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EDITORIAL
GLENGARRY GLEN ROSS MERCADO LIBRE
FERNANDO BAYONA
SAM SHEPARD
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EL ORIGEN DEL MUNDO
PARADE
LA DOLCE VITA
ROSARIO HERNÁNDEZ CATALÁN
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LA DISIDENCIA CRÍTICA
CAMARÓN DE LA ISLA
MANUEL VILAS
ALEJANDRO BRAÑA
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LAS HABITACIONES VACÍAS
HELENA EXQUIS
RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN
BARCELONA
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ADOLFO P. SUÁREZ
AVIADOR DRO
HENRIQUE G. FACURIELLA
Editores: Inaciu Iglesias y Alberto Suárez. Coordinación de redacción: Miguel Barrero (elsummum@gmail.com). Dirección de arte: ÁMBITU. Diseño y maquetación: Eduardo Carruébano, David García y Mercedes Piñera. Escriben en este número: Miguel Barrero, Xuan Bello, Henrique G. Facuriella, Iván G. Fernández, Ricardo Menéndez Salmón, Montero Glez, Beatriz R. Viado, Hilario J. Rodríguez, Víctor Rodríguez, Víctor Vila . Fotos e ilustraciones: Fernando Bayona, Alejandro Braña, Nanel Costa, Gustave Courbet, David García LeZink, Henrique G. Facuriella, Helena Exquis, Jesús Matos, Adolfo P. Suárez, Lisbeth Salas, Julia Vicente. Imagen portada: Henrique G. Facuriella. Pimientos a la venta nuna cai de Yanji (Jilin, China). Empresa editora: Publicaciones Ámbitu, s.l. San Juan, 5, 3ºdcha. 33003 Uviéu (Asturies). Publicidad: Henrique Facuriella. Administración: José Trabanco. Depósito legal: AS-1372/01 Fax: +34 985 221 537 - Teléfono: +34 985 204 601 redaccion@lesnoticies.com / www.ambitu.com / www.publicida@lesnoticies.com Publicación gratuita trimestral. Los números 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34 y 35 de esta revista contaron con la ayuda de la Consejería de Cultura del Gobierno del Principado de Asturias.
DAVID GARCÍA, LEZINK
GLENGARRY GLEN ROSS
Glengarry Glen Ross Teatro Jovellanos 27 de marzo
El Jovellanos celebra el Día Mundial del Teatro con Glengarry Glen Ross, una obra de teatro sobre un grupo de vendedores inmobiliarios por la que David Mamet obtuvo el Pulitzer en 1984 y que fue llevada al cine en 1992 por James Foley con un elenco de lujo en el que figuraban Al Pacino, Jack Lemmon y Alec Baldwin. El texto original cobra una vigencia inquietante ante la actual crisis económica y financiera que asuela a nuestro mundo, heredero y víctima de un modelo productivo y social fundamentado en el materialismo sin escrúpulos y la competitividad extrema, que tan perfectamente supo radiografiar Mamet hace más de dos décadas. Ahora, esta pieza se presenta con una nueva producción del Teatro Español, dirigida por Daniel Veronese e interpretada por Carlos Hipólito, Ginés García Millán y Gonzalo de Castro, entre otros, y que profundiza en las nuevas lecturas que permite una trama que se ocupa de la feroz lucha entre unos hombres de clase media atrapados entre la precariedad de sus empleos y el ansia por conseguir el éxito.
MERCADO LIBRE A es un rico e influyente abogado que mantiene una relación con B, una mujer indocumentada que ejerce la prostitución. Su historia da pie a un drama de dominación, poder, dinero y sexo que va creciendo hasta llegar a un final inesperado y que se nos muestra en toda su crudeza en esta obra de Luis Araújo, quien pretende hablar de «cómo la relación entre dos personas, reducida a sucesivas transacciones, puede recorrer la fría negociación, la admiración mutua, el despertar de oscuros sentimientos, la afirmación en la diferencia, el rechazo, la mutua necesidad morbosa, la repulsión, la dominación, el odio y la destrucción». Dirigido por el gijonés Jesús Cracio e interpretada por Yoima Valdés y Jesús Cracio, el montaje del Teatro Español promete no dejar indiferente a nadie y oficiar a modo de despertador de conciencias adormecidas por la rutina de los tiempos.
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Mercado libre Teatro Jovellanos 17 de abril
FERNANDO BAYONA
«Esta sociedad sigue como en los tiempos de Lorca»
La recreación de la vida de Jesús como un gay hijo de una prostituta que presenta la serie Circus Christi (EL SÚMMUM 33) ha conducido a su autor, Fernando Bayona, por un viacrucis de insultos y amenazas, además del cierre de la exposición en la Universidad de Granada.
ENTREVISTA DE HENRIQUE G. FACURIELLA
la drogadicción, a la homosexualidad… vista ésta no como algo negativo en sí mismo sino por la consideración de marginalidad que tiene de ella nuestra sociedad. Lo de la Virgen como prostituta la gente lo ha visto como algo negativo, mientras que yo lo veo como positivo. Y me explico: no es que vea bien la prostitución, sino que digo que María tiene una entrega tan intensa por su familia, por su hijo, que llega a vender su propio cuerpo. Que una mujer venda su dignidad de esa manera al mejor postor es la mayor entrega que puede haber de una madre hacia un hijo. El que Jesús aparezca como cantante de rock refleja que si se quiere transmitir hoy día un mensaje a la gente es imprescindible que vaya acompañado de música, no hay más que ver que cualquier acción solidaria necesita de un concierto para que se promocione de verdad. El propio título de la serie no hace referencia al mensaje de Jesús —que respeto y asumo totalmente—, sino al circo que la Iglesia ha montado en torno a él. Pero la gente no ha entendido todo esto y nadie me ha llamado para saber lo que yo había querido decir. Se han quedado con la carcasa porque vende más.
FOTOGRAFÍA DE FERNANDO BAYONA
¿Hasta dónde han llegado los ataques? Pues hasta amenazas de muerte tanto por teléfono como a través del correo electrónico. Eso sin contar con el cierre de la exposición después de que la organización Hazte Oír [ultracatólica] consiguiera más de 18.000 firmas en un solo fin de semana. ¿Eres consciente de que puedes haber herido la sensibilidad de gente piadosa o crees que ha sido un rasgarse las vestiduras como el sumo sacerdote gritando «Ha blasfemado» (Mt 26, 65)? Opción dos. Porque la gran mayoría ha opinado sin siquiera ver las imágenes. Por ejemplo, me dedicaron un programa en el canal VEO7 (de El Mundo) en el que estuvieron toda una hora hablando sobre cuadros y diciendo que era pintor, cuando son fotografías. Eso quiere decir que no habían contrastado la información, ni siquiera me llamaron para preguntarme cuál era el contenido conceptual del proyecto o el germen que originaba la serie fotográfica… Han obviado completamente el análisis de la obra y se han centrado en la polémica. En uno de los textos de la nota de prensa de la exposición se dice explícitamente que lo que planteas es la colocación de personajes extraídos de tu imaginario personal en el lugar de los verdaderos protagonistas de la historia. Exactamente. No presento un dogma de fe, sino una historia paralela a partir de la inspiración bíblica. El planteamiento es: si Jesús naciese en nuestros días, ¿en qué situación social estaría? Pues en lo más bajo de la sociedad actual, en la periferia de cualquier gran ciudad, cercano seguramente a la prostitución, a
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Al final, la exposición, los personajes y tú mismo habéis devenido, como el mismo Cristo, en una «señal de contradicción» (Lc 2, 34). Todo el tema se ha politizado porque la izquierda progre me está apoyando, la derecha carca me está crucificando y, al final, ha pasado como con los personajes del relato, cada uno ha tirado hacia un lado o hacia el otro. Has comentado que la reacción negativa ha llegado a afectar incluso a tu familia. A mis padres hay vecinos del pueblo que les han retirado el saludo. Hace un tiempo hice unas pinturas murales para el ábside de la iglesia de mi
pueblo y la gente quería taparlas o pintar encima con tal de eliminar, como fuese, la obra, para lo que no dudaron en pedirlo al obispado. Al conocer las amenazas de las que habías sido objeto y la reacción contra tu familia, no pude evitar acordarme del asesinato de Lorca. Parece que no estamos tan lejos de aquello. Me llama mucho la atención que me hagas esta observación, pues quien dio la orden de asesinar a Lorca por su condición de homosexual fue el capitán Nestares y, curiosamente, la persona que ha encabezado esta cruzada contra mí aquí en Granada es su nieta, Carmen Nestares. Esta señora es la presidenta de la Asociación de Vecinos de El Realejo, el barrio donde estaba la exposición, y tiene una cruzada personal contra los gais. Creo que esta sociedad se mantiene, en buena medida, como en los tiempos de Lorca. ¿Ha tenido la polémica algún resultado positivo? Muchísimos. Compañeros del instituto o la universidad que no había vuelto a ver me han llamado; amigos de la infancia que están fuera me han apoyado de mil formas; gente que nunca había pensado que iba a conocer, como el cómico Leo Bassi, se ha puesto en contacto conmigo… Si los ultraconservadores querían censurar las imágenes, han conseguido todo lo contrario. Con decirte que me dedicaron un reportaje en la BBC, he salido en el New York Times, Sunday Mirror, The Times, en publicaciones internacionales de arte, televisiones y cadenas de radio nacionales e internacionales, revistas de temática gay… En Sudamérica, por ejemplo, he hecho una auténtica tournée informativa.
SAM SHEPARD TEXTO DE PABLO NUEVO ILUSTRACIÓN DE DAVID GARCÍA, LEZINK
Sam Shepard (Illinois, 1943), dramaturgo, actor, músico, narrador y poeta, lleva más de 40 años escribiendo y siguiéndole el rastro a una América esquiva e inaprensible, soñando una América de caminos polvorientos y quemados por el sol, de patios traseros olvidados, de corazones locos y padres fantasma, de moteles y bares de carretera... Sus relatos, sus historias, parecen nacer de viejas fotografías de tonos sepia encontradas en el fondo de un cajón, habitados por seres rotos y en perpetua deriva. Su prosa cruda, precisa e impredecible, por momentos tierna, llena de absurda tristeza y de humor afilado, nos cautiva y nos hace anhelar ese Gran sueño del Paraíso que persiguen sus personajes y al que os invitamos a uniros con nosotros en Librerías Bertrand.
Mi padre consultaba a adivinas gitanas con regularidad. Nunca hablábamos del tema, mi madre y yo, pero era verdad. Lo sé porque una noche paró el coche de repente delante de una pequeña casa de piedra, detrás de un bosquecillo de limoneros, pasado Upland. Mi madre y yo estábamos en el coche, yo vestido con mi toga del coro de la iglesia y ella con un traje azul marino, un gorrito y un bolso a juego. Era por Pascua y había habido algún oficio religioso importante con los coros de los hombres y de los niños combinados. Mi madre estaba muy orgullosa de mi voz, dijo, aunque no entiendo cómo podía haberla distinguido de entre las docenas de otras voces. (Del relato «Concepción», de Sam Shepard, en El gran sueño del paraíso, Anagrama)
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Taller de Lectura Sam Shepard El gran sueño del paraíso Librería Bertrand Uviéu CC Espacio Buenavista Jueves 8 de abril. 19:30 horas
TEXTO DE MIGUEL BARRERO PINTURA DE GUSTAVE COURBET
Hay cuadros cuya belleza acaba estando a la altura de su historia. Probablemente L’origine du monde (El origen del mundo), el óleo en el que Gustave Courbet representó en 1866 un tronco de mujer desnudo para escándalo de buena parte de la sociedad de su tiempo, sea una de las obras más importantes del arte contemporáneo por la novedad que supuso su planteamiento respecto a toda la tradición pictórica anterior. Tanto la escala escogida por el artista como el encuadre, el punto de vista o la elección de una modelo que integró los cuerpos normales en los cánones de belleza, acabaron convirtiendo el retrato de Courbet en uno de los paradigmas de la pintura moderna. Sólo la trascendencia del cuadro merecería –y, de hecho, lo ha merecido– que se dedicasen varias páginas a su estudio, pero además sus dimensiones de 55x46cm esconden una historia apasionante y, hasta ahora, no dema-
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siado investigada que arranca cuando, en 1868, el anticuario Antoine de la Narde lo adquiere en una subasta y se inicia así un periplo hasta ahora cuajado de claroscuros. Durante mucho tiempo, lo único que se supo fue que en 1889 Edmond de Goncourt lo había visto en una tienda, oculto tras un panel que reproducía otra obra de Courbet, Le château de Blonay, y que no reapareció hasta 1913, en la galería Bernheim-Jeune de París, donde lo adquirió Ferencz Hatvany, que lo tuvo en Budapest hasta que, en la II Guerra Mundial, acabó en manos de la Wehrmacht. Una odisea apasionante que concluye en el Museo de Orsay, donde podemos admirarlo hoy, y que Thierry Savatier desgrana con tanto rigor como amenidad en un libro que va camino de convertirse en imprescindible. El origen del mundo. Historia de un cuadro de Gustave Courbet Thierry Savatier Trea, 2009 324 páginas
Hay pocos músicos que no tengan biografía. Parade –es decir, Antonio Galvañ– es uno de ellos, y propone en su discografía un recorrido por un universo tan peculiar como tentador protagonizado por un pop en el que conviven la fantasía, la ciencia-ficción y la cultura popular. TEXTO DE VÍCTOR VILA
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En qué consiste el ser original es un misterio. En estos tiempos, uno no tiene claro si es más pastiche lo que recibe tal nombre o todo lo categorizado bajo la peligrosa etiqueta de lo auténtico. Muchos son los caminos de lo que se sale de la norma, y los menos audaces nos contentamos con asomarnos a esas sendas de vez en cuando. Como hacía Jordi Costa en sus columnas en el desaparecido El País de las Tentaciones. No eran artículos de cultura basura, tampoco de crítica al uso… Sencillamente, eran los capítulos de una especie de manual de supervivencia frente a la lógica borrosa de este pasado siglo (Ilustrados por el gran Darío Adanti). En un sitio donde cabían tantas cosas, tan distintas y tan buenas a la vez, me encontré con Antonio Galvañ –Alias Parade– por primera vez. Hay pocos músicos que no tengan biografía –se da el caso de autores que tienen más pasado que canciones– , pero Parade es uno de ellos. Todo lo que se puede decir es que es un profesor de Secundaria en un pueblo de Murcia, un tipo casado y con hijos de lo más normal. Lo que lo hace extraordinario es el hecho de que montó un estudio en su casa y empezó a hacer música con pocos medios pero con muchas ganas. Su suerte vino de encontrarse con Spicnic, sello sin en el que no se puede entender por completo lo que fueron los 90. Tremenda conjunción de gente peculiar y derivados/reciclados (mods como Joaquín Felipe, punks reciclados como Mauro Canut, gente inclasificable como Charly Misterio…), publican en 1998 el álbum homónimo de Parade que abre su carrera. Un disco descatalogado ya con una bonita portada con una escena robada de 2001: Una odisea en el espacio. El disco no nos engaña ya desde su carátula. Atrincherado en un lofi realmente de andar por casa (F. M. Cornog, de East River Pipe, estaría a gusto tocando en este disco), Antonio se muestra cómodo manejando su instrumento preferido: el piano; trabajando como un orfebre su universo privado lleno
de fantasía, ciencia ficción y referencias a la cultura popular en general. Lo grande es que en ese pequeño mundo en el que se mueve Parade nos podemos ver reflejados todos. Una leve melancolía («la tristeza de ser electrón») recorre el disco, como una especie de nostalgia de un futuro todavía por llegar. Las melodías no son tan sencillas (ojo al desarrollo melódico de «Radiante Estrellabrillante Smith» en la estela de Brian Wilson) como cabría esperar de los pocos medios con los que se realizó la grabación. Destaca la capacidad de Parade para componer hits cuasibailables como «Metaluna» con ese bonito sample de Blade Runner. Antes de sacar su segundo disco, Antonio nos regala el EP Metaluna Moroder, donde remezcla esta pista orientándola hacia la pista de baile sin desvirtuarla demasiado. Los otros tres temas nos anticipan que Antonio sigue creciendo («construye a tus amigos» es una recreación de Pinocho y entronca con el homenaje a Tim Burton del primer disco que era «Sin Eduardo») y apuntan a un mayor uso de las programaciones y las bases. «Gagarin en Calabuch» (que irá en su siguiente elepé) es una de sus mejores canciones, con una melodía potente en el estribillo y una letra en la que narra cómo el cosmonauta ruso pasa a ser un personaje más de los muchos del genio Luis García Berlanga. Año 2000. Fecha talismán para los amantes de la Ficción Científica, no podía ser un año cualquiera para Antonio. Por desgracia, no lo fue para ninguno de nosotros. Fallece Carmen Santonja, la mitad del dúo Vainica Doble. Antonio las recordará grabando un EP con el fanático de las Vainica que es Fernando Márquez El Zurdo, poniendo música a un poema que hay en su imprescindible libro sobre Carmen y Gloria. Año cero en el pop español, el enorme peso de la carrera de Carmen y Gloria tiene que ser recogido por unos herederos que todavía tienen los ojos húmedos. Parade se carga en las espaldas su parte y sigue adelante en Consecuencias de un mal uso de la electricidad. El disco revienta todas las expectativas: el señor Galvañ componiendo cada vez mejor. Tanto que se diría que abandona la baja fidelidad cambiándola por un pop más electrónico pero nada fácil. Las historias que nos cuenta este disco son entre otras la inadaptación social en la minimalista (atención a esos coros de doowap) «Niño Zombie», el problema generacional entre padres e hijos a través del mito de Frankestein (nada más y nada menos) en «Consecuencias de un mal uso de la electricidad» y la bonita estampa final de esa obra maestra que es Crónicas Marcianas de Bradbury en el «picnic». La extraña y perturbadora canción de amor desde la tumba «Cyrano sobrenatural» y el último tema («jamás seré feliz») poseen una tristeza cristalina y me recuerda a algunas cosas de las que hace Paddy McAloon
1. «Inteligencia Artificial»
2. «Consecuencias de un mal uso de la electricidad»
en sus Prefab Sprout. El tercer largo siempre es difícil porque los dos primeros discos siempre suelen mantener un mismo pulso, conservan el ímpetu de las cosas primerizas. Además hay que hacer frente a la inevitable pérdida de frescura. A Parade los años le están sentando muy bien, tanto es así que nos regala su mejor disco –Inteligencia Artificial– con diferencia. Frente al sintético Consecuencias... la idea es hacer un disco que suene orgánico sin serlo en realidad y con una mayor carga de profundidad. La música es más compleja pero sin recargarla, como queda claro en «Romance Morlock», que abre el disco. Un homenaje a H. G. Wells en toda regla cuya grandeza reside en que puede ser disfrutada sin tener ni idea de quién es el escritor. Que es una bonita canción de amor, vamos. Parade crece exponencialmente como contador de historias y triunfa con temas como «El Informe» (donde captura la tristeza del día a día, esa que hay que sacudirse todas las mañanas), «Oh! La inercia» y «¡Llama!» (divertida historieta con la guerra fría de fondo). Las letras ganan en cotidianeidad, hasta el punto que Antonio se lanza y compone una canción para su hija («La canción de la Reina»). Sigue habiendo hits de esos que sigo sin tener claro cómo los compone, como la muy «Sigue Sigue Spicnic Nickel Chromo» y el grower «Área 51(del corazón)». Y pasodobles (sí, de verdad) que suenan deconstruídos, tocados con chatarra espacial. El cierre es magistral con esa reflexión acerca de tomar conciencia de nuestros actos y lo que acarrean que es «Se positivo, acepta el silicio». Hay canciones enormes, como la negra historia de «Flora Rostrobuno» o esa oda a los obsesivos y extremadamente pacientes cultivadores de hobbies de precisión como es «¿y usted qué sabe hacer?». Las melodías están trabajadas en «Todas las estrellas» y esa canción de amor –que despista por el título– que es «Determinista», y la frescura no se pierde en temas como la muy de serie B –extrapolando, podemos decir que hablamos de bestialismo– «Cuando besó a la cosa del pantano»
o al doowap lovecraftiano y a la vez deudor de los Four Freshmen que es «Miskatonic Universidad». Es el primer disco en el que suena algún instrumento real, pero el acabado sigue siendo artesanal por completo. El elepé funciona bien, pero le falta ese crecimiento que se apreciaba en otros discos con el tiempo. El último disco de Parade –hasta la fecha– es La fortaleza de la soledad (en la portada del disco aparece la casa del músico cubierta de nieve, un diseño de Mario Feal un poco Enciclopedia Álvarez). «Spicnic» echa el cierre (me da un poco de pena) un poco de sopetón, pero «Jabalina» está hábil y recupera al cantautor espacial. La novedad es la melodramática historia de amor titulada «Rainbows Avenue» contada en capítulos y que supone un nuevo triunfo. Aparte de eso, el contenido ya podemos decir que es el clásico (construido a lo largo de esta última década) de Parade. La apertura del elepé –más pegadiza de lo que parece– es «Stephen Hawking», que comparte con «Proyecto Genoma» el honor de poseer los coros más bizarros de su carrera. Sorprende con ese hit nunca publicado bajo el sello Tamla-Motown que es el «Astronómo melancólico» y sobre todo con «El Aerolito Dylan», en el que explica qué le pasó al de Duluth el día antes de su traición eléctrica en Newport. El cierre autorreferente con la versión de «Your wonderful parade» encaja todas las piezas de esta obra de ingeniería que es La fortaleza de la soledad. Coincidiendo con el final de la primera década del siglo XXI (ya vamos por la Segunda Odisea), Parade publicó recientemente el recopilatorio Intonarumore (el nombre de su estudio) con sus mejores temas en un cedé, mientras que en el otro, que él llama su cedé perdido, homenajea al Smile de Brian Wilson o a los discos que guarda Paddy MacAloon sin publicar). Escuchándolo, tengo claro que el futuro que quiero es éste –grabado a láser en ese plástico redondo que es ya una especie en extinción–. Aunque sigan durando dos días los fines de semana, como cantaban Los Fresones Rebeldes en «¡Vaya Futuro!».
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La dolce vita acaba de cumplir 50 años. La orixinalidá del so director, Federico Fellini, foi tal qu’hasta’l so apellíu dio pie a un axetivu, fellinianu, sinónimu d’un mundu estravagante y d’un desfile grotescu de personaxes que reflexen un estilu de vida de la xente guapo nos años 60. El so estrenu marcó la historia del cine.
TESTU D’IVÁN G. FERNÁNDEZ
Un 5 de febreru de 1960 les sales de cine italianes yeren testigu del nacimientu d’una película que marcaría la historia del cine. La dolce vita, dende esi momentu, diba convertise nel reflexu d’un estilu de vida. Una vida marcada poles escentricidaes, los escesos y, al final, como too, pola decadencia. A partir d’ehí, el so creador, Federico Fellini, pasó a la historia como un xeniu del celuloide. La película del fantásticu Federico cumple les bodes d’oru y, anque los 60 queden lloñe, les coses nel mundín de la prensa rosa poco o nada cambiaron. Marcello Rubini –al que da vida Marcello Mastroiani– ye un periodista del corazón metíu de llenu na vida nocturna de Roma y nel mundu artificial de la burguesía y de los personaxes famosos, como ye’l casu de Sylvia, una actriz americana interpretada pola sueca Anita Ekberg. Sylvia ye una diva y, como tal, compórtase d’una manera que nun dexa a naide indiferente. Al llegar al aeropuertu romanu posa una y otra vez pa los periodistes que la tán esperando. Hai que recordar qu’ún de los personaxes creaos por Fellini nesta película ye’l fotógrafu Paparazzo. A partir d’ehí, la palabra paparazzi vien usándose pa describir al reporteru de la prensa del corazón.
EKBERG VS. TREVI Hai poco que tuvi en Roma y mentiría si nun dixera que cuando llegué a la Fontana di Trevi, eché de menos a Sylvia. Recordé la escena en qu’aquella roxa exhuberante rubia se metía vistida na fonte milenaria mentes Marcello apuraba un cigarru ensin dexar de mirala. Yo, imitando al álter ego del director italianu, tamién apuré un cigarru, pero ellí nun taba Sylvia… Mala
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suerte. Seguro que la próxima vez atoparéla. Nun toi seguru de si foi Sylvia o Anita Ekberg la que convirtió en suañu de munchos un bañu nun sitiu siempre enllenu de turistes, pero l’agua sagrao de la Fontana di Trevi ye más sagrao dende esi momentu, anque la famosa escena nun se grabrara ellí, sinón nuna recreación de la mítica fonte nos estudios de Cinecittà. Caminar per Vía Veneto ye como pasiar pela obra maestra de Fellini, porque nella desarróllase bona parte de la película. Pa la ocasión, el director italianu pidió que se reconstruyera esta famosa cai nos estudios cinematográficos de Roma. Dende finales de los 50 Vía Veneto conviértese nel centru del glamour de la cinematografía europea y, sobre manera, ún de los sos establecimientos más famosos: el Café París. Esti peculiar café yera’l centru vital pa tol que quería ser daquién dientro de la industria cinematográfica. Tando delantre del Café París nun atopé nengún paparazzi, nin tampoco a Marcello Rubini… Hai tiempu qu’esti famosu café lu compró una cadena hostelera italiana mui importante y tresformó l’establecimientu totalmente, colo que perdió la so forma orixinal.
ESTRAVAGANCIES La cinta non solo ta enllena de personaxes estravagantes, sinón que tamién hai un bon númberu d’escenes disparataes. De mano, na primer escena Marcello ta nun helicópteru que lleva una estatua de Xesucristo al Vaticanu. Nel camín, l’helicópteru apara pa saludar a un grupu de muyeres que tán tomando’l sol en bikini na terrraza d’un edificiu. Marcello, que nun pierde una, aprovecha pa pidi-yos el númberu de teléfonu y elles pregunten qu’a ónde lleven la estatua. El ruíu de les hélices impide que los interlocutores s’entiendan. Fellini toca esti tema de la falta de comunicación a lo llargo de tola
película. Otra de les escenes sorprendentes ye la del milagru falsu, que parez tar metida a calzador. Nella dos neños mienten sobre una supuesta aparición de la Virxe na periferia de Roma. Nel pasaxe vese una multitú de xente qu’espera pola aparción divina. Finalmente, too termina col entierru d’un vieyu que muerre en circunstancies bien rares. Munchos críticos de cine aseguren que la orixinalidá de La dolce vita reside nuna forma narrativa cinematográfica nueva qu’arruina una estética de disparidá. El de Rimini dexa de llau la trama tradicional y el típicu desarrollu de los personaxes pa forxar una forma narrativa cinematográcica que refuga la continuidá, les esplicaciones innecesaries y apuesta por siete alcuentros non lliniales del personaxe principal. Al mesmu tiempu, Fellini pon n’orde una socesión dispersa d’escenes que van dende la mañana hasta l’atapecer y que se ven al traviés de Marcello. L’espectador siente confusión por esa falta de llinialidá, d’esi saltu d’una cosa a la otra como si foren capítulos diferentes, pero ta claro que Fellini con esti filme dexó claro qu’una película nun necesita tener argumentu pa convertise nuna obra maestra. El director crea con ironía un retratu de dellos aspectos como la relixón, la familia, el sexu, la mocedá, l’amor, l’hedonismu… dende una perspectiva crítica cargada d’humor satírico. La nueche de la estrena, aquel 5 de febreru de 1960, el Centru Católicu Cinematográficu de Roma calificóla d’escluso per tutti, lo que quería dicir que quedaba prohibío vela. Hai 50 años esta obra maestra foi calificada por munchos d’inmoral y, na estrena, della xente del públicu llegó a cuspir a Federico Fellini, pero mediu sieglu depués, y a pesar de les crítiques y les censures, La dolce vita sigue siendo más dolce que nunca.
Anita Ekberg na Fontana di Trevi nuna de les escenes más recordaes de la «Dolce Vita»
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¿Qué me pasa? ¿Por qué a mi? ¿Qué fixi yo pa merecer esto?¿Hai vida más allá d’esta rutina impuesta y autoimpuesta? ¿Hai salida? ¿Qué quiero? ¿Qué queremos? Dacuando, una mirada llúcida a una realidá que taramiella val más que milenta llamentos al llevantase pela mañana.
TESTU DE BEATRIZ R. VIADO ILUSTRACIONES DE JESÚS MATOS
Seguro que vos pasó a más d’una: empieces porque te presta, porque quieres dedicar la to vida a eso y, amás, dante una oportunidá. Y colo mal que ta esto del trabayu, ¡qué más quies! Eches hores, parezte que nunca lo faes bien, siempre podía tar meyor… Entós apúnteste a tolos cursos, seminarios y conferencies que t’ayuden a ser más competitiva y a entender un mundu cada vez más inintelixible. Al empar, la realidá manda y les aspiraciones van flexibilizándose, los deseos esmúcense nun sabes per ónde y les inquietúes apigacen, cansaes d’estrellase contra la muria de la productividá y el control de quien cree que-y pertenez la totalidá de la to vida porque-y firmasti un papelín y t’abona una nómina más bien ruina. Hasta crees a lo primero que la to vida-y pertenez. Pero un día sueltes el grifu de la llágrima y nun hai serviciu de fontanería qu’igüe tamañu desastre. Y otru alcuérdeste de qu’hai muncho que nun mires pa ti. Y otru date por pensar quién yes y qué quies, y nun sabes dar con una respuesta, nin siquiera provisional. Y más tarde acabes nuna consulta psicolóxica o pseudopsicolóxica —que too val con tal de desfogar a gusto—, pagando una pasta considerable de lo que tanto te cuesta ganar pa que t’espliquen qu’esi trabayu tuyu ta matándote. ¿Soi yo, que nun valgo pa esti mundu? ¿Nun val esti mundu pa mi?
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Pero este trabajo yo para qué lo hago Rosario Hernández Catalán Federación Mujeres Jóvenes, 2009 183 páxines
Quiciás esta última pregunta sía la más amañosa de facer en situaciones d’emerxencia como la descrita equí, atreviéndose a socializala, a compartila. Eso fixo Rosario Hernández Catalán, filóloga, docente, «pensadora polifacética porque ye feminista», como ella mesma diz, y «precaria consciente y llibre», amiesta. Pero este trabajo yo para qué lo hago (Federación de Mujeres Jóvenes) ye un estudiu fechu por esta investigadora asturiana que quixo dar «un poco de lluz a esos díes tuyos de venticuatro hores que necesitaríen cuarenta», afirma nel prólogu. «Queremos que-y pongas nome, razones y contestu a esos malestares tuyos que nun sabes mui bien d’ónde vienen. A esa desazón, a esa ansiedá, a esi ñudu nel gargüelu, a esa tensión qu’encares cada xornada llaboral y con qu’encares la vida. Nun ye un problema tuyu, individual, nun yes tu que nun vales abondo, porque nun yes bastante versátil, llista, preparada, nun ye que nun sepas los idiomes necesarios…». Lleendo hasta equí podíemos pensar que tamos énte un manual d’autoayuda. Que tamién. Ayudar, ayuda, hai que reconocelo. Pero ye muncho más: si hai bien de persones, especialmente muyeres, que sufren el mesmu mal, será qu’hai un axente esternu que lu provoca (lo de que «tamos toes lloques» yá ta demostrao científica y humanamente que nun ye un argumentu válidu). Hernández Catalán llama a esi axente «sistema», «capitalismu posfordista» y, fundamentalmente, «Patrix»: «Seguro que visti Matrix y sabes un poco lo que significa un sistema opresivu, dacuando dulce, que ta en toes partes». Sicasí, l’autora entiende que «nun ye xusto llamalu Matrix, de matriz, de madre; convién más llamalu Patrix, porque si hai dalgo que ta en tol planeta, que topamos na economía, na relixón, nel arte, nel llinguaxe, na política, la ciencia y los xestos, esi dalgo ye’l patriarcáu, que nun ye namás el sistema que rixe la cultura xitana, sinón tamién esti mundu nuestru payu nel que la muyer foi siempre’l segundu sexu». El patriarcáu combináu con una economía de servicios ye una mezcla esplosiva. Nun ye que l’autora desvalorice’l trabayu productivu en sí, el de la mano d’obra pura y dura, y el que ye una de les principales esmoliciones de la esquierda y de los sindicatos, qu’entá nun foron quien a superar la práctica desaparición de la figura del obreru tradicional: el que sal negru de la mina, el que fai equilibrios nel andamiu o’l que se quema na metalurxa. Poner el focu namás que nuna parte de la realidá fai que la otra quede escurecida: el trabayu nel que nun t’empuerques o nel que nun frayes el llombu parez nun tener tantos inconvenientes como los duros de verdá. Dícennoslo les nuestres güeles, la mía ensin dir más lloñe, que ta mui arguyosa de que yo trabaye sentada nuna siella, en cuenta de pasar el día
llavando botelles nel llagar o sacándo-y unes pataques a la tierra. Y creo que yo tamién lo quiero más pero, como desvela Hernández Catalán, tien los sos riesgos y les sos consecuencies. «Un llumbagu provocáu pol picu y la pala ye diáfanu, la rellación causa efectu ye evidente. Pero cuando ye’l to neocórtex, el to sistema límbicu’l que das, quier dicise, la to mente y el to corazón, la to fortaleza intelectual y les tos habilidaes sociales y emocionales, ehí los riesgos son menos claros. Nun sabemos ver la rellación ente una depresión y un trabayu intelectual intensu na Rede, por falar del llamáu netariáu, nun solemos entender qu’arrodianos de xente estraño a lo que comprender, sonrir, tutelar, asesorar, esplicar y cuidar xenera llumbagu mental y emocional. Fartúcasete’l yo. La musculatura del ego fráyase de tanto comparecer. Visibilizar esto yera ún de los mios oxetivos. La empresa conviértese na to familia. Hai muncha inxenería social invertida en consiguir que la trabayadora s’entregue del too», esplicaba nuna entrevista a Les Noticies. Estos son los síntomes qu’afecten al cognitariáu, que surde «d’esa economía posmoderna que nos esixe xenerar información, cuidaos, rellaciones, sonrises, comparecencies... Y la fábrica de toos estos requerimientos nuevos ta principalmente na mente de les trabayadores, nel aparatu cognitivu, d’ehí lo de cognitariáu frente a, por exemplu, mano d’obra, onde queda claro qu’ehí lo que se pide a l’asalariada ye más cuerpu, más fuerza física y destreces manuales en cuenta de mentales o emocionales. Cognitariáu son les dependientes, mediadores, monitores, psicólogues, teleoperadores...», señala la investigadora nesa mesma entrevista. Toos estos «malestares ocultos» descúbrense a traviés de les charles que Rosario Hernández Catalán mantién con doce muyeres d’ente ventitrés y trentaisiete años: «Hai brillantes académiques, camareres, prostitutes, cocineres, llimpiadores, profesores, asistentes doméstiques, paraes, caxeres, teleoperadores…», cuenta l’autora. El llibru céntrase nes esperiencies y nel análisis de les trayectories y los sentimientos d’estes muyeres, lo que nun quita pa que tenga bien d’interés pal llector masculín, que tamién pue ver reflexaes nesta obra les sos «miseries llaborales». Personalmente, tovía toi impresionada pol casu que se cuenta, de refilón, del amigu d’una de les entrevistaes al que contrataron pa vixilar les caxes de playmobils d’un gran centru comercial. Quiciás l’oxetivu yera que nun se desordenaren, tar pendiente de les criatures pa que, con esi interés suyu que nun entiende de códigos de barres nin de trueques comerciales, nun les sacaren del so sitiu y quedara too estrao de complementos de los playmobils… Cualquier cosa. Pero yo sigo
pensando que quien inventó esi puestu, o bien tien un grave trestornu mental, o ta riéndose entá del probetón al que-y lu axudicaron. En fin: un estudiu aptu pa tolos públicos, necesariu y revelador. Y que sepas que nun ye cosa tuya, neña. Vas comprobalo nesta investigación onde se faen análisis individuales, cola potencialidá de xenerar soluciones colectives. Pa qué queremos más.
EL PATRIARCÁU COMBINÁU CON UNA ECONOMÍA DE SERVICIOS YE UNA MEZCLA ESPLOSIVA 17
El escritor Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963) –que acaba de publicar su novela El otro mundo (Ediciones del Viento)– reflexiona en este texto sobre la crítica cinematográfica, un género que lleva años frecuentando y que le ha convertido en un referente dentro de la prensa especializada.
veremos dos veces la misma película aunque veamos Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948, Vittorio De Sica) en repetidas ocasiones. Hay muchas circunstancias que nos harán cambiar de opinión o apreciar cosas diferentes cada vez que veamos El año pasado en Marienbad (L’année dernier à Marienbad, 1961, Alain Resnais) o cualquier otra. Nuestra edad, el lugar, la copia, el cansancio, la hora, el público… Habrá un enorme cúmulo de circunstancias que modificarán nuestras primeras impresiones, aunque finalmente acabemos teniendo una opinión muy parecida a la que ya teníamos. Eso, en parte, es lo que impide que nuestras consideraciones estéticas puedan ser universales o eternas.
TEXTO DE HILARIO J. RODRÍGUEZ
*** André Bazin siempre pensó que la tarea de un crítico consistía en enseñar a amar las buenas películas, pues sólo de esa manera se crea un público mejor, capaz de exigir cine de calidad. Lo que no nos contó el gran crítico francés fue cómo saber distinguir las buenas películas de las malas, una tarea que dejó en nuestras manos seguramente porque Bazin ya sabía que, de igual modo que nunca nos bañaremos dos veces en el mismo río, no hay dos personas que hablen sobre la misma película cuando se refieren a Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940, Orson Welles) o Centauros del desierto (The Searchers, 1956, John Ford). Ni siquiera nosotros mismos
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Como me sucede con los novelistas, entre los críticos cinematográficos distingo ante todo a quienes tienen unas actitudes y un lenguaje específicos, propios. Me interesan menos las voces sin un contexto claro, capaces de imitar desde Barcelona el deje de la gente de Chicago o Buenos Aires. Tampoco soy muy partidario de unificar los discursos y que se hable sobre las mismas cosas en Madrid o en Yakarta. Entiendo, no obstante, que alguien como Jonathan Rosenbaum, antes de emitir su opinión sobre Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2007, Clint Eastwood), quisiera saber cuál ha sido el reci-
bimiento de la película en Japón; lo que no entiendo con tanta facilidad es que alguien, para rectificar su actitud con respecto a la obra de Pedro Almodóvar, se conforme con explicarse diciendo que en Japón los críticos desprecian a Shoei Imamura. Digo esto porque continuamente me pregunto si, al ver cine extranjero, debemos abolir o mantener vivas sus características foráneas. Mi problema, en ese sentido, es que no sé si resulta más conveniente viajar lejos o cruzar la calle. Las nuevas generaciones de cinéfilos me da la sensación de que, en general, suelen cruzar la calle. A menudo insisten en que Internet ha puesto el mundo entero al alcance de todos; yo no lo creo. ¿Quién nos asegura que el mundo entero está conectado? ¿O que estar conectado significa que nos vayamos a dar cuenta unos de la presencia de los otros, y que lo hagamos a la misma hora y con los mismos fines? ¿O que quienes se conectan usan lenguas que nosotros conocemos perfectamente? Nadie puede asegurarlo. Por eso al final acabo pensando que Internet no es el mundo, sólo un barrio más. *** En los últimos años, la cinefilia no sólo ha cambiado de gustos, sino también de hábitos. Ya no se conforma con cuestionar los cánones ajenos (algo que, al fin y al cabo, todos hemos hecho y segui-
mos haciendo a diario); además ha desertado en masa de las salas y prefiere ver cine en casa, a menudo en copias mutiladas, con el sonido no sincronizado o con una calidad de imagen bastante mala. Da la sensación de que la materialidad del medio hubiese dejado de importar o que fuese irrelevante. Pero no. Uno no puede pretender que es lo mismo ver una película en 35 mm y en DVD, con público y sin público, en un cine comercial o en una filmoteca... Mi padre, que daba clases de arte, se pasó la vida viajando para ver en directo las obras que luego mostraba a sus alumnos en diapositivas, insistiendo en que, si uno quiere entender y apreciar un cuadro, no debe analizar cómo le llegan sus imágenes; más bien tiene que analizar cómo llega él a esas imágenes. *** Si ahora mismo tuviese que decir algo con respecto al 2007, algo que resumiese los estrenos y nuestra forma de posicionarnos ante ellos, diría que «me declaro en estado de guerra total». ¿Por qué? Por algo preocupante: porque veo cómo muchos –demasiados– discursos cinéfilos (en papel o en la web) han acabado volviéndose más importantes que las películas que los originan, porque ya no parece existir la preocupación por invitar a los espectadores a participar en un diálogo sino a escuchar;
porque de nuevo los franceses invaden nuestras fronteras, esta vez disfrazados de «unos de los nuestros», con la promesa de democratizarnos e ilustrarnos, causando estragos allí por donde pasan (arruinando el estilo de críticos muy prometedores) y creando elites intocables, haciéndose fuertes en las universidades, en los congresos y en libros institucionales donde siempre aparecen los mismos. No puedo mentir al respecto: en mis últimos textos quizás hay varias lanzas que apuntan hacia algún lugar concreto aunque nunca dé su nombre. Lo que me parece significativo es que, sin dar ese nombre, sea tan fácil saber cuál es. Supongo que porque lo dicho no cabe asociarlo con nadie más, con ningún otro medio, con ninguna otra persona. Eso también me resulta preocupante. Cuando la crítica se reduce a un programa y su aplicación a escala global, cuando en la crítica desaparece el estilo o la personalidad y las sustituye el discurso o el adoctrinamiento, me encrespo. Me parece pernicioso que alguien diga cómo, cuándo, dónde o por qué se deben escribir los textos de los demás. Me preocupan las actitudes redentoristas tanto como las actitudes de superioridad intelectual. Me preocupa que de nuevo acudan a la palestra las posiciones que ya creíamos borradas del mapa. Y, mientras esas preocupaciones me rondan, procuro dejar clara mi postura ante la situación presente: sí, me declaro en esta-
do de guerra total, contra mí el primero, contra los dogmas, contra las líneas, contra las paralelas, contra la pureza, contra los intelectuales de congreso o festival, contra todo aquello que aglutine, contra el borrado del individualismo, contra los monolitos (menos el de 2001), contra cualquier manera de zanjar cuestiones en lugar de proponer cuestiones, contra las ideas abstractas que desconocen el mundo real, contra el mundo real que se establece con fronteras aunque sean las supuestamente abiertas de Internet, contra todo aquello que no sepa adecuarse y convivir... Contra lo fijo, porque nada es estático; contra los embotellamientos, porque prefiero el tráfico fluido; contra los agoreros y el fin del mundo, porque llevan con la misma cantinela desde que nací (y van 44 años); contra el ruinoso estado del cine, porque –según alguna gente– no levanta cabeza desde Dreyer o desde la Nouvelle Vague... Todos los meses, al leer ciertas cosas, me hago preguntas como: ¿somos tan tontos como para tener que seguir los modelos franceses para hacer crítica?, ¿es que no tener morandis o a Serge Daney nos priva de temas sobre los que hablar, un lenguaje con que hacerlo, una realidad propia por muy pobre que sea?, ¿hablan los palestinos sobre nosotros, como nosotros?, ¿les importamos a los uruguayos, a quienes con frecuencia confundimos con los argentinos o los chilenos?
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TEXTO DE MONTERO GLEZ • ILUSTRACIÓN DE DAVID GARCÍA, LEZINK
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Montero Glez (Madrid, 1965), que acaba de terminar una biografía sobre Camarón de la Isla que llevará por título Pistola y cuchillo, trata en este texto la relación que con el tiempo ha venido estableciendo con el cantaor de San Fernando.
Los gitanos de Andalucía tienen remedios y hechizos para cada ocasión. Sin ir más lejos, y para que un niño salga cantaor de los buenos, hay que coger al recién nacido y cortarle las primeras uñas detrás de la puerta y luego arrojarlas en lo alto del tejado. Me imagino que algo parecido tuvo que hacer Juana la Canastera la primera vez que le cortó las uñas a su hijo más rubio, pues cuando éste se arrancaba a cantar lo hacía con la desolación de un pueblo metido en la garganta. No es que cantase bien, sino que no sabía hacerlo mal. Era el grito de un hombre puro que nunca estuvo a salvo del dolor humano. «Porque el cante es nuestro, el cante es de los gitanos», decía Camarón, provocando con ello las iras racistas. «En mi casa todos han cantao aunque no fueran profesionales. Mi padre, mi madre, mis hermanos. Todos cantaron. Mi padre era herrero pero cantaba mu bien por siguiriyas. Macandé, Vallejo y todos los monstruos venían a oírle cantar. Cuando llegaba una familia de flamencos a mi pueblo, paraban en casa. Yo me dispertaba y a lo mejor estaban allí cantando, y yo lo escuchaba todo y me iba quedando con cosas. Yo de quienes he aprendido en realidad ha sido de los viejos», dejó dicho Camarón en una de las entrevistas que dio en vida. Había que oírlo cantar, recogía el pasado en la voz y lo proyectaba hacia el futuro, desde el borde de la silla. Era de rajo largo y transparente, pringado en almíbar para los fandangos y sabroso de sal cuando se tiraba por cantiñas. Pero su mayor logro fue darle la vuelta a los calzoncillos enmierdados de la decencia, demostrando que también el barro puede llegar a ser luminoso. Hoy quieren cantar como él hasta los que no saben. Tal vez sea por eso que fuman la misma marca de tabacos que él fumaba y que se sientan al borde de la silla, aunque nadie la arañe hasta sangrarla, como él sabía. La última vez que lo escuché fue en Madrid, en el Colegio Mayor San Juan Evangelista. Si mal no recuerdo era invierno del año 92 y compartía cartel con el Sorroche y Luis el de la Venta. Al toque estaban Tomatito y el Habichuela. Luego, supe por otras lenguas que faltó poco para que cancelara la actuación, culpa de los malos augurios; la certeza de la sombra venidera que todos intuíamos fatal, esas cosas.
En el Johnny –que es el nombre popular con el que se conoce al Colegio San Juan Evangelista– cantó por fandangos, soleares, bulerías y tarantos, un número tras otro, arañando la silla con los afilados garfios de su pena convertida en canción. Una herramienta de fragua capaz de atravesar los pasadizos más negros de las entrañas del público. Aquella sería su última actuación. Un regalo. Años después de aquello, al día de hoy, no ha salido cantaor que recorte, aunque sólo sea un poquito, su sombra de pistolero. Nadie quiere correr riesgos, por eso intentan cantar como él hasta los que no saben. El Camarón era mucho. A la transparencia espiritual de su voz, pongamos curativa, se sumaba la destreza cuando tocaba disponer de los tiempos, jugando con ellos a la manera de un pícaro. Dicho de la misma manera, el Camarón combinaba el embuste rítmico con la calidad religiosa de una voz afilada a la lumbre de la fragua de su padre, en San Fernando, Barrio de las Callejuelas. Con todo, no fue hasta que llegó a Madrid cuando su sombra empezó a crecer. Primero en Torres Bermejas, un tablao que queda detrás de la Gran Vía, y donde las lumiascas lo esperaban en la puerta para enseñarle el monedero lleno, en demanda de su cante. Luego llegó el mini Morris rojo, «colorao» como a él le gustaba decir. Y también llegó la comunicación secreta con el lado oscuro; la sensibilidad que, cuando es extrema, acaricia el desastre. Cuentan que cogía el mini «colorao» y que se ponía más allá del Scalextric de Atocha, donde van a caer los Ángeles. Al poco tiempo vino su ruptura con Paco de Lucía, el guitarrista con el que había grabado todos sus discos hasta entonces. Pero también vino el reencuentro con Ricardo Pachón y la propuesta para hacer un longplay que se convertiría en Leyenda, valga el juego de palabras con el título de un disco que no fue diseñado de antemano y, si alguna vez lo fue, el diseño dio al traste. Ricardo Pachón ha referido una montonera de veces la historia íntima de esta grabación. Según Pachón, al principio iba a ser Manuel Molina, guitarrista y marido de Lole, el encargado de llevar el peso musical del disco. Así que el Camarón viajó a Umbrete, donde Ricardo había montado un pequeño estudio de grabación en su misma casa. El lugar era estratégico, teniendo por vecinos a Lole y Manuel, el cantaor se alojaría allí con su mujer y familia. Pero hubo una discusión, una riña doméstica entre Lole y la esposa de Camarón. Y el conflicto significó que el cantaor fuese a ver a Ricardo Pachón para decirle que se volvía a casa. Entonces Ricardo le ofreció un pitillito antes de despedirse. Con la primera calada, Ricardo le vino a recordar que había que cumplir con la casa de discos. Y entonces fue cuando preguntó a Camarón que si tenía algo pensado.
El gitano le contestó que no, y el Viejales, que era aficionado, agarró una guitarra e improvisó el disco aquella misma mañana. Ninguno de los dos se atrevió a soñar entonces que el disco La leyenda del tiempo iba a ser tetilla donde mamarían futuras generaciones. Sitar hindú, bajo eléctrico, percusiones brasileiras, flauta, batería, el Camarón de la Isla arriesgaría todo, convirtiéndose en un icono de eso que se ha venido en llamar contracultura y que todavía no sé en qué consiste pero me figuro que tiene que ver con la conversión del barro en materia luminosa. Sin duda alguna, Camarón fue modelo estético de la transgresión y un perpetuo manantial de inspiración, pues pertenecía a esa estirpe de ángeles que huyen de toda prohibición. La cultura oficial le interesó poco o nada. Él iba a su aire, como le gustaba decir. Había que entenderle. Iba y venía, se dejaba caminar sin rumbo, como dicen que hacía ese otro cantaor antiguo, apodado el Mellizo por ser mellizo de su padre, del que también heredó el oficio de matarife gaditano. El tal Mellizo, cuando se ponía lunático, se dejaba llevar hasta donde el mar se confunde con arena y ahí que se ponía a cantarle al esqueleto de algún barco. Otras veces se perdía por la muralla a cantarle al agua o le entraba la inspiración y se iba hasta la tapia del loquero a cantar a los encerrados. Y cuando se ponía así, ya le podías dar tú al Mellizo todos los dineros del mundo, que no te cantaba. Para qué, si prefería perderse, irse a caminar él sólo a cantarles a los locos. O al agua. Hombres terrestres que se mueven en mundos de fábula, ahí donde se desarrollan las historias que nunca llegaron a ser y donde puedo intuir cómo sería el disco que hubiese grabado Camarón con Manuel Molina de no haber existido la riña doméstica. Y puedo poner que no hubiese tenido apenas diferencias con el que conocemos. Ahora, a punto de revivir al Camarón en mi próxima novela, recuerdo su último concierto, en el Johnny. En aquella actuación la sombra de pistolero se afiló tanto como la guadaña de una muerte próxima. Ya no se podía cantar mejor. Fue a principios del año 92, ya dije, pocos meses antes de que él muriese y puede decirse que mi vida ya empezaba a estar gobernada por la literatura. El instinto me decía que mi misión no era otra que la de merecer historias para después contarlas. Como el cadáver de una rata ahogada que acaba emergiendo a la superficie del agua, mi pasado se hace hoy literatura. Y por seguir el rastro que deja la sangre en las últimas habitaciones del cante flamenco, me pongo a navegar sobre los bajíos de la mentira, sabiendo que nunca estaré a salvo de hacer aguas. De ahí mi responsabilidad a la hora de revivir al que nunca murió del todo.
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MANUEL VILAS
«Elvis Presley, en mi caso, está a la altura de Cervantes» Aire Nuestro (Alfaguara) es el título de la última andanada narrativa de Manuel Vilas (Barbastro, 1962), uno de los autores más interesantes del panorama contemporáneo, tan dotado para la iconoclastia como para un humor irreverente tras el que se camuflan grandes dosis de verdad. Hablamos con el que quizás sea el mayor enfant terrible de las letras españolas.
aseveración y detallara qué entiende usted por novela... Cervantes es el escritor más posmoderno que conozco. Pero la lección última de Cervantes está en la indulgencia con que supo ver la vida. Aire Nuestro es una novela cervantina. Habla de la ambigüedad, de la deficiencia ontológica de la realidad, y está llena de amor a la vida. Es quijotesca hasta la médula. Pero yo vivo en el año 2010 y me gusta mi mundo. Y soy hijo del pop. La música pop formó mi sensibilidad. Soy un híbrido. Elvis Presley, en mi caso, está a la altura de Cervantes. No pasa nada. No te mueres por decir lo que acabo de decir. Entiendo por novela un acto de conciencia que afirma la vida. Es un concepto moral de novela. Lo vi en Valle-Inclán también.
TEXTO DE MIGUEL BARRERO FOTOGRAFÍA DE LISBETH SALAS
Aire Nuestro llega después de España y puede leerse, en cierta medida, como una continuación de aquélla. ¿Pueden entenderse ambas como partes distintas de un mismo proyecto narrativo o las considera obras independientes? No tengo ningún proyecto narrativo. Soy incapaz de tener ninguna clase de proyecto. Creo que España y Aire Nuestro son obras independientes. Tienen el parentesco obvio de ser obras escritas por Vilas. Las dos son un canto a la vida, y eso es básicamente lo que hago: contar historias que manifiesten amor a la vida. En un artículo reciente publicado en ABCD declaraba que Aire Nuestro era una novela en el sentido cervantino del término. Dado que sus obras se encuadran dentro de lo que se viene llamando movimiento afterpop, caracterizado por un cuestionamiento de las formas tradicionales, me gustaría que profundizara en esa
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Personalmente, creo que Aire Nuestro, al igual que hizo en España, encierra en algunas partes una lectura muy particular, y muy atinada, de la tradición literaria española. Querría saber qué opina usted al respecto. España ya casi no existe como país. Existe como Empresa de Servicios Generales. Pero una Empresa no genera demasiada historia cultural. La Historia de la Literatura Española depende de España para poder existir. Todo esto tiene su gracia. En Aire Nuestro se habla mucho de la Generación del 27, porque fue un momento literario relevante que se está desvaneciendo. La gente debería saberse de memoria el poema «A sus paisanos» de Luis Cernuda, pero casi nadie sabe quién fue Luis Cernuda. Pero lo que más me interesa de España, en estos momentos, es doña Letizia y el AVE. Ambos tienen capacidad simbólica, y eso es importante para un escritor. Me gustaría que la literatura española se diera más márgenes. Hay que meterse más caña. Necesitamos furor y pasión. Necesitamos una deriva rusa. Un año leyendo a Dostoievski en la enseñanza pública.
Por momentos la novela también parece una suerte de santoral laico, un panteón de mitos pasados por el filtro de Manuel Vilas. Amo la música de Johnny Cash, es de lo más grande que me ha sido permitido contemplar. Amo la voz de Elvis Presley. Fueron los mejores. Me pareció que tenían que salir en mi novela. También sale el Che Guevara, que me fascina. Me gustó inventarme un Purgatorio con poetas homosexuales dentro. Me pareció que Federico García Lorca y Walt Whitman podían estar enamorados, salir de copas, a bailar por los bares del Purgatorio. En Aire Nuestro hay una interrogación sobre la posteridad, es una cosa que muy atinadamente señaló el escritor Javier Calvo en un artículo. En la novela hay también una discusión de Sergio Leone y John Ford en un bar del Purgatorio. Y es fundamental la aparición de la monarquía española. La monarquía, tanto en España como en Aire Nuestro, tiene un papel simbólico nuclear. Me interesa Juan Carlos I. Su figura representa lo que hemos llegado a ser. Juan Carlos I simboliza, parafraseando a Eliot, la cantidad de realidad que estamos dispuestos a soportar. ¿Nació Aire Nuestro como un proyecto unitario o se fue haciendo a través de la agrupación de textos de orígenes diversos? Yo soy un escritor que está todo el día haciendo malabarismos con los textos en que anda metido. Es un caos que finalmente, o milagrosamente, se ordena. Escribir me cansa psíquicamente. Todo lo que escribo tiene una unidad moral. Todo es Vilas. La marca Vilas, de eso se trata. Eso es bastante. Dice que el hilo conductor de la novela es un hipotético mando a distancia que el narrador (y, por extensión, el lector) va manejando a medida que se suceden los capítulos. Sin embargo, creo que también podría señalarse como
hilo conductor su manera de ver el mundo, su manera de cuestionarse determinadas realidades, de abordar ciertos mitos... Sí, en efecto, es lo que he dicho de la marca Vilas. Pero la marca Vilas actúa a nivel conceptual; en el caso de Aire Nuestro, en el plano formal, es el mando a distancia el que hace de hilo conductor. En Aire Nuestro el mando a distancia es una parodia de la libertad. Todo lo que podemos llegar a elegir en este mundo es cambiar de canal. El capitalismo nos ofrece esta maravillosa libertad: cambie usted de canal, y quédese quieto en la butaca. Y la butaca es un sillón de Ikea. El seguidor de su obra encontrará que en el libro se mezclan textos nuevos con artículos reciclados para la ocasión o entradas de su blog (http://manuelvilas.blogspot.com). ¿De qué manera fue estructurando esa retroalimentación a medida que avanzaba el proceso de escritura? Me gusta el concepto nietzscheano de escritura total. Es una visión de la vida que avanza en cualquier texto que escribo. Todo lo que escribo cuenta. Jamás he escrito un texto en donde no me haya volcado por completo. Me vuelco como escritor lo mismo en un efímero artículo de prensa que en un poema. Lo mismo en una entrevista que en un capítulo de novela. Intensidad siempre, en todo momento. Eso lo podemos llamar escritura total. Y es una actitud moral. Dado que hasta la fecha usted era conocido sobre todo por su obra poética, quería preguntarle en qué género se siente más cómodo, y de qué forma su poesía puede llegar a influir en su prosa, o viceversa. La poesía es la esencia de la literatura. Yo la llevo de serie, como los coches llevan el airbag. En mi caso, los géneros literarios no cuentan. Me gusta mucho mi libro de poemas Calor. Pienso en él como si fuese un disco de rock. Un disco de los Who. Un poema es la mayor carga de intensidad que permite la literatura. Puede llegar a ser lo más parecido a un tema de rock and roll. Toda mi obra, tanto en verso como en prosa, está interconectada. Ni yo mismo sé cómo. ¿Tiene en mente nuevos proyectos narrativos? ¿Piensa seguir la línea iniciada por España? Ahora estoy metido en una nueva novela. Va a ser una novela lineal. No, no se parecerá a España, ni a Aire Nuestro, pero tendrá la marca Vilas. Es una historia que tiene que ver con aquella película de los ochenta titulada Los inmortales, que protagonizaba Christopher Lambert.
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PATRIMONIO INDUSTRIAL TEXTO DE MIGUEL BARRERO FOTOGRAFÍAS DE ALEJANDRO BRAÑA
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«Me atraen muchas vertientes de la fotografía, pero con la que más me identifico es con la fotografía documenta, es decir, la que intenta dejar constancia del pasado». Con estas palabras resume Alejandro Braña el interés que le llevó ha publicar, hace un tiempo, el volumen Arquitectura indiana en Asturias y que volvió a concretarse hace unos meses en Asturias. Patrimonio industrial, una obra donde deja constancia de unas ruinas que una vez fueron fuentes de riqueza y casi han pasado a convertirse en reliquias arqueológicas. Braña tuvo muy claro que quería acercarse al patrimonio industrial asturiano «desde unas ideas estéticas muy vinculadas a la tradición americana de la fotografía documental. Quería conseguir unas imágenes limpias, descriptivas, que se limitaran a reflejar lo que está ahí». Con esa idea, el blanco y negro acabó revelándose como la mejor opción, porque creyó que «el color no aportaba nada relevante a las fotografías, y yo sólo quería coger la cámara y analizar lo que podría haber al otro lado». Viendo el material que conforma el libro, cabría preguntarle a Alejandro Braña si considera que este trabajo podría considerarse feísta. «En cierta manera», responde, «sí hay feísmo. A no ser por algunas excepciones, los edificios industriales no son nada bonitos, y supongo que la visión que yo tengo de ellos no es la misma que pueda tener la gente que vivió a su lado toda su vida y a lo mejor lo único que quiere es que se los quiten de allí. Seguramente ellos no sean capaces de valorarlos». De ahí la importancia de trabajos como éste.
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4 Alejandro Braña es uno de los fotógrafos asturianos más valorados del momento. Su labor se ha concretado hasta la fecha en varios libros, entre los que cabe destacar Arquitectura indiana en Asturias o Asturias. Patrimonio industrial (Ediciones Nuevedoce).
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1. Central hidraúlica (Proaza) 2. Pozu Teberga (Teberga) 3. Molín na Güera de Meré (Llanes) 4. Pozo Mosquitera (Siero) 5. Fábrica de Nitrógeno (Llangréu) 6. Hornos de Fosa (Avilés)
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Nel 2009, Ramón Lluís Bande (Xixón, 1972) publicaba Les habitaciones vacies, un llibru d’autoficción que se reveló bien llueu como ún d’esos pocos llibros necesarios; escritu a golpes de conciencia, ensin concesiones, descúbrese nél la perplexidá del superviviente; Caballo de Troya acaba de publicar Las habitaciones vacías, na so versión española.
TESTU DE XUAN BELLO FOTOGRAFÍA DE NANEL COSTA
Nun sé cuándo nació Ramón Lluís Bande como escritor. Agora que vien de publicar esa espléndida narración en progresu, Les habitaciones vacies, na so versión española (Las habitaciones vacías, Caballo de Troya, 2010), ye quiciabes el momentu de dar fe d’ello. Sabemos qu’un escritor, más que nacer, constrúise munches veces desfaciéndose pa volvese a construir. Sabemos qu’esti oficiu, que convoca nel alma la paradoxa de ser hasta la estenuación, ye bien estrañu. Quién xurga una y otra vez nes propies obsesiones, ¿failo por placer, por necesidá, por dexar constancia? Yá ta dicho: escribimos pa construinos, escribimos porque la realidá garra, na páxina escrita, una consistencia más real. Nun sé cuándo Ramón Lluís Bande nació como escritor. Sé que lo fixo lentamente, con obstináu rigor, en tardes lentes de silenciu. Lo fácil —pa él como pa cualquiera— yera nun escribir. ¿Una necesidá d’aclariase impiliólu a poner, cum callida junctura na prosa de tolos díes, les sos obsesiones? Yo más bien pienso que, nel casu d’él, importa más la necesidá de descubrise, de desvelase. Nun hai mayor misteriu que’l propiu yo, nun hai mayor enigma que’l nuestru pesu sobre’l mundu. Tamos solos en mediu de la tierra trespasaos por un rellumu de sol. Y, de súpetu, escurez.
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Hai dalgo tremendamente perturbador na perspectiva con qu’encaria’l tema de la so infancia y adolescencia. Yo pienso, cuando lo lleo, nuna caxa escaecida onde determinaos oxetos banalmente sentimentales adquieren —nes sos palabres y pa deleite y estremecimientu del llector— una dimensión cuasi mítica. Nun ye Bande amigu de la elexía. Narrador puru, nun hai nes sos palabres sitiu pa la señaldá: nun s’echa de menos nes sos narraciones fragmentaes; búscase, a falta d’otros, materiales de derribu que faigan posible la construcción. La gran paradoxa, y el vértigu que xenera esa verdá ente dos lluces contraries, ye que munches veces lo único qu’atopa tanxible ye’l vacíu. L’angustia, la perplexidá del amor y la certeza del desamor, la salvación finalmente poles palabres: el personaxe d’esta novela en progresu —igual yera meyor llamala novela en tránsitu— sálvase porque se ta construyendo na destrucción que supón vivir. Esa tremenda perturbación adquier matices existencialistes na desgarradora asunción de la madurez. Somos los que miren desolaos el desastre, somos los que tienen la obligación de sobrevivir. Nulla estetica sine etica: construir ye decidir. Escribir ye mirar. Mirar ye intervenir. A Ramón Lluís Bande nun-y interesen los afeites de la estética si nun valen pa revelar la realidá. Asina asistimos a escenarios desnudos, duros, que nun se complacen; la economía de medios espresivos concéntrase cuantisimás ye necesario poner de relieve les arestes de la realidá. Nel amor más puru llate la rabia (la rabia de tener acentu, la rabia de ser, la rabia de persistir na acabación). Bande escueye bandu, pero’l so compromisu lúcidu nun ye’l convencional: queda de pie ente les ruines. «Esto ye dislesia, dixo la voz. El papel, cuasi tapáu pola tinta, ponía árblo en cuenta d’árbol. El mundu retumbó alredor del chaval. Eso ye dislesia, la frase repetíase como una canción rayada d’un discu rayáu, pero más molesta na so cabeza. La frase funcionó rápidamente como fotografía del pasáu. Terrible.» (Les habitaciones vacies, Ámbitu, 2009, páx. 145). Saber que los nervios del alma son los de la sintaxis, eso ye la lliteratura; saber que la
conciencia se constrúi sobre materiales de derribu, esa ye la perspectiva comprometida de la historia. Somos pa dar fe del desastre; al meyor quixéramos ser dioses y dar fe de la maraviya pero somos esi ser convulsu y perplexu que se fai fuerte na propia debilidá: «Agora que por momentos tuvi mui cerca d’esa sensación de Bloch de ciarrar los güeyos y ser incapaz a imaxinar nada. Nin flores nin teteres. Nin recuerdos. Agora que ciarro los güeyos y, depués de tantes renuncies a coses irrenunciables, nun soi a alcontrar ciertos detalles que caracterizaben a la persona que fui ayeri. Una patria, por poner namás un exemplu, ye muncho más difícil d’imaxinar colos güeyos ciarraos qu’una tetera o un xarrón con flores. Sobremanera cuando nun existe» (Op. cit., páx. 135). La lliteratura non como confesión, sinón como disección del propiu yo; la lliteratura como construcción de la personalidá, de la mesma manera que la historia marxista reordena’l pasáu pa da-y un futuru posible. Si ye posible construise a ún mesmu —reflexona Ramón Lluís Bande safándose de la tentación del nihilismu—, tamién ye posible construir otra realidá. El compromisu, otra manera, conviértese nesti testu na única perspectiva a la que garrase, la única que non solo permite ver, sinón mirar. Nun duldo que Les habitaciones vacies ye ún de los grandes llibros de la lliteratura hispánica actual. Traducíu pol propiu autor al castellanu nuna de les poques editoriales españoles atentes a la verdadera novedá, garra vida nueva. Queda, nel ánimu del llector, la pequeña verdá del desasosiegu: «Convertíu naquel personaxe, desnudu de cintura p’arriba, apunto repetidamente a la mio imaxe nel espeyu con una gran pistola. Fáigolo una y otra vez, mientres repito una frase mecánicamente: —¿Tas tu falando comigo? —depués vienen les arcaes». Les habitaciones vacies, que yo llamo novela en tránsitu, defínese como autoficción; que l’autor encariara esti trabayu ensin nenguna complacencia con él mesmu, fala de la verdá d’esti llibru. Un llibru que fala como una persona nun mundu onde tantu petimetre fala como un llibru.
Las habitaciones vacías Ramón Lluís Bande Caballo de Troya. 2010 224 páxines
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TEXTO Y FOTOGRAFÍAS DE HELENA EXQUIS
Helena Exquis nació en 1988, vive en Uviéu, estudia en la Escuela de Arte. Desde que se le estropeó la cámara digital cuando tenía 14 y tuvo que apañárselas con una reflex analógica que alguien le dejó, no ha parado de hacer fotos. Está muy unida a la música y al mundo del fanzine. Siente un amor especial por las fotografías de Cindy Sherman, Diane Arbus, Lise Safarti y Nan Goldin.
La verdad es que cree que no podría dedicarse a otra cosa. El pasado octubre realizó su primera exposición, titulada Nosotras, en la desaparecida tienda ovetense Botón, y ha participado en otras colectivas como Desde mi ventana o De tal palo tal astilla, del certamen Tarazonafoto. Sus fotografías han salido en diferentes revistas digitales y en la Mondo Sonoro de Asturias.
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Ricardo Menéndez Salmón (Xixón, 1971) es el ganador de la última edición del Premio Llanes de literatura viajera con la obra Asturias para Vera, que publicará Imagine Ediciones y de la que adelantamos un fragmento en exclusiva.
TEXTO DE RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN ILUSTRACIÓN DE DAVID GARCÍA, LEZINK
Era, en cierto modo, el hogar, es decir, el lugar en el que no se siente. Fernando Pessoa, Libro del desasosiego
Una casa sin nombre en el pequeño pueblo de Sales, en el concejo de Colunga, esconde la Xanadú de mis años mozos, el paraíso incontaminado que todo hombre debería tener el derecho a gozar al menos una vez en su vida, el único lugar del mundo donde he comprendido el significado de la palabra libertad. Una maciza construcción de estilo indiano, con tres plantas y frescos zaguanes, olor a glicina, como en las novelas de William Faulkner, palmeras de
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Elche junto a un esbozo de inesperado jardín seco y dos viejas guardesas que durante el invierno cuidaban de los muebles, las vajillas y las jaulas de conejos. La Carmen sólo tenía media lengua, un ataque de epilepsia le llevó la otra mitad cuando era joven, en las hogueras solsticiales, al compás de los gaiteros. La Carmen era un junco, mitad animal mitad planta. No comía. No bebía. No dormía. No necesitaba respirar para trabajar veinte horas diarias. La Carmen estaba soltera y tenía una hija, Trinidad, que estudiaba para concertista de piano en el conservatorio. La Carmen era recia como un árbol, buena con la bondad de las cosas naturales, simple e irremediable como la fiebre, que ayuda a que los niños crezcan y robustece los corazones. Cuando la Carmen murió, de puro vieja, me llevé un buen disgusto. La Lola, la segunda vigía, era ya entonces una anciana de noventa años que vivía entre hornillos de carbón. La Lola olía a orines resecos y comía el pescado crudo, con las manos, como un felino asustado. Su cuchitril era una enorme llaga metálica. La Lola era como un muñeco de otra época, sólo vestía pañoletas y faldas del color de la noche, dormía con polainas y usaba quevedos de la época de Alfonso XII. Decían que de joven la Lola fue una mujer hermosa, el bocado más apetitoso en veinte leguas a la redonda. Uno no podía imaginárselo al verla con qué
arte pelaba los pavos, arrancaba las zarzas, arrojaba al fuego las sacas de caracoles que la escarcha traía cada mañana. En esta casa sin nombre del pequeño pueblo de Sales, en el concejo de Colunga, la prisa no existía, era una categoría de la realidad derogada por sus pobladores. Las primaveras eran confusas, preñadas de promesas, explotaban igual que fuegos de artificio, como caramelos que se derritieran en la boca al contacto con la lengua... Los veranos eran pálidos y cristalinos, recordaban a una doncella que hubiese dormido mal. El calor sólo apretaba al mediodía, momento en que descendía a mi lugar favorito, la cueva de las arañas, y me pasaba horas enteras viendo a las industriosas señoras tejer sus sudarios frágiles y hermosísimos, como pedrerías de rocío. Los veranos se llenaban de fogatas y forasteros, los gatos se lavaban el rabo al sol y el viento nos traía los aromas a estaño y pizarra de La Griega, la playa del municipio, donde años más tarde se descubrirían huellas de dinosaurios... El otoño era mi estación favorita. Los castaños se vestían de tordos y no existía paleta, ni siquiera la del abuelo Antonio, capaz de coger por sorpresa a los árboles, los riachuelos, las cunetas infestadas de helechos. En otoño hacíamos excursiones al mirador del Fito, veíamos la niebla decorar el valle con su casaca de nácar, y a la tarde, cuando la humedad nos arrugaba los dedos, volvíamos a casa con una vara de avellano entre las manos y el morral lleno de hortensias, chapas de refrescos, huevos de pájaros... Durante los inviernos, la casa permanecía cerrada. Era entonces cuando el imperio de la Carmen y de la Lola se extendía por doquier, plantando sus banderas en la cuadra, los corrales, los tejados, las fallebas, la polvorienta biblioteca... La primera planta estaba alquilada a una familia de ganaderos que apenas si conocía el abecedario. Eran buenos compañeros para los paseos y el mus. Matías y Generosa, los padres, rudos y fuertes, pertenecían a una raza acaso hoy extinta: los insobornables. Matías era extremeño y su mujer andaluza. Se habían conocido por carta, a través de
un anuncio en la prensa. Desconocían la insolencia y el descaro, aunque ella fuera lo suficientemente ladina como para regatearle a mi abuela en el precio de los jamones. A pesar de que se casaron entrados ya en años, tenían cuatro hijos, dos varones y dos hembras. A Pedro, el mayor, una guadaña le había seccionado el pulgar de la mano derecha una noche de farra. Pedro olía a vaca y me prestaba revistas donde aparecían mujeres desnudas. Sabía masturbarse sin tocársela, como los faquires hindúes. Era un monstruo de la voluntad, el amigo Pedro, y además inigualable disparando la escopeta de perdigones: donde ponía el ojo, ponía el balín. Doro, el pequeño, era un niño cruel. La maldad se había encarnado en su cuerpo breve y turbio, que trepaba a las higueras como un macaco a su reino de hojas y espinas. La Gene era una putilla, o al menos eso aseguraban los chavales del pueblo, porque a los ocho años yo no distinguía una putilla de un Renoir. La Gene parecía gitana, llevaba el pelo hasta la cintura y juraba por la sota de bastos, la mar salada y «la madre que le parió, niño, a ver si se limpia las uñas de los pies». La que quedaba, la Mari, era guapa como una rosa. Comprendo que es la primera mujer guapa que he visto en mi vida. Incluso su hermano Pedro lamentaba a menudo ser de su misma sangre. Además de bonita, la Mari era hacendosa, nadie ayudaba como ella en las labores de la casa. Tenía novio, pero ese otoño, mientras el abuelo Antonio descendía a dormir su sueño eterno, el novio de la Mari se escoñaba de frío en la serranía de Burgos, haciendo el servicio militar. La Mari quería casarse y tener muchos hijos. Era una lástima, aseguraba Pedro, la Mari nació para que cuidaran de ella, no para que le estirasen la piel de la barriga. La segunda planta era el taller de mi abuelo. Las telas se amontonaban en las paredes; escupideras, blusas blancas y ceniceros de latón abordaban al curioso por todas partes; varias paletas reposaban sobre una mesa de pino; un busto de Napoleón inspiraba al artista. Aseguran los expertos que el abue-
lo podría haber sido un gran pintor, que estaba dotado de un talento extraordinario, pero que malgastó su vida en los periódicos, corrigiendo artículos de fondo y pegando gritos a los linotipistas. Sus cuadros todavía decoran hoy nuestras casas: soldados alemanes de ojos glaucos, como los que luce Homero en las ilustraciones, los labios apretados y tensos, la mandíbula cuadrada, el pelo revuelto bajo el casco abollado; Quijote y Sancho a caballo o pie en tierra, luchando contra castellanos y malandrines, durmiendo a la sombra de las encinas o requebrando a una Maritornes embrujada; conquistadores portugueses de mirada aviesa y barba poblada, los brazos en jarra, conscientes de estar penetrando en un tiempo sin relojes; arcángeles terribles de alas desplegadas aunque mustias, heridas por el rayo de la codicia humana… El abuelo era un gran admirador de Velázquez y la escuela sevillana; del arte extranjero conocía poco, porque más allá de los Pirineos sólo había ladrones y de Cádiz para abajo infieles y animales de carga. La tercera planta estaba ocupada por las habitaciones. La cocina era inmensa y olía a frío. El frío desprende un aroma especial, como el cuerpo de ciertos hombres después de ducharse. Es una fragancia que te da ganas de compartir, de llevarte a cuestas, como a un hijo sobre los hombros; un sudor limpio y soso, sin una pizca de maldad ni ironía. Los baños eran amarillos, llenos de espejos con escayolas rococó y bañeras diminutas, donde cada primo tenía que ser bañado por separado. No había sala, es curioso. Todavía hoy lo pienso y descubro que es la única casa del mundo que carecía de sala. Nos reuníamos en una especie de dormitorio oval que daba a la carretera, dominado por un mortificante reloj de péndulo con aspecto de verdugo y una insólita cama de hierro que hacía sentir incómodo a todo el mundo. Mi pasión, por aquellos años, eran los armarios. Un armario es lo más parecido a un secreto que existe. Podía encerrarme en un armario, bajo llave, y ser feliz durante días. Bastaba con ir bien pertrechado, con golosinas en los bolsillos y un calidoscopio para
espiar a los mayores, y ningún reclamo podía arrancarme de ese sueño de roble hecho realidad. Luego estaban los dormitorios. No existían dedos para contarlos, y no porque fueran muchos, sino porque cambiaban de forma, tamaño y disposición cada semana. Uno se marchaba el domingo dejando a su espalda tres dormitorios burgueses, con sus bibelots, sus reproducciones de marinas de Turner y sus colchas ajedrezadas, y a los siete días encontraba nueve pequeños huecos vacíos de muebles, pulcros y pietistas hasta el exceso, regidos por la disciplina de una institutriz invisible, o acaso una única madriguera repleta hasta los bordes de ropas viejas y mechones de pelo, donde los hongos crecían en las paredes y en cada alpende germinaba una maceta de lúbricos geranios. En esta casa sin nombre del pequeño pueblo de Sales, en el concejo de Colunga, las mujeres llevaban el artículo la delante. Eso las distinguía de cualesquiera otras presencias femeninas que pudieran disputarles el metro cúbico de aire que respiraban. También las bestias llevaban artículo delante, dependiendo del sexo que lucieran, y así el Beethoven, la Polifema y los Baltasares no eran un tío lejano, una sobrina arisca o tres cuñados argentinos, sino un perro sordo y diabético que moqueaba almíbar y linfa desde sus ojos blandos, una mula a la que una certera pedrada había vaciado una cuenca y tres gatos negros y demoníacos que meaban las hornacinas de mi abuela y sus enaguas de batista. Al difunto, sin embargo, nadie se atrevía a llamarle el Antonio. No, el abuelo fue siempre don Antonio, don Escrúpulo, don Bondad... Mi abuelo falleció de una apoplejía en noviembre de 1979, el mismo día en que unos simpáticos iraníes, tras meses de cautiverio, liberaron a los norteamericanos retenidos en la embajada de Teherán. Corrían tiempos difíciles. Jimmy Carter, Caraconejo, la cara amable de la Casa Blanca, sonreía con alivio a los espectadores de medio mundo mientras el párroco, más tartamudo a cada año que pasaba, recordaba al muerto con una emoción velada por la
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UNO SE MARCHABA EL DOMINGO DEJANDO TRES DORMITORIOS BURGUESES Y A LOS SIETE DÍAS HALLABA NUEVE HUECOS VACÍOS DE MUEBLES 31
climatología adversa, la vida en fuga, los sollozos de la desamparada progenie. Como correspondía a la solemnidad del instante y al patrimonio del enterrado, los convecinos guardaban una distancia prudencial frente a la familia del yacente. Percibí allí, por vez primera, lo que significa ser poderoso. Las lágrimas de nueras y vástagos no impedían que advirtiera esa sombra de revancha y satisfecho orgullo que inflamaba sus pupilas. Era, cómo dudarlo, una lección imborrable. *** Antes de morir, mi abuelo me contó una historia de la guerra que sólo comprendí años más tarde, cuando sufrí por culpa del amor. Es el mejor recuerdo que guardo de él, pues me enseñó que la risa, el más humilde y barato de los beneficios, no sólo es una panacea contra el miedo, sino un asilo contra la fatalidad. La superstición trae mala suerte, pero donde hay peligro y riesgo constantes el hombre necesita ser supersticioso; de lo contrario, está perdido. En la compañía que mi abuelo mandaba durante la Guerra (In)civil había un vasco apellidado Zunzunegui que poseía un amuleto. Dicha así, la cosa no parece muy memorable. Quien más quien menos, en aquella época y circunstancia llevaba un anillo, un pañuelo bordado, una pata de conejo, una herradura o incluso un diente de leche. Sin embargo, el caso de Zunzunegui era un tanto especial. Su amuleto era un mechón del vello púbico de su mujer. Al principio aquello debió de ser esperpéntico. Salir al frente cagado de miedo, con el alma en un puño, y de repente ver a un hombre del tamaño de una montaña oliendo aquello, no podía ser algo que infundiera mucho respeto. Mi abuelo, que era recto pero no tonto, le insinuó a Zunzunegui que prescindiera de su fetiche, pero éste, muy correctamente, se negó en redondo: —Antes prefiero un consejo de guerra, mi teniente —le dijo.
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En fin, una vez el asunto comenzó a ponerse serio los hombres se olvidaron de las nostalgias de Zunzunegui, pues bastante tenían con mantenerse vivos, y mi abuelo hizo la vista gorda. Todo continuó así hasta que un buen día alguien se percató de que, en los últimos tiempos, desde que Zunzunegui había aparecido por la compañía con su talismán, no se había registrado una sola baja. Poco a poco la noticia fue extendiéndose como un reguero de pólvora. El resultado fue que el vasco se vio rodeado de camaradas que, a la vez que le daban las gracias, le amenazaban de muerte si se atrevía a deshacerse de aquella pelambrera mágica. El caso es que la horda de mi abuelo dio el do de pecho en el frente de Aragón y fue agasajada en La Misericordia, la plaza de toros de Zaragoza. Durante el homenaje se hizo recuento: un puñado de heridos y algunas piernas rotas. De modo que todos se volvieron hacia Zunzunegui para admirar una vez más su amuleto. Pero Zunzunegui estaba triste. En mitad de la arena, con la piel llena de verdugones, confesó a sus compañeros que su mujer acababa de comunicarle por carta su decisión de fugarse a Francia con un miliciano. Espantados, los hombres recularon todos a una, como movidos por un resorte oculto. Entonces mi abuelo, en uno de esos arranques de genialidad que sólo se tiene una vez en la vida, se acercó a Zunzunegui y le posó una mano en el hombro diciendo en voz alta, para que nadie dejara de oírle: —Pero, Fermín, usted sigue enamorado de ella, ¿verdad? Y Fermín asintió, y todos aquellos cabrones de pelo en pecho y corazón de lobo respiraron tranquilos al deducir que, si el vasco seguía amando a su infiel esposa, el embrujo del vello púbico no se rompería jamás. *** No fue aquella la única lección decisiva que aprendí en esa casa sin nombre del pequeño pueblo de
Sales, en el concejo de Colunga. Otros escenarios reclamaban mi atención. El verano de 1980 cambió las coordenadas de mi vida para siempre. Fue el año que descubrí a Robert Louis Stevenson en la alacena de una habitación mohosa, donde grandes retales de sol, como lonchas de luz, se colaban por una claraboya rota. El frío era una cualidad del aire y los muebles crujían blandos y breves, animados por la carcoma que los roía. Sobre un aparador, junto a una jofaina descascarillada y una toalla para las manos, dos pequeños volúmenes en rústica, con pastas verdes, sonreían al niño travieso. Pleonásticamente se titulaban: Cien personajes capitales en la historia de España y Otros cien personajes capitales en la historia de España. En el primer volumen se daban cita las respectivas hazañas de Pelayo, Viriato, Trajano, Séneca, san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. En el segundo ejemplar, nacido a resultas del rotundo éxito de público de su predecesor y por obra y gracia de la ingente cantera patria, las crónicas se hacían eco de las gestas de personajes tan dispares como Lope de Aguirre, Francisco de Goya y Cifuentes, Isaac Peral o Ricardo Zamora. Estos libros aún no me interesaban. Habría que esperar otro verano para que atrajeran mi atención. Por el momento, un libro rojo sin ilustraciones era el que me robaría el sueño durante quince intensos días. Se titulaba La isla del tesoro y había sido escrito por un escocés que padecía de los pulmones. Para mí, todavía sin hermanos de vocación, el paraíso no tiene forma de mujer, panóptico o mar de dólares, sino de libro abierto. No miento. El paraíso es una biblioteca sin cercas de espino ni cepos visibles, un vientre de ballena donde algún dios bondadoso me ha arrojado para la eternidad. Todo es polvo, deseo y silencio, y una luz cruda, cenital, que me conduce por largas escaleras de caracol hasta el ábrete Sésamo de los ilustrados. Y el olor... El olor del libro es la esencia de todos los olores, la geografía del héroe, el trópico de la quietud y los bosques nemorosos. Cuando abro un volumen y
aspiro sus páginas, ya no estoy allí, vivo en el árbol que un día fue talado, en los dedos que recorrieron su corteza, en la hoja que valsó premiosa ante sus cicatrices. Hay quien no puede entender que Hesíodo huela a aurora de islas griegas, pero así es. Yo lo he tenido en mi olfato, como he tenido el hedor de Ricardo III y la dulzona leticia del lerdo Romeo, el olor simiesco de Moon Watcher, la mierda de Bardamu, las pastas de la señorita Dalloway, el marchito busto de la señorita Jessel. Se puede vivir sin leer, es cierto; pero también se puede vivir sin amar: el argumento hace aguas como una balsa capitaneada por ratas. Sólo el que ha estado enamorado sabe lo que el amor regala y quita; sólo quien ha leído sabe si la vida merece la pena ser vivida sin la conciencia de aquellos hombres y mujeres que nos han escrito y tallado sobre hojas blancas mil veces antes de que naciéramos. *** En su memorable Los anillos de Saturno, el escritor bávaro W. G. Sebald, quizá el narrador europeo contemporáneo que de un modo más profundo, original y satisfactorio ha relacionado el hecho literario con la experiencia del viaje, recuerda una película documental vista en la década de los cincuenta, cuando contaba con apenas nueve o diez años de edad, en la que se mostraba la pesca del arenque en Wilhelmshaven, la ciudad más grande de la Baja Sajonia, célebre durante la Segunda Guerra Mundial como lugar de acogida para los submarinos hitlerianos. En la película, las balandras de Wilhelmshaven navegaban entre olas oscuras que se amontonaban hasta el borde superior de la imagen [...]. Todo sucedía en la oscuridad más estéril. Sólo los cuerpos de los peces que poco después yacían hacinados en la borda y la sal con la que se los mezclaba eran de un blanco resplandeciente. En los recuerdos que tengo de esta película escolar veo trabajar a los hombres como héroes, envueltos en sus negros
encerados relucientes, bajo la oleada que sin pausa irrumpía sobre ellos —la pesca del arenque como uno de los escenarios ejemplares en la lucha del ser humano contra la superioridad de la naturaleza. Como suele ser habitual en los libros de Sebald, el texto se ve acompañado por fotografías que no sólo ilustran la escritura, sino que le conceden una especial dimensión simbólica, un más allá de la imagen, un aditamento que no es mera retórica o ensoñación. En este caso se puede admirar una imagen de Lowestoft, uno de los puntos más septentrionales del condado de Suffolk, condado de Inglaterra que vive mirando al mar del Norte y, por lo tanto, está unido en la distancia con la Wilhelmshaven rememorada por Sebald. En la fotografía un grupo de hombres de distintas edades, reunidos en lo que parece ser una gran lonja, posa ante una montaña de arenques, que cubren hasta media altura las botas de agua que calzan algunos de los retratados. Es un auténtico mar de peces en tierra firme, ante el que los hombres observan a la cámara con esa actitud entre la displicencia y el decoro tan común en ciertas estampas del siglo pasado. Son hombres que trascienden el instante del retrato, pues aunque parezca animarlos un punto de reto hacia quien los escruta a través de la lente, también aguardan por el trabajo de la máquina como si la eternidad les fuera a ser concedida de un modo más o menos misterioso. Setenta años después de la película de Wilhelmshaven, rodada por lo que Sebald pudo comprobar en 1936, y en la que los arenques hablaban al hombre de la dimensión pletórica de la naturaleza, yo tuve mi propia experiencia del exceso en Colunga. La playa de La Griega resume en cierta medida el esplendor de un tiempo que no vuelve. Si siempre se canta lo que se pierde, el sabor de los primeros baños de agua salada en el Cantábrico resulta una marca indeleble en la piel del recuerdo. Algo mío quedó para siempre en aquellas aguas frías de un
arenal por entonces tranquilo, donde los automóviles brillaban por su ausencia y era fácil sentir que el tiempo, en realidad, es la sustancia más dúctil que existe. Por eso, cuando a finales del verano de 2006 un espectáculo asombroso invadió los arenales de Colunga, Rodiles, el Puntal y las lagunas de La Espasa, me costó reconocer aquel lugar donde mi infancia se había recluido. Cientos, miles, quizá millones de alevines de bocarte (en otros lugares de la Península llamados boquerones o anchoas) consumaron un varamiento masivo en aquel paraje inviolado de la infancia. La palabra plaga llenaba la boca de los espectadores, porque el número de peces era tal, que la sensación resultaba asfixiante: un auténtico horizonte sólido de plata, como mercurio detenido, invadía la mirada. Semejante número regalaba una tristeza profunda a quien lo contemplaba. Era un paisaje anterior a la llegada del hombre a la Tierra o posterior a su extinción: un paisaje del alba o del final de los tiempos. Una visión del destierro de nuestra especie, sometida a la multiplicación infinita de otros entes. Las fotografías que aquellos días aparecieron en la prensa regional y nacional no son muy distintas a las de la lonja de Lowestoft: han cambiado la indumentaria de los retratados y ahora también hay mujeres en las fotos, pero se mantiene esa mirada recelosa y al tiempo expectante ante la magnitud del prodigio; de las películas que aquellos días salpicaron los telediarios se extrae, así mismo, una sensación no muy distinta a la que asaltó a Sebald mientras contemplaba a los pescadores de arenque de Wilhelmshaven. Con la diferencia de que ahora los hombres no se afanaban en botes junto al mar vistiendo negros impermeables, sino que operarios vestidos de amarillo y azul, con monos reflectantes repletos de velcros, luchaban con palas, bulldozers y excavadoras contra la marea monocroma que había arribado, por causas aún hoy oscuras, para morir, a millones, en los escenarios de mi infancia.
LA PLAYA DE LA GRIEGA RESUME EN CIERTA MEDIDA EL ESPLENDOR DE UN TIEMPO QUE NO VUELVE
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Miguel Barrero (Uviéu, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven de Narrativa; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007) y Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008).
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TEXTO DE MIGUEL BARRERO FOTOGRAFÍAS DE JULIA VICENTE
[1] Barcelona es una ciudad tremendamente presumida, aunque a veces trate de disimularlo. Presume en las callejuelas angostas y caóticas del Barrio Gótico y en las cuadrículas perfectas del Ensanche. Presume en las fachadas de sus monumentos y en las casas cuyos tendales dan a plena calle. Pero Barcelona es, también, una ciudad difícil. No se deja descubrir tan dócilmente como otras, y es mucho más fácil llegar a entender su idiosincrasia si uno tiene la suerte de contar con alguien que le dé las primeras claves para adentrarse poco a poco en su misterio, ése que comienza hablando de una muralla romana y termina con las secuelas de unas olimpiadas que terminaron modificando —puede que para siempre, y no necesariamente para bien ni obligatoriamente para mal— sus señas de identidad, su estilo, su
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carácter. Uno no acaba de comprender del todo a Barcelona hasta que se encarama a cualquiera de sus diversas alturas (las de la Sagrada Familia o las de Montjuïc, las del Tibidabo o las de las torres de la Villa Olímpica) y la contempla desde lo alto y analiza las líneas de su crecimiento, los motivos de su expansión, la orientación de sus ambiciones. Barcelona es, por último, una ciudad encantadora. Lo es hasta cuando no quiere serlo. Es encantadora en Las Ramblas —aunque ahora estén llenas de turistas y los barceloneses se hayan visto obligados a renunciar a ellas— y en el mosaico de etnias del Raval; es encantadora en la tranquilidad del Parc de la Citadella y en el bullicio de La Boquería; es encantadora en el sosiego medieval de la Plaça del Rei y en los oropeles postmodernos de la Torre Agbar; es encantadora en los pisos pequeñísimos y casi miserables de la Barceloneta y en las suntuosidades de los delirios gaudinianos. Es encantadora en la espectacularidad de su casco histórico, y en la despreocupada complici-
dad que reina en las calles de Gràcia o el Poble Nou. Barcelona es, en fin, una ciudad tan extraña como evidente. Tan esquiva como adorable. [2] El de la Ciutadella es un parque tan bucólico, sereno y apacible que nadie podría imaginar, mientras pasea por sus vericuetos, la tragedia que se agazapa tras su historia. Sólo si uno va bien informado, o si cuenta con la compañía apropiada, acabará averiguando que en ese mismo lugar se alzó en su día todo un barrio, el de La Ribera, que fue destruido por orden de Felipe V cuando el monarca empezó a hostigar a los catalanes, y especialmente a Barcelona, por el apoyo que éstos habían prestado a los Habsburgo en la Guerra de Sucesión. En el solar que habían ocupado las viviendas arrasadas, el Borbón construyó una fortaleza y dispuso que desde ella se vigilara noche y día a los barceloneses para someter así a una represión dramática y prolongada a la
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urbe que tan reacia se había mostrado a aceptar su llegada al trono. Unos cuantos años después, coincidiendo con el esplendor de la burguesía catalana y los prolegómenos de la Exposición Universal de 1888, aquella ciudadela también acabó convirtiéndose en recuerdo, aunque su sempiterna y amenazadora presencia encontró un eco en el nombre con el que los barceloneses bautizaron a los jardines que acabaron dibujándose sobre lo que una vez habían sido sus muros. En un rincón del parque, en el centro de un estanque ovalado que se abre ante la fachada del Parlament y ocupa el espacio en el que se alzaba el patio de armas del extinto edificio militar, se erige una escultura que salió de las manos de Josep Llimona entre 1903 y 1907 y que muestra a una mujer desnuda que parece emerger del mármol y llora desconsolada mientras se abraza a lo que bien podría ser un pedestal vacío. La belleza que desprende el conjunto sólo puede compararse a la extraña melancolía que empieza a invadir al visitante
BARCELONA ES ENCANTADORA EN LA ESPECTACULARIDAD DE SU CASCO HISTÓRICO Y EN LA COMPLICIDAD DE LAS CALLES DE GRÀCIA O EL POBLE NOU
1. Sant Jordi en el claustro de la catedral. 2. Barrio Gótico. 3. El Raval.
cuando se la encuentra, solitaria y sencilla, flotando en la mansedumbre de unas aguas inertes, contagiada de la languidez de un entorno dominado por un silencio que sólo interrumpe de vez en cuando un fino viento de verano que agita la hojarasca de los árboles. La estampa es tan sobrecogedora que ni siquiera es posible entrar en interpretaciones. La dulzura de sus líneas, la suavidad de sus perfiles, lo delicado de su composición, sólo permiten apreciarla sin ambages, disfrutar de su turbadora presencia en ese recodo imprevisto y dejar que se fije en la memoria para buscar más adelante sus posibles significados y ahondar en las raíces de la alegoría que encierra ese llanto que no oímos, pero que posiblemente tampoco vayamos a poder olvidar nunca. [3] En el corazón del Barrio Gótico existe un restaurante que se llama Els Quatre Gats y que ocupa el mismo local en el que estuvo la taberna que Pere
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Romeu fundara en 1897 y que frecuentaron Pablo Picasso, Antoni Gaudí o Isaac Albéniz. Todas las noches toca allí un pianista cuyo virtuosismo acompaña las cenas de quienes acaban recalando en un rincón tan inesperado como enigmático, donde las ruinas de iglesias abandonadas conviven con esculturas fantasmales que guardan tras de sí historias bien trágicas. El pianista, con el paso de las horas, va desgranando un repertorio que resuena hasta bien entrada la madrugada en unas paredes de las que cuelgan algunas de las joyas más irrefutables del modernismo catalán. Estuve allí dos veces, y las dos me conmovió aquel hombre ya entrado en años que se inclinaba sobre el piano mientras, a su alrededor, los clientes se ocupaban de sus platos sin prestarle más atención que la obligada. Aparentemente ajeno al desinterés de los demás, lanzaba sus dedos sobre el teclado para ir hilvanando con tanta perfección como sutileza los perfiles de unas melodías que sobresalían entre el barullo de conversaciones y tintineos. En mi segunda visita, coincidimos en el baño —hacía un par de descansos cada noche, el tiempo justo para desentumecer los dedos y tomar una cerveza con la que sofocar los pertinaces calores de agosto— y me atreví a darle la enhorabuena mientras él, inclinado sobre el lavabo, se humedecía un poco el pelo. Sorprendido por mi irrupción, levantó la cabeza de golpe y me miró. Sonrió y me dio las gracias antes de volver a su puesto, como un niño pillado en falta. Como soy mal fisonomista, apenas recuerdo ya su cara, pero no creo que pueda olvidar nunca cómo sus ojos parecían concentrar toda la tristeza del mundo. [4] No me hubiese acordado de Andrea —la joven protagonista de la novela con la que Carmen Laforet ganó el Nadal en 1945— ni de su llegada a Barcelona de no haber sido porque Sergio Gaspar, en una tarde calurosísima, guió mis pasos hasta los aledaños de la Estación de Francia para descubrirme que los tesoros más fascinantes de las ciudades no tienen por qué aparecer a doble página en las guías ni estar rodeados de turistas ansiosos por inmortalizar con sus cámaras todo lo que sus ojos apenas tienen tiempo a contemplar. La Estación de Francia —que en su día fue la principal salida de Cataluña al país vecino, es decir, al mundo— es hoy un edificio medio en desuso cuya decadencia no ha conseguido ocultar una belleza que resplandece a poco que uno traspase sus umbrales y se demore en las florituras novecentistas del vestíbulo antes de internarse en unos andenes casi desiertos cuyas bóvedas tuvieron que señalar en otro tiempo el camino hacia un mundo mejor o, cuando menos, distinto. A unos pasos del Mercat del Born,
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4. Pasadizo del Gótico. 5. Passeig de Colom. 6. Plaça del Rei.
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anclada en una suerte de territorio impreciso que marca la frontera entre las suntuosidades de la Ciutat Vella y la canallesca de la Barceloneta, la vieja terminal se alza imponente con sus vías alejándose hacia un paisaje que en su día poblaron los bullicios fabriles del Poble Nou y el vacío de unos descampados incapaces de presagiar la urbe que acabaría invadiéndolos y que hoy aparece escoltado por las fastuosidades de la ciudad reinventada después de las Olimpiadas y el Forum. Con la perspectiva que se abre al otro lado de sus inmensas bóvedas de hierro —las mismas que escoltan la salida de los ferrocarriles y dan cobijo a unos andenes desiertos por los que uno no puede pasear sin preguntarse cuántas despedidas y cuántos reencuentros habrán tenido lugar entre aquellos muros, cuántas maletas habrán sido testigo del final de una etapa o del principio de otra, cuántas miradas ensoñadas no habrán echado un último vistazo a lo que dejaban atrás para embarcarse en pos de un destino incierto pero esperanzador—, es difícil
resistir la tentación de quemar las naves, subirse al primer tren que se detenga ante nuestros ojos y dejar que sea el azar el que decida mientras la Estación de Francia va quedando atrás, con sus paredes susurrando para nadie esas historias de las que ella misma fue partícipe y que poco a poco se perderán en los territorios del olvido. Cambiar de vida igual que hizo Andrea aquella noche en que las «misteriosas callejuelas» que se internan en el Born se antojaban un laberinto inextricable y los «faroles como centinelas borrachos de soledad» encendían la ilusión de un futuro por conquistar mientras sus pulmones se ensanchaban con el aire marino y limpio que anunciaba un mundo inédito. [5] Se llama Josep Maria Flotats, como el actor, pero no ha visto más bambalinas que la trastienda de su peluquería ni conoce más escenario que los sillo-
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nes donde día tras día acicala y da conversación a sus clientes. Tengo la suerte de cruzarme con él cuando llego a la plaza Lesseps en busca de las huellas de un cine derruido dos décadas atrás del que algo he leído y escuchado en la pluma de Marsé y en la boca de Serrat. Está solo, de pie, ante las puertas de su negocio, y le pido alguna indicación. Él, además de dármela, tiene a bien obsequiarme con una somera historia del lugar donde nos encontramos —antaño un encantador rincón abierto más allá de las fronteras del Eixample, hoy un horror posmoderno dominado por el hormigón y la herrumbre— y también con un repaso tan frugal como intenso a las últimas décadas de una ciudad a la que el progreso va camino de despojar de algunas de sus más acendradas señas de identidad. «Jo no soc de Barcelona, jo soc de Gràcia», me dice mientras señala hacia el sur de la metrópoli y relata cómo las olimpiadas de 1992 expulsaron a los barceloneses de sus puntos de referencia,
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cómo las Ramblas se han vuelto intransitables, cómo se fueron sucediendo las distintas etapas de un proceso destinado a convertir el centro de la Ciudad Condal en territorio franco para turistas, en campo abierto para el mercadeo y la banalidad y la frivolización de aquello que una vez había conformado el statu quo de una de las urbes más cosmopolitas de Europa. «Cuando quiero ver Barcelona», me dice antes de despedirnos, mientras yo me encamino a la boca de metro para tomar el suburbano hasta Les Corts, «no bajo al centro, me alejo de él; si quieres ver bien Barcelona, no te vayas al Gótico ni al Raval ni al Born: sube al Tibidabo». Luego me da la espalda y regresa silencioso a su peluquería, a esa trastienda donde guarda las fotos antiguas del barrio en el que nació y donde espera morir, a aquel habitáculo secreto en el que su ciudad sigue siendo la misma que él ha conocido siempre, aquella que no podrán quitarle mientras conserve esos viejos álbumes que custodia
como oro en paño en los cajones. La misma ciudad que yo ya no he podido conocer, y que sólo he sido capaz de vislumbrar en el brillo de sus ojos en esta mañana de agosto, en la plaza Lesseps. [6] A las cinco de la madrugada, el taxi que nos conduce desde Jaume I hasta el aeropuerto de El Prat atraviesa una ciudad fantasmal que nos resultaría inhóspita si no nos permitiese descubrir, medio escondidos en la oscuridad, la silueta de la estatua de Colón o el perfil de Montjuïc. Miro por la ventanilla mientras me despido en silencio de unas calles que fueron mías durante cinco días y que no sé cuándo volveré a pisar y descubro que se cumple la premonición que tuve poco después de llegar a ellas, cuando me detuve ante el escaparate de una juguetería de la Gran Via de les Corts y, por alguna razón que no sería capaz de explicar aquí, intuí que aquella ciudad iba a gustarme. Que acabaría echándola de menos.
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Adolfo P. Suárez (Xixón, 1976) ha montado exposiciones monotemáticas como El discreto incantu de Xixón y realizado exposiciones en el Festival Internacional de Cine de esa ciudad, el Café de l’Opèra de Estrasburgo o el Consejo de Europa. En marzo de 2010 inauguró su última muestra, centrada en los puentes de Roma, en la galería Arte A2 de Navarra.
TEXTO DE MIGUEL BARRERO PINTURAS DE ADOLFO P. SUÁREZ
Nunca existe una única ciudad, ni un único paisaje. Las mismas calles, como bien sabía Borges, no son siempre las mismas. Una ciudad es tantas ciudades como individuos depositen su mirada sobre ella, y así la urbe que puede resultar inhóspita u odiosa se convierte para otros en un lugar idílico, balsámico o apasionante. Las ciudades, aunque no lo percibamos, cambian en función de la perspectiva desde la que se contemplan. Por eso resulta tan difícil capturar su esencia, perpetuar su statu quo en unas cuantas pinceladas, reducir un ente tridimensional, complejo y casi siempre difuso a la estrechez de las dos dimensiones. Y por eso
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apreciamos tanto a los artistas que, acaso sin pretenderlo, acaban modificando nuestra apreciación de una ciudad a fuer de ir mostrándonos lo que de ella han visto con sus propios ojos. La especialidad de Adolfo P. Suárez son los paisajes urbanos, las aceras que se pisan todos los días, los edificios que acogen las rutinas cotidianas y urgentes de sus habitantes. Y, sin embargo, al observar detenidamente sus cartones uno cree vislumbrar en ellos detalles evidentes en los que jamás había reparado, formas nuevas que emergen de forma insospechada en las evidencias de lo ya conocido, sombras reales que sólo se muestran tal y como son en el epicentro de la ficción pictórica. Hay tantas ciudades como miradas se ciernan sobre ellas. También hay miradas que acaban modificando las ciudades.
APUNTES DE VIAJE Dibujos a vuelapluma, anotaciones efectuadas sin más propósito que el de guardar memoria de un instante, de una determinada luz, de una fascinación momentánea. Breves apuntes para inmortalizar la fugacidad del viaje. Ideas para desarrollar en futuros cartones. 1. Café Brogie. Estrasburgo. 2. Panthéon. París. PUENTES DE ROMA Tras cartografiar una parte más que considerable de su ciudad natal, Suárez se embarca en el proyecto de retratar los puentes de Roma, una Ciudad Eterna que rezuma en estos cartones el misterio de una historia susurrada. 3. Ponte Sisto. 4. Ponte Sant’Angelo. 5. Ponte Principe Amadeo Savoia-Aosta.
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Tres décadas después de irrumpir sobre los escenarios para revitalizar el panorama de la música española en pleno apoteosis de la movida, el Aviador Dro sigue en la brecha y tiene nuevos proyectos.
TEXTO DE VÍCTOR RODRÍGUEZ
No les voy a contar mi vida, pero la mayoría de ella ha estado ligada a Aviador Dro. Mis primeros recuerdos musicales están ligados a The Beatles, pero los segundos juro que son los del grupo madrileño. Aviador Dro son los padres del tecno-pop español, synth-pop que dicen más allá de los Pirineos. Sus referentes e inspiradores fueron los Sex Pistols, Kraftwerk y Devo, y su ideario lo han resumido en el claim de su 30 aniversario: ciencia, música y progreso. En estas tres décadas en activo les ha pasado de todo y, sin duda, jamás hubieran pensado que llegarían al siglo XXI defendiendo prácticamente los mismos principios: revolución dinámica, trabajo en equipo, oda a las máquinas y creencias a pie juntillas en el futuro. Ellos mismos decían en los comienzos de su carrera que «Los Obreros Especializados del Aviador Dro eran individuos que forman un equipo todos juntos. El equipo es el Aviador Dro». No eran sólo un grupo de música, ésta era una batalla más. Y la mejor manera para difundir su ideario, que plasmaron en el Manifiesto de la Revolución Dinámica que iba dentro de la caja de su segundo larga duración, Síntesis, fue la música popular. No se equivocaban; el mejor medio para transmitir información a los jóvenes era por entonces la música pop. Sabían que eran vanguardistas y también sabían que aquí en plena transición democrática la gente estaba deseosa de nuevas cosas. Comenzaron haciendo fanzines en plena época punk, y punks y futuristas (esas indumentarias estrafalarias, coloristas y atractivas para un adolescente del occidente asturiano) eran sus primeras actuaciones; porque desde el escenario comprobaron que su mensaje era muy fácil de transmitir.
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Y no lo hicieron con las herramientas del pop, eligieron los sintetizadores, unos cachivaches fáciles de adquirir y con una gran usabilidad; es decir, cualquier persona sin conocimientos podía utilizarlos. Fueron muy atrevidos, la tecnología era un poco por entonces el enemigo, una especie de «arma de control», decía Biovac N, que con los años se ha hecho popular entre el común de los mortales. Fueron pioneros, fueron atrevidos, fueron raros, fueron un grupo de culto, los modernos les escupían y los demás no los entendían, y fueron provocadores y avanzados. Hoy siguen manteniendo ese estatus de culto y se les cita en toda la bibliografía especializada y artículos de synth-pop internacional. Es cierto que ellos, su líder Biovac N, acuñó el término tecno-pop, y tiene visos de que sea cierto. Antes de que los Hombres Máquina bautizaran a su música ahí estaba este equipo de obreros lanzando mensajes proactivos y asegurando que en equipo el triunfo está asegurado. Como decía Biovac N en un comunicado enviado con motivo de este aniversario: «Hoy, igual que hace 30 años, El Aviador Dro golpea con música y ciencia los oídos de todos los mutantes revolucionarios del planeta. Hoy, igual que hace 30 años, el trabajo y el sonido se aúnan para transmitir frecuencias bailables que muevan los pies y las neuronas de todos los que creen que hay que construir otro mundo mejor. Hoy, como siempre, nuestros textos mantienen su sentido y, por tanto, nuestra acción se justifica: Obreros forjando su futuro. Canciones que soportan el paso de las épocas. Resistencia. Hoy nos sentimos vivos y agradecidos por todos los que han escuchado y compartido nuestras emisiones.
En directo, en soportes digitales, en archivos compartidos: Los Obreros Especializados os dan las gracias». Hoy Biovac N y ArcoIris continúan al frente de esta formación pionera e innovadora que ha aunado en su propuesta electro, punk, industrial, new wave rave e incluso una pizca de hip hop. Por el camino se han quedado muchos componentes, muchas historias que contar, múltiples giras, muchos sinsabores, muchas rupturas… Como cooperativa fundaron Discos Radiactivos Organizados en 1982 al no encontrar un sello que publicara su primer álbum, que grabaron gracias a que Jesús N. Gómez les fió unas sesiones en su estudio Doublewtronics. «Nuclear sí» no fue el primer single, porque antes, con la primera formación, habían salido «La chica de plexiglás» y «La visión» en 7” vía Movieplay, germen de un primer elepé que quedó abortado al escindirse el equipo con la marcha de Sincrotrón, 32 32 y Multiplexor para fundar Esplendor Geométrico. Pero este tema, que cantaba las bondades de la energía nuclear en plena campaña anti nuclear en todo el Estado, se convirtió en su himno más atemporal. Ese single, que dio el pistoletazo de salida en 1982 de las discográficas independientes españolas, tuvo tres ediciones: la primera de ellas, con una carpeta fotocopiada y pintada a mano; la segunda, con una carpeta cutre de cartón; y la última, en edición normal, fue la primera referencia del sello DRO. Después vendría Alas sobre el mundo, un glorioso primer álbum que se reeditó por fin en vinilo el año pasado. En poco tiempo DRO se convirtió en la primera compañía independiente del estado. Allí publicaron sus discos Siniestro Total, Glutamato Ye-Yé, Gabinete Caligari, Alphaville, Loquillo y los Trogloditas, Decibelios, Parálisis Permanente, Derribos Arias… Por entonces DRO ya se había fusionado o asociado con Grabaciones Accidentales y 3 Cipreses.
Formaciones de El Aviador Dro y sus Obreros Especializados Primera Formación (1979-1980) Sincrotrón (Arturo Lanz): voz. Biovac N (Servando Carballar): voz, coros, órgano, sintetizadores, programaciones. 32-32 (Juan Carlos Sastre): guitarra. Multiplexor (Gabriel Riaza): coros, bajo. Hombre Dinamo (Andrés Noarbe): caja de ritmos. Placa Tumbler (Manuel Guío): coros, teclados, Vodocoder. Derflex Tipo IARR (Alberto Flórez Estrada): coros, batería electrónica. Segunda Formación (1980-1982) Fox Cicloide (Andrés García): voz. Biovac N (Servando Carballar) X (Jose Antonio Gómez Sáenz): guitarra. Placa Tumbler (Manuel Guío) Derflex Tipo IARR (Alberto Flórez Estrada) CTA 102 (Alejandro Sacristán): estética informativa. Metalina 2 (M.ª Jesús Rodríguez): estética informativa, información y datos. Cyberjet (Miguel Ángel Gómez Sáenz): sonido en directo.
Y como en todas las historias hay momentos óptimos, buenos, regulares y malos. Aviador Dro han resistido a todos los envites del tiempo. Tienen ocho discos de estudio, varios recopilatorios, un disco en directo y un flamante nuevo disco en el que, además de aportar temas nuevos, han reciclado algunas de sus mejores canciones. Yo, Cyborg, cuya portada lenticular es una maravilla, supone la punta de lanza de su colección de maravillosas reediciones que comenzaron a publicar en alianza con PIAS Spain en 2009. Las primeras referencias fueron Alas sobre el mundo y la caja de Síntesis, tanto en vinilo como en compact disc. Unas reediciones modélicas que deberían estar agotadas ya. El plan es muy ambicioso y dentro de él está el próximo nuevo álbum del Aviador Dro: La voz de la ciencia, que estará posiblemente en el mercado, según me comentó Biovac N, a principios de 2011. El 18 de diciembre de 2009 fue un día histórico para el grupo. Organizaron un concierto en la Sala Joy Eslava de Madrid para celebrar su aniversario. La formación actual: Biovac N, ArcoIris, Genocider F-15 ATAT y Nexus, no estu-
vo sola en el escenario. Les acompañaron casi todos los miembros del equipo del Aviador Dro. Quienes no estuvieron en el escenario lo hicieron como elementos anónimos entre el público. Fue el reencuentro de Arturo Lanz (Sincrotrón) y Servando Carballar (Biovac N). Como éste dijo, por primera vez en un escenario, Aviador Dro y Esplendor Geométrico, y es que aquella escisión de 1980 fue todo menos pacífica. Además, Alaska, Germán Coppini (Golpes Bajos), Iñaki Fernández (Glutamato Ye-Yé), José Luis Moro (Un Pingüino en mi ascensor) y REP (ex-percusionista del Aviadro Dro) aportaron su granito de arena a la velada. La noche salió perfecta. La sala llena, el puesto de merchandising a rebosar y un repertorio excitante. Se lanzaron panfletos, banderitas y unas botellitas de bebida conmemorativas del evento. Y lo mejor de todo, la actuación se grabó y se publicará este año en un DVD que se acompañará de imágenes rescatadas de los archivos de TVE y, esperamos, que incluirá todo, o casi todo, el aparato gráfico que el Aviador Dro ha ido lanzando a lo largo de todos estos años.
Tercera Formación (1982-1986) Fox Cicloide (Andrés García) Biovac N (Servando Carballar) X (Jose Antonio Gómez Sáenz) Arcoiris (Marta Cervera): estética informativa, teclados. Placa Tumbler (Manuel Guío) Derflex Tipo IARR (Alberto Flórez Estrada) CTA 102 (Alejandro Sacristán) Metalina 2 (M.ª Jesús Rodríguez) Cyberjet (Miguel Ángel Gómez Sáenz) Cuarta Formación (1986-1988) Biovac N (Servando Carballar) X (Jose Antonio Gómez Sáenz) Arcoiris (Marta Cervera) Láser 2000 (Juan Flórez Estrada): guitarra. REP (Juan Antonio Nieto): batería electrónica. Cyberjet (Miguel Ángel Gómez Sáenz) Quinta Formación (1988-1999) Biovac N (Servando Carballar) Arcoiris (Marta Cervera) Genocider F15 (Mario Gil): teclados. REP (Juan Antonio Nieto) Sexta Formación (1999-2009) Biovac N (Servando Carballar) Arcoiris (Marta Cervera) ATAT (Ismael Contreras): teclados, guitarra. Nexus (Jerónimo Ugalde): batería electrónica. Séptima Formación (desde 2009) Biovac N (Servando Carballar) Arcoiris (Marta Cervera) ATAT (Ismael Contreras): teclados, guitarra. Nexus (Jerónimo Ugalde): batería electrónica. Genocider F15 (Mario Gil): teclados.
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DAVID GARCÍA, LEZINK
TESTU Y FOTOGRAFÍES D’HENRIQUE G. FACURIELLA
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60 años depués de la proclamación de la República Popular China, el país más pobláu que llega d’Europa. Monumentos y tradiciones que falen d’una cultura cuatro veces m coles lluces y pantalles de la era tecnolóxica. Pero China ye muncho más que too eso y
u de la tierra muestra una diversidá que sigue sorprendiendo al milenaria —pero vixente en munchos órdenes— entemécense y esti reportaxe, namás que delles percepciones mui personales.
Estudiantes surcoreanos y vietnamites énte’l Ñeru del Páxaru, l’Estadiu Olímpicu de Beijing.
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Cuando, en mayu de 2009, recibí una llamada de Finian –un amigu que tengo n’Irlanda– pa convidame a un viaxe per China y asistir ellí a dos bodes, nun les tenía toes conmigo. Lo primero de too, polos mios reparos a la política china y la so falta de respetu pa colos derechos humanos y, segundo, porque pasar tres selmanes na otra punta d’Eurasia pillábame, anímicamente, un poco a contramano. Pero punxéronse toles coses de cara (permisu de la empresa pa cambiar les vacaciones y ánimos de familia y amigos) y el mio temor d’un principiu foi volviéndose ilusión por facer esi viaxe. Asina, el 1 de setiembre del 2009 montaba en París nun avión con destín a Beijing. La llegada a la capital china, hacia les ocho la mañana (hora local), foi una especie de continuación del suañu que venía echando nel avión. De sópitu, un grupu de chinos a los que nun viere hasta esi día saludábenme como si me conocieren de siempre y nun entendía nada (o casi) de lo que lleía o sentía. Aquello nun facía otra cosa qu’aumentar la mio tendencia natural a sentime estrañu en cualquier sitiu. El coche que nos llevaba del aeropuertu al hotel recorrió delles de les aveníes mayores de Beijing antes de desembocar na Plaza de Tian’anmen y dexanos nuna de les cais que van dar a ella. Ellí descarguemos les maletes y metímonos per una caleya embarrada camín del hotel. Tábemos nel centru mesmu de Beijing y a ún facíase-y difícil que se pudiere facer vida naquelles cases de ventanes esgonciaes, cortines peles puertes y patios pelos que corría l’agua. La humedá facía que la ropa s’apegara al cuerpu igual qu’a la mente s’apegaba’l pensamientu «¿Ónde nos vamos meter?». Al poco apareció un edificiu que llevantaba cuatro plantes penriba de les otres cases y Carl, el rapaz chinu que nos acompañaba dende Europa y facía de guía, informó qu’aquel yera l’hotel. L’establecimientu cumplía los estandares de calidá d’un hotel de dos estrelles d’equí y la llimpieza del interior nun tenía nada que ver colo que viéremos nos patios del vecindariu. Si hai unos años me sorprendieron los contrastes qu’ofrecía la ciudá d’Oporto, en China nun queda otru remediu que facese a ellos porque son la norma. El hutong (barriu tradicional pequinés) onde teníemos l’hotel taba al pie d’una de les cais comerciales del centru de la ciudá onde empezaben a abrir les puertes tiendes de grandes marques europees y delicatessen chines. Eso sí, hai un estímulu que lo unifica too: el gris, salpimentao dacuando con manches bermeyes y doraes. El meyor resume d’esta sensación ye la bandera encarnada con estrelles marielles dibuxada contra’l cielu siempre nubláu de la capital.
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1. Turistes na Gran Muralla China (tramu de Badaling). 2. Cai comercial nel centru de Beijing. 3. La Ciudá Prohibida (Beijing). 4. Madrina de boda (Wangqing, Jilin). 5. Pueblu de la provincia de Jilin. 6. Memorial del Presidente Mao na Plaza de Tian’anmen. 7. Cai d’un «hutong» nel centru de Beijing.
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Otra de les notes dominantes de China ye la enormidá —y non tanto la magnificencia o la grandiosidá, anque tamién tán presentes—. Les dimensiones de tolo que tien carácter públicu son sobrehumanes. La Plaza de Tian’anmen ye casi cinco veces el Campo San Francisco d’Uviéu, y la Ciudá Prohibida —que s’abre nel so estremu septentrional—, el doble de grande que la Ciudá del Vaticanu. El mausoléu del emperador Qin Shi Huang en Xi’an o’l Gran Buda de Leshan (74 metros d’altu), por nun falar de la Gran Muralla (tan llarga como la distancia ente París y Beijing) son otros exemplos d’esta característica. Toes estes maravíes, anque d’una escala más pa xigantes que pa homes, fálen-y al ánima humana y ésta estremezse al pensar que fuera la conxunción ente la voluntá d’un home y el trabayu de munchos miles lo que fixo posible aquellos escenarios. Y esti fechu revela otru de los rasgos que, pa mi, definen al pueblu chinu: la so relixosidá netamente humana. En tolos templos que visité había veles prendíes delantre de les imáxenes de Buda, en toos ellos afumaba l’inciensu y los cepillos enllenábense de les ufiertes de los fieles. Esta imaxe tamién se repetía nos altares domésticos o de los restaurantes. Pero al preguntar cuál yera’l propósitu d’aquel cultu o les gracies que concedía aquel santu, siempre recibí’l mesmu tipu de respuesta: dineru, seguridá, abondancia, un bon casamientu... D’otra vida más allá d’esti mundu nun sentí falar a naide y muncho menos d’un dios fuera d’él. Sirva d’exemplu la respuesta que me dio ún de los rapazos que conocí ellí cuando-y pregunté qué yera pa ellos Mao Zedong: «Como Dios». Los sos altares tán dedicaos a homes y muyeres bonos que, depués de la so vida na Tierra, queden presentes ente los mortales pa favorecelos y ayudalos. Ente los contrastes de los que falaba al principiu llamóme bien l’atención que, al mesmu tiempu que nós, occidentales, yéremos oxetu d’una hospitalidá y cuidaos continos, mostraben ente ellos una falta grande de miramientos y hasta de compasión pola situación del otru. Tala hospitalidá manifestábase, ente otres coses, na bayura de convites que tuvimos pa comer y cenar con parientes y amigos de caúna de les persones que conocía Finian. Asina, pudi comprobar que lo qu’ellos comen paezse bien poco —por nun dicir nada— a lo que se viende equí nos establecimientos de comida chino. Esta diferencia apreciéla, sobre manera, na cocina de les provincies de Jilin y Liaoning, al norte del país, no que dalguna vez fuere Manchuria. Pa siempre voi guardar el sabor d’un gochu confitáu a la manera coreana, la testura del arroz preparao nuna casa de llabradores y, especialmente, el gustu únicu de caún de los tipos de té que probé.
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8. Asistentes a una boda nun pueblu de la provincia de Jilin. 9. Cosedora de zapatielles (Zhouzhuang, Jiangsu). 10. Tresbordador del ríu Huangpu (Xanghai). 11. Gran Buda de Leshan (Sichuan). 12. Monxes budistes nel santuariu de Leshan.
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