamos cuando aún está oscuro, así que vemos el amanecer todos los días. Es lento y silencioso. Sólo los pájaros parecen darse cuenta de que ya terminó la noche porque momentos antes del alba empiezan a cantar, revolotean. Recordarás que el sol sale por las faldas del Tacaná, que por las mañanas parece altísimo. El cielo se va iluminando poco a poco con una luz rojiza que parece que incendia las nubes de la sierra. Con los minutos 32
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van cambiando los tonos anaranjados del cielo hacia un amarillo que palidece más y más. De pronto la luz ya es blanca y aparece el sol sobre la sierra. Estamos más tranquilos últimamente, optimistas, como ya lo notarías, al grado de que papá, de magnífico estado de ánimo, fabricó él solo la jaula para todos mis pájaros. Es enorme, la hizo al fondo del patio. Se ve desde la calle a través de la reja. El sobrino de Rosita, el chico del que te he hablado, se pasa horas viendo revolotear a los pájaros. El tucán es bellísimo, ya le trajeron su pareja. Apenas una jaula grande como la que ahora tienen les hacía falta. Cuando vengas a Tapachula, cuando regreses a tu casa, voy a ser tan feliz que dejaré libres a mis pájaros. Les abriré la jaula para que se vayan, como si fuera mi alma la que echo a volar de alegría. Te debo decir algo que he callado durante años, es sobre tu hermano Teiko. Ahora que tu regreso a Tapachula parece más cercano y que nosotros estamos mejor de ánimos, te lo debo decir porque será algo con lo que te vas a encontrar. Teiko ha resultado ser muy distinto de tu padre, excepto en lo introvertido, y aunque hasta allí no está mal, los problemas con él empezaron cuando decidió abandonar la escuela. Entonces, como te lo habré platicado, dijo que se dedicaría a la finca, a ayudar a tu padre, pero con el tiempo no ha sido así. Primero por causa de las fiestas que no dejaba y luego por su afición a los tragos, que cada día ha sido mayor. Ahora es incontrolable, la bebida ya es un vicio para él. Hemos hablado muchas veces, le decimos que recapacite, que deje la bebida, que está joven, que se cuide, que regrese a la escuela. Todo es inútil, apenas le sacamos algunas palabras y promesas sin convicción de que dejará la bebida, de que regresará a trabajar. Sabemos que no ha pagado el primer auto que sacó de la agencia, del que ya se deshizo hace mucho tiempo y ahora, como cada principio de año, le han vendido uno, éste es convertible. A veces temo que el dueño de la agencia, el prestamista Montoya, esté planeando quedarse con la finca, quién sabe qué papeles le estará firmando. Como has de suponer, a tu hermano le sobran amigos y amigas, todos de muy mala nota. Las cosas pues, fueron para peor. Es frecuente que desaparezca por días enteros. Regresa en unas condiciones terribles, sucio, sin dinero, muriéndose de las 33
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crudas. Hace unos meses, después de una semana de extravío, llegó a la casa deshecho, se veía más frágil que un canario, se podía haber muerto de un soplido. Creo que no reconocía a nadie; la ropa desgarrada, con moretones y heridas en las manos y la cara, temblaba como un enfermo de paludismo. Lo llevé a su recámara y al meterlo al cuarto de baño para tratar de que se aseara, empezó a dar unos gritos terribles, a tirarse de los cabellos, a golpearse contra los muros; era imposible ayudarlo. Finalmente cayó al suelo y se revolcaba como luchando contra fantasmas, se trataba de quitar algo de la cara que desde luego no tenía, gritaba “¡las víboras, las víboras!”. Fue espantoso, yo no pude hacer nada, apenas lo tocaba, parecía empezar a luchar contra mí. Me asusté mucho, lo único que se me ocurrió fue salir corriendo a buscar a Rosita para que me ayudara. Venimos las dos a la casa mientras su sobrino fue a llamar al doctor Exal Hayashi. Cuando llegó el doctor tu hermano estaba ya más calmado, empapado en sudor, agotado por completo, exhausto; parecía muerto, se había hecho en los pantalones. El doctor Exal tiene un pequeño sanatorio y a pesar de que sólo atiende partos y esas cosas allí se llevó a tu hermano. Lo tuvo internado durante más de una semana. Dice el doctor que trataba de platicar con él, de saber qué le sucedía. Todo fue inútil, apenas tu hermano le decía lo de siempre: que dejaría la bebida, que empezaría a trabajar. Se escapó para desaparecer otra vez por varios días. Así ha sido su vida últimamente. Tal vez no debí decirte nada pero ya no lo puedo callar. Perdóname hija, bastantes problemas has de tener. Ojalá que mi carta se pierda, ojalá que nunca lo sepas, yo necesitaba decírselo a alguien, a mí misma como en esta carta, con escribirlo me ha bastado. Con tu papá lo hablamos constantemente, pero yo trato de suavizar las cosas, no puedo atormentarlo más. Le digo que él se dedique a la finca, que yo cuidaré de Teiko. Claro que yo no puedo hacer nada por Teiko, que Dios lo perdone y lo ayude. Hija, cuando tú vengas tendrá remedio tu hermano, tú eres doctora, sabrás qué hacer con él. Te necesitamos, hija. Oliva.
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Hiroshima, Japón, junio 27 de 1945. Queridos padres: Ya he perdido la cuenta de cuántas cartas he enviado, con la seguridad de que no pasarán la censura. Muchas otras las conservo, para llevarlas a Tapachula; allá las voy a leer en voz alta para ustedes, y parecerán imposibles las cosas que van a escuchar; de ésta, conservaré una copia conmigo. En el sótano del hospital hay una pequeña zona de lockers, en donde cada médico tenemos uno y utilizamos para guardar nuestros utensilios y cosas personales; allí guardo yo tus cartas, madre, y copias de algunas mías, para que no se pierdan para siempre. Son registros de nuestras vidas que no deben extraviarse. El sufrimiento y la maldad parecen haber perdido sus límites. Todas las guerras de la historia han cobrado vidas inocentes, no sólo las de quienes, con una arma en las manos, han perdido la suya, tratando de quitársela a sus enemigos, lo sabemos. Pero ninguna antes, como ésta, se ha propuesto asesinar, en masa, a gente indefensa, indiscriminadamente, como su único objetivo. La guerra se ha convertido en una matanza sin sentido. Uno de los oficiales que viven en el mismo edificio que nosotros, el señor Fukai, acaba de volver de Tokio, donde milagrosamente pudo salvar su vida del bombardeo atroz que sufrió la ciudad el pasado 9 de marzo. Nos ha contado todo con la emoción y el terror de quien acaba de renacer, pero ha abierto los ojos otra vez sólo para ver un mundo que se derrumba. Sufre una depresión tremenda. Nos ha traído un ejemplar del periódico Asahi, donde se publicaron todos los detalles de aquel crimen inclasificable. Hemos leído espantados lo que el periodista Masao Nomura escribe, lo que él vió, lo que hicieron los aviones americanos aquella noche. Como ya sabes, inclusive edificios pequeños, casi todas nuestras construcciones son de madera y papel. Tokyo, con más de cuatro millones de habitantes, es así. El bombardeo a Tokio lo hicieron más de 300 aviones B-29 del general Curtis Emerson LeMay la noche del nueve al diez de marzo, apenas unos minutos después de la 35
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media noche. Primero llegaron once aviones que tiraron bombas de fósforo y napalm, que es una gelatina de combustible muy inflamable, sobre la zona más densamente poblada de la ciudad. Dibujaron una gigantesca X con sus bombas sobre un área de casi cincuenta kilómetros cuadrados. El incendio fue inmediato y terrible, al momento miles de casas y decenas de miles de personas eran una hoguera. Pudo haber sido el final pero fue el principio de la pesadilla. Los primeros once aviones sólo habían marcado la zona que sería bombardeada por los más de trescientos que venían detrás. Empezaron a llegar incesantemente uno tras otro a tirar siete toneladas de napalm cada uno; no dejaron de llegar hasta las tres y media de la mañana. Las estaciones de tierra japonesas pudieron captar un mensaje que los americanos enviaron por radio a su base en Guam: “El incendio se esparce como en una pradera... las llamas deben estar fuera de control... esporádico fuego antiaéreo... no hay aviones enemigos de combate. Todo Tokio se ve iluminado. Exito total”. En escasas cuatro horas murieron incinerados cien mil seres humanos. Exito total. Doscientos mil heridos. Exito total. El general LeMay es un héroe. Más de dos mil doscientas toneladas de napalm sobre la población de Tokio. “Las calles eran ríos de fuego, las gentes se incendiaban como cerillos. Al amanecer, largas filas de personas quemadas, cubiertas de ceniza, aturdidas, caminaban sin dirección alguna, como en filas de hormigas”, dice el periodista del Asahi. El general LeMay es un héroe ¡Qué gran idea: bombardear una población que habita casas de madera y papel, con bombas de napalm! LeMay ha superado en muertos y en el número de aviones utilizados por el general inglés Arthur Harris en la estúpida destrucción de Dresde, la joya de Europa, una de las ciudades más bellas del mundo, la noche del 13 al 14 de febrero pasado. De allá se habla de cincuenta mil muertos la primera noche, y tuvieron que ir más de mil doscientos aviones durante varios días, hasta el 17, para matar a más de ciento treinta mil personas. LeMay mató en Tokio a cien mil, con menos aviones y en menos de cuatro horas. Con sus bombas consumió en instantes el oxígeno de la atmósfera para que sus víctimas no pudieran respirar o matarlos asados. Murieron de asfixia y fuego. Es un asesino más eficiente, un campeón del crimen; no sé a dónde se va a llegar. 36
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En Hiroshima estamos preparados para un ataque inclusive peor. Hemos derrumbado filas de casas, todas las que ha sido necesario para que haya entre ellas cuando menos veinte metros de separación entre una y otra. Son líneas de contención de incendio, líneas de fuego les llamamos. Son como grandes avenidas de terracería, sin ninguna construcción. Todos los niños que tienen familiares en los pueblos vecinos están siendo evacuados a vivir a casa de sus familiares. Toda la población de Hiroshima, incluidos los adolescentes que permanecen aquí, estamos trabajando durante nuestras horas de “descanso”, o después de la escuela, en la preparación contra los bombardeos. Hay refugios en toda la ciudad, simulacros a todas horas, por todas partes estaciones de bomberos para el combate de incendios. Tenemos veinte hospitales y muchos centros de atención médica. Somos doscientos los médicos en Hiroshima y disponemos de casi dos mil enfermeras. Trabajamos sin descanso pero estamos preparados. Japón resistirá, puede estar seguro el señor Truman. Fue reelecto Roosevelt, ¡por cuarta vez!, se murió luego de un derrame cerebral, juró como presidente Harry Truman, todo en menos de tres meses. Qué cosa, de prisa van los días en Estados Unidos. El Japón en cambio tiene su tiempo y su destino, nuestro reloj marcha a otro ritmo, nuestro destino es superior. Los descalabros de la Armada Imperial en el golfo de Leyte, en Filipinas; a la Fuerza Aérea en Luzón y Okinawa con nuestros cien mil soldados muertos no son la derrota ni la desesperación. El Japón no será derrotado, esto lo saben nuestros enemigos. Sólo la paz es posible. Se suicidó Hitler, cayó Berlín hace unas semanas, la guerra en Europa terminó. Los americanos pactarán. La paz está cerca, pronto los abrazaré, Angelina.
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Tapachula, Chiapas, julio 3 de 1945. Hija linda: Hemos brindado, dado gracias a Dios por el fin de la guerra en Europa; en Japón, lo creemos todos, es cuestión de días quizá. Bendito sea Dios porque ustedes están intactos, la guerra con Japón terminará muy pronto. Ya preparamos tu recámara, no importa que vayan a pasar unos meses antes de que lleguen, ya estamos preparándonos. En la finca tu papá ha iniciado la construcción de lo que será el consultorio y las habitaciones para ustedes. Van a vivir acá en nuestra casa de la ciudad, pero allá en la finca también es necesario que tengan donde quedarse. Parece que estoy un poco loca, a ratos me doy cuenta de que mientras arreglo la casa estoy cantando, me pregunto si la vas a encontrar a tu gusto, creo que también tu papá sonríe más a menudo. Cuando nos acostamos, mientras llega el sueño, me platica de cuando salió de Japón, de cómo pudo escoger entre Estados Unidos o Hawaii, a donde emigraron miles de japoneses, y míralos, hoy están en guerra entre ellos mismos. Todavía no sabe cómo y por qué decidió venir a Tapachula, pero en el instante en que abordó el Manshu-Maru ¿recordabas que así se llamaba el barco?, en Kobe, cambió el destino y la vida de todos nosotros, aunque tú todavía no nacieras, yo no supiera que él existía y nosotros no te soñáramos siquiera. Es un misterio que me asusta cuando pienso en él. Hasta hace un par de noches, nunca me había contado tu papá que el Manshu-Maru era un vapor que los japoneses capturaron durante la guerra con Rusia en 1904. En él viajaron muchos japoneses a Hawaii, a San Diego y a Salina Cruz, a donde llegó tu papá después de dos meses de viaje, con los noventa “pioneros”: Furukawa, Exal Hayashi, Yamazaki y todos los demás que sólo Dios sabe dónde estarán ahora. De todo esto hablamos tu papá y yo por las noches. De madrugada, cuando él ya duerme o simula que lo hace, yo me pongo a observar cómo flota la cortina de tul con el aire fresco que entra por la ventana. Fantaseo con que así entrará a nuestra casa el final feliz de todo lo que nos ha sucedido. La radio de onda corta, por las noches, es nuestra gran afición. Rosita y Jesús, su 38
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marido, vienen todos los días a escucharla con nosotros. Tomamos café. Con mucha frecuencia captamos estaciones de Estados Unidos y algunas veces de Europa, cuando es en francés yo les traduzco un poco. El inglés lo entendemos bastante bien tu papá, Jesús, el esposo de Rosita, y yo, así que estamos bien informados, como quien dice. Perdona la presunción, pero por algo nos pasamos dos años tu abuelo y yo estudiando inglés y francés, preparando nuestro viaje a la Exposición de París, historia familiar de la que ya habrás escuchado demasiado. Mi afición por la radio quizá la tenga desde entonces, recordarás aquella demostración que hubo, de la que también te he platicado mucho. La radio es un invento fantástico. Por algo la onda corta es en lo único que puedes confiar en Tapachula. La única estación de aquí mejor ni te la describo y el periódico te da risa. La zona roja, las cárceles y el “señor presidente municipal” son sus únicas preocupaciones. El Diario del Sur publica unas mezcolanzas terribles de lo que dicen los noticieros de la onda corta y lo que publicaron los periódicos de México el día anterior, cuando llegan. Una vez publicaron que Hitler había desembarcado en Inglaterra, imagínate. En realidad había llegado a París, pero los de la imprenta quién sabe qué estaban bebiendo a la hora que hacían el periódico. La gente que no tiene radio de onda corta y sólo lee el Diario del Sur no sé qué guerra está viviendo, a lo mejor no saben que hay una. El problema con los periódicos de México es que el bendito avión de la Mexicana no viene diario y cuando lo hace, si hay temporal o está lloviendo a cántaros como tantas veces sucede, pues no aterriza y uno se queda sin periódicos por días, como abandonado en una isla. Así que la radio de onda corta nos salva, por ella podemos decir que formamos parte de este mundo. El resto de la gente parece que vive en otro planeta, da la impresión de que para ellos no está pasando nada. Aunque parecen más contentos, es la alegría de un loro. Yo estoy feliz con toda mi conciencia. He sufrido mucho todos estos años de guerra, pero nunca he dudado de la bondad de Dios que hoy está terminando con esta guerra imbécil. Pronto nos veremos, estoy feliz, tu padre es un hombre nuevo, ya no cabe en su optimismo. Oliva. 39
Correo de Hiroshima es un texto conmovedor que sostiene su impacto literario en la experiencia testimonial y en el talento narrativo de su autor. Nadie como Víctor Manuel Camposeco, formado en la doble academia, como piloto aviador y como estudioso de las letras, para ofrecernos esta novela donde se une la provincia mexicana, aparentemente alejada de la hecatombe bélica mundial, con la tragedia universal de Hiroshima. Sus tiempos son los de la desgracia humana: La calma de lo cotidiano violentada –lo sabe el lector–, por la monstruosa tarea de los pilotos entrenados para lanzar la primera bomba atómica. Su sensibilidad llena de sutilezas a sus personajes y su entorno, su conocimiento los rodea de precisiones. No deja un cabo suelto, cada uno de los personajes cumple su destino en el martirio, en la redención o en la triste celebridad de los verdugos. Víctor Manuel Camposeco, nacido en Chiapas en 1943, es uno de los más originales narradores mexicanos contemporáneos que ha merecido el Premio Nacional de Crónica en 1995, con su libro Side step. Crónica de un crimen colectivo. Eraclio Zepeda