Señora y Señor Gourmet

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Juan Peregrino

no salva al mundo

Cuadernos de Leyndรกrmal

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Como en todos los aniversarios luctuosos del Señor Gourmet, la Señora Gourmet metió al horno un cerdo rebosante de grasa. Esta ocasión, sin embargo, no era como las anteriores. La Señora Gourmet puso especial empeño en la preparación del cerdo: le habló del amor que aún le profesaba al Señor Gourmet y de la devoción que tenía por su hija, quien se uniría por fin a esa conmemoración que, hasta entonces, la Señora Gourmet había realizado en soledad. «Pero mi niña ya está lista», le susurró al cerdo, mientras éste fingía escucharle, más bien absorto en su destino. Un destino que, contra lo que podría pensarse, nada tenía de extraordinario; por el contrario, era muy común entre los de su especie, tanto o más común que sus ojos tristes, tan semejantes a los de humanos que recuerdan demasiado. Pero ésta no es una historia de recuerdos, o no sólo de recuerdos; tampoco es una historia de hambre, sino de saciedad.

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Nuestra historia comienza algunos años antes. La Señora y el Señor Gourmet eran solteros y llevaban otros nombres encima, nombres tan extraños y rimbombantes que no vale la pena mencionarlos aquí. Lo importante es que la Señora y el Señor Gourmet hicieron un pacto, uno realmente significativo, no de esos que se sellan con abrazos desesperados y mucha sangre; la Señora y el Señor Gourmet levantaron sus tenedores y sostuvieron el chícharo más redondo, verde y pequeño que pudieron encontrar. Con esa innegable habilidad en el manejo de los tenedores, adquirida después de una vida como compañeros de mesa, la Señora y el Señor Gourmet se propusieron algo verdaderamente imposible: saciar su hambre. De paso, también se juraron cosas simples como fidelidad y amor eterno. Después de mucho cavilar, la Señora y el Señor Gourmet llegaron a la conclusión de que el primer paso de su plan sería contraer nupcias y ofrecer una gran comilona para celebrarlo. No necesitaron pensar mucho la lista de invitados: tomaron el teléfono y llamaron a sus anteriores compañeros de mesa, aquellos con quienes habían disfrutado de comidas perfectas y bebidas que tendieron a la completitud. Tampoco es que la lista fuera muy extensa, extensa es el hambre y corto el placer. Cerca del amanecer, el humo de los cigarros llenaba la habitación. Fue entonces cuando Antonio Pezloreto notó la ausencia de un sacerdote: «Sin un ministro divino que los ate para siempre, ustedes no son más que anfitriones y nosotros simples tragones. ¿Por qué no vino Peregrino? Él pudo haberlos casado». «Yo podría hacerlo», dijo el pequeño Pablo Natilla, asomando la nariz sobre la mesa, «antes de dedicarme al paladar atendí veintiún capillas». Pepo Cazola, quien no podía dejar de mirar a la Señora Gourmet, de quien estaba perdidamente enamorado desde siempre, expulsó con violencia el humo de su cigarrillo sobre Pablo Natilla. «En este mundo la gente se casa justo a tiempo. Ni antes ni después. Ya vendrá

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la bendición cuando tenga que venir. Mientras tanto, veamos el amanecer con el estómago lleno y el corazón borracho». Ninguno de los tres invitados de la Señora y el Señor Gourmet vería ese amanecer. «¿A qué te supo?», preguntó la Señora Gourmet. Pasmado, con el babero largo, tratando de recordar de quién eran las costillas que acababa de engullir, el Señor Gourmet no supo qué contestar. Es verdad que balbuceó algunas palabras ininteligibles, expeliendo pequeños trozos de pan que ya no habían podido pasar por su garganta. «¿Qué es la carne sin pan?», solía decir el Señor Gourmet en los raros días en que se sentía elocuente. Había tantas respuestas posibles a esa pregunta que nadie, excepto la Señora Gourmet, se atrevía a lanzar una respuesta. Y no sólo daba una respuesta, sino muchas, dependiendo de su estado de ánimo y el entendimiento que trajera del lenguaje de sus entrañas. Le contestaba cosas como: «La carne es tan carne como el pan, pan». «La carne es nuestra Redentora, la Unigénita del Pan cuyo corazón late». «Quiso Juan Peregrino que los gigantes santurrones se volvieran migajón y que dos niñas obesas se los tragaran». «No sé. No hay respuesta a tan necia pregunta. Eres un tonto. No me importa». Pasarían los siguientes días convirtiendo en embutidos las sobras de sus tres desgraciados invitados. La Señora y el Señor Gourmet sabían que sin importar cuántas veces cayeran desahuciados contra el piso, con los estómagos elevándose como montañas huecas habitadas por demonios promiscuos, estaban a medio camino de su plan para lograr la saciedad. Sin importar cuántas veces dejaran de respirar y sintieran fríos los talones y apretadas las telas que vestían, la Señora y el Señor Gourmet sabían que siempre podrían levantarse para comer más. La saciedad se veía lejana todavía.

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Cierto día, el Señor Gourmet despertó después de una de esas pesadillas causadas por el empacho. Encontró un mensaje escrito con salsa de cardamomo regada sobre el suelo: «Te espero en la playa, cuando las nubes estén a punto de cubrir la luna menguante». El Señor Gourmet se puso sus mejores galas y decidió comprarse un sombrero nuevo, el más alto que encontrara en los almacenes de La Ciudad Equivocada. ¡Y en verdad encontró un sombrero alto! Pidió la parada a un taximonociclo conducido por un chango bermellón, hasta cuyos hombros trepó, no sin dificultades. El chango pedaleó por calles sinuosas y avenidas repletas de gente. El Señor Gourmet miraba con desagrado las bocas de los transeúntes, «tan hambrientas», pensaba orgulloso, «jamás conocerán la saciedad». Después de un rato, finalmente 62

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pudo oler la espuma del mar y la sal, tanta sal como para sazonar cualquier cosa. El chango bermellón detuvo el taximonociclo y permitió que el Señor Gourmet bajara, no sin antes recibir su paga: un costalito de cacahuates sin pelar que el chango bermellón no dejó de mirar mientras se alejaba pedaleando, con los ojos llenos de sangre y la boca ahogada en saliva. El Señor Gourmet vio las nubes cerrándose como una trampa sobre la luna menguante. Entonces, de entre las aguas, surgió la Señora Gourmet montada sobre una ballena. La ballena era sacerdotisa y una vieja conocida de la Señora Gourmet. Se llamaba Colaphus. Entre cantos provenientes de mundos que están bajo la superficie de las cosas, Colaphus unió con autoridad divina a la Señora 63

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y el Señor Gourmet, quienes se desnudaron y entrelazaron sus dedos meñiques. Las nubes liberaron a la luna menguante, cuya figura frágil pudo reflejarse sobre el mar que se azotaba contra la playa y el cuerpo de la sacerdotisa, quien abrió su boca para permitir la entrada de los recién casados. En el vientre de Colaphus, la Señora y el Señor Gourmet encontraron un colchón húmedo sobre el cual hicieron el amor durante días enteros, hasta que él dejó de respirar y murió entre los largos cabellos de su esposa. El Señor Gourmet había alcanzado la saciedad antes de habitar el estómago de su amada esposa.

El cerdo había quedado delicioso. Tal vez debido a lo mucho que había platicado con él la Señora Gourmet, o acaso por la salsa especial de cardamomo con la que lo había alimentado durante los últimos meses. La pequeña hija de la Señora Gourmet, quien era muda de nacimiento y curiosa por naturaleza, se preguntaba por qué su madre celebraba la muerte de su padre, a quien no había conocido más que en retratos y en historias que le solía contar la Señora Gourmet cuando era más chica. Por su parte, la Señora Gourmet había terminado su porción de cerdo en un santiamén. Cuando lamió el plato setecientas treinta y cuatro veces se dio cuenta de que su hija no había probado bocado. «¿No tienes hambre?», le preguntó, a lo que la niña contestó negando con la cabeza. La Señora Gourmet sonrió. «A unos les llega el momento de saciarse antes que a otros. Parece que la saciedad nos alcanzará el mismo día. ¿No es eso hermoso?». Y habiendo dicho esto, la Señora Gourmet degolló a su hija, luego la destripó y, cuando el sol ya se metía, la cocinó con el amor del que sólo una madre es capaz.

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