El Summum 20

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Editorial El Viejo Topo 1m2 ins Schwarz hineim. Michael Müller Intersecciones 2006. Música Wim Wenders / Sam Shepard Los miércoles del Gallery La ciudad del ojo. Florencia Modotti, una mujer del siglo XX Maratón Rossellini The Technoillogical Myopia Hugo Race Tratantes. Mark Ostrowski Intersecciones 2006. Cine De la vida de les piedres Cine norteamericano Guor Placebo Manuel Cimadevilla. La razón del barro Monologuismu cómicu asturianu Encuentros en Asturias: Teatro/Danza Círculos rotos Truman Capote. El genio destruido El desencanto La biblioteca de Eloy Tizón


3 Sin llectores, les lletres desapaecen

5 de mayu de 2006 · Día de les Lletres Asturianes

Editores: Inaciu Iglesias y Alberto Suárez. Coordinación de redacción: Ramón Lluís Bande (rllbande@telecable.es). Dirección de arte: Cuerpo 7 (Lola G. Zapico & A. Suárez). Escriben en este número: Diego Díaz, Alejandro Braña, Jaime Priede, Ricardo Menéndez Salmón, Ángel de la Calle, Manolo D. Abad, Xuan Bello, Martin Scorsese, Javier Maqua, Víctor Rodríguez, Sibisse Cándida Rodríguez Sánchez, Carlos Alba, Beatriz R. Viado, Ovidio Parades, Miguel Barrero, Hilario J. Rodríguez. Fotografías: Lola García Zapico (portada), Eduardo Carruébano, Alejandro Braña, Berto Suárez, Dejan Patic, Mark Ostrowski,

Nadav Kander, Pujol, Shirin Neshat, Henri CartuerBresson, Hilario J. Rodríguez. Empresa editora: Publicaciones Ámbitu, S.L. San Juan, 5, 3ºdcha. 33003 Uviéu (Asturies). Diseño y maquetación: Lola G. Zapico. Publicidad: Henrique Facuriella. Administración: José Trabanco. Fax: +34 985 221 537. Tfno.: +34 985 204 601 ambitu@araz.net / www.lesnoticies.com Impresión: El Comercio, S.A. Depósito legal: AS-1372/01

número veinte - publicación gratuita trimestral - doce mil ejemplares


El Viejo Topo, 30 años excavando galerías En 1976 Franco estaba muerto, pero su régimen aún no. La policía vestía de gris y tenía por costumbre perseguir y apalear a aquellos que gritaban rimas como “Libertad, amnistía, estatuto de autonomía”. En las fábricas y universidades había huelgas, en las calles manifestaciones y en las altas instancias nerviosismo. La policía había asesinado a 6 obreros en Vitoria y otros más en diversas ciudades españolas, mientras tanto ETA y los GRAPO cometían sangrientos atentados contra el estado, y grupos de extrema derecha aterrorizaban a los opositores al régimen, llegando aún mucho más lejos de lo que los “hombres de gris” podían ir en la persecución de los disidentes. Lentamente los libros tanto tiempo prohibidos llegaban a las librerías, los Freud y Marx por ejemplo. El sexo y la política. Los kioskos se llenaban de publicaciones periódicas con tímidos desnudos, pero también de revistas políticas. De las primeras quedan muchas, ahora con desnudos, por supuesto, mucho más atrevidos, acordes con los nuevos tiempos. De las segundas quedan muchas menos, y de izquierdas, probablemente sólo una, “El Viejo Topo”, que a trancas y barrancas cumplirá este año tres décadas de existencia. Una efeméride que es una buena excusa para hablar de este clásico de la cultura española de izquierdas con la persona que mejor la conoce, Miguel Riera, su fundador, director y editor. Alguien que se define a sí mismo como un “activista que se dedica a editar revistas”. Miguel Riera

El nombre “El Viejo Topo fue una propuesta de Josep Sarret. El Viejo Topo es la idea de la revolución en Marx, una metáfora que toma de Shakespeare. Nos gustaba la idea de mezclar a Marx con Shakespeare”. El nacimiento de la revista “En 1975 presentamos la solicitud al ministerio de información de una revista semanal con formato de periódico, algo que nos denegaron, porque consideraban con muy buen criterio que lo que queríamos era colar una revista de política como revista cultural. Al cabo de un año nos autorizaron una revista mensual con un precio alto, en color...Por eso yo siempre digo en broma que en realidad el proyecto definitivo de la revista lo hicimos con la inestimable colaboración de la censura, que nos orientó hacia un tipo de publicación muy diferente de la que nosotros habíamos pensado”. Una revista de “crítica de la cultura” “La revista pretendía ser una plataforma de debate y discusión en el terreno político y cultural para las diferentes opciones de

izquierdas, que estaban a golpes en aquel momento. En el año 75 todavía estaban vivas las consecuencias de mayo del 68, el hippismo, el feminismo, el movimiento de liberación gay-lésbico y en general una cierta cultura del goce que no había trascendido a los medios generales. El Viejo Topo quiso tomar por un lado estos aspectos de la cultura y la vida cotidiana y, por otro, los debates de las izquierdas, aún clandestinas en ese momento”. Las censuras “Yo era la persona que daba la cara en los juzgados y el juez de prensa ya me conocía y me tuteaba. Me decía ‘hombre, usted por aquí’, porque casi todos los meses la policía venía a secuestrar la revista. Tuvimos muchos procesos, el más grave cuando nos pidieron 7 años de cárcel por atentar contra la seguridad del estado a raíz de la publicación en portada de una bandera republicana, algo que ahora puede parecer ridículo” No sólo la revista sentó mal a quienes tenía que sentar mal, sino que también provocó a quienes en principio estaba dirigida. “El impacto en la izquierda de una revista tan plural fue muy fuerte. Incluso algunos grupos políticos prohibieron a sus militantes leerla, lo cual fue excelente como promoción. La idea que teníamos nosotros era que había que discutir y replantear las cosas, y que el dialogo era posible” Ya en la segunda época, la revista ha sufrido el maltrato de las instituciones democráticas, que han intentado asfixiarla económicamente negándole ayudas públicas. “En la segunda etapa de la revista hemos visto algo amargo, que muchos colaboradores se han integrado en cargos de poder político y con escasísimas excepciones han renegado del pasado y ni siquiera le han hecho un “guiño” a la revista. La clase política actual, especialmente la de derechas, pero también una parte de la izquierda, no nos han hecho ningún favor, y aún estamos discriminados de las subvenciones” Por cierto, que entre esos viejos colaboradores estaba un jovencísimo Federico Jimenez Losantos, hoy estrella radiofónica de la nueva derecha, entonces articulista de signo ideológico bien distinto. Del éxito a la desaparición “En el momento más álgido se llegó a picos de 50.000 ejemplares, aunque 35.000 o 37.000 era la tirada más habitual. Con la consolidación de la democracia las ventas empezaron a decrecer y muchos de los colaboradores fueron cooptados para cargos de poder a través del PSOE, principalmente. Esto llevó a moderar el tono de muchos que aspiraban también a acceder a las instituciones. Comenzaron las peleas internas, cosa que no había sucedido hasta entonces. Discusiones muy duras sobre si se publicaba tal o cual artículo. Comenzó una perdida de pluralidad y de liberalidad, por decirlo de alguna manera. Además yo ya pensaba que la sociedad estaba evolucionando mucho más rápidamente que la revista. Total que me marché en el año 80, y en 1982 la revista se cerraba”. El Viejo Topo no fue la excepción, sino la regla. Las revistas políticas y los semanarios de izquierdas, que tan decisivos habían sido en el final del franquismo y la transición, fueron desapareciendo paulatinamente con la

llegada de la democracia. Publicaciones que habían combatido el régimen, soportando la censura y la persecución constante, echaron el cierre precisamente cuando el país recobró las libertades políticas. “La revista es un reflejo de la evolución de la sociedad y las revistas entraron en decadencia con la decadencia de la sociedad. Hoy en día encuentras pocos universitarios que se interesen por el contenido y el tono de El Viejo Topo” Miguel Riera recordaba en otra entrevista que en los años 70 muchos universitarios iban a clase con la revista debajo del brazo y que aún era un signo de prestigio leer una publicación tan combativa y simbólica. La segunda época En 1993 el socialismo real se hundía dejando al capitalismo como único sistema económico posible y a los EEUU como potencia hegemónica mundial indiscutida e indiscutible. En Europa la desindustrialización y el paro liquidaban los restos del antaño poderoso movimiento obrero. En las facultades de económicas pocos estudiantes soñaban con ser el nuevo Karl Marx, más bien tendían a identificarse con el hábil y heterodoxo banquero Mario Conde. Malos tiempos para la lírica, y aún peores para relanzar el proyecto de una revista de crítica de la cultura desde la izquierda. “El GAL, la corrupción, la desviación social-liberal de la izquierda socialdemócrta, y también post-comunista, nos iban quemando a mí y a mucha gente que decidimos que había que hacer una revista donde desde posiciones de izquierdas se hiciese una crítica a todo lo que estaba sucediendo. En 1993 relanzamos El Viejo Topo, personalmente creo que mantengo el mismo espíritu, pero seguro que eso es falso porque uno cambia con la edad. La idea sigue siendo utilizar la crítica de la cultura para volver a imponer valores de izquierdas. La izquierda ha experimentado una gravísima derrota cultural que se ha trasladado a lo político. Sin esa derrota cultural no estaríamos donde estamos ahora. Es un proyecto muy ambicioso para una revista que no paga colaboraciones y que se mueve en una precariedad absoluta”. El futuro Miguel Riera dice no tener ni idea de quiénes leen la revista. En todo caso está claro que se ha producido un relevo generacional en los lectores y una renovación de la temática. Son ahora el movimiento antiglobalización, el zapatismo, la revolución bolivariana, el sindicalismo alternativo o los debates sobre la tasa Tobín o la Renta Básica los que ocupan las principales páginas de esta revista. “Si sigo en esta revista es por las ganas que tengo de aprender cosas. Tratamos de explicar el fondo de las cosas, no quedarnos en el nivel de los demás medios de comunicación”. El avance de los movimientos sociales en Latinoamérica, el rotundo NO al neoliberalismo en Francia, las grandes manifestaciones contra la guerra y la globalización capitalista, indican que tal vez ese Viejo Topo esté acercándose cada vez más a la superficie. Texto: Diego Díaz.



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Para una cartografía de lo interior

Las ciudades, los países, pueden conocerse por la experiencia directa, por la experiencia literaria, por la experiencia ajena o por los mapas. Los planos, aunque no hayamos estado nunca en el lugar que representan, dan una idea segura de los elementos que configuran la ciudad. Los dibujos esquemáticos de las calles, avenidas, parques... se convierten en puntos de referencia muchas veces más reales que los propios espacios urbanos físicos. Los mapas de Michael Müller recogidos en 1M2 INS SCHWARZ HINEIN (Ritter Verlag Klagenfurt, Klagenfurt, 2006) también ofrecen referencias, pero no de realidades externas, sino que son una suerte de cartografía del mundo interior, de la imaginación, de las preocupaciones... No resulta difícil interpretar los planos urbanos de Müller, sus secciones de ríos o regiones volcánicas como zonas de sí mismo que fluyen o se resisten a cambiar, afectadas por desastres naturales o accidentes, en proceso de reconstrucción o con planes de desarrollo agrícola... También pueden ser interpretaciones del mundo exterior, de sus conflictos (en la imagen, “Triptych part 1, Wood for Eritrea”). A falta de leyenda, el explorador que maneje estos mapas tendrá que dejarse guiar a la hora de planificar la visita por la sinuosidad casi erótica de ciertos accidentes geográficos, la rigidez geométrica de las zonas de cultivo, la retícula casi ortogonal de algunos barrios o la maraña de calles que domina en otros...


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Hay músicos que prefieren la intimidad de los segundos planos y les cuesta dar el paso hacia el front line. Es el caso de uno de los mejores exponentes del underground norteamericano de los noventa, Chris Brokaw. Se ha decidido a trabajar con banda y con su nombre como protagonista de la creación. La banda se autodenomina Chirs Brokaw Rock Band. Chris es un mito para los amantes del indy y el rock en este país y acaba de publicar con Acuarela un trabajo de 11 temas, uno de ellos exclusivo para esta edición, acompañado por Kevin Coultas, Jeff Goddar y Matt Kadane. Un disco cargado de magníficas cadencias guitarreras. Rock directo, sin complejos, cargado de instrumentación puramente rockera, guitarras eléctricas y acústicas y una contundencia especial en las percusiones. Chris se ha destacado siempre por sus colaboraciones con artistas como Evan Dando, Steve Wyyn o The New Year y como miembro de Come y Codeine. En este álbum se incluye su versión de "I Remember", habitual en sus conciertos y de la que hace una muy especial interpretación cargada de fuerza y sonidos envolventes.

Cualquiera que tenga interés en el sonido garage y beat de los últimos veinticinco años, tendrá que acabar entregándose a Micky Hampshire, Liam Watson y Bruce Brand, integrantes de Masonics, pues, además de que cualquiera de sus componentes perteneció a bandas representativas de esos sonidos legendarios, el grupo, con gran talento para la composición, combina los sonidos de los sesenta, el garage americano y sonidos instrumentales con toques de punk-rock. Su último trabajo, que se compone de once temas propios y una versión de los Rolling Stones (“Long long while”), lleva por título “Outside looking in” (Vinyl Japan Records) y en él cuentan con la maravillosa voz de Ludella Black (ex-Headcoatees) y las colaboraciones de John Gibbs y Fabienne Delsol. Sus conciertos estan llenos de brío y pasión, entregando a sus seguidores en cada pase una pequeña fortuna. Si te gustan The Kaisers, Milkshakes, Headcoatees... puedes apuntarte al sonido garagero de los británicos Masonics. Directamente desde Londres hasta tus oidos.


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Don’t come knocking

Jamás tan cerca arremetió lo lejos

Sí, para mí es la fase más bella de una película. Es cierto que es el momento más solitario; estás a solas con la película en la sala de montaje. Pero me gusta. El rodaje, por ejemplo, no me gusta nada. Wim Wenders, El acto de ver.

Cuando llegamos a lo alto de la montaña me dijo que tenía un tío que era una rata del desierto. Que vivía en una cabaña de hojalata perdida por allí. Que tocaba el piano y cuidaba cabras. Un auténtico solitario. Pero que era un tipo fantástico. Sam Shepard, Crónicas de motel. Yo tenía siete años y había acompañado a mi padre a un lugar de Mojave llamado Hot Springs. Buscábamos un pequeño pedazo de desierto que le había comprado a un vendedor a domicilio de propiedades inmobiliarias que había cubierto la mesa de la cocina de catálogos de brillantes colores. Fotografías de relucientes piscinas, campos de golf verde esmeralda con su club

de socios, todo por construir. Cuando llegamos al lugar, lo único que vimos fue desierto virgen. Ayudé a mi padre a delimitar su minúscula parcela clavando una barra de hierro en cada esquina, con unos banderines anaranjados que el viento hacía ondear ruidosamente. Para distraer la decepción, su padre se pasa la tarde disparando sobre latas de judías oxidadas. Sam le sigue recogiendo los casquillos a medida que caen al suelo. Encuentra una rama de arbusto y se pone a dibujar rombos en la arena. Su padre se acuerda de los buscadores de minerales y le propone construir allí un escondite. Un escondite en el desierto. Cuando el chico sea un poco mayor. Una casa de botellas. Están hechas con botellas de todas clases, apiladas como si fueran ladrillos. Botellas de colores diferentes. Dentro se filtra una luz muy bonita cuando les da el sol. Sam Shepard (Fort Sheridan, Illinois, 1943). Una vez, en medio del desierto californiano de Mojave, me encontré con un letrero, una especie de anuncio muy apartado de la carretera más cercana. Estaba en medio de la nada y sus enor-


mes letras, descoloridas, decían: WESTERN WORLD DEVELOPMENT. SLOTS 410-460. Alguien, en algún momento, había proyectado levantar allí una ciudad. Intenté imaginarme una ciudad en aquel sitio. Era como si ya hubiera existido y hubiera desaparecido. Wim Wenders (Düselford del Rin, Alemania, 1945). La fotografía tomada por Wenders aquel día forma parte del archivo de localizaciones previas al inicio del rodaje de Paris, Texas [Wim Wenders, 1984]. Se ve el letrero en primer plano con grandes letras rojas sucias o quemadas por el sol. Hay que acercarse para poder leerlas, sobre todo las cifras de la última línea. El letrero está en medio de un paraje completamente abandonado en el que sólo se ven algunos cactus desperdigados. Wenders viajó durante tres meses por el Oeste americano en busca de exteriores para la película. Luego reunió la serie fotográfica en el libro Written in the West. Sam Shepard y Wim Wenders se conocieron en los estudios Zoetrope de Los Ángeles. El primero rodaba Frances [Graene Clifford, 1982] y Wenders quería que protagonizara El hombre de Chinatown, pero Shepard no aceptó. Tiempo después de haber perdido el contacto con él, Wenders lee Crónicas de motel y decide ponerse de nuevo en contacto con Shepard. La película que yo había querido hacer en Estados Unidos estaba ahí, en ese lenguaje, esas palabras, esa emoción americana. No como guión, sino como una atmósfera, un sentido de la observación, una suerte de verdad. Shepard había escrito el libro que acabaría por convertirse en la fuente de Paris, Texas. Un hombre aparece en pleno desierto de Arizona, en la frontera mexicana, caminando sin rumbo pero con paso decidido. La mirada perdida en el vacío. Banda sonora de Ry Cooder. Shepard escribió las primeras escenas, concretamente las que configuran todo el argumento y, en concreto, la estancia de Travis [Harry Dean Stanton] en Los Ángeles en casa de su hermano Walt [Dean Stockwell]. La planificación y ubicación de la cámara se decidían en el mismo set de rodaje para facilitar el trabajo de los actores y concederles la máxima libertad. El guión se iba escribiendo durante el rodaje y la historia se rodó en un orden estrictamente cronológico. Cuando Shepard tiene que abandonar la escritura del guión por motivos profesionales, Wenders se las apaña como puede hasta la vuelta de Shepard para retomar el guión en las escenas finales, las que conducen al encuentro de Travis y Jane [Nastassjia Kinski], y al encuentro de ésta con Hunter [Hunter Carson], el hijo de ambos. Paris, Texas, es el nombre de una población ubicada al norte del estado en la que los padres de Travis le dijeron que había sido fecundado. Una vez que Walt ha encontrado a su hermano caminando por el desierto, lo mete en su coche y lo lleva de vuelta a Los Ángeles. Durante el largo viaje, Travis rompe por primare vez su mutismo para mostrarle la foto de la parcela que se compró allí: un letrero en medio de la nada, un desierto árido y desolado en el que sólo se ven algunos cactus desperdigados. Al final Travis volverá a su parcela en busca de sus inicios, con la intención de iniciar allí una nueva vida. Una vida que quizá incluya a Jane y a Hunter.

Sam Shepard:

Andar hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Hombres, animales, ciudades y cosas. Todo se imagina. Basta con cerrar los ojos. Ocurre de este lado de la vida. Wim Wenders: Muy lejos, en Sydney, alguien me preguntó hace poco, después de una presentación de Paris, Texas: “¿Es una historia real?” Le respondí: “Ahora lo es”. Wim Wenders está en el desierto de Australia cuando cae el muro de Berlín. Se entera de la noticia con tres días de retraso. En Australia entabla amistad con gente perteneciente a la primera generación de su etnia que se ha encontrado con el “hombre blanco” por primera vez, es decir, gente que ha crecido todavía en la edad de piedra. Piedra es lo que también golpea un joven sentado en el Muro con un martillo y un cincel. A su lado se ve a gente que parece estar bailando. Bailando encima del Muro. A juzgar por lo que dice el pie de foto, todo esto ocurre a unos cien metros del lugar donde vive Wenders. Su oficina de Berlín le envía las dos fotografías por fax, pero Wenders no sabe muy bien lo que está pasando. En el desierto de Australia occidental no hay periódicos ni radio. Como mucho, si hay suerte, un televisor cada tres días en un motel, pero la mayoría de las veces sólo se pueden sintonizar los canales locales y ver con dificultad el canal satélite. Cuando regresa a Alemania, todo ha cambiado, apenas puede llegar a casa con la cantidad de gente que hay en la calle. Vive en Kreuzberg y desde su casa se ve más el Berlín Oriental que el Occidental. Es una calle tran-

paisajes vacíos, los desiertos, por ejemplo. Son como dos polos opuestos donde se produce el reencuentro de algo, anota Wenders. Los lugares abiertos en un paisaje urbano sugieren una experiencia colectiva. Hertmans recuerda que en la película El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, el viejo Homero, su arrugada cabeza hundida en una gorra con orejeras, va desplazándose con dificultad por la hierba agreste del inmenso terreno baldío junto a la Potzdamer Platz de Berlín. Lo que en un principio podía parecer vacío, se convierte, debido a la mirada del rapsoda inmortal, en un yacimiento histórico. Tropezando entre basura a través de la hierba que el polvo de la ciudad volvió gris, habla a solas y poco a poco el espíritu de la plaza desaparecida surge entre papel viejo, condones y trozos de papel grasiento. Se deja caer en un sofá destartalado y suspira ante la mirada del ángel [..]. En la misma película, mientras los ángeles Damiel y [..] continúan su peregrinaje por la ciudad preguntándose por el sentido de su condición y por el de la vida de los hombres, un circo se instala en la Friedrichstadt, entre dos muros cortafuegos y la pared del edificio de viviendas de enfrente. Lo elegí porque estaba aislado y porque era un lugar irrepetible, donde todo era posible y donde se producía una ruptura. Ese lugar abierto se hallaba al norte de la actual Mehringplatz y desde el centro, donde está instalado el circo, hay una vista completamente diferente en cada punto cardinal. Una mirada al pasado y a lo que queda de él, a los testigos de un pasado. Uno de ellos es un elemento berlinés por antonomasia que no se ve en ninguna otra ciudad: los muros cortafuegos, esas enormes paredes ciegas con las que limita la plaza al norte. El circo hace que la plaza parezca aún más vacía.

como pasear, leer el periódico, tomar notas, conducir,… hacer una película de un día para otro, sin otra justificación que la curiosidad. Apuntes sobre vestidos y ciudades.

Los personajes de Sam Shepard encuentran un oasis de civilización en el desierto. Crónicas de motel, Cruzando el paraíso y El gran sueño del paraíso recopilan textos escritos a partir de las anotaciones tomadas durante sus viajes de ida y vuelta por el Oeste norteamericano de John Ford cruzado ahora de autopistas y moteles. La América profunda: moteles sin un solo cliente, con una explanada de grava a la entrada y un patio con un surtidor seco en el centro; cosechadoras verdes y amarillas arrastrándose por la línea del horizonte; un taller de reparación de neumáticos abandonado; un bar con barbacoa también abandonado; una gasolinera con un pequeño restaurante-café detrás. El calor ascendente haciendo temblar el paisaje en el horizonte. Wenders: De vez en cuando te encuentras en el desierto con un oasis de civilización: una casa, una antigua carretera, una vieja vía del tren o, incluso, una gasolinera abandonada o un motel. En cierto sentido, son experiencias contrarias a entrar en un espacio abierto dentro de una ciudad. Un trozo de tierra de nadie en la ciudad ofrece una perspectiva de toda la plétora urbana que te rodea, deja ver la ciudad con otra luz, mientras que la aparición repentina de restos de civilización en el desierto hace que éste parezca todavía más vacío.

El escritor belga Stefan Hertmans define la ciudad como el territorio de la comunicación humana en su forma más avanzada. Para Baudelaire era el territorio sin territorio, donde las relaciones humanas evolucionan basándose en una desvinculación general. La ciudad, como el desierto, es de todos porque no es de nadie en particular. Me gustan tanto las ciudades como los

Las frases de Shepard se suceden como si fueran fotogramas. Personajes siempre en movimiento, de paso, en perpetua provisionalidad. Shepard ha creado su propio personaje de acuerdo a ese perfil. Cuando se estrenó Paris, Texas la crítica se refería a él como el “icono inescrutable”. Aparece vestido de cowboy en la portada del Newsweek, con su enigmática sonrisa y

quila hasta donde confluye con Rabbatz, pero aquel día estaba todo abarrotado de Skodas, Ladas y Trabis. ¡Y los ruidos de los martillos! Vivo junto al muro y sólo puedo dormir con la ventana abierta. La gente martilleaba el muro hasta de noche, como si fueran pájaros carpinteros. Era fantástico. Cuando escribe, Sam Shepard no piensa en términos de temas sino de personajes. Los personajes hacen las historias. Creo un personaje y busco mantenerlo cerca del mundo real, de volverlo verosímil. En Berlín Oriental Wenders cree haber viajado de vuelta a la infancia. Se trata sobre todo de caras y formas de relacionarse. De gestos y de ropas. Reconoce unos orígenes, lo nota de manera palpable. La influencia rusa no ha dejado allí tanta influencia como la americana en la forma de vida occidental. Ir en tranvía o en metro en Berlín Oriental es para Wenders viajar de verdad a Alemania y reconocerse de repente como alemán. A veces, hacer películas debería ser una manera de vivir,


mirada inteligente. Un tipo silencioso que atrae al imaginario norteamericano tan proclive a rechazar el intelectualismo e identificado con una literatura que procura encontrar aliento en personajes con pocas ideas preconcebidas. Individuos que, en palabras de Richard Ford, experimentan lo cotidiano más como un conjunto de sensaciones impredecibles que como una suma de certezas demostrables. Shepard vive en el Sur, sin fax, sin contestador automático y sin participar en las giras promocionales de las películas en las que interviene. Tampoco le gusta viajar en avión. Prefiere conducir. Su trabajo de actor le ha llevado a cruzar unas cuantas veces la autopista 40 Oeste. Cinco días durmiendo en su caravana, un camión Kenworth de faros rectangulares. He aprendido a sentirme feliz conduciendo. Me encantan los trayectos de largo recorrido. Cuanto más lejos, mejor. Me encanta cubrir grandes distancias de una tirada: de Memphis a Nueva York; de Gallup a Los Ángeles; de Saint Paul a Richmond; de Lexington a Baton Rouge; de Bismark a Cody. Distancias así. Sin acompañante. Completamente solo. Conducir sin cesar. Conducir hasta que dejas de sentir el cuerpo, las piernas se te desmoronan, los ojos se te inyectan en sangre, las manos se te entumecen, tu mente deja de pensar, y entonces, de pronto, algo nuevo empieza a surgir. Sus relatos se nutren de ese constante ir y venir atravesando el país. Crean una atmósfera cercana a los cuadros urbanos de Edward Hooper, siempre hay algo de tensa espera, de expectativa abierta. Personajes vistos al paso, que caminan sin rumbo con paso decidido. Adoro caminar por una ciudad en la que nadie más lo hace. Las aceras parecen el desierto, dice Shepard en Los Ángeles. Las autopistas que atraviesan el desierto con sus moteles y gasolineras enmarcan sus historias. Personajes que no saben dónde pasarán la primera noche. Adustos y distantes, avergonzados de su absoluta falta de propósito. Personajes que intentan imaginarse llegando a alguna parte. Individuos que se quedan inmóviles durante un rato sin saber por qué, como el propio Shepard cuenta de sí mismo en los diarios del rodaje de Voyager, la película de Volker Schlöndorf en la que interpreta a un ingeniero trashumante: ahora ya no es cuestión de miedo; es otra cosa. Permanezco inmóvil, contemplando la alfombra. Ninguna parte de mí quiere moverse. No sé cuándo lo haré, ni siquiera si en algún momento seré capaz de hacerlo. Espero a que algo se ponga en marcha; una ligera motivación. Esa inmovilidad nos trae de nuevo a la mente algunas de las figuraciones de Edward Hooper: está a punto de suceder algo o ya ha sucedido. Wim Wenders ha visto muchas veces los cuadros de Hooper en el Whitney Museum de Nueva York. Una de las cosas que más le llaman la atención es que Hooper siempre parte de un lugar

particular, incluso en los cuadros donde sus imágenes parecen más abstractas y universales. Está el famoso lienzo de una calle de Nueva York con una barbería en el centro. Para mí es un cuadro que guarda una conmovedora relación tanto con el cine como con la fotografía. Siempre he pensado que, en mi siguiente visita, el cuadro cambiaría: quizá ahora hay alguien andando frente a la barbería. Es un cuadro donde siempre parece que se vaya a producir una transformación: que cambie la luz, por ejemplo. Es una imagen en espera. Antes de dedicarse al cine, Wim Wenders se inició en la pintura. Quería ser pintor. No me sirve de nada que alguien me explique algo, pero me sirve de mucho cuando alguien me muestra algo. En sus primeras películas no ocurre nada. Son paisajes. Vistas desde ventanas. La cámara no se mueve. Nadie pasa por el lienzo del encuadre, no hay ningún tipo de acción dramática. Eran verdaderas pinturas que se desplazaban por el tiempo. Al principio lo importante fue la imagen, una imagen que parece prometer la producción de otras. Ventanas que se abren, alguien

mirando desde ellas. En este sentido, otro pintor de referencia en la cinematografía de Wenders es Caspar David Friedrich. El

trotamundos sobre el mar de Niebla es una de sus pinturas más emblemáticas, un icono del romanticismo europeo. En muchos otros cuadros como éste, Friedrich muestra el acto de ver, de mirar algo. Para Wenders, ver es sumergirse en el mundo, mientras que pensar es distanciarse. Para mí, lo fantástico del acto de ver es que, a diferencia del pensar, no incluye opinión sobre las cosas. Pensar siempre encierra, en cada ocurrencia y en el mismo momento, una opinión sobre una cosa, una persona, una ciudad, un paisaje. La visión no tiene opinión. En la visión se puede encontrar una actitud respecto al mundo donde la relación que se establezca con las personas y las cosas sea la percepción. A Wenders le gustaría filmar igual que abrimos los ojos, igual que se percibe una sensación fugaz. Creo que el cine no se ha inventado para escapar del mundo, sino para remitirnos a él. Entonces, un día cualquiera, empiezan a aparecer algunas personas que deambulan ante la cámara. Tomas generales. Otro

día empiezan a hablar, aunque eso no tenga relevancia. Wenders aprende a confiar en esos personajes que empiezan a provocar situaciones. Ya puede surgir una historia, y surge de esa estrecha relación entre su concepto de la imagen, su función como vehículo para mostrar la realidad e intentar detener en el tiempo una parte de ella, y la necesaria presencia del relato que la acompaña y le otorga sentido. Para mí, hacer películas siempre ha sido como solucionar una tarea que la propia película me planteaba. La película era, pues, el camino para aclarar las cosas, para aprender algo o para comprender algo. Sam Shepard no lo tenía claro en un principio. O tenía claro que lo suyo era probarse en cosas distintas sin alargar demasiado una determinada experiencia. Quizá tendría que quedarme en un sitio y no moverme de allí, y dejar de inventarme motivos para irme. Tantea diversos cauces de expresión renunciando al compromiso y a la posibilidad de labrarse una trayectoria sólida en cualquiera de ellos. Ha sido batería de un grupo de acid rock, los Holy Modal Bounders; ha colaborado con Bob Dylan y con Patty Smith; ha escrito y representado textos teatrales en Broadway (ganó el Pulitzer en 1979 con Buried child), guioWim Wenders nes para el cine, poesía y relatos. Desde hace años está centrado en su carrera como actor y como escritor, pero en ambos casos desde una perspectiva singular, lateral, alejado de los focos y de las giras promocionales. Como actor, su interpretación del astronauta Chuck Yaeger en Elegidos para la gloria le supuso una nominación al Oscar. Como escritor, ha firmado cuatro libros: Luna Halcón, Crónicas de motel, Cruzando el paraíso y El gran sueño del paraíso , los tres primeros de marcado carácter autobiográfico. Shepard renuncia en ellos a la ilación cronológica y opta por una escritura rápida, fragmentada, a modo de bocetos, de anotaciones que se toman al paso. Los textos se suceden de manera inconexa en

Luna halcón y Crónicas de motel. Incluye poemas y fotografías, traspasa los límites genéricos sin afán rupturista, por pura necesidad expresiva, sin alardes formales. Una escritura de exteriores capaz de extraer una alta potencialidad poética a elementos tan cotidianos como las gasolineras, los moteles y las autopistas. Bajo la premisa de Sthendal ver lo que es, todo sucede en un presente inmediato que ocupa unas horas o, a lo sumo, unos días en la vida propia o en la de los personajes que salen al paso. Ficción y realidad se fusionan hasta lograr una transparencia total, una suerte de verdad. Individuos enigmáticos que viven un quiebro, un desvío, una breve parada en el camino. Nada que haga cambiar las cosas demasiado. Cruzando el paraíso se propone como ficción, como libro de relatos, pero aún no llega a serlo del todo. La vida propia se muestra y oculta constantemente, ahora con mayor capacidad de distanciamiento, pero uti-


lizando tan sólo una capa superficial de literatura. El gran sueño del paraíso tiene una factura más reposada, mayor oficio literario y menor improvisación. La escritura se calma, fluye con mayor limpieza, resulta más elaborada. Personajes que se quedan al margen del gran sueño americano o que se despiertan de improviso y, aturdidos, sobrellevan en soledad el descubrimiento de la opacidad de sus vidas. En ese sentido, “Un trozo del muro de Berlín”, “Una pregunta injusta” o “No era Proust” se hacen eco de una atmósfera contenida de violencia cotidiana. Otros, “Los intereses de la compañía” o “Los gatos de Betty”, tienen una estructura dialogada y con ellos demuestra Shepard lo mucho que ha escuchado conversaciones ajenas, su extrema agudeza de oído para captar al personaje a través del habla y la sorprendente habilidad técnica para incluir elementos extraverbales en el diálogo. A lo largo del libro se suceden los diversos estadios del nomadismo urbano: la adolescencia y la búsqueda de una identidad en “El hombre que curaba a los caballos”. Me quedé allí colgado, girando en silencio. En aquel preciso instante supe de dónde venía y lo lejos que iría. Las botas desgastadas de la madurez, como es el caso de “Coalinga a medio camino” o “Viviendo según el cartel”. Miro mi cesta de alitas. Parecen muy lejanas. No tengo ni idea de en qué ciudad estoy. Ni importa. Tampoco tengo ni idea de a qué ciudad voy. No tengo planes. Y, finalmente, la necesidad de un lugar en el que quedarse, la necesidad de compartir algo, la ilusión de un paraíso que no existe, que sólo es un sueño. Sherman pegó un golpe tan fuerte en la mesa que el servilletero saltó y golpeó a la camarera morena en la rodilla. Cuando intentó ayudarla la chica gritó aterrorizada y toda la sala se quedó paralizada. Ahora Sherman se preguntaba si toda su buena suerte se había agotado de repente. Si ahora volvería a sumergirse en los días oscuros y perdidos de antes de su tranquila vida con Dean, en las afueras de Twentynine Palms. Querer estar en casa y pertenecer al extranjero. Marion [El cielo sobre Berlín]: Soy alguien sin origen, sin país ¡E insisto en ello! Hoy está generalmente aceptado que la personalidad se forma en gran parte durante la infancia y que todo nuestro bagaje imaginativo y sentimental viene también en su mayoría de la niñez. Casi toda la gente que conozco que escribe, pinta o hace música se alimenta de estos recursos. La cuestión es: ¿cómo se accede a ellos? En las películas de Wenders es frecuente la pre-

sencia o la referencia al niño. Tenemos una especie de niño en la cabeza donde se asientan un número de historias determinado, ni más ni menos. Vienen de la infancia y de sus sueños, y nadie te indica el camino: no se puede inventar nada que no tengamos ya interiorizado. Películas que tienen un alma, en las que se nota un centro, que irradian una identidad. Películas soñadas. Wim Wenders nace en agosto de 1945 en Düsselford del Rin, Alemania, una semana después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Nace el día de la capitulación japonesa. Siempre se ha imaginado que ése sería el titular de todos los periódicos. Sus primeros años los pasa con su abuelo, un farmacéutico cuya casa había sobrevivido a la guerra en medio de la destrucción. Mis primeros recuerdos son ruinas. Montañas de ruinas. Cañones de chimeneas apuntando al cielo como dedos. Un tranvía atravesando un paisaje de montañas de escombros. Aquello era el mundo. El cine americano le servirá como válvula de escape. Los westers eran la amplitud, mientras que en su país todo era estrecho, limitado, oscuro. Fui una presa fácil para los mitos norteamericanos porque vivía en un país sin mitos, donde no había historias ni Historia. El primer libro que devoré ávidamente fue Las aventuras de Tom Sawyer. La alegría, la entrega al presente. Sam Shepard nace en Fort Sheridan, Illinois. 1943: Mi padre lanza bombas sobre Italia. Nazco. Y no tengo ni idea de por qué. Nació de madrugada, cuando más frío hace. Era una habiSam Shepard tación desnuda con un suelo de azulejos blancos y dos ventanas que daban al lago Michigan, que en esa época del año está completamente cubierto de gigantescos icebergs verdes. No había circulación en las calles que quedaban bajo las ventanas y la ciudad estaba a oscuras debido al toque de queda. La primera imagen que recuerda de su infancia tiene lugar en un pequeño motel a las afueras de Mountain Home, en Idaho, construido en forma de herradura, con una sucesión de bungalows idénticos alrededor de un estanque poco profundo. Su padre y su madre se citaban en los moteles durante los permisos de éste. Recuerda dos tumbonas colocadas de cara al estanque. Su madre señala un pez amarillo y sigue con el dedo sus movimientos. Se desprende la flor de su pelo al echarse hacia atrás el mechón que le cae sobre la cara. Su padre se abalanza sobre ella con intención de cogerla antes de que llegue al agua e involuntariamente suelta al pequeño Sam. El niño se cae al agua mirando cómo

la flor se posa suavemente sin hundirse. La manta flota a su lado. Las imágenes más cotidianas y familiares se transforman el algo misterioso cuando son filmadas. Wim Wenders considera que el cine es el medio de expresión del siglo XX. El cine es imagen en movimiento, nos lleva afuera, nos aleja de donde nos hayamos. El cine supone un redescubrimiento del mundo al mostrar lo que habitualmente está ausente. Nos aleja de casa, nos convierte en viajeros. El cine nos impela al presente y a lo visible. John Berger: El nuestro ha sido un siglo de viajes forzados. Quiero ir más lejos aún y por ello afirmo que el nuestro ha sido un siglo de desapariciones […] El siglo en el que la gente desprovista de toda esperanza tuvo la esperanza de ver y encontrarse con otros a los que suponía próximos. Y desaparecieron en el horizonte. Quizá por eso no deba sorprendernos que la narrativa del siglo XX sea la del cine. Una de las películas favoritas de Wenders es Fahrenheit 451, dirigida por François Truffaut en 1966, basada en una novela de Ray Bradbury. El título hace referencia a la temperatura en la que el papel de los libros se inflama y arde. El argumento desarrolla la vida cotidiana en una sociedad futura en la que los libros y toda actividad que induzca a pensar están prohibidos en aras de mantener la felicidad. Leer obliga a pensar, lo que impide ser feliz y no ser feliz está prohibido en ese país. Los marginados viven en un campamento y

cada uno de ellos es un libro, es decir, se ha aprendido un libro de memoria y lo transmite. Al final hay un plano general en el que aparecen estos libros vivientes caminando y recitando una obra, cada uno en su idioma. La mezcla de todas las voces crea una especie de música, un coro de humanidad. El ángel Damiel en la Biblioteca Nacional de Berlín escuchando en su interior la música coral de las voces mentales de los que leen sentados a sus mesas, cada uno en su idioma. Wim Wenders y Sam Shepard vuelven a trabajar juntos en Don’t come knocking (2005). En este caso Wenders sí logra convencer a Shepard para dar vida al personaje principal, Howard Spence, un veterano actor de películas del oeste que decide iniciar un viaje de vuelta en busca de un hijo al que no conoce. La película es también un homenaje a Edward Hooper. El humor, un homenaje a sí mismos, veinte años después de París, Texas. El padre de Shepard se fue a vivir al desierto porque, decía, no se llevaba bien con la gente. Las paredes estaban totalmente cubiertas de imágenes, recortes de revistas que iban de pared a pared. Un coro de imágenes, la sensación de asomarse a diferentes ventanas a la vez. Un perro blanco con un pez verde en la boca. Una cascada con pedazos de roca auténtica pegados con cola. Un orangután anaranjado que se toca sus partes. Una patrulla de bombarderos B52 volando en formación. Caras salpicadas con grasa de tocino. También tenía una colección de vinilos y otra de colillas. Levantó en el desierto una casa de imágenes en vez de una casa de botellas. Imágenes que provocaban un efecto muy particular cuando les daba la luz.

Adelanto del libro EL ANOTADOR DE ESPACIOS. De próxima aparición. Texto: Jaime Priede.


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Los miércoles en el Gallery se guían por una filosofía: convertirse en escenario para los grupos con un público más minoritario. De esta forma, los responsables del espacio multifuncional (restaurante, bar, galería de arte, centro de convenciones, taller…) tratan de acercar a todo el mundo los estilos musicales menos comerciales, en los que se mezclan los sonidos más clásicos con las tendencias más novedosas de la música actual. Todo el que lo desee puede acceder al recinto de forma gratuita y, en un pase doble —de 21:00 a 21.30 y de 22.00 a 22.30 horas—, disfrutar de los espectáculos en el Gallery art & meeting —una sala de conferencias, conciertos y proyecciones con capacidad para

180 personas— o bien seguirlos a través de las pantallas de plasma mientras toma un cóctel en el Gallery art & drink. Durante los miércoles del mes de mayo pasarán por el escenario de la Avenida de la Costa grupos como Coda, de Santiago de Compostela, con su pop-rock progresivo, o los gijoneses La Geta la Runa —folk celta— y los Googles —versiones pop-rock de clásicos de los 60 y temas propios—. Después de un mes de abril que contó con las actuaciones de Herbert Klaus & the Happy Amish, V.O (Versión Original), Moonglow y Charlies Friends Blues Band (26 de abril), los miércoles del Gallery se están convirtiendo en uno de los puntos de referencia del circuito musical gijonés.

LOS MIÉRCOLES DEL GALLERY. Conciertos. Varios grupos. Mayo. Gallery art & food. Xixón.



El conjunto de lugares comunes que adorna a Florencia bien podría reducirse a uno solo, sin duda el más honesto e incuestionable de cuantos buscan aprehender la esencia de esta ciudad fracturada por un río: el tópico inmarchitable de su belleza. Una belleza entendida aquí menos como una categoría del espíritu que como una evocación o emanación o anamnesis del puro gozo de existir. Porque todo en Florencia canta a la vida sentida como un homenaje antes que a la vida experimentada como una búsqueda interior o como una ecuación entre dos nadas o como un peregrinaje en pos de ciertas formas de la trascendencia. No en vano, por más que en Florencia el Dios cristiano y los heraldos de su Iglesia posean muchas habitaciones, el hombre ha sido y es entre sus muros la medida de todas las cosas, y uno sospecha que el culto más seguido por los florentinos es aquel que festeja la voluntad y la carne y el talento humanos. Si existe una palabra que puede definir a Florencia sin temor a caer en las redes de la ambigüedad, esa palabra es plétora. En

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efecto, Florencia es una ciudad que trabaja sobre el ánimo de cualquier viajero por acumulación. Las epifanías son tantas que acaban por convertirse en norma. Y al hacerse norma, lo que el viajero siente es que va creciendo sobre un lecho de belleza, sobre un prisma de abundancia, sobre un depósito de tiempo consagrado a ponderar a divinidades tan tranquilizadoras como la proporción, la geometría y el espacio, cierto, pero también a dioses tan arrebatadores como el poder, el lujo y, cómo no, el ídolo por antonomasia: la guerra. No existe tregua para los sentidos en el devenir de la Florencia histórica. Aquí el reposo sólo es posible de concebir con los ojos cerrados. Uno se detiene a descansar sobre el almohadillado de un muro y está aliviando su cansancio en la estructura de un palacio del siglo quince cuyo inventario nunca llegará a realizarse no por falta de personal o por ausencia de entusiasmo cívico, sino porque la ciudad es como un gigantesco índice soñado por Borges, al que le asalta la duda perpetua de si debe incluirse a sí mismo en el recuento; uno se sienta en un escalón a saciar la sed del paseante y al levantar la mirada un fresco de un capolavoro encargado por una lonja de pañeros o de curtidores o de pescadores hace setecientos años le escruta desde sus gastados magentas, sus desvaídos sepias y sus fantásticos universos de los que la tercera dimensión ha sido elidida; uno se retira a un excusado a satisfacer cierta necesidad fisiológica y se tropieza, varios palmos por encima de su cabeza, no con la caligrafía bastarda que promete un rendezvous lascivo o un aparato genital de paquidermo, sino con alguna quintaesenciada expresión de la piedad, de la violencia o de la muerte en forma de Verónica piangente, jinete feroz en lucha con

paduanos y sienenses o súcubo alado que un anónimo cantero labró en un centímetro cuadrado de pórfido en la pausa para comer de algún olvidado mediodía toscano. Ver, pues, para creer. Porque esta es la ciudad del ojo. De las muchas perspectivas posibles de Florencia, de las muchas postales que está dispuesta a regalar al viajero y a la lupa de su recuerdo, acaso ninguna tan sorprendente como la que procura llegar a su corazón una tarde de otoño, cuando la oscuridad ha comenzado ya a imponerse, para descubrir de pronto, a la vuelta de la esquina, la trinidad solemne que conforman el Baptisterio, el Campanile y el Duomo de Santa Maria del Fiore surgiendo de manera inesperada, como trasatlánticos fellinianos, en el perímetro de un espacio en el que apenas queda sitio para respirar y dentro del que, sin embargo, se hablan decenas de lenguas, se disparan miles de fotografías y se conjugan todas las formas posibles del asombro —desde la parálisis que asalta al recién llegado hasta el deambular inseguro de quien ayer descubrió tanta belleza pero vuelve hoy temeroso de que se haya evaporado en el curso de la noche, pasando por la contemplación serena del visitante asiduo que acude a Florencia una vez al año para cerciorarse de que el mundo sigue siendo un lugar digno de ser habitado—. Nada tan subyugante como empaparse del verde y el rosa dominantes de esas tres gracias y sentir que la arquitectura, acaso por vez primera desde que el viajero ha abandonado el auxilio de los manuales de texto y se ha puesto en camino sin demasiados prejuicios, acaba de convertirse en un lienzo, en una tela, en una sábana inmensa e intensa, en algo que no pesa, en algo que es todavía piedra pero que es ya prodigio, en algo que incluso un niño —un niño lo suficientemente crecido como para urdir sueños cómplices— podría tomar entre sus manos y mostrar a quien quiera escucharle como una ofrenda. El cubo del Baptisterio, el falo del Campanile y la cúpula implacable del Duomo, macizos los tres aunque a la vez milagrosamente leves, tan distintos y, a la vez, tan imposibles ya de concebir por separado, conforman así el primer adorno de Firenze, la de los mil palacios, la primera revelación de Firenze, el vivero del think tank renacentista, la primera brújula de Firenze, la dulce hija de una Italia sanguinaria. Porque como en Atenas, como en Roma o como en Bizancio, también una historia terrible se esconde bajo el perfil luminoso de Florencia. No hay belleza sin horror, parece advertir en sordina la vida privada de cada una de las estatuas, templos, mercados, hospitales y plazas que conforman el sky line de la ciudad contemplado desde la vertical atalaya del Campanile. Y es que el fantasma de Maquiavelo y el arrebato de Savonarola respiran aquí tan poderosos como el genio de Miguel Ángel o el mecenazgo de Lorenzo el Magnífico. Todo es uno y lo mismo en


Texto: Ricardo Menéndez Salmón. Fotografías: Berto Suárez.

este diorama asombroso en que la vista se embriaga y la filosofía, la religión, el arte y la política se intersectan en los textos para la educación del Príncipe, el rigorismo de un monje iluminado, el milagro de juventud del David de Buonarotti surgiendo de su sueño de mármol con una plenitud que no se puede decir, sino que sólo se puede mostrar, o los ajusticiados colgados en la Signoria tras la conjura de los Pazzi, sus cuerpos ya vueltos pura y hedionda carroña proclamando a los cuatro vientos que el orgullo y el honor y la nobleza son las máscaras que le gusta vestir al miedo desde que el hombre pergeñó su primera idea. Ningún mapa, por exacto que pretenda ser, recoge el músculo de una metrópoli, y aunque es posible que no existan visitas obligadas en una ciudad que es ella misma un festín, un exceso, una furia de claves de arco y puntos de fuga, hay al menos dos lugares que se me antojan imposibles de eludir para una comprensión cabal de lo que Florencia ha podido significar para millones de viajeros a lo largo de los años: la Galería de los Uffizi y San Miniato al Monte, que es tanto como decir el éxtasis y la ascesis, el tumulto y la calma, el fulgor y la pausa. El deterioro de los Uffizi, la pinacoteca más vieja de la vieja Europa —un deterioro que, por otro lado, es casi una marca idiosincrática, un emblema civilizador, una vocación de pueblo, de raza y de cultura tan difícil de extirpar como un cáncer secreto—, no impide gozar de la colección de pintura renacentista más importante del mundo y, sobre todo, para quienes gusten de conocer la obra de los pioneros, no impide admirar en sus primeras salas el espectáculo imborrable de las obras maestras que marcaron el rumbo de la pintura en Occidente, que es tanto como decir el modo de mirar de millones de hombres y mujeres desde Helsinki hasta Dubrovnik y desde Braga hasta Kaliningrado antes de que la fotografía y el cinematógrafo existieran. En la sala número 2, en uno de los travelling más audaces de la historia del arte, separadas por escasos metros, se pueden contemplar las tres Maestà —tan augurales como cercanas, tan severas como tiernas a un tiempo— de Duccio di Boninsegna, Cimabue y Giotto, los gigantes que prepararon el paso del Duocento al Trecento; en la sala número 3 se muestra La Anunciación de Simone Martini, una de las pinturas más bellas jamás concebidas, con uno de los rostros —el de una María que se debate entre el espanto, la repugnancia y el desasosiego ante la nueva que el arcángel le anuncia— más fascinantes y hasta cierto punto irreverentes soñados por artista alguno; y en la sala número 5 nos aguarda La Tebaida de Beato Angelico, sin duda uno de los cuadros más extraños —no sólo por su concepción espacial, sino por el uso de los colores— que se pueden ver a lo largo y ancho del planeta. Que esas cinco pinturas justifican un arte por sí solas, puede resultar una

boutade dicho hoy, cuando nuestros creadores se han atrevido a enseñar historia del arte a una liebre muerta o a convertir la pureza abstracta del lienzo en una suerte de matemática zen de los sentidos, pero basta detenerse ante ellas para comprender que no hay vanguardia sin tradición, acaso porque toda tradición fue concebida en su origen como ruptura, como quiebra, como condena del artista y calvario para el espectador, independientemente de que aquél fuera consciente del cisma que estaba apadrinando y de que éste poseyera la más mínima noción de qué fuera eso que hoy encerramos bajo el calificativo de obra. (Señalar que, a modo de guinda inolvidable antes de abandonar el museo, tras la borrachera de los Botticelli, los Cranach, los Tiziano, los Bronzino y los Pontormo, todavía nos queda experimentar un último y súbito escalofrío: la visión, encerrada en su urna de cristal, de la Medusa de Caravaggio, el grito más audaz de la pintura europea, un rostro cuatrocientos años por delante de su tiempo.) Si los Uffizi significan el vértigo, San Miniato al Monte representa la tregua. Cumbre del románico toscano y mirador de privilegio sobre la ciudad, todo en San Miniato habla el idioma de un mundo en calma, no tanto muerto como en letargo, varado a orillas de la paz de los cementerios, hurtado a toda especie de prisa, quizá porque su lejanía del centro comercial e histórico de Florencia permite disfrutar de la basílica sin agobios de ninguna clase. Esa sensación de dolce far niente se resume magníficamente en el mármol verdiblanco de su fachada, con el más bello pantocrátor concebible, el mismo que fascinó a Cliff Robertson y a Genevieve Bujold en Obsesión, la película de Brian De Palma, Padre ya no terrible, doliente o vigilante, sino tan sólo presente, y que en su diestra levantada parece contener una promesa de consolación incluso para los que hace tiempo desesperaron de encontrarla. Y es que puede que esa sea la escondida enseñanza de Florencia, la vivencia de la belleza como consolatio, como abrigo contra el furor que nos rodea, como báculo en tiempos oscuros. Porque cuando todo se desmorona, cuando la humanidad y la dignidad y la razón mueren cada día en Faluya o en Bali, en Guantánamo o en El Pozo del Tío Raimundo, en el paso del Estrecho o en Darfur, cuando sentimos la tentación de dimitir de la realidad y escondernos en un agujero al que no llegue el ruido de nuestra codicia, hoy que aceptamos sin atrición que cualquier dios es un mero fantasma de la conciencia, que la Historia es un vértigo sin dirección ni sentido y que la política no es sino la más alta manifestación del maquiavelismo entendido como Weltanschauung, el horizonte de consuelos se reduce, acaso, a descubrir lugares como Florencia, lugares que, como la felicidad, son más un estado de ánimo que una retícula urbana.

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Mi enamoramiento de Tina Modotti y posterior seguimiento de la mujer y la obra sucedieron como lo cuento en la biografía publicada en la madrileña editorial Sinsentido. Editada en dos volúmenes, el primero en 2003 y el segundo en junio del pasado 2005, bajo el título “Modotti, una mujer del siglo XX”. No podía contar la vida de la fotógrafa, nacida en Italia en 1896, sin contarme a mí mismo. Por ello utilicé, para narrar los avatares de la bella emigrante en el San Francisco de los años veinte, una técnica de vanguardia en la narrativa actual: la vertiente autobiográfica, donde el narrador se expone y muestra su implicación en lo contado. Ante el aparente descrédito en que ha caído la ficción, es una buena estrategia para no permitir que el lector olvide que lo que se narra es real y que, por tanto, necesita de su compromiso activo. Leer la historia de Tina en mi versión es, también, acompañarme en la búsqueda de su persona, de los sorprendentes hechos que marcaron su vida y de los aconteceres, más normales, que rellenan la mía y que, supongo, condicionaron la realización del libro.

Descubrí a Tina Modotti en la autobiografía de Pablo Neruda, aquel inolvidable “Confieso que he vivido”. Lo sé ahora, entonces su nombre y lo que de ella contaba el poeta chileno no dejó huella ni recuerdo en el adolescente de los años setenta que yo fui. Hubo de ser en un programa de televisión donde me enteré de que la cantante Madonna había pagado una considerable cantidad de dólares, en una subasta, por un retrato fotográfico de Tina Modotti, tomado por Eduard Weston. Un capricho de neoyorquina rica, pensé. Algunos años después, en otra subasta en Sotheby’s, la empresaria y feminista Susie Tomkin pagó 165.000 dólares, el precio más alto de la historia, por “Rosas”, una fotografía de la propia Tina Modotti. Tomkins la utilizó para la campaña publicitaria de aquella temporada de su marca de ropa deportiva, Esprit. Tina había sido, en los primeros años veinte, protagonista de cuatro películas en el Hollywood del cine mudo. Sólo he visto “The tiger’s coat”. Les aconsejo que si la ven no pierdan detalle de Tina, el resto es prescindible. De las otras tres no existe huella fiable. Antes que actriz, Tina había sido trabajadora textil, modelo y amante del poeta y pintor Robo de L’Abrie Richey, que la introdujo en el burbujeante mundillo cultural del Los Angeles de finales de la década del diez del pasado siglo. En mitad de la relación con Robo, conoció al fotógrafo Eduard Weston y con él acabaría trasladándose a Ciudad de México en 1922. De Weston, el dios del formalismo, el otro gallito del corral fotográfico americano junto a Stieglitz, aprendió fotografía. Y cómo la aprendió. Fotógrafa profesional en México, sería modelo, fotógrafa de los murales y amiga de Diego Rivera, de Orozco, de Sequeiros, de la jovencita Frida Khalo y del general de la revolución Manuel Galván. Por su casa pasaban John dos Passos, Alexandra Kollontai y Cesar Augusto Sandino. Rene de H’arnoncourt y Katherin Anne Porter la visitaban. Fotografiaba a Dolores del Río y a Antonieta Rivas Mercado. Y a mujeres y niños anónimos, y a flores y plantas, y a campesinos con y sin sombrero. Y fue pareja del muralista Xavier Guerrero, que la introdujo en el Partido Comunista. Y se enamoró de Julio Antonio Mella, el fundador del Partido Comunista Cubano, que murió tiroteado en sus brazos una noche fría de febrero. Y fue sometida a juicio y expulsada de México. Y era disciplinada y activa militante del Partido Comunista Mexicano y conoció a un tal Enea Sormenti, alias Vittorio Vidali, más tarde Comandante Carlos del Quinto Regimiento en la España de la guerra civil. En su marcha se detuvo en Berlín, allí tomó sus últimas fotografías, mientras los camisas pardas se iban haciendo, legalmente y a puñetazos, con el poder. Desolada, se fue a Moscú. Ya convertida en activista de Socorro Rojo Internacional, vivió en pareja con Vidali, del que decían que tuvo algo que ver con el asesinato del cubano Mella, su anterior amante. Tina fue agente del Comintern y llevó dinero para sacar presos de las cárceles nazis, ayuda para los trabajadores en huelga y atención para los huérfanos que el capitalismo salvaje iba dejando a su sombra. Actuó como delegada de SRI en París. Cuando estalló la revolución asturiana de 1934, intentó entrar en

España para ver qué se podía hacer. No lo logró. Regresó a la URSS. Al irrespirable país de los sueños rotos y las purgas endemoniadas. Y vino a España. Desde Madrid se trasladaba a Asturias, la derrotada, la repleta de muertos, presos y hombres exilados. Vino a traer ayuda, en el duro 1935. A contactar y mimetizarse (ella, la modelo profesional, la actriz de Hollywood) con las mujeres y los hombres que mantenían las organizaciones de clase, declaradas fuera de la ley por el gobierno del Bienio negro. Y combatió en la Guerra Civil, como ella sabía, desde un hospital. Encargándose de los heridos y los niños. De esos niños que ella no podía tener y que veía llegar destrozados por las bombas franquistas. Y trabajó con los intelectuales. Con Alberti, Machado, Maria Teresa León, Neruda, Hernández, Connie de la Mora y tantos otros. Y escribió en su revista, “Ayuda”. Y hubo de exilarse en el único país al que no quería volver: México. Y allí sobrellevó sus últimos tres años. Junto a pocos amigos. No volvió a coger la cámara de fotos. Salía de la casa de Hannes Meyer, el exilado arquitecto director de la Bauhaus, la noche que, en la parte de atrás de un taxi, la sorprendió la muerte en forma de un improbable ataque al corazón. Los periódicos trotskistas dijeron que había sido un ajuste de cuentas estalinista. Se la enterró en la parte más pobre del Panteón de Dolores en la Ciudad de México, pero su piedra funeraria lleva grabados los primeros versos del poema que le escribió Pablo Neruda. Y luego el silencio y el olvido, durante más de veinte años. El Museum of Modern Arts de Nueva York y el Museo Eastman, tienen las mayores colecciones de sus fotografías. Esto, mezclado con mis primeros conocimientos sobre la revolución asturiana del 34, allá por el año 1976, gracias a la temprana amistad con el escritor e historiador Paco Ignacio Taibo II. Y nuestros vagabundeos por los hoteles de las ciudades donde vivió Tina. Y nuestra historia generacional, entremezclada con la de la Semana Negra, el festival multicultural español más conocido del mundo, y las opiniones sobre los otros biógrafos y biógrafas de Tina, y la poesía, que nos encanta, y el placer de narrar lo encontrado o lo entrevisto. Eso es lo que cuenta el libro “Modotti, una mujer del siglo XX”. Y no podía faltar en el libro la pregunta esencial: ¿Por qué Tina Modotti dejó de hacer fotografías un buen día de 1930 y nunca más quiso tomar una cámara en sus manos? ¿Qué hace que los artistas abandonen el arte cuando adquiren compromisos políticos? A eso trato de dar respuesta desde mi experiencia personal. Tiempo después de editado el libro, me llamó una historiadora italiana que investigaba la vida de Tina en la Guerra Civil. Tras buscar en la Biblioteca Nacional, resultó que el único libro sobre Tina Modotti realizado en España era éste y que como estaba tan documentado pedía permiso para utilizarlo como fuente y orientación en su trabajo. ¿Y saben qué? Que estamos hablando de un cómic. Sé que soy parte interesada, pero créanme: vayan a una buena librería y cómprenselo. Tanto si leen cómics como si no, les va a gustar. MODOTTI, UNA MUJER DEL SIGLO XX. Sinsentido, 2003/2005. Texto y dibujos: Ángel de la Calle.



Stromboli (1949) Una vez finalizada la II Guerra Mundial y para salir de un campo de concentración y obtener la nacionalidad italiana, Karen Bjorsen (Ingrid Bergman), una joven lituana sin papeles, acepta casarse con uno de sus guardianes, Antonio (Mario Vitale), un joven pescador siciliano que la lleva a vivir a su lugar de nacimiento, la isla de Stromboli. Pese a la buena voluntad del marido, la joven no consigue adaptarse al inhóspito lugar y a la hostilidad de sus habitantes. Insatisfecha, vive en contigua lucha consigo misma, una pugna interior que llega a su culmen en el momento en que el volcán de la isla entra en erupción. Refugiada en un bote, logra salvarse, pero finalmente regresa a la isla. Más tarde, Karen entabla relaciones con el joven torrero del faro (Mario Sponzo) y le pide que la saque de Stromboli. Pero el muchacho se niega a hacerlo por temor a la reacción del marido y Karen decide hacer el viaje sola.

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Feliz cumpleaños

maestro

Roma, ciudad abierta (1945) Al final de la II Guerra Mundial, con la ciudad de Roma aún ocupada por los nazis, el idealista líder de la resistencia, el comunista Giorgio Manfredi (Marcello Pagliero), perseguido por la Gestapo, se reúne con su grupo en el apartamento del tipógrafo Francesco (Francesco Grandjacquet), al que piden ayuda para llevar dinero y provisiones al campo de batalla. Francesco mantiene relaciones con su vecina, Pina (Anna Magnani), una viuda que espera un hijo de Francesco. La Gestapo sólo piensa en arrestar a Manfredi, miembro del Comité Nacional de Liberación. Marina (Maria Michi), una vecina que fue amante de Giorgio, les delata y los alemanes rodean la casa. Algunos consiguen escapar, pero Manfredi es apresado... Alemania, año cero (1948) En el Berlín de 1946, destruido tras la guerra, sus habitantes se mueven entre las ruinas como fantasmas. Miseria y destrucción de un pueblo que lucha como puede por sobrevivir. Edmund (Edmund Moeschke), un niño de doce años, mantiene a toda su familia realizando todo tipo de trabajos. Un día se encuentra con Herr Enning (Erich Gühne), uno de sus profesores durante el nazismo, y cree que le puede ayudar a salir de su precaria situación. La responsabilidad que el profesor se niega a asumir cae sobre la conciencia del muchacho, que envenenará a su anciano padre (Ernst Pittschau) por representar una boca inútil y será después preso de un terrible remordimiento que le conducirá a un trágico desenlace.

El General de la Rovere (1959) Génova, 1943. En plena guerra, Giovanni Bertome (Vittorio de Sica) es un estafador que se dedica a extorsionar a las familias de los prisioneros. Vive a salto de mata hasta que es detenido por los nazis. Para no terminar en la cárcel acepta colaborar con las SS, que le ofrecen la oportunidad de salvarse asumiendo la personalidad de un jefe de la resistencia para obtener así información. Giovanni es infiltrado en la cárcel de San Vittore y le hacen pasar por el general Della Rovere, un alto mando afín a las tesis antifascistas de Badoglio. Allí conoce a muchos partisanos y lentamente va tomando conciencia hasta el punto de identificarse con el personaje que interpreta de una forma absoluta y hasta puntos inimaginables. ¡Viva Italia! (1960) Rossellini inicia su aproximación al cine histórico con esta brillante película en torno a las luchas de Garibaldi por la unidad e independencia de Italia. Giuseppe Garibaldi (Renzo Ricci), a la cabeza del Risorgimiento Italiano, prepara una expedición para apoderarse del enclave borbónico de las Dos Sicilias y forzar así la unidad italiana bajo el cetro de Víctor Manuel II. Al frente de mil voluntarios desembarca en Marsala y, tras la victoria de Calatafimi, se apodera de Palermo. Un mes más tarde entra en Nápoles y desde allí prepara la marcha sobre Roma para completar la unidad nacional. MARATÓN ROSSELLINI. Cinemanía Clásico. 8 de mayo. Desde las 13:55 a las 20:00 horas.


THE TECHNOILLOGICAL MYOPIA

La permanente inquietud creativa y la ambición son las características que alumbran la trayectoria vital y profesional de Marcos Muslera y Ana Zú. Sólo así se entiende que abandonasen el proyecto de Zombi Zú tras dos álbumes que prometían mucho. Sin embargo, decidieron trasladarse a Londres e impregnarse del ambiente de la gran capital inglesa y comenzar de cero. El resultado no ha podido ser más concluyente: Si en Zombi Zú las pretensiones quedaban muy lejos de los resultados obtenidos, en su nueva aventura obtienen aquello que ambicionan, logrando un trabajo de debut tan impactante como personal. El logro de eso, de una clara personalidad, es lo que lo diferencia de sus proyectos pasados y lo que nos vuelve a hacer creer en un futuro brillante. Si en Zombi Zú planeaban P.J.Harvey, Come o Smashing Pumpkins y se quedaban en Guano Apes, en una papilla grunge más cerca de lo convencional que de lo alternativo, en la miopía technoilógica alcanzan una sorprendente simbiosis de territorios sonoros muy variados. Desde las texturas electrónicas más candorosas, influencia directa de formaciones nórdicas como mùm o Sigur Ros, sin descartar la permanente sombra de Portishead; hasta el espíritu rock más visible en las estructuras de las canciones, se encuentran en “Magma EP” un montón de aciertos que hablan del trabajo del grupo que completa Javi Otero. La voz de Ana Zú encuentra en todo el EP un conseguido acomodo que hace brillar aún más el entramado sónico construido a su alrededor. La conclusión es un trabajo con canciones tan brillantes como “Wizard” o “Trismo”, donde no hay ninguna fisura pero, al mismo tiempo, no hallamos señal alguna de monotonía. Variedad dentro de un caparazón bien armado, con una sólida construcción sonora que no rehúye conseguidas atmósferas y cierto lirismo. Una elocuente demostración de condiciones, inteligente y singular. Una tarjeta de presentación realmente impresionante que nos hace esperar con ansia una nueva entrega que esperemos no se dilate mucho en el tiempo. THE TECHNOILLOGICAL MYOPIA. “Magma EP”. Xana Records, 2006. Texto: Manolo D. Abad.


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HUGO RACE Decía ese gran maestro del blues que era Rory Gallagher que quien sentía y transmitía el blues, quien lo tocaba con ese sentimiento, amor y devoción que sólo son capaces de inculcar los que poseen ese extraño espíritu profundo, estaban muy reñidos con su hígado. La conexión invisible, que salvo alguna excepción que no hace sino confirmar la regla, entre corazón y alma se producía a través del blues y del alcohol, combinados en extrañas dosis. Quizás sea así, que la frontera que separa la auténtica comunión espiritual proceda de una mezcla de blues y líquidos espirituosos regando alma y corazón, alejando cualquier estigma cerebral, nublando nuestra mente de terrenales tentaciones, buscando sólo el espasmo real de los sentimientos a flor de piel. Quien conoce el amor en su dimensión total sabe cuándo puede volver y también cuándo se ha escapado definitivamente. Con el blues ocurre lo mismo, quien lo siente, lo percibe y lo ama conoce, discierne a la perfección entre auténticos e impostores. El

australiano Hugo Race ama al blues, lo siente y lo transmite como casi nadie, desde el más absoluto de los riesgos, escapando a las convenciones de lo que se ha convertido en un género. En manos de impostores, puede llegar a ser tan insoportable como cualquier orquesta de pachanga, pero si sus intérpretes y autores adoran aquello que está entre sus manos, la experiencia puede resultar única, lejos de un trámite más o menos convencional. El nombre de Nick Cave & The Bad Seeds parece el único eslabón de una trayectoria bastante más rica y estimulante de lo que puede ser haber formado parte de la primera formación del célebre australiano errante y sus Malas Semillas. Cosas de los enciclopedistas del rock, aquellos prestos a la etiquetación fácil y vacua; por no hablar de los funcionarios de la crítica rock, inspectores de la nadería convencional, siempre dispuestos a sacar réditos de la industria, a dejarse querer con sus favores más o menos confesables, a francachelas para que todo

vuelva a su sitio cuando ya sabemos que engañan a muy pocos, aquellos ignorantes que se creen sus mentiras. Hugo Race con sus True Spirit modelables o directamente en solitario surca las cerradas fronteras del blues como un francotirador que conoce bien los recovecos del género y le insufla nuevas energías, tanto en unas atmósferas desconocidas como en unos nutrientes musicales a los que un estilo como el rock nunca ha puesto cortapisas. Enriquecer desde una sabiduría que contiene muchas gotas de ese amor al que no se puede renunciar si se quiere profundizar en el alma del blues. Los primeros pasos que dejan la huella de Hugo Race en el mundo del rock los da en Melbourne, alimentando junto a Ed Clayton-Jones a Plays With Marionettes, de los quedan los recuerdos de singles como “Witchen kopf” (Au Go-Go, 1982) o “Hellbelly” (White Label-Hot, 1982). Cuando Birthday Party se rompen, Mick Harvey recomienda a ambos para el nuevo grupo que Nick


Cave está preparando. Forman parte de los que, en principio, se bautizarán como The Cavemen y que serán conocidos definitivamente como The Bad Seeds junto a Mick Harvey, Blixa Bargeld (Einsturzende Neubauten) y Barry Adamson (Magazine, Visage). Tras participar en las grabaciones del single “In the ghetto” (Mute, 1984) y el esencial debut de Nick Cave & The Bad Seeds “From her to eternity” (Mute, 1984) regresa a Australia donde liderará a The Wreckery. Con su nuevo proyecto firmará los álbumes “I think this town is very nervous” (Rampart, 1985); “Yeah my people” (Rampart, 1986); “Here at pains insistence” (Rampart, 1987); “Ruling energy” (Rampart, 1988) y “Laying down load” (Citadel, 1989). Sin perder el contacto con sus viejos compinches, pues participa en las sesiones de los álbumes de Nick Cave “Kicking against the pricks” (Mute,1986) y “Tender prey” (Mute, 1988), coescribe “Ghosts of civil dead” (1987), que luego se transformará en un film con música de Nick Cave, Blixa Bargeld y Mick Harvey. Antes ya había hecho sus primeros pinitos en la literatura, con su obra teatral “Sweaty weather” (1982), a la que añade música, y publicando su primera novela “Luther Strong” (1986); así como musicando los cortometrajes “Frankie and Johnny” (1982) y “Love in vain” (1988). En 1989 consigue publicar un material que había registrado en Melbourne en el verano de 1987 junto a John Murphy, Bryan Colechin, Nicholas Barker, Chris Winslon y Robin Casinader. El resultado es “Rue Morgue Blues” editado por Rampant en Australia en 1989 y en Europa a través del sello Normal en 1990. Guitarras chirriantes y aceradas, turbias y agobiantes atmósferas, muy en la línea del afterpunk y en conexión directa con los dos primeros trabajos de Nick Cave & The Bad Seeds. La profunda voz de Race se cuela con la extraña química de un joven Tom Waits. El periplo vital de Hugo Race comienza a establecer unas estaciones de paso que le llevan desde Melbourne a un peregrinaje por toda Europa (Alemania, Italia, Francia, Inglaterra) y Estados Unidos. Para su siguiente álbum “Earls World” (Normal, 1991) cambia todo su entramado sonoro: Hay una revisitación del blues desde una perspectiva en evolución que da como resultado la fiera intensidad del tremendo “Boogie chillen” de John Lee Hooker, la ambientación extraña del “Send me your pillow”, también de Hooker y una sensacional adapatación del tradicional “The Grandpappy”. El material propio no tiene desperdicio y busca un cruce donde el trabajo de las ambientaciones -aún primitivo- empieza a destacar, para que fluya un rock oscuro con un pie en el pasado y otro en el futuro. Canciones como el fenomenal “Hush-a-bye-baby”, firmado con su hermano, el desatado “The old wound fever” o el delicioso “For Victoria”, con guitarras completamente opuestas a las de su álbum debut, llenas de reverb y conformando una ambientación sonora muy peculiar, en una onda nueva que apenas sí cuenta con precedentes. The True Spirit han ido conformando una alineación donde militan Chris Hughes (baterías, percusión, guitarras), John Molineux (armónica), Ralph Droger (trombón, acordeón) y Ronnie Hartwig (bajo, guitarra de 12 cuerdas). Con ellos graba en la primavera de 1991 “Second revelator” (Normal, 1992), donde todo su universo resplandecerá con tenue luz y sombras chinescas. Dos versiones —la preciosa apertura con la extraordinaria “River of no return” (Newman/ Darby) y el cierre con un rockero “It’s alright ma, I’m only bleeding” de Bob Dylan— delimitan un trabajo donde destaca las oscuras “Second revelator”

y “Angel dust”, la convulsa “Threshold” y la preciosa “Icy roads”. Hugo Race va encontrando caminos al blues desde el rock más oscuro, con la colaboración de Mick Harvey en arreglos y producción, grabados en los míticos estudios de Conny Plank en Wolperath (Alemania). Pero no es hasta la publicación de su siguiente “Spiritual thirst” (Normal, 1993) que las intenciones de Hugo Race tomarán una plasmación acorde con sus ambiciones de renovación del blues desde la perspectiva del rock. Con la misma formación que su anterior trabajo, excepto en el regreso de Bryan Colechin en lugar de Hartwig y con la colaboración siempre perversa de la sensual voz de Anita Lane en la magnífica y sugerente “Morning star”, Race explora un mundo de sensaciones extrañas, con atmósferas cargadas de humo, oscuridad, amaneceres bizarros, noches inacabables, luces al final de oscuros túneles vitales... En la misma línea del álbum merece destacarse también su estupendo videoclip “Saw the lights go by”, una de las canciones más adictivas de este álbum. Ese mismo 1993, publica su segunda novela “The Eastern Dark” y musica un par de trailers promocionales y el documental televisivo “Koories in custody”. El retrato de esa intensa época creativa viene publicado al año siguiente en el directo “Stations of the cross” (Normal, 1994), un trabajo sólo adquirible por correo en Alemania, en edición limitada de 2000 copias y donde Hugo Race acomete con furibunda fuerza material propio y ajeno, pervirtiendo la tradición con peculiar pulso. “Valley of light” (Glitterhouse, 1996) propone un nuevo desafío: desmembrar las raíces del blues más desértico e inyectarle nuevos alientos. En apariencia, su trabajo más presentable a un purista del blues, pero en sucesivas escuchas canciones como el obsesivo “Grooves in my Hide”, la potente “What happened last night” o la tensión sostenida de “Yeah, you know” o “Valley of light”, además de la preciosa “Golden fly” pueden hacer desistir de la apariencia para convencernos de cómo Race avanza a tientas en un universo poco explorado. Homenajea a su adorado Chester Burnett (“Dirt road”) y rinde pleitesía a Captain Beefheart, otro de sus timones en su viaje (fenomenal “Clear spot”). La producción de Tony Cohen otorga más matices al ambicioso trabajo donde continúan Chris Hughes y Bryan Colechin, con la incorporación a la armónica de Michelangelo Russo. Recurriendo al mismo formato que en su anterior directo, publica en edición limitada sólo adquirible por correo “Wet dream” (Glitterhouse, 1996) donde se reflejan las intenciones de practicar un peculiar blues con dosis de rock, electrónica y ambient desde una perspectiva mucho más arriesgada y radical. Nick Cave le había invitado a poner voces en la reunión de amigos/estrellas para la excepcional versión de Bob Dylan “Dead is not the end” que culmina el “Murder ballads” (Mute, 1996) junto a otros compinches como Spencer P.Jones (Beasts Of Bourbon). En 1997, Hugo Race publica una nueva novela, “Black River Stallion”, y un nuevo álbum, “Chemical wedding”, donde prima en todo su esplendor ese blues atmosférico, pleno de sensual intensidad, con un estilo oscuro, profundo, con predilección por los ambientes viciados pero servidos con delicada exquisitez. Canciones tan atinadas como “Apocalypse”, “Chiara”, “Silver fox”, “Can’t find a reason” o “Blood from a stone” hablan por sí solas del acierto en una búsqueda incesante de nuevas rutas para la travesía del blues y del rock alternativo menos acomodado. La Cologne Academy of Arts realiza con idéntico título a ese álbum un docu-

mental sobre su obra y su frenética actvidad se completa con la traducción del cómic “Max Faccioni” (1997). Pero Hugo Race ya no se detiene y gira por todo el mundo, llegando incluso a actuar en el BAM. Tiempo para envolverse de carretera y directos, de seguir viajando por el mundo y de planear un nuevo y memorable trabajo “Last frontier” (Glitterhouse, 1999) donde vuelve a derribar barreras, a experimentar con texturas jazzys o electrónicas, con ritmos programados junto a theremines, con samples, guitarras o pianos y con una voz cada vez más profunda y, al mismo tiempo, personal. “Ghosting the city”, “Lost”, “Louise’s hands”, “Intermezzo” o “Keep it on” son algunas de las muescas que se reúnen en este arsenal de aciertos. El abrazo definitivo del rock, el blues, la psicodelia, lo industrial, lo experimental sintetizados en una vía inédita y estimulante. Hugo Race inicia un período donde vuelve a buscar nuevos estímulos creativos en colaboraciones con otros artistas europeos a través del proyecto Helixed. Bajo estas coordenadas se publica en 2001 el álbum “In sepiatone” de The Sepiatone, dúo formado junto a Martha Collica. Entretanto, se edita un jugoso doble recopilatorio “Long time ago” (Glitterhouse, 2001), exhaustiva muestra de todo su trabajo en todos estos años. En 2003 se publica “The Goldstreet sessions” (Glitterhouse), donde el estilo se vuelve depurado y claro, jugando con maestría con atmósferas y percusiones. Temas como “A.m. radio”, “Hush money” o “Midas touch”, además del recuperado “LSD is dead” siguen retratando a un autor en constante crecimiento al margen de unas modas y tendencias que se quedan ridículamente pequeñas frente a la magnitud de su personal obra. Tras esto, Munster publica el single en vinilo “Ready to go” (2004) y la revista italiana de culto “Mucchio Selvaggio” hace lo propio con un álbum con material incandescente extraído de su previo “The Goldstreet sessions”. En mayo de 2005 sale a la luz el segundo álbum de The Sepiatone “Dark summer”. “Mis últimos seis álbumes han sido un viaje de exploración a través de mi conciencia creativa, donde he dejado puertas abiertas para que la música que hay en mí emergiera sin juicio o conciencia de sí misma. “Taoist Priest” es, en gran medida, un álbum de autor, con mucho énfasis en las letras y en las voces. Todos los sonidos y ambientes de los últimos seis discos se han fusionado en una única visión, un autorretrato formado por muchas capas. Tuve que reconstruir todo completamente para descubrir de qué se trataba. Tratando con mis propios demonios y los demonios desatados estos años. Paisajes sonoros muy envolventes que se centran en engranar el mundo interno y externo; cómo se encadenan y se reflejan el uno al otro, la hipocresía, la codicia y el fraude y el engaño a uno mismo, contrapuesto con el culebrón de la política del siglo XXI y el caos global”, palabras de Hugo Race para describir un magistral “Taoist priest” (Glitterhouse, 2006), donde la música trasciende las fronteras del vano entretenimiento para solidificar una propuesta sobre la que crecer y hacerse fuerte ante lo que se nos viene encima. Un álbum plagado de canciones estimulantes como “On the bright side”, “Into the void”, “Walker”, “Beyond Babylon” o “Ready to go”. Una magnífica muestra de un autor como pocos hay. Para descubrir y disfrutar absolutamente. HUGO RACE. “Taoist priest”. Glitterhouse, 2006. Texto: Manolo D. Abad. Fotrografía: Dejan Patic.


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La cuerda Pa min siempre foron un misteriu: les feries; agora vuelven a min, en viendo estes fotografíes de Mark Ostrowski, aquelles imáxenes primixenies —andaría'l mundu per 1973— y el bulliciu ente’l ganao a aquelles hores tan de mañana. Había que llevantase mui ceo, de nueche tovía, pa llegar a bona hora a Tinéu, a Navelgas, a la Maricalva de Sabadel. Yera siempre’l mesmu ritu, la mesma irrupción metódica de la sorpresa na rutina de tolos díes. Camín de les cinco de la mañana mio buela yá tenía l’almuerzu na cocina el café afumiaba las tortas acabante facer torreznos ya l.leite con pan entriáu y mio buelu andaba pel corral –les palabres sabíen a pan del bono– y había nel aire un nun sé qué que ponía en toles coses el niciu de l’aventura. Yo yá cumpliera ocho años, yá yera grande, y había que dir con una vaca o un xatu o una camada de guri-

TRATANTES, de Mark Ostrowski. Textu: Xuan Bello. Fotografíes: Mark Ostrowski.

nos a Navelgas, a Maricalva de Sabadel, a Tinéu pelos carreiros que les andolines azules marcaben cola so sombra pel suelu. Había que dir y tuvi la conciencia de que díbemos a los límites de mundu, allá llonxe, a Navelgas, a la Maricalva de Sabadel, a Tinéu y de repente volvíemos ser los que siempre fuéramos: pastores que van detrás del so ganao en busca siempre d’un llugar onde permanecer; y salíemos de casa siguiendo los caminos del cielu, yera branu camín de les cinco, al riscu l’alba, y na nuesa piel l’olor de la vaca yera fraternu. Aquel día llevábemos a la Mariel.la, una vaca demasiao vieya, y mio buelu explicóme cómo de la que volviéramos al escurecer al sol qu’inda nun naciera diben comelu les formigues. Yo amenaba a la Mariel.la, que caminaba lentamente ensin saber –yo tampoco lo sabía– esa voz de

sede que tien la muerte, l’aldu de les coses que desaparecen. Díbemos los tres solos a la lluz del silenciu miou buelu you, un nenu d’ocho años la Mariel.la vieya como’l sol qu’inda nun naciera y yo miraba los sucos de los caminos, el pasu de la Mariel.la confiáu siguiendo’l llatíu del nuesu aliendu. Mio buelu subíame al cuellu y yo adormecía nel olor a vaca: cuando despertaba yá tábemos na feria y entrábamos nel bar (ellí contáronme cómo les madres nun pueden gritar el nome de los críos pa que nun lu depriendan les culuebres) y más tarde mio buelu falaba con un traxumán de Saliencia que quería comprar la Mariel.la. Al cachu, mio buelu truxo la cuerda y díxome: “Cuando viendas, viende bien. Ya nunca esqueizas l.levar la cuerda cola que trouxisti la vaca. Las vacas de casa son asina: siempre volven, cuando’l sol mueire na memoria, a que las aten nu corazón”.


Últimas palabras

Deseando ser amado

La idea de Jan Cvitkovic cuando empezó a escribir el guión de “Defosaenfosa” puede calificarse de macabramente original. Hay que disponer de valor y de ingenio para ponerse en el lugar del protagonista de esta cinta, un treintañero llamado Pero, cuyo trabajo consiste en escribir y pronunciar discursos fúnebres en los funerales de su ciudad, en la Eslovenia rural, un país que según datos de la Organización Mundial de la Salud se encuentra en el puesto número nueve del mundo en el porcentaje de muertes por suicidio. Con todo, esta película “sobre el amor y la amistad” nació con vocación de comedia pero se convirtió en palabras de su director Jan Cvitkovic “no exactamente en una comedia, porque mis planteamientos e incluso mi percepción personal de la vida cambiaron desde el día que empecé a pensar en el guión hasta el día en que terminamos el rodaje”. El rodaje de “Defosaenfosa” estuvo presidido por la improvisación y los impulsos en algunas escenas y por la intuición de su director. El guión, que no está basado en hechos reales, trata de describir a cada personaje en distintos estados emocionales y utiliza los diálogos para construir las escenas y no para decir cosas “importantes”, lo cual permite al espectador centrarse más en el ambiente y en la actitud del hablante hacia el mundo en el que vive, dejando además paso al paisaje que se convierte en un elemento protagonista gracias a una fotografía muy real. El resultado final de esta película minuciosa es una magnífica integración de lo vulgar y cotidiano que dan como resultado inevitable mucho realismo y mucho caos o, si se prefiere, la incoherencia y el desconcierto desesperados de una sociedad destrozada por el odio y la guerra. Jan Cvitkovic obtuvo el reconocimiento internacional con su primera película, “Bread and Milk”, que en 2001 recibió el León del Futuro a la mejor ópera prima en el Festival de Venecia y llega a nuestras pantallas avalado, entre otros premios nacionales e internacionales, por el premio al mejor cortometraje —“Heart is a piece of meat”— en el Festival de Cine de Xixón del 2004.

“Cuando la marea sube se lleva por delante todas las huellas, barre la arena y lo cubre todo antes de empezar a bajar. La marea tiene tanto poder como el deseo y es tan salada como las lágrimas”. Yolande Moreau, excelente actriz (conocida por ser la casera de “Amelie”), representó por los teatros de toda Francia en los años ochenta el monólogo titulado “Asunto feo”. Veinte años más tarde retoma el mismo texto para hacer el guión de “Cuando sube la marea” —que además protagoniza y codirige junto a Gilles Porte— una historia sobre el amor entre una actriz cómica de teatro y un espectador vividor y alegre. Esta tragicomedia, que se construye sobre pequeños detalles de la vida de sus protagonistas, está cargada de encanto y poesía y se sirve de un negrísimo humor para hacer un homenaje al mundo de los cómicos. Quizá nada mejor que acudir a su génesis para obtener una idea clara de lo que “Cuando sube la marea” refleja. La propia Moreau la recuerda: “cuando escribí ‘Asunto Feo’ en los años 80 quería contar lo difícil que es la vida y la sensación de vacío que mucha gente experimenta. Escribí el guión en salas de baile, llenas de mujeres mayores muy arregladas que se reían como quinceañeras cada vez que alguien las invitaba a bailar. Tenía su encanto pero a la vez era patético. Para reflejar el deseo desesperado de ser amado, pensé en una máscara para poder alejar a los personajes de la realidad e introduje un crimen. Esto era lo que abría el espectáculo. El personaje principal acababa de matar a su amante, nos contaba su vida con una voz estridente y la banalidad de su vida se nos mostraba mucho más aterradora que el crimen que acaba de cometer”. “Cuando sube la marea” llega precedida de un notable éxito en Francia, tras haber obtenido el premio César a la mejor Dirección Revelación y a la Mejor Actriz, para la propia Moreau, a pesar de no haber contado con un gran presupuesto ni con una promoción potente. Una película, en definitiva, que muestra el paralelismo entre la vida que tenemos y la que soñamos.

Intersecciones 2006.

Intersecciones 2006.

DEFOSAENFOSA. Jan Cvitkovic. 3 de mayo. Sala Cultural Cajastur Gervasio Ramos. Llangréu. 9 de mayo. Centro Cultural Cajastur Jerónimo Ibrán 10. Mieres. 15 de mayo. Centro Cultural Cajastur San Francisco 4. Uviéu.

CUANDO SUBE LA MAREA. Yolande Moreau y Gilles Porte. 3 de mayo. Centro Cultural Cajastur Jerónimo Ibrán 10. Mieres. 4 de mayo. Sala Cultural Cajastur Plaza Monte de Piedad. Xixón. 10 de mayo. Sala Cultural Cajastur Gervasio Ramos. Llangréu.

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Últimas palabras

Deseando ser amado

La idea de Jan Cvitkovic cuando empezó a escribir el guión de “Defosaenfosa” puede calificarse de macabramente original. Hay que disponer de valor y de ingenio para ponerse en el lugar del protagonista de esta cinta, un treintañero llamado Pero, cuyo trabajo consiste en escribir y pronunciar discursos fúnebres en los funerales de su ciudad, en la Eslovenia rural, un país que según datos de la Organización Mundial de la Salud se encuentra en el puesto número nueve del mundo en el porcentaje de muertes por suicidio. Con todo, esta película “sobre el amor y la amistad” nació con vocación de comedia pero se convirtió en palabras de su director Jan Cvitkovic “no exactamente en una comedia, porque mis planteamientos e incluso mi percepción personal de la vida cambiaron desde el día que empecé a pensar en el guión hasta el día en que terminamos el rodaje”. El rodaje de “Defosaenfosa” estuvo presidido por la improvisación y los impulsos en algunas escenas y por la intuición de su director. El guión, que no está basado en hechos reales, trata de describir a cada personaje en distintos estados emocionales y utiliza los diálogos para construir las escenas y no para decir cosas “importantes”, lo cual permite al espectador centrarse más en el ambiente y en la actitud del hablante hacia el mundo en el que vive, dejando además paso al paisaje que se convierte en un elemento protagonista gracias a una fotografía muy real. El resultado final de esta película minuciosa es una magnífica integración de lo vulgar y cotidiano que dan como resultado inevitable mucho realismo y mucho caos o, si se prefiere, la incoherencia y el desconcierto desesperados de una sociedad destrozada por el odio y la guerra. Jan Cvitkovic obtuvo el reconocimiento internacional con su primera película, “Bread and Milk”, que en 2001 recibió el León del Futuro a la mejor ópera prima en el Festival de Venecia y llega a nuestras pantallas avalado, entre otros premios nacionales e internacionales, por el premio al mejor cortometraje —“Heart is a piece of meat”— en el Festival de Cine de Xixón del 2004.

“Cuando la marea sube se lleva por delante todas las huellas, barre la arena y lo cubre todo antes de empezar a bajar. La marea tiene tanto poder como el deseo y es tan salada como las lágrimas”. Yolande Moreau, excelente actriz (conocida por ser la casera de “Amelie”), representó por los teatros de toda Francia en los años ochenta el monólogo titulado “Asunto feo”. Veinte años más tarde retoma el mismo texto para hacer el guión de “Cuando sube la marea” —que además protagoniza y codirige junto a Gilles Porte— una historia sobre el amor entre una actriz cómica de teatro y un espectador vividor y alegre. Esta tragicomedia, que se construye sobre pequeños detalles de la vida de sus protagonistas, está cargada de encanto y poesía y se sirve de un negrísimo humor para hacer un homenaje al mundo de los cómicos. Quizá nada mejor que acudir a su génesis para obtener una idea clara de lo que “Cuando sube la marea” refleja. La propia Moreau la recuerda: “cuando escribí ‘Asunto Feo’ en los años 80 quería contar lo difícil que es la vida y la sensación de vacío que mucha gente experimenta. Escribí el guión en salas de baile, llenas de mujeres mayores muy arregladas que se reían como quinceañeras cada vez que alguien las invitaba a bailar. Tenía su encanto pero a la vez era patético. Para reflejar el deseo desesperado de ser amado, pensé en una máscara para poder alejar a los personajes de la realidad e introduje un crimen. Esto era lo que abría el espectáculo. El personaje principal acababa de matar a su amante, nos contaba su vida con una voz estridente y la banalidad de su vida se nos mostraba mucho más aterradora que el crimen que acaba de cometer”. “Cuando sube la marea” llega precedida de un notable éxito en Francia, tras haber obtenido el premio César a la mejor Dirección Revelación y a la Mejor Actriz, para la propia Moreau, a pesar de no haber contado con un gran presupuesto ni con una promoción potente. Una película, en definitiva, que muestra el paralelismo entre la vida que tenemos y la que soñamos.

Intersecciones 2006.

Intersecciones 2006.

DEFOSAENFOSA. Jan Cvitkovic. 3 de mayo. Sala Cultural Cajastur Gervasio Ramos. Llangréu. 9 de mayo. Centro Cultural Cajastur Jerónimo Ibrán 10. Mieres. 15 de mayo. Centro Cultural Cajastur San Francisco 4. Uviéu.

CUANDO SUBE LA MAREA. Yolande Moreau y Gilles Porte. 3 de mayo. Centro Cultural Cajastur Jerónimo Ibrán 10. Mieres. 4 de mayo. Sala Cultural Cajastur Plaza Monte de Piedad. Xixón. 10 de mayo. Sala Cultural Cajastur Gervasio Ramos. Llangréu.

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DE LA VIDA DE LES PIEDRES. Ramón Lluís Bande, 2006. Serie de televisión “Pieces”. Selmana de les Lletres Asturianes.

Él: Nunca falamos d’ello. Ella: Ye meyor asina. Yo: ¿Por qué? Ella: Ye meyor asina. Él: Creo que nun toi enteru. Hai dalgo de mi que quedó nel pasáu. Quiciabes pueda topalo si falamos d’ello. Ella: Nun hai nada nuestro nel pasáu. Él: ¿Dalguna vez te dixi qu’aquel día lloré cuando colgué’l teléfonu? Lloré na cama hasta pela mañana.

Ella: ¿Por qué? Él: Lloré por mi. Nun lloré nin por ti, nin por él. Aquella llamada cambiábame la vida. Siempre lloro... el dolor de los cambios importantes. Ella: Yo nun sabía lo que pasara. Yo tamién lloraba. Él: Yo toi falando d’otra cosa. Yo nun lloraba pol cuchillu, nin pol sangre. Nun lloraba por él. Nin por ti. Ella: ¿Llorabes pola muerte? Él: Quiciabes sí. Quiciabes sabía que cada puña-

lada yera la muerte d’una parte de mi. Ella: Yo nun falé de la muerte cuando llamé. Él: Non, tu llorabes y falabes del sangre. La mezcla de les tos llárimes y del sangre acercóme la mio muerte. Ella: Pero nun tas muertu. Él: Igual sí. Ella: ¡Non! Él: Nun hai nada d’aquel que garró’l teléfonu a les cinco de la mañana d’un día de primavera. Ella: Pasaron los años, el mundu cambia.


Él: Nun te quería n’aquel momentu... agora sé que te quería, incluso cuando nun te quería... Ella: ¿Qué quies dicir? Él: Nun soportaba les tos llárimes. Ella: Nun entiendo lo que dices. Él: Ellos dicíenme: ¡Cúidala! Ella: ¿A mi? Él: Sí, dicíenme: “Anda con ella. Cúidala”. Ella: ¿Por qué? ¿Quién? Él: Toos. Ellos. Naide... Yera peligroso. Ella: ¿Cuidástime?

Él: ¿Alcuérdeste del primer besu? Foi muncho anantes. Ella: ¿Qué besu? Él: El primeru, de nueche nun bar. Ella: Nun m’alcuerdo. Él: Tovía nun había cuchillu na nuestra vida. Nun había sangre. Todo yera llimpio. Ella: Nun quiero alcordame. Eso foi muncho anantes. Él: Y el xuegu inocente. La to desnudez en penumbra, esto tamién foi anantes. Ella: Sí, alcuérdome. Tu desnudu na cama d’él, yo. Y él. Él: Él taba pero nun participaba nel xuegu. Yéremos tu y yo... Depués yá sonó’l teléfonu... de nueche. Ella: Sí, yo lloraba. La muerte... Él: Había sangre nes tos palabres. Ella: Sí. Él: Depués, llárimes pelos bares, la cárcel... el silenciu... Ella: Nun m’alcuerdo d’ello. ¿Tu cuidabes de mi? Él: Depués, yá m’alcuerdo d’aquella tarde al llau del mar, nes peñes. Ella: Sí, yo tamién la recuerdo. Él: Ellos marcharon, namás quedemos tu y yo. Solos. Ella: Sí. Él: Yo tovía nun taba muertu. Ella: Yá había cuchillu, sangre... muerte. Él: Sí, pero yá yera un alcuerdu. Nun pesaba como la realidá. Ella: Yo yá nun lloraba. Él: Depués nunca busqué les güelgues d’otros homes nel to cuerpu. Ella: ¿Por qué? Él: Porque yá les conocía. Ella: Puede que toes non. Él: Da igual. Ella: ¿Date igual? Él: Sí, creo que sí. De repente tampoco recordaba nengún otru nome de muyer. Ella: Hubo otros nomes. Él: Sí, pero dende aquel momentu yá nun soi a alcordame d’ellos. Ella: Tas mintiendo. Él: Quiero dicir que me parecen poco importantes. Ella: ¿Por qué? Él: La sangre borrólos... y el silenciu. Ella: Yo sí m’alcuerdo d’otros nomes. Él: Sélo. Ella: Son importantes. Él: Nun m’importa. Ella: Seguro que ye importante. Él: Non. Tienen la mesma importancia como los nomes de muyer. Namás son acotaciones que-y ponemos al pasáu.

Ella: ¿Quixisti a dalguna muyer enantes? Él: Igual, pero yera distinto. A nós la sangre y el silenciu uniéronnos d’una manera especial. Ella: ¿Qué quies dicir? Él: Creo que fuimos víctimes de cuchillu. Too foi mui rápido... raro. Ella: ¿Qué significa eso? Él: A veces pienso que si les coses fueren d’otra manera yá nun siguiríemos xuntos. Ella: ¿Pa qué dices eso? Él: Nun sé, ye dalgo que munches veces me vien a la cabeza. Ella: ¿Yá nun me quies? Él: Nun tien nada que ver con eso. Creo que te quiero más que nunca. Ella: ¿Más qu’aquellos díes nes peñes? Él: Esa yera otra cosa. Facíemos l’amor col mar pegando nos nuestros pies. Yera excitante. Ella: El secretu. Él: El secretu nun pesaba aquellos díes, foi depués cuando nun se podía aguantar. Poco depués. Ella: ¿Cuándo? Él: Ellos entamaben a preguntar. Tu y yo queríemos tar solos... Ella: Nes peñes. Él: Y na cai. Yera mui especial cuando díbemos de la mano. Ella: Pero nun podíemos. Él: A veces rebelábemonos a la imposibilidá. Ella: Pero recordábemos el cuchillu... el sangre. Él: Sí, llorábemos. Ella: Depués morrió’l secretu. Él: Enantes mentíemos. Nes cartes. Ella: Sí. Él: Nes visites a la cárcel... ¿alcuérdeste? Ella: Sí. Aquella cabina. Tu, yo... él. Él: Un día decidisti que teníemos que conta-ylo. Ella: Sí. Él: Primero fuisti tu sola. Ella: Foi mui duro. Él: Depués, a la selmana siguiente fui yo. Ella: La visita foi curtia. Él: Los tres llorábemos. Ella: Alcuérdome d’ello. Él: ¿Tovía te duel? Ella: Sí. Él: Yo yá nun siento nada. Ella: Nun tas diciendo la verdá. Él: Non. Fui capaz de velu muertu. Ella: ¡Calla! Él: Nesi momentu dexó d’importame. Ella: La muerte, siempre la muerte. Él: Pienso qu’aquella muerte diome la vida. Ella: ¿Y el cuchillu? ¿Y el sangre? Él: Da igual. Ella: ¿Y les llárimes?... ¿Y les visites a la cár-

cel?... Depués rompimos el secretu. Cuntémoslo. Él: Sí. Ella: Yá nun hubo más llárimes. Él: Tenía mieu a que volviere’l vértigu primeru. El de nenu... Ella: Nunca me falasti d’aquella época. Él: Foi mui duro. Ella: ¿Qué pasó? Él: Nun sé. Alcuérdome de la baba cayendo... la mio cabeza rebotando contra les paredes... les explosiones de llantu... Ella: ¿Por qué? Él: Tengo mieu que dalgún día pueda volver. Ella: Yá nun hai peligru. Él: Creo que sí. L’ansiedá continúa. El mieu. Ella: ¿A qué tienes mieu? Él: Mieu namás. A nada. Ella: ¿La muerte? Él: Yá toi muertu. Ella: Falabes de la piedra. Él: Sí. La conversión a piedra. Ella: Nun sé por qué pienses eso. Él: Foi l’autoaislamientu. El silenciu. Ella: Tovía nun sé lo que significa. Él: Vas zarrándote poco a poco hasta nun reconocer sentimientos reales. Ella: Pero a ti nun te pasa. Él: Creo qu’hubo un tiempu nel que sí. Ella: ¿Cuándo? Él: Nun sé. Un corazón que lleva munchos golpes acaba cerrándose. Ella: Pero tu tovía puedes querer. Él: Sí. Ella: ¿Entós? Él: Creo que paró la conversión. Ella: Yá nun yes una piedra. Él: Sigue aturdiéndome la felicidá de la xente que parez feliz. Ella: ¿Nun ye feliz? Él: La felicidá nun ye un estáu permanente. Ella: Un día dixístime per teléfonu que tabes cansáu. Falabes de nun aguantar más. De saltar. Él: Sí. Lloraba cuando te lo dicía. Ella: ¿Dalguna vez lo pensasti en serio? Él: ¿El qué? Ella: Saltar. Él: Sí. Dalgún día cuasi m’apoderen esos pensamientos. La imaxe del mio sangre esbariando pela cera hasta debaxo les ruedes de los coches... Ella: ¿Por qué? Él: Sentíalo como una necesidá. Nun yera una respuesta a nada. Quiciabes se tratare de la formulación de la última pregunta. Ella: Nunca lo ficisti. Él: Faltóme valor.


“Sin perdón”

“Un tranvía llamado Deseo”

Cine norteamericano: entre lo sagrado y lo profano

“Vértigo”

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“2001...”

Llegados a este punto debemos parar, pues no contamos con el tiempo y el espacio necesarios para seguir. Además, hemos llegado a una época diferente, finales de los años sesenta, cuando yo mismo comencé a rodar películas. Y ese es un capítulo totalmente nuevo, que hace que yo vea las cosas desde otro punto de vista. No podría hacer justicia a aquellos amigos que también realizan películas, a mis compañeros, a mi generación de directores, al menos no desde dentro. Esta historia en realidad no tiene final. Ni siquiera hemos comenzado a hablar de personalidades tan importantes como Ernst Lubitsh, Preston Sturges, Joseph Mankiewicz, John Huston, George Stevens, Sam Peckinpah, William Wyler y, por supuesto, Alfred Hitchcock. Afortunadamente les han homenajeado de diversas maneras en otros sitos: en libros, en artículos y en algunos maravillosos espectáculos. Los documentales sobre el cine se están convirtiendo en un género en sí mismo gracias a la valiosa serie de trece horas de duración sobre la época muda de Hollywood, de Kevin Brownlow y David Gill, al ensayo de Bogdanovich, “Directed by John Ford”, a la serie de Richard Schickel, “The Men Who Made the Movies” y tantas monografías británicas y francesas sobre directores de cine. Hay muchos directores que me han inspirado a lo largo de los años. Si tuviera que nombrarlos a todos, no sabría por dónde empezar: Tod Browning, Fred Zinnemann, Leo McCarey, Henry King, James Whale, Robert Wise, Gregory La Cava, Donald Siegel, Roger Corman, Jean Renoir. Estamos en deuda con ellos, como los estamos con cualquier director o directora original que consiguiese sobrevivir e imponer su visión en esta profesión tan competitiva. Cuando se habla de la expresión personal, a menudo me acuerdo de “América América”, de Kazan, la historia del viaje de su tío desde Anatolia hasta América, la historia de tantos inmigrantes que vinieron a este país desde tierras lejanas. De alguna manera me identifiqué con eso, me impresionó mucho. En realidad, más tarde me vi a mí mismo realizando el mismo viaje, no desde Anatolia, sino desde mi barrio en Nueva York, que en cierto modo era una tierra muy lejana. Mi viaje me llevó de esa tierra a la dirección de películas, ¡algo inimaginable! De hecho, cuando era más joven, había otro viaje que quería emprender, un viaje religioso. Quería ser cura. Pero pronto me di cuenta de que mi verdadera vocación, mi verdadera profesión, era el cine. No creo que haya conflicto entre la iglesia y el cine, entre los sagrado y lo profano. Es obvio que las diferencias son muchas, pero también veo muchos parecidos entre una iglesia y un cine. Los dos son sitios en donde la gente se junta para compartir una experiencia común. Creo que el cine tiene espiritualidad, incluso si ésta no consigue suplantar la fe. Considero que a lo largo de los años muchas películas se han referido a la parte espiritual de la naturaleza humana, desde “Intolerancia” de Griffith, hasta “Las uvas de la ira” de John Ford, pasando por “Vértigo” de Hitchcock, “2001...” de Kubrick, y tantas otras. Es como si el cine respondiese a esa vieja búsqueda del inconsciente colectivo. Satisfacen la necesidad espiritual que todos tenemos de compartir una común memoria. A PERSONAL JOURNEY WITH MARTIN SCORSESE TROUGH AMERICAN MOVIES. DVD de venta exclusiva FNAC, 2006. Texto: Martin Scorsese.



GUOR. Javier Maqua, 2006. DVD “Pieces”. Selmana de les Lletres Asturianes.

Una muyer en medio del escenariu diríxese al públicu: –Ella taba ellí. A la mio derecha, a unos quince metros, como sentada nunes piedres, apoyando la espalda nuna parede en ruina. Pero nun la vi na plaza vacia cuando llegué. Dixéronnos que bombardearan aquel barriu probe de Basora nel noventa y ún y que morrieran doscientos neños y vieyos; los adultos, a los que supuestamente taben dirixíes les bombes, taben nel frente, na redolada de la ciudá, y dexaran a los fíos colos güelos. Doscientos muertos de daños colaterales. Por eso, de la que pasamos pelos palmerales mestos xusto al río y entramos na plaza, nun me chocó que tuviera vacia. La plaza. Esta plaza. Completamente vacia. Daños colaterales. Namás que, de sopetón, empezaron a aparecer per toes partes. Los neños. Como espectros. Una palutea de neños a carrenderes, glayando contentos. Una algarabía. Algarabía. Palabra asturiana d’orixe árabe. Yá se documenta nel sieglu X. [Dícenlo n’Ayer: fala en cristiano y non nesa algarabía]. Gallaríu confusu, falaxe incomprensible. xíriga que molesta. Neños per toes partes. A la mio derecha y a la mio esquierda. Per delantre y per detrás. Corriendo y glayando contentos. Una algarabía de neños de carne y güesu. ¿D’áu salía aquel guajeríu? Yera fin d’añu. La última fin d’añu. 2002 pa 2003. La fin del añu final. Neños que nacieran depués de la masacre del noventa y ún, neños a los que tovía nun bombardearan, que nun conocíen l’estrueldu del misil, la resplendor de los fueos artificiales de la guerra, el sabor del fumo, el chapotéu del sangre, los cachos del amigu, el propiu brazu arrincáu. Neños felices. A la mio derecha y a la mio esquierda. Per delantre y per detrás.

Punxéronse a follar como llocos, pensé, en cuantes que volvieron de la guerra. Una algarabía de neños felices enllenando la plaza. Pero yo per toes partes vía galeríes de la muerte. Mil y milenta condenaos esperando’l cumplimientu de la sentencia en mil y milenta galeríes de la muerte. Neños felices nes galeríes de la muerte. A la mio derecha y a la mio esquierda. Per ellí y per ehí. Per ende. Delantre y detrás. Na plaza. Corriendo y glayando detrás d’un balón. Pero a ellá, alla alantre, a unos quince metros, a la mio derecha, nun la viera tovía. Dalgunos neños frenaben al pasar a la vera nuestra y riíen. Nun nos pidíen nada. Nun nos enseñaben la mano. Nun nos agobiaben. Nun yeren como los neños de los zocos marroquís. Namás frenaben, mirábennos, riíense y volvíen a correr detrás del balón. Y yo a ella nun la viera tovía. Vila cuando l’algarabía de neños sumió a carrenderes detrás del balón y la plaza volvió a quedar vacia y sele. La plaza d’aquel barriu probe, que bombardearan hai doce años, que dexara doscientos muertos de daños colaterales y taba a mediu reconstruir. Esta plaza. La plaza onde agora nun toi. La plaza onde nun tamos. Esta plaza. Vacia y sele. Entós foi cuando la vi: cuando los neños marcharon detrás de la pelota, tolos espectros detrás de la pelota. Ellí, a la mio derecha, a unos quince metros, como sentada nunes piedres, apoyando la espalda nuna parede tovía en ruines.


Una vieya que me miraba. Y yo mirábala a ella. Ellí, como añiclada, contra la parede. Movía la cabeza, alantre y atrás, como faciéndome señes. O eso m’abultó. Como si me dixeran: ven. Y yo fui. Cuando llegué onde taba, quedé de pies, al so llau, ensin saber qué facer, mirándola, ellí abaxo. Y ella mirábame hacia arriba. Tenía güeyos azul nublao, una mirada mui duce. Yera mui vieya. Sacó les manes del caftán y llevantó los brazos hacia mi. Como si dixera: gacha. Pregunté-y cola mirada. ¿Quier que gache? ¿Quier eso? Yo falaba en voz alta, necesitaba falar, anque supiera que nun m’entendía. Nuna estraña xíriga, estraña pa ella, nun falaxe incomprensible pa ella, n’algarabía. ¿Eso ye lo que quier? ¿Que gache? Y ella llevantaba les manes, hacia arriba, hacia min, y tocaba la cabeza y tamién falaba nun falaxe incomprensible pa mi, xíriga, algarabía. Namás que, eso me pareció, nos entendíamos divinamente. “Divinamente”, digo. Les palabres son traicioniegues. “Humanamente” quixi dicir. Entendíamonos “humanamente”, de muyer a muyer. Quier que l’abraces, mama, sentí dicir a la mio fía a les mios espaldes. Asina que m’añiclé frente a ella y mirámonos con güeyos amigos y ella parecía dicime: mui bien, mui bien, agora acércate más. Y siguía moviendo les manes delantre mío.

¿Quier que la abrace? ¿De verdá quier que la abrace? Abrázala, mama. Ye una vieya mui guapina, ¿nun te parez? Abrázala, mama. Nun yera mieu, yera respetu. Namás quería facer lo qu’ella quixera. Exactamente lo qu’ella quixera. Nun enquivocame en nada. Acerquéme a ella, añiclada, mirámonos mui de cerca. Abrió los brazos en cruz y tocó la cabeza. Abrázola. Abrázame. Abrazámonos. La so mexella cariciaba la mía. Cheek to cheek. La so piel yera suave como’l terciopelo, fina como’l tul más delgao. Noté que tiraba hacia arriba de la mio manga. Miréla, ensin dexar d’abrazanos, y ella empuxaba cola mirada. Quier ponese de pies, mami, ayúdala, sentí a la mio fía. Garré fuerces y tiré d’ella p’arriba pa poneme de pie, pero’l so cuerpu opunxo menos resistencia de la prevista. Asustéme. Colgaba de mi, abrazada al pescuezu. Nun pesaba muncho. Busca les muletes, dixi, angustiada. Y sentí a la mio fía: nun les atopo, nun les hai. Tamién sentí que la vieya me dicía dalgo al escuchu. Una palabra incomprensible, una xíriga, algarabía. Sonaba como guor. Al escuchu. Guor. Entamaba a pesar y nun sabía qué facer con ella. Volví a colocala nes piedres, apoyada na parede. Cubrióse los tucos cola falda y miróme. Guor, dixo. Guerra, mami, diz guerra, sentí dicir a la mio fía: war. La vieya dixo que sí cola cabeza, suspiró y sonrió colo qu’a mi

me pareció una sonrisa d’enorme seriedá. Nun me sonriera hasta entós. Guor, repitió. Nun quería llorar, pero enllenáronseme los güeyos de llárimes. Conteniendo como pudi’l sollutu que se me quería escapar del pechu, sonrií ente un velu de llárimes. ¿Qué otra cosa podía facer? Toes dos mirábemonos y dicíamos que sí cola cabeza: sí, sí, sí, guor, guor, guor, non, non, non, guor, guor, guor, guor, les nuestres cabeces banciando seriamente d’ún a otru llau como mayuelos llocos d’una campana, como dos polichineles enxertaos nun muelle. Abracéla otra vez, agora ensin llevantala, y ella dábame golpetinos cariñosos na espalda. Pésame, dixi, pésame, nun quería llorar, usté yá lloró abondo, a usté nun-y queden llárimes, sélo. Mama, sentí a la mio fía detrás mío. Dexámosla ellí, equí, apoyada na parede, como una estatua frayada, como un bustu ensin piana, abandonada. ¿Qué otro podíemos facer? Guor. Por eso toi equí, nesti teatru. Porque nun toi ellí, naquella plaza, onde tán elles. Elles: la vieya de los tucos y la mio fía. La mio fía. Naquella plaza, en Basora. Güei dieron l’ultimátum, pero mañana llega. La mio fía, digo. La vieya, claro, siguirá ellí, na plaza, apoyada contra la parede. La mio fía llega mañana. Nun queda tiempu. ¿Pero nun llegó yá? El mio corazón, bombardeáu. Pero toi equí, ente vós, nesti escenariu, nesta película, contándolo. Guor.


El triunfo de lo ambiguo

PLACEBO

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El grupo menos convencional del pop británico acaba de mover ficha para colocarse allá donde empezaron en 1996 con su elepé homónimo. Como si fuera su primer disco, fue la premisa de la que les obligó a partir su colaborador y productor, Dimitri Tikovoi, líder del proyecto Trash Palace, en cuya primera referencia participó Brian Molko, a la hora de afrontar la grabación de su quinto álbum, “Meds” (Emi-Virgin, 2006). El grupo que forman además de Molko, Stefan Olsdal y Steve Hewitt es una de las grandes estrellas del firmamento pop mundial y, sin embargo, sigue gozando de un estatus totalmente independiente. Las cifras hablan por sí solas: un millón de copias despachadas de “Black Market Music” (Hut, 2000) y un millón y medio de su cuarta entrega, “Sleeping With Ghosts” (Virgin, 2003), que fue top 10 en veinte países; en total, un millón de copias vendidas de sus cinco trabajos en el Reino Unido y seis millones en todo el mundo. Además, y si todo esto fuera poco, entre sus admiradores se encuentran colegas intocables como Robert Smith (The Cure), Morrissey o Michael Stipe (REM), quien presta su voz en “Broken promise”. A pesar de lo que pudiera parecer tras una primera escucha, Placebo se ha desecho del armazón electrónico que impregnaba todos los poros de “Sleeping With Ghosts”, sustituido ahora por una maraña de guitarras que por momentos pueden parecer teclados. Ejemplos de esto son el tema titular, “Meds”, donde colaboran Alison Mosshart , de The Kills; “Because I want you”, primer single en el Reino Unido remezclado por Bloc Party, o el single europeo “Song to say goodbye”. Del otro lado están cortes oscuros como “Space monkey”, “In the cold light of morning” y “Blind” y entre ambos nos encontramos con baladas preciosistas, una de las especialidades del cantante Brian Molko, como “Pierrot the clown” y “Follow the cops back home”. Lo compusieron y grabaron en el sur de Francia, en el relajado ambiente de los Estudios Rak, un lugar sin los últimos adelantos tecnológicos que obligó a Placebo a volver a trabajar con los instrumentos básicos del rock: guitarra, bajo y batería. Esta economía de medios no se ha visto reflejada en el lanzamiento mundial de “Meds”, que confirma el estatus privilegiado de la banda británica con sus tres ediciones: una básica, la edición especial con un DVD extra y la edición especial de lujo en un libro alargado de tapa dura, una joya imprescindible para coleccionistas del grupo. Esta última edición contiene un CD con los trece temas originales y un DVD en el que se ha incluido un documental con testimonios del trío, imágenes de backstage, actuaciones en directo como la del Wembley Arena, video-clips, su versión con The Cure interpretando juntos “If only tonight we could sleep”, un oscuro tema de “Kiss me, Kiss me, Kiss me”, tres temas del nuevo disco en maqueta y el trailer de su DVD en directo “Soulmates Never Die”. Además, incluye cuarenta páginas a todo color con las letras, fotografías inéditas y más material que sólo un fan puede agradecer. PLACEBO. “Meds”. Emi-Virgin, 2006. Texto: Víctor Rodríguez. Fotografía: Nadav Kander.


Texto: Sibisse Cándida Rodríguez Sánchez. Fotografías: Pujol.

Manuel Cimadevilla La razón del barro

La ciencia del fuego Tengo un hervidor de agua eléctrico. Es bastante cómodo; abro el grifo, lo lleno hasta el medio litro y aprieto un botón. Cuando el agua rompe a hervir se apaga automáticamente y, voilà, sólo tengo que llenar mi tetera. El agua se calienta por su contacto con la resistencia eléctrica y en este proceso no interviene el fuego para nada. Desde hace ya algún tiempo el fuego se retira poco a poco de nuestras vidas. Las vitrocerámicas han suplantado a la antigua cocina de gas, las bombonas de butano son objetos cada vez más insólitos y el microondas se ha vuelto imprescindible, sobre todo a la hora del desayuno. Hemos aprendido que el fuego es lento, caro y peligroso. Es una energía misteriosa e incontrolable que hace que los niños poco precavidos se meen la cama por las noches. Manuel Cimadevilla es ceramista, se le conoce por sus enormes piezas, por sus cuencos, por sus torsos, por su maestría con los esmaltes, por su innovación en la forma de tratar la arcilla, por su conexión con los símbolos y las técnicas de la cerámica oriental... por los objetos que construye. Sin embargo la cerámica es otra cosa, algo que se va descubriendo por el tacto, algo que se va aprendiendo de la mismísima materia y, sobre todo, la cerámica consiste en el manejo del fuego. Ese es su verdadero material, pues sin el dominio del horno las piezas nunca llegan a transformarse. Todas las artes de fuego tienen una parte de ritual y otra de misterio, porque sólo nos podemos acercar a lo inefable por la plegaria o el rito. Manuel Cimadevilla se sienta a oscuras frente al torno, con una sola luz iluminando la pieza que se forma entre sus manos mientras escucha música sin letra que lo acerca a un idioma anterior al lenguaje y le permite comunicarse con lo real de la materia. Sus manos se colocan fijas y firmes sobre el torno. Las posturas son concretas y exactas. Moldear es crear el hueco justo para que la arcilla se transforme. No consiste en empujarla ni en obligarla a adecuarse a un volumen, sino en crear un hueco por el que pueda discurrir sin obstáculos. La arcilla no puede adquirir forma si no se crea un espacio para ella, pero en cuanto se crea ese espacio ya no hay nada más que hacer. El hueco es el objeto, del hueco y no de las manos o la arcilla es de donde surge la pieza. Luego el proceso es largo: hornearla, preparar el esmalte, aplicarlo y volver a hornearla. Manuel Cimadevilla ha llegado a recorrer cientos de kilómetros para encontrar un horno adecuado. Ha via-


jado con sus piezas, envueltas como seres fetales y delicados, y ha dibujado hornos ajenos hasta entenderlos. Luego, por azares del destino o alquimia del dibujo, alguno de esos hornos se volvió material y aterrizó en su propio taller. Manuel Cimadevilla sabe crear los huecos adecuados para que nazcan cuencos, hornos o niños dentro de los adultos. Existen dos fuegos que son idénticos, el fuego físico y el fuego espiritual, de los cuales hay que cuidar, temer, entender y manejar. La alquimia nos exige que muramos en cada transformación, pues sin esa muerte no quedaría espacio para que surja algo vivo, nuevo y genuino. La ciencia del tacto La vista nos hace sentir el deseo de poseer objetos, por la vista nos convertimos de individuos en consumidores. Saturamos nuestros ojos de estímulos excitantes, miramos sin participar las vidas ajenas, convivimos diariamente con seres creados para ser vistos. Lo único que nos está permitido es mirar. Convertidos en un enorme ojo, vidrioso y fijo, nos anulamos hasta que somos sólo una mirada, un objetivo que traga información sin asimilarla y sin interactuar con ella. Nuestra idea de la realidad es una imagen. No entendemos su volumen, su sabor, su olor o sus sonidos. Son las manos las que realmente conocen el mundo, porque el tacto está en contacto con la materia. A través del tacto, si lo educamos adecuadamente, podemos percibir lo invisible: el miedo, la ira, el amor o el deseo. Toda materia nos atrae, y sin embargo en este mundo, en esta ciudad, en estos museos y en estos hogares se puede mirar pero no tocar. Colocamos alrededor de nosotros mismos una barrera invisible (otras veces no tan invisible) que nos impide tocar y ser tocados. Manuel Cimadevilla sentía desde su juventud la necesidad prohibida, tabú, insólita, de dar abrazos. En lugar de abrazar seres humanos abrazaba masa de arcilla. “Las piezas pequeñas las moldeas con las manos. En las grandes utilizas todo el cuerpo”. Ahora observa las manos de las personas, su forma de moverlas, de trabajar con ellas, de esconderlas o de mostrarlas y así entiende sin juzgar, porque las manos tienen sus propias razones. A través de la forma nos ponemos en contacto con lo primitivo, con lo mítico. Manuel Cimadevilla ha viajado para visitar exhibiciones de pueblos antiguos y se ha encontrado allí con los mismos símbolos y las mismas formas que él había creído inventar. En realidad sus manos hablan un idioma que

él mismo no entiende. Sus manos se comunican con lo muerto, rescatan desde la tierra lo que habita por debajo de ella. El ojo sólo puede ver el mundo de un tamaño. Sin embargo “el mundo está formado por micromundos que no vemos”. Es el mundo que aparece cuando observa esmaltes, conchas o semillas a través de su cuentapuntos. Hay colores que no percibimos, pero que están ahí, formando parte de la pieza, y que le otorgan un aliento de vida. Si observamos algo con atención, o durante el tiempo suficiente, lo invisible comienza a revelarse. La contemplación es diferente de la mirada, pues en la contemplación son los detalles los que forman la obra; en la contemplación del verde llegamos a ver la mezcla de azul y amarillo y en la contemplación de los esmaltes conseguidos por Manuel Cimadevilla (esmaltes como el rojo de cobre, el temmoku, el chün o los celadones) percibimos todo un universo cromático que incluye colores para los que no estamos preparados, que nos revelan algo nuevo y distinto, la riqueza de un universo más intenso que aquél en el que nos movemos. La ciencia de la belleza Si el amor es el hambre de belleza, Manuel Cimadevilla sació su hambre cuando la arcilla dejó de girar en el torno y adquirió forma humana. Fue la época de los torsos. Los torsos desnudos van más allá del sexo del modelo, entran en la categoría de lo andrógino. Para él todo desnudo es andrógino, y la belleza del desnudo exalta el entorno que lo rodea, se vuelve un canto a la vida y a la naturaleza. Las personas que sirvieron de modelo para sus torsos hoy, quince años después, son incapaces de reconocerse en su propio molde. Los volúmenes no son fotografías, sino que son identidades, huellas dactilares de la intersección entre un cuerpo y un tiempo. La belleza de un torso es tan perfecta como efímera. “Cuando se encuentra la belleza la tendencia natural es a intentar retenerla”. Lo mismo sucede cuando encontramos el amor. Junto al temor al fuego nos han enseñado a temer el final de las cosas. Tenemos miedo a la muerte, a las rupturas, como si todo eso no formara parte de un ciclo natural, como si no fuera necesario morir para renacer. Pero Manuel Cimadevilla lo sabe, sabe que es necesario enterrar el pasado, y que la belleza que se deja atrapar no es nada más que un artificio agradable.


Lo perfecto es el momento del florecimiento, la transición entre la infancia y la edad adulta. Sin embargo las plantas no son hermosas sólo en su estado de floración. Son hermosas siempre, en sus continuos procesos de resurgimiento y muerte. Para captar esa belleza no podemos escoger sólo un instante e intentar retenerlo, sino observarla —“soy un gran mirón”— y nacer y morir con ella. Manuel Cimadevilla abandonó los torsos y empezó a buscar otra estética, la estética de la asimetría, la belleza de lo no-perfecto, de lo irregular. “En la no-belleza existe una gran belleza, y entonces descubres un mundo más intenso”. Es el descubrimiento de la belleza por debajo de la belleza, que lo empuja a buscar la depuración de las líneas, la hermosura que el ojo no es capaz de ver pero que la mano siente. Vuelve aún más la mirada hacia el Tíbet y Japón y se inspira en la filosofía Zen y en la Ceremonia del Té. La ciencia del azar Hay una parte del proceso de creación que al artista no controla y ni siquiera entiende. Esta parte se le escapa de las manos y toma su propio rumbo y es lo que habitualmente se entiende por “defecto”, lo que separa a la obra de la perfección. Pero también es lo que le concede identidad propia y un poder que está por encima de su creador. El artífice se ha de volver lo suficientemente humilde como para ponerse al servicio de la pieza y no obligarla a que lo obedezca. Es entonces cuando puede escuchar sus secretos. Ahí radica el verdadero poder del artista, en guardar los secretos que le revela su trabajo y crecer sobre estos misterios sólo comprendidos desde lo no-humano. El ser humano no puede entender el azar. Lo que carece de sentido nos llena de angustia y lo intentamos encajar de alguna manera en un orden universal creado por un dios que se nos parezca. Pero en toda creación interviene el azar, que abre una puerta a lo desconocido, a lo que da miedo porque es incomprensible. Los esmaltes se transforman según procesos que el artista sólo controla en parte. No hay dos piezas iguales. Manuel Cimadevilla nunca seria sus piezas, cada una es única y cuando se rompe un cuenco, algo dentro del universo desaparece para siempre.

La verdadera maestría consiste en dejar que aparezcan señales inesperadas, respetar la pieza hasta tal punto que sea una criatura nueva y distinta, más allá de la voluntad de su propio creador. Del arduo trabajo del artista emerge algo diferente, algo que no es personal ni previsible, surge el azar, la magia o cualquier nombre que queramos dar a lo único. Es también la puerta a la fantasía, a nuestros dioses y monstruos, a los encantamientos, a las torres que no tienen sujeción alguna en la tierra y a las ciudades y paisajes emocionales e invisibles. La ciencia del agua Las creaciones de Manuel Cimadevilla nacen de su contacto con la naturaleza, de la admiración, el respeto y la acumulación de belleza que hay en lo natural, sobre todo de su contacto con el mar. Extrae elementos de este contacto y juega con ellos, los transforma, los deja crecer en las hojas blancas de sus cuadernos hasta que surge una nueva idea, una nueva visión que sus manos trasladan al torno. La roca se convierte en barro y el musgo en esmalte, y en el ojo del espectador sigue existiendo un resquicio de roca y de musgo por debajo del objeto observado. Hay algo en las piezas de Manuel Cimadevilla que es más natural que la propia naturaleza, o al menos más natural que nuestro modo habitual de relacionarnos con ella. Cuando toco sus cuencos de rakú siento como si metiera mis manos en la tierra. Dentro, muy dentro de la tierra, donde se empieza a notar el calor del magma. Cuando bebo el té en uno de sus cuencos –el único que tiene el reflejo de la luna en el fondo- es como si sorbiera el líquido a través de la tierra, como si mi boca tuviera el poder de encontrar agua en un suelo desierto y fuera capaz de extraerla desde las profundidades. Entonces el té se vuelve más líquido. “Al fin y al cabo, si no bebes, no eres nada”. Recibimos el agua como un don que nos rellena y los cuencos de Manuel Cimadevilla reciben el agua como un don que los rellena. No nos diferenciamos demasiado. A nuestra manera, también somos más comprensibles cuando se nos toca, también somos más hermosos que nuestra propia belleza, también tenemos algo de azaroso y de insólito y también poseemos un calor incomprensible, un fuego intenso que no se apaga nunca.


Renovación dende la tradición Falta un estudiu o tesis doctoral que investigue’l Monologuismu Cómicu Asturianu (MCA) en tolos aspectos posibles, entendiendo además qu’un estudiu sobre’l pasáu tien influencies sobre’l presente. Quien esto escribe esfuérzase en recuperar testos clásicos, escribir hestories nueves y buscar una renovación escénica del MCA (amás de la sistematización que impón l’impartir talleres d’aniciu al MCA), y fala basándose na so llabor, que nun ye poco, pero tampoco ye suficiente. Como definición provisional, podemos dicir que’l MCA ye un xéneru teatral lligáu al teatru popular o costumista, nel qu’un personaxe escenifica hestories cómiques usando varios rexistros. Los sos oríxenes podemos atopalos nel monólogu bufonescu medieval o nos personaxes arquetipos de la comedia del arte, too ello asimilao creativamente pola xente campesino y tresmitío dempués a la clas obrera, lo que-y fae ser una creación orixinal de la cultura popular asturiana. El MCA ye un arte complexu. Estudiando lo que se fixo ye comu podemos saber lo que facer, la renovación tien que salir de la tradición. Repertoriu: una bayura de posibilidaes El repertoriu del MCA nun puede sometese nunos marcos determinaos. Dientro del corpus versificáu, tien unes fuentes mui estremaes: –Del cuentu al monólogu (testos de Carlos Ciaño o Pepín Quevedo). Versifícase un cuentu de la tradición oral. La versificación desixe precisión, técnica y práctica. Esta fuente tradicional de renovación nun ta pa nada esplotada y entá puede dar resultados rellumosos, amestando una posibilidá: de la lleenda urbana al monólogu. –Del chiste al monólogu, como’l sonáu chiste del sesentaynueve versificau por Pandiella. Otra fuente pa los tiempos modernos. –De l’actualidá al monólogu. Monólogos sobre’l “Preciu xustu” (Augusto González), “La subida’l Angliru” (El Maestru) o dalgunos monólogos de Pin de la Cotolla (“Enguedeyos d’estos tiempos”) qu’usen la parodia de fechos y costumes. Nun suelen tener muncho valir lliterariu pero’l so méritu ye’l falar sobre lo que ta pasando nel mesmu tiempu nel que tien llugar la representación, abriendo’l monólogu al momentu hestóricu nel que tá fechu. –El monólogu narrativu teatral en primera persona. El protagonista cunta una ventura que-y pasó y que-y dexó güelga. Suel ser el viaxe y esperiencies d’un aldeanu que va a la ciudá: “Un día n’Uvieu”, de Baldomero Fernández, o “Xixón, la playa y los toros”, de José León Delestal. Esti tipu de monólogu ye tamién usable nos tiempos de güei a cuenta del fondu rural y folixeru que tenemos los asturianos. Nel corpus en prosa puen enganchase chistes con continuidá temática, como en “Filosofíes d’un curda”, monólogu anónimu de primeros del sieglu XX d’una ablucante modernidá. Esi ye’l tipu monólogu que faen los “monologuistes” televisivos del club de la comedia (la stand up comedy), cola diferencia de que nun siempre caltienen un tema. Por eso nun pue comparase’l stand up comedy col monologuismu astur, yá qu’ésti ye más complexu qu’aquel, tanto nel repertoriu, como na interpretación, vestuariu, cre-

Selmana de les Lletres Asturianes 2006. Textu: Carlos Alba (Cellero).

ación d’un personaxe, actitú teatral... Renovar el MCA dende la stand up comedy ye como volver al aráu tando inventáu’l trator. L’espaciu: habelu hailu Espacios tradicionales del MCA son el mercáu, la romería, el chigre o el teatru. Había una tradición importante al aire llibre que yá imponía una forma d’interpretación: histrionismu y versos rengloneaos. Estos ayuden a la memoria del monologuista y el públicu seguíalos ensin dificultá, yera una convención compartida, pero güei tá superada dende la revolución realista nel teatru —de Stanislavsky p’alantre— y hai que usala con cuidáu, o seya, con concencia, con dominiu, con intención. Güei l’espaciu del MCA sigue siendo’l mesmu, cola diferencia de que’l mercáu tresfórmase nuna reproducción del pasáu. Nes romeríes el MCA ta en decadencia, pola competencia d’otres formes d’espectáculu y el poco interés qu’amuesen les comisiones de fiestes nél. El chigre (o dicho más fino: café-teatru) ye un espaciu difícil, pero sobre manera los meses del inviernu ye’l que pue dar un poquiñín de continuidá al llabor del monologuista amás de da-y la oportunidá de dir faciendo monólogos actuales y arriesgaos. Nos teatros siempre hubo monologuismu pola relación d’ésti col teatru costumista. Otros espacios onde’l MCA pue salir anque mediatizao son la televisión (hasta agora nun salió muncho nes privaes, ta ver qué pasa na RTPA), la radio o, nel casu de los testos, la prensa. El públicu: un mayestru El públicu tradicional del MCA ye un públicu educáu nel xéneru y abiertu a cualquier posibilidá. La so reaición marca’l camín a seguir nel llabor del monologuista, incluso anque ésti quiera facer namás qu’hestories modernes. Tamién hai un sector grande de xente mozo que reclama la recuperación del MCA. Esa mocedá nun tien sitiu al que dir pa ver al monologuista (como sí lu teníen los sos güelos) salvo que se recupere’l chigre, o que se-y dé más cobertura na televisión y se forme una dinámica que faiga a les sales, teatros y comisiones de fiestes mirar pal MCA. Pero pa enganchar a esa xente mozo faen falta tamién monologuistes mozos que, ensin perder l’estilu tradicional (que ye lo qu’engancha del MCA), falen de los temes de güei. Nel monólogu usábase l’asturianu en toles sos variantes. N’Asturies el MCA sólo pue facese n’asturianu, en tanto que ye la llingüa del pueblu. Sin embargo, y siguiendo’l camín de la renovación, pue probase, dada la situación sociollingüística de güei y la nuesa hestoria, a facer un pesonaxe andaluz, gallegu, castellanu... o latinoamericanu, qu’ameste la so mena de falar con rasgos asturianos. D’otramiente, l’estudiu de la llingua asturiana ye fundamental pa entender a los clásicos. El personaxe interpretáu suel ser un aldeanu un pocu xostrón. Col tiempu fueron afitándose dellos elementos: el paragües, el chisqueru, les madreñes... que queden como dalgo demasiao ilustrativo que yá nun aporta la risión qu’enantes aportaba. Cuantayá tolos que víen al monologuista yeren de la mesma condición

d’él, yera un xéneru fechu por xente del pueblu pa la xente del pueblu. Agora sedría interesante facer personaxes de barriu: ¿aónde va’l campesín cuandu emigra? A un barriu d’una ciudá. El monologuista yera un paisanu del pueblu. Dalgunos facíen (faen) tamién comedies. Los profesionales, polo xeneral, nun miraron pal MCA, salvo esceiciones. Falando de futuru: ¿a quién-y podemos pedir una renovación del MCA, al obreru que dempués de trabayar ocho hores o más llanta la boina y caltién viva la tradición, o al profesional de la escena que tien ocho hores al día pa pensar nel so arte? Otrabanda, la técnica interpretativa del monologuista tien que s’adaptar a la evolución del arte teatral. Ye necesaria un escuela de MCA onde se-yos dea una formación sólida a los monologuistes, xunto con un centru dramáticu asturianu que ponga en pie obres del teatru popular y que na escuela d’arte dramáticu s’estudie la llingua y el patrimoniu teatral n’asturianu. Pa salir de la borrina d’inorancia que arrodia una de les meyores y más orixinales aportaciones de la cultura popular asturiana, ensin comparanza nel nuesu entornu. Renovación ye continuidá. Agora la continuidá ta casi francida. Los monologuistes d’enantes nun teníen la posibilidá de formase. Los de güei, nietos o biznietos y parientes d’aquellos, sí la tenemos. Vamos aprovechala.


Íntimo y social ENCUENTROS EN ASTURIAS: TEATRO/DANZA. Centros Culturales Cajastur de Mieres, Xixón y Uviéu. Del 27 de abril al 3 de junio.

La continua perplejidad de comprender que no entendemos nada y que no hay quién nos entienda; ni siquiera esa sombra que nos habla y nos riñe y que dice llamarse “yo”. Conflictos “socio-individuales” son el eje de los Encuentros en Asturias organizados por Cajastur, en los que el teatro y la danza van a llevar a los centros culturales de Mieres, Xixón (Colegiata San Juan Bautista) y Uviéu (San Francisco, 4) una reflexión aguda, irónica y poética de la actualidad. “Me gustaría que la vida no sólo fueran dos días, y por supuesto, que uno de ellos no lloviera”. Así presenta Fernando Hurtado “Un gramo de locura”, la obra interpretada por la compañía Danza Fernando Hurtado & Bonjami Danza-Eva Bertomeu. La mirada de la asturiana Estrella García se dirige a la cultura islámica y la hindú en el espectáculo de danza “Piezas breves”, que se completa con la obra “¡Pan de Ángel!”, nacida de los talleres de creación del coreógrafo Ramón Oller. Los billetes a los viajes interiores se encuentran en las propuestas de danza de Tempomobile, que con “Still moving” abre una ventana a los dualismos (cómico/trágico, brutal/poético...); el Teatro Móvil-Compañía Megaló, que en “Cosas para llorar en seco” reúne a dos escépticos que hace muncho que no esperan a ningún

Godot; el baile de Alta Realitat, con “Prestidigitacions”; Erre que Erre con “Deberían llover cristales”, y Lapsus Danza, que entra en el mundo de los sueños con “Scrath”. En clave femenina llegan los espectáculos “Consuelo” (en la fotografía), de la compañía de danza de Teresa Nieto, y “Hebras de mujer” de 10 & 10 Danza. El teatro hecho en Asturies va tener una presencia importante en estas jornadas, con la representación de “Solo para Paquita” de Barataria Teatro; “La sombra de Ifigenia”, de Teatro del Norte; “Harpías”, de Konjuro Teatro; “Prisionero 119.109”, de La Sonrisa del Lagarto; “La escultura”, de La Diosa del Sarcasmo; “A solas con Marilyn” de El Encuentro, y “Iberia”, de Teatro del Norte. Desde Extremadura, la compañía Suripanta trae a la escena asturiana “Pareja Abierta”, escrita por Dario Fo y Franca Reme, y la catalana Imma Grau, apartándose de lo políticamente correcto, pone sobre las tablas el humor inteligente de “Notas de cocina”. ENCUENTROS EN ASTURIAS abre al público un surtido escaparate con vistas a intimidades compartidas, al sentimiento tragicómico de la vida y al compromiso con el tiempo que nos ha tocado en suerte.

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Primero foron los bordaos, depués un círculu de diámetru curtiu y llueu una muyer cola cara redonda que morrió dos veces, por nun saber primero y por saber a lo último. A too ello xuntóse una neña un poco rabanera y importona que-y dio a dios cola puerta nes narices cuando ésti quedó ensin respuestes. Toes yeren presuntes culpables enfrentaes, una a una, a un xuráu multitudinariu. De toa esa mecigaya surde una tela negra y llarga, trapos y trapos qu’envuelven a persones, esconderites testiles, cárceles protectores. Y nun fui quien a imaxiname dientro, anque sí fui quien a veme fuera y escuchales: la eternidá de l’aburrición, la impotencia de la polilla que nun atrapa la lluz y la fartura de quien tien la cabeza enllena d’opiniones, verdaes y conseyos que siempre vienen de lloñe y nunca esperen que la voz a la que se fala sía la que respuenda. Y nun voi facer lo mesmo. Nun voi denunciar lo oprimíes que tán les muyeres iranís; nun voi poner de vuelta y media a los ayatolás, nin afirmar que si’l patriarcáu ye malu, en combinación col islam ye peor. Nun voi acoyeme al relativismu y dicir qu’equí tenemos el catolicismu y que tampoco nun ye precisamente’l meyor amigu de les muyeres. Pasolini apunta na so novela inconclusa “Petróleo” la imposibilidá de la integración “cultural real, viva (democrática)” y opón la “única posibilidá de plantease’l problema pa salvar la concencia y depués llavase les manes”. Y eso ye lo que voi facer: plantear el problema… Tampoco nun da pa muncho más la lletra escrito y tampoco nun paga la pena suplantar les voces abondo espresives d’artistes y escritores iranís. Namás que voi contar lo que, como matrones socrátiques, m’aprendieron y yá sabía: tabús, mieos, sobreentendíos que na práctica nun funcionen y formes de sentir y asitiar nel mundu que nun vienen escrites nel guión. Como lo bien que sienten les sesiones de “airamientu de corazones” ente muyeres cuando los homes duermen la siesta. Marjane Satrapi abre’l salón de so güela y explica qué son “Broderíes”: “1. Bordáu. Adornu d’un texíu o una piel con cosíos fechos en relieve. 2. Bilordiu. Difusión o narración de chismes ente varies persones. 3. Reconstrucción quirúrxica del himen pa simular la conservación de la virxinidá. 4. Títulu orixinal francés de “Bordados” (Norma Editorial, 2005), de Marjane Satrapi”. A traviés de la segunda acepción, l’autora de Persépolis pon lletra y dibuxu a lo indecible, formula les preguntes que, por vergoña, nunca se fain y cuenta los secretos que s’arruguen ente les sábanes. Como’l rutinariu “hop, hop, hop” a escures qu’impidió a una madre de cuatro fiyes saber cómo ye una “pilila”; o les cien mil oraciones d’una “putilla infantil” de trece años que pide a dios que-y corte les venes al so home de 69 años; o la curiosidá d’otra por saber qué ye “la cosa blanca” qu’expulsen los paisanos. Satrapi tamién descubre l’arma común y masculina de les civilizaciones: facer de menos al home de la cultura vecina pa demostrar la superioridá propia, faciendo ver a la población femenina aquello de “quién te va querer como yo”. Esos son los rumores qu’al paicer cuerren per Irán y que recueye Satrapi en “Bordados”: “Nun ye cierto eso de que los europeos son incapaces de satisfacer a les sos muyeres…” De consensos tácitos y silenciaos tamién fala Shahrnush Parsipur en “Mujeres sin hombres” (Txalaparta, 2003). Munés -una moza cola cara “tan redonda como la lluna llena” lo que fai, según la so amiga Faezé, que sía tonta- ta convencida de que la virxinidá ye una cortina: “Mio madre diz que si una rapaza salta dende un sitiu altu ruémpese-y la cortina de la virxinidá. Ye una cortina y pue esgarrar”. Faezé infórmala con contundencia de les verdaes de la vida: “¡Pero qué dices! Ye un furacu qu’al principiu ye estrechu y depués faise más anchu”. Esa ye la seguridá d’una virxe que lleó nos llibros cómo funciona la supuesta razón de la so existencia. La lletra impreso nun diz siempre la verdá, pero tien dalgo de lo que tán exentes les voces que se pretenden imponer: dan tiempu a quien ta al otru llau a pensar y ellaborar la so conclusión. Ello ye qu’a la decepción de Munés tres recibir la noticia de que los sos 38 años cuidando pola “cortina” nun foron más qu’una broma de mal gustu, xúntase’l deséu de venganza polos cuasi cuarenta años aguantando inútilmente les ganes de subir a los árboles. Munés salta al vacío, muerre y vuelve a nacer y na so vida nueva de paseante al débalu crúciase un llibru que dende’l títulu alvierte de la so renuncia a la metáfora y la elucubración: “Conozamos el secretu de la satisfacción sexual”. Él ye quien-y enseña a Munés a ver los árboles como árboles y non como enemigos. Pero’l conocimientu, a lo primero, supúnxo-y dalgún contratiempu: l’hermanu, pa salva-y l’honor propiu y el familiar, cláva-y el cuchiellu de la fruta nel corazón. Aneciando en vivir, resucita y ye suxetu paciente d’una


violación qu’experimenta con plasmu y curiosidá; foi capaz a ver el pensamientu de la xente, y quixo convertise en lluz, privilexu reserváu a los santos nel islam y al qu’en “Mujeres sin hombres” accede una prostituta, Zarrin Colá, que, a fuercia de trabayar, terminara por “decapitar” mentalmente a los homes. L’artífice del “milagru” de la conversión en lluz ye’l “xardineru amable”. Él fai florecer y cantar a la maestra que se tresformare n’árbol pa escapar del contactu colos homes. El xardineru amable ye’l padre de la criatura qu’enxendra Zarrin Colá, que día a día avérase a la tresparencia hasta convertise en lluz. Too ello failo’l xardineru amable: callando, col so saber facer, con cuidáu… Cuasi como si fuera una muyer. Contra la disyunción exclusiva A traviés d’estos textos denúnciase’l refugu a la disyunción exclusiva (al esto o l’otro, frente a los munchos otros) qu’ordena davezu la vida de les muyeres. Asina, en “Mujeres sin hombres” l’aristócrata aburrida de la so vida de casada aprovecha l’ampliu espaciu de maniobra que-y da la so llibertá de vilba recién alquirida. O Satrapi, que cola claridá d’una neña espresa en Persépolis II l’angustia de decantase pola opción “non natural”: “Acabáronse les universidaes… Y yo que quería ser química. Quería ser como Marie Curie. Quería ser una muyer sabia y emancipada. Quería garrar un cáncer en nome de la Ciencia. Otru suañu que volaba. ¡Maldición! A la edá que Marie Curie foi a estudiar a Francia, yo voi tener diez fiyos, seguro…”. Y ye inevitable alcordase de les tardes saltando a la comba cantando aquello de : “Quisiera saber qué voy a ser cuando sea mayor: soltera, casada, viuda, monja (…)”. Na última opción, según en qué pueblu se xugara, baraxábense estremaes “salíes profesionales”: embarazada, separada, divorciada o enamorada. L’abanicu de posibilidaes que la sabiduría popular nos reservaba yera enorme. D’individuu a multitú D’individuu a multitú fala l’artista iraní Shirin Neshat cuando lleva a imáxenes en “The Last Word” (La última palabra) el desafíu de les escritores iranís que, como a Shahrnush Parsipur, el pasu de la so imaxinación al papel costó-yos l’exiliu y la cárcel o, simplemente, vivir a la sombra del xuiciu universal: una muyer sola intenta demostrase a sí mesma énte un impenetrable xuráu d’homes. Tamién la voz individual frente a la multitú s’impón na película “El círculo” (Dayereh), de Jafar Panahi: les muyeres falen d’una a una, ente elles y frente a un tribunal permanente y abiertu venticuatro hores. Les muyeres viven énte les sombres, cuasi d’incógnito, nuna sociedá d’homes que deciden, que nun viven baxo sospecha y cola llibertá que da nun ser, pola casualidá de la distribución de los cromosomes, presuntos culpables. Namás la inxenuidá o l’atrevimientu de la más moza la fain mirar directamente a los güeyos d’un home y sorreír, dalgo prohibido pol Corán nun versículu nel que Dios convida a los homes primero y a les muyeres depués a baxar los güeyos y atender a la decencia. Ye fácil romper los códigos. El velu ¿Ye’l velu la punta del iceberg qu’amuesa la situación de les muyeres iranís o una prenda tan “inocua” como unos zapatos de tacón? Fariba Adelkhah asegura que baxo’l velu iraní producióse una revolución: les muyeres yá nun son valoraes pol so aspectu físicu, sinón polo que fain; agora d’elles namás se conoz la cara, les manes y les obres. Pa dalgunes ye una forma de preservar y construyir la identidá frente a les imposiciones occidentales y pa otres la imposición principia col fechu de tar forciaes a ocultase tres del hiyab. Nel estudiu “La revolución bajo el velo. Mujer iraní y régimen islamista” (Biblioteca del Islam Contemporáneo, 1996) Fariba Adelkhah recueye los testimonios de muyeres qu’expliquen el significáu que tienen pa elles esos vestíos, tanto nel aspectu relixosu como nel prácticu, como que los compañeros de trabayu valórenles pol so llabor y non pola so traza. Pesie a que nel estudiu de Adelkhah el velu nun parez ser más que la espresión llibremente manifestada d’unes convicciones personales, tamién s’amuesa la so trescendencia como símbolu social en cuantes que prueba, a traviés del acatamientu de les muyeres a les directrices de la república teocrática, del bon funcionamientu social. Fariba Adelkhah recuerda dalguna de les consignes que se dieron tres la implantación del réxime

islámicu de 1979: “La negrura del to velu, hermana, ye más eficaz que l’encarnao del mio sangre” o “hermana, al respetar el hiyab islámicu, sé la guardiana de la to eminente y sublime personalidá”. Y si hai dalgo que xune a oriente y occidente ye la consideración de les muyeres como termómetros sociales de la salú de la moralidá pública. La delincuencia femenina ye’l summun de la barbarie d’una civilización, les prostitutes, y non los clientes, “empuerquen” les cais, l’abandonu paternu de los fiyos ye irresponsable y el de les madres ye sacrílegu… Sicasí, son precisamente les muyeres les que, en respuesta, creen referentes nuevos de comportamientu y cuestionen formes de sentir, d’actuar y incluso de pensar consagraes pol cine y la lliteratura, que se suponen inherentes al xéneru femenín y que, de pasu, en cuantes que referentes, contribúin poderosamente a la conformación d’esi xéneru. Tamién xunta a oriente y occidente la utilización de les muyeres pa la xustificación de los más nobles sentimientos. Estaos Uníos llanza amenaces contra Irán por atrevese a disputay el monopoliu de la enerxía nuclear y quiciás, si llega a materializar la so alvertencia, ponga per delantre la bona obra de “desvelar” y lliberar, a fuercia de bombes, a les muyeres iranís. Sicasí, na llucha pola llibertá, como s’amuesa a traviés del arte, la lliteratura o el cine que nos llega d’Irán, les llibertaes pasen pel derechu a espresase, al accesu al conocimientu y a decidir nel marcu de les aspiraciones propies ensin necesidá d’importaciones. Shirin Neshat dizlo a les clares nes series de fotografíes Unveiling (Desvelar) y Women of Allah (Mujeres de Alá) cuando reproduz nes partes de les muyeres que l’islam permite mostrar, la cara, les manes y los pies, testos en farsi d’escritores iranís, los de Shahrnush Parsipur ente otres. Conocimientu y llibertá van de la mano y nun parez muncho pidir. Textu: Beatriz R. Viado. Fotografíes: Shirin Neshat.


esas fotografías suyas, al lado de Liza Minnelli, otra de las habituales de la discoteca, ambos con los ojos lacrimosos y desencajados por la ginebra y demás sustancias, para los mitómanos de verdad!) o en cualquier otro tugurio neoyorquino. Y quizá fue eso, en cierta medida, más allá de los poderosos y terribles conflictos que le provocó la escritura de la monumental “A sangre fría”, lo que eclipsó su obra posterior. Y lo que algunos no le perdonaron. Aunque no olvidemos que hay escritores que pasaron a la historia con una sola obra (Juan Rulfo es el caso más evidente), y Capote, aunque sólo fuese por la reconstrucción de aquel asesinato cuya noticia encontró una mañana leyendo el periódico, ya estaría en ella. ¿Que, de no ser así, su obra hubiese podido llegar más lejos? Quizá sí. Nunca lo sabremos. Aunque no conviene olvidar que, muchos años más tarde, escribió, al margen de los tres capítulos de “Plegarias atendidas”, con la que soñaba en convertirse en el Proust americano, “Música para camaleones”, que no es una novela pero sí un puñado de relatos prodigiosos, indiscutiblemente magistrales. Nunca, en su literatura, ni en los momentos de mayor decadencia física o psíquica, dejó de ser sublime. Era, precisamente, ese libro el que Cecilia Roth le regalaba a su hijo, que admiraba a Capote y soñaba con convertirse en un gran escritor, en “Todo sobre mi madre”, una de las mejores películas de Almodóvar, la noche antes de su cumpleaños y de morir atropellado. Capote está ahí, como una influencia permanente, en toda la obra del director manchego. Algunas de sus chicas están muy marcadas por Holly Golightly, la protagonista de “Desayuno en Tiffany’s”. Pienso en la alocada Pepi (una pletórica Carmen Maura en la primera película de Pedro), en la tierna Crystal Scott (Verónica Forqué, vecina putón de la pobre Maura de “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, anticipo, a su vez, de la abuela fantasma de “Volver”), en la atacada Candela (inolvidable María Barranco, después de que Victoria Abril rechazase el papel, en “Mujeres al borde de un ataque de nervios”), en la entrañable Kika (otra vez Forqué, más sexy, atolondrada y chispeante que nunca) o en la legendaria Patty Diphusa, simpático y ordinario icono literario de los inolvidables años ochenta. Y aquellas palabras, “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”, escritas en el prefacio de “Música para camaleones”, como una tremenda y dolorosísima declaración de principios, en la voz aguardentosa de Cecilia Roth, estremecían aún más si cabe. Tennessee Williams, gran amigo de Capote y a quien dedicó “Música para camaleones”, es otra de las grandes influencias de esa película y de casi todo el cine de Almodóvar en general. Muy importante fue también la obra de Capote en la generación de los 50, como reconocen Carmen Martín Gaite y Josefina Aldecoa (ella misma fue, por entonces, ocasional traductora de alguno de sus cuentos). Al parecer, fue el marido de ésta, Ignacio Aldecoa, el que primero lo descubrió y las hizo partícipes del hallazgo. Había otros mundos más allá de aquella España grisácea y miserable. Y ahí estaba aquella brillante literatura, entre otras muchas –americanas y europeas– recién descubiertas, de la que disfrutar y compartir delante de unos cuantos cigarrillos y de otros tantos vasos de vino malo. Terenci Moix, algunos años después, jugó, más en sus actitudes, declaraciones y poses fotográficas que en la literatura propiamente dicha, a ser una especie de provocador Capote catalán, aunque, como sabemos, la provocación, si surge de un modo natural y espontáneo, siempre está en los ojos de los que la reciben y no en los que, supuestamente, la llevan a cabo. Las fotografías, qué gran clave para resumir una vida y una obra. Entre aquella insinuante y descarada fotografía que venía en la contraportada de su primera y ya entonces deslumbrante novela, “Otras voces, otros ámbitos”, y las últimas, en las que parecía una especie de tortuga vieja y prematuramente arrugada, con los ojos medio cerrados, el gesto ausente, como en otro mundo ya, y el rostro completamente hinchado y deformado por el alcohol y los medicamentos (otro caso similar al de la gran Liza, que últimamente se asemeja más a un travestí imitando sus buenos tiempos que a sí misma), cabe toda una vida apasionante, excesiva, tortuosa, dolorosa, seguramente mucho más difícil de lo que nos imaginamos y de lo que cierta frivolidad o estilo de comportamiento hacían entrever a ratos, exprimida hasta sus últimas y más radicales y devastadoras consecuencias. Y aquellas lúcidas palabras sobre el don y el látigo adquieren un sentido aún más definitivo, más demoledor, casi escalofriante.

El genio destruido “Hubo un profundo estruendo y le pareció que caía por una interminable escalera. Y, allí en el fondo, se desplomó en las sombras. Esto fue lo que supo. Había caído en la oscuridad. Y, en el instante de saberlo, dejó de saber”. Jack London. “Martín Eden”. Dejémoslo claro desde el principio: Truman Capote, como él mismo se autodefinió una noche de insomnio en aquella célebre frase –“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”–, fue un genio. Un auténtico genio. El mejor escritor de su generación, mal que les pese a Norman Mailer y a Gore Vidal, que aún siguen sin asumirlo. Ser así, un escritor genial, no le sirvió para ahorrarse problemas, disgustos, insatisfacciones, traumas y tormentos en su vida privada, más bien al contrario, pero ahí está su obra para deleite de los que amamos la belleza de las palabras y el misterio que nos provocan cuando están tan magistralmente unidas. (“Es una vida muy penosa enfrentarse todos los días con una hoja en blanco, rebuscar entre las nubes y traer algo aquí abajo”, sentenció él mismo tajantemente). Ahora, gracias a la película que acaba de estrenarse con una memorable interpretación de Philip Seymour Hoffman, Oscar, Globo de Oro y demás premios incluidos, vuelve a estar de moda. ¿Servirá para que la gente le lea, le descubra, le admire? Nunca se sabe. De momento acaban de reeditarse “A sangre fría” y la biografía de Gerald Clarke (con foto de Hoffman en la portada, en una horrorosa y denigrante estrategia comercial, ya que por mucho que el actor se parezca al escritor y haya bordado cada uno de sus gestos y tonos de voz, lógicamente, no es él: ¡qué pena perdernos lo que hubiera dicho el propio Capote, con su viperina lengua, su sarcasmo y su desmedido egocentrismo, sobre este denigrante y sucio juego!) y se publican, por primera vez, su abundante correspondencia privada y un delicioso manuscrito, “Crucero de verano” (del que él mismo reniega abiertamente en uno de los textos de “Los perros ladran”), encontrado casi por casualidad e inédito hasta ahora, y cuya protagonista es una especie de Holly Golightly (inmortal Audrey Hepburn, en la película de Blake Edwards, pese a que Truman detestó esa elección: él siempre había pensado en su amiga Marilyn Monroe, sobre la que nadie hizo un retrato literario tan conmovedor y tan perfecto como el suyo) más joven y menos sofisticada. Capote fue, como sabemos, un gran vividor: un amante de la noche, de las copas, de las drogas, de toda clase de pastillas, de las juergas y los excesos hasta el amanecer en Studio 54 (¡cómo son

Toda la obra de TRUMAN CAPOTE está editada en castellano por Anagrama. “Truman Capote. La biografía”. Gerald Clarke. Ediciones B. 2006. “Un placer fugaz”. Correspondencia. Lumen. 2006. Texto: Ovidio Parades. Fotografía: Henri Cartier-Bresson.



TREINTA AÑOS DE UN PARRICIDIO

Texto: Miguel Barrero.

“Él murió a las siete de la tarde en Castrillo de las Piedras una tarde de verano, luminosa y clara, como tantas otras que habíamos vivido en otros veranos. Los días anteriores habíamos sido felices. Una vez más se producía un corte en mi vida.” Con esas frases se desencadenaba la tragedia. Corrían los estertores del verano de 1974 y Astorga rendía homenaje a uno de sus hijos más ilustres. El poeta Leopoldo Panero, considerado una de las plumas más excelsas del franquismo y autor de algunos de los mejores versos escritos en la España oficial de aquellos años, había fallecido doce años antes a unos kilómetros de la localidad maragata, en el pequeño pueblo de Castrillo de las Piedras, dentro del inmenso caserón que había levantado su familia materna. Los que habían sido sus vecinos se reunían, en aquel bochornoso agosto, en el corazón de la ciudad, en la plazoleta abierta entre la catedral y el palacio episcopal diseñado por Gaudí, para descubrir una escultura que inmortalizaría su efigie y la instalaría por siempre jamás en el imaginario colectivo de un pueblo que había llegado a sentir auténtica devoción por su figura. Dos cosas llamaron la atención a los curiosos que se congregaron en torno a los fastos conmemorativos. De un lado, la presencia allí de una mujer entrada en años junto a dos muchachos embutidos en dos impecables trajes de luto. Del otro, unas cámaras cuya misión se les escapaba por completo a aquellos astorganos de los años setenta que, con la seriedad propia de las ocasiones solemnes, escuchaban los acordes de la banda de música. Ellos no podían saberlo, pero en aquellos momentos se estaba fraguando lo que terminaría convirtiéndose en una de las grandes obras del cine español. “El desencanto”, que vería retrasado su estreno hasta 1976 por obra y gracia de la censura franquista, fue la obra que dio el pistoletazo de salida a la carrera de un Jaime Chávarri que alcanzaría su apoteosis años más tarde con “Las bicicletas son para el verano” a la vez que convertía en mito a una familia, los Panero, que pasaron de ser lo que los psicólogos llamarían hoy un núcleo desestructurado a convertirse en iconos de una época, la de la incipiente Transición, en la que su historia (o más bien su intrahistoria) jugó un papel fundamental para la intelectualidad que pretendía desmontar el

tinglado del antiguo régimen mediante el derribo de sus más sólidos cimientos. “El desencanto” nació, como todos los milagros laicos, de la casualidad. En 1974, Chávarri era un joven director ansioso por sumergirse en la corriente del cortometraje documental, entonces de moda, y acababa de ver cómo los guardianes de las esencias del régimen echaban por tierra un proyecto que le subyugaba: el de grabar el interior de un manicomio de la época. El todavía inexperto cineasta paseaba su decepción por las calles de un Madrid hostil y grisáceo cuando se encontró con un conocido, un chaval de veintipocos años llamado Michi Panero, que le propuso una idea un tanto estrambótica: rodar una película sobre su familia aprovechando el homenaje que la ciudad de Astorga dedicaría a su difunto padre unos meses más tarde, coincidiendo con el duodécimo aniversario de su muerte. Las dudas iniciales dieron paso a múltiples conversaciones con Elías Querejeta y, por último, a una entrevista con Felicidad Blanc, la viuda del egregio vate del imperio, que terminó por convencer a todas las partes. El cortometraje iba a hacerse. Productor y director se trasladaron, junto al resto del equipo, a la buena y vieja Astorga para ver, oír y rodar. Nada más regresar a Madrid, supieron que tendrían que volver. El material, que en este caso abarcaba tanto lo que la viuda de Panero y sus hijos decían ante la cámara como lo que sugerían sus silencios, daba para mucho más que para un simple cortometraje, y era una pena desperdiciar las posibilidades de una historia de la que no se atisbaban más que los prolegómenos. Chávarri y sus hombres volvieron, pues, a Astorga y redondearon la película. Cuando se estrenó, Querejeta, que había asumido la producción, esperaba que el documental se mantuviese, al menos, durante tres semanas en la cartelera de Madrid. Estuvo seis meses, y aún más tiempo en Barcelona. Lo demás es historia. Quien aún no conozca la película, quien pretenda hacerse una mínima idea a través de la lectura de los párrafos precedentes, probablemente elija el camino equivocado. Ni las palabras de Felicidad Blanc que dan inicio al largometraje, ni la sinopsis oficial de la cinta, ni la idea propuesta por Michi a Chávarri (esto es, la narración de la vida y milagros del padre muerto a través


de los recuerdos de su viuda y sus vástagos), dan la talla exacta de lo que esconden sus fotogramas. “El desencanto” no es, conviene decirlo ya, lo que cabría esperar dados los preceptos de partida. No nos hallamos ante una hagiografía de la gloria extinta, sino ante el repaso de cada uno de sus defectos, de la miseria que escondían sus engoladas poses oficiales; ante el crudo retrato del ser humano que habitaba detrás de los versos que le concedieron una inmortalidad que hoy, treinta años más tarde, parece haberse agazapado, sigilosa, en los rincones del olvido. Cuando se rueda la película, Juan Luis, el hijo mayor, es un poeta cuya obra ya ha conocido los primeros elogios, Leopoldo María se ha convertido en una de las plumas más reputadas de las letras españolas tras formar en las novísimas filas capitaneadas por Castellet, y Michi, el benjamín, no es más que un joven que trata de abrirse un camino propio bajo las cada vez más gigantescas sombras de sus hermanos. Todos ellos arrastran como una losa la intolerable presión que la figura paterna había ejercido, antes y después de muerta, sobre ellos, y todos (junto a una Felicidad Blanc cuya vida de casada nunca fue tal y que en los años transcurridos al lado del ilustre ejerció, más que de esposa, de invitada ocasional a un banquete en el que nadie se ocupó de presentarle al resto de los comensales) aprovechan la ocasión para contarlo, para desvelar que tras la presunta felicidad que presidía sus vidas no se escondía más que la resignación, la furia o el resquemor hacia un pasado del que jamás podrían desprenderse. Para descubrir que donde ellos habían creído ver dicha no había más que soledad, desarraigo, contrición. Vacío. Es Michi, en una secuencia en la que aparece sentado, fumando, en una de las oscuras habitaciones del vetusto caserón familiar de Astorga, quien da la clave para comprender las intenciones de ese parricidio en diferido que es “El desencanto”. Recuerda (con una asombrosa precisión para la edad que tenía en la época a la que remite su narración) cómo el día de la muerte del padre –cuando la vieja finca de Castrillo de las Piedras se llenó de vecinos, amigos y curiosos que acudían a dar su último adiós al irrepetible Leopoldo Panero– él lloró toda la tarde mientras repetía una y otra vez –con la voz rota, intermitente– la frase que iba a perseguirle durante el resto de su vida y que tiempo después sería una de las más famosas del cine español: “Éramos tan felices... Éramos tan felices...” Cuando, pasadas casi dos décadas, se puso ante las cámaras, el menor de los Panero se percató, a medida que sus palabras iban evocando aquella lúgubre escena, de que no lo habían sido en absoluto, de que todo había sido una estafa, una ficción tan impuesta como incuestionable. Una mentira tramada con premeditación y alevosía. Y toda una generación de españoles fue testigo, en la penumbra de los cines postdictatoriales, de cómo las criaturas del franquismo escarnecían el mismo régimen que las había engendrado y desvelaban sin recato ni pudor sus más íntimas y obscenas contradicciones. Eso es “El desencanto”. La historia de un descubrimiento. El descubrimiento de una traición. La traición de unos hijos a la memoria del padre bueno y amantísimo al que, según las cláusulas estipuladas en el contrato social de la época, estaban abocados a honrar hasta el fin de sus días. Puro ajuste de cuentas. Pura verdad a ritmo de veinticuatro imágenes por segundo. Puro Edipo. Puro (séptimo) arte.

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cosa salta a la vista: cada libro, salvo muy pequeñas concesiones a la amistad, es el resultado de un celoso proceso de depuración, de radical selección natural. No hay sitio para el error en una biblioteca así; tampoco caben la nostalgia o el fetichismo. Vita brevis, ars longa, susurran los volúmenes desde sus estanterías, desplegados en un gesto de desprecio hacia lo imperfecto. Y las estrellas. Y el cielo.

Texto y foltografías: Hilario J. Rodríguez.

LA

BIBLIOTECA

Muchas bibliotecas son en realidad como junglas frondosas, pobladas por misterios y amenazas, tupidas, abigarradas, respiran sin que nadie lo note. Bosques. Ramas. Un pájaro cantando. La serpiente que se enrosca. Cuando uno ve espectáculos así, no es capaz de solucionar el jeroglífico. Todo parece obedecer un orden aleatorio o, en el mejor de los casos, el capricho íntimo de sus dueños. Quimeras. Sueños. Pero la biblioteca de Eloy Tizón puede ser cualquier cosa menos intrincada, laberíntica; lo cierto es que es clara, diáfana, parecida a la nieve cuando cae sobre la tierra y lo cubre todo. En ella nada destaca. Sólo el orden. Los libros dan la sensación de que hubiesen sido disecados después de haberlos leído su dueño, preparados entonces para atacar las inclemencias del tiempo, la deriva de las edades intempestivas o los cataclismos que vienen más tarde, durante la edad tardía, que es mucho peor. Todo parece listo para repeler un ataque, los libros esperan en formación la llegada de un enemigo hipotético, la presencia de cualquier extra-

DE

ELOY

TIZÓN

ño que ose adentrarse en ese paraíso singular. Cada volumen esgrime un gesto muy similar al de Giovanni Drogo, el protagonista de la genial novela “El desierto de los tártaros”, de Dino Buzzati. En guardia para repeler un ataque repentino. Al ver algo tan bien dispuesto, ese orden castrense de la biblioteca, a uno le entra miedo de tocar nada, rozarlo siquiera. De estornudar. Las piernas tiemblan. Se controla el ritmo cardíaco y se procura caminar con encefalograma plano, de puntillas, a pasos cortos, de ballet, para no herir un alarde tan colosal; no se merecería la falta de trámites de la vida diaria. La más leve alteración podría provocar una avalancha de nieve salida del relato Los muertos, de James Joyce, o de alguna novela de un escritor islandés, podría tumbar el edificio de naipes en el que se han invertido años y años, podando y limando hasta dejar sólo lo imprescindible, en un ejercicio de equilibrismo suicida, de despojamiento absoluto hasta quedarse con lo básico. Porque una

Imagen de lo invisible Cuando llegué a casa de Eloy para fotografiar sus libros, no hubo disculpas por su parte, ni preámbulos ni instrucciones antes de ir a la buhardilla, donde tiene el estudio y sus libros, relegados únicamente allí, sin que hayan dejado demasiados rastros en el resto de las habitaciones. Nadie más parece ser cómplice de su crimen lector en la casa. Muchas paredes del salón o de los dormitorios no sólo no tienen libros, sino que además están desnudas, por completo, carentes de ornamentos. Leves toques de color lo ocupan todo, en una actitud casi zen. E incluso en la buhardilla los libros apenas ocupan una parte de la pared principal; su invasión ha sido sofocada y reducida. El efecto es capaz de anestesiar la mirada. Reina una calma preocupante pese a la sonrisa de Eloy. Bastaría un tropezón para alterar tanta tranquilidad. Me da miedo porque yo soy muy manazas y además llego acompañado de mi mujer y mi hijo, la troupe completa. El circo. Los leones, los payasos; sonrisas, asombros. Gracias a Dios, me dejan a solas en la biblioteca, así es más fácil mirar hacia todas partes, al principio en busca de huellas y luego, al desistir de lo primero, pendiente de los títulos de los libros, por si pudiesen compartir conmigo algún secreto bien guardado, una perversión, no sé, algo que me permita conectar con Eloy sin necesidad de acudir a él y suplicarle aclaraciones al respecto. Durante unos minutos me siento desolado. Necesito transformarme en un fotógrafo como Richard Avedon o como Helmut Newton, necesito una mirada similar a un bisturí para ver sin humanizar, haciendo una incisión profunda en la realidad, mostrándola desnuda, despojada, en su más escandalosa y precaria esencia. Para fotografiar la biblioteca de Eloy me hace falta una cualidad de la que carezco, que es confianza en los objetos cuando alguien los reduce a su materia. Los lomos de los libros no exhiben ninguna señal, ninguna herida causada por un origen desconocido o por haberse visto obligados a hacer contorsiones más allá de lo recomendable. Sé, sin necesidad de constatarlo, que en el interior de los libros, entre sus páginas, apenas quedarán huellas del lector a quien se abrieron; ni siquiera habrá líneas subrayadas y menos aún apuntes en los márgenes o a pie de página. Bagatelas así exponen un libro a saqueos y atentados, lecturas agresivas, sanguinarias; uno puede arrepentirse, porque haber sido niño algún día, sin ir más lejos, puede resultar poco cómodo para alguien mayor y haber sido joven es en la mitad de los casos una verdadera lata si uno ya tiene cuarenta años o está a punto de cumplirlos. Y Eloy no quiere verse en la obligación de darle cuentas a nadie por las curvas peligrosas del tiempo, menos aún a él mismo; le gusta la linealidad de ciertas horas, como cuando uno va de pesca. Observa los mismos ocios y los mismos vicios desde su infancia. No fuma. Ni bebe. A cambio lee. Sonríe. Esas cosas.


Pactos secretos Al cabo de un rato, mientras observo con detenimiento el asombroso despliegue de los libros de Eloy, en actitud de firmes, oigo su voz confundida con las voces de mi mujer y mi hijo subiendo a la buhardilla, para ver cómo va todo. –Bien, gracias. Miran a través del visor de la cámara y me interrogan en silencio, esperando una teoría cuando poco, así no tendrán que regresar abajo con las manos vacías. Por desgracia, no tengo el día fino y me viene mejor callar. Todavía busco una manera de ver aquellos escasos volúmenes, dispuestos como si fueran un plato de comida japonesa para comer con los ojos. Al final, a punto de desesperar, acabo pensando que la biblioteca tiene algo similar a las bibliotecas del siglo XIX que se compraban por metros de diferentes colores, pensando en decorar las paredes de una casa, en absoluto para ser objeto de lectura por parte de los dueños. Sin embargo, me consta que en el caso de Eloy él sí ha leído sus libros, se note o no. Quizás no los ha humanizado porque él pretendía darles un destino aún mejor, semejante al de los metales en manos de los alquimistas, cuyo objetivo era conseguir oro. O puede que Eloy busque en ellos la simple belleza, después de haber servido a la causa de haber enriquecido su alma. Con él es imposible saberlo. Preguntarle sería una descortesía y dar algo por supuesto sería una presunción. De modo que me conformo con el privilegio de ser espectador de una biblioteca tan misteriosa, ordenada siguiendo códigos y acuerdos desconocidos entre los diferentes volúmenes, que saltan de ensayos sobre lepidópteros a manuales de bricolaje y de ahí a uno cualquiera de los siete tomos de En busca del tiempo perdido en la edición de Alianza, mudos cuando les interrogo acerca de sus vínculos más inmediatos. Aun así, imagino, elucubro, hago trucos de mago. Veo, por ejemplo, las novelas de Vladimir Nabokov escoltadas por clásicos de la literatura japonesa y enseguida pienso en los jardines comunes que comparten, de ahí su cercanía en la biblioteca. Agota Kristof y Hermann Ungar se besan porque ambos son unos escritores solitarios. Georges Perec comparte estante con Leonidas Andreyev por haber muerto los dos demasiado jóvenes. El diario de Cesare Pavese alterna con la extraña poesía de Laura Riding y con las novelas del ciclo artúrico como consecuencia de haber sido todas ellas lecturas de días lluviosos y sin risa... Eloy junta en una misma balda libros donde se oyen trenes en la lejanía, y si no lo hace será porque en uno el tren llega a su destino y en los otros jamás sale de una estación triste donde cada día hay varias personas en traje de los domingos dispuestas a decir adiós con un gesto, la mano alzada, una sonrisa, una mirada enigmática... Sí, se trata de un orden secreto e íntimo, tan difícil como prescindible, un enigma que pone a prueba a quienes no se conforman con la quietud de los objetos y siempre se hacen preguntas. Los parpadeos de la luz La biblioteca de Eloy tiene una historia poco procelosa, en parte porque no le gusta salirse del guión que tiene escrito para su vida, en parte porque para él una biblioteca, como la ortografía, es también una cuestión de estilo. Su memoria es precisa y meticulosa al respecto. Por eso recuerda con nitidez los libros que vio en casa de sus padres durante su infancia, no demasiados aunque con cierto grado de heroicidad por mucho que sobre ellos

no haya gran cosa que contar. Ni siquiera eran lecturas escogidas con un celo excesivo. Al fin y al cabo, fue el padre de Eloy, sin más armas que un palo de ciego y su buen olfato, quien comenzó la tarea de edificar una biblioteca en casa, a modo de sustento para lo que hubiera de venir en el futuro y al mismo tiempo a modo de escondite secreto por si la realidad se ponía fea y le salían los tonos grises de los televisores en blanco y negro de la época. Por así decirlo, leer le ponía colores a la rutina, la sembraba de matices, los días no se amontonaban, pese a amenazar continuamente con hacerlo. Había un buen surtido de novelas de la Generación del 98 y poemarios de la Generación del 27. Y obras de Ortega y Gasset en tapa blanda, con el amarillo de la colección de Revista de Occidente. Además de los escritores conocidos y aceptados, había alguna lectura clandestina extraviada, algún libro camuflado bajo un envoltorio falso, de origen dudoso, puede que proveniente de una librería donde se respiraba todavía la nostalgia de la República. No faltaban, claro, la “Biblia”, los clásicos grecolatinos y el

“Quijote”, todos ellos en ediciones lujosas. También novelas baratas de la Colección Reno, de las cuales sobresalían las de Curzio Malaparte, no por sus cualidades literarias, pues Eloy jamás llegó a leerlas, sino por el nombre enigmático de su autor, como puedan serlo los de Ambrose Bierce, Maurice Blanchot o Nathanael West para otra gente. La familia de Eloy vivía en una casa pequeña, así que los libros fueron a parar a su dormitorio, donde no estorbaban a las porcelanas desportilladas y sin lustre, parte del ajuar de su madre, que se extendía por el resto de la casa, en vitrinas o encima de cómodas o mesillas. Cada día, antes de apagar y justo al encender la luz de la habitación, el mundo de Eloy se reducía al espectáculo de varias baldas llenas de libros, entre los cuales destacaba el “Diccionario Enciclopédico Espasa-Calpe”. Era una edición de diez tomos, según Eloy, con misteriosas consignas en los lomos: Bel-Cozbijar, Jota-Ocozol, Ocrán-Sanabu... Tenían los cantos dorados y brillaban en la oscuridad, como insectos silenciosos. Y nuestro héroe soñaba. Todavía sueña. Procuremos, pues,


no hacer ruido en lo que queda de párrafo. Para Jorge Luis Borges el acontecimiento de su vida fue la biblioteca de su padre, a Eloy Tizón decir algo así le parecería excesivo, una tos que en lugar de notas musicales expulsa esputos. Fiebre. No cabe duda de que la biblioteca de su padre le sirvió de estímulo para convertirse en un lector, pero su vida no podría reducirse sólo a los libros. Otras cosas ocupan un lugar mucho más importante. ¿Cuáles? No lo sé. ¿Dónde? No lo sé. Sobre todas estas cosas, Eloy nada dice, y yo no le pregunto, pues le noto turbado después de haber reconocido que los libros para él no son lo más importante. ¿Habrá mentido? Tampoco lo sé. Y no me preocupa no saberlo.

La tarea del amanuense Las primeras lecturas de Eloy fueron las previsibles. Julio Verne, Emilio Salgari y por encima de los anteriores muchos tebeos. Por su afición al dibujo, los tebeos le encantaban, los ponía por delante de los libros. Eran la felicidad. La bonheur. Tantas viñetas contenidas en un solo tebeo, en una sola historieta, tantos movimientos y además las burbujas donde se escribían los diálogos, como si en realidad todo sucediese bajo el agua, entre peces de colores. Happiness itself. Lo mejor, no obstante, no consistía en leer o ver aquellos tebeos, lo mejor consistía en copiarlos, a la manera de los relojeros, de los científicos. El tiempo se detenía entonces. Horas y horas se acumulaban en torno a Eloy, concentrado en sus monigotes como luego lo estaría en su obra literaria; los hábitos se contagiaron, la enfermedad ha sido siempre la misma, ni siquiera han cambiado los síntomas. Todo se reduce a estar a solas con sus historias, con sus tebeos, con sus monigotes. Resultaba fascinante hacer aquello sin nadie más al lado y hacerlo por encima en silencio. Algo así

merece un suicidio de felicidad, pero la gente no se mata por estar bien, sino por estar mal. Y Eloy sonreía. Primero dibujar. Más tarde escribir. O leer. Cualquier actividad era gratificante si uno podía entregarle su vida, una vida de otro modo destinada a naderías, a corretear. Este Eloy. Los recuerdos de los años de infancia y juventud son muchos, variados, una verdadera lista de cosas, ríos quemándose, dos guerras (o más), una rosa azul (y otra violeta), una mano sin uñas en el borde de un sendero. Qué no habrán visto sus ojos. Enumerar es uno de sus deportes favoritos. Hasta ahora ha hecho enumeraciones en todos los libros que ha publicado. Si me pongo a pensar no saco números suficientes para todo lo que me viene a la memoria. Son muchas cosas. Muchas. ¿Cómo será posible que haya salido tantísima imaginación de tan pocos libros como tiene Eloy en su biblioteca? Seguramente hay gato encerrado. O conejo. Del 98 y del 27 uno no vive una vida entera. Tampoco de los latinoamericanos, por muchos que uno lea. El secreto de Eloy está en sus hábitos de relectura constante. Eso es. Porque lo cierto es que para él una vez no basta con los libros de verdad, libros de ese calibre requieren cuatro o cinco lecturas, seis, siete, las necesarias, da igual. No incluyo cifras exactas, podrían escandalizar. Están ustedes ante un auténtico portento. Aunque releer es el deporte favorito de Eloy, a quien no le gustan ni el balonmano ni la gimnasia rítmica (en realidad tampoco le gusta el fútbol, que ya es decir), llevar un libro nuevo a casa sigue siendo para él un acontecimiento. Pasen y vean. Ahora sus gustos les dan preferencia a las ediciones cuidadas, de tapa dura, buen papel y tipografía grata a la vista. Sin embargo, yo no veo por ninguna parte tales prodigios; algún tomo llama la atención, pero no parece que haya habido demasiado sibaritismo por parte del dueño de la biblioteca. Y por supuesto, los fetiches son escasos. Unos cuantos ejemplares firmados por sus autores, en su mayoría amigos, un catalejo y un reloj sin manecillas; y una postal con una fotografía de Franz Kafka. Poco más. Estoy triste. Oigo a Eloy subir de nuevo, esta vez solo. Cuando me vea el rostro, me leerá y sabrá que apenas he entendido nada. No habrá, por tanto, las fotografías que él quería, únicamente las que yo pude hacer; no escribiré, por tanto, el texto iluminador que él tanto espera, únicamente el que a mí me dicte el buen entendimiento. Para eso, pensará, mejor dejabas en blanco los folios y te ahorrabas el carrete de fotografías. Qué lata. Le doy un adiós con la mirada a la biblioteca y salgo con Eloy. Mientras bajamos las escaleras, él me cuenta que hace unos años, en una feria del libro usado y de ocasión, tuvo en sus manos un ejemplar de El bosque de la noche, de Djuna Barnes, que no llegó a comprar porque tenía en su interior una dedicatoria: “Espero que este regalo te servirá de entretenimiento en el asilo. Pasaré a verte, tal vez, dentro de unos meses. Te quiero mucho. Javier”. Algo parecido. El caso es que Eloy no quiso comprar aquel libro porque le pareció que contenía demasiado dolor, dolor humano, no literario, imposible de tolerar para quienes tienen un alma de papel, como la suya, que se arruga con extrema facilidad.



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