La intimidad de los espejos. Lecturas de La otra sentimentalidad

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LA INTIMIDAD DE LOS ESPEJOS


AUTORES, TEXTOS Y TEMAS

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Félix Martín Gijón

LA INTIMIDAD DE LOS ESPEJOS Lecturas de La otra sentimentalidad VI Premio Internacional de Investigación Literaria “Ángel González”


La intimidad de los espejos : Lecturas de La otra sentimentalidad / Félix Martín Gijón. — Barcelona : Anthropos Editorial, 2021 366 p. ; 21 cm. (Autores, Textos y Temas. Literatura ; 59) Referencias bibliográficas p. 343-364 ISBN 978-84-17556-57-0 1. Estudios literarios: poesía y poetas 2. Estudios literarios: c. 1900 - c. 2000 3. Obras de consulta literaria I. Título II. Colección

Este libro resultó ganador del VI PREMIO INTERNACIONAL DE INVESTIGACIÓN LITERARIA “ÁNGEL GONZÁLEZ”, convocado por la Cátedra Ángel González de la Universidad de Oviedo, con un jurado presidido por el Vicerrector de Extensión Universitaria y Proyección Internacional Francisco José Borge López e integrado por los especialistas María Ángeles Naval, Ángel L. Prieto de Paula, José Teruel Benavente y Araceli Iravedra.

Portada: Coucher de soleil bronze-violet (detalle), obra de Félix Vallotton, 1911 Primera edición: 2021 © Félix Martín Gijón, 2021 © Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2021 Edita: Anthropos Editorial. Barcelona www.anthropos-editorial.com ISBN: 978-84-17556-57-0 Depósito legal: B. 16.682-2021 Diseño de cubierta: Javier Delgado Serrano Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial (Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: (+34) 936 972 296 Impresión: Lavel Industria Gráfica, S.A., Madrid Impreso en España - Printed in Spain Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).


POETAS LECTORES, LECTORES POETAS

En las inquietudes lectoras de los poetas suele desplegarse la formulación insinuada de un proyecto personal, el negativo de las búsquedas estéticas por donde transita su particular mundo literario, la defensa de una voz que habla confidencialmente de sí misma. A veces unos ojos vacilantes buscan ante el espejo argumentos para justificar una mirada propia, la confirmación extranjera de sus viajes íntimos. Escribir es una tarea de vigilancias y sorpresas. Cuando el poeta escribe, el lector que es vigila los ritmos y las imágenes, valora la idoneidad de una coma o la precisión del justo adjetivo. Cuando el poeta lee, el escritor que es se sorprende con la plasticidad de los acentos y la música de las metáforas, descubriendo en el silencio de las pausas los posibles matices de las palabras escogidas. Las interrogaciones que empujan hacia la página en blanco son un diálogo del poeta consigo mismo tratando de responderlas. Pero lanzar una pregunta supone aceptar las distancias que exige la escritura y la conversación no solo se abre hacia las reacciones de un lector futuro, sino hacia el juicio de los maestros pasados. Como si al escribir luna Lorca custodiara la noche del poeta, o como si al escribir mar Alberti midiese la cadencia de sus olas. Escribir es un ejercicio solitario repleto de compañía. No obstante, de inmediato aparecen otro tipo de límites y tipologías propuestas. Los casos resultarían innumerables pero podría recordarse que Dámaso Alonso (1976) precisa tres escalones hacia el conocimiento de la obra literaria, es decir, el del lector (que, por otro lado, Salinas diferenciaría ácidamente del «leedor»), el del crítico y el científico, del mismo modo que T.S. Eliot (2014: 491 y s.) distingue entre el crítico profesional, el crítico de gusto, el académico y el teórico y, finalmente, el crítico «cuya 7


obra puede caracterizarse como un derivado de su actividad creativa. En particular, el crítico que es también poeta, ¿o deberíamos decir el poeta que también ha hecho crítica?» (p. 496). La tensión entre ambas posibilidades resulta fascinante. Si bien Borges (1983: 160) escribía en su «Arte poética»: «A veces en las tardes una cara / Nos mira desde el fondo de un espejo; / El arte debe ser como ese espejo / Que nos revela nuestra propia cara», también se escudaba tras una frase de Hume: «soy filósofo cuando escribo». De cualquier modo, parece legítimo interesarse por «los autores como lectores» (García, 2017a), por los poetas que han dejado en ensayos, artículos o conferencias las huellas de sus intereses literarios, una poética a contraluz sobre las páginas de otro: poetas, al fin y al cabo, tanto en la escritura de sus versos como en la meditación de sus lecturas. Y, como afirma Luis Cernuda (2006: 224), «siempre es interesante lo que escribe un poeta sobre poesía». El mismo Eliot (2014: 516) admitía sentirse mucho más interesado «en lo que otros poetas han escrito sobre la poesía que en lo que sobre ese asunto han escrito otros críticos que no son poetas». Un poco antes declaraba que «en mi crítica temprana, lo mismo en mis afirmaciones generales sobre la poesía que en los escritos que dediqué a autores que me habían influido, defendía implícitamente el tipo de poesía que yo y mis amigos escribíamos» (p. 500). Se trata así de justificar una «posición dentro de la gran “morada” en la que habita» el poeta, según Ángel González (2005: 478). Las reflexiones maduras de «Criticar al crítico» conectan bien con un artículo previo, «La música de la poesía», donde, si bien Eliot (2014: 335) reparaba en las «determinadas ventajas y determinadas limitaciones» de un poeta hablando sobre poesía, también explicaba que sus trabajos críticos «deben gran parte de su interés al hecho de que el poeta, en lo más profundo de su mente, si no como propósito explícito, intenta siempre defender la clase de poesía que él mismo escribe o de formular la clase de poesía que le gustaría escribir» (p. 335). En su valoración del pasado, en sus filias y fobias literarias, el poeta «no es tanto un juez como un abogado» (pp. 335-336) y no faltan páginas de Eliot que lo corroboren. Por ejemplo, en Función de la poesía y función de la crítica, una obra que tradujo Jaime Gil de Biedma, escribía: «La calidad de cierta crítica —no me refiero a toda— reside en el hecho de que el crítico en cierto modo asume la personalidad del autor estudiado y a través de ella puede hablar con su voz»; y, en un juego de 8


espejos, añadía: «El Wordsworth de Arnold se parece tanto a Arnold como a Wordsworth» (1968: 124). Los planteamientos similares, de nuevo, vuelven a ser incontables; desde Anatole France: «Para ser sincero, el crítico debería decir: —Señores, voy a hablar de mí a propósito de Shakespeare, a propósito de Racine, o de Pascal, o de Goethe», hasta la advertencia de Oscar Wilde en el Prefacio a El retrato de Dorian Gray: «La más elevada, así como la más baja de las formas de la crítica, son una manera de autobiografía». No obstante, merece la pena reparar en unas líneas de W.H. Auden (1974: 16) al comienzo de La mano del teñidor: «Las opiniones críticas de un escritor siempre deben ser tomadas con un inmenso grano de sal. Pues generalmente son manifestaciones de la polémica que lleva consigo mismo sobre lo que debe de hacer a continuación y lo que debe evitar». Gil de Biedma colocó esta reflexión al frente de una colección de ensayos reunidos en El pie de la letra donde confesaba: A medias disfrazado de crítico y a medias de lector, estaba en realidad utilizando la poesía de otro para discurrir sobre la poesía que yo estaba haciendo, sobre lo que quería y no quería hacer. Por supuesto, no pretendo describirme como un singular caso de perversión profesional; las palabras de Auden que sirven de pórtico a este libro son bien explícitas. Tiene toda la razón. Incluso en el mejor de los casos, los poetas metidos a críticos de poesía nunca resultamos del todo convincentes, aunque a veces sí muy estimulantes, precisamente porque estamos hablando en secreto de nosotros mismos (Gil de Biedma, 2010a: 492).

Leer puede constituir una forma de escritura; escribir puede convertirse en otro modo de leer. Existe una relación íntima entre lectura y escritura, casi como correlatos que se exigen mutuamente, aunque con matices. Como se sabe, Jean-Paul Sartre dividió Las palabras (1977) en dos partes: «Leer» y «Escribir», del mismo modo que un coloquio en Granada protagonizado por Gil de Biedma, en el que también participaron Álvaro Salvador y Luis García Montero, quedó recogido bajo el nombre de «Leer poesía, escribir poesía». Ahí indica Gil de Biedma (2010a: 1123): «leer poesía es mucho más importante que escribirla. Me parece, además, que escribir poesía es una actividad, o por lo menos lo es desde hace bastante tiempo, yo diría que bastantes siglos, absolutamente condicionada por el hecho de haber leído poesía»; y más adelante añade: «Lo que pretendo demostrar no 9


es que [los poetas] lean poemas porque los escriban, sino que escriben poemas porque los han leído y porque los leen» (p. 1127). No deben extrañar estas declaraciones de quien, en el Retrato del artista en 1956, ya había dicho: «Poesía... No sé si será el mío un caso particular, pero la imagen que esa palabra inmediatamente me evoca no es la de un hombre escribiendo un poema, sino la de un hombre —yo— leyendo un poema» (2015: 303). El primer deslumbramiento de la lectura, en ocasiones, revela grietas inventadas y la oscura apuesta de sus posibilidades, el intento por reparar el hueco de los poemas que se hubieran querido leer y permanecen ausentes entre las páginas de un libro favorito: una escritura de la ausencia y el deseo. No obstante, si la poesía es cuestión de palabras, pudiera parecer que su lectura es propiedad de los poetas o, al menos, de un lector elegido que pusiera en cada línea el talento o la genialidad del artista, reescribiendo la obra desde un similar empuje creativo. Eliot (1968: 67) citaba unas palabras de Jonson para quien «juzgar a los poetas es exclusivo privilegio de los poetas, y no de todos sino de los mejores». Auden respondería de una manera más humilde a este planteamiento: «La explicación que el poeta puede dar acerca de sus poemas no tiene más autoridad que la de cualquier otra persona, e incluso puede tener menos» aunque, de cualquier modo, «es el único que puede hablar con autoridad acerca de los problemas estéticos y técnicos que plantea su obra, tanto si los ha resuelto como si no» (en Ostroff, 1969: 208). Antonio Machado (1989: 1188), incluso, haría dudar de esta última afirmación: «Cuando un poeta teoriza sobre poesía, puede decir cosas muy verdaderas, pero nunca dirá nada justo sobre sí mismo». En cualquier caso, queda flotando una imagen excesiva del poeta soberano que suplanta el papel de crítico literario, confundiendo la hospitalidad del género con los dominios clausurados de su reino. Se trata de lo que el maestro Juan Carlos Rodríguez (1994a: 24) denomina la «fascinación por el objeto»: si bien desde el inductivismo empirista solo se podría criticar un campo utilizando los mismos elementos que lo constituyen, extrayéndolos de él, el discurso crítico se convertiría «en una especie de doble del discurso literario»; mientras que, desde el horizonte positivista, «para hacer crítica literaria habría que ser literato; para hacer crítica política habría que ser político, etc., con una interrogación de esas que Nietzsche llama insidiosas, porque ponen al desnudo todo el cotarro: para hacer crítica 10


geológica ¿habría que ser piedra?». La ironía se vuelve muy seria cuando Rodríguez recuerda a Spinoza para decir que «el concepto de perro no ladra». La imagen no solo es un guiño al filósofo francés Louis Althusser (quien la emplea, por ejemplo, en la «Defensa de tesis en Amiens»), sino que apunta directamente a la diferenciación entre el objeto real y el objeto de conocimiento, así como a la cuestión de las problemáticas teóricas. La fascinación por el objeto ya aparecía en las páginas de Teoría e historia de la producción ideológica: [...] la «literatura» no es un «objeto» ya preexistente siempre de antemano, sobre el que «luego» recaerían una serie de «interpretaciones variables» (bien formalistas o bien sociologistas, por ejemplo), todas ellas, a la postre, finalmente «complementarias» entre sí, etc. Lo que queremos recalcar es que la Literatura es un «objeto» específico cuando se le enfoca una determinada perspectiva ideológica y otro muy distinto cuando se le enfoca desde una perspectiva ideológica opuesta (Rodríguez, 1974: 161).

La distancia que imponen estas líneas resulta definitiva porque obligan a emprender nuevas búsquedas, a repensarlo todo como, en efecto, se intentó plantear desde La otra sentimentalidad. No hay por qué confundir un viaje por el infierno con la terza rima, según indicaba Gabriel Ferrater (en Cabré, 2002: 346), pero más allá de las divisiones entre forma y contenido, en algunos momentos el horizonte se instala en el centro de los poemas y la página en blanco se transforma en el territorio del nómada (Rodríguez, 2001a): el impulso de un mapa desconocido desde donde romper el cerco y dar el salto a la otra orilla, aunque obviamente la cita que abre Teoría e historia sea de Lewis Carroll: «—¿Por favor, podría decirme qué camino debería seguir...? —Eso depende mucho de hasta donde quieras llegar». La línea de demarcación quedaba trazada y asumir el reto de la radical historicidad de la literatura, entendida como producción ideológica,1 significó para los autores de La otra sentimentalidad la necesidad de interrogar a fondo los fantasmas del compromiso y los mitos del amor, el desgaste de las luchas colectivas y las barricadas de la intimi1. «Nosotros llegamos unos años después y supimos que casi todo pasaba por el concepto de producción»: así escribe Miguel Ángel García (2002a: 31) en un artículo donde, contrastando con las posturas de Macherey y Balibar, explica esta clave fundamental en los planteamientos de Juan Carlos Rodríguez.

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dad, el corazón de la rebeldía y las insurrecciones de la ternura. Era preciso un cambio de piel, una mirada distinta a los días y los libros, aprender a leer de otra manera, incluyendo la tradición. Como escribe Juan Marsé: «uno crece siempre hacia el pasado, en busca tal vez del primer deslumbramiento», pero las imágenes podrían ser infinitas. Eliot regresaba a las calles del Londres bombardeado por los nazis para reencontrarse con un maestro muerto, un extraño fantasma que era uno y muchos, algo íntimo y a la vez inidentificable; las lecciones olvidadas, las palabras que preceden al reconocimiento, marcan un diálogo de voces desdobladas, de rostros aún formándose. Auden, por su parte, enfrentaba al poeta con el intimidante tribunal de los grandes maestros, ante los que intenta mostrarse digno de amor, leyendo sus versos titubeante, tartamudeando, sentándose, al fin, y agachando la cabeza; pero, por fortuna, la ley es liberal y permite elegir un espectro influyente, entre los que más admire, para comparecer. La conversación indecisa con los muertos que aparece en los versos de «Little Gidding» (Eliot, 2015: 146-151) y «Carta de año nuevo» (Auden, 2006: 144-149), las historias de olvidos y fantasmas, el vértigo ante el pasado y los esfuerzos por lograr una voz propia, un rostro definido, constituyen algunas de las claves más importantes desde donde la reflexión poética se ha interrogado a propósito de la tradición. Intentar definir la tradición exige casi siempre un juego de contrarios que apenas se entienden si no es en compañía: así se han enfrentado tradición y vanguardia, tradición y ruptura, o tradición y originalidad, dialécticas entre la aventura y el orden que remiten a otras como las que oponen a antiguos y contemporáneos, a clásicos y modernos, o a gigantes y enanos. Los planteamientos de autores tan conocidos como Sainte-Beuve, Borges, Italo Calvino, Octavio Paz, Jauss, Kristeva, Calinescu, Barthes, Bourdieu, Harold Bloom o Ernst Robert Curtius, entre tantos otros, son indispensables para afrontar los problemas que suscita la tradición, el canon, los clásicos, las influencias o la intertextualidad. Sin embargo, podría resultar interesante reparar en un pequeño reproche que Pedro Salinas hizo a Eliot, como quizás se sepa. En «La tradición y el talento individual», se establecía un cruce entre lo temporal y lo atemporal, en el que la presencia viva del pasado (y así comienzan los Cuatro cuartetos), hacía de la literatura, desde Homero hasta la actualidad, un orden simultaneo del que el poeta debía tomar conciencia en un ejercicio de «percep12


ción histórica» para ganarse la tradición, pues esta «no se puede heredar, y si la deseas debes obtenerla con gran esfuerzo» (Eliot, 2010: 391). Salinas matiza tal idea en «La valía de la tradición», un capítulo de su libro sobre Jorge Manrique donde ofrece una famosa definición de la tradición como «la habitación natural del poeta» (1983: 363). Para Salinas, el concepto eliotiano de tradición resulta «injustamente exclusivo y en exceso intelectual» (p. 364), y si bien sería válido para la tradición culta, frente a ella existiría otra tradición paralela, una «tradición iletrada» (p. 366), una «tradición analfabética recibida casi sin más esfuerzo que el necesario para que se nos entre dentro el habla o el aire» (p. 368). Si con el lenguaje, cualquiera recibe unas determinadas maneras de pensar y sentir, «hablar es insertarse en una tradición» y «nadie nacido puede escapar a una tradición que le está esperando para alimentarle como el pecho de la madre: el lenguaje» (p. 365). Muy próxima al concepto unamunesco de «tradición eterna» (p. 366), la tradición del pueblo y los romances viejos se hereda de padres a hijos: «se la dejan los mayores a sus descendientes, no se la dan porque no es suya. La forma esencial de esa tradición está, pues, en ese ir dejándosela unos a otros» (p. 366). Los planteamientos de Eliot y Salinas despliegan un ámbito asombroso de multiplicidades para pensar la tradición. Sin embargo, más allá de mantener la distinción entre una tradición culta y otra iletrada o popular, es decir, entre la tradición ganada con esfuerzo y otra en la que ya se está inmerso, resulta sugerente intentar hacer chocar estos dos líneas para aprovechar a un mismo tiempo la tensión que se establece entre lo dejado y lo ganado, entre el pasado que se recibe como una herencia y la lucha que mantiene el poeta con él para apropiárselo, porque, en definitiva, lo importante son sus relaciones con el humus inconsciente que lo envuelve, el peso de la ideología que soporta. Esa tensión es la que viene a plantear Juan Carlos Rodríguez (1999: 48) a partir del bilingüismo: «Un poeta verdaderamente materialista —histórico— se veía obligado a ser bilingüe en su propia lengua, pues su propia lengua era siempre la lengua de los otros, de la hegemonía inscrita en cada piel, o en cada familia»; de modo que «borrar el lingüisticismo materno y leer la tradición de otra manera se volvía así casi obligatorio». Para entender esa lectura distinta de la tradición en La otra sentimentalidad es muy útil partir de lo que también Rodríguez, reparando en un pasaje Montaigne (sobre Plutarco y la Servidum13


bre voluntaria de La Boétie), llama la «sílaba del no»: una «dialéctica entre decir adiós al pasado y decir adiós al mañana» desde la que se comenzó a pensar en otra sentimentalidad a raíz del ahora inmediato (pp. 286-287), la inevitable «autocorrosión del discurso, su necesidad de autodestruirse para construirse luego» (p. 288), una manera de aprender a decir «sí con todas sus contradicciones al otro mundo que intentaba crearse en el presente» (p. 289). Llegados a este punto, no se trata solo de interesarse sobre la existencia de una tradición del compromiso, sobre la posibilidad de integrar a los autores comprometidos en el gran canon o en un canon propio, del privilegio o derecho a formar parte del tribunal descrito por Auden (a pesar, por ejemplo, de los reproches puristas de Harold Bloom mediante la barrera que traza entre estética e historia); además, es preciso sospechar que la tradición ya está comprometida y compromete, que su construcción depende de los valores y normas de una ideología hegemónica, que el relato cribado de autores y obras, de estilos y silencios, es fruto de una exigencia histórica de dominio. Es cierto que «se hereda un verso igual que una nostalgia» (García Montero, 2006a: 148), pero también que la tradición, en ocasiones, es una hipoteca con un interés demasiado alto. Por tanto, desde La otra sentimentalidad, se hacía preciso una otra tradición para un otro compromiso (o un otro compromiso desde el que leer la tradición lejos del tradicionalismo). Claro que para ello era posible contar con unos «modelos básicos»: [...] el «distanciamiento» establecido por Brecht resultaba decisivo, del mismo modo que la cotidianidad de Pavese o el intento de Pasolini de borrar la diferencia entre la vida y la historia (especialmente en Las cenizas de Gramsci para la «otra sentimentalidad»). Incluso los Epigramas de Ernesto Cardenal o Taberna y otros lugares de Roque Dalton. Sin excluir, por supuesto, una cierta tradición clásica, que podía ir desde Shakespeare o Góngora a El diablo mundo, de Espronceda, uno de los textos inesperadamente favoritos. Y a partir de ahí Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, etc... Y desde luego una serie de claves fundamentales: la sobriedad efectiva de Cernuda, inevitablemente un Lorca sin lorquismo y sobre todo la apuesta por la vida de Alberti y la autoironía erótica y social de Ángel González (Rodríguez, 1999: 35-36).

Existía, pues, «una tradición a la que aferrarse y de lo que se trataba era de construir otro edificio a partir de esos ladrillos» 14


(p. 288). Unos fragmentos con los que apuntalar las ruinas, diría Eliot, los escombros sobre los que la tempestad arrastra al ángel de Walter Benjamin, o, simplemente, el viento que permanecerá frente a las ciudades destruidas por donde pasaba, como en el poema de Brecht, quien también asevera: «no conectar con el buen tiempo pasado, sino con el mal tiempo presente». Toda una máxima para pensar la tradición. Pero, ¿por qué tanta insistencia en ella, en sus lecturas y sus contradicciones? Rastrear algunas de estas contradicciones ha sido el propósito del presente trabajo a la hora de ensayar una aproximación a La otra sentimentalidad.2 ¿Aquel momento ya es una leyenda? La primera parte se titula «Tentativas» para marcar ese carácter provisional de aproximaciones y búsquedas, comenzando por un recorrido a través de la antología publicada en 1983, donde se desgajan un buen número de cuestiones (desde la existencia o no de un grupo literario y la atmósfera que lo envuelve, hasta la posibilidad de una otra sentimentalidad como moral, como inconsciente vital y poético) que son puestas de manifiesto en el segundo capítulo y que tratan de matizarse en el siguiente mediante algunos textos de los propios integrantes de la propuesta, esta vez, lectores de sí mismos. Si para tratar de entender los motivos e intereses de La otra sentimentalidad era necesario ir a buscarlos en las declaraciones de sus protagonistas, ahí se originaba una brecha entre los propósitos generales y las definiciones concretas: un intento de delimitación por donde se escapaba la propuesta desde sus mismos enunciados. La radicalidad de este proyecto poético iba adquiriendo entidad en sus manifestaciones específicas a la vez que las rebasa. Entre la sujeción y el 2. Una aproximación ni definitiva ni general. Sultana Wahnón (2003: 495) escribía que «Álvaro Salvador y Luis García Montero han sido, sin duda, los miembros de la escuela poética que más se han ocupado en legitimar y fundamentar, en escritos teóricos, los principios constructivos de la otra sentimentalidad». También reparaba Andrés Soria Olmedo (2000: 165) en que García Montero es «el poeta que ha ido exponiendo los matices de sus ideas sobre su oficio en mayor número de ocasiones»; y de los «vasos comunicantes» existentes entre los ensayos y los poemas del granadino se ha ocupado Antonio Jiménez Millán (2018a). Conviene indicar desde el principio que, inevitablemente, los textos de estos poetas en su vertiente crítica o teórica serán los que focalicen el interés de las siguientes páginas, aunque, también inevitablemente, de un modo parcial y abierto: no se recoge exhaustivamente todo lo que han escrito sobre otros autores. Son demasiadas cuestiones imperdonables las que han quedado fuera de este trabajo.

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desborde, la segunda parte de nuestro estudio, «La intimidad de los espejos», aparece casi como una necesidad interna, exigida por los interrogantes que sugiere la primera: una manera de entender la propuesta a partir de las lecturas que hicieron sus poetas sobre otros autores. Se trata de un ejercicio de luces y sombras para el que queda prohibido suponer la existencia de un discurso cerrado (el de La otra sentimentalidad) que después se proyectaría retrospectivamente sobre ciertos autores cortándolos a la medida de sus presupuestos. Al contrario, se trata de una tarea atenta a los matices, a las modulaciones de un discurso en marcha que se consolida dialécticamente a través de distintas lecturas, en un trayecto de ida y vuelta. Entre la búsqueda de una tradición y la justificación de una poética, los autores de La otra sentimentalidad leyeron desde determinados presupuestos la obra de otros autores pero, al mismo tiempo, son estos autores los que ayudaron a fundamentar y dar entidad a tales presupuestos, como un juego de espejos que anudan una cuerda sobre el vacío.3 Hay una frase de Pascal, citada significativamente por Luis Cernuda (2006: 645), que valdría para resumir estos planteamientos: «no me buscarías si no me hubieses encontrado». Solo que, entre la búsqueda y el encuentro, conviene insistir en los matices. 3. Todo ello implica una teoría de la lectura que debería matizarse con mucho más cuidado. En la introducción a Los autores como lectores, Miguel Ángel García (2017a: 26 y s.) recuerda que Althusser (1969) alertaba sobre las lecturas puras o inocentes —distinguiendo entre la lectura retrospectiva (que volcaba en el texto anterior el discurso propio) y la lectura sintomática (articulada en los blancos, en los silencios del texto: un hallazgo fundamental para adentrarse en el funcionamiento de la ideología, solo visible en sus efectos)—, mientras que Juan Carlos Rodríguez ponía de relieve las trapas de la lectura (el mito de la lectura directa y la transparencia del texto) al mismo tiempo que explicaba cómo siempre se lee desde un inconsciente ideológico. Por supuesto, la cuestión de la lectura resulta fundamental en la labor teórica del profesor Rodríguez, llegando a inscribirse en títulos como El escritor que compró su propio libro. Para leer el Quijote (2003), Pensar/leer históricamente (entre el cine y la literatura) (2005a) o Formas de leer a Borges (o las trampas de la lectura) (2012a). De cualquier modo, hay lugares donde indica sus presupuestos de lectura —así en Teoría e historia de la producción ideológica (1974: 159 y ss.) o en La norma literaria (1994a: 44 y ss.)— pero quizás uno de los textos en el que trata más exhaustivamente la problemática de la lectura es en «Lectura y educación literaria» (2005b). Con un último apunte que el propio Rodríguez (1974: 71) señala a propósito de Althusser: «no hay más “fuente” o “influencia” directa que la que se ejerce desde el interior de una problemática ideológica afín».

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La elección de maestros tiende a identificarse con la elaboración de un proyecto personal y tres de los autores que con mayor lucidez respondieron a los debates estéticos de su tiempo terminaron resultando indispensables para La otra sentimentalidad. En la palabra cordial y la historicidad de los sentimientos defendida por Antonio Machado, en el itinerario nómada del poeta en la calle que investiga su educación sentimental como Rafael Alberti, o en el juego de hacer versos que llevó hasta el final Jaime Gil de Biedma, los autores de La otra sentimentalidad encontraron magníficos argumentos para sustentar su propuesta. Tres miradas a la intimidad de los espejos.4 Y, de nuevo, las imágenes serían infinitas (y, por tanto, Borges las tacharía de abominables): ¿qué atracción ejercen los espejos? Está el escudo de Perseo, el estanque de Narciso. Morosamente Stendhal definió la novela como un espejo puesto en el camino y con los espejos cóncavos del callejón del Gato Valle-Inclán recordó a Goya para inventarse el esperpento. Están Las meninas y Velázquez, la perplejidad de Ortega ante el cuadro. Está Lukács y el realismo, el decreto Zhdánov, Zerkalo de Tarkovsky. Baudelaire vio en el mar un espejo, y también lo vio Conrad. Está Orson Welles y el final de La dama de Shanghai, está Otto Rank y su libro sobre el doble a partir de El estudiante de Praga. Una niña atravesó un espejo y comprobó que los libros allí estaban escritos del revés; otra niña casi muere cuando otro espejo dijo la verdad. Los vampiros no se reflejan en ellos y gracias a su conjunción con una enciclopedia se debe el descubrimiento de Uqbar y, por tanto, Borges... Claro que, tratando de evitar el delirio, podría volver a recordarse a Eliot (2014: 241), quien argumenta4. En su clásico estudio titulado precisamente El espejo y la lámpara, M.H. Abrams (1975: 12-13) propugnaba la importancia de tomarse en serio las metáforas ya que tanto en poesía como en crítica pueden llegar a tener un valor «funcional»; y seguía explicando: «El pensamiento crítico como el pensar en todas las áreas del interés humano, ha sido, en parte considerable, un pensar valiéndose de paralelos; y la controversia crítica, en igual medida, ha sido una controversia de analogías». Entre multitud de planteamientos, resulta interesante recordar unos apuntes de Machado (1989: 2151): «El escepticismo de los poetas puede servir de estimulo a los filósofos. Los poetas, en cambio, pueden aprender de los filósofos el arte de las grandes metáforas», por ejemplo, el río de Heráclito, la caverna de Platón, el molino de Leibniz, la paloma de Kant o el terrón de azúcar de Bergson. Bachelard (1983: 60), por su parte, decía que «todas las imágenes son buenas con tal de saber utilizarlas»: ojalá que la del espejo no se haya desaprovechado.

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ba que para entender la Vita nuova era necesario hacer «el esfuerzo consciente, tan arduo y difícil como volver a nacer, de atravesar el espejo en dirección a un mundo que es tan razonable como el nuestro». Aquí el poeta roza la historicidad de la literatura y por eso precisa que cuando Dante escribe «Tutti li miei penser parlan d’Amore» deberíamos «detenernos a pensar qué significa amore: algo distinto de su original latino, su equivalente francés o su definición en un diccionario italiano moderno» (p. 242). Una reflexión similar fue la que guio a los poetas de La otra sentimentalidad. Pero siempre asalta la sospecha de que el espejo se rompa o de que estuviera roto desde mucho antes: [...] un «espejo roto» (brisé) fue lo que dijo Macherey que, según Lenin, habría sido Tolstoi respecto de la revolución soviética. Solo que la frase de Macherey está impregnada aún del empirismo habitual de la teoría del reflejo: es decir, como si la obra reflejara —en tanto que «espíritu»— una realidad social o material exterior a ella. Ahora bien: si la obra «refleja» algo es —única y exclusivamente— el ámbito en que la obra surge y se mueve. Es decir, el ámbito de la ideología —un nivel social tan objetivo como cualquier otro—. Y es esa realidad ideológica (sus luchas, sus tendencias, y sus contradicciones) lo que la obra [...] «reflejaría» (Rodríguez, 1994a: 254-255).

Aquí ya se agolpan demasiadas cuestiones que intentarán ser rastreadas en las siguientes páginas, sin olvidar las preguntas que lanzaba Juan Carlos Rodríguez (1980a: 21: 22), en uno de los principios de esta historia, el prólogo que escribió para Las cortezas del fruto, acerca del «problema crucial para cualquier poeta materialista», es decir, «¿qué significa la poesía hoy?, ¿cómo transformarla, utilizándola sin embargo?, ¿para qué, o quién, o cómo escribir?». Más adelante indicaba: «Esperemos, entre todos, llegar a encontrar la solución justa a tanta pregunta. O, mejor dicho, y parafraseando a Brecht, alcanzar algún día, a fuerza de preguntarnos, la capacidad colectiva y personal de poder dar una respuesta» (p. 24). El planteamiento sigue siendo hoy más válido que nunca.

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ÍNDICE

Poetas lectores, lectores poetas ...................................................

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PRIMERA PARTE TENTATIVAS PARA UNA LECTURA DE LA OTRA SENTIMENTALIDAD CAPÍTULO I. 1983. La otra sentimentalidad ................................. I.1. «La otra sentimentalidad», por Luis García Montero .... I.2. «De la nueva sentimentalidad a la otra sentimentalidad», por Álvaro Salvador ........................... I.3. «Poética», de Javier Egea ................................................ CAPÍTULO II. Aquel sintagma extraño .......................................... II.1. La definición o su intento: aproximaciones a un rótulo ...................................................................... II.2. Rasgos relativos para un grupo intangible .................... II.3. «Otra mirada sobre el mundo y la escritura» ................ II.4. Autores, obras y fechas .................................................. II.5. Palabras de familia ........................................................ CAPÍTULO III. Para ser leído muchos años después ..................... III.1. Una memoria voluntaria .............................................. III.2. Luis García Montero y la poesía de los seres normales ....................................................................... III.3. Antonio Jiménez Millán y la razón narrativa ............... III.4. Álvaro Salvador entre experimentación y experiencia .................................................................

21 21 43 55 71 71 78 102 110 118 133 133 138 143 154

SEGUNDA PARTE LA INTIMIDAD DE LOS ESPEJOS CAPÍTULO IV. Antonio Machado o la historicidad de los sentimientos ...................................................................... IV.1. Breve panorama machadiano: desde la posguerra a La otra sentimentalidad .............................................

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IV.2. Machado en el espejo .................................................... IV.3. Sobre el «Proyecto de un discurso de ingreso en la Academia de la Lengua» ....................................... IV.4. Algunas relaciones con Bertolt Brecht y César Vallejo ............................................................... IV.5. Álvaro Salvador y la erótica machadiana ..................... IV.6. Luis García Montero y la poesía cordial .......................

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CAPÍTULO V. Rafael Alberti o el poeta en la calle ......................... V.1. Albertianas ...................................................................... V.2. «Me llaman de Granada» ............................................... V.3. «Y las bellas muchachas y los valientes jóvenes» ........... V.4. Un estilo ante los estilos ................................................. V.5. Una educación sentimental ............................................

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CAPÍTULO VI. Jaime Gil de Biedma o el juego de hacer versos .... VI.1. Los hermanos mayores ................................................. VI.2. Jaime Gil de Biedma. El juego de hacer versos (1986) .... VI.3. «La sombra de su intimidad» .......................................

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Referencias bibliográficas ...........................................................

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