Tristes patrias. Más allá del patriotismo y el cosmopolitismo

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TRISTES PATRIAS


ARGUMENTOS DE LA POLÍTICA Serie coordinada por Francisco Colom González

PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

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Francisco Colom Gonzรกlez

TRISTES PATRIAS Mรกs allรก del patriotismo y el cosmopolitismo


Tristes patrias : Más allá del patriotismo y el cosmopolitismo / Francisco Colom González. — Barcelona : Anthropos Editorial, 2019 301 p. ; 21 cm. (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 234. Serie Argumentos de la Política) Bibliografía p. 283-300 ISBN 978-84-17556-16-7 1. Filosofía social y política 2. Nacionalismo 3. Política comparada 4. Historia de las ideas 5. Religión y política I. Título II. Colección

Este libro ha recibido una ayuda a la edición del proyecto de investigación La filosofía política de la ciudad (Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, Plan Nacional de I + D; Ref.: FFI2016-78014-P) Portada: Tumba de Hidalgo (detalle), Felipe Castro, 1859 Primera edición: 2019 © Francisco Colom González, 2019 © Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2019 Edita: Anthropos Editorial. Barcelona www.anthropos-editorial.com ISBN: 978-84-17556-16-7 Depósito legal: B. 9.115-2019 Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial (Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: (+34) 936 972 296 Impresión: Lavel Industria Gráfica, S.A., Madrid Impreso en España - Printed in Spain Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).


A Janis y Alejandro En memoria de mi padre



INTRODUCCIÓN

Atreverse a escribir un ensayo sobre nacionalismo en estos tiempos puede parecer un empeño tan atrevido como ocioso. La proliferación de las expresiones nacionalistas, antiguas o renovadas, se ha multiplicado durante los últimos años hasta niveles difícilmente previsibles. En el terreno académico la literatura sobre el tema es prácticamente inabarcable. En los círculos mediáticos y de opinión dominantes la condena ritual de los credos nacionalistas contrasta con el incansable entusiasmo de sus seguidores. En mi caso existen motivos adicionales para meterme en semejante embrollo. Hace veinte años publiqué un libro en el que celebraba la novedosa irrupción del pluralismo cultural como una herramienta para la integración democrática de las sociedades complejas, pero el tiempo no ha pasado en balde ni para mí ni para nuestros países.1 Tras la fosilización de los análisis de clase, la eclosión de las identidades parecía entonces aportar una ráfaga de frescura e innovación política a sociedades que, como las iberoamericanas, estaban recogiendo los frutos de la tercera ola de transformación modernizadora. Sin embargo, la maleabilidad del pluralismo cultural muy pronto evolucionó hacia la rigidez sectaria de las políticas de la identidad. En otros casos, el prefijo sobre la multiplicidad sirvió para encubrir las estrategias tradicionales de la monocultura. Aquel optimismo, quizá un tanto ingenuo, ha dado lugar a un escepticismo cada vez más extendido sobre el potencial democrático de las filiaciones identitarias. Este libro trata de dar cuenta de ese cambio de perspectiva histórica y personal. 1. Francisco Colom, Razones de identidad. Pluralismo cultural e integración política, Barcelona, Anthropos, 1998.

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Aunque el siglo XX fue escenario de conflictos impulsados por fuerzas muy diversas, el nacionalismo ha sido capaz de mantenerse hasta nuestros días como una referencia política de primer orden. Su enorme potencial movilizador y su capacidad de legitimación lo han llevado a emerger reiteradamente en momentos de transición social y crisis política. Sin ir más lejos, el pasado siglo arrancó y concluyó políticamente en una misma ciudad, Sarajevo, que ha sido escenario repetido de conflictos nacionalistas aparentemente irresolubles. Apenas aplacada la oleada de etnicismo con que se saldó la descomposición de los regímenes comunistas, son ahora diversos Estados europeos, entre ellos el español, los que ven cuestionada su unidad territorial por conflictos impulsados con el concurso de la imaginación nacional. En puridad, pues, no podemos hablar de un retorno del nacionalismo, ya que este nunca nos abandonó. No asistimos a su resurgimiento sino a una nueva modulación del idioma político en el que vienen expresándose las grandes transformaciones sociales desde los tiempos de la Revolución francesa. Al igual que la religión, la devoción nacionalista ha sido responsable de devastaciones sin parangón a lo largo de la historia, pero también es cierto que ambas fuerzas han instigado algunas de sus transformaciones más originales. Sus raíces se hunden en la propia génesis de los Estados modernos y la política de masas. Los derechos y libertades individuales vislumbrados por el derecho natural y la Ilustración encontraron en el Estado nacional una plataforma histórica para su materialización. Muy pronto, sin embargo, el cultivo excluyente de la identidad nacional se cebó en esos mismos derechos y libertades que las Luces habían ayudado a generar. El nacionalismo parece, pues, marcar los ciclos políticos de la modernidad hasta el punto de ofrecer una teoría alternativa o, cuando menos, complementaria al capitalismo como palanca de la misma. Aún así no resulta verosímil reducirlo a una falsa conciencia del capitalismo, a un mero juego de percepciones invertidas o a una forma de manipulación colectiva, como insisten algunas posiciones marxistas. Su capacidad para moldear las relaciones sociales y motivar la acción individual ha llevado a algunos autores a reconocer en el nacionalismo un plexo de emociones, más que un cuerpo propiamente doctrinal. Pese a exhalar un inconfundible aire de familia, la variedad de manifestaciones nacionalistas y la diversidad de sus contex10


tos históricos hacen poco viable una teoría general del mismo. Las similitudes son a menudo más aparentes que reales. Con el mismo término solemos designar fenómenos que son distantes en su ubicación y distintos en su origen. En los inicios del pasado siglo se trataba de la descomposición de los imperios derrotados en la Gran Guerra y de unos nacionalismos impulsados por ideologías decimonónicas y unas clases medias a punto de ser devoradas por la Gran Depresión y la vorágine del fascismo. Posteriormente fueron los Estados surgidos de la descolonización y los conflictos generados por la artificiosidad de sus fronteras. En los años noventa, el desmoronamiento del comunismo propició la multiplicación de estrategias políticas etnificadas lideradas en muchos casos por los antiguos grupos dirigentes. En la actualidad asistimos al empantanamiento del proyecto de integración europea en un ambiente enrarecido por las consecuencias de una devastadora crisis económica, la quiebra de la política tradicional de partidos y el auge de los populismos. Algunos autores han querido ver en los nacionalismos el avatar de una fuerza emocional que arraiga en la propia naturaleza humana, una interpretación esta tan simple como arcaica. Otros conciben los movimientos ligados a la etnicidad como fenómenos transitorios, un efecto colateral de la modernización condenado a desaparecer en el camino hacia una cultura cosmopolita y una esfera política global. También tenemos a quienes ven en estos fenómenos una gigantesca farsa dirigida por intereses manipuladores. Sin duda, algo hay de todo ello: las emociones juegan un papel fundamental en la imaginación nacionalista, la etnicidad asume en ella un rol distinto al que desempeñaba en las sociedades tradicionales y a la cabeza de sus movimientos encontramos siempre a unos grupos especialmente beneficiados. Pero los diagnósticos reduccionistas tan solo permiten alcanzar conclusiones de corto vuelo. Un objetivo más ambicioso, pero no por ello menos viable, es el de tratar de caracterizar las condiciones generales de surgimiento del nacionalismo y sus rasgos más reconocibles, de manera que los elementos ideológicos y normativos sobre los que se sustenta resulten inteligibles. La forma más aséptica de describir el nacionalismo es presentarlo como una configuración política y cultural que hunde sus raíces en lo más profundo de las transformaciones sociales modernas. El tránsito de sociedades agrarias articuladas en torno a la jerarquía y el privilegio, un orden religioso trascendente, 11


lealtades transaccionales e identidades locales a otro tipo de ordenamiento social basado en la manufactura, la movilidad, la comunicación de masas, el autogobierno secular y la homogeneidad cultural supuso una revolución histórica de dimensiones difícilmente imaginables. La formación de mercados, la urbanización, la alfabetización generalizada y la aparición de esferas públicas responden a lo que la periclitada sociología del desarrollo definió como modernización social. En la actualidad esta no se concibe ya como un proceso evolutivo que irradie su influencia desde occidente hacia la periferia del globo. La modernidad constituye más que nada una forma de percibir el mundo que se ha articulado diacrónicamente desde tradiciones culturales diversas. En última instancia alude a la ampliación del umbral de contingencia, de aquello que puede ser de otra manera porque no está providencialmente predeterminado y permite incluir la innovación y la elección como herramientas de cambio. Las sociedades tradicionales no alimentaban en los individuos la expectativa de un futuro alternativo. La posibilidad de una vida distinta se ubicaba en otro mundo, no en otro tiempo. La conciencia moderna se apoya, por el contrario, en el deseo de superar lo que hubo antes con el ánimo de lograr un nuevo estado percibido como cualitativamente superior. La tradición de la modernidad consiste, pues, en la innovación permanente. La condición moderna nos aboca a la inevitabilidad del cambio y a la necesidad de enfrentarnos a él. El nacionalismo se ubica justamente en tales hiatos históricos y sociales. El sistema de identificaciones recíprocas al que aludimos con el término de nación resulta del todo inconcebible sin los dispositivos culturales que impulsaron los cambios de la modernidad, sin los medios de comunicación, la educación pública y la cultura de masas. Pese a la supuesta antigüedad de los rasgos étnicos reivindicados o la radical novedad de los ideales políticos defendidos, las ideas que propalan los nacionalismos tan solo cobran sentido en el contexto de las transformaciones propiciadas por esos cambios históricos. El nacionalista es, por ello, un sujeto transicional inmerso en las tensiones materiales y culturales generadas por la discontinuidad histórica. Esta circunstancia no reduce su ideario a una mera función sublimatoria de tales tensiones. Ciertamente, los imaginarios nacionalistas no han perdido atractivo para amplios sectores sociales que encuentran en ellos una vía de escape a su 12


frustración, pero sus dinámicas resultan políticamente incomprensibles sin tener en cuenta los intereses que el propio nacionalismo genera y las mediaciones que procura a través de la cooptación del poder público. La indudable relevancia histórica del nacionalismo contrasta llamativamente con sus magros méritos intelectuales. Las naciones se crean por lo general reactivamente, en contra de algo o de alguien. La división de las poblaciones en nichos etnolingüísticos y territoriales parece manifiestamente incapaz de proporcionar un programa proactivo que dé respuesta a la líquida complejidad del siglo XXI. Su travestismo con los argumentos del patriotismo o del liberalismo tampoco puede ocultar la merecida mala fama que el nacionalismo arrastra consigo. Su formidable eficacia social resulta tanto más sorprendente si tenemos en cuenta la distorsión, o directamente la falsedad, de muchas de sus representaciones. Aún así, como admitió Ernest Gellner, uno de sus más ácidos críticos, invertir nuestras energías en vituperarlo se antoja tan efectivo como maldecir los vientos. Desentrañar las razones de su fuerza, de su ubicuidad histórica y de sus distorsiones cognitivas constituye un desafío intelectual en toda regla. Ni siquiera hay garantías de que la deconstrucción de los mitos nacionalistas ayude a evitar el desgarro de las sociedades de las que se apodera. Su percepción tampoco es la misma en todos los lugares. En algunas latitudes, como en América latina, el nacionalismo está profundamente inserto en el populismo de su cultura política y ha sido recurrentemente movilizado como defensa de la dignidad colectiva frente al neocolonialismo. En otros países se ha normalizado como una religión civil que apela a la unanimidad patriótica. En Europa, por el contrario, su reputación es mucho más dudosa y se encuentra ligada a las nociones románticas de una misión y un carácter nacional que tantos conflictos generaron durante los últimos dos siglos. En España, las circunstancias históricas alejaron al nacionalismo de sus orígenes liberales para terminar asimilándolo al catolicismo ultramontano. Diluido este en gran medida, la identidad nacional española no termina de encontrar su vía de normalización, por lo que los efectos desestabilizadores y reactivos de los nacionalismos regionales siguen ocupando un lugar central en la escena política contemporánea. Este libro trata de lidiar en la medida de sus posibilidades con todas estas cuestiones. Para ello combina la reconstrucción 13


política e histórica con la reflexión normativa. En algunos casos he reformulado ideas que ya expuse en otros lugares, actualizando y revisando en cada caso su vigencia. El primer capítulo ofrece un repaso de las principales teorías sobre el nacionalismo, la extracción social de sus portadores, sus raíces intelectuales y su proyección como una representación política inequívocamente moderna. La dimensión simbólica y cultural del nacionalismo me lleva en el segundo capítulo a analizar la identidad nacional como un estado mental narrativamente configurado o, por usar una expresión que hizo fortuna en su día, a desentrañar el carácter imaginario de su vínculo comunitario. Esto no lo convierte en un espejismo o una ficción. Las naciones no son verdaderas o falsas. Se trata de representaciones sociales cuyas certezas y falsedades hay que buscarlas en los argumentos y dispositivos simbólicos empleados para imaginarlas. Con este fin desgrano a lo largo del capítulo la estructura arquetípica de los relatos de la identidad nacional y su soporte en las instituciones culturales y los rituales políticos del Estado moderno. Ese tipo de relatos es el que alimenta los mitos sobre la identidad nacional y posee unas características formales que lo inmunizan frente a la crítica erudita. A través de ellos se moldea la vivencia del tiempo histórico y se legitima el acoplamiento ideológico entre un pueblo y un territorio concebido como hogar nacional. Una primera versión de este capítulo apareció en la Revista Brasileira de Ciências Sociais a raíz de un seminario que impartí en la Universidad Federal de Juiz de Fora, en Brasil. Muchas de las referencias a ese fascinante país a lo largo del libro provienen de las observaciones e intercambios con mi colega y amigo Rubem Barboza Filho. Aunque las ideas y las representaciones simbólicas que identificamos con el nacionalismo surgieron en Europa y América con el ocaso del absolutismo, su estudio en el ámbito hispánico ha sido relativamente desatendido por la literatura canónica al respecto, cómodamente instalada en la distinción convencional entre nacionalismos cívicos y étnicos. Como intento mostrar en el tercer capítulo, semejante distinción aporta escasos rendimientos para la compresión de este fenómeno en nuestro entorno. El nacionalismo metodológico y las historiografías hagiográficas se han convertido en un obstáculo para ganar una visión de conjunto sobre la génesis de las naciones hispanoamericanas y de la propia nación española como procesos insertos en el ciclo de 14


descomposición de la antigua Monarquía Hispánica, una colosal estructura jurídico-política que, como señaló Montesquieu, tenía su cabeza en Europa y el cuerpo en América. El fugaz intento de transformar este imperio multiétnico de corporaciones, reinos y ciudades en una nación liberal de individuos no hizo más que acelerar sus contradicciones internas y abrir el camino a la eclosión nacional de la Monarquía. La valoración histórica de esta experiencia ha influido pesadamente en la autopercepción de sus herederos, aún hoy aquejados del síndrome de una excepcionalidad más imaginaria que real. Durante siglos, la principal seña de identidad común a este inmenso cuerpo político no fue étnica ni cívica sino religiosa, con la figura del rey católico como elemento unificador en la cúspide. Las ideas contenidas en este capítulo me animaron hace años a coordinar un voluminoso trabajo colectivo sobre el tema y desde entonces las he reelaborado en diversos estudios comparados sobre nacionalismos en América latina.2 En este libro he querido actualizarlas para resaltar las notables diferencias normativas y políticas que podemos reconocer entre los imperios y las naciones. Siguiendo esta misma línea, el cuarto capítulo aborda la secularización del principio de soberanía y el papel de la religión en la configuración de las identidades nacionales. La resistencia inicial del catolicismo a aceptar los fundamentos seculares del Estado moderno evolucionó a lo largo del siglo XIX hasta alumbrar una peculiar modernidad reaccionaria: el Estado católico. El catolicismo, un credo literalmente universal, desarrolló en ciertos casos una afinidad electiva con las reivindicaciones políticas de las minorías nacionales, un fenómeno que aquí defino como etnocatolicismo y que es cualitativamente distinto del anterior. La exploración del componente étnico en los nacionalismos de raíz católica constituye una derivación de algunos de mis trabajos previos sobre hispanismo. Las ideas aquí presentadas fueron originalmente debatidas en sendos seminarios, uno que coordi2. Francisco Colom González (ed.), Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico (2 vols.), Madrid-Frankfurt, Iberomericana/Vervuert, 2005; «Nationhood and the Imagination», en Jay Kinsbruner (editor in chief) y Erick D. Langer (senior editor), Encyclopedia of Latin American History and Culture (2ª ed.), Detroit, Gale, 2008, vol. 4, pp. 788798; «Nationalism in Latin America», en Sangeeta Ray y Henry Schwarz (eds.), The Encyclopedia of Postcolonial Studies, Wiley, Blackwell Publishing, 2016.

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né en el Instituto de Filosofía del CSIC (A Nation of the Faithful. Catholic Nationalisms and the Politics of Sovereignty) y otro sobre Religion and Politics in Anxious States que organizó Carlos de la Torre en la Universidad de Kentucky, pero nunca llegaron a ser publicadas. El relativo consenso sobre los vínculos del nacionalismo con la modernidad se diluye tan pronto como se trata de evaluar sus rendimientos morales. La persistencia de los movimientos inspirados en la identidad nacional ha obligado a la teoría política contemporánea a juzgar con nuevos criterios la legitimidad de sus demandas. A modo de epílogo, el quinto capítulo aborda el denominado amor de patria y ofrece una reflexión panorámica sobre las obligaciones que puedan colegirse de nuestras identidades, la sospecha de que nuestra única y verdadera patria es la memoria —de ahí las batallas por ella entre cosmopolitas, patriotas y agonistas— y el desconcierto que generan los derechos de movilidad territorial en un mundo de barreras contingentes. A lo largo de los años he tenido la oportunidad de discutir y disentir, pero también de coincidir ocasionalmente sobre este y otros temas del libro con colegas con los que he compartido diversos proyectos, viajes y sobremesas. Quisiera mencionar especialmente, a riesgo de olvidar a alguno, a Ángel Rivero, Carlos Patiño, Jesús Rodríguez Zepeda, José María Hernández, José María González, Juan García Morán, Tomás Pérez Vejo, Philip Resnick, Alexander Jiménez, Aylin Topal, Josetxo Beriain, Peter Kraus y Juan Carlos Velasco. Un brillante ensayo expuso hace algunos años la melancólica naturaleza de un nacionalismo como el vasco, encaramado a un imaginario rizo temporal que le impulsaría a dolerse por la pérdida de una patria que nunca existió. Este es un arquetipo narrativo relativamente extendido en la imaginación nacionalista, pero no es único ni exclusivo. Los nacionalismos pueden ser melancólicos u optimistas, tener ideas fijas o estar atravesados por episodios ciclotímicos. Sus principales adversarios no son el cosmopolitismo o el patriotismo cívico, como se suele creer, sino la aceptación de la contingencia y la autonomía como principios moduladores de nuestras identidades personales y colectivas. No somos solo lo que creemos ser sino también lo que los demás ven en nosotros y lo que presumimos que perciben. Las miradas ajenas revierten sobre la propia y ayudan en buen grado a mediar nuestras identidades. La búsqueda de la autenticidad colec16


tiva en un pasado remoto o en la unanimidad entusiasta, con el fin de asentar el pie sobre suelo firme, puede conducirnos a terrenos políticamente quebradizos o embelesarnos con espejismos identitarios que son solo fruto de nuestro narcisismo. Por eso la seducción nacionalista tiene que ver tanto con las representaciones mentales como con los cambios socio-económicos, con las ambiciones como con las emociones políticas. La frustración, el miedo y el resentimiento son recursos con igual o mayor poder de movilización que la búsqueda de reconocimiento y autonomía. Pese a la repetición del tópico, el nacionalista no tiene por qué ser un sujeto apasionado, o al menos no más pasional que el portador de cualquier otra lealtad —como el idólatra del mercado o el jacobino que ensueña un sujeto universal y sin atributos— pero sí ha de ser un creyente. Al igual que la religiosidad, el nacionalismo puede vivirse tibiamente o de manera acalorada, pero en ningún caso les cabe a sus portadores concebirlo como una carga. La desmitificación de los tópicos nacionalistas no necesariamente afecta a su convicción en ellos, porque esta se ubica en un nivel cognitivo más elevado, del mismo modo que la ciencia y el racionalismo no han desbancado la creencia en una realidad trascendente. La erudición no es una palanca infalible para desconchar convicciones firmemente adheridas a la costumbre. El racionalismo, al fin y al cabo, es una concepción del mundo que cuenta con su propia dosis de mistificaciones, entre ellas la de la transparencia absoluta de la realidad ante la razón. Todo esto parecería dejarnos en una situación de desvalimiento ante las certezas que proporcionan ideologías subjetivamente tan poderosas como las nacionalistas. No tiene mucho sentido combatir el erotismo patriótico con las insulsas ficciones del cosmopolitismo. Intentar hacerlo supondría dar la razón a quienes mantienen que la crítica al nacionalismo se realiza siempre desde otro equivalente y tener que embarcarnos en la búsqueda de una patria real o imaginaria para sostener firme la mirada ante el mundo y la historia. La orfandad del apátrida es triste no por la carencia de un hogar nacional que reclamar como propio sino por la precariedad jurisdiccional que esta condición implica. Como intento mostrar en el último capítulo, las patrias no son el único envoltorio ni las últimas garantes de nuestros derechos. Las identidades, las motivaciones políticas y las estructuras territoriales configuran una red con múltiples nodos 17


de articulación que mudan constantemente con el tiempo. Lo importante son las garantías personales durante los procesos de transición. El nacionalismo, a fin de cuentas, es solo una forma más de clasificar a los seres humanos. Hacerlo según el lugar donde estos nacieron, por la lengua que hablan, la forma de su nariz, el color de su piel o en virtud de su imaginación del pasado no resulta menos arbitrario que la taxonomía de aquella enciclopedia china que, según Borges, catalogaba a los animales en categorías tan extravagantes como la de pertenecer al emperador, estar embalsamados, agitarse como locos, parecerse de lejos a una mosca, etc. La contingencia histórica de las naciones nos remite necesariamente a la precariedad de nuestras propias identidades y derechos, nunca asegurados para siempre y necesitados para su anclaje de algo más sólido que los sentimientos de pertenencia a una comunidad imaginada que no es la única ni necesariamente la más próxima, perentoria o noble de nuestras referencias personales. Claude Lévi-Strauss describió en su famosa crónica de viajes la evanescencia de un mundo tropical intocado por la civilización moderna, unas sociedades primitivas a cuyo crepúsculo él mismo estaba contribuyendo a través de sus observaciones etnográficas. Su diario arrancaba, irónicamente, con la confesión de su disgusto por los viajes y los viajeros. En un presente saturado de nacionalismos las patrias, reales, imaginarias o inminentes, no se enfrentan a un riesgo de extinción similar al de las tribus selváticas, pero armarse de ánimo para desentrañar su entramado ideológico sin la esperanza de que ello afecte un ápice a su aparente inamovilidad puede provocar un hastío y una melancolía similares a los que embargaban al viejo antropólogo francés. Aún así, siempre nos quedará la obstinación y la confianza en que algún día las patrias dejarán de ejercer su poder de seducción, en que seremos capaces de mirar a nuestro alrededor y viajar mentalmente en el tiempo con un equipaje propio, pero ligero, sin tener que invocar pesadas razones de identidad.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ..............................................................................

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CAPÍTULO I. El ascenso de la nación ............................................ La modernidad y la imaginación política .............................. El protagonismo de las élites ................................................. Las raíces intelectuales del nacionalismo ..............................

19 31 36 42

CAPÍTULO II. La nación como relato ............................................ Narrar la nación ..................................................................... Las tramas de la historia ........................................................ Espacio y tiempo en el relato nacional .................................. Un hogar territorial ................................................................

55 60 72 87 107

CAPÍTULO III. La eclosión nacional del mundo hispánico .......... La frustrada nación atlántica ................................................. Los lenguajes políticos de la emancipación .......................... El mito de la excepcionalidad hispana ..................................

117 124 141 158

CAPÍTULO IV. Una nación de creyentes ........................................ La secularización de la soberanía .......................................... El Estado católico .................................................................. Etnocatolicismo .....................................................................

167 174 182 198

CAPÍTULO V. Amor de patria ......................................................... Las obligaciones de la identidad ............................................ Espacios, memoria y derechos .............................................. La contingencia de las fronteras ............................................

231 232 251 263

BIBLIOGRAFÍA ...............................................................................

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