El agua del diablo, de Marco Aurelio Chávezmaya

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DEL

AGUA MARCO AURELIO CHAVEZMAYA




El agua del Diablo



El agua del Diablo Marco Aurelio Chavezmaya


El agua del diablo D. R. © Marco Aurelio Chavezmaya Por la presente edición: D. R. © Juan José Salazar Embarcadero Insurgentes Sur 4411, edif. 33-504 Residencial Insurgentes Sur La Joya, Tlalpan, 14430 Ciudad de México amaquemecan@telmexmail.com ISBN: Maqueta Diseño de portada: Irma Bastida Herrera Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del editor. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, fotocopia o grabación, sin la autorización previa y por escrito del editor y/o los titulares de los derechos. Impreso en México / Printed in Mexico


Uno La locura

—L

a leyenda cuenta –dijo don Diego– que en las profundidades de la cueva del Diablo hay un huerto regado por un río cau-

daloso... —Conozco la leyenda tan bien como tú –lo interrumpió su amigo Macedonio. —Y entre los árboles frutales, sobre el pasto, abundan los cofres colmados de piezas de oro y joyas cuya belleza nadie puede describir. —Pero lo que planeas es una locura, compadrito. —El Diablo en persona –continuó don Diego, ignorando las palabras de su amigo–, vestido completamente de negro, vigila día y noche ese paraíso. Pero su mayor tesoro no son los frutos del huerto ni las joyas ni el oro, sino el agua del río subterráneo. —Diego, por Dios, sólo es una leyenda –volvió a decir el viejo Macedonio. —Su mayor cuidado está puesto en el agua cristalina y helada del río...–Don Diego hizo una pausa. Su amigo movía la cabeza en señal de desaprobación–. Yo iré por esa agua y de algún modo la traeré a la superficie de San Isidro.



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—Tienes demencia senil –sentenció don Macedonio. —Sólo tengo sesenta años –repuso don Diego. —Pues entonces eres un demente senil muy precoz. Se encontraban en la casa de don Diego, bajo el enorme capulín que cubría la mitad del patio. Los dos amigos habían estado conversando acerca del agua, mejor dicho, de su ausencia, y de la aventura que aquél se obstinaba en emprender. En San Isidro el agua se agotaba. El cielo era un desierto azul. Los habitantes, desesperados por el retraso de las lluvias, habían cavado nuevos pozos comunitarios, pero la tierra parecía estar marchita. El ojo de agua, orgullo de San Isidro, que estaba en el centro de la población y alimentaba la fuente de la sirena, se secaba a una velocidad inquietante. Y el agua en los pozos de las casas, las ubicadas en el casco antiguo del pueblo, también se extinguía. Don Diego levantó su viejo sombrero, se limpió la frente húmeda con un pañuelo, con los dedos peinó sus largos cabellos blancos, acarició su barba de candado también blanca y suspiró malhumorado. Uno de los temas de su conversación había sido también la serie de malogrados intentos, por parte de las autoridades municipales, de bombardear el cielo con yoduro de plata con el propósito de sembrar nubes y provocar lluvia artificial. —El cielo está enojado. —Y la gente angustiada. Ya bajaron dos veces a la Virgen de los Dolores y la pasearon en andas por el pueblo. La procesión era inmensa. Don Diego escuchó en silencio las palabras de su amigo. —Hubo letanías y las mujeres deshojaron flores de chicalota, como manda la costumbre. Pero no ocurrió nada. 9


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—Y faltan todavía quince días para la fiesta de San Isidro. —Quince días... Los hombres confiaban, al igual que los demás pobladores, en que el día de la gran fiesta patronal la lluvia bañara al pueblo entero y sus escasas tierras labrantías. Ya era un rito anual que el 15 de mayo la veneración de la gente a la escultura colonial de madera estofada de san Isidro, así como la alegría, los rezos, las mojigangas y los carros alegóricos, bastaran para propiciar el milagro de la lluvia. —Quince días –repitió don Diego. —En los fraccionamientos del norte la gente se peleó a cubetazos. —Lo sé –dijo don Diego. —Asaltaron la pipa y se desperdició la mitad del agua. Imagínate las cubetas destrozadas y el lodazal. —Me imagino. —¿Todavía tienes agua en tu pozo? —Todavía. —Yo también –dijo don Macedonio–. Pero cuando se agote, ¿qué haremos? Don Diego echó los hombros atrás y volvió a resollar. Luego dijo: —No esperaré a que mi pozo se seque o a verme obligado a pelear por una cubeta de agua. —Yo creo que meterse a la cueva del Diablo es una locura peor que pelear a cubetazos. —Se hace tarde –dijo don Diego–. No te corro, pero debo preparar el pan. Don Diego era panadero y trabajaba de noche. —No hagas este viaje, compadre –suplicó don Macedonio. —¿Por qué no vienes conmigo? –preguntó don Diego de pronto, con un aire socarrón. 10


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—Porque no estoy tan lorenzo como tú. Ya parece que con mis años me voy a meter a ese agujero. —Si tanto te preocupas por mí, ¿por qué no me acompañas? –insistió don Diego. —De veras que estás mal, compadre. La sequía te ha deshidratado el cerebro. —Ya estuvo bueno de plática –suspiró don Diego, y luego, poniéndose de pie, agregó con firmeza–: Saldré al amanecer. Se despidieron con un abrazo sin decir nada más. Oscurecía. Tres metros más arriba, Tina y Julio, nietos de don Diego, acompañados por Mix, el gato, acostados los tres sobre una rama gruesa del capulín y ocultos tras el espeso follaje, habían escuchado toda la conversación.

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Dos El cuento de la Tlanchana

A

Agustina le decían Tina de cariño y faltaba un mes para que cumpliera doce años. Julio tenía diez y medio, y a veces le llamaban Julito. En cuanto a Mix, nadie sabía su edad, y sólo don Diego recordaba cuándo había llegado a la casa. El nombre que le puso el abuelo fue Cacomixtle, porque su cola de anillos negros sobre fondo blanco le recordaba a la cola de ese animal, ya extinto en San Isidro. Luego le llamaron Mixtle y al final acabó en Mix. Tina hablaba demasiado y su hermano, en cambio, era más mudo que el gato. Bueno, en realidad Julio no era mudo, simplemente un día, cuando estaba en segundo de primaria, gracias a una misteriosa resolución personal, decidió que ya no quería hablar. Tina hablaba por los codos. Tina hablaba por los tres. —Ahora escúchenme –ordenó Tina–, lo que debemos hacer es mantener ocupado al abuelo, así no tendrá tiempo de preparar nada para su loco viaje. Julio negó con la cabeza y se sobó la panza. Mix acompañó el gesto de Julio con un maullido. —Está bien –concedió Tina–, vamos a merendar primero.


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Los tres se dirigieron a la cocina donde Mamá Lucina estaba envuelta en los vapores de la estufa. A la señora le gustaba preparar en la noche la comida que se serviría al día siguiente. Por las mañanas era la encargada de abrir el local y vender el pan. El resto del día lo dedicaba a cuidar sus plantas y arreglar el jardín. Julio y Tina se sirvieron yogur en sendos platones y lo rociaron con avena, pasas y nueces. A Mix le tocaron esa noche unas sabrosas alas de pollo. Mamá Lucina, ocupada ante la estufa en salpimentar la sopa y remover la cazuela del guiso, no reparó en la prisa de los niños por devorar su merienda. —Estoy haciendo unas albóndigas en chipotle para mañana –informó a sus hijos, pero no recibió respuesta. Al voltear hacia la mesa encontró dos platones vacíos–. Vaya con estos niños –dijo en voz alta–, ya estarán dándole lata al abuelo. En el traspatio, Julio y Tina encontraron a don Diego colocando la leña en el interior del horno de barro. —¡Abuelo! Julio quiere que le cuentes la historia de la Tlanchana antes de dormir. —¿Otra vez? –se quejó el abuelo–. Ya se la he contado muchas veces. —O cualquier otro cuento –pidió la niña–. Ya sabes cómo se pone. Julio no podía dormir si antes no escuchaba una historia. Peor aún: le daba fiebre si nadie le contaba o le leía un cuento antes de meterse a la cama. “El culpable es Melitón”, decía Mamá Lucina, a propósito de ese extraño hábito de Julio. “Melitón tiene la culpa por haber traído aquel libro”. Melitón era padre de Tina y Julio. Era chofer de tráiler y su trabajo lo obligaba a separarse de su familia semanas enteras. Años atrás, al regresar de un viaje, trajo un libro para Tina y un rompecabezas de madera para Julio, que todavía no sabía leer. Pero Julio se enamoró del 14


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libro tan pronto lo tuvo en sus manos. El libro se llamaba “Historias de Pico de Oro”. A partir de entonces Papá Melitón abrazaba a Julio, ambos recargados en la cabecera de la cama, y, abriendo el libro, empezaba a leer con su voz ronca las historias de un tal señor Pico de Oro, que en su juventud había sido un gran viajero pero que ahora, en su madurez, se contentaba con pasar las tardes narrando a los niños del pueblo las andanzas y aventuras que había vivido por extraños y remotos lugares. Ante la ausencia de Papá Melitón, era Mamá Lucina la que debía leer a su hijo. A veces le tocaba el turno a Tina. Don Diego tampoco se salvaba, pero él prefería contarle a su nieto sus propios cuentos o bien las leyendas de San Isidro, que sabía mejor que nadie. Y aunque tiempo después Julio aprendió a leer muy bien, no había nada que le gustara más que escuchar una voz que le leyera o le contara alguna historia. Y sólo entonces podía entregarse al sueño. Luego vino su “enfermedad” (eso de hacerse el mudo es un padecimiento que sólo existe en la mente, opinó el médico) y con ella se le acentuó la necesidad de hacerse leer o contar una historia. —Lee un cuento de su libro y que se duerma –dijo don Diego, con el rostro iluminado por las primeras llamas del horno–. Yo estoy muy ocupado, hija. —¡Pero abuelo, Julito quiere la Tlanchana! —No, pequeña, ahora no –Don Diego adoraba a sus nietos. Y casi nunca tenía corazón para negarse a sus deseos. Sin embargo, pensando en la labor que tenía por delante, quiso disuadirlos y adoptó una voz arisca para decir–: Tengo mucho trabajo. Pero Tina, vocera del grupo, era difícil de convencer. —¡Por favor, abuelo, por favor! –insistió la niña. 15


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Después de una confrontación entre súplicas y negativas, el abuelo aceptó: —Con una condición... —¡Lo que tú digas, abuelo! —Tendrán que ayudarme a preparar la masa. Tina dijo que sí y Julio asintió con la cabeza. Eso era algo que les gustaba: cernir la harina, cucharear el azúcar y romper los huevos. Ambos disfrutaban al ver las manos del abuelo revolver y revolver hasta tener una gran bola de masa entre las manos. Claro, los niños siempre terminaban con las caras blancas de harina. Y Mix, por su parte, solía buscar un rincón cerca del horno para dormir un rato. De manera que don Diego, sin dejar de ocuparse en disponer los ingredientes, se aclaró la garganta y empezó la historia solicitada: —En las orillas de la antigua laguna habitaban los matlatzincas. Eran conocidos como los hombres de las redes porque estaban dedicados a la pesca. Pero también usaban las redes para desgranar el maíz y, por las tardes, arrullar a los niños. —¿Cómo arrullaban a los niños? –preguntó Tina, que ya lo sabía pero ahora trataba de prolongar la narración el mayor tiempo posible. —Colgaban las redes entre dos árboles. —¿Recuerdas que tú me arrullabas en una hamaca, abuelo? —Sí, pero no me interrumpas. Estos hombres salían en sus canoas y, sobre las heladas aguas, se perdían en las brumas del amanecer. En esa región lacustre abundaban los islotes en los que crecía la sagrada planta del tule. —Oye, abuelo, ¿y en qué momento aparecía la mujer culebra? –preguntó Tina, fingiendo impaciencia. —Agustina... –el abuelo la miró con ojos severos. En ese momento estaba formando un volcán de harina–. Los hombres de las redes bor16


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deaban en completo silencio los islotes de tule, pues se decía que las carpas y los peces blancos más apetitosos dormían entre las raíces de las plantas. Allí, junto a los monumentales islotes, arrojaban sus redes y esperaban... El abuelo hizo una pausa para verter la leche en el interior del volcán. Tina permaneció en silencio ante las miradas anhelantes de Julio y Mix. El abuelo continuó su narración: —La espera podía prolongarse durante largos minutos. Los hombres de las redes no se atrevían a despertar a los peces, pues era sabido que la pesca repentina y violenta amargaba su carne. Como vagos fantasmas, entre la bruma, los pescadores aguardaban a que los peces por sí solos entraran dormidos en las redes. Pero mientras esperaban, se oía a veces el canto de la Tlanchana... —¿Qué cantaba, abuelo? –preguntó Tina, volviendo a las andadas. —Algún canto misterioso. —¿Y por qué le decían Tlanchana? —¿Cuántas veces te lo he dicho, Tina? –respondió el abuelo–. Hoy estás más preguntona que otros días. —Perdóname, abuelo –dijo la niña y simuló una aflicción que desde luego no sentía. Julio no despegaba los ojos de don Diego. —Su nombre proviene del idioma náhuatl –explicó el viejo panadero–: “Atl” significa agua, y “chane” dueño de la casa. Esta señora de las aguas era mujer de la cintura para arriba y culebra negra de la cintura para abajo. Así que la Tlanchana, sobre una gran piedra rodeada de plantas de tule, en medio de un islote, entonaba su canto. Cuando los pescadores escuchaban la melodía, no tenían más remedio que acercarse al lugar donde ella cantaba y peinaba su larga y negra cabellera. La Tlanchana era una hermosa diosa lacustre y coronaba su cabeza con 17


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flores blancas. Los hombres de las redes se presentaban ante la diosa y atendían, temerosos, su petición. —¿Qué les pedía ella? –indagó Tina. El suave clamor del fuego en el horno acompañaba el agudo tono de sus preguntas. —Un sacrificio. La Tlanchana deseaba que uno de los pescadores se casara con ella y aceptara irse a vivir al centro de la laguna. —¡Qué honor! –exclamó la niña. Julio, a su lado, tenía una mirada vivaz y atenta. —Sí, pero era un honor mortífero, pues el rito nupcial de la Tlanchana consistía en ahogar al hombre arrastrándolo al fondo de las aguas. —¡Qué horror! –exclamó Tina y fingió asustarse. ¿Y qué hacían los pescadores? —Si aceptaban, la Tlanchana se volvía el ser más benigno y generoso de las aguas... –Don Diego pidió a sus nietos que esparcieran la levadura sobre la mezcla. En este punto de la historia Julio levantó los brazos y los agitó con suavidad. —Sí, sí –dijo Tina a Julio–, pero no interrumpas al abuelo. ¿Cómo mostraba su generosidad la Tlanchana? Don Diego, sin dejar de batir, prosiguió: —Se sumergía en las aguas durante algunos instantes, luego se elevaba en alegres acrobacias, y al final de su danza radiante, sostenida sobre las aguas por la fuerza de su cola de culebra, levantaba los brazos y de sus axilas, de su cabello, de la piel de sus hombros se desprendían carpas gordas, peces blancos, ranas, acociles, toda una variedad de frutas de agua con que los pescadores colmaban sus redes. —¿Y si los pescadores no aceptaban el sacrificio? —Agustina –dijo el abuelo–, si sigues interrumpiéndome con preguntas inútiles no terminaremos nunca. 18


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—Perdón, abuelito –se disculpó Tina y le hizo un guiño a Julio. —Sucedía en ocasiones –continuó don Diego– que los pescadores daban la espalda a la belleza terrible de la criatura y huían despavoridos. Pero esta acción era castigada por la Tlanchana: a partir de su negativa las aguas de la laguna no volvían a entregar su fauna acuática, con lo que los hombres de las redes y sus familias vivían temporadas de hambruna. El abuelo esperó la interrupción de su nieta, pero ella no dijo nada. Así que él hizo la pregunta: —¿Y saben cómo recobraban los hombres de las redes la gracia y el favor de la diosa? Julio y Tina negaron con la cabeza, aunque naturalmente ya lo sabían. —Los pescadores y sus familias se embarcaban muy temprano, con las canoas atestadas de flores de chichamol, que eran unas flores blancas y olorosas, y navegaban hacia el centro de la laguna. Allí, con cánticos, ofrendas florales y nubes de copal, imploraban la presencia de la diosa. La ceremonia se prolongaba durante horas. El canto de los hombres y sus mujeres con frecuencia se tornaba en llanto. Sólo entonces la Tlanchana emergía desde el fondo de la laguna, en seguida practicaba sus brillantes acrobacias, y, por fin, detenida sobre las aguas, levantaba los brazos y con una actitud nuevamente dadivosa regalaba toda su fauna lacustre. —¡Qué bonita leyenda! –exclamó Tina. A Julio, como siempre, le brillaron los ojos de alegría. —Te he dicho que no es una leyenda –repuso el abuelo–. Todo eso pasó hace mucho tiempo, según decía mi abuelo que a su vez escuchó la historia de su abuelo... Bueno, y ahora a dormir. —¡No tenemos sueño! –dijo Tina, y Julio ocultó un bostezo para no desmentir a su hermana–. ¡Y además falta el final de la historia! 19


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—Ya lo conocen de sobra –dijo don Diego. Los niños permanecieron quietos, a un lado del abuelo. —A Julito le gusta cómo cuentas el final. —La Tlanchana se transformó en sirena –concluyó don Diego–. Ése es el final. —¡No, así no! –Tina hizo eco de la expresión y los aspavientos de Julio. —Está bien –aceptó el abuelo, que resoplaba al azotar la masa sobre su tabla de trabajo–. Un día llegaron los frailes españoles al valle y, con el propósito de evangelizar a los matlatzincas, aprendieron su idioma y muchas cosas de estos hombres de las redes. Tarde o temprano se enteraron de la existencia de la Tlanchana, pero les asustó lo que se refería a la parte de la culebra negra, porque los frailes relacionaban la culebra, o la serpiente, con el Diablo. —¿Y qué hicieron? –preguntó Tina. —Pues comenzaron a decir a los pescadores que no era mujer–culebra sino mujer–pez, y fueron tan persistentes las generaciones de frailes que, al paso de los años, acabaron por cambiar en la mente de los pescadores la forma de la criatura y ésta terminó por convertirse en sirena, pero sirena europea, que era mujer–pez, pues la sirena griega, como ya les he contado, era mujer–ave... En ese momento escucharon unos pasos y vieron a Mamá Lucina asomarse por la puerta del traspatio. —A ver, niños, ya es hora. —¡Pero mamá! –se quejó Tina–. Mañana no hay clases, tampoco el lunes, además... –la niña se interrumpió y luego agregó con el rostro iluminado–: ¡todavía sigue siendo Día del Niño! Mamá Lucina recordó que era jueves 30 de abril y que, gracias al “puente”, sus hijos tenían por delante un largo fin de semana. 20


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—Bueno, quédense otro ratito. Pero no le estorben a su abuelo. Don Diego, que estaba modelando las primeras figuras de pan, alzó la voz para dirigirse a la mujer: —Hija, al rato vienes porque quiero hablar contigo. —Sí, papá –dijo Mamá Lucina, y volvió sobre sus pasos. —Muy bien, niños –Don Diego, a quien le urgía terminar con la hechura del pan y organizar lo relativo a su incursión, retomó en seguida el relato–: entonces, lo que ocurrió más tarde, años más tarde, fue que los frailes pidieron a los alfareros de la región que hicieran sirenas de barro. Esta costumbre persiste hasta ahora. Por esa razón se elaboran sirenas de barro en San Isidro, y por esa razón hay una gran sirena en el zócalo del pueblo, en medio de la fuente mayor, a un lado del ojo de agua. —¡Ay! –exclamó Tina–. Pero se ve tan triste la sirena con todo seco alrededor. Julio abrazó al abuelo y luego jaló de la manga a Tina. La niña consideró que su idea de distraer al abuelo no había sido muy exitosa que digamos y decidió seguir a su hermano. —Buenas noches, abuelo –alcanzó a despedirse–. ¡Mix!, ¡Mix! –gritó al gato y éste bostezó, levantó el lomo, y saltó para seguir a los niños. Julio y Tina compartían una habitación grande. Tina observó a Julio dirigirse a su cama y pensó que su hermano se caía de sueño y que por fin la dejaría en paz. Pero Julio tomó su mochila y sacó sus libretas. Cuando estuvo vacía metió en primer lugar su libro de Pico de Oro, después una lámpara de mano, su brújula de juguete... Tina se alarmó y corrió a su lado. —¿Qué haces, tonto? Julio, que había adquirido habilidades de mimo, formó con los bra21


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zos la figura de un arco por encima de su cabeza y simuló pasar por debajo. —No te entiendo –murmuró Tina. Mix saltó a la cama y clavó sus intensos ojos azul celeste en los ojos cafés de Julio (Julio y Mix estaban hermanados por la afinidad y el silencio, como gemelos que no necesitan hablar para entenderse). Así que las miradas de Julio y Mix se cruzaron, cómplices, y se volvieron hacia Tina. Julio repitió el movimiento de los brazos y otra vez simuló pasar por debajo, como si entrara en una cueva. Tina reinterpretó el gesto de su hermano, observó con sobresalto el brillo extraño en su mirada y por fin comprendió. —¡Ah, no, eso no! –profirió con espanto–. ¡Tú estás igual de loco que el abuelo! Julio la sacudió de la manga. Mix bajó de la cama y, con maullidos zalameros, se restregó en las pantorrillas de Tina. —¿Tú también?

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Tres Historia del niño perdido

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las cinco de la mañana del día siguiente el abuelo subió al cerro de San Isidro. En el oriente despuntaba la línea rosa y naranja del amanecer. Pese a su edad, y gracias al trabajo diario que le exigía su oficio de panadero, don Diego mantenía el vigor de un hombre de cuarenta y cinco años; por lo demás, siempre fue un notable excursionista y eso lo ayudaba a conservar la fortaleza física. Pero el fardo que llevaba a la espalda resultó demasiado pesado. De manera que lo bajó y tomó asiento encima. Se quitó el sombrero y enjugó el sudor de su frente. Contempló la vereda ascendente y pensó que no faltaba mucho para el recodo que antecedía a la cueva. Resolvió descansar unos minutos antes de continuar. Cuando reanudó la marcha y rodeó la curva de la senda distinguió dos figuras pequeñas en el umbral de la cueva. Tuvo la primera y fantástica impresión de que se trataba de duendes, que lo esperaban para impedirle la entrada. Quiso salir de dudas y gritó: —¿Quién vive? —Somos nosotros, abuelo –exclamó Tina, con la voz temblorosa por el frío. Ella no recordaba haberse levantado tan temprano en toda su vida.



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Don Diego se sobresaltó. Al llegar junto a ellos, pese a la escasa luz de esa hora, se dio cuenta de que sus nietos iban cargados con sus mochilas y se preguntó en silencio qué locura era esa. La palabra “locura” le hizo recordar las frases de su amigo Macedonio. —Pero, ¿qué hacen ustedes aquí? –levantó la voz con evidente molestia. Julio y Tina jamás lo habían escuchado tan enojado. —Queremos ir contigo, abuelo –balbuceó Tina. Y detrás de ella apareció Mix maullando con el acento quejumbroso que usaba para atraerse la simpatía de la gente. El abuelo los contempló: Julio y Tina tiritaban de frío bajo las gorras de guardabosque que Papá Melitón les había traído de uno de sus viajes; Mix ya se revolcaba y se ponía bocarriba con las patas dobladas, como solía hacer para invitar a que le rascaran la panza. El abuelo pensó que componían el trío más patético que había visto en su vida y no sabía si soltar la carcajada o mostrarse furioso. Decidió hacer lo segundo. —¿Cómo se enteraron? —No te enojes, abuelito –murmuró la niña–. En realidad yo no quería venir, pero Julio es un necio y se puso como una fiera en la madrugada. Me dijo que teníamos la obligación de acompañarte. —¿Así que Julito te obligó, eh? –objetó don Diego con ironía. Julio sabía que las palabras de su hermana no eran muy exactas. Es verdad que él era un poco terco, pero al final Tina se había dejado convencer rápidamente e incluso ella misma había empacado las mochilas. —¿Pero cómo supieron...? —Estábamos en el capulín –confesó Tina. —Bueno, no importa –dijo el abuelo con frialdad–. Ahora mismo van a regresar a la casa. Yo no quiero estorbos conmigo. Imagínense la preocupación de su madre. 25


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—Le dejamos un recado –dijo Tina–, en él le explicamos que nos invitaste a ir contigo de última hora. La noche anterior don Diego había hablado con su hija y le había avisado que haría un viaje imprevisto. Mamá Lucina recibió la noticia con genuina sorpresa pues su padre tenía el buen hábito de anunciarle sus viajes con anticipación. —Sé que es un viaje repentino, hija –se disculpó don Diego–. Y no puedo contarte nada de él. Confía en mí. Eso le había dicho. Pero ahora sus nietos lo complicaban todo. No quedaría tranquilo al obligarlos a regresar solos. Tendría que volver con ellos y mirar que entraran en la casa. —¡Cometieron una gran tontería! –dijo y redobló su enojo–. ¡Su madre cree que vengo solo! —No, abuelo –gimió Tina–, con el recado entenderá. Y tú necesitarás de nuestra ayuda. Julio hizo movimientos afirmativos con la cabeza. La débil luz del amanecer era suficiente para que don Diego pudiera ver los rostros desconsolados de sus nietos. Quiso reñirlos todavía un poco más, pero se arrepintió de pronto y volvió al tono afectuoso de siempre: —Escuchen, pequeños –dijo y, tomando asiento en su enorme bulto, los atrajo con un gesto y los abrazó–: el recorrido que haré es muy extraño y peligroso. Por momentos pienso que mi compadre Macedonio tiene toda la razón y que esto es una loca idea mía. No entro a la cueva desde que era un jovencito y no sé qué encontraré. Pero me anima la esperanza de que allá abajo, en alguna parte, existe el río. Algo en mi corazón me dice que no es tan sólo una leyenda. Y sin embargo, tengo miedo de lo que pueda obstaculizar mi búsqueda. Y no quisiera por nada del mundo exponerlos a esos riesgos oscuros, ¿me entienden? 26


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—Sí, abuelo –reconoció Tina conservando la vista baja. —Y además, ¿ya olvidaron que deben regresar a la escuela la próxima semana? Los niños negaron con la cabeza. —Así que... –añadió el abuelo– ahora regresemos a la casa. Vamos, los acompañaré. Tina comenzó a sollozar y Julio trató de imitarla, sin conseguirlo. Mix alzó su cara atigrada e inició una serie de maullidos lastimeros, como si estuviese hambriento. Ninguno de los tres se movió de su sitio. El abuelo avanzó unos metros creyendo que terminarían por seguirlo, pero no fue así. Entonces volvió sobre sus pasos, los encaró y expresó lo que había pensado momentos antes: —Son ustedes el trío más patético que he visto en toda mi vida. Después soltó una breve carcajada y, bajando nuevamente su bulto, se puso a hurgar hasta que extrajo una lámpara de halógeno, probó a encenderla y el haz de luz inundó la primera sección del túnel. Luego descargó la potente luz sobre los rostros de sus nietos y, adoptando un cómico acento de interrogatorio, exclamó: —¡Confiesen de una vez por todas!, ¿se quedarán ahí parados o vendrán conmigo? Entonces volvió a reír y, echándose el fardo a la espalda, se introdujo en la cueva. Mix ronroneó y fue tras él. Tina y Julio se miraron entre sí y el llanto de la niña cesó de forma repentina. Sin perder tiempo buscaron en sus propias mochilas y, empuñando cada uno su lámpara, siguieron al abuelo. Después de caminar los primeros quince metros por un suelo pedregoso, don Diego sintió una ráfaga de aire helado que lo hizo detenerse. Entonces, para gran sorpresa de sus nietos, dio media vuelta y salió apresuradamente de la cueva. 27


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De nuevo en la senda, a unos metros de la entrada, el abuelo se puso a resollar sentado sobre su fardo. Comenzaba a iluminarse el aire y a la luz del nuevo día su semblante no tenía buen aspecto. Los niños, que ya estaban junto a él, se sintieron inquietos. —¿Qué te ocurre, abuelito? –lo interrogó Tina, alarmada–. ¿Te sientes mal? El abuelo, con los ojos cerrados, daba grandes bocanadas de aire. —¡Por favor, abuelo, dinos qué te pasa! Julio lo miraba con expresión azorada. El abuelo permaneció en silencio, hasta que su respiración se normalizó. —No quise asustarlos –dijo con calma, levantando la cabeza y mirándolos de frente–. El olor de la cueva me hizo recordar de pronto un suceso terrible que ocurrió cuando yo era un muchacho. —¿Quieres contarnos, abuelo? –preguntó Tina con voz curiosa. —No, no. Es una historia muy desagradable. —Anda, abuelo –insistió Tina y la expectación se instaló en la mirada de Julio. El abuelo bajó el rostro, se frotó los ojos y luego, como solía hacer con frecuencia, se quitó el sombrero, peinó sus largos cabellos blancos y se acarició la barba de candado. Estuvo un rato pensativo, pero luego, sin mayores rodeos, comenzó a decir: —Estábamos en sexto año y cada vez que podíamos mis amigos y yo escapábamos de la escuela y nos veníamos de pinta al cerro. Correteábamos a las liebres, comíamos tejocotes y capulines silvestres, jugábamos indios contra vaqueros, o en ocasiones nos creíamos exploradores y entrábamos a la cueva. Esta cueva se volvió nuestro sitio favorito, pero nunca pasábamos de los primeros túneles y galerías. Nos alumbrábamos con velas. Lo que nunca les había contado es que uno de los compañeros se llamaba Cutberto y era muy miedoso. Le apodamos “El 28


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valentón” para burlarnos. —¿Le tenía miedo a la oscuridad? –preguntó Tina. —Sí –dijo el abuelo–, y le habíamos hecho creer que en el fondo de la cueva vivía un demonio que se transformaba en macho cabrío y que exigía dinero a los que se atrevían a entrar en sus dominios. Esto era una mentira que habíamos inventado: uno de nosotros llegaba antes y se escondía al fondo del túnel, tras una roca; entonces, al entrar el grupo más tarde, se oía una voz cavernosa que pedía el dinero, y no sólo eso sino que exigía que los intrusos le tocaran las barbas –que no eran más que raíces. La broma estaba destinada a los primerizos. Cuando le tocó a Cutberto se aterrorizó al escuchar la voz y salió corriendo. Nosotros le decíamos que era un cobarde, nos burlábamos de él, incluso frente a las niñas. Él enfurecía y se ponía a llorar. Un día Cutberto no fue a la escuela. Nadie le dio importancia porque era muy común que faltáramos a clases, por enfermedad o por cualquier otro motivo, pero ocurrió que esa mañana su mamá se presentó en el salón llevándole el almuerzo y, al preguntar por él, la maestra, alarmada, dijo que Cutberto no había ido a clases y que ella pensaba que estaba enfermo. La madre se asustó y dijo que su hijo había salido de casa a la hora de siempre. La señora palideció, lo mismo que la maestra. Llamamos al director y la maestra le explicó la situación. Salimos a buscarlo... —El niño se metió a la cueva solo, ¿verdad? –lo interrumpió Tina, quien gracias a los gestos de Julio había adivinado esa parte de la historia. —Sí –admitió el abuelo–. Para probar que no era un cobarde, Cutberto se había metido a la cueva, solo. Lo supimos porque encontramos un papel clavado en la entrada. —¿Y que pasó con él? –quiso saber Tina. Julio tenía la vista fija en los temblorosos labios del abuelo. 29


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—Jamás apareció. El abuelo emitió un leve sollozo y los niños se sintieron un poco afectados por la historia, pero no al grado de arrepentirse de estar allí. El abuelo recobró la tranquilidad y prosiguió con su relato. —Nos cansamos de buscarlo. Un grupo de señores, encabezados por el padre de Cutberto, organizó una intensa búsqueda en la cueva, pero nunca volvimos a saber nada de él. Julio puso cara de malvado y colocó los dedos índices a cada lado de su frente, simulando dos pequeños cuernos. Tina tradujo el gesto. —Dice Julito que a ese amigo tuyo se lo llevó el Diablo. El abuelo sonrió melancólicamente y agregó: —Los culpables de su desaparición fuimos nosotros, sus compañeros. Desde entonces nunca más regresamos a la cueva. Y ahora que he vuelto a entrar, cuarenta y ocho años después, el olor y el aire helado me recordaron de pronto ese episodio tan amargo. Lo mejor será que volvamos a la casa. Los niños pensaron en el agua, en las tierras y los pozos secos de San Isidro; pensaron en todas las personas que podían morir si el agua no llegaba pronto; se imaginaron a las señoras peleando junto a las pipas de agua y arrebatándose las cubetas a medio llenar. Y entonces rogaron al abuelo que no desistiera de su plan. Y tanto porfiaron que lograron convencerlo. Durante la charla el sol había salido por completo y doraba el rostro del abuelo. Éste tomó una resolución, y pidió a sus nietos que elaboraran rápidamente un inventario de los víveres y objetos que llevaban.

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Cuatro El ingreso a la cueva del diablo

T

ina llevaba una bolsa de dormir, varias latas de atún, un paquete de galletas, una bolsa con tortillas de maíz (de las que hacía su madre en el comal), una lámpara pequeña, dos barras de chocolate, una lata de duraznos en almíbar y cuatro naranjas. La mochila de Julio contenía su bolsa de dormir, otra lámpara, unas pilas de repuesto, dos manzanas, cinco barras de amaranto, dos latas de sardinas, una caja de cerillos, una brújula, una navaja y, por supuesto, su libro “Historias de Pico de Oro”. Los niños pensaban compartir su comida con Mix, pero no se preocupaban mucho por él pues el gato, además de gran cazador, era omnívoro. —¿Y qué piensan beber? –les preguntó el abuelo. Al observar que sus nietos habían medio saqueado la despensa de Mamá Lucina, pero habían olvidado el agua, no supo si reír o tirarse de los cabellos. El abuelo llevaba un reducido bastimento: veinte piezas de pan de avena con huevo, que eran su especialidad, un frasco de café, cinco manzanas, tres peras y un bidón con suficiente agua para diez días, que era el tiempo que calculaba tardar en llegar al río. El resto de su equipo, sin contar la lámpara de halógeno, estaba compuesto de dos cobijas,



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una cantimplora, diez metros de cuerda, una linterna “manos libres” (que de algún modo había adaptado a su sombrero), una muda de ropa, una navaja multiusos, tres rajas de ocote, un encendedor, un radio con reloj despertador, una pequeña cafetera, y la vieja escopeta para caza deportiva que solía llevar a sus excursiones y que nunca usaba. Todos esos bártulos explicaban las dimensiones del bulto que ahora el abuelo se echaba a la espalda. Por fin, dirigiendo una última mirada al sol y respirando profundamente el aire del bosque, encendió otra vez la lámpara de halógeno, le echó una ojeada a su reloj de pulsera –eran las siete de la mañana– y se introdujo a la cueva con los nietos pisándole los talones. El suelo de la caverna estaba cubierto de gravilla, que la gente del pueblo llamaba cascajo: piedras pequeñas, rojas y porosas de origen volcánico. Las salientes del techo eran del mismo material mezclado con arcilla y a cada roce del sombrero del abuelo se desprendía una catarata de piedrecillas que iban a dar a las cabezas de Julio y Tina (¡menos mal que llevaban las gorras!). Mix iba al frente, queriendo atrapar el haz de luz que producía la lámpara del abuelo. Muy pronto los niños descubrieron que los zapatos que llevaban no eran adecuados para ese terreno, y por esa razón les costaba trabajo seguir el ritmo de don Diego. Al final del túnel encontraron la piedra donde se ocultaba aquel que, muchos años atrás, fingía la voz diabólica y pedía dinero, así como las raíces que hacían las veces de barbas del macho cabrío. Por un momento Julio y Tina creyeron que el abuelo les diría: “A ver, toquen las barbas del chivo”. Pero él no dijo nada. Los niños alumbraron las raíces con sus propias lámparas y sintieron un temblor en la espalda. A un lado de la piedra había una abertura más o menos de un metro de diámetro. Sin ningún aviso, el abuelo soltó el bulto y lo empujó por el boquete, en seguida desapareció arrastrándose por él. Tina y Julio lo 33


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siguieron a gatas. Varios metros más adelante llegaron a una enorme y alta galería. —Nos encontramos en la zona central de una red de túneles –señaló el abuelo sacudiéndose las ropas–. Cuando yo era niño éste era el límite al que llegábamos. Aquí desayunaremos antes de internarnos por zonas desconocidas. Los niños estuvieron de acuerdo y también se sacudieron el polvo. El abuelo comió uno de sus panes y una manzana, mientras Julio, Tina y Mix devoraron una barra de amaranto cada uno. Se turnaron la cantimplora. Julio formó un cuenco con sus manos, y de esa forma Mix pudo beber también. El abuelo regañó otra vez a sus nietos por olvidar el indispensable abastecimiento de agua para ellos y el gato. El abuelo pidió una lata de atún a Tina, la destapó, luego abrió dos panes a la mitad y les preparó sendas tortas a los niños. Al final permitió que Mix lamiera la lata. —Ahora esta lata será el bebedero de Mix. Después del desayuno, don Diego volvió a cargar su fardo y se encaminó hacia uno de los túneles de la izquierda. Allí buscó y encontró una oquedad, una especie de grieta entre dos paredes, por la que empezó a caminar con dificultad. Sus nietos lo seguían, guiados por la luz y los resoplidos que soltaba a cada momento. Luego de un rato, se oyeron diversas maldiciones. —¡Es un callejón sin salida! –exclamó el abuelo. Regresaron y repitieron la operación por otro túnel, aunque en éste hallaron un pasadizo. La difícil marcha por el pasaje se prolongó durante un tiempo indeterminado, que a los niños les pareció una eternidad. Finalmente el pasaje se amplió y de pronto se encontraron avanzando por un sendero ancho que descendía. El abuelo quiso saber la hora en su reloj de pulsera, pero advirtió que 34


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las manecillas fosforescentes se habían detenido a las siete y diez de la mañana. El calendario del reloj indicaba “1–mayo”. Le pareció extraña esa descompostura pues hacía unos días que le había cambiado la pila. En el exterior no le importaba, pero dentro de la cueva tener un registro del paso del tiempo le parecía esencial. Recordó entonces que llevaba aparte el reloj despertador y eso aquietó su molestia. En vista de la amplitud del camino, Tina y Julio marchaban flanqueando al abuelo, cuya lámpara de halógeno proyectaba un potente haz de luz al frente, acompañado por las luces más débiles de las linternas de los niños. Mix se adelantaba para husmear por los resquicios, luego se retrasaba por momentos, pero no perdía la vanguardia del grupo por mucho tiempo. Durante la caminata, Tina, salvado el primer asombro que representó el ingreso a la cueva, había recobrado su naturaleza parlanchina y comenzó a bombardear al abuelo con sus preguntas y comentarios. “¿Y de dónde viene el agua del río?”. “¿Está muy fría?”. “¿Y cómo haremos para sacarla?”. “¿Podremos bañarnos, abuelo?”. A cada respuesta, ella encontraba una hebra nueva para seguir preguntando. Tina podía ser desesperante. Una manera de marcarle el alto era ignorarla y hablar de otra cosa. El abuelo lo había comprobado en el pasado y decidió emplear nuevamente ese recurso. —El cerro de San Isidro –expresó con voz grave– está formado del mismo material que el volcán Xinantécatl, al que los señores antiguos llamaron “señor desnudo”, y que hoy es conocido como Nevado de Toluca. Hacia donde dirijan la luz podrán ver piedras rojizas, su origen es volcánico y nosotros en el pueblo le llamamos tezontle. Con esta clase de piedras se han construido los templos de San Isidro... Tina acabó por hundirse en el silencio. Pero eso no se debía a la 35


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estrategia del abuelo, sino a que ella había creído ver una sombra deslizarse a su lado. El abuelo prosiguió con su discurso, pero Tina no le prestaba atención. —Creo que ya les dije que el cerro de San Isidro fue en épocas prehispánicas un lugar sagrado, un centro ceremonial, especialmente el área superior, donde, según las excavaciones arqueológicas realizadas hace años, se hallaron entierros y ofrendas cerámicas. De pronto Julio perdió el hilo de las palabras de su abuelo, pues advirtió que una sombra, más negra que la oscuridad que los envolvía, pasaba como una exhalación, pegada a la pared, a su izquierda. El abuelo, feliz por el silencio de su nieta, narró a continuación la leyenda de don Quirino, el arriero que vendió su alma al Diablo con tal de que éste le permitiera sacar flores y frutos de su huerto subterráneo. —El señor Quirino –decía el abuelo con una voz profunda que retumbaba en la caverna– se volvió famoso en el pueblo. Ningún arriero como él traía flores tan hermosas ni frutos tan grandes y apetitosos. Y nadie se explicaba que entregara tan rápido los pedidos, ¡de un día para otro!, cuando los demás tardaban por lo menos una semana. Pero uno de esos arrieros, que se había convertido en enemigo suyo, lo siguió un día y descubrió que entraba a esta cueva y salía horas después con sus burros cargados de flores y de frutos. Ese arriero huyó porque se dio cuenta de que tal prodigio era cosa mala. Meses después don Quirino desapareció y nadie volvió a saber de él. A sus burros los encontraron muertos en la entrada de la cueva. Al abuelo le intrigó el silencio de Tina. Iba a preguntarle qué le pasaba cuando Julio lo tironeó de la manga. Hicieron alto. Tina por fin habló y dijo que había visto una sombra. En seguida tradujo la mímica de Julio y éste dijo lo mismo. 36


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—Yo no he visto ninguna sombra –aseguró el abuelo–. Creo que ustedes están un poco impresionados y nerviosos. Es mejor que sigamos. Mix maullaba de una manera distinta y los niños supieron que el gato también había visto las sombras. El camino se estrechaba a veces o se expandía en cavidades del tamaño de una habitación, o bien daba paso a galerías enormes, pero siempre mantenía su inclinación. El abuelo pensó que de seguir con ese ritmo descendente pronto hallarían el famoso río. Sin embargo, cuando mayor era su optimismo, desembocaron en una galería donde la senda se cortaba abruptamente por un derrumbe. El abuelo calculó que habían caminado durante varias horas. Así que tomó la decisión de descansar y comer en ese lugar. De modo inconsciente miró otra vez su reloj de pulsera que brillaba en la oscuridad. Seguía marcando las siete y diez del 1 de mayo. Comieron con gran apetito. El abuelo distribuyó panes a los niños. Destaparon una lata de sardinas. Y volvieron a compartir la cantimplora. A Mix le tocó también una buena ración de sardinas. Dividieron una pera en tres a manera de postre. El abuelo buscó el radio con reloj despertador y se encontró con la ingrata sorpresa de que no tenía pilas. Con el humor por los suelos reanudaron la marcha. Desandaron un buen tramo, ahora cuesta arriba por la senda empinada, y encontraron una bifurcación, que el abuelo reconoció no haber advertido. Así que se encaminaron por esa otra ruta, pero el recorrido fue más difícil de lo que esperaban. A cada momento el túnel se achicaba y los obligaba a arrastrarse. Después de varias horas el cansancio los hizo detenerse. Habían llegado a una galería de regulares proporciones. El reloj interno del abuelo le indicó que era de noche. Y en todo caso, sus nietos estaban rendidos. Tina advirtió que ella y Julio habían perdido las gorras de guardabosque y bufó apesadumbrada. 37


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—Dormiremos aquí –dijo el abuelo y los niños suspiraron aliviados y hambrientos. De modo que cenaron y dispusieron las bolsas de dormir. El abuelo extendió sus cobijas. Julio sacó su libro “Historias de Pico de Oro” y con él tocó delicadamente el hombro de Tina, que estaba a su lado. Ella se negó a leerle un cuento y además le dijo que en esas condiciones él, Julio, debería abstenerse de darles molestias adicionales. En ese instante Mix soltó un maullido penetrante y prolongado que los estremeció. El gato estaba en un rincón. El abuelo se acercó y al alumbrar la zona se dio cuenta de que había un montón de huesos y dos cráneos, además de algunos tepalcates. Los niños se aproximaron al hallazgo con inusitado interés. Tina desde luego se deshizo en preguntas. Después de observar en silencio durante un buen rato, el abuelo les dijo que eso era una tumba prehispánica, y con la luz de su linterna hizo un recuento. —Este cráneo es de un humano –explicó–, y aquí están los huesos de su cuerpo. Este otro cráneo es de un perro, seguramente un xoloescuincle, un perro sin pelo que era muy apreciado por los antiguos aztecas. La costumbre era enterrar a la persona con algunas vasijas nuevas, con agua y alimentos. El perro era sacrificado y puesto junto al muerto. Se creía que el perro guiaría al difunto en su viaje al otro mundo. —¿Cuántos años tienen estos huesos, abuelo? —No lo sé..., setecientos, ochocientos, tal vez más. Tina hizo otras preguntas y el abuelo dedujo que, en vista de las vasijas rotas y de una empolvada y vieja caja de cerillos vacía que estaba entre los tepalcates, allí habían estado otros exploradores, tal vez aquellos que buscaron a Cutberto décadas atrás. El abuelo alumbró los despojos unos minutos más, con la concentración de un arqueólogo. Al final, los tres volvieron a sus improvisados lechos y se acostaron. 38


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Por alguna razón que Julio y Tina no entendieron, el hallazgo de aquella tumba ancestral mejoró el humor del abuelo, quien, de buena gana, tomó el libro de Pico de Oro, encendió su lámpara “manos libres” adaptada a su sombrero, abrió el libro en las primeras páginas y empezó a leer: En ese pueblo vivía un señor a quien le llamaban Pico de Oro porque hablaba muy bonito y todas las tardes subía al quiosco a fumar su pipa y a contar historias y cuentos a los niños, que tomaban asiento a su alrededor. —¿Qué cuento quieren que les cuente hoy? –preguntaba Pico de Oro. —Cuéntenos de la araña que vivía en el fondo de una guitarra –decía un niño. —No, ése no. Cuéntenos de la música de tambores que le regalaron a la lluvia en su cumpleaños –pedía otro niño. —No, ése tampoco –replicaba alguna niña–. Cuéntenos de la vaca que era maestra de geografía en la escuela de su propio cuerpo. —No, ése menos –decía otro de los pequeños–. Mejor cuéntenos de los países a donde ha ido. —¡Sí, sí –aplaudían todos–, cuéntenos de sus viajes por el mundo! Este diálogo era un protocolo entre los niños y Pico de Oro, pues en verdad éste sólo contaba de los lugares en los que había estado. Aquella tarde no fue la excepción. —Muy bien –dijo Pico de Oro, y empezó su narración, no sin antes darle largas fumadas a su pipa–. Un día estuve en un país muy extraño. —¿Cómo se llama? –preguntó un niño. —Se llama el País de los Amigos Favoritos –dijo Pico de Oro–. Allí van las personas solitarias que andan en busca de un amigo o amiga para toda la vida. En ese lugar las bocas andan sueltas, y los brazos, y todo lo demás. Las manos andan en parejas, lo mismo que las piernas y los pies. Los ojos flotan lentamente, también de dos en dos, y miran todo como si fuese la primera vez. Las orejas, como las mariposas, vuelan alocadas aunque también lo hacen en parejas. En cambio, 39


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las narices se arrastran temerosas, tímidas, oliendo la tierra y las hojas de las plantas y los pétalos caídos, aunque hay otras, más viejas, que se desplazan en el aire como si éste fuese agua. Los corazones y los demás órganos –prosiguió diciendo Pico de Oro– son como animales nocturnos y sólo es posible verlos en la noche. Los fragmentos de cabeza (sin ojos, sin boca, sin nariz, sin orejas) y los pechos vacíos viven encerrados en una callada espera... Así que componer a un amigo favorito lleva un buen tiempo. Es como un rompecabezas. No es aconsejable andar con prisas. Hay que ser paciente, muy paciente. Lo primero que tiene que hacerse en el País de los Amigos Favoritos es encontrar unos ojos cuya mirada les sonría de inmediato. (A Julio se le ponían los ojos risueños pensando en esa mirada) —¿Cómo saber si los ojos sonríen? –preguntó un niño. —Porque se ponen chiquitos y brillantes, con un brillo amistoso. Basta verlos para saber que están sonriendo. En seguida hay que buscar una boca que cuente las historias más bonitas o más entretenidas. —¿Y si cuentan historias de terror? –dijo otro niño. —No importa, hay historias de miedo que son bonitas. La clave es que la boca cuente un cuento que a ustedes les guste. Si es así, esa boca debe ser la elegida. —¿Y las manos? –indagó una niña. —Las manos tienen que ser como esas manos que les gusta saludar, hacer gestos, que se frotan de puro gusto, que truenan los dedos, y que les encanta aplaudir a cada momento, si encuentran manos con estos requisitos, uy, qué felicidad. —¿Y las orejas, cómo tienen que ser? —Ah, las orejas... Las orejas son lo último que hay que buscar. Antes vamos con los pies. —A mí me gustan los pies sin temor a saltar –dijo un niño. —Eso es –dijo Pico de Oro–, a los pies que elijan deben gustarle las carreras, 40


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los saltos, las caminatas, y sobre todo chapotear bajo la lluvia y corretear descalzos a la orilla del mar. —¿Y las orejas? –insistió uno de los niños. —Hallar un buen par de orejas es muy, pero muy difícil. Y si digo que las orejas son lo último que deben buscar es porque las orejas son lo más importante. Cuando encuentren un par de orejas que sepan escuchar, entonces habrán conseguido a su mejor amigo. —¿Y cómo se da uno cuenta de que las orejas saben escuchar? —Ésa es la gran pregunta –suspiró Pico de Oro–. No hay una respuesta única. Al toparse con un par de orejas tienen que saludar, hablarles con afecto, luego contarles algo de ustedes. Si las orejas se quedan quietas, sigan adelante, platiquen de su vida, de sus deseos, de sus sueños, del postre que les fascina, de la escuela (en el caso de que les guste), hablen de ustedes con toda sinceridad, ésa es la clave. —¿Y si las orejas se van volando? —Eso significa que no les interesó lo que ustedes dijeron... Ah, pero si las orejas se quedan quietecitas, con los pabellones y lóbulos atentos, entonces es posible que hayan encontrado las orejas de ese amigo tan anhelado. —Ya se durmió, abuelo –susurró Tina refiriéndose a Julio. —Sí, duérmete tú también. A consecuencia del cuento Tina soñó que su lengua estaba triste y se pasaba todo el día sin hablar porque ya había contado la vida de su dueña: sus deseos, sus chistes, sus ilusiones, en fin, todo lo que podía ser tema de conversación ya había sido dicho por ella. Y Tina soñó que su lengua permanecía callada, quieta, sin decir palabra, y desfallecía bajo el calor del verano. Despertó angustiada. Quiso llamar al abuelo, pero no pudo. Encendió su lámpara y alcanzó a ver unas sombras que huían velozmente. Presa del miedo, pensó que lo mejor era volver a dormirse. 41



Cinco La fauna extinta

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su cama y que los pájaros habían entrado por la ventana y picoteaban la colcha. Abrió los ojos y pareció como si no los hubiera abierto. La oscuridad era total y el niño, atemorizado, tardó unos minutos en recordar qué estaba haciendo ahí. Encendió su lámpara y lo primero que vio fue un murciélago parado en el sombrero de su abuelo, después otros dos sobre la cabeza de su hermana. Se incorporó y los hizo huir con la luz de la linterna; se dio cuenta entonces de que no eran tres ni cuatro murciélagos sino un verdadero ejército de bichos que tapizaba el techo de la caverna. Despertó al abuelo y a Tina. Los gritos de su hermana excitaron a los murciélagos, y éstos, enloquecidos, se desprendieron del techo con intenciones de atacarla. —¡Quédense en la bolsa y no se muevan! –ordenó sordamente el abuelo–. ¡Y no hagan ruido! Los niños obedecieron. El alboroto era terrible. Después de varios minutos de chillidos y aletazos pudieron sacar la cabeza y comprobar



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que los murciélagos habían regresado al techo y se encontraban otra vez en calma, salvo uno o dos que todavía volaban por ahí. —Les diré lo que haremos –murmuró el abuelo–, uno por uno preparará muy lentamente su cargamento y se arrastrará hacia aquél túnel —y señaló con la luz de su lámpara el sitio aludido. Cada quien hizo su tarea con callados movimientos. Tina fue la primera, le siguió Julio, y por último el abuelo también se introdujo por aquel pasadizo. Pero éste resultó un camino tortuoso, lleno de curvas y de agujeros. Luego de andar a rastras por más de una hora desembocaron en una serie de galerías conectadas entre sí. Los tres se pusieron de pie con grandes muestras de alivio. El abuelo les hizo notar que continuaban descendiendo. —Miren –ordenó a sus nietos–, la composición de la tierra ya cambió, y ya no hay casi tezontle, ahora las piedras empiezan a ser negras. En ese momento la observación carecía de toda importancia para los niños. Julio se sobaba la panza. Y Tina declaró con ansiedad: —¡Abuelo, nos morimos de hambre! —Sí, yo también –asintió don Diego. Así que eligieron un lugar en la galería, tomaron asiento sobre unas rocas y procedieron a desayunar. Cuando el abuelo destapó una lata de atún Julio saltó. —¿Qué le pasa? Tina tradujo de inmediato el gesto de su hermano. —¡Mix! ¿Dónde está Mix? Con el escándalo de los murciélagos, se habían olvidado del gato. Los niños corrieron hacia el hueco por el que habían llegado y enfocaron sus linternas. A lo lejos distinguieron dos pequeñas luces que, flotando en la negritud del túnel, se acercaban a toda velocidad. Cuando pudieron alumbrar al animal, ¡porque era un animal!, corrieron aterrados al 45


El agua del diablo, de Marco Aurelio Chavezmaya, es un espléndido homenaje a la tradición oral de nuestros pueblos, pero también rinde honores a una clásica novela de aventuras, como lo es Viaje al centro de la tierra, y hace un guiño a La Divina Comedia, otro portento de la literatura universal. En la presente novela se engarzan los mitos lacustres del altiplano mexicano (poblados de mujeresculebra, diablos, tesoros y ríos subterráneos) con cierta preocupación social acerca del agua. El autor, dueño de un eficaz tejido narrativo, nos regala una gran historia en la que la fe, la amistad y el sacrificio encarnan en cuatro personajes entrañables (un abuelo, dos nietos y un gato) quienes transforman su búsqueda del agua en una aventura prodigiosa.


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