Ya estamos aquí... ¡ B i e n v e n i d o s a l e s p e c i a l H a l L O V E we e n ! Un número cargado de terror y humor, con c o n d e s c o n h a l i t o s i s , m o n ja s d e s a t a d a s , apariciones de infarto, libros que esconden h i s t o r i a s q u e t e h a r á n e s t r e m e c e r d e r i s a , b r u ja s q u e r e s e ñ a n y d o n ju a n e s c o n v e r t i d o s e n guiñapos. Todo esto y mucho más en un número que no podrás parar de leer. De m i e do o o o o o o o o o o o o o o o o o o o o o .
Ojete Oscuro
E
n Ojete de Abajo, como en cualquier otro pueblo de la geografía española, se celebraba la festividad de Todos los Santos el primero de noviembre. La víspera y faltando un cuarto para la media noche El Llagas y El Josete lanzaban un par de chinas contra un cristal a modo de contraseña. —¡Pssssshhhh! ¡Liendres! ¿Bajas ya? —El Liendres asomó la jeta por la ventana. —Habíamos quedado a y media —gruñó. —Ha sido El Josete —protestó El Llagas— que justo antes de venir le han entrado ganas de cagar. —Joder, Josete, siempre haces lo mismo tío… —. El aludido se encogió de hombros. —Entonces, vamos a la vieja casa abandonada ¿no? —A mí meee da un poooco de can can canguelo… —tartamudeó El Josete. —Pues entonces al cementerio —propuso El Llagas. —Nnnno, tío… Ufff preeffffiero la casa. Estaba muy oscuro, no se veían la luna ni las estrellas y caían cuatro gotas. Llegaron a la vieja casa deshabitada, los muros de piedra se caían a pedazos, el portón de entrada no tenía cerradura y se sujetaba al marco por una única bisagra enrobinada que chirrió como un gorrino. —¿Habéis traído las velas? —Sí, aquí están. —Joder, Llagas… Esas rojas son las que se le ponen a los muertos. —Mi madre no tenía otras, haberlas traído tú. —Bueno, calla y enciende una. La vela iluminó tenuemente el interior, estaba en ruinas: las baldosas del suelo rotas y levantadas, fantasmagóricas manchas de humedad asomaban por las paredes resquebrajadas, el respaldo de una silla tirado por ahí, un aparador sin puertas en una esquina , cagadas de rata, papeles y polvo a capazos. Usaron la silla y todo lo que ardiese para prender una fogata en el suelo y los tres se sentaron alrededor. El Liendres encendió el resto de las velas, hizo un sitio para el radiocasete, pulsó el botón PLAY y la música comenzó a sonar. You’re not good, can’t you see Brother Louie,Louie, Louie —¡Ehhh tío! ¿Otra vez Modern Talking? Se supone que esta noche se hacen otras cosas, otro tipo de música. No sé…de esas de misterio como en las películas o contar historias de miedo. —Siiiii, eeesso —Siiii…—se burló El Liendres—. Sabrás tú de las películas, Josete. Si en tu casa tenéis todavía la Telefunken en blanco y negro. ¿Has traído la calabaza? 6
—Noooo la he podido con con conseguir, pero me he pasado toda la tarde vaciando un meeelón. —¡No me jodas! ¡Tío, no te enteras! Venga, métele por el ojete un par de velas y la pones encima de ese aparador. —Llagas, ¿tú qué has podido pillar? —Dos botellas de crianza. —Yo he pillado una de orujo y el Anís del Mono de mi abuela. Venga, vamos a ponernos hasta el culo ¡Josete! ¿qué haces ahí? —¡Tíos, aaaquí hay libros! —voceó El Josete desde la otra punta orientando los ejemplares mohosos y polvorientos hacia la luz de la calabaza melonera: “An…annnnntifaz”, “Ceeeerámica popular españnnnñññola”… ¡Eh! Mirad este, la portada aaacojona… Panfi… Canfi… ¡Candi! “¡Cándida de Todos Los Santos!” El radiocasete se quedó mudo. —¡Mierda! Las pilas… Me cago en tó… Venga, haced lo que os dé la gana que mañana es fiesta —accedió El Liendres empinándose la botella — pero que lea El Llagas que tiene la E.G.B. Se acomodaron los tres frente a la hoguera bebiendo vino y fumando Ducados. Los tablones prendieron rápidamente, se retorcían y despedían chispas como tracas a la puerta de una iglesia. El Llagas abrió el libro y comenzó a leer.
—¡Joder con el fraile! —exclamó El Liendres— la ponía mirando pa Cuenca…Y todavía me reprochan que no quise ser monaguillo… —Venga, que sigo.
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Amor y mortadela
—¡Coño! El tío la meó encima puaggg. Sigue Llagas, sigue que esto se pone interesante.
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Betty Love
querer?
—Queeeé se la lleeevee, pobrecilla. —¡Pero si es más fea que una mierda de perro!— exclamó El Llagas—. ¿Para qué la va a
—¡JA! –interrumpió El Liendres— como la Pepi, que tiene más bigote que tu padre, Llagas.¡Y te la llevaste a la era en fiestas! JAJAJAJA —Tío, me había soplado una botella de aguardiente, ya te lo dije… —Aaaa lo meejor el biiigote te dio gustirriiinnnin— no había terminado la frase cuando se le vino encima una sonora colleja. —¡Tú calla, Josete! que todavía eres virgen y eso es mucho pior. —Bueno, amos Llagas, sigue leyendo a ver qué pasa.
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Amor y mortadela
—Osstrasss tíííos, esto es por pooor…¡porno! —¡Calla! Sigue Llagas, ¡sigue! Qué suerte tienen algunos… ¿Veis? Por eso no me corto yo el pelo.
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Betty Love
El Llagas hizo una parada para mojarse el gallete con un trago de vino, la hoguera se estaba apagando y apenas habĂa luz. Avivaron el fuego con un chorro de AnĂs del Mono.
Amor y mortadela La lluvia caía con más intensidad y el agua comenzaba a filtrarse a través del raído tejado.
—¡¡Tíos se lo va a hacer!! —exclamó El Liendres. El Llagas continuó con la lectura.
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Betty Love
—Joooder… era un poco fea pepe pero… —¡Ssschhhhh! A ver cómo termina.
—Agggrrr –exclamaron al unísono—. Abierta como un bacalao —apuntó El Liendres. 13
Amor y mortadela
—UUUHHHHHHH —se choteó El Liendres—. ¿No me digáis que os creéis esos cuentos? De repente, la puerta de la antigua casa se abrió y golpeó la pared con tal fuerza que hizo el suelo temblar. Una ráfaga de aire y lluvia se coló con furia en el interior y acabó con lo que quedaba de la hoguera. El estallido de un trueno resplandeciente rompió el silencio revelando una negra silueta siniestra y desgarbada con la cabeza cubierta y asiendo una estaca en la mano. Los tres salieron disparados gritando y atropellándose buscando refugio. —De la oscura figura salió una voz atronadora alzando la estaca. —¡Sinvergüenzas! ¡Ya sabía yo que estaríais aquí, fumando y bebiendo! ¡Gamberros! —¡Hostias, Liendres! ¡Tu abuela! Con dos alpargatazos, doña Macaria recorrió la distancia que los separaba blandiendo la garrota y repartiendo leña a diestro y siniestro. —¡¿Y esto?! ¿Os estabais bebiendo mi Anís del Mono? ¡Borrachos! —Liendres, haz algo –suplicaban— ¡que tu abuela nos desloma! ¡AYYYYYYYYYYYYY! ¡AYYYYYYYYYY! —Si tu abuelo levantase la cabeza ¡gañán! Seguro que mañana no irás al cementerio ¡descastao! ¡Te voy a dar más palos que a una estera vieja! Esta joventud no respeta naica. Si ya se lo decía yo a tu madre: ¡se murió Cervantes y se acabaron los tiempos de antes! —¡Joder, cómo casca la vieja! Y luego dice usted que está enferma de los huesos… —¡Calla, deslenguao! Tira pa tu casa ahorica mesmo. Custodiados por doña Macaria regresaron a casa en fila india, El Liendres, que iba en último lugar exclamó: —¡Eh! ¡Josete! ¿Te has cagao? Llevas una zurraspa en los pantalones Jajajajajajaja jajajajaja —Queeeé graazzz graciossssos, me habré untao en el suelo. —Chicos, al fin y al cabo no lo hemos pasado mal ¿verdad? –apuntó El Llagas. —Id pensando adonde podemos ir al año que viene– propuso El Liendres— ¡AYYYY! abuela, ¡no me pegue más! Si quiere puede venir usted también y le llevamos una botella de aguardiente… ¡¡ZAS!! ¿Continuará?
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M o r f i da l y e l e x t r a ñ o c a s o de l C o n de de D ó n de ¡Cuán gritan esos malditos! Pero ¡mal rayo me parta si, en concluyendo la carta, no pagan caros sus gritos!! Don Juan Tenorio.
T
reinta y uno de octubre. Me encuentro apaciblemente acomodado en el salón de mi casa. El hogar desprende calor y una luz única y
perfecta que ilumina la estancia. Aún así, estoy arrebujado en una batamanta con mi quijada y mi rabo. Hoy es la Noche de Difuntos. Sí, habéis leído bien. La globalización no ha podido conmigo. Ni a martillazos van a conseguir
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introducirme el concepto Halloween en la mollera. Mantendré mi empecinamiento cultural, siendo fiel a la tradición de ver una grabación en vídeo del Tenorio que conservo del año de “MariCastañas”. El aparato reproductor de cintas VHS lo adquirí en una tienda muy curiosa de la calle Leganitos de Madrid. Su dueño, Porfirio, un señor muy simpático, me lo vendió por cuatro euros. De modo que ya podéis aporrear la puerta hasta destrozaros los nudillos, pequeños y globalizados monstruitos del truco o trato, pues ni el mismísimo Jason, venido de Viernes Trece a colonizar y aterrorizar las mentes adolescentes, logrará que levante mi culito del sofá y abra la jodía puer… —¡¡¡¡¡BOOOOMMMMMMMMMMM!!!!!
—¡La Virgen! —susurré. —La quijada castañeteaba sin control, presa del terror, las cuatro muelas que le quedaban, mientras que su rabo se había introducido hábilmente por la cinturilla de mis pantalones del pijama. ¡Alojada entre mis piernas y hecha un ovillo! No pudo encontrar mejor forma de esconderse ¡Condenada! De esta guisa y sin poder moverme del asiento, observé atónito cómo surgía a través de la niebla espesa, producto de la explosión, una figura humana y… fantasmagórica. No, no podía ser don Gonzalo de Ulloa, padre de doña Inés. Tanto Tenorio me estaba chamuscando las neuronas. Yo y mis cabezonadas. Todo por mantener ante mí mismo la imagen romántica de un inconformismo que ya solo respondía blandamente con píldoras antiglobalización. ¡Más me hubiera valido repartir unos caramelillos que guardaba de la última cabalgata de Reyes, a unos niños inocentemente disfrazados! ¿Qué era toda aquella sarta de tonterías que se había adueñado de mi mente como si fuera un médium en las listas del Inem? ¡Acabáramos! En la mesita baja que tenía delante de mí, una botella de Cointreau vacía indicaba a las claras que la cogorza que había pillado, casi sin darme cuenta, era del quince por lo menos. —¡Jajajaja! —Reí con fuerza mientras me frotaba los ojos. —¡Hiiiiiiiiiiii! —Siguió la quijada, que también le había dado al Cointreau on the rocks. —¡Perdonad que en tales horas os moleste! ¿Sois vos Oliverio Morfidal de Ávila natural? —Pero si hablaba en verso y todo! Alargué un brazo despacio hasta alcanzar la botella abandonada en la mesita de café que había adquirido una movilidad terrorífica. Me la
acerqué a un ojo y comprobé que efectivamente no contenía ni una puñetera gota. Decidí seguirle el juego a esta suerte de delirium tremens disfrazada de Comendador de Calatrava. —¿Qué se le ofrece? —Hablar con el mecánico del Amor Fú —Yo soy. ¡Decidme pues! —¿Sois vos? —¡Que sí, leñe! —digo—. ¡Resolved que me puede la impaciencia! —Impaciencia porque se marchara por donde quisiera que hubiera venido aquella aparición—. ¿A qué debo el honor de vuestra presencia? —Mi dueño y señor don Iñigo Onofre Perdiguero Mantovani, Conde de Dónde, requiere de vuestro servicio… —¡Es verdad que soy bueno en mi oficio! Más… ¡Aclaradme! —Don Iñigo requiere de vuestra sapiencia, ya tiene con vos prevista la audiencia. Así pues, recoged vuestros trastos, él se hará cargo de todos los gastos que de este asunto se pudieran desprender. —¡Expectante el abuelo me tiene, del misterio con que viene! ¡Qué decir de la quijada, entre absorta y espantada! —¡Daos prisa, don Oliverio! Largo es el viaje, no hay tiempo que perder. Allá en el horizonte… ¡Mal rayo me parta! Se atisba el amanecer… Entre ripios y más ripios metí en una bolsa de deporte cuatro cosillas para mi higiene personal y algo de ropa de abrigo. Recé para que se me pasara pronto el estado de embriaguez que me nublaba la vista y las entendederas. Una nueva explosión inundó la habitación llevándonos esta vez a los cuatro, rabo, quijada, don Gonzalo y un servidor ¡vaya usted a saber dónde!
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Consultorio amoroso Lo siguiente que recuerdo es estar sentado en un coche tirado por cuatro caballos zainos sin cochero, leyendo una carta que don Gonzalo me entregó minutos, horas, días, siglos antes o después de la explosión en el salón de mi casa. Cualquiera sabía y calculaba. Nunca había pillado una turca de Cointreau y no controlaba los efectos espacio-temporales que pudieran causar en mi cerebro empapado y entumecido por el alcohol: Mi querido don Oliverio, Espero que el viaje hasta mis dominios le resulte cómodo. Aguardo con ansia su llegada. Notará que pasadas unas horas de viaje, el bello paisaje que irá descubriendo y admirando, se tornará hostil y casi desértico. Cuando esto ocurra, mi fiel amigo, don Gonzalo, le entregará una máscara muy parecida a la que usan ustedes en esta época cuando hay escape de gases o catástrofes similares. ¡No haga preguntas! ¡Sólo colóquesela si es que aprecia su vida en algo! ¡Descanse, y disfrute mientras tanto! Su amigo Iñigo Onofre Perdiguero Mantovani, Conde de Dónde. Me dispuse entonces a observar el horizonte, haciendo caso omiso de la cara siniestra y cadavérica de don Gonzalo. De vez en cuando se le quedaban los ojos en blanco y abría una boca descomunal, dejando al descubierto unos fantásticos caninos afilados como estiletes. Claro que no pasaban desapercibidos por más que uno quisiera disimular. Mi pobre quijada entrechocaba las muelas, presa del pánico, mientras que el rabo se escondía entre mis pantalones como siempre hacía cuando la situación se tornaba difícil. Sin
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embargo, algo le conminaba a retraerse de lo que fuera que se le cruzara por la mente ejecutar, pues pasaba de estar agazapado en el interior del carruaje y presto a lanzarse contra mi persona, a acomodarse al segundo siguiente en el asiento de enfrente, como un niño formalito que no hubiera roto un plato en su vida. ¡Joder qué viajecito me estaba dando el abuelo! Con un ojo puesto en el viejo chupasangres y otro en la ventanilla, pude contemplar, cómo sobrevenían ante mis narices, imágenes tan espléndidas como increíbles e inverosímiles: bosques de coníferas sucedían a kilómetros y más kilómetros de selvas tropicales, atestadas de pájaros exóticos y flores gigantescas de colores brillantes y playas paradisíacas con excitantes mujeres desnuuu… —Ha llegado el momento, don Oliverio. Es menester que use ahora la máscara que le servirá de protección ¿Me hará el favor de prestar atención? —¿Y usted tendrá a bien dejar de hablarme en verso? ¡Me está atacando los nervios! ¿No ve que así con ese discurso perverso, me disperso, y tergiverso el anverso y el reverso de este desequilibrado Universooooo?—. Esto no tenía remedio. Parecía que me habían dado cuerda y no era capaz de frenar mi lengua y mucho menos mis pensamientos. Con toda la calma de la que fui capaz de reunir, tomé de aquella mano gélida la máscara y me la coloqué protegiendo así mi cabeza y mis sentidos del peligro inminente que me acechaba, pero del que ignoraba todo. Su origen y sus efectos suponían para mí un completo misterio que muy pronto resolvería Súbitamente pasamos de un escenario lleno de luz, verdor, agua, y vida, a otro diametralmente opuesto, donde la muerte era la protagonista. Un paisaje desértico dominaba el horizonte. Ni un solo árbol quedaba en pie. Un
Dr. Morfidal sol abrasador se colaba por la ventanilla del carruaje. Y ¡Por Dios Bendito! ¿Qué era ese aroma nauseabundo que se filtraba atravesando la máscara? ¡Qué asco más inesperado! ¡Qué olor a mier…! —¡Daos prisa, caballero! ¡Bajad del carruaje! Ya hemos llegado a nuestro destino. —¡No puedo! el tufo apestoso me ha aflojado el intestino. —¡Andad, agrandad las zancadas si no queréis morir ahogado entre grandes arcadas! —El mareo y la pérdida de conocimiento me sobrevinieron al instante. Recuerdo vagamente cómo don Gonzalo recogía la quijada y unas cuantas muelas que había perdido, supongo que por efecto de la pestilencia. El rabo seguía metido entre mis pantalones. Me dejé llevar entonces por una dulce y amable oscuridad. Hete aquí que me encuentro nuevamente consciente. La sala en la que estoy sentado me tiene anonadado. Suelos de mármol, alfombras orientales, espejos venecianos, aparadores victorianos, librerías y sillones estilo Sheraton atraen mi atención, de la misma forma que la luz a las polillas y eso que a mí me importan un rábano la decoración y el interiorismo. Yo soy más de IKEA y de sus montajes tan sofisticados y entretenidos solo aptos para mentes del norte de Europa. Mientras espero pacientemente a que el Señor Conde me reciba, el fétido olor desaparece para consuelo de mis maltratadas fosas nasales Del fondo de la estancia surge la figura de un hombre joven, apuesto. Con la fría belleza marmórea de los guaperas de gimnasio que se alimentan de la envidia del resto de los mortales De gran altura, demasiado para mi gusto. Nunca me atrajo la idea de estirar el cuello para dirigirme a las personas. Me da tortícolis. Finalmente se acerca a mí, mientras analiza
intensamente mi pobre humanidad, desde unos ojos provistos con la terrible belleza de las pupilas lavanda de Elisabeth Taylor. —¡No se moleste, don Oliverio! ¡No se levante! ¡Quédese tranquilo y cómodo! Mi nombre es Iñigo … —¿Cómo lo hace? ¡Si no ha abierto la boca y lo escucho alto y claro! —No me diga más, eso es ¿telequinesia? —No el término correcto es… —¡No me lo diga , no me lo diga! —Telepatía… —¿Y por qué no usa la boca, como Dios manda, para hablar? —No es recomendable en absoluto, incluso sería trágico para su integridad física. —Mientras se acercaba a mí, noté que sus ropas eran las típicas del siglo XXI, vaqueros raídos y camiseta negra ajustada a su potente musculatura. El pedo de Cointreau me estaba durando, más de… — ¡No, no sufre ningún tipo de alucinación producida por el alcohol, querido doctor! Es a través de los sueños que yo puedo comunicarme con usted y con los de su raza. — ¿Cómo dice? —Esta sí que era buena. —No debería escandalizarse, teniendo en cuenta cómo obtuvo sus poderes. —No, hijito, si yo ya no me trastorno con nada ni por nadie. Solo que me choca un poquitín que ande por aquí en un mundo paralelo. Hablando con un ser de otra raza distinta a la mía. ¿Y en qué nos diferenciamos, amigo Iñigo, si se puede saber? Aunque claro, tontito no soy. Calculo que tras esa boca, se esconden unos piños marfileños con los caninos un pelín más desarrollados de lo estrictamente conveniente. Si se piensa que me voy a asustar,… ¡olvídelo! Su lacayo, ese que se parece tanto al padre de doña Inés, debe estar muy orgulloso de los colmillos que posee. No
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Consultorio amoroso hacía más que mostrármelos durante el viaje… deduzco que su raza tiene un gusto desmesurado por ¿la carne poco hecha? ¿Los cuellos de un blanco prístino de inocentes adolescentes? —Bien, si me permite. —¡¡Nooo!! No le permito nada. ¡Quiero irme a casa a ver don Juan Tenorioooooo! ¡Pero solo, yaaa! ¿Qué ha hecho con mi quijada y mi rabo? ¡Devuélvamelos ahora mismo! ¡Sáqueme de este sueño, o borrachera o de lo que sea que se haya servido para traerme a este mundo paralelo, coincidente o secanteeeeeeee! —No sé ni para qué me molesté en gastar saliva y cuerdas vocales. Me hallaba frente a un genio del control de las mentes. Posó su mirada sobre la mía, y al momento siguiente la flojera invadía mi cuerpo y mi raciocinio. —Solo le pido que me escuche. Y que si puede, me ayude. Le prometo que seré breve y conciso. —Se sentó a mi lado. Comprobé más de cerca su fuerza, su juventud, y un levísimo aroma a… ¿?¿? —Estando de vacaciones en una casa “lunariega” de las Pedroñeras, capital mundial del ajo con mi amigo Basilio Sotavento PérezCerillero, Conde de Bonafragua… —Esto es increíble, caballero. Pero, ¿se puede saber qué hace un individuo de su raza entre ajos? —Puro y duro “morbo”, doctor… —Mmmmm, morbo, ¿Dónde habré oído o leído yo esa palabreja? Últimamente sale hasta en la sopa… —¡Concéntrese doctor o no podrá ayudarme! Como le decía, Basil y yo salimos de ronda la misma noche que llegamos. Fue entonces cuando apareció ante mis ojos una mujer deslumbrante. No pude resistirme y … —La mordió… —Sí, la verdad es que sí.
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—Mire tengo prisa por llegar a mi casa. —Hice ademán de levantarme. Este tipo de clientela me ponía muy nervioso. Debí adquirir en aquella chamarilería, aquellos crucifijos tan bonitos… —No le ocurrirá nada. Se lo prometo. Solo deje que termine mi relato. —Posó su mirada tranquilizadora en mí. Le creí. No sé por qué lo hice, pero me volví a sentar, y juré que escucharía lo que tuviera a bien transmitirme. —Cuando la mordí, ignoraba las consecuencias de aquel acto tan natural en mí. Aquella mujer tenía la sangre envenenada —¿Se enamoró de ella al primer mordisco? —Es algo más complicado. Aunque sí, para qué negarlo. Me enamoré de ella. El problema es grave. Desde entonces vivo recluido en este mundo onírico, por temor a ocasionar catástrofes en el suyo. Algo así como un exterminio total de los seres vivos que habitan su planeta. —No será tan grave. —¡Mordí nada menos que a la dueña de una de las fábricas de ajos en conserva! —¿Y? —¿Cómo que Y? Trabaja en el departamento de control de calidad. ¡¡Se pasa la jornada de trabajo, probando ajossss!! —¿Y? —No puedo abrir la boca. Esa sangre, me “repite” Padezco desde entonces halitosis. —¿Cómo? —¡Mal aliento! Halitosis. —No, si le entendí. Vaya si lo comprendí. O sea ¿¿¿ Que me hace pasar las de Caín solo para escuchar que le huele el bote??? Mire es fácil, lávese los colmillos tres veces al día, y tómese un caramelito de menta si es que en este mundo secante no existen los colutorios. —La indignación hizo
Dr. Morfidal sobreponerme a la debilidad que sentía y esta vez sí, me levanté enérgicamente del sofá. Me dirigí a la puerta con paso firme, y en el momento en que posé la mano sobre el picaporte, noté ese olor que no por familiar, resultaba menos hediondo—. ¡Oh cielos! ¡Ese tufo otra vez! ¿Qué le pasa a su condado? ¿Han desenterrado a todos los muertos para celebrar Halloween? —Cerré los ojos un momento, pero no fue a causa del sueño, sino para reunir las fuerzas suficientes y pedir socorro. —¡Rápido tráigame un gin tonic, un cognac,… algo, siento que me estoy muriendo o algo peor! ¡Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris! ¡Jajajajaja! — ¡Si se me daba bien hasta el latín! —¡Sosiéguese hombre!—De nuevo escuchaba su voz dentro de mi cabeza. El decorado había cambiado ciertamente. Ahora me hallaba tumbado en una gran cama con dosel mientras el rabo me acariciaba la cara y la
quijada se posaba sobre mi hombro. Probablemente había perdido el conocimiento.¡Qué ratos más malos me estaba dando el jodío conde halitósico! — No tuve más remedio que demostrarle lo que estoy padeciendo, por culpa de ese mordisco, abriendo la boca un poco para que entendiera. No puedo acercarme a nadie. Mis bostezos producen catástrofes apocalípticas. La mujer que amo, a la que mordí, se debate entre la vida y la muerte. —No entiendo Iñigo. —Me incorporé, doblando los almohadones y apoyando la espalda sobre ellos. El joven se paseaba por la estancia todo nerviosito, mesándose los cabellos. Por fin había conseguido atraer mi atención—. ¡Explíquese! ¿Qué es eso de que su amada se debate…? —Muy sencillo. Justo al instante de morderla, la sonreí. Cayó como un saco de patatas, Intoxicada por la inhalación de los vapores… —¿Fue rápida la reacción en su cuerpo entonces? —Nada más morderla, el sabor a ajo me impactó con la fuerza de mil megatones. La reacción fue instantánea. Ella no pudo soportar el aroma... —¿Se encuentra aquí? —En la habitación contigua. La pobre está así como cataléptica. Mi sangre podría ayudarla si no estuviera envenenada… —Quiero verla. —¿Me ayudará? —¡Lléveme con ella! Luego le daré la solución. —No me dio casi tiempo a poner un pie en el suelo, y ya me hallaba frente a aquella dama postrada en la cama. El teletransporte era un medio magnífico para trasladarse ¡sí señor!). Su respiración era acompasada, sí, pero ese color verde de cara no me gustaba nada.
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Consultorio amoroso —Está muy mal, ¿verdad? —Iñigo, ¿Entiende que no soy médico? —Su cara era todo un poema. —Sin embargo existe un principio que el hombre conoce desde que el mundo es mundo. —Soy solo un poco más joven que el mundo, seguro que he oído hablar de él. —“¡Similia similibus curantur! ¡similia smilibus sulvantur!” ¡Traduce, querida quijada, a este señor! —¡Las cosas semejantes se curan con las semejantes! ¡hiiiiiiiii! ¡Y las semejantes disuelven a las semejantes! —Finalizó el conde. —Conozco unos ajos en conserva de la marca Hacendoso, que consumo habitualmente para el corazón. ¡Cómprelos! Tome unos cuantos. No muchos. Seguro que le curarán del mal que padece. También los venden en formato de “perlas”. No sea ansioso. Con que mastique una pequeña cantidad servirá. En mi mundo hay un montón de supermercados donde encontrará lo que le
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digo. Funcionará. ¡No se preocupe! —¡No sé qué decir! No se me hubiera ocurrido nunca. —Cuando su sangre esté purificada, podrá salvar a su amada conforme tuviera planeado… —¿Cómo puedo agradecerle? —¡Teletranspórteme a mi casa, no quiero volver a viajar con ese lacayo suyo que solo me produce escalofríos! ¡Bórreme de la memoria todo lo que he vivido en este universo paralelo! ¡Colóqueme en mi sofá frente al televisor viendo al Tenorio! Solo deseo… Treinta y uno de octubre. Me encuentro apaciblemente acomodado en el salón de mi casa. El hogar desprende calor y una luz única y perfecta que ilumina la estancia. Aún así, estoy arrebujado en una batamanta con mi quijada y mi rabo. Hoy es la Noche de Difuntos.
En el lejano Oeste, donde impera la ley del mรกs fuerte, dos hombres valientes lucharรกn por el amor de una mujer.
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T
odo el mundo sabe quién es, pero nadie hasta ahora se había atrevido a hablar de ella. ¿Por qué yo lo hago? Porque a mí la bruja con gafas y cara de antigua no me da ningún miedo. Porque puede que yo esté más resentida y amargada que ella. Porque a mí no ha nacido quien me amenace, porque me apetece que esa bruja enana, destalentada y amargada se entere de quién soy yo y porque es Halloween y me divierte que esta tía se cague por la patilla. Yo la llevo siguiendo desde hace tiempo desde mi trinchera, flipando con su falsedad, su ambición patética y su mala baba, si bien no entramos en contacto hasta que hace unos días me escribió un privado, con un link a su última novela, que adjuntaba la siguiente amenaza: ¡Hola! Soy Esperanza Maravillas, tengo dos carreras y llevo escribiendo desde que le mangué el boli al ginécologo que atendió a mi madre en el parto. Soy muy buena en esto, pero el mercado es un puto cabrón que no hay quien coño lo entienda. Ahora, que todo lo que sube baja, y ya te digo yo que esas que están arriba acabarán mordiendo el polvo y terminarán autopublicando en Amazon truños que ni reseñará la bloguera SinGusto Peláez, esa que todo le parece chachichupiruli y que se vende por tres marcapáginas. Serán apestadas, nadie querrá tenerlas ni en su blogroll y yo sonreiré porque lo vi venir y supe apartarme a tiempo para que no me salpicara la sangre. Tiempo al tiempo. Soy paciente y no olvido. Sé muy bien quién me quiere y quien no, y eso siempre trae consecuencias, acción-reacción, si tú me das, yo te doy, si tú me quitas, yo te destruyo. Tengo un blog con tropecientas mil visitas y followers para parar un tren, así que lámeme el culo o te arrepentirás. Mis lectores siguen a pies juntillas todo lo que digo, no puede ser de otra forma porque yo tengo criterio, todo el criterio. Si yo digo que algo es bueno, es porque me interesa hacer descaradamente la pelota a la autora; y si digo que algo es malo, es porque lo ha escrito una zorrasca que puede hacerme sombra, y yo soy de las que al enemigo, ni agua. Esto me ha hecho recordar que tengo que hacer limpieza de amistades, a la mierda con todas esas desgraciadas que no me han puesto un comentario cantando las excelencias de mi novela o las que no se pasan a jalear las genialidades que pongo en mis estados. Yo no olvido, recuerdo cada cara y ajusto cuentas reseñando. Así 24
que nada, tú te lees con toda tranquilidad mi novela y ya me cuentas, guapísima. Y en cuanto a ti, he leído que has escrito una novela y que ahora la estás moviendo por las editoriales. Genial. Pásamela. Ya sabes que yo estoy aquí para ayudaros a todas, que me desvivo por poner a vuestras novelas en el lugar que merecen, generalmente en el puto fango, soy muy sincera, terriblemente, es lo que hay, y a las mías en el lugar que verdaderamente merecen, lo más alto. Pues creo que ya está todo lo que quería decirte. Qué a gusto me he quedado, a veces apetece ser clara y sé que tú eres el tipo de escritora que me entiende, por eso me he atrevido a mandarte este mensaje con el que te identificarás a la perfección. Sin máscaras. En público jamás hablaría tan a las claras, pero contigo intuyo que todo va a fluir. Saludines, maja. Por un mundo más justo... La Señorita Maravillas Pues sí. Pienso como ella. Máscaras fuera. Además me ha quedado tan claro y fluyo de tal forma, que, por un mundo más justo, publico hoy la carta. Saludines, guapas y que te den, Maravillas.
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Doña Inés y la última frontera
U
no de los procesos que más polémicas suscitan cuando analizamos novelas románticas es la mutación del cabrón con pintas en peluchín amoroso. ¿Un tío mujeriego, perdona-vidas, vanidoso y egoísta, puede transformarse en una criatura amorosa, sensible, fiel, generosa y
humilde? ¿De verdad tenemos el poder de cambiar al hombre que amamos? ¿Por qué nos seduce tanto la idea de la redención del malote? Como es Halloween voy a tomar de ejemplo a Doña Inés de Zorrilla que, aunque sea figura fantasmal de apariencia antigua y apolillada, es perfecta para ejemplificar a priori aspectos de la condición humana tan interesantes como: la atracción por el canalla, la tendencia a domesticar al crápula y lo que yo denomino el mal de Torquemada o lo que viene a ser el gustazo por convertir al infiel. Don Juan no necesita presentaciones, todo el mundo lo conoce: ¿No es verdad ángel de amor...? Es ese señor que solo necesita cinco días para seducirte, engañarte y salir por piernas. ...uno para enamorarlas,/ otro para conseguirlas,/ otro para abandonarlas,/ dos para sustituirlas,/ y una hora para olvidarlas. Según los expertos, Don Juan es un histérico de libro incapacitado para mantener relaciones de amor estables en las que superar la agresividad y el odio propio de relaciones infantiles. Además, su afición al aquí-te-pillo-aquí-te-mato podría obedecer a que padece algún tipo de problema sexual, tal vez impotencia o eyaculación precoz, o bien que fuera un adicto al sexo gimnástico como respuesta a un abuso infantil. En cualquier caso, es alguien con problemas que buscaría en ese frenético ir de flor en flor, el amor perdido de la madre. De hecho, no aparece la madre ni ninguna figura femenina en la vida de Don Juan, a excepción de Doña Inés. ¿Supliría entonces esa ausencia materna con una vida amorosa desaforada? Podría ser que su comportamiento fuera el de un Edipo vengativo, que ejerciendo de depredador no pretendería más que aniquilar lo que le ha provocado tanto dolor y sufrimiento: lo femenino. Don Juan es una víctima y doña Inés con toda su supuesta ingenuidad y candidez es capaz de ver no solo al conquistador y al aventurero que todo el mundo admira, al hombre con una gran carga experiencial que es garantía de diversión absoluta, sino también al hombre herido que se oculta detrás del fanfarrón, del calavera, del frívolo, del arrogante, del burlador de mujeres.
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Corazón DeSastre Doña Inés se siente muy atraída por este hombre diferente, tanto que decide rebelarse contra su destino monjil, dejarse llevar por la pasión y, de una forma inexorable, enamorarse hasta las trancas de don Juan, que recibe su amor como un regalo de Dios para salvarlo. No es, doña Inés, Satanás/quien pone este/amor en mi:/es Dios, que quiere por ti/ganarme para/él/quizás. Y esa convicción es la que le hace ponerse de rodillas, arrepentido, ante su suegro el Comendador para pedir la mano de su amada, si bien este lo desprecia, lo espolea y acaban retándose en un duelo en el que el padre de doña Inés perderá la vida. Sin esperanzas ya de salvación y culpando a Dios de lo sucedido, don Juan huye a Italia: Llamé al Cielo y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la tierra responda el Cielo, y no yo. Cinco años después, Don Juan regresa a Sevilla, y un día de visita al cementerio se topa con el sepulcro de doña Inés, que ha muerto de pena ante la imposibilidad de su amor. De súbito, la muchacha se le aparece en forma de fantasma para rogarle que se arrepienta de sus pecados, pues es la única forma de que su salvación y su amor sean eternos, de lo contrario, los dos se condenarán para siempre. Alucinado, pero convencido de que solo es un sueño, don Juan se encuentra con sus amigos Centellas y Avellanada a quienes invita a cenar junto al Comendador ya que se jacta, él siempre interpretando su papel de machito alfa, de que no tiene miedo a los fantasmas. Cual no es su sorpresa cuando en mitad de la cena se escucha un aldabonazo, y aparece el fantasma del Comendardor para llevarse a don Juan a los infiernos. Don Juan se lo hace encima, porque en el fondo no es el que dice ser. Y es entonces cuando aparece doña Inés, que no solo perdona lo que ha hecho a su
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Gema Samaro padre, sino que media para salvar su alma. Doña Inés se transforma en la heroína absoluta, su amor es puro, incondicional, lo perdona todo, el asesinato, las mentiras y el olvido. Ante su presencia, todo el arrojo y la valentía de don Juan quedan en nada, y más con su arrepentimiento postrero, en el que le vemos vencido y aterrorizado ante la ira de Dios, renunciando al infierno, pero también a sí mismo, a su tan cacareada naturaleza rebelde, indómita y salvaje. Don Juan al final de la obra se nos queda en nada, es un muñeco desinflado y patético, al lado de la fuerza y el amor arrolladores de doña Inés que lo arriesga y lo da todo. En esta historia, y me temo que en todas las historias no hay transformación posible, solo caen las máscaras, hasta que aparecen los verdaderos rostros. La grandeza y la generosidad de doña Inés, la mujer valiente, que perdona y que espera incluso después de la muerte, eclipsa al héroe romántico que queda convertido en poco menos que un guiñapo. Por cierto, ¿os imagináis si hubiese sido al revés? ¿Conocéis algún personaje literario masculino que ame y perdone a su amada díscola y que la espere más allá de la muerte? Ya. Yo tampoco. Las mujeres fatales me temo que no tienen derecho a la salvación ni a la redención, no tienen más destino que la muerte, pero eso es otro artículo. Siguiendo con don Juan, no es que se produzca mutación de libertino sino que el amor hace que se rebele su verdadera naturaleza y eso es lo que al fin termina redimiéndole. Doña Inés, como todas, se siente atraída por el crápula que ha vivido demasiado y tiene mucho que contar, pero en seguida se da cuenta que no es solo el hombre que dicen que es, sino que ni siquiera el hombre que él mismo cree que es. Y realmente no lo cambia, ni lo domestica, ni se dedica a atarle en corto y a controlarle para evitar ser engañada. Ella solo ama, se arriesga y cruza hasta la última frontera donde lo espera, tal y como es. Por eso, ella es la gran heroína de este drama, la que gana, la verdaderamente admirable, la que consigue que el pobre don Juan, reducido a lo que en esencia es, un pobre pelele, encuentre su sitio en alguna parte: aunque sea en algún lugar del cielo.
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C am i n o S o r i a
E n t r e p o e t as y f an t as m as
E
s la primera vez que cuento esto y me ocurrió hace ya algunos años. Me amparo en que nadie de mi gente sabe que escribo en esta revista. Tampoco vosotros me conocéis aún, pero debéis de saber que todo lo que cuento siempre es verdad, por más que lo adorne o me sirva de recursos. Lo mío es pura deformación profesional y se me escapa la retórica aún cuando no lo pretendo. A día de hoy sigo sin saber cómo ocurrió o si todo fue un delirio. Un compañero me invitó a pasar el puente de los Santos en la casa de su familia en Soria. Me pintó el plan tan lleno de alcohol y fiesta que no dudé un segundo en apuntarme. Se trataba, por así decirlo, de una tradición fundada por su hermano: hacer una fiesta de Halloween con los amigos en la vieja casa familiar. El hermano que es un fan del Tenorio y junto a su mujer, haciendo de Doña Inés, representaban un par de escenas. Los demás se disfrazaban de fantasmas errantes y demás parafernalia, se leían leyendas de Bécquer y le daban de lo lindo al vino, la zurra y al yantar hasta la madrugada. Me aseguró que no tendríamos el cuerpo para jotas al día siguiente por lo que nos fuimos en autobús. Llegamos a Soria en un día típico de otoño con el cielo gris claro. La casona de dos plantas, en una calleja que daba a la plaza del Rosel, tenía en su fachada piedras de sillería, ventanas enrejadas y los restos de lo que debió ser un escudo junto al portalón de entrada. Dentro bullía de actividad. Carlos me presentó a su hermano y a otros dos más junto a la lumbre. Estaban haciendo la caldereta, catando cuantas veces sea necesario como bien me informaron. En este grupo de amigos todos eran familia, o eso me pareció en las presentaciones. Entre primos y primos de primos me recordó al pueblo de mi padre, donde todos se tocaban algo y a duras penas logré retener un nombre. Salvo el de ella, Mabel, que me acompañó a dejar la mochila en la habitación en la primera planta. Dos mujeres risueñas bajaron las escaleras con sillas y se llevaron a mi guía, que dejó un “ha sido un placer” y una sonrisa colgando tras ella. Acompañé a mi amigo a recoger varios encargos mientras varias mujeres acomodaban los muebles para dar cabida a todos los que seríamos, acondicionarlo con velas y demás aportes siniestros. La casa, con su zócalo de azulejos, su escalera de madera oscura, sus anchas paredes de piedra y sus corrientes de aire, me pareció bastante tétrica per se. Mi primera impresión de que la ciudad era como un pueblo se afianzó andando por ella con Carlos. Gerardo Diego en el poema Paseo de Portales calcó esa sensación rural: Los ausentes que tornan, / los trajes que se estrenan, / las risas que se pierden, / los ojos que acechan. ¿Ruso, no me escuchas? Oí que preguntaba Carlos mientras yo volvía de mi mundo. Habíamos pasado frente a la Iglesia de Santo Domingo y me había quedado absorto, como me suele suceder cuando 30
trato de recordar versos o imágenes. Él me estaba hablando de las pastas de las Clarisas, que seguro que estaban de muerte, pero yo estaba analizando la fachada del monumento, sus impresionantes arquivoltas y cómo el románico siempre consigue conmoverme. El caso es que me encontraba algo raro. No, perdona. ¿Qué me decías? Andábamos de vuelta a casa a buen paso porque el frío soriano se acentuaba. Pues que la leyenda del Monte de las ánimas la leerás tú esta noche, que tienes la voz más grave que yo. Se lo he dicho a mi hermano y le parece bien la idea. Me eché a reír, porque ya sabía yo que ese era el motivo por el que me llevaba a la fiesta, escaquearse del papel asignado. No le gustaba ni un pelo hablar en público y no tenía alma de juglar mi amigo, por lo que era un mal trago para él. De acuerdo, pero cumplo con vestir de negro. Lo del disfraz lo dejo para ti. ¿Me llevarás a conocer el monte al menos? La cara de mi amigo era un poema, Pffff, Ruso, tengo aún que hacer las migas. A una legua se notaban las pocas ganas que tenía de pasear. Pareció decidirlo de repente mientras me indicaba Mira, al final de la calle, sigues por San Agustín y cruzando el Duero verás las indicaciones. No te vayas hasta San Saturio que hay casi una hora de paseo. Asentí mientras preguntaba ¿A qué hora empieza la fiesta? No me parecía mal plan dar un paseo por esas sendas que recorriera Machado. Los románticos nacemos así, un poco idos de la olla. En un par de horas, cuando anochezca llegará todo el mundo. ¡Ruso, no hagas que tenga que ir a buscarte! Me gritó cuando ya iba a buen paso calle abajo, porque como bien imaginareis, pensaba llegar hasta dónde me habían dicho que no lo hiciera. Cruzando el viejo puente el frío se iba acentuando. Abroché hasta el último botón de mi cazadora. Un grupo en sentido contrario al mío hablaban emocionados del claustro de San Juan. Justo frente a mi apareció la señal indicando el monumento. Mi asombro al cruzar la tapia fue total. Mi total desconocimiento de este monasterio no me había preparado para lo que me esperaba. Tal mezcla de estilos, combinados en aquellas arquerías sin cubrir semejante a un esqueleto, me dejo pensando apoyado contra el muro. Perteneciendo a la orden Hospitalaria ese catálogo de arcos se me hacían un símil de la gran variedad de gente que cruzó por ellos y recorrió ese Monte de las Ánimas. En el interior de la iglesia fui atraído hacia los capiteles de uno de los
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Maneras de vivir dos templetes. Desde allí seres fantásticos contaban su historia, vista en mi mente como en una película; un centauro, arpías, dragones, una hidra... El tiempo no se detuvo mientras yo soñaba despierto otras vidas. Las indicaciones hacia San Polo, antiguo monasterio del Temple, me llevaron a un camino bordeado por unos altos setos que parecían muros. La profusa vegetación que cubría las paredes del monasterio y la luz plomiza de finales de octubre afectaron mi ánimo, que iba volviéndose más melancólico por momentos. Atravesé San Polo y seguí el sendero, disfrutando de las vistas del Duero. A lo largo del camino, se podían leer placas con versos de Machado. ¡Colinas plateadas, / grises alcornoques, cárdenas roquedas / por donde traza el Duero / su curva de ballesta / en torno a Soria, oscuros encinares / ariscos pedregales, calvas sierras... En aquel solitario paraje en aquellas fechas y en esas horas, comprendí la inspiración que aquellas tierras encontraron los poetas. El sendero paralelo al río, los montes con sus antecedentes de batallas templarias, esa Soria “mística y guerrera” descrita por Machado... Al fondo, espectacular, colgada de la roca, divisé la ermita de San Saturio. Fue poner un pie en sus escaleras de piedra y empezar a aullar el viento. Por detrás del monte una gran nube, oscura y cargada se desplazaba hacia la ciudad. Di media vuelta. Subí el cuello del jersey lo más que pude y oculté las manos en lo más profundo de los bolsillos de mi chaqueta, pero el viento parecía encontrar la forma de pasear por la piel de mi espalda. Repetía inconscientemente unos versos del poeta sevillano que memoricé de pequeño en la escuela: aquí bocas que bostezan o monstruos de tierras garras; allí una informe joroba, allá una grotesca panza, torvos hocicos de fieras y dentaduras melladas, rocas y rocas, y troncos y troncos, ramas y ramas. En el hondón del barranco la noche, el miedo y el agua. Miré las aguas del Duero y no me quedó más remedio que acercarme a su orilla. Ante mis ojos la corriente fluía en sentido contrario al que había observado hacía unos minutos. Pensé que estaba alucinando, y fue cuando noté que algo se movía cerca de mí. Un gran sapo, oscuro y brillante había saltado a un palmo de mis botas. Ruso, te estás volviendo loco pensé, retomando la marcha a buen ritmo, solo entre los álamos temblones. Loco, loco... me repetía, porque mientras andaba, escuchaba susurros en el viento y hasta un eco lejano de campanas. Creo que pocas veces he andado a semejante velocidad. Y pese al ejercicio, mis dedos y mi nariz estaban helados al llegar. Llamé al timbre y Carlos fue quién abrió la puerta. La noche caía sobre la ciudad a mis espaldas. Dentro de la casa los aromas a guiso y lumbre cargaban el aire. Ya pensaba en salir a buscarte. Yo con las manos aún sin circulación abría y cerraba los dedos. No he tardado tanto, murmuré sin demasiada convicción. 32
Ruso Lo cierto es que no sabía cuanto había estado fuera, pero pudo ser más de hora y media. Mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad del portal y pude ver que la mayoría ya disfrazados, un par junto a las escaleras eran esqueletos, una bruja, creo que al fondo de la sala vi algún fantasma. En la habitación anochecía mientras me cambiaba de ropa con dedos torpes. La oscuridad cayó de golpe obligándome a encender la luz para terminar de calzarme. Soria vivía la noche de difuntos de puertas para dentro, nadie cruzaba por las calles. Como banda sonora se escuchaban unos ladridos lastimeros. La cena, copiosa. El vino, reconfortante. La compañía, amena. Mis sentidos, aletargados. Los anfitriones, con más oficio que arte, interpretaron el clásico de Zorrilla de la noche de difuntos arrancando clamores con posos de tinto. El libro de leyendas sobre mi regazo esperaba a que tocara mi turno. Yo arrinconado en un acogedor sofá, pedí leer desde allí. Como estaba lejos de la claridad del fuego tuvo que alumbrarme con una pequeña linterna una chica disfrazada de bruja, de las de verruga y escoba. Acomodó su pequeño cuerpo en el brazo del sofá y enfocó al libro, que junto a mis manos, era lo único que se veía nítidamente en esa esquina de la sala. Pese a la cantidad de alcohol ingerida seguía sintiendo los pies helados y un martilleo persistente en la cabeza. Me dolía la garganta al leer en alto. Noté que mi voz, más grave de lo acostumbrado, se rompía en algunos párrafos. <<La noche de difuntos me despertó a no qué se hora el doblar de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria... >> Cuando terminé la leyenda, el martilleo en mis sienes me tenía mareado y me apreté la frente. La bruja que estaba mirándome fijamente dijo: Tienes mala cara, ¿te encuentras bien? Sonreí Este vino, que entra solo. ¿Dónde está el baño? Subí a la primera planta ya que al fondo del pasillo dejando atrás mi habitación estaba el baño. No fui capaz de localizar los interruptores e iba a ciegas. Se escuchaban, deformadas contra las gruesas paredes, las voces y risas del salón. El aire hacía rechinar una puerta mal cerrada en el piso de arriba. Olía al humo del fuego, las velas y el tabaco por toda la casa. Me lavé la cara para ver si me despejaba un poco porque la noche de los Santos me estaba cayendo como un tiro. Al volverme el corazón me saltó del pecho. No había oído a nadie venir detrás de mí, pero ahí estaba ella. Sujetando una vela en medio de la oscuridad del pasillo. Vestida con un hábito blanco y el pelo suelto. Más que una monja parecía ser la representación de un ánima, con un camisón liviano que se movía sutilmente sobre sus pies descalzos sobre la alfombra. Mabel, vas a helarte, me acerqué. Sus ojos, tal vez por efecto de la vela tenían un verde brillante que no recordaba. Para eso estás tú, para darme calor. También su voz sonó completamente distinta, parecía otra mujer. Sonrió. Sonreí. Sopló la vela y la dejó sobre la cómoda. Sus labios cálidos contrastaban con el frío de los míos. El calor se empezaba a extender desde mi boca al resto de mi cuerpo de una manera extraña. Recorrí su cuerpo, apenas cubierto, con manos exploradoras. La excitación aumentó mis latidos tan rápidamente que paré mis caricias con brusquedad. Sentí la mente embotada. En mi recuerdo todo parece irreal. Se acercó a mi sensual, marcando con sus pezones endurecidos un sendero sobre mi camisa y mordió mi cuello con fuerza, susurrando junto a mi oreja sabes a vino tinto. Un calor ardiente se anudó a mi cintura. Allí mismo la alcé sujetándola contra la pared. Besándonos profundamente enlazó sus piernas en torno a mis caderas. Mis dedos recorrieron sus nalgas, estaba completamente desnuda bajo la túnica. Una 33
Maneras de vivir de sus manos me desabrochó el pantalón y comenzó a acariciarme. La sangre me ardía casi incapaz de organizar un pensamiento coherente. De nuevo rechinó una puerta y me volví instintivamente. Solo descubrí el pasillo vacío lleno de sombras. El ruido de la gente en el piso inferior consiguió devolverme un momento la lucidez. Entré en la habitación, cerré con el pie y me tumbé sobre la cama sin soltar mi placentera carga. Con movimientos precisos me liberó y me introdujo en su interior. Hipnotizado, contemplé sus movimientos certeros. No se detuvo hasta que temblorosa cayó sobre mi pecho. Después nos quitamos la ropa y entre las sábanas continuamos nuestra tarea. Fuera la noche empeoraba, el viento arreciaba y la cama gemía al compás nuestro. Me desperté tiritando con la claridad entrando por la ventana. Completamente solo y con el cuerpo dolorido. En la cocina pregunté a Carlos cuándo se había ido de la fiesta Mabel, pareció desconcertado ¿Mabel? Pero si ayer por la tarde se fue con sus padres al pueblo. Completamente confundido volví a insistir, pero me confirmaron que no estuvo ni en la fiesta ni en Soria desde antes del anochecer. La cuñada de Carlos me tocó la frente, estás ardiendo de fiebre, confirmó. Por un rato pensé que todo podía haber sido un sueño y que nada había sucedido la noche anterior pero en el autobús de vuelta Carlos señaló mi cuello ¡Menudo mordisco, Ruso! ¿Qué tipo de paseo diste tu ayer? muerto de risa continuó, ¿pero en medio del monte, hombre, cómo no vas a pillar una gripe?
Sor Virtudes y los siete vampiros empalmados
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abía una vez un convento donde vivía una monjita llamada Virtudes. Su piel era blanca como el nácar y suave como el terciopelo. Sus pechos evocaban a sandías enormes, los cuales estaban coronados por cumbres rosadas como caramelos de fresas tentando al alma más puritana. Su felpudo, recortado con forma de corazón, escondía una cueva de exquisito placer y quien entraba allí se perdía para la eternidad en sus profundidades cubiertas de mieles calientes. Cuentan las malas lenguas que era multiorgásmica, algo que sacaba de quicio a la madre superiora, pues solo ella −como máxima representante de la Santa Madre Iglesia− tenía derecho a tener orgasmos. La bruja madre superiora vivía en un edificio anexo al convento decorado con máximo lujo. En sus paredes había colgados tesoros de valor incalculable y los hábitos de su armario estaban confeccionados con la seda más exquisita. Tenía varios criados y un cocinero de renombre a su servicio que le preparaba los manjares más suculentos. Incluso gozaba como una loca en su harén de hombres alfa bien dotados. Vivir con humildad no estaba entre sus creencias y la opulencia regía su día a día. Además poseía un gran tesoro: un espejo mágico de oro burilado con motivos grotescos que había 36
robado del mismo Vaticano. Dicho espejo era muy cotilla, un estilo al Sálvame, ¡lo sabía todo de todo el mundo! −Espejito, espejito mágico, dime: ¿quién tiene los orgasmos más fantásticos? −preguntaba la madre superiora al espejo cada mañana cuando se levantaba. −Tú, mi ama, es quien tiene los orgasmos más fantásticos −contestaba con reverencia el espejo. Pero un día no le contestó lo mismo: −Mi ama, es Sor Virtudes la que tiene los orgasmos más fantásticos, ella es multiorgásmica… La madre superiora entró en cólera, nadie, absolutamente nadie, podía desafiarla de aquella manera. Ella, mujer malvada con recursos, ideó un maléfico plan a fin de liberarse de Sor Virtudes. Se acordó de que no muy lejos de allí, en el centro de la espesura de un bosque había un convento abandonado. Se decía que por aquel prohibido lugar seres de otras dimensiones transitaban a placer. Era tal el ambiente terrorífico que se respiraba que incluso los rayos de sol se negaban a traspasar las tupidas copas verdes de los árboles. Circulaban varias leyendas sobre aquel bosque, en todas se decía que el valiente que se adentraba en sus entrañas nunca más regresaba. Por ello, con el paso de los siglos
se le había bautizado con el nombre del Bosque Devorahombres. La madre superiora no tardó en cavilar su maléfico plan: enviaría a Sor Virtudes al Bosque Devorahombres con cualquier excusa estúpida y se libraría de ella para siempre. Ya paladeaba la victoria y una risa histriónica de triunfo recorrió todo el convento mientras. Dicho y hecho. La bruja religiosa convenció a la inocente monjita con el cuento de que en aquel bosque la esperaba un hombre con un miembro XXL aficionado al sexo. Ella con un hambre sexual insaciable se levantó el hábito y corrió como una posesa hacia el Bosque Devorahombres. Una vez en el interior quedó atrapada, plantas espinosas se alargaron como si fueran tentáculos de pulpos verdes. Las ramas de los árboles hicieron lo mismo y pronto la inocente, pura y culta monjita se vio cercada de monstruos sin cara ni ojos. Sor Virtudes no tenía nada qué hacer. Estaba atrapada, a merced de lo que quisieran hacerle aquellas plantas salvajes. Hizo lo que hace una buena doncella en un cuento de hadas: se desmayó con reverencia y se quedó tendida en el suelo ante los monstruos en una posición elegante, modosita y con el rostro de no haber roto nunca un plato. Su destino estaba sellado. Sor Virtudes abrió los ojos con lentitud. A su mente acudió la imagen de los monstruos del bosque antes de desmayarse con elegancia; no pudo evitarlo y el miedo acudió a su cuerpo. Se levantó rápidamente y se encontró rodeada de los hombres más espléndidos que había visto jamás. Se trataba de siete machos, había de todo: uno moreno, otro castaño, otro rubio, otro pelirrojo, otro mulato, otro de piel negra y un chino. La monjita los miró de arriba abajo y cual fue su regocijo cuando vio que iban completamente desnudos. Sus cuerpos eran
perfectos, fibrosos, de esos que quitan el aliento. Y no solo era eso, sino que en el ecuador de su espléndida anatomía se alzaban majestuosos unos miembros XXL, incluso la del chinito (¿quién dijo eso de que los orientales la tenían pequeña? Porque lo que ella veía en aquellos momentos distaba mucho de ser pequeña). −¡Bendito Jesús! −dijo la monjita con los ojos abiertos de par en par, se los comía con los ojos−. Esto sí que son máquinas. Los hombres expresaron su contento alzando sus respectivas erecciones con un movimiento de cadera hacía delante. Explicaron que eran vampiros en vías de extinción, pues solo quedaban ellos siete. Además no se alimentaban de sangre, sino de orgasmos, y cuantos más, mucho mejor. −Esto es el paraíso, mejor que el de Adán y Eva… −afirmó la virtuosa monjita. Los hombres respondieron a la afirmación con ojos de lujuria, tenían hambre y era evidente que deseaban a la dulce monjita de perfectas curvas y con cara de no haber roto nunca un plato. A esta no le pasó inadvertida tal mirada y como ellos iban desnudos Sor Virtudes pensó que había que solidarizarse con ellos. Así pues en un abrir de ojos estuvo delante de los hombres tal como vino al mundo, o sea desnuda de pies a cabeza. Los siete machos llevaron a la mujer a su hogar para allí atiborrarse del cuerpo femenino entre la privacidad que ofrecía sus paredes, paredes que si hablaran contarían mil y una noches de placer y pecado. Aunque el lugar donde vivían aquellos siete machos a primera vista daba la impresión de ser una especie de convento tenebroso, rodeado de hiedras espesas que parecían ahogar el cemento, la realidad era otra. Por dentro era el lugar más espectacular y lujoso de la tierra. Poseía siete baños y siete 37
Virtudes viciosas habitaciones decoradas con los más disparatados lujos y comodidades. Un Edén. Después de que Sor Virtudes satisficiera los deseos sexuales de aquellos insaciables machos en cada respectiva habitación, tomó las riendas del asunto. Asignó a cada uno de ellos un día de la semana; era fácil, eran siete y siete eran los días de la semana, o sea que cada día de la semana follaría con uno diferente. No se podía pedir más. Y así fue, cada día se metía en la cama de uno de esos espléndidos ejemplares masculinos para darle su alimento sexual. Por su parte los demás, mientras esperaban su turno, le preparaban suculentos alimentos, limpiaban el hogar, le hacían soberbios masajes, le componían bonitos poemas… Así era el día a día de Sor Virtudes: orgasmo tras orgasmo, habitación tras habitación y macho tras macho. Su vida trascurría entre gemidos lujuriosos, cuerpos sudorosos, posturas acrobáticas, penetraciones profundas, lametones húmedos, lenguas enredadas, felaciones fantásticas, erecciones sin fin... Nadie nunca probó tanto placer. Era la monjita más feliz del mundo mundial. Pero esto no sería un cuento de hadas si no entrara en acción la bruja de turno, es decir, la envidiosa madre superiora. Esta, muy segura de su triunfo, de que se había deshecho de la cándida y multiorgásmica Sor Virtudes, le preguntó al cotilla de su espejo: −Espejito, espejito mágico, dime: ¿quién tiene los orgasmos más fantásticos? −Ohhhhh, mi ama, Sor virtudes es quien tiene los orgasmos más fantásticos, vive con siete vampiros empalmados y se pasa el día teniendo multiorgasmos… −¡Calla, calla! No quiero saber nada más −explota la religiosa. Eso no podía ser, la madre superiora no podía consentir tal cosa. Así que se fue a las 38
mazmorras del convento en busca de un potente veneno. Ella misma en persona se encargaría de dar muerte a esa monjita tocanarices. De modo que sumergió una hostia en un potente veneno. Tan pronto como ese pan ácimo tocara la lengua de Sor Virtudes, esta caería muerta y desaparecería para la eternidad. Entonces la bruja madre superiora no tendría rival. Sin perder tiempo, se disfrazó de cura y se dirigió al Bosque Devorahombres. Aunque en un principio le costó cruzar debido a la espesa y tenebrosa vegetación, consiguió dar con el convento. Se encontró a Sor Virtudes recogiendo flores y se dirigió a ella. −Hola, bella monjita, ¿cuánto hace que no vas a misa? −Ohhh, padre, son muchos los días que he cambiado misa por alcoba. −Eso no puede ser, hay que ir a misa cada día. Venga, bella monjita, vamos a la Iglesia de este convento que yo mismo voy a oficiar una misa solo para ti. Sor Virtudes no puso impedimento. Además, había mucho pecado carnal que confesar, ella sabía que ni un millón de Padres Nuestros la salvarían de arder en el Infierno, pero qué más le daba, que le quitaran lo «bailao». Y llegó el momento en que Sor Virtudes tuvo que tomar el cuerpo de Cristo en su dulce lengua. Nada más tocar la puntita el veneno se extendió por su cuerpo. Se desplomó al suelo mientras la madre superiora, más bruja que nunca, reía sin parar. La dejó allí tendida y se fue contenta por su hazaña: había conseguido acabar con Sor Virtudes. Los siete vampiros empalmados
Sor Virtudes encontraron a su monjita preferida sin vida y dispusieron un altar cubierto con los mejores satenes, la cubrieron de flores y ellos y sus erectos penes la velaron día y noche. Pero un día un cura muy guapo al estilo príncipe azul de pelo rubio y ojos azules, alto y cuerpo fibroso que conducía un flamante Ferrari se perdió por el Bosque Devorahombres. Fue a parar al mismo lugar donde estaban los vampiros empalmados velando el cuerpo perfecto de Sor Virtudes. El religioso, cuando vio aquella bella monja, su corazón dio un brinco. En su vida había visto piel más blanca, labios inferiores y superiores más rosados, y pechos más suculentos
que aquellos. No pudo evitarlo y el niño Jesús de la cabeza «partía», que llevaba escondido dentro de su hábito, despertó a la vida transformándose en un enorme niño Jesús con un cabezón «partío» que quitaba el aliento y encima el muy cabroncete tenía unas ganas de jugar que incluso el cura príncipe azul se sorprendió. No pudo evitarlo y besó a la cándida, perfecta, estupenda, fantástica, maravillosa, elegante y culta Sor Virtudes. Como todo cuento de hadas se dio el ¡¡¡MILAGRO!!! y Sor Virtudes resucitó. El cura príncipe azul insistió en llevársela a su parroquia y convertirla en su diosa, le prometió que la trataría y viviría como una reina,
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Virtudes viciosas pues tenía un Ferrari último modelo, una Harley, un jacuzzi, un pilón de habitaciones, otro pilón de baños, piscina climatizaba, criados… y un montón de comodidades. Le explicó que contaba con muchos privilegios dentro de la Iglesia, ya que cualquier cura bien apreciado por el Vaticano podía hacer lo que le saliera de las pelotas. Además le prometió que follaría cada día, algo muy importante porque Sor Virtudes no aceptaría menos. Pero Sor Virtudes no era tonta: ¿por qué follar con uno cuando podía follar con siete? Enseguida tuvo la respuesta: despachó al cura príncipe azul −ahora desteñido por el disgusto− y se fue llorando a su parroquia. Mientras tanto, como cada día a primera hora, la bruja madre superiora se acicalaba mirándose en el espejo. Confiada de que Sor Virtudes había dejado de existir, le preguntó a la superficie reflectante: −Espejito, espejito mágico, dime: ¿quién tiene los orgasmos más fantásticos? Una bruma blanca salió de la lisa superficie y una voz salió de aquella neblina:
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−Sor Virtudes, mi ama, sigue siendo la que tiene los orgasmos más fantásticos. No son comparables ni con esos orgasmos exagerados, largos y surrealistas que tienen las protas que salen en las novelas de romántica. Los de Sor Virtudes son de otra galaxia. La madre superiora no pudo con su rabia, escupía insultos por doquier, las venas de su cuello quedaron marcadas, sus ojos casi se salen de sus cuencas. Estaba que trinaba. En un acto de rabia tiró el espejo a la pared, este se rompió en miles de pedazos con tan mala suerte que un trozo salió rebotado a la velocidad de un rayo supersónico y sesgó la yugular de la religiosa. Acabó como acaba la mala del cuento: derrotada y muerta. Por su parte Sor Virtudes vivió feliz con sus siete vampiros empalmados follando cada día con uno diferente. ¡Ahhhh! Y también vivieron felices y comieron perdices. Y me dejaba eso de colorín colorado este cuento loco se ha acabado. ¡Que esto ya está, coño! FIN