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CELESTE Género: Novela 2.012, Álvaro Hernando Burbano y herederos tonyone2012@hotmail.com Bogotá, Colombia Registrado en Oficina de Derechos de Autor, Bogotá Primer registro: o8/05/2.007 * 10-143-385 Versión compacta: 02-09-2.015 * 10-532-468 Diseño de Portada y Contraportada: Álvaro Hernando Burbano Creado en 2.007 Primera Edición Digital: 2.012 Dimensión Edición Digital: 15 cm. x 21 cm. Todos los derechos reservados. Este libro no debe ser alterado por ningún medio, ni en todo ni en parte, sin el permiso del Autor y del Editor. Observación importante: La música que menciona la novela
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las canciones creadas por la banda del “Jinete de Luz”
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puede ser escuchada y descargada desde Youtube. Búsqueda: Antonio Narváez, “Rapsodia para Jesucristo”.
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A mi hijo ausente —John Paul Marcelino—, desaparecido en el Departamento de Nariño el 17 de agosto del año 2.000. Fue secuestrado y asesinado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Sus verdugos cometieron un grave error: Olvidaron que el infierno existe. También a mi hijo presente —Michael—, por quien oro día a día para que jamás sea masacrado por la crueldad del hombre.
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Carta del Autor
Este trabajo es un proyecto de objetivo esencialmente literario. Se terminó de escribir en la ciudad de Bogotá, el primero de enero del año 2.007. Luego, hacia el año 2.012, se le hizo una buena revisión. Algunos hechos con sus fechas, y la mayor parte de los nombres de las personas y lugares que aparecen en cada uno de sus pasajes, son parcialmente ficticios. Sin embargo, el nombre de Jesús ─ el cual emerge como horizonte de la historia ─ no es ficticio en momento alguno. Por el contrario, ese nombre es un paradigma único de proyección espiritual no religiosa. Espero por lo tanto que, hacia al final de la trama, quien me esté leyendo haya entendido mi intención y haya encontrado una valiosa enseñanza que merezca hacerse manifiesta en su existencia. Espero también ser dispensado si, en algún instante de la lectura, el alma de quien esté adentrándose en la urdimbre se intranquiliza al encontrar vocablos soeces o insultos irreverentes. Esa dualidad de la palabra no es segmento de intención oscura alguna de mi parte. Sé que cualquiera comprenderá que me habría sido imposible escribir este libro —el cual se involucra lentamente como entre un vendaval de huracán enloquecido en la cruda decadencia social, moral y política a la cual Colombia empezó a ser arrastrado a principios de 1.948—, sin plasmar en algunos de los diálogos la forma baja y miserable de expresarse que normalmente utilizaban, y utilizan, los personajes nebulosos y los gobernantes deshonestos que, con sus crímenes y su filosofía ambiciosa y equivocada, causaron —y siguen causando— la progresiva aniquilación de éste, uno de los más hermosos pero más atropellados países del mundo. No sería fácil dar a entender lo maravilloso que ha de ser el Cielo, si no se hace énfasis en lo tenebroso que será el infierno. Finalmente, encuentro necesario advertir al lector que no se sienta confundido por el aparente salto de los capítulos. Estos giros, que se dan hacia atrás y hacia adelante a la manera de un bumerán, son la esencia de la progresión de los episodios de la vida del protagonista, hombre humilde a quien logré rastrear desde cuando era niño —eso es, antes de yo 5
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conocerle—, y a quien luego logré seguir y llegué a admirar después de que le distinguí bien.
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1 Celeste, año de 1.970 Veinticuatro horas antes de que se desatase el terremoto que pulverizó la ciudad de Celeste —en el año de 1.970—, Antonio estaba jugando un partido de fútbol en la cancha central de Villa Marista, un seminario que en esa época albergaba cerca de doscientos jóvenes que aspiraban a ser parte de la hermandad de aquella comunidad de origen francés dedicada a la enseñanza. Repentinamente, mas no porque hubiese presentido el desastre que se avecinaba, el muchacho abandonó su puesto de ataque en el momento crucial del cotejo sin decirle nada a nadie y, a continuación, ante el estupor de sus compañeros de equipo, cubrió a grandes zancadas la distancia que lo separaba de la puerta que daba a las edificaciones. En un abrir y cerrar de ojos desapareció en el hueco rectangular de la estructura del convento. Un minuto más tarde atravesó a la carrera los brillantes corredores del ala derecha de la villa. Llegó a la capilla principal —solitaria a esa hora—, la misma en donde en las mañanas de los festivos se llevaba a cabo una misa maravillosamente cantada en latín. Irrumpió en el balsámico templo apresuradamente. Se acercó al altar. Se arrodilló, ante el silencioso cristo de bronce que dominaba la pared frontal de la nave. Durante los diez meses que alcanzó a vivir en el internado, el joven seminarista había venido acumulando una atracción magnética, casi total, hacia esa grandiosa imagen aparentemente cinética de Cristo, la cual había sido elaborada en bronce hueco —no macizo— y permanecía suspendida en el aire, gracias a un centenar de fibras de nylon resistentes y absolutamente transparentes que partían de los maderos cóncavos de la cruz y se aferraban a unas placas de metal escondidas entre la piedra de las paredes y el techo de la cúpula, estratagema ésta que llevaba a pensar a los que miraban hacia el crucifijo precisamente eso: que la hermosa figura pesaba considerablemente, pero que estaba flotando libre en el espacio. —Te amo, Jesús —expresó el chico en un ferviente susurro, húmedos sus ojos, adheridos en el alma a los ojos inmóviles del cristo de bronce—. Te prometo que trataré de venir siempre solo y a la misma hora todos los días, o cada vez que sepa que solamente tú estás aquí. Quería decirte que te amo. Quería agradecerte por haberme elegido para el coro y por haberme concedido ser la voz líder de los sopranos. Te prometo que voy a tratar de agradarte y que voy a aprender a tocar el piano para cantar siempre para ti, sí, solamente para ti. Ya hablé con el hermano Samuel. Él me va a enseñar a tocar el piano. ¡Es grandioso cantar para ti, Jesús! ¡Escucha! A continuación, empezó a entonar con natural dulzura, muy suavemente, una canción sencilla que él mismo había escrito para Dios dos días antes y a la que hubo llamado Jesús y los niños. Fue tal su arrobo durante la interpretación, que no se percató de la presencia de un hombre joven de sotana negra y crucifijo de metal al pecho que lo escuchaba a pocos metros a su espalda. Terminada la
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melodía, cerró los ojos. Permaneció un buen rato así, en entrega y en silencio, apretando firmemente con la palma de la mano derecha el costado izquierdo de su pecho. — ¡Antonio! —Creyó de pronto escuchar que alguien lo llamaba. Era una voz remota, pero familiar, una voz tranquila que parecía estar llegando desde un punto incierto del salón del universo. Abrió los ojos y vio que, efectivamente, al extremo derecho de la banca estaba observándolo, de pie, su tutor musical, el hermano Samuel. — ¡Hermano Samuel! —Empezó entonces a decir, absolutamente sorprendido, lejano, cual si acabase de ser arrebatado desde el seno del mar de su más remoto ensueño. —No es de mi agrado interrumpir tu alabanza y tu oración —se disculpó el religioso—, pero debo hablar contigo inmediatamente. —He hecho mal las cosas, ¿verdad? —No, en absoluto. No se trata de lo que tú hayas hecho. Respiró profundo, al escuchar las palabras de su instructor musical. Indudablemente, se sentía culpable por haber abandonado el partido y por haber sido sorprendido en la capilla a una hora en la cual ningún novicio estaba autorizado para permanecer allí. —Tengo una carta para ti —El marista extrajo de su sotana un sobre de color azul—. Es de tu padre. Me temo que las cosas no están bien en casa. Considero, sin embargo, que es mejor que me siente a tu lado y la leamos juntos. Los tutores tenían acceso a la correspondencia de sus pupilos en el momento mismo en el cual ésta llegase a la villa. Era una regulación del seminario. Por lo tanto, para Antonio no representó problema alguno saber que el hermano Samuel había leído la carta de su padre antes que él, en algún instante de la primera mitad de esa mañana. Lo que sí resultó absolutamente absurdo y triste, a medida que leyeron las primeras líneas, fue enterarse de que su madre había desaparecido sin tener una razón para huir de casa y sin dejar el más pequeño rastro. Nadie en la familia tenía una certeza, ni siquiera una pista diminuta, algo que ilustrase así fuese superficialmente el porqué de la desaparición de la hermosa mujer. En otra parte de la carta, su padre le pedía al tutor dialogar con él para infundirle mucha calma. Le solicitaba, además, y de una manera melancólica pero firme, hablar con sus superiores para que le fuese permitido viajar a casa inmediatamente. La lectura llegó a su final. El pequeño aspirante a profesor religioso reconoció la firma de su progenitor al pie del texto. Tuvo a continuación, y por primera vez en su vida, la sensación de que una negra nube le inundaba el alma. Levantó la vista del papel. La fijó de nuevo sobre el cristo de bronce suspendido, allá, encima del altar. Pensó en su madre. Esta vez sus ojos no se humedecieron. Se inundaron de lágrimas, sin inmediato remedio. El hermano Samuel colocó su mano izquierda sobre el hombro del muchacho. —Todos nacemos con Jesucristo en el alma, pero todos lo vamos perdiendo a medida que la niñez y la inocencia se desvanecen— Su voz creó un
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eco perdurable en la memoria de Antonio y esparció otro, aunque pasajero, entre los arcos del interior de la capilla—. Perder a Jesús es cuestión de unos pocos años, de muy pocos. Al llegar al final de la adolescencia ya lo hemos perdido completamente, y es porque, a la vez, hemos empezado a perder lo que creíamos que era perfecto en la existencia. — ¿He perdido a mi madre? —Espero que no, Antonio. Espero que no. No obstante, ¿qué puedo yo saber de lo que el Maestro ha escrito para tu vida? Lo único cierto es que debes estar listo para afrontar, si no ahora, algún día no lejano, la pérdida de lo que hasta hoy ha podido ser mágico en tu camino. Pero no pierdas tu amor por Jesucristo. Síguele escribiendo canciones. No pierdas su huella. Mañana a primera hora viajarás a casa. Buscarás a tu madre. Y algún día regresarás a la villa e iniciaremos sin demora las lecciones de piano que te he venido prometiendo. Muy temprano, a las cinco de la mañana del día siguiente, el hermano Samuel acompañó hasta el portal de flotas intermunicipales a un Antonio callado y distante que debía afrontar un viaje inesperado de más de catorce horas hasta la capital. —Aquí tienes —Le entregó una pequeña réplica del cristo de bronce de la capilla, a la puerta de salida hacia el patio de los buses—. Debes guardarlo muy cerca de tu corazón. Jamás permitas que nadie te lo arrebate. Por un instante, Antonio se olvidó de su amargura. Aferró el pequeño crucifijo entre las manos. Luego miró con enorme cariño a su tutor. —Gracias, hermano Samuel. —Vuelve pronto, muchacho. Y que el Señor te bendiga. —Sí. Pronto estaré de vuelta. Y que el Señor Jesucristo lo bendiga a usted también. El conductor de la intermunicipal acababa de encender el motor. Antonio remontó sin prisa los escalones de metal. Se dispuso a ocupar su asiento. Cuatro horas más tarde, en tanto miraba el paisaje de la montaña a través de la ventanilla del bus en movimiento, la pequeña y colonial ciudad de Celeste era prácticamente arrasada por un terremoto de magnitud siete en la escala de Richter. En el desastre colapsó una gran parte de la villa del seminario. También desaparecieron unos pocos hermanos y un apreciable número de aspirantes. El hermano Samuel había quedado atrapado entre los escombros. No logró sobrevivir. Cuando llegó a la capital, a casa de su padre, cerca de las once de la noche, Antonio se enteró de cada detalle de la catástrofe a través de los avances de noticias que pasaron por los canales de la televisión nacional. Jamás regresó a Celeste para iniciar sus lecciones de piano.
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2 Conocí a Antonio muchos años después, una tarde tranquila de febrero del año 2.003, mientras él y uno de sus percusionistas daban un demo-concierto en la glorieta que estaba ubicada cerca de la salida del mercado de garaje que la alcaldía de Bogotá había situado en un parqueadero de la Calle Veintiséis con Séptima, en pleno centro de la capital. En este lugar, todos los domingos y festivos salían a exponer sus mercancías decenas de artesanos y comerciantes menores que, en su mayoría, entre semana se ganaban el sustento rebuscando cambalaches por las calles de la ciudad. A la gente le gustaba llamar a esta venta dominguera de garaje El mercado de las pulgas, quizás porque allí era factible conseguir más de un cachivache inesperado, desde un alfiler de plata o copias de música gregoriana o de arte visual, hasta antigüedades en madera y metal, artículos de cuero, varas de incienso, candelabros, películas, discos en acetato y libros de colección. Este caleidoscópico mercado fue entonces, esa tarde de domingo, el mundo antropomorfo que sirvió de tramoya para la música de Antonio. Hoy, un par de años después, sé con certeza que fueron sus canciones las que me llevaron ese día a hacer parte de su inesperado auditorio bajo el fresco sol del clima bogotano de comienzos de año. Eran temas interesantes para el oído, mas no para el jolgorio. Estaban escritos en estructuras más bien sencillas de base electroacústica, a partir de la gama tradicional de dos de los ritmos más cadenciosos y más ampliamente difundidos de la canción afro-antillana, unos, y de las raíces del rock latino, los otros. Recuerdo además que la elaboración final de cada canción tenía algo muy particular, algo quizás irrepetible, una esencia muy personal que yo no sabré de pronto definir aquí satisfactoriamente puesto que no soy músico, tal vez un estilo lejanamente barroco, dulce, nostálgico, lleno de un natural amor por Jesucristo y por la humanidad. No era góspel, no, mas jamás había yo esperado escuchar la música afro-antillana y el rock latino interpretados así, de esa manera tan mística, tan personal, con una propuesta literaria tan rica en metáfora y en analogía, y aferrada, por añadidura, a las líneas de los Evangelios y a la realidad e incertidumbre de la vida. De otra parte, no era Antonio un artista predecible. Por amorfo que parezca, él no estaba montando su mercado personal allí, en la glorieta. No estaba vendiendo nada. Ni siquiera se podía considerar que estuviese vendiendo sus discos, porque no los estaba comercializando —no técnicamente. Eso me extrañó un poco, puesto que yo ya me había acostumbrado a ver a estos cantantes callejeros de la Séptima vender sus demos a un precio a veces irrisorio luego de cada toque. Por esta razón, la primera impresión que tuve de él durante los diez o más minutos que estuve observándolo negociar, a cierta distancia, luego de la que resultó ser la última tanda de canciones de su presentación de aquel día, fue que el tipo era solamente un músico callejero inspirado, pero chiflado. Sin embargo, algo me empujó a permanecer hasta el
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final, a un par de metros de su improvisado escenario. Luego me acerqué. Nunca me arrepentiré de haberlo hecho. —Me gustaría comprar uno de sus discos —Fue lo primero que le dije. —No es música del mundo, hermano —me advirtió amablemente, sin prisa, sin soberbia, sin darme jamás la espalda—. No sé si en verdad deba usted comprarla. —Ya escuché más de una tanda de sus temas — Experimenté una minúscula brizna de impaciencia—. Son buenos. Me llama la atención la propuesta, y ya me he enterado a través de las líricas que su música no es música del mundo. Ahora bien, puesto que veo que allí tiene algunos discos, le propongo que me venda uno. Eso es todo lo que deseo. Me miró entonces con respeto, sin la más pequeña mala intención, sin prejuicio alguno. Parecía estar leyendo mi mente. — ¿Cuánto está dispuesto a pagar por un disco de Jinete de Luz? —Su rostro resplandeció por un segundo. — ¿Jinete de Luz? —Es el nombre que le hemos dado a la banda. Hace referencia a la segunda venida de Jesús. —Ya entiendo —Me sentí más tranquilo—. Sin embargo, el disco es parte de su trabajo, no del mío. ¿Cuánto me va a costar? — ¿Puedo hacerle otra pregunta antes de responderle? —Empezó a enfundar su guitarra electroacústica entre un estuche de cuero negro. En ese instante quizás pretendí creer que aquel músico de calle había descubierto que, al igual que él, yo no era la clase de hombre que va por el planeta buscando amigos para beber, mujeres para fornicar, o socios con quienes ensamblar maldades en el alma. —Haga su pregunta —Observé que el joven percusionista que había tocado con él, el único músico de la banda que lo había estado acompañando en el toque de esa mañana, le hacía un gesto de despedida luego de terciarse al hombro el maletín con los bongoes. — ¡Hablamos más tarde! —Respondió Antonio al gesto, olvidándose de mí por unos segundos—. ¡Gracias por esa segunda voz, compadre! Se reinició entonces nuestra conversación. —Usted iba a hacer otra pregunta —comenté. —No se intranquilice, amigo. No he olvidado esa pregunta. Además, y como usted bien puede ver, el concierto de hoy ha llegado a su final. Mi bongosero tenía otro compromiso. Los otros no vinieron. No tengo banda para la tarde. Creo entonces que usted y yo podremos organizar sin prisa todos los interrogantes que surjan. También podremos continuar con la discusión acerca de la fortuna que usted me va a dar por ese disco. No obstante, ¿puedo cambiar la pregunta que estaba pendiente por otra más inmediata? —No hay problema —Respiré profundo—. ¿Cuál es esa otra pregunta? — ¿Le importa si caminamos un poco? No es mi costumbre quedarme hablando aquí, en la glorieta.
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—Ni me importa, ni me molesta —Recuerdo que salimos del parqueadero. Empezamos a caminar despacio por la acera oriental de la Séptima, zigzagueando entre dos hileras de tendidos de venta callejera. Las mercancías estaban simplemente allí, esparcidas humildemente sobre el suelo. — ¿En qué trabaja? —Soltó finalmente, luego de media cuadra de silencio. —Soy corrector de textos. También escribo, con la esperanza de mover el mundo. —Eso suena poderosamente trascendental —Se detuvo, para mirar un pequeño marco fotográfico que estaba casi olvidado allí en el pavimento, sobre una cuadrícula de lona azul desplegada contra el frío de la acera. Luego de que diera unos pesos por él, continuamos caminando lentamente. — ¿Qué le dicen al mundo sus escritos? —Reacomodó la guitarra sobre su hombro. —Mis escritos hablan esencialmente de las incertidumbres y las guerras del espíritu del hombre. Cada una de mis líneas habla abiertamente de Jesús de Nazaret y de los hombres que están en su búsqueda. Asintió con la cabeza. Me miró con afecto. Treinta metros más allá, se detuvo de nuevo. Compró otro cachivache en un puesto quizás más humilde que el anterior. —Me gusta comprar ciertas cosas a algunos de ellos —Reinició el camino—. Me estremece pensar que de pronto no hayan comido nada en toda la mañana. Me pareció que ambos estábamos disfrutando del paseo. — ¿Aún quiere tener la música del Jinete de Luz? —Se detuvo una vez más cincuenta metros más allá, a la puerta de una tienda de discos, grabadoras, juegos de video y celulares. —Aún quiero tenerla. No veo por qué habría de cambiar de idea. ¿Qué hay que hacer? —En esta tienda venden discos en blanco— Dibujó una sonrisa—. También venden estuches vacíos. ¿Le importaría comprar cuatro de cada cosa para mí, y hacemos el cambio? Por mucho tiempo había yo visualizado como un signo de mediocridad de un artista el hecho de que no estimase en alto el valor comercial de su obra. Pero en ese momento aprendí, puesto que ya había escuchado algunas de las canciones de Antonio, que no hay concepto comercial sobre la Tierra que no pueda ser fulminado por el corazón de un hombre que busca de verdad a Jesucristo, más aún, si ese concepto tiende a sumergirse entre la ambición o la especulación. Decidí entonces comprar seis discos y seis estuches, no solamente cuatro de cada cosa, pues creí que de esa forma estaría tomando un poco menos de ventaja en la transacción. Recibió los discos y las cajas, sin problema. Incluso me agradeció un par de veces. Seguimos caminando. Me comentó entonces que había uno que otro comprador de música callejera que llegaba a darle más de cinco mil por uno de sus discos, que era lo que comúnmente valía una copia de música de ese tipo. Me
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comentó también que él solía obsequiar una que otra de sus copias, claro que solamente cuando consideraba que el que la recibía había mostrado verdadero interés por poseer su música —se hacía realmente partícipe de la propuesta de la misma— y se veía además que no llevaba un peso en los bolsillos. Me contó luego, en tanto seguíamos avanzando hacia el sur de la avenida, que un día una señora de gruesas gafas —una mujer dulce y pequeñita—, la cual iba al mercado todos los domingos y había dado diez mil pesos por el disco, cuando se enteró de que él no tenía en dónde vivir, se le acercó al término de un toque y le ofreció en arriendo una casita que ella poseía a un costado de la carretera que de Bogotá conduce hacia el municipio de Cota. Le pidió, eso sí, que le pagase ciento cincuenta mil pesos mensuales por el arriendo, nada más, para con ese dinero cubrir el pago de los servicios y reunir lo del impuesto anual de la propiedad. También le exigió, a manera de cláusula determinante del contrato verbal de arrendamiento, que continuase escribiendo canciones para Jesucristo. No me contó mucho más esa tarde porque —según me dijo— quería ir a visitar a unos amigos que tenía a unas pocas cuadras de allí. No obstante, en el instante de despedirnos me entregó su disco, no sin antes autografiarlo. Luego me obsequió una tarjeta suya. El texto decía: Jinete de Luz, apoyo espiritual en Jesucristo. Estaban también impresos allí su número telefónico y la dirección de la casa que la dulce señora le había arrendado. — ¿No están estos datos en la cubierta interna del disco? —Saqué mi billetera para guardar la tarjeta. —No. No están.
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3 El comienzo de la búsqueda
Eran las dos de la mañana. La intermunicipal que transportaba a Antonio hasta San Juan de Pasto, su ciudad natal, distrito ubicado muy cerca del volcán Galeras —a más de dieciocho horas al sur de la capital y a doscientos kilómetros de Celeste—, subía pesadamente la cuesta de la carretera. Era el 27 de septiembre de 1.970. El seminarista llevaba casi dos meses buscando a su madre. Unos primos que aún vivían en San Juan le habían escrito un par de cartas para contarle que les parecía haberla visto por allá. Él había entonces decidido suspender las averiguaciones que iniciara por los barrios de la capital una semana después de abandonar la villa de los maristas y, sin dudarlo, había optado por bajar hasta la ciudad del volcán para encontrarla. La temperatura en el interior del viejo automotor era de cuatro grados centígrados. El frío lo estaba obligando a ovillarse en el último asiento, el de los músicos. Viajaba solo, aunque su mente jamás aceptaba pensar que estaba solo. En un bolsillo de la camisa, muy cerca de su pecho, llevaba la réplica del cristo de bronce de la capilla que le había obsequiado el hermano Samuel. En tanto el bus rebenqueaba aferrado al asfalto, muy cerca del abismo, el joven trazó en su alma palabras recortadas para Jesús. De súbito, lo envolvió el ensueño. Se encontró cantando en el coro de la villa. Sentado al piano, el hermano Samuel le sonreía. Sin embargo, tras un sobresalto, pronto se halló de nuevo en el interior de la flota, despierto a medias, mirando hacia la realidad y hacia la carretera a través de la ventana, escudriñando entre la penumbra de la noche, pensando en su madre, buscando una luz definitiva para su mente confundida. A las cuatro y catorce minutos, la intermunicipal se sacudió. Frenó en seco. El motor se apagó bruscamente. La cabeza de Antonio pegó contra el empañado vidrio. No obstante, todo continuó en silencio en el interior del vehículo. Nadie movía un dedo. Parecía como si todos los pasajeros se hubiesen quedado viviendo para siempre en el planeta de los sueños. Levantó la cara. Se irguió un poco. Miró hacia la garita del asiento del conductor. Una luz de reflector atravesó el camino y penetró el parabrisas, chocando con sus ojos. Un par de segundos más, y otras luces de linterna se repartieron rápidamente hacia los costados del automotor. Voces violentas quebraron el silencio. Tenían timbre miliciano. Proyectaban desastre. Los pasajeros empezaron a despertar, asustados, al son de la algarabía de los guerrilleros. Se abrió la puerta del vehículo. Sin demora, dos camuflados saltaron como panteras hacia el armazón del piso de metal. Enfocaron con sus linternas el pasillo. Portaban metralletas livianas. — ¡Bajarse el personal con todas sus pertenencias! —La orden estalló sin condiciones, en el vaho del aire viciado de la escena.
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La gente terminó por despertar completamente. Nadie tuvo tiempo de bostezar. Los que no se pusieron de pie con rapidez fueron obligados a hacerlo a culatazos. Un pequeño de brazos empezó a llorar, no muy lejos de la portezuela. —Dios mío, ¿qué va a pasar ahora? —Gimió una mujer de edad, mirando desesperadamente a todos, pero a nadie, mientras era empujada entre madrazos hacia su destino. Antonio había decidido no moverse. Aferraba con fuerza el crucifijo de bronce. Su corazón no presentía nada bueno. — ¡Qué hubo, maldita sea, manada de sapos hijueputas! ¡Bajarse todo el mundo! —El camuflado repitió la orden—. ¡No dejen ni el más pequeño pedo enredado entre las sillas, porque vamos a quemar esta mierda hasta las huevas! Los gorjeos intermitentes de los humildes pasajeros empezaron a transformarse entonces en angustia y llanto. Dos minutos más tarde, todos ellos, excepto Antonio, alineaban de pie al borde del barranco. Parecían fantasmas apeñuscados que colgaban en el risco del presagio, tiritando entre la neblina de la madrugada. Mientras tanto, el cuerpo del menudo seminarista se ovillaba, escondido ingenuamente debajo de una esquina del asiento de los músicos. Como era de esperarse, uno de los insurgentes inició de prisa el registro de la intermunicipal, linterna en mano. La realidad y los segundos empezaron a curvarse, como mezcla de granizo con melcocha, en el fondo del alma del joven cantante. Sus dedos se crisparon una vez más, contra el bronce del cristo marrón. — ¡Anguila! —Escuchó que gritaba el jefe de los camuflados, desde el hueco de la puerta del automotor—. ¡Vení! ¡Bajá! ¡Traé la gasolina y quemá rápido esta puta mierda! — ¡No sé dónde está la marica gasolina! —Replicó ásperamente el Anguila, casi a punto de terminar su revisión, muy cerca ya del asiento debajo del cual Antonio temblaba incontrolablemente—. ¡Además, ya casi termino de revisar esta chimbada! — ¡No hay tiempo pa’ seguir con eso! —Aulló de nuevo la boca sucia del líder de los facinerosos—. ¡Tomá! ¡Vení! ¡Aquí está la puta gasolina! ¡Si algún malparido sapo se quedó escondido adentro, lo horneamos vivo! El Anguila se detuvo. Resopló con rabia. Regresó sobre sus pasos, para bajar por el combustible. Fueron quince segundos, nada más, tiempo que a Antonio le bastó para deslizarse, como felino en la penumbra, hacia el estrecho y hermético orinal que estaba detrás de la garita del asiento del conductor. La mecánica de su instinto le había hecho suponer que, al regresar con el combustible, el Anguila empezaría a rociar el bus desde el asiento de atrás y que tal vez no terminaría con el enjuague. Y así sucedió. Esto le salvó la vida porque, contando con un limitado tiempo para largarse, los criminales lanzaron una cerilla encendida a través de una de las ventanillas. Luego salieron a perderse, arrastrando consigo a los pasajeros y al conductor. El fuego se extendió. El infierno que se generó dentro de la intermunicipal empezó a crecer inexorablemente. Chispas, fogonazos y una fumarola de tejido negro, se esparcieron hacia la noche entre la memoria irresoluta de un país masacrado y humillado por más de medio siglo por la guerrilla, los políticos y los paras.
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Antonio sintió hervir su cabello y sus piernas. Volaban los segundos. Escuchó con atención. Sólo se oía el chisporroteo del desastre. Parecía que todos se habían desvanecido. Como un relámpago, salió entonces del mingitorio. Miró hacia todo lado. La portezuela estaba en llamas. Sólo quedaba una salida: la amplia ventanilla del conductor. Terminó lanzándose por allí, de cualquier manera. Lo recibió el asfalto. Crujieron sus tobillos. Asimiló el tirón y el dolor. Se enderezó. Dando traspiés, echó a correr hondonada abajo. El sendero se iluminó a su paso, gracias a la luz del averno que quedaba en la cima del barranco, allí, sobre el recalentado pavimento de ese tramo de la carretera. “¿Será posible que todo esto esté sucediendo, Jesús mío? —Empezó a reflexionar, sin detener la huida—. Parece ser todo sólo un mal sueño, una pesadilla, otra pesadilla como la de Celeste. Esto no es verdad, Jesús, o, ¿es esto una espantosa verdad, tan cierta como la del terremoto de Celeste? Y yo, otra vez me estoy escabullendo. Otra vez estoy escapando de la muerte. Es que tú, mi Dios, ¿me estás protegiendo? ¿Me estás cuidando tú la vida a cada paso? Yo sé que para ti no hay imposibles. Entiendo que la lógica humana no es la tuya, y no sé cómo esos tipos no me encontraron debajo del asiento. Mas, ¿quién soy yo? ¿Qué valgo yo, para que tú así me protejas?” Indudablemente, Dios lo estaba cobijando a su sabia manera. Todos los pasajeros, incluidos el conductor y el pequeño de brazos, fueron ejecutados y enterrados en una fosa común ese mismo día. Meses más tarde, una avanzada militar se topó con el macabro hallazgo. Las autoridades no lograron jamás establecer si la masacre fue llevada a cabo por los paras o por la guerrilla. Sin embargo, para Jesús nada quedó oculto. En tanto daba una y otra zancada hacia el fondo del barranco, extrajo de su camisa el cristo de bronce. Lo atenazó de nuevo con sus dos manos contra la base del esternón. Luego detuvo su loca carrera. Se arrodilló entre sollozos, hundidas sus rodillas hasta los muslos entre la humedad de la maleza y la abundante hierba. “¡Eres tú, Jesús! —Continuó rumiando su cerebro, aunque con más exaltación—. ¡Sí, eres tú! ¿Quién otro podría ser, sino tú, que no me destinaste a morir en el terremoto de Celeste hace dos meses? ¡Eres tú quien me ha sacado de este infierno! ¡Eres tú quien me ha librado de las manos de esos miserables!”. Y no pudo contenerse más. Se hundió otro poco entre la escarcha de la broza. Luego, abrió los brazos y los labios, para gritar con todas sus fuerzas lo que su corazón necesitaba desahogar. — ¡Te lo prometí, Jesús mío! —Estalló entonces en gemidos, cual si hubiese perdido la razón, creando un eco desgarrado que se filtró entre el ya avanzado amanecer de la hondonada—. ¡Te prometí en Celeste que cantaría sólo para ti, y ahora no habrá nada que me detenga, porque tú no estás permitiendo que la muerte me arrastre! ¡Tú quieres que viva por ti, que te ame y que te cante, no sé hasta cuándo! ¡Pues bien, así lo haré! ¡Viviré por ti! ¡Te serviré, te amare, y cantaré sólo para ti hasta morir! ¡Escucha! Era increíble. Con su voz hecha pedazos, empezó a cantar en medio de esas circunstancias. A pleno pulmón, descargó en dos minutos todo ese dolor que su alma había albergado en los últimos meses. Mas, de pronto, su triste llanto y su
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gritado canto fueron interrumpidos por la explosiĂłn lejana del tanque de gasolina de la flota.
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4 Quince días después, sentados bajo la luz de la luna en el patio de una casa vieja y modesta situada a las afueras de San Juan, Antonio le narró cada segundo de estos acontecimientos a su madre. No había tardado mucho para encontrarla. Ahora estaban viviendo juntos. Ella trabajaba elaborando artesanías. Confeccionaba pulseras, brazaletes y collares. Tenía que salir a diario a venderlas por los alrededores. Quizá por eso, Antonio la había hallado de una manera casual, pero fácil, a los tres días de llegar al municipio del volcán, mientras los dos deambulaban en direcciones opuestas por una calle de la zona comercial del centro. A menudo, el joven viajaba con ella hasta los pueblos cercanos. Le ayudaba a ofrecer las artesanías. Por supuesto que no estaban haciendo fortuna con esto, pero tenían la bendición de Dios. Parecían venir acumulando una clientela sostenible en los pequeños almacenes de miscelánea de San Juan, y en las tiendas de los alrededores. No les faltaba el alimento. —Jamás me has permitido ver ese cristo que te regaló tu tutor en Celeste —observó ella, cuando él terminó la narración. Sus palabras flotaron bajo el halo de la luna, entre las hendiduras del asiento de piedra del patio de la vieja construcción. Antonio la miró, con inmensa dulzura. — ¿En verdad quieres verlo? — ¡Claro que quiero verlo! El joven extrajo entonces de su chaqueta de pana la pequeña réplica de bronce. Se la entregó. —Tú eres la única mujer que ha visto esta imagen que me dio el hermano Samuel sólo unas horas antes de morir. — ¡Es maravilloso! ¡Cómo me hubiese gustado conocer también el de la capilla, ése a quien tú dices haberle cantado tanto! Antonio sonrió. Un brillo de nostalgia asomó sobre sus ojos. Recordó al marista del piano, su maestro musical. Recordó los fantásticos coros en latín. Evocó a sus compañeros de seminario, los partidos de fútbol juvenil, los corredores del convento, la capilla. “¿Que habrá sido del cristo de bronce? —Se llegó a preguntar, en tanto ella admiraba la réplica—. ¿Estará aún allí?” —Esa promesa que le hice a mi Señor, debo cumplirla —Dejó entonces escapar sus pensamientos, cual si hablase consigo mismo—. Cantaré para Jesús, sólo para Él, hasta que muera. —Déjame ayudarte a cumplir esa promesa, hijo. — ¿Ayudarme? ¿Tú? —Sí. ¿Por qué no habría de ayudarte si tú me lo permites? Tengo un dinero guardado para ti. Sé que no alcanza para comprar un piano, pero, ¿te gustaría tener mañana mismo una guitarra?
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En medio del asombro, Antonio no dijo nada. Simplemente, abrazó a su madre con fuerza. Luego asintió, sumergida su cabeza entre el calor de ella. Tres días después ya había aprendido por sí mismo los acordes básicos, mayores y menores. No tardó entonces en empezar a acompañarse las dos melodías que hasta ese momento le había escrito al Señor. La de la capilla —Jesús y los niños—, ésa que le cantó el día inmediatamente anterior al de su partida del seminario de los maristas, y la de la hondonada —Él es Jesús—, ésa que dio vueltas en su cerebro durante el incendio de la flota hacia San Juan y que luego terminó gritando, hundido hasta la cintura entre la hierba. En los meses que siguieron, solía encaramarse por las tardes hasta un estrecho ático que años atrás alguien había levantado con gruesos listones en un rincón del que ahora era el cuarto-taller de su madre. Allá se sentaba a practicar los temas que iba escribiendo, los cuales brotaban de su corazón como agua de manantial. De esa manera, alababa a Jesús, pero también le hablaba al mundo. Acompañado de su guitarra, reflexionaba acerca de los errores del corazón humano, de los banales afanes del hombre y de lo que estaba escrito para la humanidad. Todas sus canciones, sin la menor soberbia, sin ambición material alguna, pretendían orientar a las gentes hacia una proyección espiritual universal. Su madre lo escuchaba, sumergida en el trasegar de su trabajo o en medio del ajetreo de la vivienda y la cocina. Antonio a veces bajaba y colaboraba con el oficio o con la cocción de los alimentos. Y casi diariamente leían los dos los Evangelios. Y oraban juntos. Una tarde de esas, sentado en el ático en la mitad de su concierto cotidiano, escuchó que ella lo llamaba. Dejó entonces su guitarra sobre una cobija que había subido hasta allí. Descendió por la escalera de peldaños. Ella lo estaba esperando a la mesa. —Te serví una taza de chocolate y un trozo de queso —Le señaló una silla—. Un buen músico necesita alimentarse bien, darse un respiro de cuando en cuando. Le agradeció el concepto. Se sentó a su lado. Hicieron una pequeña oración. En la mitad del refrigerio, la mujer le tomó la mano y le sonrió, con una pincelada de amargura. —Nunca mencionas a tu papá. El joven guitarrista la miró a los ojos. —No creo que te resulte cómodo escucharme hablar de él. —Tampoco me has preguntado por qué huí de casa —insistió ella. La envolvió en la ternura de su mirada. —A lo largo de esta senda de mi búsqueda de Dios, he aprendido a comprender mejor las cosas, no solamente esta música que hago. Sé con seguridad que tú también amas a Jesús, pero sé también que no te fue posible amar hasta el final a mi papá, tal vez porque él no te amó como tú merecías. No te preocupes por lo que debas decirme. Tu amor y tu trabajo me lo dicen todo. Los días parecían transcurrir en la más completa calma, en el abrigo de la tranquilidad, hasta que llegó la guerrilla a San Juan y se llevaron a Antonio, sin su guitarra. Sucedió en la madrugada de un seis de febrero. Las tropas de los
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insurgentes asaltaron como un vendaval silencioso solamente el humilde sector donde él vivía con su madre, el cual estaba algo apartado del conglomerado, tal vez más cerca del volcán que del centro. Nadie tuvo tiempo de reaccionar. El ejército apareció dos días después. Cuando llegaron, encontraron que los bandoleros habían dejado atrás seis muertos —dos policías, dos civiles adultos, un cura y una mujer encinta—, y se habían llevado dinero, ropa, gallinas y media docena de adolescentes —cuatro muchachos y dos niñas. — ¡Estos jóvenes engrosarán hoy mismo las filas armadas revolucionarias de Colombia, y realizarán tareas tendientes a conseguir la libertad del país! —Había vociferado ante una multitud escondida, aterrorizada, el cabecilla de los camuflados y, minutos después, la avanzada había abandonado el poblado. Los jóvenes secuestrados fueron obligados a marchar hasta el corazón de la montaña con las manos entrelazadas en la nuca, sin mirar a lado alguno, y sin zapatos. Antonio se dispuso entonces a enfrentar a partir de ese instante, y por el resto de su corta vida, una de las mayores pruebas de fortaleza espiritual que fuese enviada por Dios a hombre alguno. Al final de aquel caleidoscópico sino, su existencia y su concepto del amor terminaron por ser coartados más allá del límite de lo asimilable.
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5 El hijo del guitarrista
— ¿Usted quién es? La pregunta había emergido de los labios del pequeño Michael. Estaba sentado en el extremo posterior de una ballena de cemento verde esmeralda de dos metros y medio de largo, la cual yacía prácticamente sembrada en el patio de atrás de la casita que estaba a un costado de la carretera que pasaba por la Corpas y llevaba a Cota, aquélla que la menuda señora de gruesas gafas del mercado de las pulgas le había arrendado a Antonio. —Soy un amigo de papá —Me acerqué al niño y a la ballena. — ¿Un amigo musical? —Sí, soy un amigo musical. — ¿También eres amigo de Jesús? —Puso una mano sobre el costado de su corazón, aferrando con la otra una pequeña locomotora de colores. —También soy amigo de Jesús —Puse también mi mano sobre el costado de mi corazón—. Y tú, ¿quién eres? — ¡Soy el maquinista! — ¿Y dónde está tu locomotora? — ¡Aquí! –Abrió sus dedos y descargó el tren de juguete sobre el cetáceo de argamasa—. ¡Mírela bien! ¡Es mía! ¡Y tiene muchos vagones! — ¿Y para qué tantos vagones? —Quise saber, aunque no veía vagón alguno. — ¡Para que pronto viajen conmigo todos los niños que sufren en el mundo! — ¿Y hacia dónde irás con tantos niños? — ¡A Jerusalén! ¡A la ciudad de la montaña blanca! Era la mañana del sábado siguiente al día del informal concierto en la glorieta del mercado de las pulgas. Acababa yo de llegar a la vivienda del músico. Él mismo me había abierto la puerta y me había invitado a seguir y a conocer a Michael, pues se hallaba atareado en la salita en ese instante. Me sentí muy tranquilo en el interior de la pequeña estancia. Se respiraba mucha calma. Se sentía la presencia de Jesús en el ambiente. Y es que yo había decidido llegar hasta allí porque me interesaba escuchar la historia de Antonio. Me llamaba la atención escribir acerca de él. Estaba seguro de que ese hombre había hecho a un lado mucho mundo para iniciar la búsqueda espiritual del Maestro de Galilea. Por su parte, Michael había llegado de Santander la tarde anterior. Su abuelo materno acababa de fallecer en el municipio de Socorro. Su mamá, quien había viajado con el niño días antes hacia allá para visitar a su familia —sin imaginar que su padre iba a morir estando ella presente—, decidió entonces traerlo de vuelta a Bogotá. Lo dejó en la casa del músico y viajó de nuevo hacia Socorro, con el fin de acompañar a los suyos por algunos días luego del sepelio.
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Me senté sin afán sobre la ballena de color verde esmeralda, cerca del niño. Me pareció encontrarlo algo pálido y delgado, al compararlo con el chiquillo que aparecía en un par de fotos que estaban sobre la mesa del computador del músico, fotos que yo ya había observado rápidamente mientras husmeaba por la salita antes de seguir hacia el patio. Pensé que así de flaco, como se veía en persona, se parecía mucho más a su padre. —Mi abuelito murió ayer en Santander —murmuró suavemente, extrayéndome de mis pensamientos. — ¿Visitaste a tu abuelito en Santander? —Sí —Miró hacia una mata de mora que crecía en una esquina del patio—. Pero se murió en seguida. — ¿Lo viste muerto? —Sí. Estaba como blanco, de un blanco feo. No me gustó verlo así. ¿Por qué se murió precisamente cuando fuimos con mi mamá a visitarlo? —Porque el Señor Dios lo llamó a otro lugar antes que a nosotros. — ¿Dónde está ahora? —Está descansando lejos de su casa. — ¿No está en el Cielo? —No, aún no. Pero si amó a Jesús y a todos los niños que conoció durante su vida, pronto estará con el Señor en el Cielo. En ese instante, Antonio, quien había estado por más de media mañana al computador clonando sus discos e imprimiendo las carátulas adhesivas y las cubiertas que habría de llevar al mercado al día siguiente, se nos unió en el patio, junto al cetáceo de cemento. Tomó al niño en sus manos. Luego lo alzó y lo meció por encima de su cabeza. — ¿Qué tanto está aportando este chiquitín al comienzo del nuevo libro del amigo de papá? —Quiso saber, sin dejar de mirarlo a los ojos. El pequeño rio alegremente. —Otro par de charlas que él y yo tengamos —intervine—, y el nuevo libro estará terminado. El músico puso a Michael sobre la grava. —Todo eso está bien —observó—. Pero será mejor que vayamos a comprar lo del almuerzo si es que queremos estar en condiciones de continuar vivos en la historia. — ¡Yo quiero pasta! —Exclamó el chiquillo. Salimos a comprar los ingredientes para la pasta. Era cerca del mediodía. A mitad de camino noté que iban tomados de la mano. Su unión era tranquila, total, como el reposo de un lago entre la calma de la tarde. Y, de pronto, como si estuviesen viviendo un episodio ensayado de antemano, sus almas parecieron elevarse juntas, absolutamente amalgamadas, conectadas, y sus labios iniciaron al unísono la melodía de la capilla de Celeste: “Jesús y los niños”. Jamás me olvidaré de esa canción. Decía así: “Niño Jesús, ven a jugar con caballitos y estrellas de mar. Somos como tú, niños también, tus pastorcitos del sur de Belén”. Me estremecí. Sus voces parecían estar multiplicándose entre el vuelo de una imperceptible cúpula del aire. Me abstraje hacia un ensueño. Segundos
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después, la alabanza abrió en un estribillo de matiz gregoriano en el cual la voz del niño sobresalió naturalmente aguda por encima de la de su padre: “¡Cantemos juntos con el Rey de Israel! ¡Cantemos todos —Aleluya— a nuestro Rey de Israel!” Me sentí feliz, caminando al lado de ese par de sencillos seres humanos. Me sentí como deambulando sobre un camino musical místico, inédito, y, a continuación, en tanto Michael pateaba alegremente con la punta de sus zapatos uno de los guijarros que poblaban la carretera, sus voces iniciaron la segunda estrofa de la alabanza: “Maestro y Dios, descansa aquí, mira cuántos niños a tu alrededor. Somos como tú, niños también, tus pastorcitos del sur de Belén”. Supuse que repetirían el estribillo. Me alisté entonces para unirme a ellos y cantarlo. Y así lo hice. No sonó mal. Al terminar, los tres reímos muy alegres, muy unidos. Abandonamos el centro de la vía, cerca ya del caserío donde estaba ubicada la única tienda del sector. Una vez allá, Antonio compró lo del almuerzo. Yo consideré oportuno obsequiarle a Michael un barquillo de chocolate untado con miel y adornado con esferas diminutas de dulces de colores. Salimos de la tienda. En algún punto del recorrido de regreso a casa, me ofrecí a cocinar la pasta. El músico no aceptó. Cuarenta minutos más tarde, antes de iniciar el almuerzo, compartimos una acción de gracias. Luego pude confirmar mis sospechas acerca de cuánto le gustaba a Michael la pasta. Dio cuenta de dos platos. También se tomó una tazada de leche fresca. Después, caminó solo hasta la alcoba. Se quedó dormido sobre la cama de su padre. Éste fue y le colocó una manta encima, cerró la puerta del cuarto y regresó en seguida. Se sentó sobre un viejo sofá de cuero verde manzana que dominaba la salita. Yo ya me había acomodado en un desgastado sillón que estaba ubicado en la escuadra del rincón opuesto a la pared del sofá. Lo miré a los ojos. — ¿Qué lo llevó a escribir su música? —Mis palabras resonaron suavemente a lo largo de la humilde construcción, apagándose despacio entre los listones de madera y tras las aristas de la piedra. — ¿Escuchó el disco? —Por supuesto. Me gusta ese disco. Es una buena grabación. No tiene usted una enorme orquesta, pero se escucha una buena banda. Los arreglos, así, sencillos, son precisos para la canción antillana y el suave rock que ha escrito. Por eso me interesa saber qué lo llevó a escribir su música. —Ha sido todo un proceso —Se enfocó en el tema—. Dije “ha sido”, porque el proceso aún no ha terminado. Tal vez jamás termine. Los proyectos que se trazan en nombre de Jesucristo no terminan, ni siquiera cuando usted muere. Por eso me satisface que le haya gustado. Y le agradezco su opinión. Como pudo escuchar, parece que hubiese unos siete músicos tocando allí. La verdad es que casi nunca tengo toda esa gente conmigo. No los tengo en la calle ni los tengo para grabar aquí. El dinero no me alcanza para pagarles cada sesión. Ellos necesitan dinero para sobrevivir. Es su profesión. Y es por eso que todos ellos tocan en otras bandas.
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— ¿Debo suponer entonces que usted grabó solo todos los instrumentos que aparecen en el disco? —Todos, excepto los cueros antillanos y la percusión de rock latino. No obstante, como ya le dije, el proyecto no es absolutamente mío. Si así fuera, no valdría nada, y el comercio no daría un centavo por ese proyecto. Todo es parte de mi fe en Jesucristo. Déjeme contarle cómo es: Cuando quiero introducir o agregar un instrumento o una voz a un tema, me siento al computador, generalmente en la mañana. Preparo el instrumento que voy a grabar o el micrófono que voy a utilizar. Lo conecto desde el pre-amplificador hasta la entrada de la tarjeta de sonido del procesador. Luego, selecciono un canal en blanco, en la consola digital del tema en el que vengo trabajando. Claro que primero escucho todo lo que ha sido grabado hasta ese instante. Me dispongo a continuar. Hago una breve oración. Sumerjo mi mente en un cristal esencialmente espiritual cuyo prisma se orienta hacia Jesús. Es en ese momento en el cual mi corazón y mi alma me llevan a pensar tan sólo en Él. Y entonces, todo se empieza a dar sin haberlo escrito, y sin mucho esfuerzo. El cerebro se llena de ideas. Los dedos corren sobre el instrumento. La voz se enciende, se abre. Y comienzo a grabar. Si he de alabar al Señor con alegría en la mitad de ese camino, lo hago con el amor que por Él siento. Si he de llorar, también lo hago sin avergonzarme. El resultado es lo que usted ha escuchado ya, la obra que el Creador ha puesto en mí, ese ente musical que Él mismo me obsequió desde la cuna. No es nada comercial, le repito, nada que pueda llegar a sonar en las emisoras, pero eso es lo que menos importa. Hizo una pausa. —Quisiera pensar que algo similar le sucede a usted cada vez que va a escribir…, “para mover el mundo” —agregó luego. Dejó transcurrir unos segundos. Durante ese lapso, nada dije. —Mire que el Señor Dios —prosiguió entonces— me ha ido presentando los talentos, los elementos, las circunstancias, los músicos, las bendiciones, las comisiones, las enfermedades, las reprensiones, las satisfacciones, las experiencias, la filosofía verdadera del amor, la forma real de la oración, las necesidades de cambio, los fenómenos y los sueños con sus visiones, más los instrumentos para cada canción, muy poco a poco. Pienso ahora que todos estos resultados, tanto los musicales como los espirituales, vienen a ser ganancia importante en la escuela de un hombre que ya no ha de volver atrás. Sin embargo, hay algo en este proyecto que me inquieta a veces. — ¿Algo? —Me vi metido hasta la raíz en sus bosquejos —. ¿Y qué es? —Anhelo fervientemente sumar dos instrumentos más a la mayor parte de los arreglos. Una flauta traversa o un saxo, un oboe, un chelo. Aún no sé exactamente cuáles de estos instrumentos van a ser los que al final materialicen esa inquietud, pero sé con absoluta certeza que el Señor me va a guiar en ese encuentro. Lo veo como un hecho. Un suave instrumento de viento o un chelo, o los dos, enriquecerían la armonía de algunos de esos temas. Hubo una nueva pausa. Se puso de pie. Caminó hacia la ventana que daba al patio y que en ese instante estaba abierta. Parecía estar entrando en una nube de meditación. Entonces volvió a mirarme, pero lo encontré ausente, cual si él y yo estuviésemos intentando comunicarnos desde diferentes galaxias.
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— ¿Realmente pretende usted escribir un libro con las intrascendentes o amargas experiencias que yo pueda contarle? —Soltó muy claramente, matizando mis pensamientos. —También eso, a la par que su música, fue lo que me trajo hasta aquí — dije sin afán. — ¿Quiénes leerán sus escritos? —Usted ya lo debe saber. Sin embargo, yo me atrevería a decir que sólo Jesucristo sabe los nombres de los que, a través de su música o a través de la lectura de mis libros, le abrirán la puerta a la redención el día de mañana, antes de que termine la jornada del planeta. —Si así ha de ser —recobró su contagioso entusiasmo—, oremos ahora, cada uno en su silencio. Luego tomaremos una taza de café, y más tarde acordaremos los primeros pasos en la realización de su trabajo. ¿Le parece bien? —Totalmente de acuerdo. Oremos en silencio. Luego tomemos esa taza de café. Yo también suelo orar en silencio y tomar café.
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6 En el infierno del monte — ¡Aquél que trate de escapar, será perro muerto! —Advirtió claramente y masticando cada palabra el Motosierra. Era un miliciano sanguinario, cruel y jactancioso. Fue quien estuvo al mando de la avanzada guerrillera que en la madrugada del seis de abril asaltó la zona humilde del municipio de San Juan. Se había ganado su sobrenombre — Motosierra— años atrás, luego de descuartizar a dos agentes de la DEA con una taladradora eléctrica dentada. — ¡Ustedes cuatro —continuó, dirigiéndose a los jóvenes varones recién secuestrados— han sido escogidos para engrosar las filas de la guerrilla colombiana, evento éste que algún día no lejano servirá para orgullo de sus familias y de la patria! ¡Se les dará su dotación ahora mismo, con su casaca, y tendrán derecho a una mesada, porque esto es una empresa organizada para la paz de Colombia! ¡Cada tres meses cada uno de ustedes recibirá un sueldo superior a la cantidad que jamás han soñado ganar en toda su puta existencia! Antonio y sus tres compañeros estaban escuchando la arenga, en ropa interior, de pie contra la pared de una infraestructura que marcaba el centro de un campamento guerrillero oculto entre la espesa vegetación de la escarpada montaña, al suroccidente de Colombia. La concentración albergaba cerca de doscientos subversivos. Las dos niñas estaban aparte, y en ese mismo instante estaban siendo requisadas íntimamente y aleccionadas por una mujer apodada Dalila, guerrillera tenaz y desalmada nacida en algún lugar del Valle del Cauca. — ¡No desmayen por los maricas muertos! —Prosiguió la lengua serpenteante del Motosierra—. ¡No eran parte de sus familias! ¡Además, ustedes saben bien que los que murieron eran sapos para los paras, y los sapos no merecen vivir porque no aman la paz que nosotros estamos peleando y que es la misma por la que ustedes van a luchar desde mañana! En ese instante, un subversivo de unos veinte años, el cual había estado a cargo de requisar y examinar el contenido de las ropas de los cuatro nuevos reclutas, se acercó a su superior. Llevaba algunos objetos en sus manos, entre ellos la cruz de bronce de Antonio. El Motosierra observó los objetos. Fingió sentir poco interés por ellos. Cogió, sin embargo, el cristo de bronce. Lo levantó. Lo puso a la vista de los jóvenes semidesnudos y de todos los presentes. — ¿Quién de ustedes es el huevón? —Quiso saber. Por supuesto que nadie respondió a semejante pregunta. — ¿Quién de ustedes es el marica religioso? —Los términos se barajaron entre la alcantarilla de su boca. — ¡Ese cristo es mío! —Repuso Antonio, con una buena dosis de seguridad—. ¡Quisiera conservarlo conmigo! El guerrillero miró al joven de pies a cabeza. Sus labios se curvaron. Dibujaron una sonrisa impregnada en saliva y salsa de burla.
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— ¡En la montaña aprenderás a no llorar! —Sentenció, proyectando su sarcasmo hacia la jungla—. ¡Se te instruirá en la verdadera filosofía de nuestra causa! ¡Todos ustedes, reclutas, se olvidarán fácilmente de sus malparidos miedos y de sus debilidades! ¡Pronto para ustedes lo único que importará será conservar la vida! ¡Descubrirán que ningún fantasma, se llame Dios o se llame diablo, les enviará ayuda desde los árboles! Antonio se estremeció. Jamás había aceptado indiferentemente su corazón escuchar de nadie la burla hacia el Padre Creador. En un segundo, tomó la decisión de escapar pronto de allí, así muriese en el intento. Hecha la resolución en el escritorio de su alma, recobró el aliento. Miró al guerrillero a los ojos. — ¿Puedo conservar mi cristo de bronce, señor? —Arrastró hacia sí la mirada de todos los presentes. A la manera de un cerdo, el oficial miliciano dejó escapar un eructo gigantesco. Trató de esculpir en un segundo el rostro de Antonio en su memoria y, como si estuviese jugando mal al tejo, alzó su mano derecha y le lanzó de arriba a abajo el crucifijo. — ¡Puedes conservar esa basura! ¡Pronto serás tú mismo quien lo tire a la caneca! ¡Y ahora bien, escuchen todos: Recibidos sus uniformes, pasarán inmediatamente al cantón de mando para asistir a su primer entrenamiento y para que se vayan enterando de sus primeras tareas y de su misión en favor de la paz colombiana! A pesar de estas últimas palabras del Motosierra, la entrega de los camuflados no fue inmediata. Los jóvenes fueron mantenidos desnudos a la intemperie por otras dos horas. Finalmente, hacia las seis de la tarde, enfundado en una guerrera maloliente y vieja, Antonio fue conducido al cantón de mando. —Sabemos que vives con tu madre y lo que ella hace —fueron las primeras palabras del Abejorro, segundo oficial de campamento, luego de ofrecer al muchacho una butaca de madera y de caras plegables que estaba en algún lugar del cuarto central del búnker—. ¿Qué me puedes contar de tu padre? Antonio se sentía absolutamente extraño. Por instantes, quería obligarse a pensar que estar metido entre ese raído y pestilente camuflado era sólo parte de una absurda pesadilla. Deseó poder despertar. Deseó morir para despertar…, lejos del mundo. Sabía muy bien lo que pasaba a los jóvenes reclutados por la guerrilla. Sabía que nada bueno les esperaba al otro lado de aquel oscuro laberinto, nada que no fuese la muerte, la violación, la tortura, la cárcel, la ejecución, la fosa común, la mutilación o las enfermedades. — ¿Es que no me has escuchado? —El Abejorro extendió una de sus piernas y pateó la silla que el joven ocupaba—. ¿Qué hace tu padre? —Mi padre es profesor. Haciendo crujir su asiento de nuevo, el mofletudo guerrillero descargó su grasosa humanidad sobre el espaldar, hecho de viejos listones. Recordó que él mismo había sido profesor de Sociales en algunos colegios de Cali. Recordó también que en sus primeros años de magisterio había empezado a sentir una inclinación oscura por los niños y los adolescentes, pero se alegró de saber que eso jamás llegó a afectar en lo más mínimo su condición de hombre libre. Recordó
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además que ya había visitado la cárcel un par de veces, pero por algo muy diferente a la violación de menores: por secuestro y asesinato. Recordó por añadidura que en un número igual de oportunidades había escapado de la penitenciaría espectacularmente, ganándose el sobrenombre que ahora ostentaba. Le fascinaba alardear de la astucia y la frialdad que tenía para escapar de las prisiones y para ayudar a sus secuaces a escapar. —Entonces, tu papá es profesor —Arrastró las palabras el pederasta—. ¿Profesor, de qué? —Contabilidad. — ¿Dirección en San Juan? ¿Teléfono? —Lanzó el miserable un gargajo hacia el piso de grava—. ¡Te advierto que, si mientes, eres pollo hermoso, pero pollo muerto, y te perderás la fiesta de esta noche! Antonio sabía que no iba a ser recomendable ocultar la información. Recordó a su padre y a sus hermanas, en Bogotá. Al hacerlo, un nudo estranguló por un buen rato su garganta. Dos lágrimas se ahogaron en su alma. Sin embargo, temblando en el tajo de la incertidumbre, dio los datos requeridos. El interrogatorio duró otros diez minutos. Al cabo de ellos, el joven fue conducido al rancho, lugar en donde recibió un pequeño latón con patatas y arroz quemado, que era lo único que quedaba de comida a esa hora. No obstante, no probó bocado. Tampoco volvió a ver esa noche a los jóvenes de San Juan que habían sido reclutados con él, ni a las niñas. Fue conducido al Cantón Este, dormitorio en el cual compartió la noche con cien subversivos, tirado en una esquina, sobre un mugriento y rígido colchón amarillento. Meses después, hablando de esa noche, Antonio escribiría lo siguiente: “En un dormitorio de un miserable campamento de guerrilla no se duerme, y sí que menos se sueña. Tan sólo se cambia una pesadilla que parece eterna por otra que parece interminable. En un dormitorio de un lóbrego campamento de guerrilla, entre las aristas sombrías de unas paredes que nunca terminarán de vivir su historia porque han de ser muy pronto bombardeadas, nada vale la existencia física. Sólo el nombre de Jesús cobra un valor incalculable. Él es el único que te enseña allá a no tenerle miedo al frío de la montaña ni al aliento del miedo al bombardeo, y menos a la tortura, a la incertidumbre o a la muerte.” Muy de madrugada a la mañana siguiente, los nuevos reclutas y las niñas fueron llevados a una pequeña hondonada, la cual respiraba entre dos colinas de frondosa vegetación. Allí tuvieron su primer entrenamiento militar guerrillero. A cargo de la instrucción estuvo un miliciano de tez morena al que apodaban El Terror del Magdalena o, simplemente, Piraña. También estuvo a cargo del ejercicio la oficial Dalila. Los jóvenes empezaron a ser adiestrados en el manejo de armas livianas. Se les anunció que era muy posible que participasen en combate al final de esa semana. Mientras avanzaba la instrucción, Antonio no dejó de percibir el odio extremo que proyectaban los ojos del Piraña cada vez que sus miradas se cruzaban. Recordó entonces que el guerrillero había estado el día anterior allí, muy cerca del Motosierra, en el instante de la devolución del cristo de bronce. Después del mediodía, a punto de darse por terminada la instrucción, un miliciano joven llegó con el almuerzo para los nuevos reclutas: arepa tostada con salchichón,
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y una naranja. Antonio se acomodó contra el tronco de un árbol. Decidió comerse la naranja, nada más. El Piraña caminó hacia él, metralleta en mano. Se sentó a su lado. —Si no te olvidas de tu Dios, no sobrevivirás en este monte —Se evidenció su desprecio y su marcado acento caribeño. El seminarista volteó a mirarlo. —Tal vez no sobreviva —Puso la naranja a un lado—. Realmente, eso no importa: sobrevivir en el mundo. Pero no he de olvidar a mi Señor Jesucristo ni por el más pequeño instante, si es que quiero trascender más allá del mundo. — ¡Tú estás a un miserable paso de ser pulverizado en este monte, huevón! ¿Cómo puedes hablar así? ¿No te parece que tu Dios hace rato que se olvidó de este país y de ti? ¡Jamás Colombia, en momento alguno de su historia, había sido golpeada por todos los azotes que hoy la golpean! ¡Mira hacia los niños, por ejemplo! ¡Cuando tu Dios abandona a los niños de un país, así como alguna vez abandonó a su suerte a los niños de Egipto, a los niños judíos, a los alemanes, a los africanos y a los de los países del cordón comunista, es porque ese país ya no está entre los de su pueblo! Antonio escuchaba con atención. Jamás, durante la noche anterior, había llegado a pensar siquiera que al día siguiente estaría dialogando con alguien acerca de Jesús y, menos aún, que estaría necesitando de una profunda reflexión para rechazar la posición anarquista de uno de los guerrilleros poderosos de aquel campamento. —Ese olvido de Dios del cual usted habla —refutó, sin embargo, con tranquilidad— no funciona de la manera que usted cree. No es Dios quien se olvidó del hombre. No es Él quien se olvidó de Colombia. Es Colombia quien se olvidó de Dios, y por eso no solamente usted sino millones de colombianos estamos aterrados ante las pruebas que nuestro pueblo y nuestra tierra están afrontando. Todo mal del alma y del cuerpo empiezan en el corazón del hombre, y el corazón de millones de colombianos, de millones de padres de niños que no son educados tempranamente en el nombre de Jesucristo, padres entre los que indudablemente está usted y están sus compañeros de masacre, está obstruido, ciego, condenado. Por otra parte, el narcotráfico y la guerrilla que ustedes montan en nombre de una supuesta paz, es sólo una falaz patraña utilizada para asesinar, secuestrar, acceder a la mafia de la política del país, enriquecerse y traficar. Todos esos crímenes que ustedes han sembrado en nuestros campos son actos de Satán, tan diabólicos como los eventos inhumanos que propició el endemoniado Hitler en Europa. Esos actos depravados de ustedes no solamente han coartado la vida de cientos de miles de colombianos, sino que también han menoscabado la fe de la gente de nuestro pueblo y la han lanzado al fondo de la inercia y el abismo. Ustedes no son más que otros de los bien oscuros criminales que ha militarizado Lucifer. El Piraña no pudo contenerse, al escuchar a Antonio decir lo que estaba diciendo y, sin pronunciar una palabra, le golpeó de lleno la cara con el revés de su mano derecha, reventándole la nariz y empujándole el cráneo contra el tronco del árbol. El joven músico sintió que sus sentidos se perdían por un instante en el vacío. Pero no maldijo, ni respondió. Agachó la cabeza y la puso entre sus manos,
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deslizando los dedos ensangrentados hacia atrás para tratar de amortiguar el dolor de sus occipitales. Invocó el nombre de Jesús. Visualizó en pocos segundos las torturas sufridas por los primeros cristianos en la Roma de Nerón y Calígula. “Esto no es nada— pensó. Esto es tal vez sólo el comienzo del final.” El miliciano se puso de pie. — ¡Es necesario que desde hoy aprendas a respetar a tus comandantes, maricón! —Se dirigió hacia un enorme saco de campaña que había dejado no muy lejos de allí. Extrajo de él una cuerda de cáñamo. Regresó. Obligó a Antonio a pararse. Lo ató al tronco del árbol, con los brazos pegados al cuerpo, ante los ojos aterrados de los nuevos reclutas, también ante la mirada complaciente de Dalila y de otros tres bandoleros—. ¡Aquí permanecerás, hasta que Satán vuelva a engendrar para mi placer al mismo Hitler! ¡Verás cuervos aleteando hacia tus ojos de marica, y sentirás un ejército de hormigas malparidas afilando sus hijueputas tenazas entre tu pecueca y tus piojos! ¡Te veré mañana, cristiano maldito, p’a ver qué queda de ti, pero, si logras desatarte, daré orden de volarte la cabeza desde todas las distancias! ¡El que no te mate ahora mismo no quiere decir que no te crucificaré algún día, pedazo e’ huevón!
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7 Concierto bajo la llovizna La llovizna se habría de marchar definitivamente hacia otros horizontes, luego de su intermitente golpeteo. Eran las nueve de la mañana del domingo. Antonio acababa de bañar y de vestir a su pequeño hijo. Se enfundó entonces su chaqueta. Se colgó la guitarra al hombro, no sin antes guardar un paquete con una buena cantidad de discos de su música entre una bolsa externa que tenía el estuche de lona del instrumento. —Me va a acompañar al mercado hoy, ¿no? —Aseguró la cremallera de cobre. — ¡Claro que sí! —No pude evitar mostrarme alegre—. ¡Será para mí un placer escuchar de nuevo su música y ayudarle a cuidar a Michael! —Lo último que dijo encierra una bondadosa idea. Gracias por pensar en el niño. — ¿Va a llevar el tres? —Quisiera llevarlo, pero también tendría que cargar con el equipo pequeño. ¿Me ayudaría usted con eso? —Claro que puedo ayudarle. Al fin y al cabo, ese aparato no debe pesar mucho. En ese instante, Michael surgió desde la alcoba, radiante y lleno de esa refrescante sonrisa que solía irradiar. — ¡Listos para el concierto! —Se estaba poniendo su chaqueta azul—. ¿Qué hay que llevar? El músico sonrió. Lo besó en la mejilla. —Quiero que lleves siempre a Jesús en tu corazón —Le apuntó la casaca. Salimos. La carretera estaba húmeda. El aire flotaba fresco. A pocos metros de la calzada, cerca de un montículo de arena, algunas golondrinas planeaban libres sobre la hierba también humedecida. El niño las miraba extasiado, en tanto caminábamos hacia el paradero del transporte público. Hora y media más tarde, llegamos al centro de la ciudad. Empezamos a confundirnos entre la gente que bullía por las aceras. Otros invadían las calles. Era el Domingo de Ramos. Entramos al parqueadero del mercado de las pulgas. Nos esperaba una sorpresa no muy grata: la glorieta ya no estaba disponible. Un grupo de música andina se había adelantado al Jinete de Luz y se encontraba allí, afinando instrumentos. Estaban a punto de iniciar su primera tanda del día. Antonio me miró, respirando profundo un par de inquietudes llenas de una buena dosis de paciencia. —Tendremos que tocar hoy en la calle —comentó—. Sin embargo, hay que esperar aquí. Los muchachos ya deben estar por llegar. Éste siempre ha sido nuestro punto de encuentro.
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— ¿Cuántos vienen? —Creí estar, con esta pregunta, ayudándole a conservar la calma, aunque en el fondo sabía bien que eso no era necesario. —Probablemente, tres: el bajista, el guitarrista y el conguero. Será suficiente por hoy. Diez minutos más tarde, los músicos empezaron a llegar. Venían acompañados por una o dos personas cada uno. Cargaban sus instrumentos y sus pequeños equipos. Nos encaminamos entonces hacia la Plazoleta de las Nieves, a pocas cuadras de allí, Carrera Séptima con Veinte. En ese lugar disfruté del segundo concierto que pude escucharle al Jinete de Luz. Se ubicaron sin problema contra los edificios de la acera occidental del atrio rectangular de la plazoleta. Conectaron a la fuente de una cafetería cercana un cable largo de extensión, y una toma múltiple. Organizaron los equipos. Afinaron sus instrumentos. Cinco minutos más tarde, empezaron a obsequiar un manantial de canciones absolutamente errante, diferente. Por más de una hora zigzagueó en el aire de la explanada un muy particular mensaje en nombre de Jesús. El bajista era un muchacho relativamente joven, nacido en Cali y amante del rock latino y la salsa. Tenía cabello largo, gafas, y una enorme capacidad de improvisación. El segundo guitarrista, un hombre ya maduro que lucía algunas canas, era dado a interpretar la guitarra clásica. Tenía un aire reservado y melancólico. El percusionista, al cual yo ya había conocido el mismo día que conocí a Antonio, era un joven de cabeza rapada, muy sereno, muy preciso, muy alegre. Los tres conocían muy bien los temas y los coros. Los tres admiraban y estimaban a su líder. Tocaron ese día solamente temas antillanos. Iniciaron con la alabanza del Mar de Galilea —Atardecer—, un tema profundo que nacía muy libre, muy sutil, jugando con las dos guitarras, pero sin la percusión y sin el bajo. Hablaba de aquel hermoso pasaje del Evangelio en el cual Jesús camina sobre las aguas del mar y vence la tormenta ante los ojos atemorizados de Pedro y los otros apóstoles. En la mitad de la canción, entraron el bajo y la percusión, y el motivo inicial abrió entonces a ritmo de bachata. Las guitarras y la voz se unieron a la variación. Era la cadencia precisa del canto popular dominicano. La gente empezó a llenar la plazoleta. Michael y yo nos habíamos parapetado detrás del grupo, cerca de la pared de los edificios que algún día pertenecieron a la Empresa de Teléfonos de Bogotá. Llegó el segundo tema. Antonio se descargó la guitarra, y cogió el tres. Era un son muy a lo cubano —Mira hacia el Cielo. Su mensaje le planteaba a todo hombre la necesidad de reciclar todo ese bagaje mental o espiritual de su niñez, aquél que pudiera estarse diluyendo. Estaba escrito particularmente para aquellos que se hallaban hundidos en el alcohol o la droga. Me pareció que a Michael le gustaba mucho el tema, pues lo vi acercarse a su padre para corear el estribillo hasta el final. El auditorio guardaba silencio. Sin embargo, nadie se despegó del asfalto de la glorieta. — ¡Por favor, suban a los niños más pequeños sobre sus hombros, para que puedan observar y escuchar! —La voz de Antonio se escapó hacia las esquinas, flotando sobre una onda de suave reverberación.
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Vino a continuación una guajira muy cadenciosa, hermosa, muy caribeña —Flor de la hierba—, la cual mencionaba la triste posición de la molecular vanidad del hombre frente a la inmensidad astral del universo. Sus líricas parafraseaban al profeta: “Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae”. Sin poder evitarlo, me hundí, en tanto escuchaba, en una reflexión-visión drástica: Nace el hombre, y en sus manos lleva una llave, la de la fría puerta de hierro del camposanto en el cual su cuerpo se empezará a convertir en lodo a partir del día de su muerte. Ese día toda su soberbia, su dinero, sus mujeres, sus hijos y sus planes intrascendentes, desaparecerán para siempre. Todo. La cara adusta y quizás escalofriante que por última vez verán entre el ataúd los que le conocieron o le amaron, será el último estremecedor recuerdo que tengan ellos de ese hombre, en la inexorable ráfaga del borrador de fotografías pasajeras del Dios-tiempo. La gente prácticamente se había agolpado frente a los músicos, llenando el atrio de la plaza y la acera contigua al mismo. Al terminar la guajira, todos arrancaron en aplausos, incluso los padres camello, aquéllos que habían escuchado lo que el guitarrista había pedido y habían decidido cargar a los pequeños sobre sus hombros. Éstos también aplaudieron a su dulce manera, en tanto batían los ramos de palmas que habían sido bendecidas horas antes. Y llegó el cuarto tema de la mañana —Ganar o perder, cuestión de Amor—, el más antillano del repertorio. La voz de Antonio cobró más fuerza. Me puse entonces a observarlo detenidamente. Empecé a recaudar la certeza de que ésta era la primera vez que lo veía tocar y cantar así, como si fuese él no un sólo músico sino muchos, como si estuviese acompañado por tres ángeles y no por tres humanos, todos absolutamente inmersos en su tarea, ajenos al mundo, conectados íntimamente con su música mística, metidos hasta la raíz en su trabajo, comprometidos hasta la médula con los instrumentos y las voces de sus compañeros. Volví de nuevo a mirar al auditorio. Noté que la mayor parte de esas gentes —el sencillo público del hombre que de niño fue cantor de iglesia—, la modesta asamblea de la banda del Jinete de Luz, hombres, mujeres y niños, aguantaban de pronto el aliento. Volteé a mirar a Michael. Seguía cantando alegre junto a su padre. Lamenté entre un fugaz pesar no estar tocando allí, con ellos, mas no porque estuviese yo percibiendo el efecto positivo o el brote de admiración que estaban obteniendo, sino porque mi ser entero deseaba en ese sólo segundo entonar a plena voz el coro de esa canción: “Ganar o perder, es cuestión de Amor, proyecta tu vida antes de perecer”. Me tranquilicé, sin embargo, al aceptar honestamente la realidad de saber que ese estribillo no habría tenido el efecto que estaba logrando si yo hubiese metido mi voz. Terminado el son, Antonio cogió de nuevo su guitarra. Dejó el tres recostado contra la pared. Inició la armonía que originaba el prólogo de la que yo siempre llegué a considerar la más noble de sus canciones —Puertas en la niebla— una oración absoluta e irrepetible nacida del corazón de un músico que siempre consideró que su fe jamás sería suficiente si no habría de contar con un pequeño impulso de la fe misma de Jesús.
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Una mujer aún joven, de cabello negro, largo y perfumado, se abrió de pronto paso entre el público. Se situó muy adelante en el atrio, frente al grupo. Se veía sorprendida, interesada, trastornada. Creció la audiencia. Resonó a lo largo de un tramo corto de la Séptima la sencilla amplificación. No quedaba espacio libre en la plazoleta. Me detuve entonces a observar de nuevo, pero me concentré esta vez en las caras y las vestimentas. Estaba claro que los que se toparon con el concierto de esa mañana, paisanos humildes en su mayoría, eran transeúntes que a lo mejor no contaban con dinero extra para comprar un disco callejero. Pero yo también había aprendido que este detalle, el de cantar frente a un auditorio que no respirase solvencia ni billete, le gustaba mucho a Antonio. Lo inspiraba mucho más estar tocando para ellos, para la masa sumisa del pueblo —allí en la calle—, que estar actuando en las tarimas de los gigantescos escenarios construidos por los millones de pesos del comercio, donde grita, se enajena y se enloquece la elite del mundo, entre luces de costoso y cibernético neón y efectos visuales y sonoros de majestuoso presupuesto. Hacia la mitad de la canción, una tenue llovizna bajó a refrescar los espacios. Aun así, nadie se movió. Me pareció entonces sentir que la mañana —con todos los elementos que hacían parte de ella— se estaba deslizando sin afán sobre las cabezas hacia lo lejos, hacia la búsqueda de un sol que se sorprendió al ver la luna llena salir temprano ese día, o hacia el ensueño de un niño que se alejó de la realidad por un instante al percibir frente a sus ojos las perlas de agua que revoloteaban ligeras y refrescantes mientras interceptaban el vuelo del aire. La mujer del cabello negro y perfumado parecía estar siguiendo la música con algo más que atención, quizás con fervor. Tenía agachada la cabeza. Michael continuaba susurrando, no muy lejos de mí, trozos de la melodía, de pie, siempre al lado de su padre. Antonio no dejaba de mirar tranquilamente a todos. No fue difícil concluir que ese día el tiempo se volvió elástico y generoso para quienes allí estuvimos. Y terminó el quinto tema del concierto. — ¡No se embriaguen hoy, por favor! —Pidió el músico, sabiendo que ya se había ganado la audiencia—. ¡No se alejen de sus hijos! ¡Hablen con ellos acerca de Jesús! ¡Obséquienle hoy una oración al Rabí de Galilea! Cogió entonces una banqueta que había estado todo ese tiempo contra la pared del edificio que les servía de fondo. Se sentó en medio de sus músicos. Revisó tranquilo la afinación de las cuerdas de su guitarra. Miró con afecto a la gente y, sin más preámbulos, inició la entrada de “Él es Jesús”, la canción del recuerdo del bus que fue incendiado por los guerrilleros. Con el tiempo, este tema había sido ligeramente transformado a partir de la segunda estrofa. Abría ahora en un bello solo de guitarra latina que se apoyaba en la marcación precisa del bajo, la conga y el huiro. Su renacimiento rítmico había dejado a un lado la melancolía original de la canción. Sin embargo, seguía siendo la más nostálgica de sus canciones, la única que, cada vez que la interpretaba, lograba quebrarle la voz. El auditorio aplaudió una vez más. La banda decidió cerrar su presentación con una bachata de fuerza espectacular pero triste argumento —Mujer de negro—, una canción circunstancial que años atrás había ganado un primer puesto en el festival de la
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canción de propuesta organizado por algunas universidades colombianas. Siete minutos más tarde, el primer concierto del día terminó. Las gentes así lo entendieron. Empezaron a abandonar la escena. La llovizna se detuvo. Los papás camello bajaron de sus hombros a sus pequeños. Se alejaron todos lentamente, llevando los ramos de domingo. Las voces de algunos de los vendedores de la Séptima volvieron a escucharse, pregonando la mercancía de sus tendidos. El segundo guitarrista, el bajista y el percusionista, se dedicaron a atender a un grupo de jóvenes que se interesaron por adquirir el disco del Jinete de Luz. La extraña señora del cabello negro, largo y perfumado, no se movía de su sitio. Seguía estática, inerte, con su cabeza agachada. Parecía totalmente aislada, ausente, embriagada. Entonces, Antonio y yo nos acercamos a ella al mismo tiempo, cual si nos hubiésemos puesto de acuerdo. — ¿Está usted bien, señora? —Le preguntó él muy suavemente, agachando un poco la cabeza. Ella levantó el rostro. Supimos entonces que había estado llorando en silencio mientras él cantaba los últimos dos temas. Pero no dijimos nada. — ¿Quién es Jesús? —Preguntó de pronto, en un susurro. —Venga y se sienta un rato —El músico la condujo hasta la silla que él había utilizado durante la ejecución de la penúltima canción. Cuando ella se sentó, él dobló sus rodillas y se agachó, para hablarle más calmadamente. — ¿Se siente mejor? — ¿Quién es Jesús? —Insistió ella—. ¿En dónde encuentro a ese Jesús al que ustedes le cantan con tanto amor? —Jesús es el pintor de la sonrisa y de los sueños de los niños —Antonio encerró una mano de ella entre las suyas—. Jesús es el único ser que conecta al hombre con la bondad del Padre y con la realidad del perdón de nuestros errores. Jesús es también el único que en este instante entiende plenamente todo lo que usted está sintiendo. — ¿Entiende Él, como asegura usted en su penúltima canción, la oscuridad de mi vida? ¿Entiende Él mi soledad? —Por supuesto que sí. Pero usted tiene que abrir su corazón para que salga esa soledad, para que se marche esa oscuridad, y para que Él pueda entrar allí. Ésa es la única manera de encontrarlo, de conocerlo. Las tinieblas que nos rodean, los vicios, las traiciones, las injusticias, la mentira, tienen su origen en el mundo. Pero así el mundo no le pertenezca hoy a Jesús, así Él haya cedido temporalmente su poder sobre el mundo, Él es el único que puede romper nuestras tinieblas: “Yo soy la Luz del mundo –dijo Él, poco antes de dar su vida por usted y por mí–. Aquél que me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la Luz de la Vida”. Ahora, señora, déjeme usted preguntarle: ¿Alguna vez ha tratado de entender lo que significan esas palabras? ¿Ha intentado alguna vez escuchar lo que Jesús siempre ha estado tratando de comunicarle? — ¡Cómo intentarlo, si ni siquiera sé por dónde empezar! — ¿Tiene hijos? —Uno de siete años, pero no vive conmigo. ¿Por qué? — ¿Cuándo volverá a ver a su hijo?
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—Si yo quisiera, podría verlo hoy mismo. Vive con mi madre. Sin embargo, no me siento capaz de enfrentar su mirada. Hace tanto que no lo veo, y tal vez él sepa ya lo que yo soy. — ¿Y qué es usted? —Una viciosa, en muchos sentidos. —Todos hemos sido viciosos en muchos sentidos —El músico me miró por un segundo—. Todos hemos caído en múltiples y diferentes vicios. Usted no es la peor criatura del mundo. Tal vez los verdaderos vicios suyos, sus únicos pecados, son sólo dos: primero, creer que usted es la peor criatura del mundo y, segundo, querer hacerse daño a sí misma. — ¿Qué piensa usted entonces que debo hacer? —Levantó ella el rostro plenamente. —Antes que nada, busque a su hijo. Hágale saber cuánto lo ama. Es preciso que recupere el amor y la confianza de su hijo. Y trate de obtener también el perdón de su madre. — ¿Usted cree que si voy hoy a la casa de mi madre lograré algo? —El pálido rostro de la joven mujer empezó a relajarse. — ¿Qué tan lejos de aquí está la casa de su madre? —A unos quince minutos. —Es cerca. Podemos ir caminando hasta allá. ¿Quiere que la acompañe hasta la puerta? —Claro —Ella sonrió. —Entonces, hagamos eso —Concluyó él, lleno de convicción—. Vayamos caminando. En el camino hablaremos con Jesús. Le diremos desde el fondo del corazón que ya no queremos ser los viciosos que hemos sido. Usted personalmente va a decirle a Jesús que va a ser la madre de su hijo, la que hasta hoy no ha sido, y que no le va a negar al niño el derecho a conocer a su Dios de Amor. Y Jesús la escuchará, si usted le habla con cariño, con humildad, con absoluta fe. Y luego, a continuación, trate de escucharlo, porque Él habrá de responderle. Ése es el principio básico de la fe: Creer en su presencia y en su respuesta. Si así usted lo hace, le aseguro que cuando llegue a casa de su madre y estreche a su hijo con fuerza contra su pecho, sentirá que él y su madre la están estrechando a usted aún más fuerte. La joven asintió. Agradeció con entusiasmo esas palabras. Después se quedó tranquila sobre la banqueta, esperando por el momento de partir hacia la casa de su madre. Un par de minutos más tarde, en tanto el compositor limpiaba las cuerdas de su guitarra con la ayuda de Michael, los otros músicos se acercaron a él para entregarle el dinero recogido. La venta de discos había sido amable en el primer concierto del día. —Sin duda, este toque ha sido una bendición —Dio a cada uno un billete de veinte mil—. Almuercen. Regreso en media hora para que trabajemos otro par de tandas. No se alejen demasiado de la plazoleta. Al término de la función de la tarde repartiremos el dinero. Por ahora, les encargo mis cosas. Solo me llevo mi guitarra. — ¡Vaya tranquilo, hermano! —Manifestó el percusionista. — ¡Que Dios lo acompañe! —Añadió el bajista.
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Minutos después, Antonio, la joven señora, Michael y yo, llegábamos a la parte alta del barrio Santafé, él cargando su guitarra y hablando suavemente con la mujer, y yo llevando de la mano al pequeño maquinista. Y una hora más tarde, el Jinete de Luz iniciaba en la misma plazoleta de la Calle Veinte con Séptima su segundo concierto de ese Domingo de Ramos.
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8 Desertores Eran cerca de las seis de la tarde del día siguiente al del primer entrenamiento de los prospectos de guerrilleros. Sin haber tomado alimento, y sin haber descansado a lo largo de las dos últimas jornadas, Antonio se había quedado profundamente dormido, así, atado al árbol. No se veía a nadie por allí. Sólo un trío de cuervos jóvenes revoloteaba cerca de su cabeza. Vista desde el ángulo opuesto al que ocupaba la luna, allá, en el hemisferio oriental del cielo, la hondonada parecía ser parte de una de las siniestras historietas de Poe. A lo largo de ese incierto día, la mente del músico había estado divagando entre inquietos espasmos, hundido su ser en un mar de angustia sobre el que flotaba una ligera luz de esperanza. Soñaba de pronto que se estaba hundiendo en un pantano brumoso y solitario pero que, cuando ya iba a desfallecer, el hermano Samuel le ofrecía la rama gruesa de un árbol y lo halaba hasta la orilla. Seis y cuarenta. De súbito, antes de que Antonio despertase totalmente, la vida del campamento miliciano estalló en un rataplán de muerte, fuego, gritos de espanto y locura guerrillera. El búnker estaba siendo bombardeado. La Fuerza Aérea Colombiana, en coordinación con fuerzas especiales de la DEA, había obtenido información de la ubicación de la madriguera de los rebeldes, luego de la masacre de San Juan. Bombas de ciento cincuenta libras estaban siendo lanzadas hacia las instalaciones del fortín. El caos se tomó el primer lugar en el prisma cambiante del atardecer de la sierra. Los camuflados corrían para todo lado, tratando de organizarse rápidamente. Los cadáveres empezaron a multiplicar su número. Gracias a la desagradable barahúnda que mezclaba los aullidos y las maldiciones de los bandoleros con el estallido de las bombas y el ruido de la propulsión de los aviones militares, Antonio empezó a despertar. Sin embargo, su imaginación aún le daba a creer que tenía las manos extendidas hacia adelante, cual si continuase aferrado a la rama del árbol de su sueño. Pero la verdad era que sus brazos seguían pegados a su cuerpo bajo las ataduras. Y, por supuesto que sus ojos no habían sido alimento de los cuervos. Sacudió la cabeza. No supo si el estruendo que estaba escuchando nacía entre el dolor que aún sentía en su cerebro, en el borde de su imaginación, o en la realidad de la montaña. No obstante, reaccionó con calma. Pronto comprendió lo que estaba sucediendo. Logró incluso avistar un par de cazas de la Fuerza Aérea, a través del vacío que proyectaban las copas de los árboles más altos. Se estremeció, al escuchar el estrépito de las bombas y la algarabía demente de los guerrilleros. Recordó los acontecimientos del día anterior. Recordó al Piraña. Empezó a orar en silencio. El día estaba desapareciendo entre la arboleda. Repentinamente, notó una silueta delgada que corría despavorida hacia él. Era Manuel Daza, un muchacho de cabello rubio nacido en San Juan y reclutado también durante la masacre del seis de abril.
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— ¡Te voy a soltar, hermano! —Manuel llegó hasta el árbol—. ¡Esos cerdos están cayendo como moscas! ¡Hay que escapar rápido de aquí! ¿Llevas tu cristo de bronce contigo? — ¡Sí, aquí lo llevo! —Antonio le dio gracias a Jesús por la oportuna llegada de Manuel, mas se sintió un poco extrañado de que éste le estuviese preguntando por el pequeño crucifijo. — ¡Entonces, a correr! —Ordenó el rubio, cortando el último nudo de la cuerda que rodeaba el árbol y enfundando en su cintura el cuchillo que minutos antes había logrado sustraer del rancho del campamento bombardeado. Emprendieron la carrera, hondonada abajo. Se internaron en la trocha. Empezaron a esfumarse los minutos. Todo parecía ir bien hasta que, media hora después, se encontraron con un muro de agua, es decir, con un torrente enfurecido que les impedía el paso. Antonio no recordó haber visto ese río tres días atrás cuando ascendieron la montaña con los guerrilleros. — ¿Sabes nadar? —Resopló Manuel, mirando hacia la riada y hacia la noche. — ¿Cómo? —El choque del agua contra las piedras producía un ruido intenso. El joven músico no había podido escuchar la pregunta. — ¡Que si sabes nadar! — ¡No muy bien! ¿Y tú? El rubio negó con la cabeza. Optaron entonces por descansar un rato, a pocos metros de la margen del río. Sus cuerpos quedaron ocultos casi completamente en una pequeña cueva hecha por los arbustos sobre el playón, entre la arena gris y los guijarros. —Dios te bendiga, hermano —le dijo de pronto Antonio a su compañero, luego de que hubieron tomado un respiro. Se desgajó lentamente el tiempo entre el cálido vapor de la cañada. Decenas de luciérnagas empezaron a trazar pentagramas de luz entre las siluetas de los árboles cercanos. El hambre y el sueño se iban apoderando de los dos jóvenes, a medida que los minutos se esparcían hacia la nada; también la incertidumbre. Manuel estaba agachado, con la cabeza entre las manos. Tenía los codos sobre las rodillas. Parecía estar orando o sollozando. Antonio lo miró. Llegó a pensar que estaba probablemente desahogando el caudal de sus nervios luego de haberlos templado al máximo para decidir ir hacia él y desatarlo, y para salvar también su propia vida. Sin embargo, la realidad era totalmente diferente. La memoria de Manuel estaba luchando en ese instante por olvidar un par de cuadros dantescos que había tenido que vivir durante la noche anterior. — ¡Te estaba deseando que Jesús te bendiga por haberte acordado de mí! —Insistió Antonio, esforzándose para hacer que Manuel voltease a mirarlo. El rubio levantó los ojos, ahogados en lágrimas. — ¿Sabes qué pasó anoche mientras tú estabas atado al árbol, allá, en la hondonada? —Se removió sobre la arenisca, amargamente—. ¡El Abejorro, el Motosierra y el Piraña, ése que te abofeteó y te ató al árbol, y cinco guerrilleros más, nos metieron a todos, a las dos niñas, a todos, en un cobertizo que les sirve de laboratorio para procesar coca, el lugar más maldito y más camuflado de ese campamento de mierda! ¡Nos violaron, pistola, cuchillo y soga en mano!
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El joven músico se estremeció de pies a cabeza. Un reflejo de su cuerpo, y su mano izquierda voló hacia el pecho para apretar contra su corazón el cristo de bronce. Tampoco pudo contener las lágrimas. Se dio cuenta que nuevamente Jesús le había protegido de la maldad de los hombres más miserables que ha conocido Colombia en toda su historia. — ¡A ti te iban también a violar y a crucificar hoy en la noche! —Continuó Manuel—. ¡Eso dijeron! ¡Te iban a humillar peor que a nosotros, y luego el Motosierra te iba a desollar antes de que murieses! ¡Malditos bastardos, hijos de perra! —Hermano —Antonio le sacudió suavemente el hombro y lo hizo mirarlo—, debes tranquilizarte ahora. No te culpes de nada. ¡Ven! ¡Mírame a los ojos! ¡Vamos a orar ahora mismo! ¡Vamos a pedirle a Jesús que te comprenda, que te proteja y te ayude a olvidar! Manuel empezó a apaciguar su angustia, ante la magia natural del amor de su amigo. —Está bien —le dijo en un susurro, secándose las lágrimas con sus dedos—. ¿Me prestas tu cristo de bronce en tanto oramos? —Claro —El ex-seminarista hundió su mano en el bolsillo de su camisa—. Tómalo. Unos minutos más tarde, Manuel Daza había puesto en las manos de Jesucristo los días que le quedaban de vida. Le había pedido perdón por no haber luchado contra los violadores la noche anterior, así el hacerlo le hubiese costado la vida, y le había prometido fe y fidelidad. Por último, le había manifestado abiertamente la promesa sincera de un cambio total de su existencia, desde el núcleo etéreo de su alma. Antonio acababa de ganar una hermosa batalla. Satán quizás temblaba de ira, parado al borde del torrente, hundida la sucia mente entre la oscuridad de su infernal espíritu. Se desvanecieron las primeras cinco horas de la huida. La luna volaba alta sobre la cañada. Los grillos y las aves nocturnas discutían, cada uno en su propio idioma. Exhaustos y hambrientos, los dos muchachos se acurrucaron uno contra otro. Se quedaron dormidos, al abrigo del refugio de hojarasca. Pero esa paz no habría de durar mucho. Antes del amanecer, un reducido número de los sobrevivientes de aquel malogrado ejército de guerrilleros del diabólico príncipe del mundo, lograron reorganizarse. Se habían propuesto encontrar a los desertores. Habían abandonado el búnker y habían descendido, más allá de la hondonada. Querían a su cobarde manera tomar venganza de su reciente derrota. Querían ganar su propia batalla, por pírrica que fuera. Al borde de las cinco de la mañana, los dos fugitivos despertaron asustados. Acababan de escuchar voces de bandoleros, voces que los buscaban, enredadas en algún sitio no muy alejado del abrigo del matorral. La luna seguía brillando plena sobre el firmamento. El estrépito del torrente había amainado considerablemente, así que permitía filtrar en el aire los sonidos. Luces de linternas se acercaban a la cueva de los arbustos. Antonio y Manuel estaban percibiendo todo. Se miraron. Entonces, el rubio tuvo una idea. Sin pronunciar palabra, apretó el hombro del músico para estar seguro de obtener toda su
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atención. Señaló hacia el río con el índice de su mano derecha. Luego la levantó, con los dedos abiertos. Finalmente, la extendió sobre el suelo, sugiriendo de esa manera que tendrían que deslizarse hacia el río, agazapados, a la cuenta de cinco. Antonio estuvo de acuerdo. Manuel inició el conteo. No había tiempo que perder. Emergieron del refugio. Se dirigieron hacia el río, arrastrándose ágilmente, serpenteantes, borrando a su paso las huellas que sus botas iban dejando sobre la arena gris. Mientras tanto, a escasos setenta metros, los guerrilleros estaban dividiéndose en pequeñas avanzadas. Estaban seguros de encontrar a los reclutas desertores. Les habían seguido el rastro. El Motosierra, el Abejorro, el Piraña y Dalila, venían adelante. Los muchachos ya habían logrado llegar a la orilla del torrente. Se dejaron hundir en el agua hasta los hombros, asiéndose de las ramas gruesas del matorral que se adhería con más firmeza a las aristas de las rocas aledañas. Decidieron esconderse allí. El agua estaba helada. La fuerza de su curso amenazaba con arrancarlos de su eventual trinchera. Las cabezas apenas asomaban. Temían ser enfocados en cualquier momento por la luz de las linternas de los bandoleros. Un batallón de mosquitos empezó a zumbar, alrededor de sus cabellos. — ¡Por aquí deben estar los hijueputas! —Escucharon que aullaba la voz del Motosierra—. ¡Disparen a toda marica rata que vean mosquearse! — ¡Ustedes! —Señaló por su parte el Piraña a dos de las guerrilleras—. ¡Péguense a la orilla del río! ¡Estoy seguro que los tenemos cerca! ¡Rocíen de plomo a todo coño cabrón que vean asomarse por ahí! Antonio y Manuel continuaban escuchando todo, unidos en su fuerza, atados en su miedo, tañendo sus corazones como campanas a la par, estallando sus mentes en el risco de la última esperanza, pensando en Jesucristo. Pero, de súbito, cuando estaban intentando sumergir sus cabezas ante la cercanía de las dos mujeres que acababan de saltar unas piedras y ya caminaban por la orilla a solamente cinco metros de ellos, sintieron que el arbusto al cual estaban aferrados cedía completamente. Se generó un crujido de ramas desgajadas. — ¡Allí están! —Gritaron al unísono las milicianas. Empezaron a disparar hacia los cuerpos que se sacudían. Las primeras balas estallaron contra las rocas, silbando sílabas de muerte. Ante tan letal amenaza, los jóvenes soltaron las ramas y se dejaron arrastrar por el caudal. Entonces, en asquerosa y vulgar algarabía, más de siete camuflados se unieron a las mujeres y corrieron en bandada por la margen del río disparando a diestra y siniestra, excitados al igual que una jauría de hienas dementes, entre risas y chillidos, seguros de tener en su poder a los desertores. Prácticamente volaron los asesinos, chocándose unos contra otros, descargando sus armas hacia su objetivo, sin importarles siquiera pensar que eran observados por la luna de la madrugada del Creador. Muy pronto, los dos muchachos se vieron separados por la fuerza del caudal, y para siempre. Empezaron a templar su voluntad, cada uno por su lado, para luchar al mismo tiempo contra tres diferentes formas de morir: Ahogados, la primera, aplastados contra las rocas, la segunda, o acribillados, la tercera. Las cosas parecieron ir bien por unos segundos. El agua impulsaba sus cuerpos. Desgraciadamente, cincuenta metros más abajo el cuerpo de Manuel
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chocó con violencia contra unas rocas emergentes. Fue levantado por encima del torrente. Los guerrilleros visualizaron sin demora el espectáculo. Lo rociaron de plomo. Las balas alcanzaron de lleno al rubio. Murió al instante, pensando en su familia. Su camisa, tiñéndose de rojo, se infló y salió completamente a la superficie, manteniendo el cuerpo del muchacho a flote. Los asesinos no cabían de la dicha. Siguieron disparándole al cadáver, el cual había quedado anclado entre dos losas. — ¡Un perro hijueputa menos! —Gritó Dalila al borde del paroxismo, a la vista del paisaje plateado y escarlata que sobre la piedra diagramó la sangre de Manuel bajo los rayos de la luz de la luna. No paró allí la balacera, tampoco la carrera descerebrada de los homicidas. Sabían que les quedaba un fugitivo. Antonio seguía luchando contra la fuerza del río. Intentaba mantenerse en el fondo del agua. En algún sitio del recorrido habían quedado sus viejas botas milicianas. Esgrimiendo entonces habilidades que sólo su amor hacia Jesús y su deseo firme por la supervivencia pudieron haberle inyectado, aferró en medio de la corriente del torrente el cristo de bronce con su mano izquierda. Luego se deshizo de su camisa camuflada, con la derecha. La prenda fue impulsada por el agua. Salió a flote. No fue sino verla a medias, y los guerrilleros la rociaron de plomo entre nuevos gritos de arrebato. La luna acababa de ocultarse tras una ampulosa nube solitaria. Eso originó en la mente de los asesinos una bendita equivocación. — ¡Allí acaba de caer el otro malparido sapo! —Aulló el Piraña, levantando el brazo derecho con la metralleta y deteniendo su carrera, para dar por terminado el festín—. ¡Ése era todo mío! Los otros también se detuvieron. El satélite del planeta, y la nube, seguían pincelando las apariencias. — ¿Seguro que le diste, Piraña? —Preguntó Dalila, dibujando con el mentón una parábola de desconfianza. — ¿Quieres apostar, pedazo e’ zorra? —Repuso el caribeño, mirándola con odio. — ¡No! ¡Qué apostar ni qué chimbada! ¡Ya estoy mamada de tu verraca puntería! El torrente siguió raudo su cauce. Antonio no lograba respirar sin tener que tragar agua. La fuerza del río lo estaba arrastrando hacia las rocas. El fantasma de la muerte que hacía más de cuatro meses lo venía persiguiendo, no quería darse por vencido. Empezó a perder el sentido. Se aferró al cristo de bronce. La realidad empezó a distorsionarse, a curvarse, en su cerebro. El hermano Samuel lo miraba desde algún lugar de su pensamiento alterado. Entonces, casi a las puertas de la inconsciencia, el muchacho alcanzó a percibir una sacudida enorme, un choque frontal, que lo elevó en el aire. Su cuerpo cayó violentamente de espaldas, a milímetros de la mole de una enorme piedra. Increíblemente, había quedado atrapado entre las ramas de un árbol frondoso cuyos brazos se habían extendido un buen trecho entre la superficie del agua y la fárfara del peñasco. Pasó un minuto. Recuperó poco a poco la conciencia y el aliento. Analizó su insólita situación: el árbol lo tenía aprisionado contra el risco, pero lo había salvado. Se
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liberó de las ramas. Trepó con calma sobre el arco del cascajo. Logró sentarse sobre la parte plana de la superficie. Tenía profundas heridas en el rostro, los brazos y las piernas. El dolor empezó a hacerse sentir por todo su cuerpo. Sus pies desnudos colgaban al aire, medio metro por encima del agua. Sin embargo, todo parecía estar en calma. La cruz de bronce estaba allí también, prácticamente encarnada entre los dedos de su mano izquierda. Los guerrilleros habían quedado unos doscientos metros río arriba. Pensó una vez más en Jesús. Lo bendijo con todo el amor de su alma. Luego se acordó de Manuel Daza. Había alcanzado a verlo, aunque fugazmente, cuando su cuerpo chocó contra las rocas y se elevó en el aire para inmediatamente morir acribillado por las balas de aquella jauría de asesinos. Oró por él, entre el caudal de lágrimas que por fin dejó escapar su corazón martirizado.
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9 Sopa de legumbres El sábado siguiente me ofrecí de nuevo a preparar el almuerzo. Esta vez Antonio sí aceptó. Sin embargo, Michael no estuvo con nosotros. Su madre había regresado de Santander y se lo había llevado para que pasara el fin de semana con ella en algún sector de la localidad de Suba, no muy lejos de la vía a Cota. Consecuentemente, el músico y yo salimos solos a la carretera antes del comienzo de la tarde. Fuimos a traer los ingredientes que necesitábamos para preparar una nutritiva sopa de verduras. Compramos papa, zanahoria, plátano, ahuyama, arracacha, arveja, yuca, fríjol, y algo de fruta para hacer un jugo. Y regresamos a la casa. La cocina quedaba afuera, a un costado del patio, en un estrecho atrio de cemento cubierto por cuatro triángulos de gruesa teja que descendían unidos y dejaban en el vértice de la figura un orificio cuadrado que en el invierno permitía filtrar la lluvia hacia el piso, aunque el agua jamás alcanzaba a salpicar la estufa o la mesa del comedor, o la alacena. En tanto yo lavaba la papa y cortaba o picaba los ingredientes para la sopa, él trajo su guitarra. Se sentó en una banqueta. Se dedicó a construir arpegios en diferentes progresiones armónicas. El mediodía en la casita del camino a Cota adquirió entonces por espacio de varios minutos un tinte diferente. Sin embargo, el músico tuvo que hacer una pausa cuando sonó el viejo teléfono de dial que había en la sala. Se dirigió hacia allá. Luego regresó. Se sentó en el mismo sitio. No dijo nada. De nuevo, cogió su guitarra, la cual había quedado encima de la banqueta. Continuó con un hermoso y sencillo instrumental de estudio compuesto por él —Marcelino. La pureza del sonido de la pieza me llevó a imaginar la milagrosa distensión que debió experimentar Saúl cuando escuchaba los arpegios que David le arrancaba a su arpa. — ¿Puede la música moderna de alabanza apartar del alma de quien escucha un mal espíritu, como lo hacía en su tiempo la música de David? —Le pregunté, cuando se detuvo para dar por terminado el ejercicio. —No cualquier tipo de música. Si pensamos en David, por ejemplo, es necesario recordar quién era y cómo vivía, en el tiempo del reinado de Saúl. Cuando joven, David era un ser lleno de Dios, un ser de corazón silvestre y limpio a la manera de Jesús, un pastor de campo. No había polución de ruidos ni de ritmos en su corazón. Su música debió ser sencilla, pero sublime. No había a su alrededor falsos cristos ni emisoras comerciales o dinero, manipulando opciones de fama y de fortuna. Su Dios era uno solo: el Creador. No era David un músico escandaloso manoseado por la política y la burocracia de las doctrinas que hoy llenan el mundo, las cuales hacen más oscuro el camino de los jóvenes instrumentistas que están buscando al Señor pero que aún no tienen una fe irreversible. —Sí, la religión parece haberse convertido en una lucha de conveniencias, ganancias, conceptos y escenarios —Dejé la sopa cocinándose a fuego lento y me senté frente a él, para sumergirme más en el interesante análisis que estábamos haciendo—. La iglesia parece haberse convertido en una lucha de marcas,
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apariencias y ofertas. Mire que un sólo cambio en la interpretación de las Escrituras es suficiente para que a cualquiera se le ocurra inventar una religión con un nombre sugestivo y se decida a abrir las puertas de una nueva iglesia. Ese cambio conceptual de las doctrinas modernas no tiene nada que ver con la fe que Jesús difundió. Es simplemente equivalente al cambio de un detalle particular en un artículo comercial, un coche, un teléfono celular, una estrategia que busca deslumbrar y apoderarse del mercado. En lo que respecta a las iglesias, ese detalle particular podría ser el propuesto por algunas sectas, las cuales ven a Jesús como un profeta relevante, mas no como el Hijo de Dios, o Dios en sí mismo. Sin embargo, esa audacia y ese desprecio por Jesús son términos válidos en este siglo porque abren las puertas hacia una forma cómoda de vida para aquéllos que creen que así pueden eludir la pureza de corazón que proclamó el Maestro de Galilea. Si para ellos Jesús no es Dios, fácil les será entonces ignorar las exigencias del Amor Humano. Y es que el Amor al prójimo, al pobre, al enfermo, es precisamente el concepto básico de la enseñanza humanística del Mesías. La ciencia y la tecnología están siendo utilizadas para menoscabar el nombre de Jesús, para poner en tela de juicio su divinidad y, por añadidura, para pisotear el nombre de María. — ¡Eso sí que es inaudito! —Intervino, sirviendo abundante jugo en dos tazones blancos—. Claro que las profecías ya nos habían advertido de que así sucedería. —Para muchos hedonistas energúmenos —proseguí—, el Redentor se ha convertido en su peor enemigo. Se podría calcular en millones, el número de los que odian hoy abiertamente al Maestro. No se les puede hablar de Él sin que se enfurezcan y deseen asesinarte. Si hablas de Jesús en una organización mercantilista, pierdes tu trabajo, tus amigos, tu currículo, y se te niega el favor de la sociedad. Así de sencillo. El músico me miró a los ojos. Rasgó una vez más las cuerdas de su guitarra. Suspendidos en el aire, los acordes vibraron tenues, como cuando el agua del riachuelo desea guardar el secreto de su voz entre el corazón de la montaña. —Hablando de María —afloró entonces su nostalgia—, es triste saber que para muchos, que se hacen llamar cristianos, ella nada vale y nada importa. Les parece natural haberla excluido del respeto que su historia merece. Ella ha dejado de ser un símbolo de amor hermoso, valioso, entre los principios de algunas religiones. Claro que ella no es Dios, eso está claro. Ella no rige el universo. Sin embargo, ella es, con Jesús, un canal de comunicación del cristiano verdadero con el Padre Celestial. Ciertas religiones la atacan porque tuvo otros hijos. No quieren entender que la pureza absoluta de María, su estado virginal, era universalmente necesario, pero sólo hasta el momento de la concepción divina del Rabí. Luego del advenimiento, ella siguió siendo por un tiempo conceptualmente virgen, porque hasta entonces no había conocido hombre alguno. Sin embargo, después de ese momento, cumplidas ya la gracia y la misión que el Señor le hubo asignado y le hubo comunicado a través del ángel, María se debía a su esposo; a José. Fue así que entonces tuvo otros hijos. Hay que saber leer la palabra de Dios. Toda la sublime importancia de María en la historia universal de la humanidad está resumida en el capítulo doce del libro de la Revelación de Juan. En ese capítulo, ella, a punto de dar a luz, lucha contra Satanás. Lo vence, y evita que su hijo sea
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devorado por la serpiente universal. En ese mismo capítulo el evangelista la halaga hermosamente. La describe como “Una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”. Por eso no es anatema pensar que todo aquello que usted pida a Jesús en nombre de María, le será concedido. No se trata, sin embargo, de rezar rosarios y más rosarios hasta quedarse dormido y adormecer la audiencia. Se trata de amarla y hablarle, como se ama y se le habla al Maestro, desde allí, desde el alma. La cuestión no es discutir si ella nos está escuchando o no. La cuestión es hacer las cosas desde el corazón. Es orar con amor y respetar con fe el recuerdo de los lugares, los elementos y las personas que fueron irremplazables en la vida del Señor. María fue la madre de Jesús. Fueron sus manos las que lo acariciaron con ternura, con maternal amor, cuando nació. Fueron sus pies los que se desplazaron de prisa cuando su mente visualizó el peligro, en los días en los cuales Herodes ordenó matar al niño. Fueron sus oídos los que vislumbraron en el templo la importancia universal de las palabras de un Jesús aún joven pero sabio. Fueron sus lágrimas las que se mezclaron con la sangre del Maestro en el camino hacia el Gólgota. ¿Cómo podría entonces un cristiano verdadero negarse a amarla? ¿Cómo podría una mujer cristiana no defender su nombre y no tenerla como el más sublime paradigma del amor materno? Un cuarto de hora más tarde, serví la sopa. Nos dispusimos a almorzar, no sin antes elevar una corta acción de gracias. — ¿Tiene algún compromiso para esta tarde? —Me sirvió un poco más de jugo. —No. ¿Qué hay que hacer? — ¿Le gustaría acompañarme al centro de la ciudad, por los alrededores de la Calle Dieciocho con Doce? Dejé el tazón sobre la mesa. Tenía entendido que ese sector, el de la Calle Dieciocho, era algo así como una zona de tolerancia. Él captó mi inquietud. Sonrió. —No se preocupe —observó—. Nada corrupto le voy a proponer. Nada desagradable va a pasar. Allá, sencillamente podremos compartir un momento de reflexión con quien quiera escucharnos. Podremos además robarle más de un pensamiento y de un minuto a Lucifer, y tal vez podremos también arrebatarle al miserable más de un alma. — ¿Y usted cree que habrá alguien allá que quiera escucharnos? —Eso no lo sé con certeza. Eso sólo el Señor lo sabe. Llevaremos una veintena de volantes que tengo por allí guardados. Eso nos ayudará. — ¿Volantes? —Sí. Son unos impresos muy sencillos, nada presuntuosos, que sugieren a quien los lee acercarse a Jesús por un instante. ¿Quiere verlos? —Sí, quisiera verlos —concluí, aunque no estaba tan animado como él a ir por allá, a un sitio donde realmente nada se nos había perdido.
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10 Dos horas más tarde, caminábamos por las calles de una de las zonas de tolerancia del barrio Santafé, en el centro de la ciudad. —Se me estaba olvidando compartir con usted una muy buena noticia — cortó el silencio, mientras avanzábamos sobre la acera de la Calle Veintidós con Trece—. ¿Recuerda que alguna vez le hablé de unos amigos a los que yo iba con frecuencia a visitar al término de cada concierto de la glorieta del mercado de las pulgas? —Sí, claro que lo recuerdo. —Pues resulta que esos amigos eran realmente los niños de un pequeño clan de familias desplazadas del Departamento del Cesar. Ayer, después de que Michael se fue con la mamá para Suba, fui a visitarlos. Pero no los encontré en el frío zaguán donde siempre los había visto, el sitio que la alcaldía les había asignado como refugio hace unos meses cerca de La Calle Trece con Carrera Cuarta. Tampoco encontré a sus padres por los alrededores o por los callejones por donde solían caminar descalzos y semidesnudos en busca de alimento. — ¿Qué sucedió con los niños? —Intenté visualizar la situación. —Les sucedió lo mejor que pudo haberles sucedido: Ellos y sus padres regresaron a sus tierras. — ¿Les fueron devueltas sus tierras? —Sí. Se me ha dicho que lograron recuperarlas. — ¡Eso parece increíble! ¡Bendito sea el Señor! —Sí —Sonrió Antonio una vez más—. El Señor sea bendito hoy y siempre, porque jamás abandona a sus pequeños y porque jamás echa en el olvido las oraciones y las ilusiones de nuestra inquietud. Sin duda, esa sí que era una muy buena noticia. Realmente, ninguno de los hombres de ese grupo tribal desplazado de sus tierras había querido considerar ni por un segundo la posibilidad de unirse al confuso convoy de la sociedad bogotana. Ni siquiera les había llamado la atención la opción de vincularse a trabajar en las obras del transmilenio bogotano. Su único anhelo siempre había sido regresar a sus tierras, y eso fue precisamente lo que lograron al final de su odisea de frío, hambre y humillación. Me obligué entonces a creer que allí terminaba el dolor de al menos uno de los miles de cuadros infelices originados por la guerrilla y los paramilitares en territorio colombiano. Y en ese momento también, al rememorar a estos nativos del Departamento del Cesar y lo que ellos solían fabricar para vender y poder alimentar a sus hijos —manillas tejidas y collares—, me acordé que había notado que Michael llevaba en la muñeca de su brazo izquierdo una hermosa abrazadera hecha de chaquiras de colores, la cual esbozaba la figura de un colibrí que tenía inscrito el nombre de Jesús en una de sus alas. El diseño estaba entrelazado sobre el eje de una franja de decenas de lentejuelas. Probablemente, Antonio había encargado la elaboración de esa manilla a alguno de los desplazados, unos días antes.
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Abandonamos la Calle Veintidós. Nos sumergimos en la zona más azarosa del barrio Santafé. Caminábamos lentamente. La calzada estaba fría. Una llovizna casi insignificante pero persistente salpicaba el rostro del atardecer. No iba a ser fácil sacar adelante nuestra pretenciosa labor de mensaje. Tanto así que, una hora más tarde no era mucho lo que habíamos logrado con los volantes que el músico había llevado. Las indolentes meretrices a quienes intentábamos acercarnos se alejaban con desprecio o desconfianza. Unas pocas recibían el papelito, pero lo botaban casi que inmediatamente. Otras simplemente no lo recibían ni escuchaban una sola palabra nuestra. Casi ninguna entablaba diálogo con nosotros. No les interesaba. Hacían muecas de desprecio. Parecía que no tenían tiempo para nada que no hubiese estado desde siempre dibujado entre su mente. El nombre de Jesucristo no tenía quizás significado alguno para su corazón o, lo que era peor aún, el nombre del Señor podría de pronto haber tenido el mismo significado del nombre del hombre a quien más odiaban en su vida —incluido su propio padre—, así lo hubiesen conocido o no. Eventualmente, a Jesús le echaban quizás la culpa del olvido al cual ellas consideraban que estaba condenada su existencia miserable. Estaban en esa calle por un poco de dinero, algunos billetes, un monto que al menos les alcanzase para sobrevivir con sus hijitos de una manera equivocada. El amor ya no existía para ellas. A pesar de todo, seguimos intentando establecer algún diálogo, al menos uno. Súbitamente, la llovizna desapareció. Se esfumó. El firmamento empezó a abrirse hacia el azul intenso del anochecer a una velocidad muy particular, casi espectacular, como si las estrellas quisiesen mediar, intervenir, y bajar a dialogar junto a nosotros con las mujeres de la calle. Sin embargo, Antonio y yo estábamos detenidos en una esquina, estáticos, mudos, sin saber cuál iba a ser nuestro próximo movimiento. Fue precisamente entonces cuando las cosas empezaron a cambiar: Una meretriz solitaria, de cuerpo escuálido y vestido negro, cuya silueta semejaba una palmera doliente y abandonada, nos miraba sin descanso desde la esquina de enfrente, sumergida en la que parecía ser la torre de observación de su planeta deprimente. No muy lejos de ella, dos jóvenes desarrapados se estaban acomodando al borde de la acera para enfrascarse en la tarea de armar un cigarrillo con bazuco y yerba. Antonio y yo nos miramos, llenos de inquietud. —Esta escena parece ser una parodia de teatro callejero de “La mujer de negro” —murmuró él, recordando el argumento de la bachata del concierto de la plazoleta. —Absolutamente —Enfoqué el problema—. Esta visión es exactamente eso: La mujer de negro, puesta en la escena de una realidad absurda. ¿Vino usted por aquí antes de escribir la canción? — ¡Eso no es relevante en este instante! —Antepuso con vehemencia—. ¡Debemos detenerlos! ¡Debemos decirles que Jesús existe, que él está sufriendo al observarlos hundirse en su miseria! —Está bien —Sentí contagiarme de su ciego amor por los equivocados. — Voy a hablar con ella. Usted espéreme aquí o, si lo cree razonable, vaya y dialogue con ellos. — ¡Listo! —Acordó—. ¡Yo hablaré con ellos!
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Nos dimos manos a la obra. Crucé la calle. Abordé a la mujer con la primera frase que escapó de mi pensamiento. —Espero no estar fastidiando para nada su trabajo con mi presencia — recuerdo que le dije casi tiernamente—. ¿Podemos charlar por un instante? Ella sonrió. Nada más. Sin embargo, su sonrisa jamás fue gratificante. Su mirada se veía fatigada, desesperanzada. El óvalo de su rostro estaba cubierto por una placa gruesa de mascarilla color púrpura. Sus ojos negros navegaban ausentes, sin brillo en la pupila. Sentí mucha tristeza en el alma. Tal vez me auto-interrogué qué obra del teatro del absurdo estaría ella viviendo entre su malograda existencia. No obstante, le pregunté en seguida si de pronto le molestaría hablar de Jesucristo. Me dijo que no le molestaba, y me invitó a caminar hacia el sur de la calzada. Empecé entonces a deambular sin prisa, a su lado, no sin antes volver la cabeza para echar un vistazo al músico. Él ya estaba dialogando con los dos jóvenes. Llegué a preocuparme un poco, aunque no supe con certeza si era por él o por mí por quien sentía esa preocupación, tal vez por los dos. No obstante, no pude percibir en ese instante ningún peligro, ni para él ni para mí. Por supuesto que estuve muy equivocado. Seguí caminando al lado de aquella dama deshecha, perdida. Doblamos una esquina. La luna ya había emergido alta, allá, en la bóveda del firmamento. Una cuadra y media más adelante, se detuvo ante un portón viejo de madera verde que estaba abierto de par en par. Detrás del portón, a tres metros de la boca del zaguán, había una reja oxidada. Entró. Se deslizó por la abertura de la reja. Desde el fondo del corredor me pidió que la esperara. Jamás volvió a salir. Pasaron más de diez minutos. Regresé entonces rápidamente a la esquina donde Antonio había quedado dialogando con los jóvenes viciosos. Allí estaba él, pero solo y tirado boca arriba, al borde de la acera. Tenía sangre en la boca, una herida de puñal en su brazo izquierdo y otra en el abdomen. Sus ojos parecían estar mirando fijamente hacia un punto situado más allá de las estrellas visibles. Me sentí paralizado. No sabía qué hacer. No sabía si correr hacia un lado o hacia otro para buscar ayuda, o si levantarlo y cargarlo para llevarlo lejos de allí. No atinaba mi confundido cerebro tampoco a pensar si debía hablarle o si debía guardar silencio. Pero me agaché para iniciar algún proceso. Miré a todos, pero a nadie, por allí. La calle se me antojó irremediablemente solitaria, vacía, embrujada, deforme, fantasmal. Él me tomó entonces fuertemente de la mano. —No se preocupe, hermano —Su voz no fue más que un susurro—. No va a pasar nada grave. Hoy hay un brillo especial en las estrellas, y yo le estaba debiendo muchas cosas al Cordero de Jerusalén, ¿no cree? — ¡Voy a traer una ambulancia! —Grité. Él no me soltó. — ¡No se desespere! —Me ordenó firmemente, aferrándose con fuerza a mi chaqueta—. No me deje solo otra vez. Ayúdeme no más a levantarme. No se me ha olvidado que tenemos que escribir un libro y que no vamos a permitir que el querubín de negro vuelva a pasearse entre las piedras de fuego de un cielo que ya no le pertenece. — ¿A qué se refiere con eso? —Ezequiel 28 —dijo, y perdió el conocimiento.
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11 La huida Eran las once de la noche de un viernes. Mercedes, la madre de Antonio, se disponía a ir a descansar. Llevaba varios días tratando de averiguar algo sobre el sitio al cual se habían llevado a su hijo. Todo había resultado inútil. Aunque la guerrilla mantenía algunos informantes en San Juan, ninguno de ellos quería meterse en problemas. Algunos sabían bien que se decía que Antonio había muerto en el torrente del Juanambú, pero no hablaban. Ella entonces no llegó a enterarse de ese comentario. Sin embargo, no dejaba de orar hora tras hora, para pedirle a Jesús que protegiera a su hijo. Las once y cinco. La humilde mujer se dirigió hacia su alcoba para acostarse. Al pasar cerca de la escalera de mano que Antonio utilizaba para ascender al ático cada vez que iba a practicar allá con su guitarra, le pareció escucharlo cantar muy suavemente. Se detuvo, confundida. Transcurrió otro medio minuto. Creyó escucharlo cantar de nuevo. Subió. La buhardilla estaba sola y en penumbra. Se sentó, triste, en la silla sobre la cual él decenas de veces se había acomodado para cantarle a Jesús. Destapó la guitarra, la cual había quedado sobre una colchoneta debajo de una cobija. La acarició, cual si estuviese acariciando a su hijo. —Donde quiera que estés, tesoro mío —susurró—, el Señor Jesucristo esté contigo. Él es tu protector. Él es tu escudo. En ese preciso instante, un golpeteo repetido, un ruido tenue, llamó la atención de la mujer. Parecía venir del fondo del piso de abajo, de atrás, exactamente del potrero que estaba en la parte posterior de la vivienda. Bajó por la escalera rápidamente, algo nerviosa. Su corazón empezó a latir, acelerado. Su alma sintió el calor de la esperanza. Llegó de prisa a su alcoba. Se asomó por entre la cortina de la ventana que daba al potrero. Allí estaba su hijo, a ese lado, colgando del borde del marco de cemento y casi sin sentido, con la cabeza pegada a la base de los cristales. Mercedes titubeó por un segundo. Supo inmediatamente que Antonio había desertado. Sus manos temblaban. Miró de nuevo hacia el potrero. La ventana era muy rústica. No tenía pestillos ni aberturas, y estaba sellada a la pared por todo lado. Además, estaba elaborada con múltiples cruces de hierro y dos docenas de estrechos vidrios. El marco de cada uno de esos vidrios no medía más de doce centímetros de ancho. No había forma de hacer entrar a Antonio por allí. Volvió entonces sobre sus pasos. Cogió de prisa una de sus cobijas, la más oscura. Corrió hacia la puerta y salió, mirando a todo lado. A esa hora no se veía a nadie por el callejón. Caminó rauda hacia la esquina. Dobló hacia la izquierda. Se dirigió hacia el potrero. Antonio seguía allí, recargado sobre la moldura de la ventana, desgonzado, débil, sin zapatos ni camisa. La mujer se abalanzó hacia él. Lo abrazó, como quizás jamás antes lo había hecho. Lo estrechó hacia su corazón, entre suaves gemidos. El muchacho recuperó un poco el aliento. Se dejó cobijar por su madre. Empezó a desplazarse
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hacia la calle principal, reclinado sobre el hombro de ella. El callejón seguía solitario. Caminaron pegados a las paredes de las casas aledañas. Bordearon la esquina. Segundos más tarde, sus livianas siluetas traspasaron el umbral del hogar. Mercedes sabía muy bien que las paredes de las casas de los pueblos en conflicto con la guerrilla o con los paramilitares tenían más de un oído y muchos ojos. Por eso no dejó encendida ninguna luz, más que la de una pequeña lámpara que estaba sobre su mesita de noche. Acostó a su hijo en la alcoba pequeña, la de él, la cual no tenía ventanas hacia la calle o hacia el potrero, y estaba además en seguida de la de ella. Le enjuagó y le limpió las heridas. Le colocó una camiseta limpia y un saco de lana, un pantalón de sudadera y un par de medias gruesas. Y lo abrigó con tres mantas. Luego se dirigió hacia la cocina, llevando consigo el camuflado que traía el muchacho y, sin encender la luz, extrajo de uno de los bolsillos del pantalón el cristo de bronce. Envolvió la prenda de tela entre periódicos viejos. La ocultó, muy al fondo del baldosín, por debajo de la pesada y destartalada estufa. Calentó en seguida algo de comer. Preparó también café caliente. Cuando regresó a la pieza con la cena y el café, escuchó que él roncaba suavemente. No supo en ese instante si despertarlo para que se alimentase o si dejarlo dormir para que descansase. Finalmente, optó por dejar la bandeja sobre la mesa de noche. Se sentó al borde de la cama. Empezó a acariciarle sutilmente el cabello y a observarlo, pero no lo despertó. En seguida, se arrodilló al pie de la cabecera. Elevó en silencio una oración de gratitud. Finalmente, le dejó el cristo de bronce debajo de la almohada. A la mañana siguiente, Antonio desayunó en su cuarto y, media hora después, se levantó para tomar un baño. Se sentía aún muy débil, así que se duchó largamente. Regresó a la pieza. Se recostó de nuevo. Mercedes no hacía más que observarlo y sonreírle desde la cocina. Al cabo de unos minutos entró al cuarto y se sentó de nuevo al borde de la cama, para tenerlo cerca. —Me temo que no podremos seguir viviendo en San Juan —murmuró de pronto el músico—. Aquí ya nada bueno nos espera. Nos matarán, tarde o temprano. Sin embargo, madre, si tú quieres seguir aquí, en esta ciudad, estás en libertad de elegir, pero yo debo marcharme cuanto antes. —Hijo, tú lo acabas de decir. Aquí ya nada bueno nos espera. Y yo no quiero volver a perderte. —Tan sólo le pregunto en este instante al Señor Creador…, a qué lugar podremos ir, a qué sitio, donde no nos persiga nunca más el demonio de la violencia. En este momento deseo tanto afinar mi guitarra, deseo tanto cantarle a Jesús, alabarlo, agradecerle, glorificarlo, pues es tan sólo gracias a su poder y a su amor que estoy aquí con vida. No obstante, sé que, si cogiese ahora la guitarra para cantarle, alguien podría escucharme, y eso pondría nuestras vidas en peligro. Mercedes abrazó a su hijo dulcemente. Los dos temblaron de inquietud, entre una luz de nítida esperanza. De repente, ella se irguió y se quedó mirándolo a los ojos. — ¿Tú crees que deberíamos regresar mañana mismo a Bogotá, a la casa, con tu padre y tus hermanas? Antonio sonrió con un gesto de aprobación, pero pronto una nube difusa se cruzó en el camino de su pensamiento.
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—Es una idea excelente. Sólo que, si lo hacemos, si viajamos a Bogotá, nos tendremos que colocar definitivamente en las manos de Jesús, en su escudo, porque la guerrilla tiene algunos datos de mi padre que se relacionan con la casa y con mis hermanas, aunque espero que durante el bombardeo esos miserables hayan perdido toda esa información. — ¿En el bombardeo? ¿Hubo un bombardeo? —Sí —El muchacho le contó todo lo ocurrido, desde el instante en el cual él fue secuestrado por los guerrilleros y llevado a la montaña, hasta su regreso a casa. Ella sollozaba suavemente y de cuando en cuando se estremecía al tratar de visualizar algunos de los hechos. Durante el resto del día estuvieron estudiando cada paso de la huída. No tenían mucho que llevar. La estufa, los muebles y los viejos enseres, pertenecían a la dueña de la casa, una dama pudiente a la que unos meses más tarde la guerrilla secuestró para usurparle un par de fincas y otras posesiones. Jamás en el pueblo volvió nadie a saber de ella. Antonio hizo un inventario de las cosas que él llevaría: la ropa de su madre y su ropa —que no era mucha— y, por supuesto, la guitarra. Nada más. La mujer llevaría sus ahorros, que tampoco eran abundantes, y el remanente de sus pequeñas artesanías. Saldrían a las dos de la tarde del día siguiente, hora de la siesta de la mayor parte de los habitantes de ese sector de la población. Mercedes planeaba dejar una carta abierta pero convenientemente elaborada, dirigida a sus familiares y a todos los vecinos. En ella manifestaría que no le iba a ser posible seguir viviendo en el municipio del volcán y menos en esa casa, pues su dolor —a raíz del desconocido destino de su hijo— se estaba volviendo insoportable. Por su parte, el joven esperaba haberse recuperado completamente en unas horas. Se dirigirían primero hasta La Florida, municipio que estaba al otro lado del Galeras, a ocho horas de camino de San Juan. Se había escuchado decir que La Florida tenía en ese momento una buena protección por parte del ejército colombiano. Allí abordarían un autobús que los acercaría a la capital. Acordado el plan, oraron juntos. Decidieron ir a descansar. Sin embargo, cerca de las ocho de la noche, alguien golpeó con vehemencia al portón que daba a la calle. Las paredes de la vivienda, y los corazones de la mujer y su hijo, se estremecieron. Ella se levantó rápidamente. Se dirigió al patio. — ¿Quién es? —Vibró su pregunta, bajo la luz del firmamento. — ¡Roberto Meléndez, seguridad del municipio de San Juan! —Aulló una voz, allá, en la acera. — ¡Ya le abro! —Mercedes hizo una señal de total silencio a su hijo, que estaba de pie contra la puerta de su cuarto. Él decidió subir a la buhardilla. Allí se escondió. Se sentó en el más oscuro rincón. Se preparó para sellar sus labios. Roberto Meléndez, oficial de la fiscalía y del ejército colombiano, era el militar que había quedado encargado de velar por la seguridad de San Juan, luego de la masacre y del secuestro del seis de abril. Al parecer, traía malas noticias esa noche, noticias adquiridas de una fuente de información que trabajaba para las
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fuerzas del gobierno. Mercedes abrió la puerta. El uniformado saludó. Fue invitado a seguir. Venía solo. —Me temo que tengo que darle una muy mala noticia, señora —advirtió sin más rodeos, deteniéndose en la mitad del patio—. Se comenta que su hijo murió, luego de que intentó escapar del campamento al que fue conducido por los guerrilleros y que fue bombardeado por el ejército hace cuatro días. No obstante, su cadáver no apareció por ninguna parte, aunque lo buscamos durante un par de días a lo largo del torrente del Juanambú, donde se dice fue arrojado por los insurgentes luego de ser ejecutado. La mujer no pronunció palabra. Sencillamente, se sentó sobre la banqueta de losa que había allí, en el patio, aquélla en donde alguna vez Antonio le enseñó el cristo de bronce. Escondió la cara entre las manos. El oficial Meléndez levantó las cejas, en un gesto de impaciencia. —Es necesario, señora, que mañana muy temprano vaya usted a mi oficina y entable una demanda formal por el asesinato de su hijo. Siento no poder acompañarla por más tiempo en su dolor, pero no puedo descuidar la ciudad a esta hora. Con su permiso. Mercedes acompañó al oficial hasta la puerta, agachada la cabeza. Un jeep de la policía lo esperaba, frente a la vivienda. Ella cerró. Echó la aldaba. Regresó sobre sus pasos. Antonio había escuchado todo. Bajó del ático. Abrazó a su madre. Estaba oficialmente muerto. Eso era apenas conveniente, frente al incierto destino que estaban enfrentando en ese instante. A la mañana siguiente, la mujer hizo lo que el oficial le hubo sugerido. Fue, vestida de negro, hasta la oficina de seguridad del ejército —filial de la Fiscalía Nacional. Allí firmó la demanda por el supuesto asesinato de su hijo. Luego regresó a casa. Sabía que tendría que volver a elaborar un par de líneas de la carta que había escrito la noche anterior. Así lo hizo. Añadió detalles sobre la visita del oficial Meléndez. Expresó su deseo de regresar con su familia pues no quería permanecer allí, enfrentada a la soledad y al desasosiego que le estaba ocasionando la muerte confirmada de su hijo. Dejó la carta sobre la mesa del comedor, en la cocina. Un par de horas más tarde, se asomó a la puerta con cierta indiferencia. Comprobó que no hubiese mucha gente en el callejón. Luego salió con Antonio hacia la libertad, bordeando de nuevo la esquina que llevaba al potrero. El volcán dormía sobre la planicie, unos kilómetros más adelante. Ese fue el punto de partida de la huida. Debajo del viejo y desteñido abrigo de su madre, el joven músico llevaba su guitarra. Se había puesto un sombrero de fieltro que le cubría parte de la cara, una peluca, y sandalias. Entre una de sus medias llevaba oculto el cristo de bronce.
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12 La promesa de Michael Creí que pasaría muchas horas angustiado y expectante, frente a la sala de un quirófano. Pero no fue así. La herida que el guitarrista recibió en el vientre no era tan grave como yo había llegado a temer. Tampoco la del brazo, pues no había destrozado los tendones. De esa manera, al día siguiente al del atraco en la zona de la Calle Dieciocho, pudimos regresar tranquilos a la casita del camino a Cota. Eran las cuatro de la tarde. Frente a la puerta, él aceptó que yo le ayudase a descender del taxi que tuvimos que abordar a la salida del hospital. Entre uno de sus bolsillos llevaba varias docenas de comprimidos de ampicilina, medicamento que le habían dado los médicos para prevenir por unos días cualquier tipo de infección. También llevaba unas gotas para el dolor, y acetaminofén. La vivienda estaba en silencio. Michael no había regresado aún de su paseo con la mamá. Muy despacio, el músico y yo atravesamos el corredor y entramos en la salita. Me pidió que lo dejara solo por un momento, allí, sentado a un costado del sofá. Eso no me incomodó. Simplemente supuse que tal vez estaba cansado o que quizás estaba deseando haber encontrado en la casa a su pequeño hijo al regresar de la ciudad. Salí entonces hacia el campo, por la puerta del patio que estaba más allá de la cocina, detrás de la ballena de cemento. Sin ningún afán, y sin una dirección definida, caminé un buen trecho por un sendero que zigzagueaba entre dos colinas enanas. Me propuse disfrutar del aire fresco de la tarde. Un kilómetro más adelante, me detuve. Me senté a la orilla de un riachuelo que estaba perfilado por varios sauces frondosos y un ejército de juncos. El lugar parecía un hermoso y gratificante oasis. Respiré profundo. Me acomodé sobre la hierba. Estudié los acontecimientos de los dos últimos días. Mi mente evocó también la mejor parte de la obra de Antonio: sus canciones. Visualicé la transparencia de su corazón y su mirada clara, aquélla que mantuvo en el momento de enfrentar el final del ataque, allá, en la zona de tolerancia. Recordé la sonrisa que dibujó en la patrulla de policía que nos recogió a dos cuadras del sitio del atraco. Pude ver de nuevo la expresión de sus ojos, aquélla que proyectó cuando me pidió humildemente que no me separase nunca de él y de su hijo y que le prometiese que publicaríamos su música junto con este libro. Luego de refrescar para mi alma ésa y otras escenas más de aquel mal momento, me enderecé sobre la hierba. Me puse de pie. Me quedé simplemente allí como por media hora, observando el agua transparente del riachuelo sin pensar en nada más, escuchando entre las paredes de mi memoria las canciones de él que más venían tocando mi ser. Decidí que al regresar a la casita colocaría el disco que había comprado en la glorieta del mercado de las pulgas y que siempre llevaba conmigo. Concluí que contadas veces en mi vida me había sentido tan impotente como me sentí al final de nuestro inútil intento de evangelización, allá, en la calle de la prostitución. Sin embargo, me gustó saber que ni por un segundo había dejado yo de reclinar con fe toda esa impotencia en el poder del Señor Dios durante toda la noche, a medida que las horas pasaban y
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mientras barajaba un sueño inconcluso y muchos cabeceos, sentado a medias sobre una silla de la salita que estaba afuera de la entrada del pabellón de urgencias del hospital. Le agradecí a Jesús de nuevo toda su bondad. Lo bendije, por la rápida recuperación que estaba experimentando Antonio y por el hecho de tenerme allí, viviendo esos momentos de reflexión en ese lugar de ensueño poblado de sauces y de juncos. Dejé escapar un par de lágrimas, mezcladas de alegría con tristeza. Decidí regresar a la vivienda. Como si hubiese adivinado mi intención, él ya estaba escuchando el disco de sus alabanzas. Se había recostado sobre el sofá. En las manos tenía su Biblia de lomos azules. Sin embargo, el libro estaba cerrado. Supuse que probablemente se había puesto a leer minutos antes, mientras yo caminaba por el sendero hasta el oasis. Me senté entonces en mi sillón favorito, frente a él. — ¿Se ha podido comunicar con Michael? —Lo he intentado un par de veces —Con el control le bajó un poco el volumen al equipo—. El celular de la mamá sigue igual. — ¿Correo de voz? —Sí. Les he dejado varios mensajes, pero no responden. No llaman. —Tranquilícese. Pronto ella llamará y usted podrá hablar con el niño. —Sí. Eso es lo que a mi Señor Dios le estoy pidiendo que suceda antes del anochecer. Me puse de pie. Me dirigí hacia la cocina. Había decidido hacer un tinto con panela. A él le gustaba tomarlo fuerte y cargado en las tardes, pero sin azúcar. Regresé a la salita en pocos minutos. Dejé en sus manos una buena taza de ese café caliente. Me volví a sentar en el sillón. —Aún no me ha contado cómo fue que empezó el atraco del sábado — dije al azar, luego de notar que había dejado su Biblia a un costado de la mesita del computador. —Este café está delicioso —comentó—. Gracias. Con panela es mucho más sabroso. ¿De verdad quiere saber los detalles del asalto de esos dos jóvenes? —Si no le molesta… —Ni me molesta, ni me enoja —Utilizó una expresión muy similar a la que alguna vez yo hube utilizado con él—. Lo que sí me inquieta es saber que, de pronto, me faltó sabiduría para manejar la situación. —Perdóneme —lo interrumpí—. Creo que tiene toda la razón, pero es necesario aclarar que no sólo a usted sino a los dos nos falló esa sabiduría. — ¿Qué quiere decir? —Pretendo creer que lo que me va a decir es que usted podría haber evitado el ataque de ese par de jóvenes. Pero el verdadero error estuvo en ir a esas calles, en pensar que es posible asumir tareas de mensaje y de amor hacia Jesús en un medio sumergido en el fango. Satanás no lo tocaría a usted aquí, en su casa, porque Jesús no se lo permitiría. Pero otra cosa puede suceder si se mete usted en los laberintos exclusivos de su infierno terrestre. Y sucedió. Me temo que usted es un temerario. Le gusta desafiar al demonio. Se llevó la taza de café a los labios. Sonrió. —No puedo arrebatarle cierta razón en este instante. Pero no podemos tampoco, cada vez que el corazón nos diga que hay algo que hacer por los
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abandonados, por las prostitutas, por los indigentes, por los viciosos, no podemos, repito, temblar ante los medios que maneja el diablo, huir con sabiduría, y rechazar ese llamado. Entonces, ¿cuál es nuestra misión en la vida, ahora que ya no nos interesa dedicarle el tiempo a la diversión que ofrece el mundo? Ellos, esos dos infelices jóvenes que me agredieron, acababan de consumir en ese momento no sé yo qué número de cigarros de bazuco y marihuana en el transcurso de ese día. Ya no eran dueños de sus mentes, tampoco de sus reacciones. Por eso le digo a usted que me faltó sabiduría para manejar la situación, porque quizás yo no les hablé con mesura. No visualicé la realidad de su vicio, ni su necesidad de dinero. En ese instante, para ellos yo simplemente era la presa del depredador. Bueno, esto no lo puedo afirmar, pero probablemente estaban de acuerdo con esa mujer que lo embolató a usted y lo alejó de mí, no lo sé. Y, sin embargo, no fui cauteloso con ellos. Les hablé muy fuerte. No los insulté, por supuesto, pero me exalté demasiado cuando les dije que cómo era posible que no se dieran cuenta que estaban pisoteando la vida que habían recibido de manos de Dios, que cómo era posible que no se percatasen del abismo en el cual se estaban hundiendo mientras Jesús los miraba con tristeza desde ese cielo de estrellas que tenían ellos allí, sobre sus cabezas bombardeadas. En tanto lo escuchaba, intenté filtrar en mis oídos las líricas de la canción que en ese instante estaba sonando en el equipo —Sonreiré, cuando triste no estés. —Me atrevo a pensar que las almas de esos dos jóvenes estaban profundamente poseídas —observé—. Usted sabe bien que, el grito de auxilio que desde lo más recóndito del ser eyectan estos espíritus humanos perdidos en el desierto lúgubre y laberíntico del vicio sólo lo escucha Jesucristo. Recuerde que eso lo dice usted en la canción que precisamente está sonando ahora, uno de los temas más abiertos y directos de su disco. Ese mensaje es definitivamente valioso. La droga y el alcohol tienen el poder de abrirle la puerta del alma al demonio. Allí, Satanás y sus ángeles se sienten a sus anchas, y elaboran su guarida. De otra parte, regresando a esos dos jóvenes que lo atracaron, mire que la manera de hablar que usted tiene, cuando nombra a Jesús, no es soberbia. Es humilde. Tampoco es agresiva su mirada. Estoy seguro que, en otras circunstancias, esos jóvenes lo habrían escuchado con atención y con respeto. Perdóneme, pero tengo que recordarle que hasta los mejores exorcistas han perdido muchas veces la batalla. No olvide que los mismos apóstoles a menudo la perdían. Sólo el Maestro jamás la perdió. —Tiene razón –reconoció—. Discúlpeme usted más bien, por haberlo empujado a vivir semejante situación. Creo que magnifiqué ignorantemente el rango de mis talentos. Ahora sé que ellos no estaban para escucharme, no, ayer en la tarde. Cualquier palabra de reproche que yo hubiese pronunciado en ese momento me habría lanzado al mismo final. En ese preciso instante repicó fuerte el teléfono de dial. Me paré, pues observé que él estaba haciendo un esfuerzo inconveniente para ponerse de pie e ir a contestar. Levanté el auricular. Era Michael. Lo saludé con cariño, pero muy rápidamente, pues en menos de diez segundos Antonio ya se había situado a mi lado con su mano derecha señalando el receptor. Se lo entregué en seguida.
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— ¡Papá! —Alcancé a escuchar que exclamaba el maquinista, al otro lado de la línea—. ¿Estás bien? — ¡Claro que estoy bien! —El músico no hizo nada por ocultar su emoción—. Tú, ¿cómo estás? — ¡Me soñé con una pesadilla anoche! ¡Quiero ir contigo ahora! ¡No quiero que te pase nada malo! —No te asustes por esa pesadilla. Si algo desagradable me sucediera es porque Jesús así lo ha dispuesto, y Él sabrá por qué razón. —Quiero prometerte algo —prosiguió el niño—. Hace días que quería prometértelo. —Eso sí que suena interesante. ¿Puedo saber de qué se trata? — ¡Sí! ¡Si algo te pasase, si Dios te llevase para el Cielo sin consultarme, te prometo que jamás me olvidaré de Jesús ni de tu música! Dos minutos más tarde, el líder de la banda del Jinete de Luz, enfundándose su chaqueta, me contó que luego de hablar con el niño había pasado al aparato la madre y habían acordado que iría por él antes de las siete a un sector específico de la localidad de Suba, en el barrio Salitre. — ¿Se siente bien para ir hasta allá ahora? —Apagué el equipo. —Me siento como nunca —La vida entera parecía haberle vuelto al cuerpo—. Recuerde que el amor lo puede todo. Además, no voy a ir caminando. —Me va a dejar acompañarlo, ¿no? —Claro. Acompáñeme, por favor.
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13 Trozos de bohemia Habían transcurrido un poco más de diez años después de la huida de Antonio y de su madre del municipio de San Juan de Pasto, y del comienzo de su permanencia en la capital. Eran las once de la noche de un viernes de marzo de 1.983. Seis meses atrás, el ex-seminarista había decidido conformar su primera banda de música antillana. La bautizó con el nombre de Son Ziguaraya. Tocaban en restaurantes y bares de ambiente latino. Interpretaban exclusivamente temas originarios de Cuba, República Dominicana y Puerto Rico. Los recuerdos de la adolescencia habían quedado atrás. Ya había escrito más de un par de sones para el grupo —Son para ti, Meditación tropical, Deudas de amor—, y había aprendido a tocar el Tres Cubano. En las presentaciones ejecutaba esencialmente la guitarra líder. Era también el cantante en algunos de los temas, mas no en todos. En los otros hacía segundas voces e improvisaba con el tres o con la guitarra. La base de la agrupación estaba conformada por otro guitarrista y voz líder—de nombre George—, un bajo, una flauta traversa, congas y bongós. Todos ellos varones, dos cubanos en la percusión. Todos hacían coros. Esa noche de viernes a esa hora, el grupo estaba iniciando la primera tanda de su presentación de ciento veinte minutos en un video-bar de la Zona Rosa llamado El son de los grillos. La gente que había llegado temprano al lugar empezó a escucharlos con atención. Los muchachos lo estaban haciendo bien. En una mesa cercana a la tarima había tres jóvenes universitarias sirviéndose generosos tragos de una botella de ron. Por su silencio se podía concluir que estaban deseando no perder ni la más fugaz nota musical de aquel concierto en vivo. Afuera, la luna llena inundaba el firmamento del nororiente de la capital. Los bares de la zona ya habían emprendido el trasegar de la primera jornada nocturna de ese largo fin de semana. La calle estaba animada, sonora, alegre. Las lonas de los puestos de comida rápida humeaban entre el frío de las esquinas. Las parejas caminaban hacia sus bares de destino. Pequeños grupos de rumberos se sentaban a las mesas de los toldos exteriores de los restaurantes más grandes, a tomar cerveza. Antonio le estaba cantando al mundo en uno de esos bares, ante un micrófono de celda negra. Una hora más tarde, la banda terminó su primera salida. Mientras apagaban micrófonos y recostaban con cuidado los instrumentos de cuerda contra el collage de la pared posterior de la tarima, el DJ del local colocó en el video una salsa muy cadenciosa. Una de las jóvenes de la mesa del ron, una que llevaba puesta una boina azul, le hizo una seña de llamado a Antonio. Las otras dos chicas hicieron lo propio, invitando a George y al bajista a sentarse a su mesa. Ellos se encogieron de hombros como diciendo: “¿Por qué no?”, y accedieron. —Tocan muy sabroso —comentó la joven de la boina azul, cuando Antonio se sentó a su lado. — ¿Se escuchó bien? —La observó él sin prisa alguna.
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—No sólo se escuchó bien. ¡Sonó muy bien! —Gracias por tu concepto. —Me llamo Gina. —Antonio. Una de las jóvenes llamó al mesero. — ¿Puedes traernos unos vasos, coca-cola, más hielo y algo de limón? El joven asintió, sonriendo. Luego se alejó por el pedido. — ¿Quieres bailar? —Propuso Gina. El DJ había colocado a sonar El Nazareno, de Ismael Rivera. Antonio la miró a los ojos verdes. —Tal vez no sea tan bueno bailando salsa como tocando el son. —No importa —Lo asió ella de la mano—. ¡Creo que puedo enseñarte! Efectivamente, Antonio no era nada bueno para la danza, así que él y Gina bailaron sólo esa pieza y regresaron a la mesa. Los cubanos del grupo —bongosero y conguero— se habían sentado a la barra. El del bar les había obsequiado una cerveza. El mesero llegó con el pedido. Gina se dispuso a servirle un buen trago a su invitado. — ¿Coca-cola? ¿Hielo? ¿Limón? —Lo miró a los ojos. —Más coca-cola que ron, bastante limón y nada de hielo, por favor. Gina era realmente bella, de mediana estatura y balanceadamente delgada. Sus ojos verdes y hermosos, sin embargo, parecían querer olvidar una historia de nostalgia o aparentaban estar repitiendo un lejano verso de tristeza. Tenía el cabello de color marrón muy claro, casi rubio, ligeramente ondulado, largo y muy sedoso. Tenía también unas pocas y diminutas pecas formando dos arcos desvanecidos sobre las mejillas, y un pequeño, preciso y sensual lunar cerca del vértice izquierdo de los labios. A pesar de su melancolía, proyectaba mucho calor, mucha voluptuosidad, mucha confianza. — ¿Me enseñarás a tocar la guitarra y el tres? Antonio había escuchado claramente. Sonrió. Sus ojos reflejaron la luz de la llama de una vela que se consumía sobre una mesa cercana. — ¿Me enseñarás a tocar tu guitarra? —Repitió la joven, acercándose un poco más a él. —Posiblemente —Sin proponérselo, el músico recordó al hermano Samuel—. Y tú, ¿qué me enseñarás? —Te enseñaré a amar en silencio. Te enseñaré a bailar también. Él dejó de sonreír. Su mirada se enfocó unos metros más allá, sobre el diapasón de su guitarra. Su corazón se estremeció entre un pasajero y brumoso presentimiento. —Si algo hermoso llegase a pasar entre los dos esta noche— comentó entonces la mujer muy dulcemente, con voz sinuosa y algo grave—, espero que sepas olvidarlo en la madrugada. — Y, ¿por qué debo olvidarlo? —En la madrugada lo sabrás —lo besó en los labios con pasión, también con una flama de ternura.
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A la una de la mañana terminó el concierto en El Son de los Grillos. Quince minutos después, en una calle de la Zona Rosa, Antonio se ajustó su bufanda, se apuntó su chaqueta de cuero negro y se terció fuertemente la guitarra al hombro. Se detuvo por unos segundos. Corrió hacia arriba la cremallera de la chaqueta de Gina. Luego le rodeó con su brazo izquierdo la cintura. Reiniciaron la marcha. Caminaron muy juntos hacia la Avenida Quince, bajo la luna llena, más allá del sabor del son cubano. Avanzaban lentamente. No había prisa. Entonces, en una fracción de tiempo detenido entre la lente de su imaginación, todo pareció cambiar para la cámara virtual del músico, todo empezó a sumergirse en la dimensión de un elástico y fantástico submundo: La calle con sus lámparas, la gente con el murmullo de su risa, los quioscos con el humo y el olor de la fritada, la música de un lejano saxo con su historia de siluetas de piel morena. Todo, absolutamente todo, pareció fusionarse entre un perfume que embriagaba el pensamiento y que llegaba desde cerca —desde muy cerca—, una esencia de magneto que calaba la mente y se mezclaba con ese calor que suele salir desde lo cóncavo y lo convexo de un joven y ansioso pecho de mujer. Entonces, por un dichoso instante jamás vivido antes en la madrugada de su vida, la noche de Antonio trasladó la voluntad y el sentimiento hasta un lejano planetoide de poesía vanguardista subterránea. Se besaron. Abordaron un taxi que los llevó hasta Chapinero, a la zona de moteles. Gina era casada. Tenía una pequeña de tres años. Antonio lo supo en la madrugada, un poco tarde, porque ella en un instante le robó el corazón y le enseñó a su cuerpo cómo es que se ama a una mujer ajena por vez primera. Y lo que fue peor aún, ella se enamoró también de él perdidamente en ese mismo instante, el cual se prolongó hasta algo más allá de las seis. Pese a lo comprometido de las circunstancias, no dejaron de verse. El ex-seminarista empezó entonces a observar pasar los días, sin atreverse a pensar más en el cristo de bronce. Sin embargo, una tarde, sin meditarlo demasiado, sin poner a su corazón a mentir o a luchar entre el cercano mundo y el remoto paraíso, decidió dejar el pequeño crucifijo en el fondo de un cajón y en lo profundo de su olvido. Tampoco volvió a orar. No volvió a nombrar al Pastor de Galilea. No quería tergiversar su fe. No quería enlodarla entre la debilidad de los actos de su humana condición. Gina y la música del mundo habían logrado atraparlo. El recuerdo del soprano de Celeste y la promesa de cantarle a Jesús con absoluta exclusividad, se desvanecieron hacia el pasado y el olvido. Una noche de otro viernes, uno de junio, el grupo tocaba de nuevo en El son de los grillos. Sin embargo, George, quien seguía siendo el segundo guitarrista y voz líder de la banda, no apareció por el bodegón. Antonio entonces tuvo que cantar todos los temas. Tuvo además que dosificar un poco los fraseos del tres y la guitarra. No obstante, el cubano de la flauta traversa trabajó sobre la figura melódica y la improvisación para remplazar algunos de esos motivos. Eso no les fue extraño, eso no les fue difícil. Gina había ido sola a escucharlos tocar. Se había sentado a la misma mesa, la de la primera noche, para estar muy cerca de Antonio. Sus ojos estaban más tristes que nunca, y más verdes. Tenía un par de elocuentes moretones en la
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cara. Un trágico pronóstico flotaba en el ambiente. A las doce en punto, una motocicleta negra —una costosa Harley— se detuvo ruidosamente frente al bar. La universitaria se sobresaltó. Se puso de pie. Miró hacia la ventana. Luego se volvió a sentar. Abrió su bolso. Antonio estaba en ese preciso instante cantando muy cadenciosamente una pieza de su propia autoría —Bailando montuno—, la cual había sido escrita para ella. Algunas parejas, las más enamoradas, estaban danzando el sinuoso tema, muy pegadas, sobre la pista de luces. Entonces, todo sucedió en otro instante, en uno de violencia y muerte. El dueño de la Harley entró furiosamente al bar. Llevaba una pesada cruceta de camionero en su mano izquierda. Se encaramó de un salto en la tarima de los músicos. Se abalanzó sobre Antonio, sin pronunciar palabra. Empezó a encenderlo a golpe pleno con el arma de hierro. El músico había sido tomado de sorpresa. No sabía si proteger su guitarra o su cabeza. Terminó resbalándose sobre el encerado entablado. Su frente comenzó a sangrar. El instrumento de cuerda se desconectó de la fuente. Ninguno de los miembros de la banda quiso hacer nada por él. Simplemente, se apartaron de la escena y alistaron sus equipos para largarse cuanto antes. Por su parte, el dueño del negocio comenzó a gritar como loco. Puso a sonar la alarma del local. Luego marcó el número del CAI, el puesto de policía más cercano. Las parejas que segundos antes habían estado bailando en la pista o bebiendo en las mesas, optaron por retroceder hacia la barra entre un tsunami de maldiciones masculinas y alaridos femeninos. Unos pocos corrieron a esconderse en los baños. El esposo de Gina continuaba pateando a Antonio. Su brazo izquierdo seguía enarbolando la cruceta. — ¿Te vas a parar, maricón? —Le apuntó de nuevo a la cabeza—. ¡Te voy a partir tu cerebro de marica! ¡A mi mujer no me la toca nadie, hijo de puta! La joven universitaria entonces, equivocada pero muy serena, fría, tan fría y tan serena como la noche del viernes de la luna llena, se levantó de su asiento. Se dirigió hacia la tarima. Subió los tres escalones. Llevaba en su mano un revólver pequeño que había entrado al bodegón entre su bolso. Se acercó por la espalda a su marido. Le descargó dos tiros en la nuca. Así nada más. Nadie tuvo tiempo de impedirlo, nadie reaccionó intuitivamente. Entonces, así como las estrellas habían esparcido su luz sobre la hierba del parque de la Calle Noventa y Tres antes de la llegada del anochecer, así también la sangre del motociclista se esparció a lo largo de la madera del entarimado del Son de los Grillos, dibujando un río escarlata. Había muerto instantáneamente, tal vez sin saber quién lo mataba y muy probablemente sin saber nada de Dios. Dos unidades del CAI llegaron en segundos en sus motocicletas verdes. Luego llegó la fiscalía, y una ambulancia. Un lamento de sirena cruzó transversalmente el filo de la oscuridad. Antonio se había sentado sobre el borde de la tarima. Lleno el rostro de sangre, miraba ausente desde una distancia anormal, indefinida, hacia el cuerpo y la sangre del marido de su amante. La guitarra estaba volcada a su lado, también bañada en sangre. Sus músicos habían logrado huir tras la balacera, cargando de cualquier manera sus aparejos. La mayoría de los clientes esperaban por allí, desparramados, asustados. La fiscalía no dejó salir a nadie más. Gina seguía de pie, inerte, anclada al sitio de su homicidio, atalayando a su amado sonero desde una
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distancia técnicamente anormal. El revólver había escapado de su mano temblorosa. Estaba allí, sobre el entarimado, y también su bolso. Dos meses después, y luego de estar detenida en una cárcel preventiva, la hermosa universitaria fue juzgada y condenada a veintitrés años de prisión. Fue recluida en la cárcel de mujeres del Buen Pastor, en Bogotá. En su bolso le había sido hallado un pequeño sobre con cocaína. También, a solicitud de la fiscal del proceso, se le había practicado una prueba de embarazo, la cual arrojó un resultado positivo. Junto con la libertad perdió a su hija de tres años, la de su matrimonio con el motociclista. Sus acaudalados suegros ganaron la custodia total de la pequeña. No obstante, Antonio había quedado libre setenta y dos horas después de la muerte del dueño de la Harley, gracias a la declaración inicial de Gina y a la de los testigos de la tragedia. Continuó con la banda, pero sus días no serían por mucho tiempo los días tranquilos y mágicos de un hombre que alguna vez, cuando niño, se aferró al nombre de Jesús y juró cantarle sólo a Él, sino que se transmutaron en los de un músico soberbio que se fue sumergiendo cada vez más en el magma del mundo.
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14 La mata de mora Tal vez ya dije que había una mata de mora en un rincón del patio de la casita que habitaba Antonio. Una mañana muy temprano lo encontré allí, frente a la mata, sosteniendo un pequeño canasto. Estaba recogiendo la fruta que había empezado a negrear. Michael aún dormía. — ¿Me permite que le ayude? —Me acerqué. —No hace falta —Se llevó a la boca una baya bien madura—. ¿Le provoca una? Están sabrosas; dulces. —No, gracias. Solamente pensé que podría ayudarle a recolectarlas. —No se moleste. Ya estoy terminando. Usted y Michael sólo tendrán que esperar un poquito para disfrutar el majestuoso zumo que voy a prepararles. Y, hablando de otra cosa, esa palabra que usted acaba de utilizar: “recolecta”, es un término generoso y profético. Es un sinónimo de cosecha, ¿no le parece? —No está nada equivocado —Miré hacia el horizonte—. ¿Por qué lo pregunta? — ¿Por qué? Bueno, porque esos términos: la cosecha, la siega y sus sinónimos, suenan esencialmente bíblicos; apocalípticos. Fácilmente nos llevan a pensar en el día en el cual el Señor enviará a sus ángeles por los cuatro costados de la Tierra para reunir y llevarse a sus escogidos. En ese instante, terminó de recoger la fruta. Su canasto estaba lleno. Los gránulos que más negros estaban, reflejaban los rayos del asomo del sol sobre la fresca mañana. —Vayamos a la cocina —propuso—. Le enseñaré a extraer la esencia de la mora que he recolectado, y a ignorar el desperdicio. En el camino hacia allá, al pasar cerca de la base de madera de la ventana exterior de la salita, recogió su Biblia de lomos azules que una hora antes había dejado allí. Un minuto más tarde, de pie frente a la alacena, la puso en mi mano. —En tanto elaboro el jugo, hágame un favor —pidió—. Lea en voz alta los capítulos veintitrés y veinticuatro del Evangelio de Mateo, ésos en los cuales él habla de Las Señales del Fin de los Tiempos. —Como usted quiera —Me hallé un poquito ansioso. Luego me senté en una banqueta y me puse a buscar los capítulos que él acababa de mencionar. —Esos dos parágrafos —Empezó a lavar la fruta— son particularmente determinantes. Son tajantes, para quien desee poner su fe en claro frente al regreso de Jesús. Reúnen conceptos, reprimenda, alegoría, profecía, y reúnen además consejo sabio. Los sumerios solían decir: “Si la humanidad no cumple con las leyes de Dios, el precio a pagar es terrible”. Eso mismo expresa el Evangelio de Mateo. Me dediqué a leer en voz alta, con serenidad, sin el más pequeño afán. El músico tenía razón. Esos capítulos están llenos de profecía acerca del fin de los tiempos. Comienzan precisamente con el anuncio de Jesús en cuanto a la
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destrucción del Templo de Jerusalén y de sus edificios aledaños, hecho que tuvo lugar en el año 70 d.C. a manos de las huestes romanas. Mencionan también el momento cumbre de la señal establecida para los cristianos que en el instante del final de los tiempos aún existan, aquél del cual habló también el profeta Daniel, y que se refiere al acoso final de Jerusalén, más exactamente a la lucha alrededor del lugar en donde algún día estuvo ubicado el templo del hijo de David. —Déjeme contarle lo que creo que va a pasar —Buscó el azúcar en la alacena—. ¿Qué puede pasar?: Probablemente, algo parecido a lo que sucedió con los cristianos del Siglo IV cuando Constantino, emperador de Roma, se convirtió al cristianismo y lo situó en una posición privilegiada dentro del imperio. Se hizo entonces para todos más fácil ser cristiano que no serlo. ¿Cuál fue el resultado?: El nivel de exigencia moral de la filosofía cristiana se vino abajo. La congregación verdaderamente fiel vio amenazados sus más sinceros principios. Algunos seguidores incorruptibles de Jesús, aquéllos que vieron que en ese culto mediocre no podían aferrarse firmemente a las exigencias de su fe, decidieron apartarse del mundo y de la iglesia del mundo. Se recluyeron entonces en apartados monasterios porque, si no lo hacían, iban a tener que vivir entre el lodo de la hipocresía y la perversión, rechazados por todos, atacados por todo, y probablemente iban a caer en el abismo hacia el cual se estaba precipitando toda esa muchedumbre farisea abominable. Tal vez mañana, entre la oscuridad y el rechazo que les otorgará el mundo moderno, los verdaderos adoradores de Cristo llegarán a sentir algo parecido a lo que sintieron los cristianos del Siglo IV, van a percibir que su humana presencia ya no debe estar entre la masa corrupta. Nadie querrá escucharlos, ni siquiera sus familiares. La sociedad estará corroída, absolutamente podrida. Los cristianos auténticos serán detectados y repudiados por la multitud depravada. Debido además a que no querrán portar la marca de la bestia, porque el concepto auténticamente cristiano de sus palabras se hará evidente al oído del impío, y debido también a su rechazo abierto del sistema, rechazo que saltará también a la vista del corrupto, serán anulados digital y comercialmente, junto con su identidad oficial, su foto y su huella. Ni siquiera podrán trabajar para sobrevivir. En otras palabras, visto a través de la lente bancaria y crediticia de la burocracia oficial, sus tarjetas de seguridad social o cédulas de ciudadanía, con su retrato tomado de frente y la huella del índice de su mano derecha sobre el documento, no servirán para nada. Probablemente les serán retenidas y destruidas. — ¿No será entonces la marca de la bestia un microchip instalado en la frente o en la mano derecha del seguidor del anticristo? —Me manifesté asombrado, mirando el lomo de la Biblia que tenía yo en mis manos. —No lo creo —Mezcló el azúcar con el jugo entre una jarra de vidrio—. Eso sería muy obvio, y el Señor no le facilita así las cosas al impío. Y bien, al ser detectados, los verdaderos adoradores de Jesús serán humillados y torturados. Tendrán que aislarse para evitar ser desenmascarados y masacrados, como sucedió en la Roma antigua. Tendrán que buscar su propio monasterio, mas no será ése necesariamente un monasterio de piedra. Quizás simplemente buscarán una muralla detrás de su propia soledad, porque no olvide que los corazones almenados, los corazones fuertes cimentados sobre la roca de Jesucristo, son los
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mejores monasterios para el hombre sabio. De cualquier manera, su sufrimiento será inimaginable. Dice Mateo que el verdadero adorador deberá huir a la montaña y no volver a descender, si se encuentra en un lugar alto. Eso significa que hay que escapar del mundo: Ascender. Ese “ascender”, implica apartarse espiritualmente para no caer jamás. Para ese tiempo, Jesús ya habrá sido desmitificado. El grueso del sistema hedonista monetario se inclinará sin restricciones ante el anticristo. Se dispondrán a adorar la imagen tridimensional y aparentemente perfecta de un falso cristo. El planeta entero, en medio de la destrucción atmosférica, ecológica, moral y económica a la cual el hombre lo está llevando, aceptará otro evangelio, uno moderno, digitado por los esbirros de la bestia. El Evangelio verdadero, el de Jesús, habrá sido desechado, pues se habrá difundido a todo el mundo la mentira de que no era auténtico y de que en más de una oportunidad fue transformado y manipulado por la actitud doctrinaria de los popes de la iglesia. — ¿Es eso posible? ¿Pueden haber sido alterados los Evangelios de Jesús? — ¡No! —Fue la enfática respuesta del músico—. Y no precisamente porque nadie haya deseado nunca hacerlo. — ¿Por qué no, entonces? —Porque Jesús no ha permitido que eso suceda. Mire que éste es un concepto interesante que demanda mucha fe de parte del verdadero cristiano. ¡Los Evangelios de Jesús son inalterables! ¡Los torcidos sectarios que quisieron alterarlos, jamás pudieron hacerlo! Por eso optaron por escribir otros evangelios y otros cientos de best sellers, para llevar a cabo su satánica tarea, la de atacar de lleno el nombre de Jesús y así lograr engañar al mundo para hacerle creer a la gente a través de sus malignos escritos que el Maestro fue muchas cosas, mas no el Hijo de Dios ni Dios en sí mismo. —Esos son los Evangelios Gnósticos; los Apócrifos —Cerré la Biblia. —Exactamente. — ¿Y qué cree usted que va a pasar en el último instante de esta generación con los auténticos seguidores de Jesús, con esos muy contados cristianos que lograrán conservar su fe? —Ya le dije una parte de lo que creo que pasará —Se mostró sereno—. Pero quizás no me apoyé en lo que las Sagradas Escrituras dicen al respecto. Todo este concepto gira en torno a la colina donde fue construido el templo de Jerusalén, de la cual se dice iba a ser el lugar del sacrificio de Isaac y de la que a su vez los musulmanes dicen fue la roca desde la cual Mahoma ascendió al cielo. Este lugar ha sido centro de discordia doctrinal por muchos años, y lo será hasta el fin de los tiempos. Cuando emerja el desolador, el destructor del cual habla el profeta Daniel, cuando aparezca ese Asmodeo con su abominable muchedumbre, aquí la palabra “abominable” se refiere a todos los que utilizan el nombre de Jesús para fines aparentemente buenos pero detestables a los ojos del Señor, Jerusalén será rodeada para pulverización. Esa será la señal que aquéllos que aman a Jesús deben entender como el momento exacto para huir del mundo y no voltear ni por un segundo a mirar atrás, hacia ningún sitio que respire deleite y demonio, porque ese acontecimiento será seguido por su arrebatamiento y por la segunda venida del Hijo del Hombre.
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Lo vi respirar profundo. Lo vi relajarse aún más. Se sentó. Sirvió dos generosos vasos de cremoso jugo. Me alcanzó el mío. Cubrió luego con un platico la jarra del remanente, para guardárselo a Michael. Creí pensar que estaba satisfecho con lo que en ese instante la vida nos estaba brindando, allí, en su casa. Sin embargo, su actitud cambió como de la noche a la mañana en un segundo. Lo noté muy triste. Sus ojos se habían humedecido. Su mirada estaba ausente. — ¿Qué le preocupa? Volteó a mirarme. —Me preocupa mi pequeño hijo, y todo lo que él trae a la memoria. — ¿Todo lo que él trae a la memoria? —Sí. Todo lo que él trae a la memoria, es decir, todos los niños del mundo. A veces pienso que esa generación, la de los niños que están ahora en la edad de Michael, será la generación que viva las últimas profecías, al igual que sus hijos y nietos. Creer eso no me agrada en absoluto. No, porque van a sufrir mucho y no están preparados. Son muy contados los padres que hablan hoy acerca de Jesús con sus hijos. Sólo la borrachera, el despilfarro y la parranda, cuentan para la gran mayoría de los padres de hoy. Los niños que pertenecen a esos hogares están perdiendo su faro. No conocen a Jesús ni el Evangelio. Hacen parte de la masa inerte de los humanos que simpatizan con alguna religión porque es costumbre, como costumbre es también votar por los mismos gobernantes y políticos egocéntricos, corruptos y hedonistas, a sabiendas de que votar por ellos jamás cambiará la miseria social y moral del país. La política, el comercio y la religión, conforman el triángulo de la mentira y del engaño de este siglo: La trinidad de Satanás. No sé si usted haya conocido, en su trasegar por el mundo, pastores nobles o leales. Tal vez los hay, nadie está autorizado para decir que no. Sólo Jesús conoce el corazón de cada hombre. Pero se ha hecho evidente que muchos de los pastores de las iglesias modernas no tienen como su Dios a Jesús, sino al dinero. No les importa el corazón de sus hermanos ni el de los hijos de sus hermanos. Sólo su saldo bancario y su bolsillo cuentan. Ese engaño, profetizado y escrito hace miles de años, ese falso florecer de pastores y de iglesias que se enriquecen y crecen a costa de los que no son capaces de buscar a Jesús por sí mismos, hecho que fue claramente advertido en Mateo 24, es una de las señales del final de los tiempos. No obstante, los Verdaderos Adoradores del Señor estamos bien enterados de eso. Recuerde que de esos verdaderos adoradores es de quienes habló Jesús con la samaritana: “Créeme mujer –le dijo–, que llega la hora en que ustedes adorarán al Padre, sin tener que venir a este monte ni ir a Jerusalén”. —La escena del pozo, a las afueras de la ciudad samaritana de Sicar —lo interrumpí—. Juan, capítulo cuatro. A los ojos de Jesús, ni siquiera Jerusalén será jamás mejor templo de oración que el interior del corazón del adorador verdadero. —Sí. Ellos, los Verdaderos Adoradores del Señor, saben muy bien que en este siglo no es necesario ser parte de una iglesia y menos de una religión para ser salvos. Es mejor cristiano quien ama a Jesús en espíritu y en verdad, el que da amor y apoyo a quienes lo necesitan, que aquél que se congrega cada ocho días a cumplir con la práctica de una religión. “Se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si
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fuera posible, a los escogidos”. Yo le hago a usted una pregunta: ¿Engañarán los esbirros del comercio, los amigos de Satán, a los escogidos? —Por supuesto que no —Terminé mi jugo—. El Evangelio es claro y conciso. Y usted mismo lo ha subrayado: Los engañarán, si fuera posible. —Eso demuestra que Jesús no abandonará ni por un segundo a su verdadero pueblo —Terminó también el suyo—. El sufrimiento, la incertidumbre, la pobreza y la soledad serán enormes. Pero Él no nos abandonará. En tanto él se dirigía a su alcoba, llevando en una charola el vaso de jugo que había guardado para el pequeño maquinista, me puse a meditar sobre el papel que la tecnología y los medios de comunicación juegan en la propagación del engaño que, para obtener riqueza, están protagonizando la mayoría de los pastores de las iglesias falsas del mundo. Me pregunté entonces, en silencio: “¿Cómo es que estos cristianos que acuden a esas iglesias no parecen enterarse de que todos esos templos falsos, los que están creciendo como almacenes de cadena, ésos que no aceptan entre sus paredes a los indigentes, a los viciosos o a los desechables, no son lugares reales de oración y de humano apoyo en nombre de Jesucristo sino grandes multinacionales con guardaespaldas, auditores, mercantilistas y financistas? ¿No querrán estas gentes ingenuas abrir el libro de Ezequiel por un instante transparente, por un momento solitario, luego de una muy personal oración, y encontrar que, entregando ellos su alma a esas iglesias se están haciendo partícipes de uno de los errores que más exaspera al Señor, que es la abominación?”. Ezequiel escribe, profetizando acerca de esas iglesias modernas: “En toda cabeza de camino edificaste lugar alto e hiciste abominable tu hermosura, y te ofreciste a cuantos pasaban, y multiplicaste tus fornicaciones”.
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15 La visita El domingo asomó con el sol tras la silueta de las colinas del oriente. Antonio acababa de despertar de un sueño horrible. Se sentó sobre su cama por más de una hora, sudando frío y mirando a todo lado. No obstante, no logró materializar un foco real en la lente de su pensamiento. Vivía solo, en un apartamento diminuto propiedad de una prima, en un sector bohemio y azaroso del occidente de la capital. Se había separado del hogar de sus padres unos meses atrás, luego de creer que había sacado adelante su banda de son. Acababa de soñar hacia la madrugada, que su cuerpo estaba flotando en el vacío de un cielo lleno de nubes oscuras y que, frente a él, flotaba también, adheridos sus hilos de nylon al infinito, el enorme cristo de bronce de la capilla de Celeste. El sueño parecía ser sombrío pero hermoso hasta que, repentinamente, las formas y el contenido empezaron a curvarse, a degenerarse, inmersa la imagen entre una música muy triste. El cristo apareció a continuación sobre una segunda diapositiva, con su cabeza totalmente rapada. El vacío del cielo se abrió detrás de los hilos, y el crucifijo empezó a precipitarse hacia el abismo, hacia el fondo de un tártaro tenebroso y sin fin. Trató él entonces desesperadamente de aferrarlo en su sueño, de retenerlo, de no dejarlo caer, pero éste se escapó de sus manos y se fue diluyendo hacia la nada. El trino de los gorriones y el arrullo de las palomas comenzaban a llegar a sus oídos a través de la ventana abierta. Volvió a la realidad. Recordó a Dios —a Jesús—, pero no dijo nada. Simplemente, sus ojos se humedecieron sin consuelo ni palabra ni respuesta. Recordó también a sus padres. Se prometió ir a visitarlos ese mismo día antes del anochecer. Finalmente, evocó a Gina. Ella misma había reconocido durante el proceso judicial que había estado consumiendo droga, esencialmente cocaína, ese viernes de la muerte de su esposo y el jueves anterior, día en el cual había sido brutalmente golpeada y violada por el motociclista y por dos de los amigos de éste. Sin embargo, la mente de Antonio aún no asimilaba bien como un suceso irreparable aquel momento de locura y venganza en el cual la hermosa mujer destruyó su vida y terminó con la del hombre de la Harley. Siempre su corazón había creído poder algún día despertar y encontrar que todo había sido un mal sueño, una terrible pesadilla, como la que acababa de tener. No obstante, la realidad se mecía cada vez más gris sobre su cabeza, como una certeza, zigzagueaba en su memoria como un péndulo, como el péndulo de Poe, el de la cuchilla inmensa en su vaivén inexorable. Tomó una decisión. Iría a visitarla. Nadie se lo impediría. Además, Gina estaba esperando un bebé. ¿Suyo? Muy probablemente sí, suyo. Eso era cosa que aún no habían discutido los dos. Siendo así, ¿por qué no ir a visitarla ese domingo? No había ningún impedimento. Entonces, tomada la decisión, se levantó y se dirigió al baño. Se lavó despacio. Cuando salió de la ducha, evitó mirarse al espejo en tanto se cepillaba los dientes.
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Regresó a la alcoba. Se vistió sin lujos. Luego se preparó una taza de café negro endulzado con panela. Una hora más tarde, salió del aparta-estudio. Destino: la cárcel de mujeres del Buen Pastor. Esta sería su primera visita para Gina, exactamente quince días después de la sentencia de confinamiento. Las calles del barrio bohemio estaban solitarias cuando abandonó el bloque de apartamentos. Las almas de la mayoría de los jóvenes vecinos dormían sus borracheras incongruentes del viernes y sábado inmediatamente anteriores. Fin de semana. Nada parecía querer cambiar en la mediocridad del mundo. “Un mundo sin futuro ni esperanza”, pensó. Su fe se resquebrajaba a grandes pasos. El joven del seminario de los maristas, el que le cantaba a Jesús en latín, se desvanecía irremediablemente hacia la nada. Ni siquiera la guitarra que su madre le regalase algún día en San Juan estaba a la vista. Él hacía mucho tiempo la había despreciado y la había cambiado por una fabulosa, una nada criolla, una electroacústica que costaba muchos pesos. Todo lo que había sido parte de un pasado hermoso, humilde, sencillo, se había diluido quizás para siempre. Caminó un par de calles. Tomó un colectivo que lo dejaría a pocas cuadras de las instalaciones de la penitenciaría. El día empezó a oscurecerse. Eso lo llevó a recordar momentáneamente su escabroso sueño de la madrugada. Luego, al bajarse del vehículo —esquina de la Calle Ochenta con Cuarenta y Siete—, una llovizna con viento le empezó a golpear el rostro. Se ajustó la bufanda. Se apuntó fuerte la chaqueta. Nueve de la mañana, domingo, día de visita para los hombres que anhelaban ver a sus mujeres recluidas en prisión. A pocos metros de su destino observó que un buen número de visitantes alineaba ya frente al enorme portón marrón del centro carcelario. Una hora más tarde traspasó el puente de guardia del edificio de altos muros, luego de someterse al rigor de identificación, la huella dactilar, y a toda minucia que era parte del procedimiento de seguridad de la penitenciaría. Dos sellos le fueron puestos en el antebrazo derecho, uno que bosquejaba un par de árboles sosteniendo una hamaca y otro que era como el fantasma de un cangrejo. Sus documentos, celular, llaves y objetos personales, le fueron retenidos hasta el momento de la salida. Tan sólo le fue permitido entrar un enorme emparedado envuelto en polietileno transparente y una bolsa de jugo cuyo líquido también era visible, elementos frescos que había logrado comprar en una cigarrería ubicada a una cuadra de la entrada de la unidad preventiva. Caminó, relajado, hacia el interior de las instalaciones. Pronto se encontró en un corredor de piedra destapado y amplio, rodeado de árboles. Hacia el fondo de ese corredor estaban las canchas, y algunos de los patios de visita. Siguió desplazándose un poco más allá de la primera cancha. Allí se dispuso a esperar a Gina, sentado sobre una banca de ladrillo. Se dedicó a observar, con algo de conmiseración, a las internas que iban emergiendo desde el fondo de uno de los callejones de las celdas para encontrarse con sus visitantes. Unos minutos más tarde, una teniente de la guardia se le acercó. Lo condujo a otro de los patios, el de máxima seguridad. Allí se quedó él de pie, cerca de una esquina, a la espera de Gina.
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16 Una araña bajo el catre Era la una de la mañana del segundo domingo de reclusión. Las luces del pasillo seguían encendidas. La guardia jamás las apagaba. Gina no había logrado pegar los ojos para huir de la realidad, de su infranqueable realidad. Sentía ácido el aliento. Llevaba quince días encerrada en la prisión, quince días sin poder conciliar el sueño normalmente, quince días sin poder huir de los fantasmas del recuerdo. Se revolvió a uno y otro lado del catre que le servía de cama. Terminó nuevamente boca arriba, mirando hacia las manchas de humedad del techo de la celda, las cuales parecían ser enormes charcos de orina humana o espectros retenidos entre la piel de la argamasa. Sus compañeras de celda dormían profundamente. Su mano derecha entonces se posó sobre su vientre. Dos gruesos lagrimones le nublaron la mirada. El reflejo de las luces del pasillo titiló, entre las perlas de sal que escaparon de sus ojos verdes. “¿Por qué tengo que aguantar estas putas luces jodiendo entre mis malditas lágrimas? —Apretó un poco más su ombligo— ¡Algún día, bebé, nos iremos de esta marica pocilga! ¡No más órdenes! ¡No más gritos que perturben el olvido! ¡No más luces atormentando el llanto de mamá ni más guardias homosexuales o zorras lesbianas acechando detrás del olor de los orines de Gina!” Supo que tampoco había logrado conciliar el sueño en esa noche de sábado, y que no lograría conciliarlo hacia la madrugada del domingo. Sacó su cuerpo por el borde del catre. Dejó que su cabeza rapada colgase hacia el baldosín. De no haberle sido podado el primer día de reclusión, su cabello antes largo y hermoso habría alcanzado la epidermis del suelo. Se volteó sobre su cuerpo. Se dedicó a observar las sombras que yacían debajo del catre. Descubrió que había una araña enorme allí, al pie de sus zapatillas, quietita sobre el baldosín cual si ella sí pudiese dormir. “No recuerdo quién me dijo alguna vez —reflexionó de nuevo— que las arañas calman su sed con las lágrimas de las mujeres que han matado a un hombre. Ésta se ve tan fea, tan sedienta, tan oscura, como el barniz de un féretro. Pero se parece a mí, a mi cabeza raída, ¡tal vez también a mi jodida alma de puta! ¡Sólo le hace falta un par de ojos verdes inyectados en sangre y llanto para que sea el retrato que de mí pueda yo enviarle de regalo a la juez octogenaria que me sembró en este marica moridero!”. Se abandonó por un buen rato en esa posición, pensando en algo diferente, en cómo sería su bebé y, sin darse cuenta, se quedó dormida. A las cinco de la mañana, una sirena despertó a todo el mundo en el penal. Las internas tenían solamente unos minutos para hacer la cama y ducharse. Había que correr hacia las regaderas, las cuales quedaban más allá del corredor tras un cubículo de luces mortecinas esparcidas a lo largo del centro de los orinales. Gina se sentía ajena, pesada. El agua fría terminó por despertarla. Se vistió su ropa de domingo, nada elegante. Vino enseguida la misa, esa repetición de frases almacenadas entre una religión sin esperanza. Luego un caldo con molo
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de papa y una rebanada de pan. Más tarde, los oficios de rigor o los trabajos remunerados —labores de rancho y cocina—, los cuales eran asignados a las internas que corrían con la suerte de obtenerlos o a las que sobresalían por su servil disciplina o por su amistad con la guardia. A Gina le correspondía barrer y trapear los corredores del ala izquierda del penal. No había remuneración, pero para allá se dirigió. “Tal vez, sólo la puta muerte lo olvida todo —Se dedicó a lustrar la penumbra de los corredores y a acariciar su vientre—. Al fin y al cabo, no era para tanto, bebé. No era para que vinieses tan pronto. Mis amigas y yo sólo buscábamos follar y divertirnos. Pero parece que la cuerda floja de la rumba universitaria no perdona. Yo sólo quería experimentar con el sexo un poco, con la perica, con el baile, con Antonio o con cualquiera. Y mira, bebé, en donde hemos terminado”. Pasadas las nueve de la mañana, mientras miraba hacia la nada sentada al borde de su catre, se le anunció que tenía visita. Se estremeció. Su madre la había visitado el día anterior, sábado. Su padre no podía ser, porque hacía años había muerto en un accidente de aviación. Pero tenía que ser un hombre. La fiscalía había dispuesto que los visitantes de los domingos fuesen sólo hombres. Se encogió de hombros. ¡Se pasó un peine por la cabeza rapada! Luego, se encaminó al patio asignado para las internas del ala de máxima seguridad.
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17 La visita (2) Antonio vio venir hacia él a un fantasma de mujer en ropa de domingo. Era una Gina delgada, destrozada —sin cabello—, pálida como las alas de una nube gris, con sus ojos hundidos en las ojeras de color púrpura. Por un instante reptante, recordó él el mal sueño que había tenido hacia el amanecer. Cuando la tuvo cerca, luchó lo indecible por contenerse para no llorar. Avanzó dos pasos. La abrazó fuerte contra su pecho. Allí la retuvo por un par de minutos, con los ojos cerrados. Ella se dejó abrazar. Los dos temblaban. No decían nada. Luego se miraron a las pupilas largamente. Se sentaron sobre un borde transversal de cemento que sobresalía a sesenta centímetros de la base del ladrillal de la que venía a ser la pared más alta de la prisión. Gina fue la primera en romper la cuerda triste del silencio. — ¿No trajiste tu guitarra? —No, no la traje. ¿Te hubiera gustado que la trajera? —No sé —Se encogió ella de hombros, fríamente—. Ya ni siquiera sé lo que me gusta o lo que no me importa. ¿Para qué seguir mariqueando con las cosas? Además, es mejor que te alejes, Tony, que no vuelvas; que lo olvides. Tú sabes lo que dicen por ahí: “Ni para Dios, ni para el diablo”. Esa soy yo: Ni para un Dios que tal vez no existe, ni para el maldito demonio. —Gina, te traje un emparedado y un jugo. No me dejaron entrar nada más pero, si algo se te ofrece, dímelo, y dime cuándo puedo traértelo. —Gracias —No recibió el emparedado—. Ahora, escúchame, Tony. No quiero que te involucres más. Márchate. No quiero hacerte más daño. Perdóname por arruinarlo todo, pero debes saber que ya no puede existir un eslabón, ni el más pequeño eslabón, entre tú y yo. Ya no hay caso. ¡No quiero arrastrarte conmigo al infierno! — ¿Qué estás diciendo? ¿Qué es lo que tratas de decirme? Ella lo sacudió entonces suavemente por los hombros. Sus ojos se humedecieron. — ¡Escúchame! —Estalló, colocando sus manos a lado y lado del rostro del músico y sacudiendo fuerte su propia cabeza—. ¡Este bebé que estoy esperando no es tuyo! ¡Nunca lo fue! ¡Si por eso viniste, estás equivocado! ¡Ni siquiera yo sé de quién es! ¡Yo tan sólo soy una zorra perdida, y tú eres un soñador imbécil que te cruzaste en mi camino y me hiciste arruinarlo todo aún más de lo desbaratado que ya estaba! — Tú no eres nada de lo que estás diciendo, Gina. — ¡Sí, soy una perdida! ¡Una puta viciosa! ¡Y todo esto me está pasando por ser tan culipronta! Antonio le colocó suave pero firmemente el índice sobre los labios.
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—Yo sé que estás enojada conmigo y con el mundo entero —Intentó apaciguarla—. Yo sé que no estás diciendo lo que tu corazón realmente quisiera decir. Callaron por un instante. Las voces de las otras internas, y las de los pocos visitantes que estaban en ese patio en ese instante, se confundieron en un sólo e indeterminado murmullo con el rumor que llegaba desde la ciudad. —La diferencia entre estar viva o estar muerta no se siente aquí —Miró ella hacia el vacío—. Aquí, en esta prisión de mierda, tú no sabes si estás vivo o estás muerto, y tampoco sabes si los que caminan a tu lado son zombis o son demonios dementes. Cuando pierdes tu libertad, lo pierdes todo. Pero, ése es mi problema. ¿Recuerdas lo primero que te pedí cuando nos conocimos? —Jamás lo he borrado de mi memoria —Antonio presintió lo inesperado—. Me pediste que te olvidara en la madrugada. — ¡Exacto! ¡Eso fue lo que te pedí, y ahora te exijo que lo hagas! — ¡Pero ésta no es esa madrugada, y no está entre mis planes abandonarte! — ¡No me importa si es ésta esa hijueputa madrugada o el culo del anochecer! ¡Para mí ya no existe una diferencia! ¡Olvídame! —Aulló, bañada en llanto y fuera de sí. Luego, salió corriendo. La visita no había durado ni diez minutos. Antonio se quedó por otros diez, sentado sobre la saliente de piedra, inerte, confundido, desilusionado, triste como el ave que llega a la isla en busca de semillas y no encuentra sino guijarros. Se puso de pie. Se miró los sellos que dormitaban sobre su antebrazo —la hamaca y el fantasma de cangrejo. Luego caminó como un zombi más hacia la salida. Una interna de piel morena se cruzó en su camino. Antonio le puso en las manos el emparedado y la bolsa de jugo. Ella lo recibió, se encogió de hombros y siguió su camino.
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18 El hombre-cebra Continuaron con Son Ziguaraya, aunque no por mucho tiempo. Cada vez caían más bajo. Y no era que tuviesen un maleficio detrás de la espalda, ni era tampoco que alguien hubiese rezado la mala suerte sobre ellos. Era sencillamente que la música que hacían, y la forma como la hacían, los acercaba cada vez más al mundo y los alejaba más de Dios. Incluso George, el guitarrista rítmico y voz líder del grupo —quien no estuvo presente la noche de la tragedia en el bar del Son de los Grillos—, repetía casi a diario, y en cada escenario en que tocaban, su frase favorita: “¡El músico es Dios!”. Se la gritaba a su público, la escupía con soberbia, pues se sentía como un dios. Las mujeres jóvenes y las casadas libertinas, el trago y el vicio, empezaron a perseguirlos sin costo alguno. Sólo tenían que tocar su música para obtener lo que quisieran de sus clientes. Consecuentemente, cada nuevo contrato le ofrecía a Antonio un nuevo reto para echarse al bolsillo el mundo y un nuevo abismo para distanciarse aún más de Jesús. Su corazón se estaba precipitando poco a poco hacia el vacío en caída libre, aunque ni su alma ni su cuerpo eran ya libres para nada, y digo que su cuerpo no era libre porque ya él no podía dormir sin tener una mujer a un lado de su cama, cualquiera que esa mujer fuese, ni podía hacer nada con ella si no había al otro lado del colchón un litro de licor y un paquete de cigarros. Se acababa de enterar, además —triste acelerador de su desgracia—, que Gina había dado a luz a una niña, pero que la había obsequiado a un hogar que apoyaba de muchas formas a las madres solteras. La bebé entonces había terminado siendo adoptada por una pareja extranjera y había cruzado las fronteras del “jamás podré yo conocerte”, en brazos de sus nuevos padres. Un día de abril, en la mitad de sus desvaríos de bohemio, Antonio tuvo una experiencia áspera; violenta. Pero con esa experiencia se inició quizás la reprensión de Dios y su llamado al orden. Durante muchos años, cada vez que él recordaba los acontecimientos de ese Jueves Santo —lo que voy a narrar sucedió un jueves de la semana mayor católica—, se estremecía entre la inquietud y la vergüenza, y no podía evitar preguntarle a Dios en silencio: “¿Por qué razón Señor, siendo yo sólo un facineroso, me permitiste seguir viviendo aquella noche?”. Desde el mediodía había estado bebiendo cerveza con tres de sus músicos, los más viciosos de su mediocre grupo de son cubano, entre ellos George. Esa mediocridad de la banda nunca se dio, por supuesto, en el nivel musical de sus interpretaciones. Se dio, en el afán que sentían por la bebida, el vicio y la lujuria. Hacia las cuatro de la tarde cogió su guitarra. Estimulado anormalmente por las cervezas y el consumo, y ante el hallazgo de un particular arpegio sobre una progresión tonal en Si menor —arpegio que le abrió la imaginación como abre la tormenta los barrancos—, pidió papel y lápiz. Alguien le consiguió las dos cosas. Empezó entonces a escribir como un alienado, como si alguien le estuviese dictando, un son cuyas líricas terminaron criticando la hipocresía de las religiones
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que magnifican unos pocos días del año mientras masacran el corazón de los restantes —Meditación Tropical. Probablemente, para él nunca fue un secreto saber cómo fue que se atrevió ese día a tachar en su canción la ritualidad de la religión de la mayoría de la gente cuando sabía bien que, ante Dios, él no era más que un pobre diablo. Tal vez, me atrevo a pensar que en ese entonces y siempre él rechazó a aquéllos que fácilmente, y ante los ojos de quien sea, suelen subirse o apearse del bus de la religión. Quizás, siempre aborreció a los hombres-cebra (*), ésos de dos colores a la vez. No obstante, sé que jamás renegó de Jesús, que jamás lo atacó. Jamás tuvo un mal sentimiento hacia Él. Cuando sabía que andaba en malos pasos y pensaba en Él, agachaba la cabeza y huía con respeto de su recuerdo y de su nombre. Se escondía de Él como se esconde una rata que sabe que es observada por un ser inalcanzable pero letal. Mas, no lo aborrecía. Aborrecerlo no era posible en él. Se sabía absolutamente pecador, miserable, perdedor, enemigo de las doctrinas y de las apariencias, pero nunca llegó a irrespetar el nombre de Jesús. Sencillamente, evitaba hablar de Él pero, eso sí, se enojaba, se ponía furioso, con aquel que hablase mal o se burlase de Jesús en su presencia. Lo cierto es que, en la tarde de ese Jueves Santo, cuando el son que estaba escribiendo estuvo terminado, él y sus músicos decidieron salir a festejar. Se propusieron ir a buscar los tragos que pagasen por su canto irreverente. Emergieron del apartamento cargando sólo unos pocos instrumentos, nada de amplificación. Quince minutos después, dejaron atrás el centro de la ciudad. Se metieron en una calle del Santafé, uno de los barrios de madriguera que se destacaba por el vicio, el robo, la prostitución y la perdición. Sólo a unas pocas cuadras abajo de la Avenida Caracas, se toparon con su golpe de suerte. Descubrieron que un grupo de hombres y mujeres oriundos de la costa y relativamente jóvenes había armado una bulliciosa parranda en una casa de una calle lóbrega; premonitoria. Nada importaba dónde, o con quién. Los bares estaban cerrados ese día. No había trabajo para los músicos, y ellos eran músicos. Necesitaban seguir bebiendo. Los de la fiesta reconocieron a Machado, tercer percusionista y flauta traversa de Son Ziguaraya, quien años atrás había participado en la grabación del primer LP ̶ larga duración─ del Grupo Niche de Cali. Él se sintió orgulloso, le agradó que lo reconocieran. Presentó entonces a Antonio y a George a los caribeños. Éstos, también se sintieron halagados. No dudaron en invitarlos a participar de su jolgorio. Lloviznaba perezosamente sobre la ciudad. Los soneros se metieron a la rumba. Se tomaron los primeros tragos. Se fueron acomodando. Pasaron los minutos, entre charla y compases de vallenato. Al cabo de media hora, los anfitriones les pidieron que tocaran algo. Ellos así lo hicieron. A los otros les gustó. Incluso, Antonio se atrevió, letra en mano, a estrenar el sonsito compuesto en la mañana. Los caribeños lo aplaudieron, sin reserva. Le pidieron que lo repitiera. Empezaron a agasajarlo con respeto. Le brindaron más trago. Lo dejaron descansar. Colocaron otro vallenato. Lo instigaron a que sacase a bailar a cualquiera de las jóvenes allí presentes. Él así lo hizo. La música del estéreo empezó a estremecer las paredes de la sala y los cimientos de las nebulosas calles de aquel barrio.
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Cerca de la medianoche, nunca supo Antonio exactamente por qué — aunque llegó a creer que quizás fue porque se sintió envalentonado por los aguardientes y el consumo—, decidió involucrarse allí mismo, en el baño, con la amante de uno de los capos de la fiesta. Al hacerlo, selló algo así como su sentencia de muerte. Fue entonces que, antes de que pudiese dar rienda suelta al segundo de sus vicios, a la manera del infame depredador o carroñero en el cual se estaba convirtiendo, entre todos los varones de la rumba lo sacaron del orinal a la calle a puntapiés. Por supuesto que él nunca supo qué sucedió con la amante del capo. Tal vez la golpearon ahí mismo, en el baño, pero sí supo con certeza que los que lo habían sacado a la calle sumaban más de ocho. Uno de ellos estaba fuertemente armado. — ¡Esperáte a que te ponga un bailao de knock down para que aprendás a respetar a la mujer de un costeño, cachaco marica! —Le gritó el primero que se le enfrentó, en tanto los otros formaban un ruedo entre aullidos y risas, parafraseando muy de cerca el comportamiento de los asistentes al coliseo romano, siglos atrás. En la mitad del viaje de su mente hacia el fondo de un chorro acelerado de adrenalina, Antonio dio rápida cuenta de este primer luchador. Entonces, a ése se le unió un segundo, luego un tercero, luego un cuarto. El músico empezó a morder el pavimento. Machado y George, al ver que la trifulca estaba como desigual, salieron a perderse. Se llevaron consigo sus instrumentos, aunque no la guitarra del ex-seminarista. Éste, supo que había quedado solo. No obstante, trató de defenderse hasta donde pudo, pero, a los pocos minutos, extenuado, exigido al máximo de su fortaleza física, empezó a arrastrase por un suelo que había quedado húmedo y brillante, gracias a la llovizna de las siete horas inmediatamente anteriores. Un revólver emergió frente a su cara. — ¡Ahora sí que te vas a morir, casanova maricón! —El celoso capo levantó el brazo. Trazó en el aire un arco, y le asestó un golpe en la cabeza, con la cacha del arma. Antonio asimiló el ramalazo de la peor manera. Sintió explotar su cráneo. Temió lo peor. Quiso decir algo, pero comenzó a recibir patadas provenientes de todo lado. Una de ellas se estremeció contra su pecho. Otra le reventó un oído. Los insultos también llovían. Él, sólo pensaba en escapar como fuera. De pronto, sintió un golpe espantoso contra su nariz, tal vez asestado con una bota militar. Escuchó el traquear de su tabique. El hueso quedó partido hacia el costado derecho de la cara. Vio luces, entre el nubarrón de sus ya escasos pensamientos. Continuó arrastrándose. Entonces, respirando la adrenalina que le quedaba, agachó la cabeza lo que más pudo y, de un solo jalón, se colocó el parapeto nasal de nuevo en su sitio. Fue ese un primer movimiento reflejo de supervivencia que no tardó sino un par de segundos, pero que le inyectó una nueva dosis de hemostático. Alzó el rostro, bañado en sangre. Evitó pensar que la vista se le estaba nublando aceleradamente. Y entonces, en ese segundo movimiento que hizo el destello de su instinto hacia la persistencia, buscando quizás una salida milagrosa, una remota huida, alcanzó a distinguir, por entre las piernas de sus atacantes y a tan sólo unos diez metros de distancia de su cuerpo, una enorme
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cruz de metal dorado que estaba soldada sobre las varillas del centro de la puerta de lo que parecía ser un templo de oración. ¡Allí, en esa calle! Esta última diapositiva — ¡Un templo de oración en esa calle! —lo bañó de esperanza. Recordó en un fugaz pensamiento al cristo de bronce, y sólo pensó: “Jesús, Dios mío, ¡sálvame!” Nunca supo cómo logró eludir el círculo de piernas que lo seguían pateando. Nunca recordó tampoco si corrió o si voló, nunca lo supo. Pero escapó, y se hizo a la idea de que muy probablemente el Señor lo había escuchado y le había concedido una vez más la oportunidad de seguir viviendo. Sin embargo, no le agradeció como debió haberlo hecho. Pronto continuó con su vida de perdición. Dos años más tarde, escuchó por ahí decir que la amante del capo de la rumba, la de su aventura fugaz en el baño, había sido asesinada violentamente en ese mismo barrio. No obstante, escuchar esto no alteró gran cosa su comportamiento porque, en aquella época de indiferencia moral por la que su corazón estaba deambulando, nada era relevante. Tan sólo atinó a pensar que si la habían matado era un pesar pero que, al fin y al cabo, ella nada había significado para su cuerpo o para su recuerdo, ni por el más pequeño instante. A los pocos meses, se deshizo la banda. La violencia parecía perseguirlos o, la verdad sea dicha, sus bajos hábitos llamaban la violencia. Fue así como, Machado, el Niche de la Cali de la salsa de los ochenta, sufrió una noche daños irreparables en su columna vertebral en un accidente automovilístico. Quedó limitado a una silla de ruedas. Se tuvo que alejar de la música del mundo. Se dice que se compró un piano y se aisló de lleno en su apartamento del barrio Santafé. Se decía también que abandonó su mal camino. Antonio se sintió muy mal, quizás culpable, al escuchar lo del accidente. Sin embargo, no fue a visitarlo inmediatamente porque aún no le había podido perdonar el que lo hubiese abandonado a su suerte durante la paliza de aquel Jueves Santo. Jamás entonces volvió a verlo a pesar de que, siete años después de la tragedia, cuando se dio cuenta de que hacía mucho tiempo lo había perdonado, intentó ubicarlo en la casa donde lo había conocido. Pero jamás logró encontrarlo. Nadie pudo dar el más pequeño indicio de hacia dónde se había mudado el percusionista. Por su parte, los cubanos que habían hecho parte de la banda, salieron huyendo del lado de sus camaradas colombianos. Nunca más quisieron volver a tocar con: “Ese grupo de drogos dementes” —eso fue lo que dijeron. No obstante, a George sí lo volvió Antonio a ver un par de veces, luego de la disolución de Son Ziguaraya. Las circunstancias de esos dos encuentros hacen parte de otra muy extraña historia. George, el de la voz magnífica —el “músico dios”—, el sonero barranquillero cuya voz lo habría podido convertir en el líder de cualquiera de las mejores orquestas de Cuba o Puerto Rico, y cuya figura habría podido llegar a alternar con grandes ídolos del mundo hasta encumbrarse aún más en su nube de soberbia, hace parte de otra muy extraña historia. * El concepto del “hombre-cebra” —limpio por fuera y sucio por dentro, blanco y negro al mismo tiempo—, lo plasmó él luego en “La barca de plata”, otro de sus sones.
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19 Girasoles gigantes Una tarde en mitad de semana, después de un almuerzo muy frugal — ensalada de atún, pan y leche—, Antonio me comunicó que tenía que salir hasta la localidad de Suba. Necesitaba comprar materiales para elaborar los discos que llevaría al mercado el domingo siguiente. Unas horas antes, él y el niño habían protagonizado frente a mí una escena que no podría yo jamás dejar fuera de esta narración: Estábamos los tres en el jardín de la casa, podando y limpiando la mata de mora y regando los helechos y las flores. Michael ayudaba, jugando con la tierra, y llenando y vaciando una pequeña caneca de agua. En el instante en el cual consideró que la actividad ya estaba terminada, el músico se encaminó hacia la puerta de color marrón que daba a los terrenos ubicados detrás de la vivienda. Llamó a su hijo. Luego me hizo una seña para que los siguiera. —Venga —Sonrió, cuando estuve a su lado—. Pienso que nos hace falta caminar un poco y estirar las piernas, ¿no cree? Hay todo un sendero ante nosotros, el cual pide ser recorrido antes del mediodía. Efectivamente, y como lo describí con anterioridad, la puerta angosta de madera del jardín posterior de la casa daba hacia la puesta del sol. Un poco más allá, el paso intermitente de los caminantes había trazado un sendero entre el declive de dos colinas gemelas y enanas, el cual serpenteaba hacia un pequeño riachuelo que estaba bordeado por sauces y juncos, oasis del cual también ya hablé. Empezamos entonces los tres a caminar por ese sendero. De pronto, Michael se detuvo, no muy lejos de una cerca de alambre detrás de la cual se erguía media docena de girasoles gigantes que yo antes no había visto allí. Probablemente, habían crecido en los últimos días. El niño se dirigió hacia la cerca. Lo seguimos. Colocó sus manos, con cuidado, sobre uno de los alambres de púa. Se puso a mirar sin el menor afán el hermoso grupo de flores. — ¿Papá, por qué estas flores son tan grandes? Antonio se acercó a él. —Son girasoles, hijo. El girasol es una hierba anual. En su más alto alcance, la planta puede llegar a medir hasta tres metros. Además, el gran capítulo del girasol… — ¿Qué quiere decir capítulo? —Interrumpió el pequeño. —El capítulo, es la flor. Ella puede llegar a medir unos setenta centímetros de diámetro, según la especie. Estos girasoles que estás viendo miden más de un metro de alto, y la flor mide aproximadamente cuarenta centímetros. Son descomunales, ¿no te parece? Michael se quedó por otro instante mirando con natural arrobo hacia las bellas hojas de amarillo alterno y de corazón áspero y velloso. — ¿Por qué se llaman girasoles? —Porque se van orientando naturalmente hacia el sol, van girando hacia él, a medida que se desarrollan, y así se mantienen hasta que mueren. Sin
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embargo, esa inclinación del capítulo del girasol hacia un punto determinado del universo no es cosa del azar. Es una parte de una sabia paradoja de la naturaleza. En el girasol, es el tallo el que experimenta la iluminación desigual que la flor recibe. La parte sombreada de ese tallo, aquélla que no recibe la luz del sol constantemente, ésa crece más rápidamente. El girasol se inclina entonces sobre la parte débil de su tallo para mirar permanentemente hacia su estrella, que es el sol. — ¡Me gustaría ser un girasol gigante! —Nosotros somos como girasoles gigantes. Somos los girasoles de Jesús. Jesús es nuestro sol. Hacia Él giramos para trascender. Ante Él doblegamos nuestras debilidades. A Él es a quien estamos mirando día a día. En Él nos estamos cobijando. Jesús es ese punto grandioso del universo hacia el cual nos hemos inclinado, desde el día en el cual decidimos amarle para siempre. El niño miró a su padre con amor. — ¿Puedo llevar a casa un girasol de éstos? —No lo creo, hijo. Estos girasoles no son nuestros. Mira que están detrás de esa cerca. No nos pertenecen. Además, allí donde están, esas flores son felices. En casa morirían pronto. Sin embargo, algún día tendrás tu propio girasol, si el Señor Dios así nos lo permite. Esa tarde, Antonio se dirigió hacia Suba con el niño, para comprar las cajas, los discos y la papelería que necesitaba para imprimir sus carátulas y elaborar sus discos. De paso, le compró una réplica sintética pero fiel de un girasol de un metro de alto por treinta centímetros de diámetro. — ¿Quiere acompañarnos? —Me había preguntado en el momento de salir hacia allá. —Quisiera trabajar un rato en el libro. —Entonces, no es necesario que nos acompañe. —Magnífico. ¿Puedo utilizar su computador? —Haga de cuenta que es el suyo, y que el Señor Dios lo ilumine en sus escritos. Le agradecí la confianza. Le deseé también bendiciones. Lo vi terciarse un maletín al hombro y salir sin prisa, llevando de la mano al pequeño maquinista. Me puse entonces a trabajar inmediatamente, luego de una corta oración. El procesador estaba allí, en un rincón de la salita. Formaba el esquema de una escuadra, con el equipo de amplificación y grabación de Antonio. Busqué entre mis cosas el disco del Jinete de Luz, aquél que había adquirido en la plazoleta del mercado. Lo puse a sonar a un volumen moderado. Me dediqué a escribir. A la media hora de labor, sonó el teléfono. Era la voz de una mujer joven. Preguntaba por el músico. —No se encuentra en este momento —Alisté un trozo de papel para registrar la llamada—. ¿Quiere usted dejarle algún mensaje? —Tome nota por favor —sugirió ella—. Dígale que sí se le pudo asignar un turno de cirugía para el día y la hora que con él se discutió en la oficina de autorizaciones, eso es, el viernes veintidós de mayo, a las cuatro de la tarde. Anoté los datos.
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—Veintidós de mayo, viernes, cuatro de la tarde —repetí, mientras escribía—. ¿De dónde lo llaman? —De la Clínica Navarra. —Perfecto. Le daré su mensaje apenas llegue, señora. Gracias. —Gracias a usted, caballero. Regresé a mi trabajo. Me puse a revisar lo que hasta ese instante había digitado. El disco corría más o menos por la séptima canción —El eco del mar—, un son sencillo pero profundo que hablaba de las lecciones que la vida nos escribe en el alma, aquéllas que se vuelven libro sabio al final de la jornada sobre el planeta. Pensé por un instante en la llamada de la clínica. También pensé, o me pregunté más bien, por qué el músico y la mamá de Michael no vivían juntos, y por qué ella no llamaba a diario, o por qué él no la llamaba. Necesitaba resolver estos interrogantes. No quería dejar baches en el libro. Continué con la revisión. Dos horas más tarde, Antonio estaba de vuelta, pero sin el niño. Lo había dejado en casa de la abuelita por esa noche, a pedido de ella. Sin embargo, se veía tranquilo, resplandeciente. Saludó alegre, al llegar. Descargó el maletín a un costado del sofá. Se sentó. — ¿Cómo va el proyecto? —Va bien —Le alcancé el papel con la nota de la llamada—. Tiene un mensaje de la Clínica Navarra. Él recibió el papel, pero no lo leyó inmediatamente. —Entonces, llamaron de la clínica —Deslizó las palabras con marcada indiferencia. —Sí. Hace dos horas. Tiene su cirugía el viernes veintidós de mayo, a las cuatro de la tarde. —Sí. Eso fue lo que se acordó en la oficina de autorizaciones de la clínica. —Eso mismo dijo la señora que llamó —No dejaba yo de enfocar sus ojos. Sostuvo mi mirada, con una brizna de reserva. — ¿Es necesario que en el libro aparezca todo lo que guarda mi corazón? —Se puso de pie y se encaminó despacio hacia la puerta que daba al patio—. Pero no me responda todavía. Permítame ir primero a la cocina. A los pocos minutos regresó. Traía dos tazas de humeante café negro endulzado con panela. —Hace tres años me diagnosticaron cáncer —Se sentó de nuevo—. Para mí, esa no fue una noticia inconexa o inesperada. Por el contrario, hoy pienso que lo acepté sin protestar. Necesitaba algo parecido, algo así como un jalón de orejas drástico, de parte de mi Señor Dios. Mi filosofía en ese entonces aún distaba mucho de ser la de los conceptos inamovibles que ahora poseo. Sin embargo, ese día, la realidad se me antojó particularmente tensa, fría. La reflexión empezó a querer proyectarme hacia un abismo anormal. Traté de asimilar el diagnóstico. Deseé estar solo. Agaché la cabeza y salí del consultorio. En tanto bajaba por las escalinatas del edificio del hospital universitario, pensé en Michael. Él tenía tan sólo dos años de edad. No vivía conmigo, vivía con la mamá. Pensé en su futuro. Me estremecí, al recordar que aún no le había hablado de Jesús. Me hice a la idea de que la vida parecía querer empezar a cobrarme de contado ciertas deudas, en el preciso momento en el cual yo necesitaba de todas mis fuerzas. Caminé
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largamente, atolondrado, y hacia ninguna parte. Le di libertad a ese río de lágrimas que había estado aullando por salir de mi ser. Deambulé, ocultando mi cara, arrastrando mis sollozos y ahogando en el aire todo asomo de esperanza. Creí estar deseando morir ya. Creí oportuno solamente llegar a casa de la mamá de Michael para abrazar a mi pequeño hijo, en son de despedida. Creí también no tener sino un mar de sombras frente a mí, algo así como una confusión irreparable y un final oscuro para el mediocre desempeño de mi vida. Es obvio que no conocía yo aún al verdadero Jesús. Entonces, sucedió algo hermoso, allí, en esa calle. Visualicé una luz flotando exactamente allí, sobre la superficie del asfalto sobre el cual mis piernas continuaban tambaleándose. Pero no era esa luz el reflejo de una luz de semáforo. No era esa clase de luz que pudiese estar siendo transportada en el aire, a través de los ojos y hasta el cerebro. No. Ésa era una luz completamente diferente, envolvente, inmaterial. Era esa Luz que llena de esperanza a los desesperados, a los condenados a muerte, a los suicidas. Era aquella Luz que no proyecta líneas ni sombras. Era esa Luz sin tiempo, la Luz que viene del Cielo sin viajar por el espacio —la Luz de Jesucristo. Esa Luz yo no la había percibido ni siquiera cuando niño, cuando escapaba solo a la capilla del seminario para cantarle al cristo de bronce, o cuando me abstraía —en medio de mi participación en las misas en latín—, haciendo la primera voz en los coros del hermano Samuel. Hizo una pausa. Se puso de pie. Encendió la lámpara de la sala. La noche ya estaba colgando sus primeras guirnaldas sobre el firmamento. —Visualicé el rostro de Jesús, al final de mi laberinto esa mañana — continuó, sin sentarse—. Y en seguida, mi espíritu y mi mente decidieron iniciar una limpieza radical sobre mi cuerpo y mis sentidos. Caminé hasta la casa donde vivía Ana, la madre de Michael. Alcé a mi hijo. Lo estreché con todas mis fuerzas, sin decir nada. Sentí su vida latir contra mi pecho. Deseé fervientemente ser parte total de esa vida y hacerlo parte total de la mía. Recordé entonces que ésa no era la primera vez que el Señor me reprendía, pero supe con certeza que era la última. Supe también que no podía dejar pasar ese episodio de mi existencia sin tomar en cuenta lo que realmente significaba. Decidí al instante cambiar mi comportamiento para siempre. Mi pequeño hijo sería mi testigo y mi segundo motor. El primer motor sería, por supuesto, Jesús mismo. Resolví poner mis días en las manos de Dios y dejar para siempre vicios, lujuria, bohemia, odio, envidia, ambición, maldiciones, y palabras soeces. Determiné luchar contra todo patrón de vida disoluta y abandonar completamente a todo hombre, mujer o elemento que rechazasen o intentasen coartar mi propósito. Decidí no volver a cantarle al mundo. Dictaminé, como principio absoluto del renacer de mi vida, que de allí en adelante solamente le cantaría a Jesús, tal y como le había prometido cuando era sólo un niño. Se encaminó hacia mí. Cogió de mi mano la taza vacía. La dejó sobre la mesita lateral. No volvió a sentarse. —Supongo que la cirugía del veintidós de mayo apunta a ese cáncer —me aventuré a decir. —Sí. Sin embargo, mire que yo ya ni me acordaba de esa cirugía. La solicité hace tanto tiempo, que ya se me estaba olvidando. — ¿Qué tipo de cirugía era?
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—Una orquiectomía simple. ¿Ha oído usted hablar de ese procedimiento? —Me temo que no. ¿De qué se trata? —Extirpación de los testículos. Es una medida radical. Al eliminar los testículos, cesa la producción de hormona masculina, que es el factor que incrementa el nivel de células cancerígenas en la próstata. No hay más erección. No hay eyaculación. No hay procreación. La función sexual normal es coartada brutal e irreversiblemente. Me removí sobre mi asiento. Pensé que uno de los conceptos que él acababa de utilizar —la brutalidad—, era el más adecuado para describir semejante procedimiento. — ¡Absolutamente brutal! —Observé entonces—. ¿Y usted pensaba someterse a eso? —Divagué por unos días sobre la idea. Tal vez quería reprender mi cuerpo de una manera torpe, medieval. Ahora pienso que estaba enajenado, al pensar así. Sin duda alguna, fue Jesús quien me puso en el corazón un pensamiento diferente, una reflexión claramente cristiana, y decidí olvidarme de la cirugía y del autocastigo. Resolví entonces guardarme lejos de los deseos ociosos de la carne, pero a través de un proceso diferente: el de la voluntad. Logré, gracias a esa decisión final, conservar completo mi cuerpo, tal y como el Señor me lo concedió. Paralelamente, antepuse un desafío a los vacíos de mi fe. —El eunuco, por causa del reino de los Cielos —Sonó mi voz, en un claro murmullo. —Exactamente. Sin embargo, así, en la forma como estoy sanando mi cuerpo y mi alma ahora, con fe, con el metal de la voluntad y con amor real hacia Jesús, sin cirugías brutales, la lucha contra el yugo de la carne y contra el cáncer mismo sólo terminará en el momento mismo de la muerte. — ¿Y cómo ha estado controlando la propagación de ese cáncer? —Con fe en Jesucristo y en la decisión de su voluntad sobre mi vida. —Eso está bien, pero, ¿qué va a ser de su relación con la mamá de Michael? Me miró, sorprendido. Luego miró hacia el suelo. Alcanzó a fruncir el ceño. Sus ojos se humedecieron ligeramente. —Me invade de pronto la tristeza, cuando pienso que ella tiene muy arraigados los lineamientos de su alma, y las necesidades de su cuerpo. Intentar imaginar lo que será su futuro espiritual no es tarea fácil. Orar por su encuentro con Jesús, es lo único que me queda por hacer. Soy el menos llamado a perturbarla en sus decisiones. Lo que ella vio de mí cuando nos conocimos, un par de años antes de nacer Michael, no le permitirá fácilmente visualizar lo que ahora he adoptado para mi alma. Me ha escuchado cantarle a Jesús y me ha oído hablar de Él, pero eso no la conmueve. Nunca creerá que lo que Él operó en mi espíritu es algo que no tiene camino de retorno en la vida. Por eso la he dejado en manos del Redentor. Yo sé que Él obrará en su corazón. No obstante, Michael sí que es el foco de una de mis más apremiantes inquietudes. A sus cinco años, como usted se habrá ya dado cuenta, el niño nombra a Jesús con mucha ternura, con mucho amor, como yo le he enseñado a hacerlo. Le canta, y luego de que le canta me pregunta dónde está Él. A veces me lo nombra, sin que yo le haya propuesto el
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tema. Otras veces me pregunta cómo es Él. A menudo me da a entender que sabe que yo amo a Michael, pero que sabe también que amo mucho más a Jesús y, para mi asombro, de cuando en cuando me llama y me dice que lo está viendo caminar a mi lado. Puede esto último ser parte de su fantasía, puede ser parte de su realidad, no puedo asegurarlo, pero sí sé que no quiero perder de vista a mi hijo jamás, como tampoco lo descuidaré, no sea que de pronto pierda él de vista a Jesucristo. De otra parte, usted sabe bien que es necesario aceptar que el niño comparta el mundo de Ana, pues yo no soy quién, para coartarles el hecho de que se vean y se quieran como madre e hijo que son. Ella es una buena madre, pero ya no es parte de mi vida ni yo parte de la suya. Ella sólo es parte de mis oraciones. Por eso jamás olvidaré aquella noche en la cual Michael, mirando hacia las pocas estrellas que asomaban sobre nosotros en el firmamento, sentados los dos en la banca de un parque, puso su mano en la mía y me dijo: —Si alguna vez llego a ver una estrella fugaz, pediré un deseo, uno solo. — ¿Qué deseo es ése? —Dejé escapar mi curiosidad, sin dejar de mirarlo a los ojos. —Pediré que mi mamá conozca a Jesús antes de morir.
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18 Viernes híbrido George —apodado El Barranquillero— había llegado a convertirse en una de las personas más controvertidas que jamás Antonio hubiese conocido. Dios no existía en su mente. Dios no existía en su alma. Tal vez jamás había existido Dios para él, ni en su niñez ni en sus sueños. Él era su propio dios. Faltando sólo unos días para que se desintegrase la banda —luego del accidente de Machado—, el currambero adquirió un vicio más: el juego de cartas. En el proceso de búsqueda de satisfacción para su nuevo desenfreno, ya había perdido una buena cantidad de dinero, dinero de su familia y dinero de lo que le reportaba cada contrato que obtenían con la banda. Y los contratos cada vez escaseaban más. Una noche de un viernes, luego de haber hecho unos pesos tocando con algunos de sus músicos en una tasca de La Candelaria —al oriente de la capital—, decidió meterse a una casa de juego que quedaba por allí. Nadie nunca supo cómo fue, o qué pasó, pero lo cierto es que esa noche empezó a tener suerte con las cartas como jamás antes le había sucedido. Antonio había estado a su lado por un par de horas, viéndolo ganar. George le había pedido que lo acompañase. Sin embargo, a las dos de la mañana el tiempo de Antonio se cumplió. Se despidió, y se fue para su apartamento a encontrarse con una joven estilista con la cual ya había acordado cita para dormir y para beberse el resto de la noche. El barranquillero entonces se quedó solo en el casino, frente a sus perdedores. A las tres, el lugar empezó a cerrar sus puertas. El administrador apagó las luces que daban a la calle. Sin embargo, algunos jugadores continuaron apostando. La suerte siguió tocando una buena tonada para él por otro par de horas. Salió de allí a eso de las cuatro y media. Había dejado su auto —un Renault azul— en un parqueadero cercano, a dos cuadras del casino. Era ésta una de esas noches mestizas, de ésas que guardan fantasmas de carne y hueso entre la penumbra. No obstante, él no pensó en nada de eso. Acababa de embolsarse un par de millones, nada mala razón como para no poder ignorar los miedos o para no poder dirigirse contento hacia el aparcadero. Mientras avanzaba, empezó a silbar una de sus salsitas preferidas —el Juanito Alimaña, de Héctor Lavoe. En un delicado y lejano sonar de violonchelo, el viento murmuró al mismo tiempo otra canción, una de grises premoniciones. Sonrió. Pensó en María Victoria, su amante, cantante nada famosa pero también hundida en otros tantos vicios, como él. Dio por descontado que ella estaría esperándolo con más de una sorpresa, entre las paredes de su aposento, allá, en un barrio del occidente de Bogotá. Su cerebro de músico del montón empezó a trazar entonces esquemas de morbo y alucinación a cada paso. No obstante, esos esquemas de carne y perico jamás se materializaron esa noche. Todo empezó cuando un extraño taconeo se adhirió a sus pasos y a sus delirios, desde el eco de la percusión del pavimento.
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— ¡Entonces qué, ruiseñor! —La voz era áspera. Le interrumpió la música virtual y los pensamientos—. ¿Silbándole cositas a la noche? Sintió de repente helada su sangre. Lo envolvió el peor de los presentimientos. También sintió el frío de la boca de un revólver en la nuca. Levantó la mirada. Se desentendió de los sueños. Despertó en el momento más crudo que iba a vivir su mediocre realidad. Eran cinco los malandros, cinco, con aliento a bazuco y yerba. Cuatro lo rodeaban, dos de ellos con enormes patecabras, los otros dos con armamento pesado. El quinto atalayaba desde la esquina. Simplemente, se habían materializado allí, entre el concierto de sus pasos sobre los adoquines de cemento, como eyectados desde las sombras. — ¿Será desgraciadamente remoto aspirar a obtener una contribución metálica para Carne Asada y sus pobres cofrades? — La voz seguía siendo áspera, la de un moreno alto, desencajado y macizo, pero aún joven. Lo había rodeado, constriñéndole el abdomen con su revólver niquelado. —Acabo de perder todo mi dinero en el casino —George intentó mostrarse tranquilo. — ¡Las malas lenguas vaticinan lo contrario, Pinocho! —Gritó el segundo de los maleantes, parándose a su espalda para asegurarlo por el cuello. Luego le haló la nariz con dos de los dedos de su mano izquierda, mientras que con la derecha le colocaba sutilmente el filo del puñal contra la garganta—. Me dicen La Guagua, amigo. Eso significa que yo encarno la muerte. Y hemos observado que a ti te apasiona cantar Juanito Alimaña. ¿No te gustaría que Carne Asada, El Gato y yo te la coreografiáramos con todos los juguetes? “La calle es una selva de cemento —pensó el cantante sin habérselo propuesto, al escuchar el nombre de la canción de Lavoe que él había venido silbando—. Ya no hay quien salga loco de contento, dondequiera te espera lo peor.” — ¿En qué calzoncillo va la guita que coronaste, perro? —Silabeó el moreno, en tanto los otros dos empezaban a romper los bolsillos del jean de su presa. El canto ácido de las voces fétidas de los maleantes se incrustó para siempre en su memoria. Sabía que nunca había sido un valiente. Por el contrario, sabía que era un hombre grande en estatura, pero cobarde en la escena. Lo había demostrado aquella noche de la paliza que los caribeños le propinaron a Antonio. Sin embargo, sacó coraje desde algún rincón de su soberbia. Echó un par de madrazos y otro igual número de maldiciones. Agitó piernas y brazos, pero con ello sólo logró abrir la bolsa de los malabares que precipitaron su mala carrera de músico a la basura. Arduo o, más que arduo, imposible, le fue olvidar las caras nebulosas, los asquerosos eructos, los apodos, las voces sincopadas. Inútil le fue maldecir y suplicar allí, mientras lo apuñaleaban sin compasión y le sacaban el dinero y el samsung de entre los calzoncillos. Salieron a perderse, dándolo por muerto. El extraño taconeo que minutos antes había abierto los efectos sonoros del tinglado, se repitió raudo, alejándose. Luego, todo empezó a desvanecerse hacia la nada sobre el corcel del carruaje de los segundos. George empezó a botar sangre de su brazo derecho, de la vecindad del esternón, de su garganta y de su espalda, como leche bota una madre desde su
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dulce grifo. Se arrastró como pudo, como gozque masacrado, tratando de cubrir la media cuadra que le quedaba para llegar al parqueadero. Se dio cuenta entonces que había recibido una puñalada más, precisamente en la boca. Esta puñalada le graficó, en el término de dos meses, una cicatriz en forma de chicle aplastado que le decoró el vértice del labio inferior y que le acarreó, tras la infección, la destrucción de gran parte de la laringe y la ruina de un segmento de las cuerdas vocales. No obstante, en el aparcadero recibió los primeros auxilios. Hasta allí llegó en unos minutos más la policía. Se lo llevaron de urgencias a la San Pedro Claver. Allá perdió el sentido. Se le desvanecieron por unas horas los compases de su salsa y el perfil del cuerpo de María Victoria, pero los cirujanos le salvaron la vida. Se dice que hasta el hombre más cobarde puede sacar valor del fondo de su alma cuando ha sido herido de tal forma que ya nada queda para dar por perdido, y puede llegar a convertirse en un héroe, o en un criminal. A George le sucedió de esa manera. Había perdido a María Victoria. La mujer, al verlo inútil, medio inválido y deforme, ya no quiso saber nada de él porque, y esto fue peor aún, el hombre había perdido para siempre su hermosa voz. Le quedó una voz extraña, chillona, una voz de hiena hambrienta, la cual ya para nada le servía en banda alguna. Entonces un día, dialogando con Antonio, algunas semanas después de aquella noche miserable, tomó una decisión. — ¡Esos hijos de puta cometieron un grave error! —Aulló, sin poder evitar emitir el timbre agudo que le había quedado en su aparato de fonación. — ¿Cuál? — ¡Darme por muerto! — ¿Qué piensas hacer? —Más les valiera a esos malparidos haberme rematado de un disparo. Los voy a fumigar a mi manera. — ¿Crees que te será fácil ubicarlos? — ¡No me importa cuántos años tome para ubicarlos! ¡Voy a degollarlos! ¡Voy a vender el carro! ¡Voy a comprar un revolver y otras cosas! ¡No me queda nada más por hacer en esta puta vida! Antonio se quedó mirándolo, perdida toda esperanza. Sabía que George no había escuchado jamás palabras de consuelo, y que menos las escucharía ahora. Se puso de pie. Se despidió, profundamente triste, deseándole suerte. Ambos sabían que ese era el fin absoluto de la banda y que quizás jamás volverían a verse. Pasaron los días. George hizo averiguaciones. Tuvo éxito. Llegó entonces el segundo viernes mestizo de este episodio de la historia, un viernes nuevamente híbrido. Salió de su tabuco hacia La Candelaria. Se fue caminando. Una hora más tarde, sesgaba con la suela de sus zapatos el cruce de La Calle del Palomar del Príncipe con Carrera Cuarta, esquina de sus peores recuerdos. Le habían asegurado que los encontraría jugando, bebiendo, fumando y fornicando, en una exclusiva pocilga de perdición y de prostitución, no muy lejos de esa esquina. Constriñó el ascenso en la dirección del prostíbulo. Había vendido el Renault. Había comprado una pistola automática de fabricación alemana, un par de gramos de cocaína y una costosa cápsula del más letal cianuro. Sin embargo, no sabía para
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qué o para quién era el cianuro, quizás para sí mismo. Pero igual lo llevaba en su chaqueta aquella noche. También llevaba unos pesos para solventar cualquier gasto extra. Arribó al sitio de perdición. Ojeó la fachada. No se molestó en recordar que allí jamás había estado. En la puerta dio un billete de diez, a manera de soborno. Sabía que así lo dejarían seguir sin problema. En un par de segundos, se sintió tranquilo. Estaba en el corredor de la antesala. El olor del lugar era nauseabundo, pesado, igual de asqueroso al olor del efluvio de los cadáveres de las ratas. No obstante, no se tapó la nariz. Siguió hacia el interior de la casona. Al llegar al salón en donde oficialmente se llevaban a cabo los desfiles de las niñas para animar a los nuevos clientes a hacer una pronta elección y animarse a fornicar, se sentó en un rincón, frente a una mesa pequeña. Respiró profundo. Empezó a afinar su mejor sentido, el del oído, el que poco o nada había sufrido durante el atraco. Sin embargo, en ese momento tan sólo escuchó que alguien le hablaba tangencialmente. Alzó la cabeza. — ¿Brandy o ron? —La pregunta había partido de los labios de un mesero joven—. No se vende menos de media botella, y se cancela por adelantado. —Una de brandy —Extrajo lentamente el dinero del bolsillo interior de su chaqueta—. Y un paquete de cigarros. — ¿De cuáles? —Cualquiera —. Decidió tomar las cosas con calma. Miró a todo lado. No se veía a nadie conocido. Las voces tampoco le decían nada. Pasaron al olvido los minutos. Se bebió entonces un par de tragos. Llamó al mesero. —Mándame una mujercita, para compartir ésta de brandy. — ¿Desea que desfilen las niñas? —No hace falta. Sólo mándame una de las que estén por ahí solitas. El joven se encogió de hombros y regresó sobre sus pasos, para cumplir con el pedido del cliente de la voz aguda. A los pocos minutos apareció sola la niña, una mujer de unos treinta años, delgada, pelirroja teñida, de piel trigueña y ojos de color marrón. El cantante la invitó a tomar un trago. Un momento más tarde, ganada su confianza, le pidió que se trasladasen a otro salón, a uno en donde hubiese más gente y se pudiese bailar. Ella aceptó. Lo llevó al salón central. Era enorme, como potrero de suburbio. Estaba atestado de gente, y de voces. George entonces, luego de sentarse con la trigueña por allí cómodamente, volvió a afinar su oído. Miró con calma una vez más. Pronto tuvo suerte. Los bandidos del atraco, o por lo menos tres de ellos —el que hizo de atalaya esa noche no importaba porque nunca pudo conocerlo—, departían juntos en una mesa exclusiva, con sus mujeres. Estaban chupando aguardiente y fumando marihuana. Sus voces escupían sólo basura y maldición a todo lado. Empezó a clasificar los timbres de esas frecuencias tan odiadas, tan furiosamente anheladas. Aquilató minuciosamente el color del sonido exhalado entre cada imprecación. Luego lo confrontó con el panel de sus más abominables recuerdos. Enfocó de nuevo al grupo. Supo con certeza que sólo faltaba uno de los cuatro facinerosos de aquel viernes desgraciado —el moreno—, el gigante del revólver niquelado, aquél a quien recordaba muy bien por el alias de Carne Asada. Ése no estaba en el salón. Sin embargo, sentados allí no más a su espalda estaban El Gato, La Guagua, y el tercer protervo —el del segundo revólver—, el mismo que
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lo había desnudado y le había quitado el dinero, y cuyo apodo no había sido mencionado en aquella madrugada. Giró lentamente la cabeza. Miró a la mujer. Miró la botella y los cigarros. Volteó, y enfocó a los asaltantes una vez más. Sí, eran ellos. No cabía la menor duda. Ellos lo miraron también de pronto, pero sin la más pequeña intuición. Se acomodó sobre su asiento. Continuó dialogando con su acompañante. Fumó. Se bebió otro vaso de brandy. Quince minutos más tarde, el ángel del destino empezó a echar sus propias cartas. El Gato se puso de pie. Se dirigió hacia un corredor que estaba al lado opuesto del salón. — ¿Qué queda por ese corredor? —El ex-cantante puso un billete de veinte mil en las manos de la mujer de ojos cafés. Sabía que no volvería a verla. —El orinal. —Ya vuelvo. Se puso de pie. Se dirigió hacia allá. Encontró fácilmente el mingitorio. Era amplio. En ese instante estaba casi vacío y algo oscuro. Entró silenciosamente, sin afán. El Gato miccionaba al fondo de la penumbra, tarareando una de música norteña. El cantante caminó hacia él. Se adaptó al juego de las sombras. Se le parqueó bien cerca, con su cabeza agachada. Estaban solos. Música llegaba desde el salón de la pista de baile. Sacó del bolsillo de su chaqueta la cápsula de cianuro. La dejó entreverada ágilmente, entre dos de los dedos de su mano izquierda. Algo parecido había hecho muchas veces con las cuerdas de su guitarra. El otro aún no había reparado en él. Con la mano derecha entonces, el músico extrajo de otro de sus bolsillos el sobre con la cocaína. Lo abrió. Empezó a saborear ruidosamente con la punta de la lengua. Luego aspiró un par de veces, sin el más mínimo caché. Ante toda esta parafernalia, El Gato volteó a mirarlo. — ¿Le provoca afinarse, hermano? —Convidó George, disimulando el timbre de su voz aguda. — ¿Es de la buena? —El malhechor les puso exploradoras a sus ojos. —Claro. Yo invito. — ¿A cambio de qué mierda? ¿Esperas que te folle aquí, marica? —A cambio de ninguna mierda. Tengo mucha en mis bolsillos. Te ganaste la lotería. El Gato entonces paró de orinar. Se cuadró frente a él, recibiendo el sobre con la droga. Sus ojos se abrieron aún más entre la dicha, ante el festín que veía venir cercano. Entonces, en tanto el hombre se metía las manos al saco para extraer una pequeña navaja que le ayudaría a organizar mejor el consumo, el cantante se le cuadró muy cerca y, cuando lo creyó conveniente, sacando toda la fuerza acumulada en el fardo de su resentimiento y en el dolor miserable de su desgracia, le asestó un rodillazo de demonio alucinado, de Sansón humillado, justo en la mitad de la entrepierna, allá donde duermen las gónadas. En su rótula se habían concentrado los mil kilos de su deseo de venganza. El Gato asimiló amargamente el trastazo. Soltó la navaja y el sobre con la droga. Abrió la boca maloliente de par en par, desorbitando los ojos verdes entre un cántaro de lágrimas. Inició, sin demora, un maullido de ira, pero tuvo que tragárselo cuando George le embocó en la garganta la cápsula de cianuro líquido. Mientras le aprisionaba la cabeza con un brazo y le tapaba la jeta con la más fuerte de sus manos, recordó que el hombre que le había vendido el ácido —un corrupto
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químico metalúrgico de San Victorino— le había garantizado una acción inmediata, letal. Y así fue. El Gato se dobló, sin fuerza. Golpeó brutalmente con su cabeza el canal del meadero. Luego, mientras moría, empezó a arrastrarse hacia su verdugo, ahogándose entre una maldición horrible pero abundante en esencia de almendras. Expiró en menos de un minuto. Sus ojos quedaron abiertos a la llegada de los demonios que acarrean ciertas almas al infierno. Un espeso hilo de baba amarillenta comenzó a salirle por el vértice de los labios. El cuadro era definitivamente desagradable. La música, sumada a los gritos de los que bailaban afuera, buscaba un eco también despreciable entre las puertas de las tazas del baño. A George le importó un carajo todo eso. Él ya no era más un músico. Era ahora un criminal de fría sangre. — ¡Vuela hacia tu averno de mierda, félido malparido! —Escupió sobre el cadáver. Lo cogió por las piernas. Lo arrastró hasta el último inodoro del lugar. Antes de cerrar la hoja de metal, lo esculcó. El seudo-felino llevaba un puñal descomunal atrás, a la cintura, quizás el mismo puñal de la macabra noche de aquel viernes del casino. George se hizo a él. Cerró entonces la entrada del retrete. Luego se escondió tras la hoja de metal de la taza vecina para esperar, para simplemente aguardar. Supuso que alguno de los dos maleantes que quedaban en el salón vendría pronto, al extrañar más de la cuenta a su Gato camarada. En tanto permanecía así, al acecho, se acordó de María Victoria. Evocó su cuerpo, cuando roncaba muy suavecito más allá del amor físico y el consumo. Ésos eran los buenos tiempos, los de las musas agradables, cuando todo parecía enamorarse de todo. Pero en esa amalgama de aptitudes con veleidades, en esa mezcla de verraquera con fatiga, en esa metamorfosis que daban la cocaína y el alcohol, en esa ilusión musical de creer que era fácil entenderlo todo o de poseer una indumentaria para vivirlo todo, ninguno de los integrantes de la banda se dio cuenta que muy cerca se estaba estructurando la ninfa de la muerte. Diez minutos más tarde, el gigante escuchó un taconeo. Era el mismo taconeo que en la noche del atraco hubo depositado en lo profundo de la oscuridad de su alma un eco miserable, un recuerdo asesino. Eran los pasos de La Guagua, la encarnación de la muerte. Analizó las opciones. El perico que había llevado se había desparramado sobre el mingitorio. El cadáver del Gato lo había esparcido a lo largo del baldosín, al ser arrastrado hasta el último cubículo. Sin embargo, tenía el puñal del finado. Y tenía su propia pistola automática alemana. —El Gato marica se ahogó entre los miados, ¿o qué? —Escuchó que profería La Guagua, con voz de beodo perdido. Sonrió. No tembló para nada. Esperó muy sereno, detrás de la puerta del inodoro. Helada corría su sangre. Su venganza aún empezaba. El bandolero estaba irremediablemente mareado, ausente. Dando un traspié y otro entre risas estúpidas, empezó a buscar cubículo por cubículo a su compañero Gato. George aferró entonces el enorme puñal con sus dos manos. Lo levantó, dibujando un vértice homicida sobre su cabeza. Calculó distancias y sitios corporales. El maleante avanzó. Al abrir la puerta del retrete donde estaba atrincherado el barranquillero, faltándole tan sólo un cubículo para encontrar el cadáver del que fuese su hermano en la paternidad del demonio, se resbaló. Perdió la compostura.
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Perdió también segundos irreparables, ante la confusión que le acarreó el encontrar allí, frente a su hocico, a un gigante presto a degollarlo. Su cuello quedó ampliamente expuesto a la apertura de las cartas del verdugo. Éste, entonces, lo tomó por los cabellos. Luego, en un zigzag brutal, le cercenó la yugular y la garganta. Prácticamente, lo degolló. La Guagua no pudo argumentar nada. Sólo despidió un susurro de muerte y un verso de miserable tos, entre coágulos de sangre. George arrojó el cuchillo tras la taza. Saltó sobre el cuerpo, que se estremecía horriblemente. Caminó, relajado, hacia el hueco de la puerta principal del meadero. La sangre de La Guagua no tardó en cubrirlo todo. El cantante salió de allí, acomodándose la chaqueta y alisándose el cabello. Se dirigió hacia la mesa de los maleantes. Sabía muy bien que sólo uno de los que estaban en esa mesa cuando él llegó al salón permanecía allí sentado. Y no se equivocó. El atracador estaba aún allí, solo y medio dormido. Las mujeres que habían estado departiendo con él y con sus secuaces se habían marchado hacia la pista, para bailar con otros hombres. El currambero entonces se acomodó tranquilamente al lado del que esa noche del ataque lo había golpeado sin compasión ni elegancia, lo había casi desnudado, le había roto los calzoncillos y le había robado su dinero y su samsung. Lo esculcó rápidamente. Le confiscó el celular. Comprobó que no estaba armado. Sin demora entonces, su mano izquierda se curvó, entre la funda de gruesa tela de su cazadora de cuero. Extrajo la automática alemana por debajo de la mesa. Repugnante olor a yerba saturaba el aire del contorno. —El Gato y La Guagua te están guardando en este mismo instante un catre entre la mierda del orco, pedazo de marica —le silabeó suavemente al oído, despertándolo. Le colocó la pistola contra el ombligo. El otro, borracho y atolondrado, debido al consumo y al alcohol, no pudo asimilar lúcidamente que un extraño se acababa de sentar a su lado. Creía estar soñando. Sin embargo, al aquilatar las palabras de George y su silabeo asesino con voz de hiena, abrió bien los ojos. Se obligó a despertar. Vio el arma contra su redondo vientre. Empezó a temblar. Se le pasmó la pea. Al ex-cantante le fascinó adivinar que el hombre estaba tiritando, que tenía el miedo entreverado entre el trasero y el asiento. Pero quería acabar pronto con el concierto de sangre de esa noche. Decidió entonces averiguar sin más demora por el paradero del Carne Asada. — ¿Dónde está el negro maldito? —La luz difusa del salón y el ruido de la gente se fusionaron en el aire. En ese instante, el criminal lo reconoció completamente. No obstante, intentó aparecer algo sereno. — ¿Qué hiciste con El Gato y La Guagua? Se me hacía extraño no verlos regresar. —Están atados en el baño, cabrón. ¿Quieres ir a desatarlos, Einstein? —Si me lo permites… —El maleante soñó por un momento hallar en el camino al orinal la oportunidad de deshacerse de George. —Claro que te lo permito —Sin quitarle los ojos de encima, impidiéndole que se pusiera aún de pie, el cantante sonrió—. Sin embargo, antes de ir a cagar
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me vas a contestar a la pregunta que te hice, pedazo de mierda. Te la voy a repetir sólo una vez: ¿Dónde está el Carne Asada? —El mancito debe estar arriba, meneando la nalga. — ¿En cuál de las habitaciones, huevón? ¡Mirá que ya me dieron ganas de fusilarte! El facineroso empezó a temblar de nuevo. Trató de controlarse. El recorrido de su perdida existencia le había dado a diferenciar bien, a partir de la expresión real de las caras, a los que en verdad estaban decididos a matar, de los que sólo estaban amedrentando. En otras palabras, en el rostro del barranquillero visualizó el matón al jinete de la muerte. — ¡Doscientos siete! —Sintió que se meaba en los calzones—. ¡Habitación doscientos siete! La luz mortecina del salón, la gritería de los que estaban bailando, la bulla del ejército de Satanás, más el volumen estridente del reguetón que estaba sonando, tapaban todo ruido, todo grito, toda amenaza, todo balazo, todo crimen. George lo visualizó de esa manera. Aferró en un segundo al criminal por los cabellos y, cuando el hombre abrió la boca de estercolero para pedir auxilio, le descargó un balazo, uno sólo, entre las llantas del vientre. Así no más. Sonó un estallido sordo, algo así como el saludo ignorante de la pólvora de los que creen que la Navidad se hizo para beber y para dejar quemar a los niños. Sin embargo, ninguno de los bailarines o de los bebedores o de los viciosos allí presentes escuchó una diferencia de estruendos, y menos un balazo, entre el lodazal de ciscos que polucionaban el lugar. La niña de los ojos cafés hacía rato que se había ido a bailar con su carnal, llevándose consigo el remanente de la botella de brandy del ex-cantante. El bacanal no se había detenido ni por un segundo. En algún oscuro rincón del basural, Lucifer sonreía, complacido. Sin perder tiempo, George se descargó el cadáver del infeliz ladrón de encima de su regazo. — ¡Habitación doscientos siete! —Masculló, al borde del delirio—. ¡Para allá voy, negro hijo de puta! Todo su cuerpo, sus manos, su ropa, todo, estaba impregnado en sucia sangre. Se puso de pie. Se alejó de las mesas. Se dirigió hacia las escaleras. Enfiló hacia el segundo piso. Dos minutos más tarde, en el momento en el cual estaba buscando desesperadamente el número de la habitación del moreno, se formó la debacle en el primero. Todo el mundo empezó a gritar y a correr del salón a los baños y viceversa. Alguien había descubierto los cuerpos del Gato y La Guagua. El cantante decidió entonces abrir a patadas puerta tras puerta, pistola en alto. No había manera de encontrar la habitación 207. Las puertas de las habitaciones no tenían número. Eso no era un hotel. El Carne Asada acababa de despertar, gracias a la algarabía que se había formado en el primer piso. Había tenido muy malos sueños. Pesadillas monstruosas, horripilantes, le acababan de arrebatar el alma a los infiernos. Estaba sudando frío. Sin embargo, intentó dominarse. Escuchó, intranquilo. Presintió algo grave. Tembló la sombra oscura de su espíritu. Se levantó. Se puso
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rápidamente el pantalón. Encendió la luz. Buscó su revólver niquelado. Su compañera de sexo y droga también se despertó inmediatamente. — ¿Qué pasa, Carne? —Se enderezó la mujer. — ¡Es mejor que te vistas y te pierdas! ¡Algo grave está sucediendo! Ella se puso de pie y empezó a buscar su blusa. En ese instante, el músico seguía haciendo como se había propuesto. Venía abriendo a patadas puerta tras puerta, pistola en mano. Desde su cubículo, el moreno escuchó de nuevo los chillidos de hiena del barranquillero y la batahola de sus patadas contra las puertas. Jamás supo por qué, pero algo le decía que el que estaba aullando así y destrozando las hojas de madera de esa manera, lo estaba buscando a él, precisamente a él. Su mente entonces graficó clara y velozmente, con dimensiones y opciones, lo que George venía exactamente haciendo. Mas, no intuyó el hombre el hueco del cilindro de la automática de proyectiles alemanes que aquél traía. No obstante, se cuadró frente a la puerta, a metro y medio del maltrecho marco del rectángulo, revólver niquelado en mano, la boca del arma a la altura de su cabeza. Le quitó el seguro. Miró a su amante. El cantante venía muy cerca. La gritería, los madrazos y las maldiciones de los clientes y de las meretrices que estaban en los cuartos profanados por él, se mezclaban con sus salvajes alaridos y equiparaban el nivel del caos de un estadio del infierno. La barahúnda, sumados los dos pisos del prostíbulo, era indescriptible. George llegó finalmente hasta el cascajo de roble de la habitación del moreno. Se cuadró de frente. Apuntó su arma, sosteniéndola con ambas manos, tal y como lo había venido haciendo frente a las otras puertas. Pateó la hoja de color marrón con todas sus fuerzas. La compañera del Carne Asada ya se había puesto la blusa y estaba de pie, al otro lado de la misma puerta, muy cerca de su amante. Crujió la madera bajo las botas del cantante. Se hizo un vacío significante entre los astillones. Los dos hombres alcanzaron a mirarse, pero sólo por una fracción de segundo. La mujer también alcanzó a enfocar la cara del intruso, ¡y lo reconoció! Sin embargo, nada pudo hacer, sino asustarse y aferrarse torpemente al brazo del hampón del revólver niquelado. Cuatro haces de pálido naranja cruzaron al mismo tiempo sus diabólicos mensajes en la noche de aquel viernes. María Victoria recibió en el centro de su pecho uno de los impactos. El atracador recibió otro, en la cabeza. George recibió un tercero. Los tres cayeron sobre el entarimado. Todo había sucedido en un instante. Las balas de la automática alemana del músico resultaron ser letales. Su dios de lúgubres consejos como que lo seguía asistiendo más allá de lo esperado porque, además, el proyectil que alcanzó a salir del arma del Carne Asada, a pesar de dar en el blanco, no llegó a ser mortal pues María Victoria, la misma María Victoria que algún día fuese la amante del músico, le desvió involuntariamente al atracador el objetivo de su revólver en el momento mismo del disparo cuando se aferró aún más a él, al momento de reconocer al otro. Ahora bien, el que ella estuviese esa noche allí presente, y precisamente en ese cuarto, no fue nada extraño, tal vez sólo una consecuencia del cambio de dueño de un samsung en la madrugada de un atraco. Por otra parte, nada resulta extraño en la mayoría de las escenas de la locura de los
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hombres que no buscan de Dios. Nada resulta raro, entre los que consumen droga y sexo sin descanso. George se puso de pie, resintiendo el fuego de su hombro herido. Por supuesto que había reconocido a María Victoria, en el instante fugaz de la sorpresa. Se acercó entonces a su cuerpo muerto. Le descargó otro par de balas. — ¡Zorra maldita! —Vociferó entre lágrimas, ahogada su alma en una miserable condena. Sangre mezclada con vicio corrió sobre el tapete de la noche. La fiscalía llegó, en cuestión de minutos. Cinco patrullas rodearon la casa esquinera del prostíbulo. Nadie pudo salir de allí en varias horas. El cantante fue detenido. Meses después, fue condenado a cadena perpetua y fue recluido en La Picota, prisión ubicada al sur de la capital y reservada para delincuentes de alta peligrosidad.
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19 Marcelino Muy temprano la mañana de un lunes, escuché a Antonio cantar suavemente afuera. Estaba sentado sobre la ballena de Michael. Yo me había quedado el día anterior dormido en el sofá, después de trabajar hasta tarde en este libro. El músico, luego de llevar al niño a la escuela y regresar, había decidido no despertarme. Había cogido su guitarra y se había encaminado a practicar al patio. Me levanté. Me detuve a escuchar ante la puerta de la sala, sin asomarme. Ambos, guitarra y voz, se entrelazaban y se complementaban bajo una dulce melancolía. Afiné mi oído. Al cabo de un minuto, descubrí que él no estaba simplemente cantando con su guitarra. Estaba orando con ella. Entonces, al filtrar sus palabras, las que llegaban hasta el núcleo de mi mente, no sé por qué recordé algo importante, un sueño recurrente, uno que había yo venido experimentando en las últimas noches. El contenido de ese sueño me parecía importante. Pensé que necesitaba compartirlo con él. Era un deseo quizás inaplazable. Sin embargo, puesto que no me pareció adecuado interrumpir su alabanza, decidí dejarlo terminar. Diez minutos más tarde, cuando consideré que ya podía hacerlo, salí al patio. —Que el Señor bendiga su canto en este nuevo día —Fue mi saludo, luego de tomar una profunda bocanada de aire fresco. Levantó la vista, desde el diapasón de su guitarra, un poco sorprendido. Noté entonces que su rostro estaba ligeramente pálido pero muy brillante, resplandeciente. También alcancé a percibir un ligero remanente de humedad sobre sus ojos. —Discúlpeme —Me sentí inoportuno—. Temo que lo estoy interrumpiendo en su ejercicio. —No se preocupe —Dejó la guitarra sobre el dorso del cetáceo de argamasa—. Acabo de terminar. Por el contrario, si quiere sentarse aquí, no lo piense dos veces. Sobre esta piedra cabemos más de dos. — ¿Más de dos? —Enfoqué la zona despejada de la mole de color verde esmeralda. Sonrió. —Bueno, usted ya se habrá dado cuenta que muy a menudo no tengo problemas para soñar despierto. En este preciso instante he pretendido creer que Jesús nos está acompañando a usted, a Michael y a mí en esta casita, desde hace varios días. — ¿Y eso le parece malo? — ¡No, claro que no! ¿Por qué lo pregunta? —Bueno, porque parece haber llorado. — ¡Ya! Veo que debo aprender a reír de nuevo. Debo volver a soñar sin permitir que la tristeza usurpe el más pequeño rincón de esos ensueños.
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—Exactamente —Me acerqué a él y tomé asiento sobre la ballena—. Y hablando de sueños, de aquellos sueños que pueden llegar a espantar esa tristeza natural que usted proyecta, permítame contarle que desde hace un par de días vengo soñando algo que, de realizarse, podría llenarle a usted de alegría y podría ser importante para su hijo, para el libro y para mucha gente. Volvió a mirarme, lleno de curiosidad. Pude en seguida verlo sonreír de nuevo. — ¿Y qué sueño es ése? —He soñado que usted y yo vamos a ir a visitar en un no muy lejano fin de semana un par de cárceles. Usted va a cantar allá la música que escribió para Jesús. La va a cantar en las dos prisiones. Se puso de pie. Caminó hasta la mata de mora. Yo lo observaba. Arrancó un par de maduras frutillas. Las mantuvo entre sus dedos. —Si algún día sus libros ya no le dan para solventar su vida sin angustia — se llevó las bayas a los labios—, intente hacer lo que José hizo en Egipto con los sueños de los demás. Evite caer, claro está, en la invención o en la adivinación vulgar. —No le entiendo —carraspeé. —Ese sueño que usted ha venido experimentando es nada más ni nada menos que el espejo de lo que yo he venido pensando hacer para estos días. Incluso, ya elaboré un par de cartas. Una de ellas está dirigida a la directora del Buen Pastor. La otra es para el director de La Picota. Pienso entregarlas esta misma semana. Deseo llevar la banda a esos dos lugares. Quiero que cantemos allá, en nombre de Jesús. Luego tendré que pensar en otros sitios, otras prisiones, algunos hospitales, en fin, otros lugares en los cuales se respire sufrimiento y hasta los cuales mis músicos y yo podamos transportar nuestro consuelo. En ese preciso instante, alguien golpeó a la puerta. El músico miró en esa dirección. Recogió su guitarra. Se encaminó hacia allá. Yo permanecí allí, quieto, tranquilo, sentado sobre el lomo del mamífero de galga. Al cabo de un minuto escuché dos voces, dialogando muy probablemente cerca del sofá. La de Antonio era una. La de un hombre tal vez algo más joven, la otra. Sin embargo, no me moví de mi asiento. Respiré profundo, sereno. La mañana estaba clara. El aire traía hasta mí el último y más suave aroma de los casquetes de eucalipto que morían allá, sobre la hierba seca, los que yo había visto no muy lejos del riachuelo de juncos. Me transporté con ese aroma hasta un momento feliz de mi niñez cuando, siendo aún muy pequeño, salía a caminar solo por el bosque a recoger decenas de esos casquetes cual si ésa fuese la primera senda libre de la vida. Sentí la plenitud del que sabe que ama de verdad la vida, pero gracias a Jesucristo. Cerca de mí, dos gorriones saltaron sobre la valla del patio. Venían acercándose a la mata de mora. Sus trinos me recordaron la apacible generosidad del campo abierto y virgen. El sol expandió sus alas hacia el horizonte opuesto. El día empezó a calentar el oxígeno de la atmósfera del planeta que habitaba el hombre. De súbito, la guitarra de Antonio abrió, allá en la sala, el arpegio del prólogo de uno de sus más impredecibles temas de rock latino —Rapsodia para Jesucristo. El sonido intenso, melancólico y preciso de un oboe lo siguió, estremeciendo el borde de la silueta del fondo de mi alma. Miré hacia el corredor
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que conducía hasta el salón. Recordé el oboe melodioso del Ensueño del francés Debussy. Visualicé una imagen del pasado que yo jamás hube vivido, un falso déjàvu. Supuse que el joven que minutos antes había golpeado a la puerta era quien estaba interpretando el instrumento de viento. “Muy posiblemente —pensé—, el recién llegado debe estar improvisando sobre el tema porque, que yo me acuerde, en el disco que adquirí en el mercado de las pulgas no aparece oboe alguno”. Continué escuchando. Sonó la voz de Antonio, sobre las líneas de los primeros versos de la canción. Unos compases después, el oboe se volvió a apoderar magistralmente del momento. —Definir cómo es que ese instrumento suena no es tarea fácil —comentó el líder del Jinete de Luz aquella tarde, luego de que el joven oboísta se hubo marchado—. No es el oboe solamente un artefacto construido para hacer melodía. Es un milagro de Dios que respira dulzura, que exhala un sonido que parece llegar mezclado con el viento afligido del primer otoño de la Creación. El oboe es una criatura pura, un elemento silvestre, un espíritu que escapó del árbol y nos empezó a hablar profundo y penetrante al mismo tiempo. Es el alma de un bosque perdido, el ave sin nido, el mensajero astral que nos trae la diapositiva de un paisaje lleno de aquellas visiones tranquilas de la vida de Jesús que no aparecen en los Evangelios. A veces pienso que la melodía del oboe y la del chelo, delinean con exactitud la sonrisa melancólica del Maestro, aquella sonrisa que sus labios proyectaron una tarde cuando Él se sintió triste entre sus juegos de niño solitario. Recordé en ese instante que no todos los músicos del Jinete de Luz estaban en la búsqueda absoluta e irreversible del camino hacia Jesús. Eran cristianos, sí, pero no adoradores verdaderos, a la manera de Antonio. Sin embargo, yo sabía que esto no le causaba a él pánico alguno. Estaba seguro de que muy pronto ellos entenderían por sí mismos la necesidad de iniciar cuanto antes el único sendero correcto que ofrece la vida terrenal para aquéllos que quieren enfrentar con sabiduría la muerte y acceder al logro de una proyección espiritual eterna. De hecho, él y yo orábamos por ellos a menudo. Orábamos por muchos otros. No dudábamos jamás que nuestras oraciones darían su fruto algún día. Ahora bien, en cuanto al oboísta de aquella dichosa mañana —un joven pálido, alto y delgado, de ojos verdes, cabello negro y de nombre Marcelino—, quien además también interpretaba el chelo y el piano, no había por qué preocuparse. Pronto descubrimos que Jesús era para él lo mismo que significaba para nosotros, esa única forma de continuar creyendo en algo irremplazable a medida que se acercaba a su fin el abrupto trasegar en este camino peregrino que se hacía muy estrecho, aquí, sobre la Tierra. Quizá por esto, desde la llegada de Marcelino el Jinete de Luz adquirió un matiz de profunda reflexión, una propuesta mucho más elevada, y rompió la hegemonía de las guitarras y el tres que hasta entonces la banda había venido ofreciendo. —Sé que Marcelino será una inmensa bendición para el grupo — concluyó Antonio ese día, antes de que asomase la luna—. No encuentro cómo decirlo, pero no parece él de pronto ser un hombre más. Parece ser de alguna forma un ángel del Señor. ¿Recuerda usted que yo le había contado que estaba en busca de un instrumento de viento y un chelo para matizar algunas de las canciones?
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—Claro que lo recuerdo. — ¡Allí están! ¡Ya tenemos los dos instrumentos en un solo hombre y, por añadidura, también tenemos pianista! ¡No encuentro en este momento las palabras exactas con las cuales pueda agradecerle suficientemente al Maestro por haber enviado a este músico hasta nosotros! ¡Va a ver usted cuán fantástico suena el chelo cuando armoniza una canción de rock latino. — ¿Cómo lo conoció? —Me contagié de su entusiasmo—. ¿Quién se lo recomendó? —Nadie me lo presentó, y es extraña la forma en que lo conocí. ¿Quiere que le cuente? —Por supuesto. Le estoy escuchando. —Sucedió hace cuatro días a la entrada de una pequeña iglesia, al sur de la ciudad. Yo estaba buscando a un pianista que se suponía tocaba en esa iglesia. Fui hasta allí, pero no lo encontré. No existía tal pianista en ese lugar. Me senté entonces por unos minutos sobre la barda del parque que estaba precisamente enfrente de aquel templo. De repente, cuando más metido estaba yo en mi nube de meditación, en mi mundo de oración, este joven Marcelino se detuvo tranquilamente frente a mí. Me observó, de pie, a un metro de la barda, y sencillamente me dijo: “Mi nombre es Marcelino. Soy oboísta. También interpreto el piano y el chelo y, al igual que usted, amo hacer música para Jesucristo”. Un silencio tenso, tan tenso como el más inquieto sueño de una cuerda de violín, recorrió la salita por más de un minuto después de esas palabras, y se fundió con mi sangre. Me estremecí. Luego me tranquilicé, al recordar la dulce manera de ser que tenía Marcelino. Supe entonces que no había nada que temer, sino mucho que agradecerle a Jesús. Miré a Antonio a los ojos. —Sin duda alguna, los primeros que van a disfrutar de la presencia de este joven genial en su banda van a ser los reclusos de los que esta mañana usted y yo estábamos hablando. —Sí. Es muy probable que así sea.
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20 La primera carta Las cartas dirigidas a las dos casas de reclusión fueron entregadas esa misma semana. A los pocos días, el músico recibió la llamada de la directora del Buen Pastor. El primero de los conciertos se llevaría a cabo en la prisión de mujeres dos semanas después, un jueves de mayo en la tarde, día en el cual las visitas de familiares no estaban permitidas. Habló con sus músicos acerca de este compromiso. Les gustó la idea. Acordaron fechas para los ensayos. Escogieron sólo temas antillanos. En la base instrumental irían el tres, la guitarra, el bajo, el bongó, la conga y la percusión menor —huiro y clave. Incluirían también el oboe, el chelo y el teclado, para estrenar los nuevos arreglos que él había estado escribiendo. Todos los músicos harían coros. Sin embargo, a pesar de tener por inalterable esta certeza, con varios días de anticipación el compositor diseñó en su procesador un volante que contenía los estribillos de las canciones que iban a tocar. Yo le saqué a ese volante un buen número de copias, en mi oficina. Pretendía él encender una llama, una espontánea unión, entre la banda y el grupo de internas de la cárcel del Buen Pastor. Había planeado también dialogar con ellas muy brevemente, entre cada interpretación. Quería además obsequiarles al final del concierto algunos discos del Jinete de Luz. Claro que él ya sabía que en las cárceles de Bogotá no era novedad alguna tener grupos de música cristiana de cuando en cuando. No obstante, él no deseaba que su canto fuese uno más, uno sin trascendencia, sin amor y sin entrega. Se proponía dejar una imborrable tarjeta para la memoria, allá, con el nombre de Jesús grabado en ella. Hicieron dos ensayos antes del concierto. Antonio trabajó aparte y muy duro con Marcelino. Precisaron los teclados, los oboes y los chelos de los nuevos arreglos. Jamás antes había visto yo al músico tan enamorado de su tarea, tan expectante, tan entusiasmado, tan lleno de fe en que las cosas le saldrían bien. Sé que, solo, en su mundo individual, en su habitación, oró muchas veces para agradecer a Jesús por esa oportunidad y para pedirle inspiración y bendición para ese día. Era un martes de mayo, nueve de la mañana. Gina entró a la oficina de bienestar y desarrollo de la cárcel del Buen Pastor. Habían pasado ya diez años desde el comienzo de su confinamiento. Muchas cosas habían cambiado en su vida de interna, en su vida espiritual y en su condición de mujer mortal. Tenía ahora un empleo remunerado. La paga era sencilla, pero oportuna. Era la corresponsal y archivadora en esa oficina, la cual hacía parte del departamento de planeación de la prisión. Su cabello y sus ojos habían recuperado nuevamente toda esa belleza que se hubo perdido por un par de años. Por añadidura, y por un muy particular designio del Creador, había logrado vincularse al coro de la cárcel. Cantaba himnos cristianos. Había iniciado su búsqueda personal de la huella de Jesús y de su perdón. Era ése, indudablemente, un milagro de la bondad y del amor de Dios. Los
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recuerdos del pasado —la droga, el sexo, sus errores de universitaria confundida, el acto lamentable de la muerte de su esposo, el hecho de haber obsequiado a su hija recién nacida— habían quedado atrás de alguna forma, dejando, eso sí, cicatrices profundas, pero hilvanando el indulto en las manos de la misericordia divina. Esa mañana estaba particularmente tranquila. Se sentó ante el ordenador. Lo encendió. A un lado del monitor le habían dejado varios documentos. Se suponía que debía ingresar los datos más importantes de esos documentos en las carpetas de archivo del departamento. Empezó a leerlos. De repente, se detuvo en seco. Lo que tenía ante sus manos era nada más ni nada menos que una carta firmada por Antonio. Estaba fechada diez días atrás. En ella, él ofrecía un pequeño concierto con su grupo musical de alabanza de nombre Jinete de Luz. El propósito de este concierto —según decía la carta— era llevar un mensaje de cristiano amor para las internas del Buen Pastor. El ofrecimiento era incondicional. No había petición alguna de dinero; de nada. Por lo tanto, y ante la sinceridad y la profundidad de las palabras de Antonio, la carta y su propuesta ya habían sido aprobadas por la directora y por la orientadora del departamento de bienestar y desarrollo de la prisión. El evento se llevaría a cabo el jueves siguiente en las horas de la tarde, exactamente dos días después, como regalo especial para todas las mujeres allí recluidas, en la semana de las madres. Levantó los ojos del papel. Sonrió. Miró hacia la ventana de la dependencia para la cual estaba trabajando. Su profundo suspiro absorbió un trozo del aire de la mañana. “Tony —pensó—. Mi casi ya olvidado Tony. Sabía que algún día volverías a ser el Antonio que algún día conocí, ése al cual de tan mala manera logré arrebatar de las manos de Dios, en esa época en la cual en medio de mis vicios al Señor yo no había aún percibido. Sabía muy bien que regresarías a esta cárcel para visitarme y para cantar tu música”. Decidió ingresar de primera, en el archivo del computador, la carta de Antonio y sus datos esenciales. Sus ojos se humedecieron. Agradeció a Jesús la oportunidad de poder volver a ver al padre de su hija y la de poder pedirle personalmente perdón por haberla cedido en adopción. “¡Cómo me gustaría poder escucharte decir que me perdonas, Antonio! —Enfocó la pantalla del monitor—. ¡Cómo me gustaría poder cantar a tu lado! ¡Pero sé que algunas cosas no son posibles! ¡Sin embargo, haré lo que esté a mi alcance para que tu concierto sea un evento hermoso para todas en esta prisión! ¡Y cantaré tus canciones desde el sitio en donde esté escuchándote!”.
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21 Concierto en el teatrino de la prisión Llegó el día del concierto. Antonio había solicitado con anterioridad el préstamo de la consola de voces que tenía la penitenciaría. En la cancha de baloncesto, sobre una sola de las bases longitudinales del contorno del paralelogramo que formaba la explanada, el arquitecto del penal había mandado construir años atrás un pequeño teatrino a manera de auditorio, con una gradería de diez escalinatas elaboradas en ladrillo rojo. A las dos menos veinte, cuando los integrantes del Jinete de Luz llegaron a la prisión, el escenario estaba listo. Las bases para los micrófonos y la consola también. Todo estaba en su lugar, gracias a Gina y a la colaboración de seis de sus compañeras. Luego de supervisar los rigores de requisa, postura de sellos e identificación de los músicos a la entrada del penal, la teniente de la guardia fue a organizar la salida de las internas hasta el patio. Diez minutos antes de que ellas llegaran a ocupar el palco del teatrino, el grupo decidió hacer una prueba de sonido con los coros de La barca de plata. Me situé entonces frente a la tarima. Quería colaborarles con el sondeo. Escuché atentamente. Les sugerí que le subieran un poco a la voz líder y al piano, y que le dieran algo más de cuerpo a la salida del bajo y la conga. Así lo hicieron. Todo quedó listo para iniciar la presentación. El auditorio femenino se ubicó sobre las gradas, alegre y expectante. Y comenzó la primera tanda. La barca de plata logró en sus cinco minutos de duración lo que Antonio se había propuesto: Encender el oído y la mente de todos, de una manera absoluta, cálida. Así, antes de terminar el son, la banda ya había atrapado un nuevo público. Y entre ese público estaba Gina. Él la observó, desde el centro de la tarima. Vio a una Gina madura, serena, nuevamente dueña de un cabello rubio hermoso y de unos ojos verdes cristalinos. No le fue difícil adivinar una buena parte de los cambios que ella había venido experimentando en los últimos meses. La vio sonreír, ubicada sobre la quinta grada, exactamente frente a él. El coro de La Barca de Plata había logrado anclarse por unos instantes al cerebro de las internas. El aplauso fue instantáneo, natural, emotivo. Las líricas de la canción habían sonado claras, transparentes, cual mensajeras de Jesús en un camino bendecido por el descenso lento del sol de aquella tarde. Se hizo un fugaz silencio. Antonio había planeado ser muy breve entre las pausas. No deseaba dejar caer el entusiasmo. Su objetivo real apuntaba más a dejar allí el mensaje que traían sus canciones, que a perfeccionar una actuación teatral o a lanzar el contenido extenso de un discurso. — ¡Que Jesucristo nos bendiga y nos una, en el camino de la tarde! — Miró ligeramente a Marcelino. Iniciaron juntos, con el piano y la guitarra, los primeros acordes de Mujer de negro. Muy cadenciosamente, la bachata fue abriendo el cuerpo total del tema, con la entrada del bajo y la percusión latina. Algunas internas empezaron a mecer su cabeza de un lado para otro, muy suavemente, muy pegadas, muy espontáneas,
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siguiendo el marcado motivo de los instrumentos. Creció la armonía. Llegaron las dos primeras estrofas, muy precisas, muy antillanas, en la voz sonera de un hombre que, paradójicamente, jamás conoció Cuba, República Dominicana o Puerto Rico. Poco antes de que la canción alcanzara la mitad de su recorrido, el auditorio empezó a apoyar con palmas el coro, el cual decía así: “A las cinco’e la mañana, un nuevo cielo se asoma, cortando el aire despacio el vuelo de una paloma. Y esa mujer se proyecta una vez más sin vestido, con su ilusión en el suelo, duerme de día sin sentido”. Antonio se preparó para pregonar, para improvisar, para contar musicalmente su historia, sin caer jamás en la mediocridad, sin abandonar la realidad y la poesía que solían surgir siempre desde el fondo de su alma. Los músicos sonreían, en tanto repetían el estribillo. Sabían que a él le gustaba mucho este tema. Él entonces decidió improvisar otro par de pregones, lleno quizás de una enorme paz. Al terminar la bachata, con la mano derecha le hizo una seña de saludo a Gina. Ella le contestó, agitando sus brazos. Los aplausos resonaron nuevamente, pero Antonio no comentó nada esta vez ante el micrófono. No quería perder el efecto que estaba obteniendo. Marcelino inició, en seguida, el solo de piano del preludio de Deudas de Amor. Era ésta una pieza magnífica, una de ésas que cualquier orquesta caribeña hubiese deseado interpretar a su manera. A ese preludio lo siguió un muy breve puente de silencio, un eslabón fugaz y, luego, el tema estalló en el aire como una suave tormenta, con toda su armonía, abriendo un abanico de fantástica musicalidad alrededor del eje salsero que tenía. Recordé mi disco, el que había adquirido en el mercado de las pulgas. Descubrí que lo que yo había comprado no tenía ya nada que ver con la versión que de esa canción estaba escuchando en ese instante en la cárcel del Buen Pastor. Por añadidura, las voces de los coros, las cuales siempre me habían agradado pues pensaba yo que tenían un arreglo interesante, esa tarde, en los labios de Marcelino, del segundo guitarrista, del conguero y del bajista, se escucharon mucho más grandiosas, más concretas, mucho más alegres que aquéllas que estaban grabadas en mi disco. Me propuse adquirir la nueva versión de todas las canciones, lo antes posible. Enfoqué a Antonio. Noté que su rostro estaba casi translúcido, aunque ligeramente triste. Él no se percató de que yo lo estaba observando. Tampoco estaba escrito en libro alguno que él dejaría escapar un par de lágrimas por primera vez en uno de sus sencillos conciertos. Pero le sucedió. Sin embargo, nadie más que yo, que estaba sentado muy cerca de la banda a un lado de la tarima, visualizó ese par de lágrimas. Pero él ya sabía sujetar a tiempo sus sentimientos, en presentaciones como ésta. No le permitió entonces a su voz quebrarse ni por un segundo. Sus lágrimas se desvanecieron tan pronto como hubieron asomado. Terminada la salsita, las mujeres parecían querer bailar. Era de esperarse. Antonio supo entonces que había llegado el momento de ponerlas a hacer algo parecido a bailar —cantar—, para así arrebatarlas hacia su música de una vez por todas. Me hizo una seña sutil. Me dirigí entonces hacia la gradería. Me puse a repartir las hojas con los coros de las canciones. Entregué un paquete de copias a cada una de las diez primeras internas que estaban sentadas en la esquina izquierda de la escalinata, no sin antes pedirles que cogieran la suya y circularan el
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remanente hacia sus compañeras. Mientras así lo hacían, el líder del Jinete de Luz se dirigió a todos, a través de su micrófono de celda dorada. — ¡Vamos a cantar juntos! ¡Vamos a proyectar hacia el Cielo una sola voz, una que salga desde el fondo de nuestro corazón, para que seamos escuchados por el Dios de Amor! ¡Vamos a apoderarnos de la tarde! ¡Busquen el coro que está de primero en la copia que se les ha entregado, y dejen volar su alma! ¡Canten con nosotros! Dicho esto, él mismo inició el arpegio de Flor de la hierba, la guajira del diente de león. Este ritmo antillano, la Guajira, es suave, melancólico, acompasado y cadencioso, aunque no tan pegajoso o tan alegre como el guaguancó, el son o la salsa. Sin embargo, bien marcado, bien armonizado, puede cobrar una intensidad inusual, casi espectacular. Todo depende de la fuerza que el grupo le imprima a la interpretación. Depende también de la precisión, la nostalgia y la cohesión de los coros. Desde que fue escrito, el estribillo de Flor de la hierba se ajustó a su música, como la arena se ajusta a cada nueva ola del mar. Era un verso muy realista, dramático, lleno de amor hacia Jesús y rebosante de profecía, acerca del valor exacto que la vida del hombre tiene, ante los ojos de Dios. Ansiosas por participar en el concierto, las internas dudaron sólo un par de segundos en seguir ese coro, apenas abrió, pero luego se amoldaron fácilmente: “¡No hables del amor del mundo! —Las escuché cantar—. ¡Habla de Jesús también! ¡Triste brota la mañana, cuando despiertas sin fe! ¡La vanidad de la Tierra tiene un principio y un fin! ¡Sólo somos flor de la hierba, nacimos para morir!” A medida que el tema avanzaba, Antonio creyó notar que la nostalgia natural de esa cadencia, sumada al contenido de las líricas, se estaba apoderando del corazón de las internas. Era el momento preciso para penetrar mejor en sus pensamientos e intentar proyectar sus almas hacia un valle místico y absolutamente cristiano, así lloraran. Manipuló entonces con destreza la ecualización, la profundidad y el volumen del tres. Alargó el motivo en un majestuoso solo. Sus músicos lo miraron con satisfacción por un instante, pero continuaron con el trazo de la figura sin problema alguno. — ¡Si hemos de morir pronto —propuso él, cuando la canción hubo finalizado, y en tanto Marcelino ejecutaba un poco lejos de su micrófono una breve y muy suave melodía con el chelo—, que sea así, cantándole a Jesús! ¡Ya le hemos cantado suficientemente al mundo! ¡Ya demasiado hemos bailado para el mundo! ¡Ya casi todo le hemos dado al mundo, y el mundo jamás nos dará a cambio nada valioso por creer en él! ¡Miremos hacia quien nos dio su propia vida! ¡Cantémosle, adorémosle, porque Él lo merece! ¡Él sólo pide que no le despreciemos, que no sucumbamos en el engaño del mundo! ¡Él nos ha perdonado ya nuestros errores! ¡Él sólo pide que le empecemos a amar y le esperemos con fe! ¡Él jamás nos defraudará! ¡Jesús es la más concreta realidad de esta vida! ¡Jesús pronto volverá, para llevarnos con Él! Me estremecí hasta la médula, cuando percibí que los aplausos de las reclusas estaban llenando febrilmente la cancha y las instalaciones del penal. El afecto del sencillo auditorio estaba siendo absolutamente leal, espontáneo. Supe que el Señor estaba cerca. Eso lo dice Él en su Palabra. Le gusta acompañar a
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aquéllos que con sencillo y verdadero amor se reúnen a cantar, a hacer caridad o a orar en su nombre. La quinta interpretación —El tiempo de la rosa— no se hizo esperar. Era un guaguancó que de pronto se salía de los patrones naturales de su ritmo afroantillano y se sumergía en los de una fusión latina sorprendente. Hacía un énfasis particular en la marcación de cada compás, a partir del fraseo de un bajo que iba íntimamente ligado al enfoque de la percusión. Hablaba del llanto de Jesús sobre la cruz. El epílogo de las líricas era un canto desgarrado de dolor y de amor por ese llanto. Una buena canción, bien armonizada, es un horizonte tridimensional; y a color. Sin embargo, cuando esa canción aún sólo existe entre la ninfa, cuando está naciendo —lo que equivale al verso solitario—, las líricas le dan a usted solamente las formas y los elementos desnudos de la diapositiva que se está planeando. Luego, cuando surge la mariposa, la melodía y la armonía del tema despliegan para usted los matices y la dimensión total de la figura. La armonía y la melodía visten la canción. Por eso, una poesía no es mucho más que un mundo bidimensional, en blanco y negro. Por más que trasplantase yo hábilmente en estas hojas la poesía de cada tema musical escrito por Antonio —letra por letra—, faltará la música, para que quien esté leyendo esto sepa exactamente cómo era Jinete de Luz; cómo sonaba, cómo se proyectaba. Ahora bien, si le añadiese yo amor a ese horizonte tridimensional que logramos tener cuando escuchamos fusionadas la música y las líricas de una canción, si le añadiese yo significado, esencia, cohesión, profecía, es decir, si ese paisaje hablase del Dios-hombre, tendría entonces usted ante su alma un pequeño y completo universo adimensional, una galaxia vista en miniatura, un verdadero diamante en bruto de lo que es el arte musical que se escapa de los límites del mundo material y se ciñe a las palabras que proyectan un eco hacia la eternidad. Espero haberme hecho entender. El concierto se extendió por hora y media. La banda brindó doce temas antillanos en total. Incluyeron Meditación tropical, Rapsodia para Jesucristo, Él es Jesús, Mira hacia el Cielo, Ganar o perder (Cuestión de Amor), Atardecer, y Son para ti. Sin embargo, al terminar el Son para ti, el auditorio empezó a corear a dos tiempos: “¡Ooo-tra! ¡Ooo-tra! ¡Ooo-tra!”, acompañándose con el acompañamiento de palmas. La banda entonces les obsequió otro tema, El perfume de María, un estreno absoluto que hablaba de la conversión absoluta de María de Magdala: “A los pies de Él yo la vi, enjugándose el pelo, y sus lágrimas yo vi, como espejo en el suelo. Un perfume que aún flota en el aire del perdón, el perfume de María, el perfume de María, eso es más que amor. Cuéntame esa historia de nuevo, mientras llegamos al oasis de la vida”. El canto antillano de esa tarde, llegó a su final. Antonio obsequió algunos discos de la banda. Mientras así lo hacía, pidió a las internas que los prestasen luego de escucharlos, para que así la mayoría de sus compañeras pudieran recordar ese día y lograsen pensar en Jesús una vez más. Dichas estas palabras, los músicos y yo fuimos invitados a tomar un refrigerio, emparedado de queso y jugo
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de mango. Gina, que estaba pendiente de cada uno de nuestros movimientos, consiguió permiso de la teniente de la guardia para ayudar a servirlo. De esta manera, por unos minutos logró estar más cerca de Antonio. —Sabía que algún día vendrías con tu verdadera banda —Lo besó en la mejilla. — ¿Se escuchó bien? —Siempre te lo he dicho. No sólo se escuchó bien. Sonó muy bien. —Gracias por el concepto. —Hermoso cambio. ¿Me perdonas por haberte gritado que jamás regresaras? —Eres tú quien tiene que perdonarme por no haber venido antes. Eso, el no haber venido antes, me estaba privando de experimentar también tu propio cambio. Espero que Jesús jamás se aleje de tu corazón. Y ahora, cuéntame: ¿Qué han dicho los abogados? ¿Cómo va el proceso? La mujer sonrió. — ¿Cómo sabes que los abogados han vuelto a ocuparse de mi caso? —He estado orando por ti día tras día. Sé que Jesús nos está escuchando. Te ves radiante, bella, como una princesa en su camino al Cielo. Te ves diferente, transparente. Eres realmente la crisálida de la mariposa inmortal que habrás de ser muy pronto. — ¡Qué palabras tan lindas! Gracias, Antonio. Sí, tienes razón, también he cambiado. Y también estoy orando día a día. Por eso estoy de acuerdo en lo que acabas de decir: Jesús nos está escuchando. Van a revisar mi caso pronto. Hay por ahí una apelación que va por muy buen camino. También hay un nuevo testigo. Se hizo un corto silencio. Se miraron a los ojos. Parecía como si en ese instante sólo ellos dos existiesen en el mundo. Eso me llevó a pensar que el amor que hubo entre ellos no pudo haber sido exclusivamente un acto de pasión o de sexo. Tal vez Jesús mismo fue quien los llevó a encontrarse en el sendero equivocado, para que luego sus vidas se reencontrasen, se apoyasen y se amasen, en la nueva senda. —Antonio —La voz de Gina cortó el aire, como con una pluma de gaviota —. ¿Podrás algún día perdonarme el que haya dado en adopción a nuestra pequeña hija? El músico le tomó las manos firmemente, para sentir su calor y trasplantarle el suyo. —Es Jesús el único que nos podrá perdonar ese error —Luchó por evitar llenarse de una tristeza irreparable y llorar—. Yo también me siento culpable de lo que sucedió con la niña. Te abandoné. Perdóname tú, pues soy el directo responsable de tu errónea decisión. La teniente se acercó en ese momento. — ¡Bueno, señores —miró a todos—, creo que esto es todo por hoy! ¡Recojan sus instrumentos! ¡Los espero en la puerta! ¡Muchas gracias, y que vuelvan! — ¿Vendrás el domingo? —Se despidió Gina, abrazándolo, mientras recibía el disco que él había destinado especialmente para ella.
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—Con la bendición de Jesucristo, aquí me tendrás hasta que salgas libre —La besó en la mejilla.
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22 La mamá del Pequeño Maquinista Tuve la oportunidad de conocer de cerca a la madre de Michael el domingo siguiente, día en el cual regresé a la casita de la vía a Cota con el anhelo de acompañar al músico al mercado, setenta horas después del concierto que su banda hubo ofrecido en la cárcel del Buen Pastor. No había visto a Antonio durante todo ese lapso, pero lo que sucedió durante ese fin de semana me fue narrado por él mismo unos días después, veinticuatro horas antes del concierto que se habría de llevar a cabo en la cárcel de La Picota. Me contó que la tarde y la noche de ese viernes, depararon para él más de una inesperada sorpresa. Por primera vez, en todo el tiempo que llevaba viviendo en ese lugar, Ana había decidido ir por el niño hasta allá. Eran las cinco de la tarde. Lloviznaba suavemente. — ¿Y eso? —Le había preguntado él, absolutamente sorprendido, cuando la vio frente a su puerta—. ¿Qué puede traer a una mujer tan elegante hasta los barrizales de este humilde sector? —Vengo por el niño— Aparentó ella una frialdad que jamás hubo sentido—. Planeo estar con él todo el fin de semana. No sé, tal vez me lo lleve de paseo fuera de Bogotá. Por un instante, Antonio se quedó perplejo, observándola de pies a cabeza. Hacía más de un par de años que no se detenía a reparar en ella de esa forma. Estaba bella esa tarde. Y es que, sin duda, Ana era una mujer muy sensual en su manera de vestir, en la manera de mirar y en el marcado bosquejo de su expresivo maquillaje. Él sabía todo esto y, la verdad es que, a pesar de haber enfocado su alma años atrás por el camino que lleva hacia Dios, su cuerpo de hombre jamás la había olvidado. Incluso, como él mismo me lo confesó después, se soñaba con ella alternativamente y despertaba luego, empapado en sudor y lleno su corazón de una confusa y triste añoranza, y se levantaba a buscarla entre las sombras, donde ella ya no existía. —Mike está acostado —Suavemente tecleó él con los dedos de su mano derecha sobre el marco de la puerta—. Ha estado un poco resfriado. Nada grave, pero tendrás que abrigarlo muy bien si es que pretendes llevarlo en medio de este viento y esta lluvia. —Listo —Estuvo ella de acuerdo—. ¿Puedo seguir para ver qué le pongo? Además, necesito que me preste usted su baño. —Claro —Se hizo él a un lado del rectángulo de la entrada. Michael dormía profundamente. Arrunchado entre dos almohadas, su cuerpo estaba reponiendo el sueño perdido de la noche anterior. Había venido experimentando fiebre, malestar y desgano. El músico le había suministrado en tres oportunidades, en el lapso de veinte horas, un par de pastas masticables de desenfriol pediátrico. La fiebre había cedido hacia la madrugada, pero el pequeño
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no había estado en condiciones de ir a la escuela. Cinco minutos después, Ana salió del baño, ajustándose el cinturón de su corta falda de moda a la colegiala. Antonio aún no había entrado a despertar al niño. La estaba esperando algo nervioso, de pie, en el rellano de la salita. — ¿Te preparo un café bien caliente con panela, o tienes afán? — Le miró las costosas sandalias de alto tacón. — ¿Café con panela? —La mujer sonrió. Se acicaló con ambas manos su cabello largo, rubio y ondulado—. No es mala idea Tony, pero yo lo preparo. ¿Está bien? —Perfecto. Si hubiese yo querido ser estricto, este pasaje de la novela se habría llamado: La última caída de Antonio. Pero decidí no llamarlo de esa manera, porque no me sentí con el más pequeño derecho para juzgarlo. Él era tan humano como cualquier hombre de Dios pudo ser, o quizás como yo mismo alguna vez fui. Además, Ana era la madre de su hijo. Consecuentemente entonces, ante Dios ella era su esposa legal. Por otra parte, ese nuevo y corto encuentro le reportó a él un jugoso y hermoso paisaje, en la manufactura de los que llegaron a ser sus últimos logros musicales. El atardecer del viernes navegaba lento hacia el anochecer. Algo natural. Eran las cinco y cuarto. Ana estaba de espaldas, haciendo el café, frente a la modesta estufa de Antonio. Él la observaba desde la arista del cuadrado de la estructura virtual de la cocina. Le parecía extraño e inquietante tenerla allí, tan cerca. Tomó entonces una decisión nada espiritual. Caminó hacia ella. La asió muy suavemente de la cintura, por los costados. —Jamás dejaste de ser hermosa —Le rozó el torrente de cabello con su mejilla, muy cerca del oído. La mujer se estremeció ligeramente. Giró sobre los tacones de sus sandalias doradas. Lo miró, con una brizna de tristeza en las pupilas. Él entonces levantó la mano derecha y le acarició una onda de esa cascada de pelo rubio. No le dijo más. Se besaron largamente. Se hundieron lentamente en el túnel del reencuentro, en el recuerdo del pasado y en el anhelo de algo nuevo. Se desvaneció la realidad de los sentimientos tan profundamente, tan ardientemente, que no repararon en Michael, quien ya había despertado y estaba observándolos desde el hueco de la puerta que daba al cuarto. — ¿Te vas a quedar a vivir con nosotros, mami? —Rompió el niño la cuerda del aire de aquel beso de sus padres, extrayéndolos de su apasionada fantasía. Se separaron sin afán. Lo miraron. El músico no pudo contener un enorme suspiro, un resuello retenido a medias en el trazo de su vida melancólica. Ella caminó hacia su hijo. Se inclinó. Lo abrazó con fuerza. —Tal vez no pueda quedarme a vivir con ustedes por ahora, pero creo que puedo sentarme un rato en el sofá. ¿Te parece? Se quedó con ellos hasta el domingo a mediodía. Para ella pudo ser ése un fin de semana diferente, algo extraño y particularmente definitivo. Sin embargo, para Antonio fue un desastre, aunque también fue el despertar de una
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vez por todas de un inapropiado sueño. La primera noche, juntos, la del viernes, luego de beberse media botella de vino tinto, y cuando Michael se quedó dormido y el reloj de los celulares señalaba las once en punto, empezaron a besarse con dulce pasión, sobre la cama. Todo habría sido magnífico, casi igual al todo de aquellas noches del pasado cuando engendraron a su tan deseado retoño, si en ese instante el cáncer del músico no le hubiese cobrado en su virilidad el duro tratamiento al cual él lo había sometido. Aunque ella se esforzó con mucho amor por ayudarlo a alcanzar una satisfacción cierta, ésta jamás llegó. No obstante, de alguna sensible manera, entre los hilos de una ternura retenida por tres largos años, lograron amarse física, totalmente, y por una última vez, en la escalada de sus vidas. Los relojes deambulaban cerca de las doce de la medianoche. Ana se había quedado profunda, abrazando a Michael. Antonio se levantó. Se llevó con él el remanente de la botella de vino, no sin antes cerrar la puerta del cuarto. Se dirigió a la salita. Allí permaneció hasta la madrugada, absorto, distante, fumándose los cigarrillos que ella había traído entre su bolso. Acababa de romper un récord de tres años sin fumar, sin beber y sin tener una mujer sobre su cama. Lloró en silencio. Aquilató el video mental de su castrante e inútil sexualidad. Trató de asimilar la irreversible situación. Creyó incluso de pronto llegar a pensar que Dios lo amaba demasiado y que no quería soltarlo nunca más. Este último y loco pensamiento, lo consoló, pero sólo por un minuto. Lloró aún más. Durante las dos semanas siguientes, trabajó sin descanso en su música. Ana se había llevado a Michael por unos días. Quedaron escritas siete nuevas canciones, seis en cadencia de rock —Púlsar, entre ellas—, y el último de sus temas, en una fusión sorprendente de Latin y suave metal —Senderos del alma. Les puso arreglos. Como siempre, grabó todos los instrumentos, también las voces. Hizo las mezclas. Editó a continuación un nuevo disco, el último. Luego, en la mañana del viernes, convocó a la banda para un ensayo. Todos asistieron. Les dio a conocer los nuevos temas. El grupo los repasó un par de veces. Mientras los saboreaban, se miraban entre sí, en tanto él cantaba —Un cambio interesante en la filosofía del Jinete de Luz, ¿no crees? —El bajista le comentó luego a Marcelino. —Parece más bien la caída temporal de un ángel, o el ácido despertar de un hombre confundido pero invencible— opinó el pianista. Sin embargo, a ninguno de ellos le disgustó el enfoque de esas líricas atrevidas pero reales, pues sus líneas seguían nombrando a Jesús, y seguían siendo profundas. Se ajustaban más quizás al patrón nostálgico del Antonio místico que al del compositor cristiano y alegre. No obstante, estaban acompañadas de buenas guitarras, con una suave distorsión, y volcaban interesantes arreglos para el teclado, los coros, el chelo y el bajo. Ya no había líneas para el oboe. Hacia las cuatro de la tarde, hicieron una pausa. Cocinaron almuerzo para todos. Intercambiaban bromas. Reían. Al final, al terminar el café tinto, Marcelino se acercó a Antonio. Se sentó a su lado allá, en el patio, sobre la ballena de piedra. El compositor había encendido un cigarrillo. — ¿Has vuelto a fumar? —El joven teclista lo miró a los ojos.
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—Sí, pero sé que mañana lo dejaré de nuevo. — ¿Te sientes bien, hermano? — ¿Qué quieres que te diga? Claro que me siento bien. Tú estás aquí. Los muchachos están aquí. A través de nuestra música, Jesús nos está uniendo hoy como quizás jamás antes lo había hecho. Eso es significativo. Es suficiente, como para sentirme más que bien, como para que todos nos hallemos bien. ¿No crees? La noche ya empezaba a pintar su azul de plomo sobre el final de la tarde. —Te veo muy triste —Marcelino chocó su mano con la de él—. Cuídate. No te alejes de Jesús, amigo. —Eso jamás sucederá, compadre. Puedes contar con ello. Puedes dormir tranquilo. Gracias por tus palabras.
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23 Concierto abortado El segundo concierto programado para esa estación fría del año, tuvo lugar en la Penitenciaría de La Picota, un mes después del éxito obtenido en la cancha de la cárcel del Buen Pastor. No obstante, la base instrumental de la banda no fue igual a la que llevaron a la prisión de mujeres. Esta vez incluyeron el sintetizador, el chelo, el bajo, la batería, las guitarras y las congas. No llevaron el tres ni los bongós ni la parafernalia. No hicieron música antillana. Solamente rock latino. De otra parte, Antonio no consideró oportuno llevar volantes con los coros de las canciones. Tampoco llegó él a imaginar que muy cerca de George —el veterano vocalista de Son Ziguaraya—, entre los muros de La Picota anidaba y aleteaba un miserable pájaro de mal agüero al que desde hacía muchos años habían apodado El terror del Magdalena o, simplemente, Piraña. El guerrillero había sido capturado seis meses atrás, durante un operativo policial llevado a cabo en un cafetín del centro de la ciudad de Cali y, dos días después, había sido plenamente identificado y acusado de secuestro, sedición, asesinato, tráfico de estupefacientes y concierto para delinquir. Pendía sobre su cabeza una condena de más de ciento veinte años. Por su parte, el gobierno de los Estados Unidos lo estaba requiriendo, dentro del proceso de extradición que le era seguido a varios guerrilleros y narcotraficantes colombianos. Cuando el guitarrista y sus músicos estaban instalando la amplificación sobre la tarima del auditorio de la penitenciaría, media hora antes de comenzar el concierto, George llegó hasta allí para colaborarles. El ex-cantante llevaba varios meses a cargo del sonido que se utilizaba para amplificar los eventos oficiales del penal. Se había ganado la estimación de la guardia, también la del director del penal. Su caso era bien conocido. Además, su brazo derecho había recuperado la movilidad. Estaba tocando de nuevo la guitarra. Sus cuerdas vocales también se habían restablecido, aunque no completamente. Se le escuchaba una voz casi normal. Por añadidura, no había vuelto a decir que él era dios. Tres minutos después, sobre el entarimado, Antonio y él se abrazaron con fuerza, con mucho calor y sin rencor alguno. — ¡Que bacanería tenerte aquí, compadre! —Gruñó George—. ¡Qué ganas tengo de escucharte tocar esa guitarra nuevamente! — ¡La alegría es mía, hermano! —Antonio le estrechó ambas manos—. ¡Creí que jamás volvería a encontrarte sobre este planeta! No hablaron más. Nada desagradable comentaron. Estaban realmente contentos de volverse a ver. Entonces, Antonio presentó a George a los integrantes del Jinete de Luz. Inmediatamente, todos se pusieron a conectar y a colocar cada aparato en su sitio, cada instrumento y cada cable en su lugar, cada micrófono en su paral. Parecía como si los muchachos de la banda estuviesen empezando a gustar de esa experiencia, la de ser parte de una agrupación solamente que le cantaba a Jesucristo de cárcel en cárcel. Encendieron el sonido.
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George había situado la consola de doce canales de la penitenciaría en el foso de la luneta del auditorio. Desde allí, podría monitorear mejor cada instrumento. Pensaba meter la voz líder por dos de esos canales. Se veía feliz, aunque tal vez habría deseado tocar con la banda. Antonio creyó adivinar esa posición. Entonces lo llamó. —Yo creo que podemos dejar los niveles de volumen y la calidad de la ecualización bien balanceados, a partir del monitoreo que nos dé la consola, para que subas y toques con nosotros —le dijo—. Puedes dejar a tu auxiliar a cargo de todo. Mira que la música que Jinete de Luz va a cantar hoy, no es ajena a los ritmos rockeritos que tú y yo hacíamos con Ziguaraya en los jams y en las tertulias. Casi todas las canciones que trajimos hoy están basadas en cadencias de rock latino. No hay música antillana hoy. No traje el tres. Pero los acordes no son del otro mundo. Podríamos mirarnos como a veces hacíamos en los bares o en los ensayos, para pillar a tiempo cada cambio esencial. ¿Tienes una guitarra? —Sí —Con nostalgia, George miró hacia los equipos—. Claro que todavía tengo mi guitarra. Pero no te preocupes. Me gustaría más escucharlos y hacerles un buen sonido. ¿Cuántas tandas tienes pensado hacer? —Tengo autorización para hacer dos, de una hora cada una. —Bacano. En la segunda tanda tal vez me anime a tocar con ustedes, cuando tenga la seguridad de que la amplificación y la mezcla están al cien por ciento. —Como quieras, hermano. George bajó a la luneta. Se hizo entonces una primera prueba de sonido con Tu isla y tu olvido, un rock latino de agradable cadencia, muy marcado, muy sencillo, el cual se desplazaba de principio a fin sobre la base de un bajo fuerte y dominante. Las guitarras, el piano y el chelo jugaban con él, en los fraseos, y se amalgamaban luego —como si fuesen el viento, la lluvia y el trueno en la mitad de la tormenta. Luego se separaban, sin dejar de complementarse. La batería eslabonaba la base de toda la estructura. A partir de esta prueba, George le disminuyó un poco a la intensidad de la guitarra de Antonio. Le subió a la voz. Luego, ecualizó el piano y la segunda guitarra para que hiciesen un contraste interesante con el bajo. Dejó la batería fuerte, pero sin delay, y algo grave. En seguida, le pidió al grupo tocar algo más para hacer una segunda prueba, la de los coros. Los internos ya estaban entrando y ya habían empezado a ocupar las sillas de la parte de adelante del auditorio. La banda entonces realizó en segundos la prueba de los coros, con Rapsodia para Jesucristo. George trabajó sobre el color y el cuerpo de las segundas voces, las cuales estaban entrando a la mezcla por dos canales. La consola se hallaba utilizando en ese momento sus doce salidas disponibles. Y empezó el concierto con Púlsar, séptima canción del último disco. La sombra de una extraña premonición cruzó por mi mente, aunque sólo por décimas de segundo, al escuchar un par de líneas de ese tema que hablaban de la bendición que podría significar para un hombre moribundo el ver el rostro de Jesús en ese instante. Eran las diez y cuarto de la mañana. George miró hacia atrás. Se acordó que el auditorio no tenía capacidad para ofrecer una silla a cada uno de los internos del penal, pero sabía que todos iban a querer estar allí. Notó entonces que algunos de ellos se
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estaban acomodando sin problema sobre el viejo tapete, a lo largo de las rampas de los dos pasillos. El Piraña ya había tomado asiento hacia el centro del salón. Observaba con detenimiento a cada uno de los integrantes de la banda. De pronto, su mirada se detuvo. Su pupila empezó a intentar enfocar al hombre que estaba cantando exactamente frente a él. Había algo muy particular en sus gestos, algo que le decía que esas facciones ya tenían un desagradable nicho en el basural de sus recuerdos. “¿Podrá ser este cantor aquel maricón cristiano de San Juan?” —Se inquietó, deseando tener en ese momento en sus manos unos binoculares. Se sintió molesto, burlado. Empezó a renacer su odio. Recordó que en lo más recóndito de su ser siempre creyó temer que sus disparos habían fallado en la cacería que le hicieron a Antonio a lo largo del río Juanambú, que Dalila había tenido la razón, que el vocalista había logrado sobrevivir. Ante la falta de binoculares, miró a todo lado. Luego, se puso de pie. Uno de los efectivos de la guardia que estaba apostado en el pasillo opuesto le hizo señas, para que se sentase de nuevo. El guerrillero le dio a entender, también por señas, que necesitaba ir al orinal, y hacia allá se dirigió. Cuando regresó, no se detuvo en la hilera en la cual antes se había acomodado. Caminó hasta la base misma de la rampa del salón. Allá se sentó sobre el suelo del corredor, pegado su brazo al primer asiento de la fila, a pocos metros de la tarima de los músicos. George, quien no estaba muy lejos de ese sitio, lo alcanzó a divisar antes de que se acomodase sobre el tapete. Recordó inmediatamente el alias por el cual el hombre era ampliamente conocido en la prisión. No obstante, pronto hizo a un lado su inquietud. El Piraña respiró profundo. Calculó que sobre ese ángulo del pasillo en el cual se había sentado, las luces no le permitirían a Antonio ver su rostro en ningún momento. Quería darle una especial y letal sorpresa. Decidió mantener la cabeza algo agachada, en tanto lo observaba de soslayo. La banda acababa de terminar su segunda interpretación —La última guerra—, un rock suave que centraba su argumento en el inminente y no muy lejano combate internacional de misiles, eso es, en el Armagedón del Apocalipsis. El auditorio aplaudió fuertemente. Sin embargo, alguien mezcló entre la algarabía uno que otro chiflido. Un interno aún más indiscreto que los de la silbatina se atrevió a pedir un vallenato. George escuchó los gritos y los chiflidos, pero no se inmutó. Sabía que las cosas iban bien. Con el pulgar de su mano derecha le hizo entonces una señal de satisfacción plena a Antonio, luego de llamarlo abiertamente por su nombre. El asesino del Magdalena, atento a todo lo que a su alrededor estaba sucediendo, se estremeció. Había alcanzado a escuchar claramente el nombre del líder de la banda, saliendo de los labios del gigante. El músico de Dios acababa de liberar el micrófono, del abrazo del corchete de metal. Lo había aferrado en su mano. Caminó hasta el borde de la tarima. — ¡Vamos a dedicarle otra canción a Jesucristo! —Vibró con fuerza el aire a su alrededor—. ¡Vamos a recordarle! ¡Vamos a situar su nombre en la siguiente canción: ¡Fracción de un sueño! Se clonó la silbatina. Sin embargo, el hermoso tema rompió el desorden, con su poético prólogo de guitarra y chelo. El miliciano sonrió. No cabía duda. Ése
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era el Antonio de San Juan. Su nombre, sus gestos, su voz y su cara lo decían. Era un hecho que el hombre no había muerto en el torrente del Juanambú. Empezó entonces su cerebro criminal a analizar las cartas que esa mañana estaban echadas sobre la mesa de su demonio particular. Su mano derecha bajó instintivamente hasta el talón de su pierna izquierda. Allí cargaba un punzón de zapatería, agudo y más o menos largo, tan largo y tan agudo como para poder fácilmente ser convertido en un arma mortal, dependiendo, claro está, de quien lo utilizase y hacia donde el punzón fuese dirigido. No obstante, el punzón no acababa de satisfacerle, como la herramienta ideal del plan asesino que su mente estaba urdiendo. No quería darle la más pequeña opción de supervivencia al exrecluta guerrillero, desertor y defensor de Cristo. Recordó entonces que tenía también un revólver, pero que estaba encaletado en uno de los talleres de trabajo del penal. Se aceleró la corriente de su equivocado cerebro. No pasaron tres minutos, cuando parecía haber encontrado la solución a su dilema. Se puso nuevamente de pie. Se dirigió hacia la salida del auditorio, sitio en el cual había alcanzado a ver unos minutos antes al oficial de guardia del patio de máxima seguridad al que él pertenecía, un hombre bonachón y robusto de apellido Quiñones. — ¡Teniente Quiñones! —Fingió respeto, cuando estuvo frente a él. — ¿Qué te pasa, Piraña? —Se inquietó el oficial, pues ya lo había visto rondando por allí—. ¿Por qué te sales tanto del auditorio? El bandolero dibujó con su cuerpo una reverencia inútil. —Señor, de verdad que no me siento bien escuchando esa maricada. Es de cachacos. Es estridente y corroncha; es una huevonada. Además, hoy es viernes. En el taller queda mucho trabajo por hacer. Preferiría estar allá. —Parece comprensible lo que alegas —Quiñones tosió hacia un lado—. Tampoco a mí me gusta esa música. Los cristianos no son de mi agrado, y menos si hacen rock. Sin embargo, no puedo dejarte ir solo al taller. Tampoco puedo dejar tirado mi trabajo y correr detrás de ti. ¡No hay solución, costeño! ¡Siéntate en la taza del baño y tápate los oídos mientras defecas! La banda ya había interpretado el cuarto tema del concierto —Aferrado al amor—, y estaba iniciando el siguiente —Dilemas. George recordó, al vuelo, haber visto al guerrillero abandonando su puesto minutos antes. Algo le decía que las cosas no andaban bien. Su memoria prodigiosa de músico hizo entonces una curva de zozobra, sobre una elipse de regresión, obteniendo como resultado la relación lógica entre un recuerdo de hace unos minutos con otro de hace muchos años. Visualizó despacio, muy despacio, mientras escuchaba emocionado las guitarras que vibraban en la sala, cierta noche en la cual, luego de un concierto de son en un bar de La Calera —al norte de Bogotá—, le oyó a Antonio narrar para los músicos de Son Ziguaraya todo lo que le había sucedido la vez que fue secuestrado en San Juan por la guerrilla, más los acontecimientos del día del bombardeo y el juramento de matarlo que hiciera en ese entonces el Piraña. El ex-cantante asimiló en seguida claramente toda la peligrosa coincidencia que se estaba entretejiendo en el aire en esa mañana de concierto. Se puso de pie. Se dirigió hasta la boca del corredor en la cual había alcanzado antes a ver al subversivo. Al no hallarlo por allí, decidió salir a buscarlo. Lo encontró cerca de la puerta de los orinales, charlando
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con Quiñones. Sin embargo, no hizo nada en ese instante. No se dejó ver. Penetró en el orinal. Volvió a salir a los treinta segundos. Entró de nuevo al auditorio. Ocupó su lugar en la luneta, frente a la consola. Su corazón latía, nervioso, acelerado. Antonio ya había iniciado En la huella del tiempo, sexto tema de esa primera tanda. Los internos parecían estar divirtiéndose con el concierto. Se los veía relajados, sorprendidos, alegres. A las once y cuarto de la mañana terminó el séptimo tema, el cual cerraba la primera tanda del espectáculo —Tu isla y tu olvido. Entre nuevos gritos y chiflidos, el auditorio pidió otro. George subió rápidamente a la tarima. Cogió el micrófono. Anunció que el grupo tomaría un receso de diez minutos, antes de iniciar la segunda tanda. La difícil audiencia respondió con más silbidos, más gritos y nada de aplausos. El ex-cantante se acercó rápidamente a Antonio. — ¡Tengo que hablar contigo! —Lo tomó del brazo y lo llevó aparte. — ¿Pasa algo malo, hermano? Te veo muy agitado. George respiró profundo. Se llevó las palmas de las manos hasta la punta de los labios. Luego las abrió. Colocó su mano derecha sobre el hombro de su amigo. — ¿Recuerdas al Piraña? Antonio frunció el ceño. — ¿Qué? — ¡Que si recuerdas al Piraña! —Claro que lo recuerdo. ¿A qué viene la pregunta? El gigante bajó su brazo. Señaló hacia la puerta del auditorio. —Está allá afuera, a la entrada de los meaderos. —Eso es una broma, ¿cierto? —Sonrió Antonio. — ¡No, hermano! —George movió los brazos con vehemencia—. ¡No estoy bromeando! ¿Quieres venir a verlo? ¿Quieres comprobar si es él o no? — ¡Claro que quiero comprobar eso! ¡Vamos! Bajaron de la tarima. Se encaminaron hacia la salida del salón. — ¡Camina detrás de mí! —Exigió George—. ¡No quiero que te vea! —Tal vez ya me vio. — ¡Por supuesto que ya te vio! ¡Pero no quiero que sepa que lo tenemos ubicado! Llegaron hasta la puerta que conectaba con los orinales. El Piraña ya no estaba por allí. Tampoco el teniente Quiñones. George se estremeció. En ese momento supo que su mente estaba tratando de tener bajo la mira a alguien mucho más astuto que él. Volteó a mirar a Antonio. Lo notó muy tranquilo. Supuso que tal vez el corazón del compositor sólo estaba pensando en los temas que irían en la segunda parte del concierto. Entonces se relajó, aunque no completamente. Regresaron sobre sus pasos. — ¿Ahora si vas a tocar con nosotros? —Enfrentaron al unísono los escalones de la tarima. — ¡No voy a tocar! —George se mostró inamovible en su decisión— ¡Ahora si que menos, hermano!
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— ¿Por qué no? Tus compañeros de patio y tus amigos se pondrán felices al verte sobre el escenario y escucharte tocar. Será algo irrepetible, ¿no crees? Será divertido e inolvidable, y le cantarás a Jesús también. —No, compadre. Tu vida está en peligro. ¿Es que no te das cuenta? Conozco a esa rata infeliz del Piraña. No voy a permitir que algo malo te suceda. No voy a tocar hoy contigo, ¿entiendes? — ¿Y qué vas a hacer? — Voy a guardar tu espalda, compadre: ¡Eso voy a hacer! —Como quieras, hermano. Que Dios te bendiga esa intención. Eran las once y treinta de la mañana. Michael estaba en su escuela. Yo me hallaba en la ciudad de Girardot, visitando a mi hija. Entre tanto, sobre el escenario del auditorio de la cárcel de La Picota, tres integrantes de la banda del Jinete de Luz —su líder y primer guitarrista, el segundo guitarrista y puntero de la banda, y Marcelino con su chelo— estaban brindando el motivo inicial de Rapsodia para Jesucristo, precioso tema alternativo latino que más bien parecía un poema musical de estudio. Los otros músicos aguardaban tranquilos, silenciosos, listos para entrar en la segunda parte de la canción, en el momento en el cual todo abría inesperadamente sobre un motivo de Rock Latin, entre un caudal de armonía y muchas voces. El Piraña acababa de regresar al auditorio. Había logrado hacerse a su revólver, tras dejar el cadáver del teniente Quiñones abandonado en un rincón oscuro del taller, con el punzón de hierro hendido hasta el fondo del corazón. La mente enloquecida del subversivo no se detenía ante nada. Incluso estaba llegando a creer que, al acabar con Antonio, acabaría con Jesús mismo y con toda la familia cristiana. Odiaba tanto al uno como al otro y a los otros. No existía diferencia de historias ni de conceptos, ni de nombres, entre el Señor Dios y los humanos, en el laberinto de su lúgubre demencia. Sin embargo, George, que estaba atento más a sus movimientos que al sonido del concierto, lo había visto regresar. Se puso de pie. Se olvidó de la consola. Se dispuso a intervenir. Había seis guardias de uniforme azul oscuro, apostados a lo largo de cada rampa. Y había otros tantos en las puertas y en los orinales. Cada uno llevaba por lo menos un sólido mazo de madera en la mano. Unos pocos, los oficiales de alto rango, portaban revólver. El Piraña recordó muy bien todos estos detalles, a medida que descendía lentamente a lo largo del corredor del flanco izquierdo del salón. Su mente venía calculando las distancias y la ubicación de los efectivos a una velocidad impresionante, inusual. También miraba con asesino morbo hacia los escalones que conducían a lo alto de la tarima. Continuó acercándose a los músicos. Sus manos iban ocultas en los bolsillos del pantalón. Una de ellas aseguraba el contacto con el arma. Avanzaba como si estuviese embutido en el cuerpo de una diabólica pantera. De súbito, sucedió algo que él no esperaba: El último uniformado de la columna, el que se hallaba apostado al extremo inferior de la rampa por la cual él se estaba desplazando, lo detuvo. — ¿Qué carajo es lo que haces para arriba y para abajo, Terror del Magdalena? —El oficial era oriundo de San Juan de Pasto—. ¿Es que no puedes quedarte quieto en un sólo berraco sitio, carajo?
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— ¡Voy a sentarme allá adelante, hombe! —El bandolero lo encaró—. ¡No quiero perderme ni una nota de esta gloriosa velada! ¿Hay algún problema en eso? —Lo siento, Piraña —El guardia le cerró el camino—. Tú te me vas a sentar donde yo te diga, y te vas a quedar allí quietito como si fueras un pollo de nevera. Si te veo otra vez caminando por ahí, te encierro por un par de horas en el calabozo. ¿Si me entiendes, pues? En décimas de segundo, el subversivo tomó una decisión no negociable. No podía permitir que un simple guardia, y menos un pastuso, le estropease sus planes en un momento tan decisivo. El uniformado definitivamente le estaba malogrando todo. Por su culpa ya parecía imposible blandir el factor total de la sorpresa con el cual había venido contando. No le importó entonces, ni siquiera de soslayo, reflexionar y visualizar que la estrategia emergente de ataque que estaba por ejecutar terminaría equiparándose con el más desquiciado y suicida estilo de cualquiera de los más ignorantes terroristas musulmanes. Por su parte, George, quien no lo había perdido de vista ni por un instante, abandonó el foso de la luneta. Se dirigió hacia el pasillo, exactamente hacia el punto en el cual el guardia le estaba impidiendo el paso al guerrillero. A su vez, mientras seguía cantando, Antonio estaba observando desde el entablado toda la escena. La rapsodia acababa de entrar en ese raudo y transparente túnel de los coros, los cuales propagaban con fuerza el nombre de Jesucristo. Las voces se estaban sumergiendo en la cadencia afro-latina de las congas y el matiz de rock de la armonía base. Era el efecto del latin. Sonaba más poderosa la canción, casi orquestal. Los internos acogieron con entusiasmo el cambio de la figura musical. Tanto así que, por primera vez, desde que hubo empezado el concierto, empezaron a aplaudir con verdadera admiración, ajenos a lo que estaba por venir. Habían pasado veinte segundos nada más, desde que el guardia se hubo interpuesto en el camino del Piraña. Éste lanzó rápidamente su mano derecha hacia la malla del bolsillo en el que llevaba el revólver. Sacó el arma y, recuperando el factor de la sorpresa, le descargó al uniformado un tiro en pleno rostro. La sangre del guardia le salpicó la cara. Él, simplemente se limpió los cuajos escarlatas que alcanzaron a bañar su nariz y sonrió, al verlo caer muerto a sus pies. Giró sobre su cuerpo, sin demora. Inició una maratón demente. Intentó cubrir en un santiamén el tramo de rampa que le faltaba para alcanzar el primer escalón de la tarima. Su cerebro insano escaneaba sin descanso la posición exacta de la cabeza de Antonio. El cañón de su revólver también husmeaba en el aire, en pos de su objetivo. George no esperó más. Decidió atacar. Corrió también y, en un segundo, sumando los kilos de su alta y maciza humanidad, se abalanzó sobre el asesino, para cruzarse en su camino y truncarle el epílogo de su endemoniado plan. El Piraña no lo había visto venir. Grande fue entonces su confusión cuando lo sintió caerle encima. Chocaron aparatosamente. Rodaron por el suelo, en una trenza de músculo y aversión que se precipitó por la pendiente que llegaba hasta el foso de la luneta. El arma escapó de las manos del criminal y rodó también hacia el fondo de la rampa, aunque con mayor aceleración.
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Antonio había detenido la rapsodia en el instante exacto del disparo que le voló la cara al oficial sureño. La guardia se había duplicado en un abrir y cerrar de ojos. Los uniformados gritaban, ordenando a todos los internos no moverse de sus asientos. Sin embargo, la algarabía que se empezó a formar en el teatro amenazó con crear un maremágnum mucho más desagradable. Se escucharon varios disparos, provenientes de las armas de algunos oficiales. Las balas impactaron en el techo y sobre el piso. Los internos optaron por quedarse quietos. Dos guardias corrieron hacia el fondo del pasillo del ala izquierda, para intentar auxiliar a su compañero, que ya estaba muerto. El Piraña y George seguían forcejeando en el foso de la consola, pero, pronto, lleno de esa fuerza tal vez ajena que desde hacía algunos años lo venía acompañando, el ex-cantante logró dominar al guerrillero. Con el muelle de hierro de sus manos, lo mantuvo quieto, atenazado por el cuello. — ¡Aquí no vas a matar a nadie más, cerdo asesino! —Le hundió las rodillas en el vientre—. ¡Si llegas a tocar a mi hermano, te desollaré vivo, rata bastarda! — ¡Más tarde nos pillamos tú y yo solos, maricón! — Logró farfullar el forajido, tragándose su impotente odio. Como respuesta, recibió un puñetazo que lo puso a dormir por un buen rato. Un grupo de guardias les cayó encima. Cerca de ellos, uno de los oficiales de alto rango, luego de recoger el revólver del Piraña, se llevó a George, para encerrarlo en uno de los calabozos, en tanto se aclaraba la secuencia de los hechos. Otros dos arrastraron al aún inconsciente miliciano a otra galera, en espera de las mismas circunstancias. Antonio y sus músicos fueron retenidos por varias horas. Durante el interrogatorio que tuvieron que afrontar, el cual tuvo lugar en las oficinas que la fiscalía tenía dentro de las instalaciones del penal, el compositor decidió extender su declaración. Con nombres y fechas exactos, habló de los espantosos hechos que vivió en manos de los guerrilleros en el departamento de Nariño. Incluyó la violación que sufrieron los muchachos y las niñas de San Juan. Relató también el miserable asesinato de Manuel, en el torrente del Juanambú. El Piraña, el Motosierra y El Abejorro, quedaron mucho más sucios de lo que eran, ante el desafortunadamente inconsistente mamotreto de la justicia colombiana.
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24 La fuga del Piraña El músico regresó a casa tarde, esa noche. Por supuesto que los fiscales no lo habían hallado culpable de nada. Por el contrario, después de escuchar su declaración, le ofrecieron protección. Él no la aceptó. De otra parte, a partir de esa declaración y del concepto que los guardias tenían de George, el ex-cantante fue exonerado de todo cargo. Fue liberado del calabozo antes de la madrugada. Sin embargo, una tensa inquietud quedó balanceándose en el cerebro de Antonio al momento de salir de la prisión. Nada le fue garantizado, en cuanto a la determinación que se iba a tomar con el Piraña y con George, a raíz de su enfrentamiento. No se sabía aún cuál de los dos iba a ser trasladado a otra penitenciaría, es decir, si iban o no a ser distanciados para evitar posteriores represalias, particularmente por parte del guerrillero. No obstante, un alto oficial de la dirección de La Picota quedó en telefonear a la casa de la vía a Cota en cuatro días hábiles, para comunicarle si se había llegado a alguna decisión al respecto. Pero tres días después, un poco antes de lo pactado, Antonio recibió la llamada de aquel oficial, de apellido Pardo. Sus palabras no fueron muy halagadoras. Era el día lunes, ocho de la mañana. —Me temo que debo hacerlo partícipe de una muy mala noticia —Le advirtió, a través de la línea, después de saludarlo—. Esta madrugada, cuando El Piraña era conducido bajo medidas de extrema seguridad a La Isla, nuevo centro penitenciario de máximo resguardo situado más allá de la localidad de Usme, el camión blindado perteneciente a la fiscalía fue bombardeado por ocho insurgentes. El conductor y los cuatro guardias que iban custodiando al guerrillero fueron incinerados dentro del mismo. El músico se estremeció, a este lado del teléfono. — ¡Dios del Cielo! ¡Cómo se puede albergar tanta crueldad en el alma! —El Piraña fue liberado por una cuadrilla de las FARC —continuó Pardo—. Los facinerosos se atrevieron a entrar hasta la capital de una forma absolutamente temeraria. Algunos testigos dicen haber visto una camioneta negra de vidrios polarizados rondando por allí. Ahora bien, y no es del todo extraña la coincidencia, resulta que la extradición del Piraña acababa de ser aprobada por el alto gobierno unas horas antes. Entonces, mi llamada es para decirle a usted, señor músico, que se haga consciente del peligro en el cual está toda su familia. No sobra advertirle que cuide su espalda. Es posible que los bandoleros estén bien informados de su declaración. Esos miserables se enteran de todo, y no perdonan nada. —Por mí no se preocupe, oficial —Antonio le agradeció—. Dios le bendiga por su llamada. Si hay algo que yo pueda hacer por las familias de los hombres que murieron en la emboscada, estaré disponible. No lo olvide. Cuente conmigo, por favor.
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La fuga del Piraña había sido tan espectacular y sorpresiva, como inmisericorde. La noticia viajó esa mañana por los satélites de la televisión del mundo entero y a través de las frecuencias de la radio nacional. Se comentaba que El Abejorro y el Motosierra habían comandado el bombardeo del camión blindado, y el asesinato del conductor y los guardias. Decidí entonces ir hasta la casa de la vía a Cota. Llegué allá una hora más tarde, minutos después de la llamada de Pardo. Antonio me recibió, ligeramente preocupado. Me contó sobre la llamada. — ¿Qué piensa hacer? —Me senté a su lado. —Nada que no sea poner la vida de Michael y la mía en las manos de Jesús. No sé, probablemente decida ausentarme de Bogotá por unos días. Pienso que esos hombres deben tener muchas más cosas que hacer que simplemente perder su tiempo persiguiendo a un cantante callejero como yo. Sin embargo, voy a llevar al niño a otra parte, tal vez a casa de mis padres. No creo que esos miserables hayan tenido acceso a la dirección de esa casa. Hace muchos años que mi familia no vive en el sector cuya ubicación llegó a conocer El Abejorro, cuando me interrogó en el campamento de las montañas de Nariño. Sé que no los encontrarán. Si quisieran realmente vengarse, me buscarán sólo a mí, si es que logran averiguar donde vivo. Como quiera que sea, es el Señor Dios quien traza los designios para el hombre. Voy a orar por mis viejos y por mi hijo. También voy a orar por los niños de los guardias que fueron tan cobardemente incinerados esta madrugada. Me ofreció una taza de café. Una hora más tarde, a las diez, Michael ya se había levantado. Estaba sentado sobre el viejo sofá. Totalmente absorto, observaba la foto central y a doble página de un libro que ilustraba algunas de las características del comportamiento natural de los depredadores felinos del sur del Sahara. La imagen era excelente. En ella, varios leones —machos y hembras— estaban dándose un festín de cebra, en medio del atardecer africano, observados desde no muy lejos por un grupo de hienas manchadas hambrientas. El niño se veía realmente fascinado con la foto. — ¿Por qué los leones matan a las cebras? —Señaló la ilustración con su dedo índice. —Porque son carnívoros —El músico lo miraba desde su asiento, frente al computador. — ¿Qué es eso? — ¿Qué cosa? — ¡Carnívoros! —Eso quiere decir que los leones se alimentan básicamente de carne — Me acerqué a él—. Y puesto que nadie les lleva la carne al sitio en el cual se encuentran, ellos tienen que matar para obtenerla. Por eso se les clasifica como “carnívoros”. Esa es su condición natural. Así lo dispuso el Creador. Además, sus cuerpos al morir alimentan la hierba y los arbustos, que es lo que las cebras comen. Eso también es parte del plan de Dios sobre las bestias de la tierra. Así se cumple el ciclo de la vida en ellas. El niño señaló entonces a las hienas, expectantes allí, al fondo de la gráfica. — ¿Y esos perros sucios, por qué no están comiendo con los leones?
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El músico se puso de pie. Se acercó al sofá. Alzó a su hijo, y se lo llevó para mostrarle unos video-clips de hienas que tenía él en un CD de la National Geographic que había adquirido para él un par de meses antes. Lo sentó sobre sus piernas. —Las hienas también son carnívoras, al igual que los leones —Magnificó la imagen que se estaba desplazando sobre el monitor—. Como puedes ver allí, esas hienas están persiguiendo a una pequeña cebra. Sin embargo, las hienas no son tan fuertes como los leones. A veces matan para comer, pero, otras veces, como en la foto de tu libro, se sienten algo perezosas, o no han logrado cazar nada. Es entonces cuando de pronto encuentran a los leones en su festín, pero, para poder participar de él, tienen que esperar a que ellos terminen de comer y se vayan a descansar. Cuando eso sucede, se acercan a lo que queda de la presa, lo que los leones han dejado, la carroña, que es lo que resta sobre los huesos y en las vísceras de la cebra. — ¿Qué son las vísceras? —Son los órganos internos de los animales y de los seres humanos. — ¿Las hienas comen huesos y basura como los perros? —Creo que a veces no tienen otra opción. En ese momento, pensé que podía yo volver a intervenir. —Siempre había tenido por descontado que las hienas eran absolutamente carroñeras —Señalé la foto del libro de Michael que ahora tenía yo en mis manos. —Igual pensaba yo —Antonio dejó al niño sobre el asiento del computador, y se ubicó a mi lado—. Y al pensar así, al equivocar el prisma del papel real de las hienas en ese parque particular de la naturaleza, extrapolé la idea, y llegué a visualizar a Satanás más como un carroñero con alma de hiena que como un depredador con instinto y astucia de león. En la segunda carta de Tesalonicenses podrá usted leer que el Señor, al final de los tiempos, le facilitará al hombre perdido, al seguidor del anticristo, un poder engañoso. Con este poder terrenal, el impío va a pensar que todo está perfecto, que el máximo organizador del universo está con él. Y caerá más profundo, exactamente en el abismo en el cual Jesús lo quiere ver, para que no tenga ni la menor opción de arrepentirse y de remontar hacia el verdadero camino. Entonces, el Maestro Divino se alejará de él. Dejará lo que de ese hombre haya quedado, para alimento del carroñero del infierno. Se estremeció mi alma. Esa forma de decir las cosas, la tajante analogía, tan segura y tan verticalmente apoyada en las Sagradas Escrituras, era lo que me empujaba a cada instante a escuchar al músico, y a dialogar con él. —Sin embargo —objeté—, es difícil creer que Satán, con toda su astucia, con toda su oscura inteligencia, no se haya dado cuenta de que está ganando solamente la basura del mundo, de que jamás podrá obtener las primicias. Se le ve a Lucifer, sin la menor duda, el perfil total del perdedor, del suicida. Y, no obstante, a veces creo escuchar sus carcajadas de triunfo, cuando lo que realmente debería hacer es gemir, puesto que sólo está ganando el tuétano de los mediocres espíritus humanos que tanto luchan por parecerse a él.
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—Papá —interrumpió Michael la conversación inocentemente—, ¿no me vas a llevar hoy a la escuela? — ¿Quieres ir? —Antonio se puso de pie—. Ya van a ser las diez de la mañana. —No importa la hora. Llévame, ¿sí? Quiero jugar con mis amigos. —Está bien, hijo. Perdona que me haya olvidado de ti. He estado algo preocupado por los últimos acontecimientos. La escuela de Michael —Liceo Cristiano Mi Dulce Ilusión— no estaba muy lejos de la casa. Nos tomó sólo diez minutos llegar allá. La construcción era diminuta, pintoresca, llena de color, cual si hubiese sido diseñada para convertirla en parte de una fábula de Rafael Pombo. Frente a ella había una plazoleta circular no muy grande, poblada de palomas y rodeada por una docena de viviendas de un solo piso. Michael estaba recibiendo allí, entre otras cosas, orientación bíblica. Todos los días las profesoras le cantaban a Jesús y oraban con los niños. Les leían las Sagradas Escrituras. Era un lugar perfecto, apacible y sencillo. Luego de dejar al chico con su profesora titular y de presentar disculpas por la hora de la entrega, el músico me invitó a que nos sentáramos por un momento en la única banca de piedra que había frente a la institución, hacia el centro de la plazoleta. Tal vez quería él pensar en cualquier cosa, mas no en el peligro que su vida corría. La mañana estaba clara y fresca. No había ni la más inquieta nube, entre la bendición del cielo azul. Todo parecía estar sereno como el viento. Sin embargo, repentinamente, un silencio con aristas grises flotó por un par de minutos entre el arrullo de las palomas y la paz del lugar. El aire se esparció pesado, tenso, cual si un gas venenoso se estuviese de pronto dispersando fugaz y silenciosamente por entre los dinteles de las puertas de la angosta callejuela por la que habíamos llegado. Recordé a los niños del Egipto del Faraón. Volteé a mirar al músico, preguntándome si él estaba percibiendo también aquella oscura inquietud. Así era. Sus ojos estaban enfocando con atención una camioneta negra de vidrios polarizados y techo de burbuja que se había detenido en la esquina del único cruce que se podía ver desde la plazoleta, cien metros a la izquierda de nosotros. Pensé inmediatamente en Michael. Volteé a mirar hacia la puerta del liceo. —Ese tipo de vehículos jamás me ha gustado —Luché por ignorar una nube de zozobra, en el momento mismo en el cual la burbuja arrancaba rechinante para reiniciar su camino. —Tampoco a mí —Antonio se puso de pie—. Ya vuelvo. No me demoro. — ¿A dónde va? —Allí a la vuelta no más. No me demoro. Caminó hasta el cruce de los callejones. Dobló la esquina. Tomó sólo cinco minutos en volver a aparecer. Traía consigo una bolsa con pan fresco. —Ojalá estén hambrientas —Se sentó de nuevo. Luego se enfrascó en desmenuzar muy fino el pan. Empezó a botar las migajas no muy lejos de la banca. Las palomas poblaron de inmediato el suelo de adoquines que estaba cerca de nosotros. — ¿Cuándo piensa llevar a Michael donde los abuelos?
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—Hoy mismo —Tomó aire lentamente un par de veces. Luego retomó la conversación que el niño había interrumpido allá en la sala de la casa—: ¿Se ha preguntado alguna vez por qué razón el Señor no pulverizó a Satanás desde un principio, cuando el maligno desafió la Creación y coartó los planes que Él tenía para el hombre y la mujer en el Edén? —No —Respiré también profundo—. Sinceramente, nunca me había detenido a pensar en ese punto. —Hay tres conceptos que responden a ese interrogante. No sé cuál de los tres le va a parecer a usted el más acertado. En primer lugar, Lucifer no fue ni ha de ser pulverizado, porque ése sería un castigo obtuso para él, sería un castigo sin reprimenda, y el Señor no hace las cosas de esa manera. Es necesario que Satanás, desde el fondo abismal e inalcanzable del lago de fuego y azufre al cual será lanzado para siempre, pueda ver, pueda escuchar y pueda sentir. Él, Lucifer, está destinado a observar desde allá, y por toda la eternidad, a ese Jesús triunfante cuya muerte y cuyo sufrimiento sobre la Tierra el ángel siniestro en su momento tanto disfrutó. Y le será permitido también mirar hacia los bosques del Cielo, para que pueda ver la felicidad sin límite de los hombres a los cuales jamás logró vencer, en especial a aquellos cristianos a los que él hizo masacrar. Y a manera de cambio, así suene mordaz, debe el demonio sufrir, entre su sed sin esperanza, la asquerosa compañía de los ángeles malditos que lo siguieron y a quienes él, debido a su naturaleza soberbia, siempre ha odiado. Ellos le harán aún más inaguantable el recuerdo de su derrota. Debe sufrir, por añadidura, la compañía de los más depravados, de los más inicuos humanos, la carroña, los ladrones inmisericordes, los abominables, los asesinos, todos aquéllos que abiertamente le vendieron su alma y se convirtieron en sus ángeles menores y en sus hijos. Estos desgraciados también aullarán en el infierno y lo maldecirán hora tras hora, eternamente, hundidos sus cuerpos hasta el cuello entre un lago de fuego, estiércol y azufre. Volví a estremecerme. A veces parecía que no estuviésemos hablando del mismo Creador, del Creador de aquella diminuta escuela, del Creador del pequeño Michael, del Creador de aquel cielo azul, del Creador de las palomas. Pero en el fondo de mi ser siempre supe que el final de Satanás y de su perversa prole terrestre tendría que llegar, así se desvaneciesen simultáneamente, aunque sólo por un segundo universal, las imágenes grandiosas de la Tierra, aquéllas que algún día fueron parte de la omnipotente imaginación del Padre. —En segundo lugar —prosiguió Antonio—, Lucifer no es pulverizable como lo es el hombre. El hombre fue hecho del barro de la tierra. Ese barro sí es pulverizable. Según Génesis, el hombre no ha consumido aún del Árbol de la Vida. En tanto no lo haga, no le será posible vivir eternamente. El impío, el enemigo de Jesús, el hombre malvado, el que no quiso creer en Él, ése no tendrá ni la más mínima oportunidad de acercarse a ese bendito árbol. Su espíritu será desintegrado entre el lago de fuego. Esa es la muerte segunda, concepto del cual habla el libro de La Revelación. Pero los príncipes del Señor Dios, los ángeles, ésos no son hombres. Son ángeles. Ellos ya consumieron del Árbol de la Vida. Buenos o no, no son pulverizables. Desafortunadamente entonces, la esencia de los ángeles malvados no podrá ser jamás desmenuzada en átomos, pero sí será atormentada
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en fuego que nunca se apagará. Esa será su muerte eterna. Allá se encontrarán todos, la carroña real de Satanás, con la carroña humana. ¿Ha leído usted a Zaratustra? Asentí, con un movimiento de cabeza. —Este maestro y sacerdote persa —continuó— destaca en sus escritos que el hombre no está viviendo simplemente una vida de libre albedrío sobre la Tierra, sino que se encuentra en medio de una batalla universal que desde hace siglos libran las fuerzas del bien contra las fuerzas del mal. En esta batalla, los ángeles del Dios Creador y los ángeles del demonio se disputan el alma de cada ser humano. — ¿Pero, por qué tanto poder en manos de un príncipe maligno? ¿Cómo es posible que el Señor Dios tenga que estar sometido a luchar contra Satanás por siglos enteros? —La respuesta a ese interrogante es precisamente el tercer concepto que quiero exponerle —Hizo una pelota con la bolsa en la que había traído el pan y la guardó en uno de sus bolsillos—. Lo que hace a Lucifer tan peligroso, es que él no fue un ángel de alas cortas, en el Cielo de los siglos que antecedieron a la creación del hombre. El poder que el Todopoderoso dio a algunos de sus hijos, entre ellos a Jesús, a Miguel, a Gabriel y al mismo Lucifer, fue de inimaginables dimensiones. Fue un elogio universal. Cuando Satán se reveló, cuando pretendió alcanzar la altura de su Padre, demostró ser oscuramente genial, pero iluso. No obstante, él no inició su locura en base a cero fundamentos. Por el contrario, él ya se había enterado de su condición de ángel no desintegrable. Se había prendado de sí mismo. Se había sentido absolutamente orgulloso y seguro de la dimensión de su poder. Esto lo llevó a creer firmemente que alcanzar a Dios no era imposible. Es lo que puede pensar fácilmente un hijo de hombre en cualquier día de su juventud: que alcanzar y superar el poder de su padre no es tarea de remota quimera. Tan grande era el poder de Lucifer y tan sorprendente su carisma, y esto nos lleva a recordar a Hitler, una de sus más siniestras encarnaciones, que no fueron diez ni cincuenta, sino miles de ángeles rebeldes, hordas espirituales enteras, los que lo siguieron. — ¿Por qué el Padre lo creó, entonces? —Las Sagradas Escrituras responden a esa pregunta: “Todas las cosas ha hecho Dios para sí mismo, y aún al impío, para el día malo”. — ¿Qué significa ese versículo en la realidad de Satanás? —Significa que debemos entender que el Creador accedió a perder contra un hijo malvado, aunque sólo por una millonésima de segundo de su tiempo divino. Su intención fue sabia. Quería arrebatar para sí mismo a los humanos que en verdad le habrían de amar. Quería conocerlos. Reunirlos. Declararlos dignos de renacer, en el lugar que Él preparó para ellos. Deseaba premiar eternamente a los que no se inclinasen ante Satanás, a los que humildemente lavasen sus errores en la sangre de Jesús y le amasen, a los que no aceptasen ser hijos de la oscuridad. — ¿Lucifer no fue creado entonces a partir de la Luz del Espíritu de Dios? —No. Él fue creado de las sombras del universo. No puede haber luz, si no hay oscuridad. Satán, el hijo aberrante, el ángel maligno, el impío, nació en la bruma del cosmos. Surgió de las tinieblas del infinito, para volver pedazos el alma
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de millones de seres humanos y compartir luego con ellos el tormento del infierno. Él es el acusador, ante el tribunal de Dios. Él pondrá al descubierto el insano espíritu de aquéllos que jamás podrán amar a Jesús y que, en consecuencia, nunca serán dignos de hacer parte de la Generación del Nuevo Reino. El día del Juicio del Señor será “el día malo”, para esa humanidad malvada. Esa es la tarea de Lucifer, reclutar para sí mismo toda esa prole miserable. Por eso es que él y sus ángeles, por concesión sabia del Creador, han tenido la Tierra bajo su dominio por siglos enteros. Los esbirros de Satán no están peleando por monedas, pero, igual, arderán en el averno. — ¡Fascinante análisis! —Me puse de pie—. ¿Le provoca una taza de café? —Sí. Es una buena idea. Vayamos por él. Salimos de la plazoleta. Volteamos la esquina. Entramos en la cafetería donde minutos antes Antonio había comprado el pan para las palomas. Pedimos el café, en vasos desechables. Luego regresamos a la plazoleta. Nos sentamos de nuevo, frente al liceo. — ¡El problema entonces no fue jamás sencillo! —Saboreé mi tinto. —No, no lo es —Él hizo lo propio—. Jamás lo fue. Es, como dijo Zoroastro, un problema universal. Sin lugar a dudas Satanás, al igual que su Padre, también fue un creador, pero el creador del universo del mal. Y así como el Señor Dios tiene sus hijos en número incontable, así también Lucifer tiene los suyos. Por eso es triste ver cómo millones de hombres y mujeres se empeñan en ignorar el verdadero poder del Ser Supremo, el verdadero poder de Jesús, e incluso el verdadero poder del demonio. Esa inercia espiritual los lleva a ser parte del ejército en el que más cómodos se sienten, que es el de la hedonista familia de Lucifer. Y, sin embargo, pretenden negar su existencia cuando la verdad es que lo tienen muy cerca, le han abierto las puertas de su hogar y las de su corazón. Han elegido ser sus hijos. Es tan común ver hombres que se miran día a día en un espejo, sonríen, y se esfuerzan sólo por multiplicar el monto del oro que tienen guardado. Manipulan opciones comerciales. Roban. Deifican el poder del dinero y de las posesiones que acumulan, una sobre otra, y siguen sonriendo. Llegan a creer que jamás morirán, que son eternos; que pueden vivir y perdurar, ignorando la Ley de Dios. Son ridículas imágenes, imitaciones mediocres, de la bestialidad y la estupidez de su padre, el diablo. Por eso actúan como él. —No obstante, para nosotros es estimulante saber que Lucifer recibirá un castigo que congelará para siempre la mueca de su burla. Me miró largamente. Había escuchado con atención mis palabras. Siempre lo hacía. Jamás ignoraba a su interlocutor. Jamás dejaba de mirarlo a los ojos, a través de la ventana de su corazón, junto a la cual Jesús quizás permanecía. De pronto, una débil paloma quiso volar desde la banca hacia la plazoleta, pero cayó en sus manos. Él la dejó allí, entre la curva de sus dedos. Le acarició tiernamente la cabeza. El animal no intentó escapar. —En ese punto que usted acaba de tocar, es exactamente donde encaja la presencia de Jesús —esbozó—. Tan inmenso fue el poder con el cual fue engalanado Satanás, que para huir de sus garras tendrá el hombre que contar con algo más que su deseo y su esfuerzo personal. Tendrá que contar con la
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intervención del Maestro y con la Redención que Él nos ofrece. Él, el Príncipe de los Príncipes, el hermano sabio de los Hijos del Creador, hombre de corazón brillante y limpio, Dios de Amor, nos heredó los conceptos invencibles que posee y proyecta, que son los que más enardecen a Satán: La misericordia, la humildad y la sabiduría. Estos tres conceptos se aferran a la columna imbatible que sostiene al verdadero adorador de Dios, que es la Fe. Y la Fe se complementa con otra columna, que es la que afirma el ejército celestial a la profecía cósmica: el Fuego del Cielo. Ese fuego no es terrenal. Es el mismo fuego que consumió a Sodoma y Gomorra. El demonio será derrotado bajo el poder de la Fe y del Fuego del Cielo; también sus ejércitos. Él jamás va a cambiar. Jamás va a entregarse. Jamás va a querer despegarse de la Tierra, y jamás va a arrepentirse de sus actos. Él siempre fue un ángel equivocado, un espíritu demente y despreciable, un dios perdedor. Y en el universo, los dioses perdedores son utilizados, humillados, y arrojados para siempre de las estrellas, porque su insensatez no sirve para nada en los planes del Creador. — ¿Y, el Edén del Génesis? —Si lo que usted me va a decir es que Satanás derrotó al Creador en el Edén, le daré la razón. Sin embargo, como ya le expuse, esa derrota fue parte de un plan divino. Satanás no es nada sabio, frente al Padre, a pesar de su enorme poder. Podría haber sido fulminado en cualquier instante, en la presencia de Adán y Eva. El fruto del Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, es la metáfora de la muerte, la antítesis del Árbol de la Vida. La filosofía que Satanás transportó al interior de la razón del hombre, la del absoluto placer de los sentidos, no fue una sorpresa, en la omnisciencia de la voluntad de Dios. Por el contrario, fue el primer motivo de una historia que tenía que darse, para afirmación de la Sabiduría del Creador y para derrota absoluta del reino universal de la oscuridad. Jesús, con su muerte en la cruz, le restituyó al Padre la satisfacción, por la invención de la raza humana y desvaneció la sombra que se atrevió a interceptar la Luz del Sol Universal. La muerte de Jesús le reintegró al Creador todo el amor que Él merecía, y que el hombre le había negado hasta entonces. Gracias a Jesús, el hombre aprendió a amar a Dios. El Amor de Jesús le hizo saber a Satanás que jamás habría de triunfar, que existirían cientos de miles de Adanes y de Evas que lo rechazarían y que se negarían a consumir del fruto del Árbol de la Muerte, y que, además, esperarían a Jesús con fe para conocer a su verdadero Padre y para poder acceder al Árbol de la Vida. Hizo una pausa larga. Respiró profundo. Miró hacia el firmamento, allá donde las nubes dibujaban siluetas blancas mientras el astro central hendía su más fuerte rayo hacia el infinito mar del aire. Yo me sentía estupefacto. —Cuando Jesús estaba muriendo en la cruz —murmuré, sintiendo que mis ojos se humedecían—, ¿por qué llegó a creer que el Padre lo había abandonado? —Porque Jesús estaba muriendo como hombre, no como Dios. Porque su conciencia humana estaba al borde de una tristeza irremediable, absoluta, y porque todo su ser estaba colapsando entre un dolor inmaterial que nadie podrá jamás imaginar. El demonio sabía eso, y por eso estuvo tentando a Jesús a cada
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instante de su vida sobre la Tierra. Quería verlo negarse a su tarea, quería verlo olvidarse de su Amor por el hombre. Satanás estuvo en Belén, en el desierto, en Jerusalén, en el desamor de Judas, en el odio de los judíos, y en el rechazo de la humanidad. Estuvo detrás de la conspiración del supuesto pueblo de Dios, y en las manos y en la boca de Pilatos. También estuvo a un lado de la cruz, riendo, atormentándolo, convocando la presencia de los demonios que Jesús alguna vez hubo humillado. Estuvo en las palabras del mal ladrón y en la boca insultante de los esbirros romanos. Jesús sufrió como hombre, no como Dios, una de las muertes más degradantes, creada por la imaginación depravada de Satán. Fue perseguido, acusado, traicionado, humillado, abofeteado, azotado, insultado, golpeado, herido y crucificado. En medio de su dolor humano, entonces, en el límite de su dolor físico, y en la angustia de saber que estaba muriendo y que dejaba atrás un mundo confundido, equivocado, clamó al Padre por el perdón de toda esa muchedumbre. No pidió por sí mismo y lloró, por toda la miseria que veía venir sobre la Tierra. Su muerte no fue nada fácil, fue inmisericorde, fue adimensional, fue un morir miles de veces. Si a ese momento le sumamos el rostro de Satán cerca de Él, tentándolo una vez más para que negase su amor, si a ese instante le añadiésemos esa voz siniestra que lo invitaba a claudicar, a rendirse, a perder el desafío, a dudar del amor del Padre, a arañar la idea de la derrota, entenderemos el llanto y la incertidumbre de Jesús. Tenía que ser así, a la manera de un fracaso del cual el hombre siempre fue el culpable. Por eso ese fracaso sólo se conjugó en la mente humana, no en la mente universal. Tenían que cumplirse los términos de un acuerdo esbozado siglos atrás entre todas las fuerzas del etéreo: El Padre no podía intervenir, así como Jesús tampoco podía negarse a su tarea, bajarse de la cruz y aplastar de una vez por todas a la miserable humanidad. Me revolví, sobre la banca de piedra de la plazoleta. — ¿Se habría sometido el depredador, que así es como le dice usted a Lucifer en uno de sus canciones, a enfrentar ese desafío? —No. El demonio, debido a su cobardía y a su falta absoluta de amor por nadie, jamás se habría sometido a vivir por un segundo ni la más sencilla de las pruebas que enfrentó Jesús. —Estoy de acuerdo, pero, ¿y si Lucifer, al intentar mañana asimilar su horrendo castigo, se arrepiente de su maldad como lo hizo Judas y se le ocurriese quitarse la vida en lo profundo del averno? Antonio sonrió. Él sabía muy bien que yo había hecho esa pregunta..., más por el deleite que pudiésemos obtener los dos al repasar lo que el demonio sentirá en medio del destino que se trazó para sí mismo, que debido a una posible ignorancia mía de la respuesta a mi propio interrogante. —Usted sabe bien, hermano, que él no tendrá esa opción. La tuvieron y la tienen los que fueron y los que son sus lacayos sobre la Tierra. Recuerde a Hitler, a Judas, a Pilatos, a Nerón, si es que hemos de mencionar a algunos de los suicidas más famosos de la Historia. Pero el demonio, único creador del horror de la autoeliminación, no tendrá esa alternativa. Precisamente, su esencia de ángel no pulverizable, condición que le dio el valor y la confianza suficiente para enfrentarse al Padre, condición que lo hizo creerse igual a Él y que le permitió
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atreverse a humillar a un Jesús moribundo, será la misma que le impida huir de su castigo eterno e inmisericorde.
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25 Celeste, año 2.004 Pasaron cinco días sin que pudiese ir a la casa de Antonio. Había tenido que viajar a Medellín, para trabajar en la corrección de algunos textos que iban a ser publicados durante las semanas siguientes. Sin embargo, desde allá traté de comunicarme con él un par de veces, mas no pude contactarlo. Cuando regresé a Bogotá, lo primero que hice fue ir a buscarlo a su casa, en la vía a Cota, pero tampoco lo encontré. No estaba en la capital. Había dejado a Michael con los abuelos, muy temprano esa mañana de domingo, luego de llamar a Ana para pedirle que le permitiese al niño estar con ellos por unos días por cuestiones de seguridad. Y entonces, se había marchado solo para Celeste. No sé realmente cómo recibí su decisión. Nunca había llegado a pensar que él quisiese algún día regresar a la villa del seminario. Nunca me lo comentó. Pero lo hizo. Así era él. Además, quería quizás con ese viaje amortiguar el fondo del peligro al cual estaba expuesta su vida o, viéndolo desde un prisma muy diferente, había tal vez decidido servir de cebo para atraer a sus enemigos tan lejos de Bogotá como fuese posible, para apartarlos de su hijo hasta que soplasen nuevos vientos. Se había llevado entre su chaqueta la vieja réplica del cristo de bronce de la capilla que tanto lo acompañó desde que tuvo que dejar el convento de los maristas. ¿Qué podía imaginar que encontraría allá? Jamás en la capital había intentado siquiera buscar un directorio telefónico de Celeste para, en caso de encontrar uno, llamar y comprobar si el seminario aún existía. Él sabía muy bien que, luego del devastador terremoto de 1.970, cualquier cosa habría podido suceder. Nunca había olvidado tampoco que muchas veces escuchó decir que durante el desastre había desaparecido gran parte de la villa. Estaba entonces yo empezando a asimilar el repentino viaje del músico con cierta calma cuando, de súbito, me sentí nuevamente intranquilo. Llegué a temer que él pudiese de pronto decidir seguir hacia San Juan. No obstante, mi inquietud fue de nuevo apaciguada cuando recordé que el municipio del volcán ya no estaba en poder de la guerrilla y que tampoco estaba en el recorrido que hay entre la ciudad de Bogotá y Celeste. San Juan se hallaba ubicado mucho más abajo, mucho más al sur de la ciudad del seminario. Hasta allá no iba a ir posiblemente él. No tenía realmente a qué ir allá. Volví a tranquilizarme. Sin embargo, al instante recordé también que San Juan y sus habitantes, de acuerdo con las últimas noticias nacionales, estaban en serio riesgo, ante una inminente erupción del volcán Galeras. No era nada improbable que Antonio decidiese de pronto bajar hasta su ciudad natal para dar una voz de aliento a todos los que se encontraban en peligro. Eventualmente, ante toda esta serie de incertidumbres, de conjeturas inestables, pensé en Dios, en su grandeza, en su sabiduría. Y a Él le encomendé en una profunda oración la vida del papá de Michael. El líder del Jinete de Luz iba sentado al lado de una de las ventanillas de un veloz y moderno intermunicipal de color verde. Eran las nueve y media de la
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mañana de aquel domingo. Llevaba consigo su guitarra y algunos de los nuevos discos de su música, los cuales ya incluían sus últimos temas de rock-latin, además de la participación genial de Marcelino en el piano, el chelo y el oboe. Llevaba igualmente unos pocos compactos de su música de alabanza antillana, un lector portátil y sus audífonos preferidos. Iba escuchando sus canciones. Iba pensando en Jesús y en la gente que, sin el más pequeño dolor, se niega a creer en Él. Sus ojos tristes miraban más allá del vidrio, hacia el horizonte trazado por la cresta de la montaña. Al no encontrarlo en su casa, regresé sobre mis pasos. Me metí a una cafetería cercana. Me tomé un tinto. Mientras así lo hacía, recordé una de las últimas conversaciones que él y yo habíamos tenido días antes de aquel viernes del fatídico concierto de La Picota. —Hay algo que usted me comentó ayer —había yo sondeado, en esa oportunidad—, algo que me gustó oírle decir y que me gustaría hoy escucharle manifestar de nuevo: ¿De qué manera es que toda esta música que está escribiendo le está ayudando a purificar su alma? —Se lo voy a repetir con gusto, pero con diferentes palabras —había contestado él—. Cada canción de este proyecto de música antillana y rock latino que yo escribo, es para mí como tener, como poseer espiritualmente, todas aquellas cosas materiales de la vida que ya no deseo acumular. Es un sano sustituto de los atractivos del mundo. Llena. Reemplaza. Lava. Es como un bálsamo para el corazón. Espanta mi angustia. Puede llegar a ser una oración en la mañana, una plegaria muy personal en cada tarde, un decirle al Señor: “Te amo”, en cada pensamiento de la noche. A menudo, cuando el maligno ronda cerca de mí, cuando sus tentaciones son más fuertes que el escudo de mi voluntad y siento que puedo caer, me vuelco sobre el disco, lo escucho, y logro sentirme más cerca de Jesús. Allí, entre los pliegues del manto del Maestro, consigo siempre encontrar un blindaje impenetrable que protege los remiendos de mi alma. Para mí, ese disco no es un simple disco, uno más. No. Ese disco es un eslabón indestructible entre Jesús y el sentido de mi vida. —¿Debo entender entonces que cuando usted no desea orar normalmente, cuando quiere hablar de una forma diferente con Jesucristo, escucha sus alabanzas e interioriza cada palabra de cada canción cual si a través de cada nota y de cada frase estuviese en verdad comunicándose con Él? —Eso es exactamente lo que me pasa con esta música —Señaló la guitarra y algunos discos que ese día estaban sobre el sofá. — ¿Y por qué tuvo que ser música de ritmos afro-antillanos y rock latino? ¿Por qué no himnos o música Gospel? —La canción antillana y el rock llevan años conmigo. Aparecieron de súbito en mi vida y allí se quedaron, llenando mi corazón de una manera distinta, particular. Además, creo que el sentir esas cadencias como si fuesen parte de mi naturaleza, de mi sencilla habilidad, me hace cantarlas sin esfuerzo y sin pereza. Y, lo que es más grandioso aún, si a esa facilidad de interpretación le añado el amor que se manifiesta en las líricas que escribo para Jesús, creo que no estoy lejos de sentirme realmente feliz, así, navegando en un mar de agua tranquila, cada vez
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que escucho o que canto esos temas. Es un fenómeno naturalmente espiritual, diría yo, porque siento de verdad que me estoy comunicando con mi Redentor. Además, como cada canción encierra una inquietud diferente, una preocupación que envuelve bien sea a los niños, a los indigentes, a las prostitutas, a los que hacen abominación de su nombre, a los drogadictos, a los depredadores, o a aquéllos que aún no han descubierto lo que vale el amor de Jesús, cantar o escuchar esos temas se convierte en una oración que puede repetirse con fe cuantas veces sea necesario, para que Él escuche lo que mi alma le implora. Medio desocupada, la flota intermunicipal bajaba rauda, hacia la llanura del Valle del Cauca. Eran las doce del día. Antonio estaba tratando de ordenar los recuerdos y las ideas, mientras el autobús continuaba su ágil recorrido. De cuando en cuando, el silencio del interior del automotor era roto por las bocinas de los carros que viajaban en sentido contrario. También de cuando en cuando, la suave penumbra que flotaba entre las cortinas del intermunicipal era quebrada por el vuelo fugaz de uno u otro rayo de sol que se colaba por alguna ventanilla para incrustarse más allá de los asientos desocupados. Casi todos los pasajeros iban durmiendo. Antonio no. Él jamás había podido dormir en esas circunstancias. Su mente era demasiado inquieta. Extrajo entonces desde un bolsillo de su chaqueta el cristo de bronce. Se puso a examinarlo cuidadosamente. Hacía días que no reparaba en él como ahora quería hacerlo. Hacía mucho tiempo que no lo observaba con atención. Ahora, sin embargo, sabía que al mirarlo de nuevo no estaba viendo al Jesús al que él venía buscando desde hacía algunos años. Sólo estaba apreciando la respuesta que de Jesús tuvo su corazón cuando era niño, cuando cantaba alegre, cuando sufría, o cuando su vida estaba en peligro. Ahora, el Jesús al cual él perseguía ya no podía caber en un pequeño crucifijo de metal. ¿Por qué lo llevaba consigo entonces? Tal vez porque la réplica del cristo del seminario no había perdido su carisma particular y porque la imagen había terminado por convertirse en el más hermoso recuerdo de su niñez y de su adolescencia. Ese ícono había llegado a ser, en su memoria, el escudo que algún día le enseñó a su corazón a tener fe en Jesucristo mismo. A las cuatro de la tarde, el autobús llegó a Celeste. Antonio se sintió ajeno, extraño, ligeramente triste. Se terció su guitarra al hombro. Descendió despacio de la flota. Miró para todo lado. El aire de la pequeña ciudad estaba fresco. La temperatura era agradable, gracias a las características del clima templado de la zona. Los hombres de “La ciudad blanca” —así llamaban sus habitantes a Celeste— seguían andando en pantalón claro y camisa de manga corta. Las mujeres, en livianos vestidos de telas de colores y sandalias planas. El músico no había olvidado nada de eso. Tampoco había olvidado el camino desde el terminal de buses hasta la villa de los maristas, así que no tuvo que preguntar nada a nadie para dirigirse hacia allá. Además, quería por sí mismo abrir la incógnita de qué era al fin lo que había pasado con el seminario. Si aún estaba allí, o no, y qué tanto había cambiado. Veinte minutos más tarde, al llegar a la esquina de la villa, empezó a encontrar respuestas: Las paredes externas de la casa central de la amplia edificación, no eran ya aquellas paredes coloniales, agrietadas y amarillentas del convento que él abandonó en 1.970. Ahora, la construcción
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mostraba una moderna mole de ladrillo rojo con bandas de baldosín azul y blanco. La puerta ya no era tampoco aquel mamotreto rectangular de color verde, madera vieja y pesadas hojas que él traspasó por última vez en la mañana del terremoto. Ahora, la mansión tenía un firme y costoso portón de color marrón, el cual ostentaba una cruz grabada en alto relieve sobre cada una de las hojas de madera de pino. Por otra parte, en los años del seminario, a medio metro del dintel superior de la puerta, solía haber un óvalo de varillas de estaño que se arqueaba hacia su centro, para conformar el nombre del seminario: Villa Marista. Ahora, incrustada firmemente en la pared, a un metro setenta del piso y sobre el costado izquierdo de la puerta, había una firme placa de acero inoxidable de unos treinta centímetros de lado que decía: Hogar del Niño de la Villa. Antonio se estremeció. El seminario entonces no existía más. Pensó en seguida en la capilla. Y no esperó un minuto más. Cruzó la calle. Presionó el timbre, que se hallaba al lado derecho de la puerta. No se demoraron mucho para abrirle. Cuando eso sucedió, ante sus ojos tenía él a una mujer de mediana estatura, de dulces facciones y de edad madura, vestida con un manto hebreo — un sayo— de color blanco, y no con un hábito de color negro como el músico pudo quizás haber esperado ver. — ¿Puedo servirle en algo? —La señora había franqueado, a medias, la hoja de madera. Oteó por encima del hombro de ella, tratando de enfocar el interior de la villa. —Me llamo Antonio. Vengo desde la capital. Acabo de descender de un intermunicipal de color verde. — ¿Y qué se le ofrece, Antonio? —Yo solía estudiar aquí, cuando niño. Solía cantarle a Jesús en latín. — ¿Usted es hermano de la enseñanza? ¿Pertenece a la congregación de los maristas? —No. No llegué a serlo. De hecho, yo tuve que abandonar este lugar la mañana del terremoto de 1.970. Al escuchar estas palabras, la mujer tuvo un ligero sobresalto. Miró a su interlocutor profundamente a los ojos y, sin más demora, abrió la hoja de la puerta totalmente. —Pase, por favor. Siga. El músico se acomodó su guitarra sobre el hombro. Caminó hacia el vestíbulo. Allí se detuvo por un segundo. Observó hacia el interior de la casona. Recordaba haber visto de niño un pequeño atrio lleno de flores, al extremo de aquel corredor. Comprobó con alegría que el atrio aún permanecía allí. —Mi nombre es Aurora —Levantó ella la mano, señalándole un camino diferente al que llevaba hasta las instalaciones alternas de la villa—. Soy la consejera espiritual de este hogar. Permítame ofrecerle un asiento en la sala de la recepción. Quisiera hablar con usted por unos minutos. Antonio la siguió hasta el interior de un recinto brillante y limpio. Al cabo de unos segundos, se encontró sentado frente a un inmenso vitral policromado que mostraba a Jesús, caminando sobre las aguas del Mar de Galilea. Su corazón se sacudió por un instante. No recordaba haber visto ese vitral allí, cuando vivió en
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el seminario. No obstante, en el transcurso de otro instante, sintió una paz enorme. Cerró los ojos. Respiró profundo. Le agradeció al Señor en silencio estar sentado en esa sala, cuando lo que había imaginado ante la puerta de la villa era que no iba a ser fácil poder ingresar allí. Abrió de nuevo sus párpados. Aurora se había sentado muy serena, frente a él. —Lo he invitado a seguir, porque he tenido un sueño anoche —empezó ella a decir—, y porque sé que era usted quien estaba en ese sueño. Sabía que usted iba a venir. Él dejó entonces de mirar hacia el vitral. Fijó la vista en la mujer que le estaba hablando. La había escuchado perfectamente. Pero no dijo nada. No sabía realmente qué decir, ante semejante comentario. No entendía tal vez lo que estaba sucediendo. No visualizaba aún nada de lo que iba a suceder. — ¿Aún le canta al Jesús de ese vitral que estaba mirando? —La pregunta fue hecha a quemarropa. El músico se estremeció de nuevo. No obstante, muy pronto una brecha de entendimiento empezó a abrirse en su mente de seguidor de Jesucristo. Consecuentemente, se olvidó de cualquier temor que pudiese estar rondando por su alma. Abrió el bolso del estuche de su guitarra. Extrajo uno de sus discos de alabanza. Se lo alcanzó. La mujer observó la cubierta del compacto. Leyó en silencio el nombre de la colección —Senderos del Alma—, elaborado en caracteres azules, sobre fino papel de esquela. Luego reparó en el nombre de la banda — Jinete de Luz—, impreso en letras verdes. Los dos textos formaban un ángulo de noventa grados entre sí. Finalmente, volvió a mirar a Antonio. —En una de sus canciones habla usted del Mar de Galilea, ¿cierto? Él asintió, con un movimiento de cabeza. Extrajo el disc-man, del fondo del estuche de su guitarra. Puso a sonar la bachata del Atardecer. Le alcanzó los audífonos. Ella empezó a escuchar, luego de presionar un poco los casquetes contra sus temporales. Treinta segundos más tarde, miró al músico fijamente. Se veía conmovida, desde los pies hasta el cabello. Parecía que las líricas y el oboe de la más hermosa alabanza que contenía el disco, estaban tallando huellas en su mente. Él no le quitaba la mirada de encima. Había notado su estremecimiento. Sin embargo, se propuso esperar tranquilo a que ella escuchase íntegramente la canción. Su corazón se apaciguó. Sabía muy bien que no tenía nada que temer, sabía que no estaba ante una patrocinadora del comercio del mundo y menos ante una lectora del tarot o cosa parecida, aunque quizás estaba ante alguien que tenía algo que decirle, algo que comunicarle, no a través de la adivinación o de la vulgar brujería, sino a través de un mensaje real de Jesucristo. Recordó que, en las Sagradas Escrituras, había numerosos eventos que entrelazaban mensajes otorgados por Dios a los hombres, a través de los sueños. José, en Egipto. Daniel, en Babilonia. ¿Había ella recibido algún mensaje para él a través de un sueño? Era necesario dialogar mucho más con aquella mujer que parecía saber algo que él aún no sabía de sí mismo, o que parecía conocerlo desde siempre. Estaba entonces él así, pensando cuál sería el próximo paso a seguir, cuando de pronto el eco lejano de un piano llegó hasta sus oídos. Recordó inmediatamente al hermano Samuel. La diapositiva del teclado del seminario ondeó sobre el lago de su memoria. El tiempo parecía estar balanceándose entre el presente y el pasado.
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Deseó estar cantando de nuevo en latín. Deseó también ir inmediatamente a la capilla. Un minuto más tarde, Aurora le entregó los audífonos. Le sonrió por primera vez. —Esa es la canción de mi sueño. Hay muchas cosas que debemos hablar, Antonio. Sin embargo, lo noto un poco inquieto. ¿Quiere preguntarme algo? —Sí. ¿Aún existe la capilla que había al final del corredor central de la villa hace treinta años? —Sí, aún existe. Por supuesto que sufrió también la destrucción parcial que la mayor parte de la edificación experimentó ese día del terremoto, pero, con unos cambios, allí aún está. Me dijo usted que, de niño, solía cantar en el coro, ¿cierto? —Sí, señora, yo cantaba en los coros del hermano Samuel. Solíamos cantar en la capilla, en latín. Yo era la voz líder de los sopranos. Ella sonrió de nuevo. La piel de su rostro resplandeció. El músico entonces extrajo de su chaqueta el pequeño cristo de bronce. Sin decir nada, levantó la palma de la mano parcialmente abierta, sosteniéndolo en el aire, para que Aurora lo mirara. Ella observó el ícono, y entendió la pregunta sin palabras que él acababa de elaborar con ese gesto. Asintió con la cabeza. —Sí, el cristo está todavía allá —Se puso de pie — ¡Vamos! Él la siguió. Aunque casi todo había cambiado abrupta pero positivamente en el interior de la villa, Antonio aún recordaba el camino que llevaba hacia la capilla. Mientras se dirigían hacia allá, su corazón empezó a latir con fuerza. Guardó entre su camisa la pequeña réplica del crucifijo que le obsequiase su tutor musical la mañana del terremoto. — ¿Puedo pedirle tres cosas, a cambio de lo que en este momento estoy haciendo por usted? —La voz de la mujer se proyectó en un eco suave hacia el final del corredor. —Puede pedirme lo que su corazón desee— La voz del músico formó a su vez su propio eco. —Cuando salgamos de la capilla, desearía que me acompañase hasta otro lugar de la casa, para que conozca a alguien. —Ésa es una sola cosa. ¿Cuáles son las otras dos? Aurora se detuvo, ante la puerta del pequeño templo. —La segunda…, es que le cante esa alabanza del Mar de Galilea a alguien que le voy a presentar. Entraron en silencio hasta el umbral de la iglesia, solitaria a esa hora. Ante los ojos incrédulos del compositor, flotó en el aire, en el mismo sitio, el cristo de bronce de su niñez. Los años retrocedieron inmediatamente, sobre el bumerán del tiempo. El corazón aceleró su ritmo, entre la armadura de los huesos. Temblaron las corvas. El canto de los niños muertos en el terremoto vibró como voz de fantasma, alrededor de las columnas. No obstante, el piano ya no estaba allí. La banca en la cual él y el hermano Samuel se sentaron a leer la carta de su padre años atrás, tampoco existía más. Caminó despacio. Se aglomeraron a un costado de la mente los cantos gregorianos. La melodía de su primera canción —Jesús y los niños—, se asomó a la escena, trayendo consigo el dolor de haber quebrado un
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par de veces la promesa de cantarle sólo a Él. Se humedecieron las pupilas. Se le dilató un solo minuto en millones de segundos. Luego, sintió un calor inmenso. Aurora se había detenido en el atrio de la entrada. El músico continuó solo hacia la imagen. Llegó hasta allá, hasta el pie de la cruz. Posó sus ojos tristes sobre las pupilas inmóviles del crucifijo. Sus rodillas cedieron con inmenso respeto y buscaron el suelo, pero no para adorar la imagen sino para agradecer al Dios Real el haber podido regresar a ese lugar tan anhelado. Oró por un tiempo largo, con los párpados cerrados. Recordó una vez más al tutor pianista y a los hermanos aspirantes que no sobrevivieron a la tragedia de 1.970. Sin embargo, bendijo a Dios, cuando percibió que el corazón le decía que todos ellos ya tenían un lugar en la Jerusalén del Cielo. La consejera había decidido entrar hasta el altar. Se acercó a él. —Éste fue uno de los pocos espacios que no cayeron durante el terremoto —Miró ella también hacia la enorme cruz de bronce—. Quizá por eso, todos los que aquí vivimos hemos decidido no cambiar su aspecto para nada. Tal vez es así como el Señor ha querido que las cosas sean. Antonio se puso de pie. Volvió a acomodarse al hombro su guitarra, pues mientras oraba la había sostenido erguida contra el suelo. Miró a la mujer con gratitud. Estaba dispuesto a cantar durante tres días en la villa si era necesario. —El Señor le bendiga por haberme conducido hasta aquí—. Observó por última vez el cristo de bronce—. Estoy a su disposición. ¿A quién tengo que conocer? Salieron del templo. Se dirigieron hacia el centro de la villa. Una vez allá, en el corazón de piedra de lo que alguna vez fue el eje mismo del seminario, allí donde solía haber un enorme patio de recreación rodeado por tres pisos de salones y dormitorios levantados sobre columnas de ladrillo, Antonio encontró otro hermoso atrio también lleno de flores. Sin embargo, extrañó el patio de su niñez. Levantó la vista. Observó que todas las columnas y los arcos habían sido remodelados, al igual que las paredes. Todo estaba mucho más suntuoso. —Acompáñeme —Señaló Aurora hacia unas escalinatas que nacían en una esquina del poliedro de las flores. Llegaron al tercer piso. El compositor se abstrajo, mientras ingresaban a la galería de las recámaras. Recordó el largo salón dormitorio que tenía el convento de su infancia, el cual estaba organizado a lo largo de un único corredor que daba la vuelta alrededor del rectángulo de la construcción, con las camas y los armarios formando dos hileras opuestas que dejaban un ancho pasadizo en la mitad. Todo allí también había sido reestructurado, en el transcurso de esos treinta años. El viejo pasillo de sus sueños de seminarista había sido desechado, rediseñado, pintado, y dividido en cómodos aposentos que lucían finas separaciones de acrílico y amplias ventanas encortinadas. Ya no se veía deambular por el dormitorio a ningún hermano de sotana negra y crucifijo de metal al pecho. En su defecto, Antonio se cruzó con un par de mujeres jóvenes que vestían uniformes de color blanco y azul plomo. Ellas lo saludaron cortésmente. Sin embargo, no saludaron a la consejera. No parecieron reparar en su presencia. Él respondió al saludo.
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Sin dejar de escuchar en su interior algunas voces del pasado, y sin dejar de preguntarse por qué Aurora llevaba puesto un sayo y no un uniforme, se propuso disfrutar ese momento. Siguieron caminando, a lo largo del dormitorio. De repente, Aurora se detuvo, ante la entrada de uno de los compartimientos. Oteó hacia adentro, hacia la ventana que daba hacia las canchas de fútbol de la villa. Saludó con voz suave y amorosa a una niña que estaba sentada sobre la cama, mirando a través de los cristales. Se desplazó hacia ella. Él se quedó quieto, ante el hueco de la puerta, preguntándose qué iba a pasar a continuación. Aurora lo llamó casi en seguida. —Ella es Paola —le dijo, cuando él estuvo suficientemente cerca. La niña sonrió débilmente para el músico. Él se conmovió en lo profundo de su corazón al verla. No obstante, le sonrió también, con el calor diáfano de sus ojos de color marrón. —Me llamo Antonio —Se sentó a su lado—. Vengo a cantarte una canción. La pequeña lo miró largamente. Tenía sólo siete años, y leucemia aguda. Sus padres la habían abandonado cuando era sólo una bebé. La piel de su rostro estaba extremadamente pálida, casi transparente. Se le veía adherida a la superficie de los maxilares, los pómulos y el cráneo. Sus ojos negros eran dos lagos afligidos y profundos que brillaban como estrellas solitarias, hundidos en los arcos de las ojeras que encarcelaban el conjunto. La quimioterapia había arrasado con su cabello. Su cabeza estaba rasurada. Lucía sobre la frente una cinta verde clara, y en el centro de la cinta una piedra diminuta y refulgente de color violeta. A pesar de la devastadora enfermedad, la niña se veía preciosa. El músico no había dejado de observarla por un solo segundo, desde que se hubo sentado a su lado. La amó, desde el primer instante. Tomó en seguida una decisión. Así era él. Se llevó la mano derecha al bolsillo de la camisa. Extrajo de allí la tan resguardada réplica del cristo de bronce de la capilla. Se lo mostró, manteniéndolo recostado sobre la palma de su mano. Ella sonrió de nuevo. — ¿Lo reconoces? Paola asintió, con un sólo movimiento de su cabeza rapada. Antonio le tomó entonces la mano derecha con sus manos. Le dejó el valioso cristo entre los dedos. —Es tuyo. Guárdalo. Cuídalo mucho. No permitas nunca que nadie te lo arrebate. —Jamás dejaré que me lo arrebaten —Visiblemente emocionada, la pequeña apretó el cristo contra el costado de su corazón. —Eso es —Lleno de alegría, el músico empezó a abrir el estuche de su guitarra—. Muy pronto notarás que Jesús ha hecho un nicho en tu corazón. Nadie podrá entonces arrancarte al Dios de Amor de allí, y te curarás. Ahora, ¿quieres escuchar esa canción? —Sí —Paola se reacomodó sobre la cama. Le hizo una seña a Aurora, para que se sentase junto a ella. El arpegio del Atardecer —la alabanza del Mar de Galilea del Jinete de Luz— empezó pronto a filtrarse por cada rincón del corredor del dormitorio de la villa. La voz de Antonio quebró firme y suavemente el silencio de los aposentos.
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Entonces, como en un mágico cuadro de película animada, el hueco de la puerta del cuarto de Paola empezó a llenarse de niños, de aquellos niños que algún día estuvieron desprotegidos, de aquellos niños que algún día se encontraron desnutridos y enfermos, de aquellos niños que algún día vivieron vidas miserables y fueron maltratados por sus padres, o que nunca llegaron a conocerlos. Entre esos niños apareció Jaime, un chiquillo de nueve años que padecía del Síndrome de Down pero que también había alcanzado a escuchar la guitarra, desde el salón de juegos del dormitorio donde solía permanecer con los demás en las mañanas. El chiquillo no solamente se acercó al hueco de la puerta de la alcoba de Paola, sino que entró hasta bien cerca de la cama y se detuvo, frente al músico. Se puso a observarlo, alargando sus dedos hacia el diapasón de la guitarra, quizás para intentar averiguar de qué lugar estaban saliendo esos maravillosos sonidos. Cuando Antonio terminó la bachata, los niños no se movieron del lugar en el que estaban. Solamente lo miraron, con curioso respeto, con singular cariño. Él entonces supo que tenía que cantarles otra canción. Eso no revestía el más pequeño problema. Pensó en Jesús y los niños, un tema muy apropiado para ese momento. Lo empezó a interpretar tiernamente, apaciblemente, sin dejar de mirar a cada uno de los chiquillos. Cuando llegó al instante en el cual tenía que repetir el estribillo, se detuvo. —Os voy a repetir este pequeño coro, para que cantéis conmigo —les dijo. Así lo hizo. Lo cantó de nuevo: “Cantemos juntos, con el Rey de Israel. Cantemos todos, ¡Aleluya!, a nuestro Rey de Israel”. Notó con mucha alegría que los niños, con Paola a la cabeza, le estaban apoyando en cada palabra, y sin el menor problema. Aurora también cantó, pero su voz sonó lejana, aunque angelical, como la melodía del oboe de Marcelino. Llegó el final del singular concierto. Antonio sonrió. Aquellos niños que habían permanecido hasta entonces cerca del hueco de la puerta, se le acercaron, para acariciar su guitarra. Él se sintió pleno. Decidió dejarles un recuerdo. Abrió el bolso del estuche y le entregó a Aurora dos discos, uno para ella y el otro para ellos. — ¿Le gustaría quedarse a cenar con nosotros? —Invitó la mujer. —Me va a fascinar. Además, no he comido casi nada en todo el día. En el Hogar del Niño de la Villa, la cena se servía temprano los domingos, a las cinco de la tarde. Los jóvenes bajaban hasta el comedor, situado en el primer piso, frente al poliedro de las flores. Paola era la única que no bajaba con todos. La enfermera que la tenía a su cargo y le administraba la medicina, era quien le subía la cena hasta el dormitorio, pues la niña estaba muy débil. Además, la comida de Paola tenía que ser especial. Su organismo, debido a la quimioterapia, no estaba en condiciones de retener cualquier clase de alimento. Jaime sí cenaba con el grupo. Por eso, cuando se sentaron a la mesa, fue él precisamente quien se ubicó al lado derecho del músico. Al otro lado se sentó Aurora. — ¿Qué dicen de Paola los médicos? —Antonio empezó a saborear la fruta que acababa de servirle una joven de piel trigueña. —Se está estudiando la posibilidad de un trasplante de la médula ósea. Su caso es delicado. Pero hay muchas esperanzas de recuperación. Paola está muy joven y eso es un factor decisivo a su favor. Por otra parte, en ese sueño del cual
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yo le hablaba a usted, cuando llegó a la villa, percibí la curación total de la niña. Ahora sé, después de reflexionar un poco, que es Jesús quien va a obrar en el alma y en la sangre de Paola, en bien de una mejora definitiva. Usted, el amor que usted proyecta, sus palabras, su música, su gesto de entrega, su acto de fe, cuando le obsequió el cristo de bronce, serán muy posiblemente los instrumentos que harán lo que el Señor quiere que la naturaleza rediseñe en ese pequeño cuerpo. La solución a nuestros miedos es precisamente la fe, esa fe de la cual usted habla con tanto amor en su canción del Mar de Galilea. Es ésa la fe que nos ayuda a superar tormentas y temores. —Paola es también una respuesta para mi propia debilidad —Bajó Antonio por un instante la mirada—. ¿Qué puedo yo haber sufrido, que se compare con lo que ella ha experimentado a lo largo de su corta vida? Por ejemplo, parece ser que ella jamás tuvo la madre que yo he tenido. Jamás tuvo el amor que una buena madre proyecta. La tiene ahora a usted, eso está bien, y ésa es quizás su mejor bendición. Lo que ustedes están haciendo aquí por ella, por Jaime, por todos estos niños, tiene escrito un buen libro en el Cielo de Dios. El Señor los bendecirá siempre por esa tarea. Ante eso yo tan sólo soy un guitarrista que le canta a Jesucristo y que lo seguirá buscando hasta la muerte. Pero no soy un apóstol del Maestro. Mi papel no es tan grandioso, ante los ojos de Dios, como lo es éste que ustedes están realizando aquí con estos niños. Por eso, esta noche, cuando tome el camino que me llevará a mi próximo destino, quiera el Señor que logre yo descubrir que lo que usted me ha dicho, acerca de mi rol en el proceso de la curación de Paola, es acertado. Tal vez sólo así podré dormir más tranquilo el día de mañana. Y ahora, permítame hacerle un par de preguntas, antes de seguir mi camino. La primera: ¿Por qué no comió nada? —Yo jamás ceno a esta hora —Sonrió ella—. ¿Cuál es la otra pregunta? —Cuando salíamos de la oficina de la recepción hacia la capilla, usted dijo que me pediría tres cosas a cambio de mi canto. Hasta ahora, me ha pedido sólo dos. ¿Cuál es la tercera? Aurora lo miró a los ojos, con infinita dulzura. Sus pupilas se humedecieron. Agachó la cabeza por un instante, pero luego la levantó. —Quisiera pedirle que cuide mucho su vida, porque está en serio peligro.
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26 La Roma de los guerrileros Antonio decidió viajar a San Juan de Pasto esa misma noche. El Volcán Galeras estaba a punto de hacer erupción. Su ciudad natal y los municipios de La Florida y Nariño se hallaban en el área de riesgo inminente. Esa amenaza, y el mal estado de las viviendas y los caminos cercanos al volcán —desastres causados por las fuertes tormentas y los temblores que desde hacía varias semanas venían azotando la zona—, llevaron al músico a creer que mucha gente estaba necesitando apoyo físico y espiritual. Y no se equivocaba. Unos días atrás, la Oficina de Prevención y Atención de Desastres había elaborado un reporte de elevación del factor de riesgo y del nivel de alerta, ante las sacudidas que se estaban presentando en la zona, y ante la expulsión de gases y la formación de un domo de lava en la boca misma del Galeras. Esa dependencia oficial, además, había ordenado la evacuación inmediata de los habitantes de las áreas de máxima contingencia. Sin embargo, muy pocos, entre las 7.000 personas que vivían en las regiones más afectadas, en particular los dueños de las humildes viviendas que estaban sobre las faldas y los campos de la cumbre andina, habían querido hacer caso. El gobierno acababa de disponer de un par de albergues cerca de La Florida, para recibir a los damnificados. Se había comprometido también a pagar subsidio de alimentos. No obstante, los campesinos que ya se encontraban en los albergues con sus niños, no encontraban suficiente comida ni una habitación apropiada. A raíz de esto, el remanente de los perjudicados por el desastre, los que todavía no estaban en los albergues, continuaban discutiendo con los enviados por la autoridad. Se negaban rotundamente a creer en una erupción y a salir de sus casas. No querían abandonar sus pocas pertenencias. A las dos de la mañana de ese lunes, Antonio descendió de la intermunicipal que lo llevó desde Celeste hasta San Juan de Pasto. Hizo averiguaciones, acerca de la ubicación del albergue principal. Hacia allá decidió transportarse. Su primer objetivo sería entonces el municipio de La Florida, un pueblo relativamente cercano a San Juan, en zona de alto riesgo. Sin embargo, no le fue fácil llegar hasta allá, y menos a esa hora. Tuvo que esperar largo, hasta las siete de la mañana, para acceder a un viejo colectivo que lo condujo hasta el poblado, el más cercano al León Dormido, que así era como los habitantes del área llamaban al Volcán Galeras. Luego de llegar a La Florida tuvo que afrontar otra espera, para poder transportarse hasta el albergue. Finalmente, una hora más tarde, alcanzó su objetivo. Al salir del colectivo, miró a todo lado. Se estremeció. El frío era intenso. Una llovizna pertinaz cortaba el paso del aire. Parecía que las gentes que hasta allí se habían trasladado, huyendo de la amenaza del volcán y de los temblores e inundaciones, no tenían más abrigo que unos cambuches de plástico que se alineaban sobre la cuchilla de la hondonada y se agitaban contra el viento. Unos pocos niños jugaban a lo lejos, entre la calima de la mañana. Siguió observando. Descubrió entonces una sencilla cabaña de madera, no muy lejos de
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los toldos. Hacia allá se dirigió. Golpeó a la puerta. Lo recibió un hombre aún joven, de gafas, cabello rubio, bigote y barba, que lucía una gruesa bufanda de color ocre y un chaleco del Departamento de Socorro de la Cruz Roja Colombiana. Su nombre era Giovanni Mendoza. Otro par de jóvenes y una mujer, vistiendo también chalecos de la Cruz Roja, conversaban allí, sentados a una mesa. Le ofrecieron un asiento, y tinto caliente. —El país entero está tratando de colaborar —comentó Giovanni, luego de que Antonio le expusiera su intención de dialogar con los damnificados. — ¿Puedo unirme a ustedes y aportar algo? —Es una buena pregunta. Sin embargo, en este momento no tenemos autorización para reclutar voluntarios. ¿A qué se dedica? —Soy músico. Escribo alabanzas para Jesucristo. — ¡Qué interesante! —El rubio dibujó un gesto de sorpresa, mientras observaba la guitarra de Antonio, la cual permanecía a un costado de la entrada, reclinada sobre la pared de madera. —¿Le gustaría interpretar algo para nosotros? —Quizás en unos minutos. Gracias por la propuesta. No obstante, en mi disc-man tengo grabada toda la música de la banda, por si quiere escuchar por un par de minutos. —No es mala idea. No hay ningún afán en este instante. La rebelde naturaleza parece estar dormida. Antonio entonces le pasó el aparato con los audífonos, le dio a escuchar Ébano, canción que hablaba de los niños de La Sierra Leona, en África, y se sentó de nuevo, frente a su taza de café negro. —No está nada mal —comentó Giovanni, un par de minutos después, retornándole el disc-man. Déjeme decirle algo: Si desea contribuir con su música a esta causa, dialogue con Manuel Erazo. Lo encuentra en la alcaldía de San Juan de Pasto. Él está organizando un concierto, con el apoyo de algunas iglesias cristianas de Colombia. Su intención es reunir algún dinero, una cantidad que pueda apaciguar el problema de los albergues y otorgue algunos fondos complementarios, en caso de un desastre mayor. Es más, creo que Erazo logró que el gobierno departamental le facilitara el estadio de fútbol de La Paz, allá, en Pasto, para realizar ese concierto. Le sugiero que vaya a hablar con él cuanto antes. Antonio se puso de pie. —Gracias por su valiosa información, Giovanni —Miró hacia la ventana—. ¿Representa algún problema para el albergue el que yo dialogue con algunas de estas gentes antes de emprender mi regreso hacia San Juan? —No, no creo que eso sea problema —Sonrió el socorrista—. Por supuesto que lo que ellos más necesitan ahora mismo es alimento, medicina, ropas y cobijas, pero no creo que sus palabras les hagan daño. Vaya tranquilo. El músico agradeció de nuevo el estímulo recibido, y el café, antes de salir de la cabaña. Se dirigió inmediatamente hacia los cambuches. Estuvo conversando con los damnificados y con sus hijos hasta cerca del mediodía. Con sencillez y con palabras del Evangelio, les habló del valor universal que la pobreza tiene, en la sabia balanza de Dios. Les explicó qué significa para el hombre aprender a desprenderse de las riquezas materiales, no importa quién se quede al final con
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ellas. Les expuso pausadamente acerca de la grandeza del sacrificio de Jesús, en bien de la Redención del ser humano. Les habló de la clara intención de Dios en el futuro de los niños de los hogares cristianos. Les describió, además, aquella ciudad hermosa que el Maestro ha preparado para los desposeídos de la Tierra. Por último, les reveló el porqué de las pruebas que el Señor envía a aquéllos a quienes Él ama. Mientras así lo hacía, alcanzó a ver —no muy lejos de allí— a un anciano humilde, agazapado contra unas piedras, temblando de frío. Se acercó a él. Se quitó su suéter de lana. Se lo puso al hombre inmediatamente. La mayoría de los damnificados lo había escuchado con atención. Sin embargo, casi todos se olvidaron pronto de sus palabras pues, debido a la enorme preocupación que tenían por los objetos materiales abandonados en sus caseríos de origen, no lograron asimilar el mensaje. Media hora antes de partir para San Juan d Pasto, se sentó con una veintena de niños al pie de un árbol. Acompañado de su guitarra, se puso a cantarles. Al final de la pequeña audición, buscó entre el estuche de lona del instrumento. Sacó de allí un paquete de chocolates que había comprado en una tienda del portal de buses de la ciudad del volcán, durante su espera de esa madrugada. Los repartió entre los chiquillos. A las dos de la tarde, se dirigió hacia la carretera. Tomó el colectivo que lo habría de llevar de regreso a La Florida. Allí inició el camino de retorno hacia Pasto. Tres horas después, llegó hasta la puerta de la alcaldía. Afortunadamente, Manuel Erazo aún estaba allí. Lo recibió amablemente. Le comentó que, en efecto, ya se tenía organizado un concierto, para el sábado de esa semana, el cual tendría lugar en el estadio de La Paz. Se esperaba la asistencia de personalidades importantes de todo el país. El evento había llegado a ser algo así como un compromiso nacional de alto apoyo, ante la aparente inminencia de erupción del Galeras. — ¿Podré tocar con mi banda en el concierto? —El músico llenó de esperanza su corazón. —No es probable porque, como le dije, todo está ya programado. Hay, sin embargo, una remota posibilidad, en caso de que no recibamos de hoy a mañana la respuesta de alguno de los últimos grupos invitados. ¿Cómo se llama su banda? —Jinete de Luz. — ¿Tiene a la mano un demo de su música? —Sí, por supuesto —Antonio extrajo uno de los discos de rock latino y son antillano que quedaban en la funda del estuche de su guitarra. Se lo entregó a Manuel. El joven funcionario observó la cubierta del CD. Luego, levantó el sello adhesivo. Abrió la caja. Leyó en silencio los nombres de los temas. —Déjemelo —Rechazó cortésmente con la mano izquierda los audífonos y el discman que el músico le estaba ofreciendo—. Quisiera escucharlo con calma esta noche y quedar a la espera de la posibilidad que le he mencionado. No sería justo de mi parte no llegar a conocer al menos una de sus canciones. Pero quiero hacerlo en calma. También soy cristiano. Tal vez, si el Señor así lo decide, usted y su banda nos estarán acompañando el sábado en el estadio. Sin embargo, nada le prometo, aunque, si las cosas se dan bien para ustedes, las condiciones serían muy sencillas: Todos los integrantes del grupo tendrán derecho al transporte dentro de
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la ciudad, más alojamiento y alimentación, desde el momento en que lleguen. Ese derecho se extenderá hasta el domingo en la tarde. Igualmente, tendrán la opción de aparecer en vivo en televisión durante la transmisión del concierto y, posteriormente, con dos de sus temas harán parte del video-disco que se grabará durante el espectáculo. Ese disco se difundirá por todo el mundo a través de las redes internacionales. Nuestra intención es precisa. Necesitamos reunir una buena cantidad de dinero para apoyar a los damnificados. Le aclaro que su banda no tendrá ninguna participación sobre las ventas o sobre los beneficios económicos de la divulgación de su música, bien sea a través de medios físicos o a través de recursos virtuales. Usted deberá firmar un contrato al respecto, en nombre de la banda. —Perfecto —Estuvo de acuerdo Antonio—. Se puede predecir una hermosa obra. El Señor le ha de bendecir por ello. ¿Cómo nos comunicaremos más tarde usted y yo? — ¡Ah, sí! —Manuel le entregó una tarjeta con sus datos—. Llámeme mañana en la tarde. ¿Están sus músicos en San Juan? —No, no están aquí aún. Tendría que llamarlos hoy mismo, para que viajen lo antes posible. —En ese caso, será mejor que usted y yo nos comuniquemos mañana en la mañana, no en la tarde. Llámeme, y que Dios lo bendiga. —Que el Señor le bendiga igualmente a usted, hermano —Se encaminó el músico hacia la salida de la alcaldía. Esa noche se quedó en casa de una tía, hermana de su madre. Desde allí, antes de acostarse, llamó a Michael. Luego se sentó a relatar en su cuadernillo la inusual e irrepetible experiencia que había tenido con Aurora, en el Hogar del Niño de la Villa, en Celeste. Al día siguiente muy temprano, me telefoneó a mi apartamento. Me ofreció disculpas por no haberse despedido de mí, antes de emprender su viaje. Me dijo que tenía mucho que contar, pero que lo haría a su regreso. Me comentó también sobre el concierto. Me preguntó si estaría yo dispuesto a viajar hasta San Juan y a colaborarle con los pasajes de los muchachos de la banda, en caso de que ellos no tuviesen dinero para transportarse antes del viernes. Me dijo que al regreso me reintegraría la cantidad prestada. —Cuente conmigo —Le agradecí la invitación—. Allá estaremos todos, con el favor de Dios. No se preocupe por el dinero. Lo esencial es que hoy le den una respuesta positiva y pueda estar en el concierto con el Jinete de Luz. Llámeme esta tarde y me comenta, para así yo contactar inmediatamente a los muchachos. —Sí. Lo llamo a mediodía. Estuve pendiente en cada minuto de esa mañana. A las doce y media, sonó el teléfono. — ¿Le gustaría venir al concierto y cubrir el evento para su revista? —Fue su saludo. Sonreí. —Como le dije ayer, allá estaré, pues veo que Jesús así lo quiere. Lo felicito por haber logrado la participación de su banda en el concierto. Voy a contactar ahora mismo a los muchachos.
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—No se preocupe por eso —Su voz vibró feliz—. Ya los llamé. Les dije que se pusieran en contacto con usted, para que viajen juntos lo antes posible. Si se vienen por tierra, no será una jornada quizás ideal para sus cuerpos, pero estoy seguro que será una aventura inolvidable para sus corazones. —Yo sé que así será. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted? —Por ahora no. A menos que quiera llamar a Michael y saludarlo. —Claro que lo llamaré. ¿Usted ya lo llamó? —Por supuesto. Lo llamé anoche desde la casa de la tía Esneda. Por poco el niño y yo quebramos la cuenta telefónica de la hermana de mi madre. El viernes en la madrugada, Antonio tuvo un sueño maravilloso, quizás el más hermoso de su vida; y el último. Estaba él —en su sueño— sentado sobre la arena, escribiendo una nueva canción para Jesús, a la orilla de un mar que proyectaba su color de esmeralda hacia el infinito y se unía a lo lejos con el cielo del horizonte, formando un atardecer multicolor e iridiscente. No se percibía ni la más pequeña nube, sobre el firmamento de la playa. Miles de estrellas llenaban de maravilla el universo. Un viento fresco y cálido le acariciaba el rostro. El agua del océano trazaba suaves ondas bajo la brisa y luego dormía, azul y apacible. De pronto, el músico vio en su sueño a Jesús, a un Jesús de blancura indescriptible — algo así como un sol níveo con silueta humana— caminando hacia él por el trazo de la orilla. Cuando lo tuvo cerca, se olvidó de su canción. Se postró a sus pies. —Levántate— Le extendió el Señor su mano—. Tenemos que subir a una barca que nos está esperando más allá del arrecife de coral que está a tu espalda. Cuando lleguemos a nuestro destino, podrás seguir escribiendo tu canción. —Lo que tú ordenes, Maestro— Antonio no cabía de dicha entre su alma. Temblaba, inundado de emoción. Se puso inmediatamente de pie. Siguió a Jesús, a lo largo de la playa. Luego de que los dos bordeasen el arrecife de coral del cual el Señor había hablado, el músico alcanzó a avistar la barca. Era una fantástica nave con un especial brillo de plata. Tenía la forma que toma la luna cuando su silueta está en una fase algo menor a la del cuarto creciente. Sobre la cubierta se alcanzaba a ver a un par de hombres, junto a algunos niños. Parecían estar listos para zarpar. Cuando Antonio se halló a unos cincuenta metros de la embarcación, se dio cuenta de que todos los que sobre ella estaban eran nada más ni nada menos que sus amigos ya fallecidos. Ellos, al verlo, descendieron sobre la arena. Empezaron a agitar sus brazos con enorme alegría. Corrió entonces hacia allá. Pronto se encontró abrazándolos a todos. Eran, efectivamente, Manuel Daza, el hermano Samuel, y los jóvenes que solían cantar con él en el coro de la capilla de Villa Marista, allá en Celeste. Los abrazos terminaron. Ellos regresaron a la góndola. Mientras esperaba su turno para abordar, el músico observó que Jesús, quien acababa de poner sus pies sobre la barca, le ofrecía sus manos para ayudarlo a subir. La escena era maravillosa. Temiendo por un segundo que todo fuese solamente un sueño, Antonio extendió también sus manos. Se aferró a las del Maestro. Sin embargo, cuando creyó que podía remontar hasta la cubierta de la barca, una luz sobrenatural, cálida, transparente, partió del rostro del Señor y lo inundó todo. Luego, la visión se desvaneció.
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Despertó sobre la cama del cuarto de huéspedes de la tía Esneda, envuelto entre un extraño temblor. Empezó a orar, lleno de fe. Deseó dormir de nuevo, para retomar la escena interrumpida de su sueño. Su corazón latía, inundado de felicidad y defraudado a la vez. Le invadía la certeza de no poder regresar jamás hasta la nave de plata del arrecife de coral. Nunca había esperado soñar a Jesucristo en madrugada alguna de su vida. Jamás había llegado siquiera a imaginar que tocaría sus manos. Respiró profundo. Se puso de pie. Extrajo su libreta, de algún lugar del estuche de la guitarra. En ella relató la hermosa experiencia que acababa de tener, recostado contra el borde de la ventana del cuarto. Tres horas después, salió a caminar por las calles de San Juan. Llevaba en sus manos el disc-man. Iba escuchando precisamente La barca de plata, ese hermoso guaguancó que compuso en el 2.002 y que mencionaba en sus líneas una góndola plateada, semejante a la de su sueño de la madrugada. Iba pensando también en el futuro de la banda. Supuso que los muchachos y yo llegaríamos a San Juan, aproximadamente a mediodía. El concierto tendría lugar al anochecer del día siguiente. El firmamento estaba ligeramente oscuro, amenazaba lluvia. Miró hacia la cresta del volcán. Recordó a las familias del albergue. No había fumarola alguna sobre el león dormido en ese instante, pero los temblores en la zona y los suaves rugidos que partían del cráter mantenían vivo el temor de los habitantes de los municipios cercanos. El Galeras seguía amenazando con explotar, de un momento a otro. La gente toda, damnificados o no, estaba pasando por un estado de incertidumbre difícil de describir. La discusión entre si desplazarse o no a los albergues, iba en aumento. En consecuencia, cerca de tres mil ciudadanos nariñenses estaban apostados en la plaza principal, listos para iniciar una marcha de protesta, ante la decisión inamovible del gobierno de evacuar a los habitantes del área de alto riesgo. Por añadidura, frente a la esperanza de que de pronto el Galeras no hiciese erupción, y ante la falta de alimentos y de abrigo en los albergues, algunas de las familias que días atrás se habían desplazado hasta ellos optaron esa madrugada por regresar a sus viviendas. El caos era creciente. Antonio decidió caminar hacia la plaza. Trataría de dialogar con los que habían organizado la marcha. Acababa de apagar el tocadiscos. Iba orando en silencio, pidiendo al Señor Dios por la pronta solución de la situación y, en especial, por la salud y el alimento de los niños y los ancianos de los albergues. En tanto avanzaba por las calles del centro de la ciudad, sonrió con nostalgia, ante el recuerdo de su sueño. Continuó su recorrido. Súbitamente, cuando iba a cruzar un callejón estrecho y solitario, una camioneta negra, una burbuja blindada de vidrios polarizados, se detuvo frente a él. Era el mismo vehículo que se había parado a pocos metros de la plazoleta del colegio de Michael, aquella mañana de la llamada de Pardo. En segundos, tuvo frente a él a dos facinerosos altamente conocidos. El primero era el Piraña. Portaba una metralleta automática liviana. El otro era el Motosierra. También cargaba un arma de largo alcance y oscura silueta. Antonio se estremeció, hasta la médula. Pensó en Michael. Empezó a comprender su sueño del amanecer. Sin embargo, evocó a Jesucristo una vez más. — ¡Sube a la camioneta, sapo malparido! —Le interrumpió los pensamientos el caribeño—. ¡Tenemos una cuenta que saldar, pedazo’e marica!
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Obedeció. Subió a la parte posterior del búnker motorizado, sin pronunciar una palabra. Volteó a mirar. A su lado iba el Abejorro, un Abejorro bastante deteriorado. El Motosierra se sentó al volante. El Piraña ejerció de copiloto. — ¡Creí que nunca más volvería a verte, pollo hermoso pero religioso! — Le estalló en la cara el pederasta. Y no se dijo más. La burbuja rechinó, en el momento del arranque. Se dirigieron hacia el estadio de La Paz. De alguna manera, los guerrilleros habían conseguido las llaves, para poder ingresar en secreto a las instalaciones del coliseo y organizar allí los pormenores de una de sus más perversas faenas. Llegaron. Abierto el portón corredizo que daba al parqueadero, la camioneta inició el descenso, por la rampa que conducía hacia el sótano. Lo hizo lentamente, para esperar a que el caribeño asegurase fuertemente la pesada hoja de metal y se trepase a su asiento una vez más. Segundos después, el automotor reanudó veloz la marcha. Sólo se detuvo hasta llegar a lo más profundo de la base subterránea. Los maleantes descendieron del vehículo. Obligaron a Antonio a bajarse. De un empujón, lo hicieron tenderse boca abajo sobre el suelo frío. Se desvaneció un par de minutos. — ¡Échale una ojeada a esa pared de allá, carroña de cristiano! —El Motosierra se agachó a su lado. Le haló del cabello, para que levantase la mirada. Sobre la pared que estaba enfrente, había un par de gruesos maderos. Los delincuentes los habían traído hasta el estadio esa mañana. Formaban una letra T, a la manera de una cruz romana lo suficientemente grande como para sacrificar en ella a un hombre. Antonio creyó adivinar su inmediato destino. Todo su ser tembló. No obstante, su alma inició una oración intensa. Se llenó de valor. — ¡Desnúdate! —Le ordenó el capo, extrayendo de su cinturón un cortaplumas plegable de siete centímetros de hoja y filo aserrado—. ¡Te voy a desollar vivo y te voy a cortar tu puta lengua! No respondió. No hizo el menor movimiento. Los otros dos forajidos se acercaron entonces hasta él. Lo encendieron a patada, cada uno por su lado. — ¿No entendiste que te desnudes, maricón? —El descuartizador le puso una vez más el filo del cortaplumas sobre la mejilla. — ¡No me desnudaré! ¡No es mi costumbre desnudarme delante de los hombres! ¡Mátenme, si quieren! ¡Despedacen mi cuerpo! ¡El Señor Dios no permitirá que toquen mi alma! Lleno de ira, encarnando a una asesina pantera, el Motosierra se trepó entonces sobre el pecho de Antonio. Le hundió a medias el cortaplumas en la cara. Brotó hacia el suelo la primera fibra de sangre del músico. En seguida, y saltando encima del cuerpo de su víctima al igual que un asqueroso y grasoso batracio gigantesco, el guerrillero le empezó a rasgar la camisa. Se la hizo pedazos, hiriéndolo en varias partes del pecho. Luego, le dio un puñetazo y se puso de pie. El cerebro de Antonio, luego de impactar brutalmente el pavimento e intentar asimilar el golpe, reaccionó, para contemplar alguna alternativa de salvación. Sabía que no le iba a ser posible huir. El lugar había sido cerrado herméticamente, cuando entraron. Sólo le quedaban dos opciones: La primera, atacarlos de lleno, responder con violencia a su violencia, así lo despedazaran. La
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segunda, morir con serenidad y valentía, con la fuerza del Espíritu de Dios en su corazón, así como murió Jesús y como murieron algunos de los apóstoles y cientos de los primeros seguidores del Maestro. El Piraña se había alejado de la escena, hacia la camioneta. Cuando regresó, traía en sus manos tres látigos de cuero trenzado. Tenían mango de metal y esquirlas de vidrio, incrustadas a lo largo de las fustas. — ¡Tanto ama este hijo de puta a su Dios, que va a empezar a morir como él! —Sentenció, ofreciendo un látigo al Motosierra y otro al Abejorro. El capo no recibió el látigo inmediatamente. — ¡Yo, lo que quiero es desollar vivo a este cristiano hijo de la gran puta! —Empezó a perder la calma. — ¡Igual de desollado va a quedar cuando terminemos de azotarlo! — Escupió el pederasta—. ¡Además, no se trata de matarlo antes de tiempo! ¡Piraña, quítale el pantalón! ¡Quítale también los zapatos y las medias, ahora que está como ahuevado, y luego veamos qué tan divertido será follarlo como si fuese una de sus hermanas! El caribeño dejó su látigo en el suelo. Giró sobre sus talones, para obedecer la orden. Antonio entonces se puso de pie velozmente. Se abalanzó sobre él, arrojándolo al pavimento. El Piraña no esperaba semejante ataque. Quedó allí, medio aletargado, sobre el frío cemento. En el transcurso de otro par de segundos, el músico se dirigió hacia los otros dos maleantes. Logró chocar de lleno contra la humanidad del Abejorro. Los dos rodaron por el empedrado. Muy cerca de ellos, el Motosierra miraba la escena, sonriente. Sacó su revólver del cinto. Apuntó hacia el músico. No le fue fácil fijar el objetivo. Esperó entonces a que se separara del otro suficientemente. Y así fue. Cuando Antonio se deshizo de la carga del Abejorro y echó a correr hacia donde estaba la metralleta del Piraña, el descuartizador levantó su revólver. Apuntó, y disparó. La bala alcanzó de lleno el muslo izquierdo del compositor. Su cuerpo dio un par de botes. Cayó pesadamente, cerca del madero vertical de la cruz. Sin embargo, continuó pensando en hacerse al arma, arrastrándose miserablemente. El capo entonces le descargó un segundo tiro, esta vez en el hombro derecho. El grito del músico conmovió las paredes de la base del estadio. — ¡Ahora sí que te di, sapo marica! —Rio el asesino, corriendo hacia él—. ¡Estás liquidado, hijo de puta! ¡Andá! ¡Cogé el arma, si es que eres un hombre, pedazo de mierda! Antonio empezó a perder sangre. No pudo continuar. El dolor de las heridas le quemaba la carne. La situación se había tornado terrible, definitiva quizás. Miró hacia la luz que se filtraba a lo lejos, por la rendija inferior del marco de la puerta de metal, al extremo superior de la rampa. Evocó el amor que Jesús debe guardar para sus hombres en el momento de la antesala de la muerte. Lo bendijo y, a continuación, perdió el sentido. El Piraña ya se había recuperado. Se acercó a él. Lo desnudó, a punta de cuchillo, luego de patearlo varias veces. El frío del pavimento despertó al músico. Había quedado prácticamente inválido, y en interiores. El moreno lo escupió, con odio absoluto. Continuó con su trabajo. Recogió del suelo los tres látigos. Le entregó de nuevo uno al Abejorro, y otro al Motosierra. Aferró el mango del suyo fuertemente, con la mano derecha.
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Miró una vez más a sus compañeros. Esta vez ellos asintieron, con un gesto y una sonrisa. Sin el menor asco entonces, los verdugos se situaron en círculo alrededor de su víctima. Calcularon distancias. Se dispusieron a flagelarlo, avivado al máximo el fuego de su animadversión. — ¡Inicias tú! —Le ordenó el descuartizador al Abejorro—. ¡Sigues tú, Piraña! ¡Yo remato! ¿Listos? Los latigazos empezaron a reventar el silencio del sótano y la carne del músico, obligándolo a despertar completamente. El castigo prosiguió por varios minutos. Sin embargo, él no gimió. Ni por un segundo. Sólo pensó: “El Señor es mi pastor; nada me faltará. Él está conmigo; su vara y su cayado me infundirán aliento. Adereza mi mesa delante de mí, en presencia de mis angustiadores.” La flagelación no se detuvo. Tres minutos más tarde, Antonio volvió a perder el sentido. Los criminales se le acercaron. Observaron su cuerpo destrozado, sangrante. Lo escupieron por enésima vez. Se sentaron a su alrededor, a fumar y a descansar. De pronto, el Abejorro se puso de pie. Se dirigió a la camioneta. Sacó media botella de brandy de allí, de la guantera. Empezó a beber, recostado sobre el chasis. El Piraña también se irguió y se dirigió hacia el auto, pero para hacerse al disc-man de Antonio, el cual había quedado sobre el asiento trasero. Se instaló los audífonos. Regresó sobre sus pasos. Se acercó al cuerpo del músico. Echó a andar el compacto que estaba en la bandeja. Vibró en sus oídos la Rapsodia para Jesucristo. La escuchó con intenso desprecio, durante medio minuto. Las palabras del músico de Dios hirieron su diabólico cerebro. Recordó entonces el concierto de La Picota y su frustrado plan de muerte. Volteó a mirar una vez más ese cuerpo cristiano que agonizaba sobre el pavimento. Soltó una estruendosa carcajada, al percibir lo cerca que veía venir su venganza. — ¡Crucifiquemos ya a este cachaco hijo de puta! —Estrelló contra la pared el reproductor con los audífonos, no sin antes guardar el plateado disco del Jinete de Luz en el bolsillo de su chaqueta—. ¡Ya estoy mamao’ de escuchar cantar a este marica! — ¡Lo crucificaremos cuando yo diga! —El Motosierra le arrebató la botella de brandy al Abejorro, y luego miró al Piraña—: ¿Y pa’ qué mierda te guardas ese puto disco? — ¡Ese es mi problema! —El caribeño volvió a escupir ruidosamente—. Además, ¿el trato no era que lo crucificaríamos antes del mediodía? — ¡Me importa un soberano culo cuál era el trato! —El desollador le devolvió la botella al pederasta, luego de beber un trago largo—. ¡Si lo escucho maldecir a su Dios, no lo crucificaré! ¡Si lo niega y escupe sobre su nombre, le perdonaré la vida! — ¿Qué? ¿Le vas a perdonar la vida a este pobre sapo e’ mierda? —El Piraña hizo un esfuerzo espectacular, para llenarse de paciencia. Sacó de nuevo su enorme cuchillo. Se acercó al músico. Le puso la suela de su bota derecha sobre la cabeza. Le empezó a mecer el cráneo contra el cemento hacia delante y hacia atrás, cual si estuviese consintiendo un balón de fútbol. — ¿Si escuchaste, sapo cristiano? —Le cantó en ritmo de vallenato, cuando observó que se estaba despertando nuevamente—. ¡Te vamos a perdonar
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la vida, siempre y cuando niegues a tu Dios y lo maldigas! ¡Si así lo haces, no te crucificaremos! — ¡Si me van a matar, háganlo ya, pero no me crucifiquen! —Antonio hizo un esfuerzo enorme para enderezarse y liberarse de la bota del Piraña. — ¿Qué diferencia hay entre follarte y desollarte o crucificarte? —El Abejorro apuró otro trago de la media de brandy, riéndose de su propio cinismo—. Igual morirás en unos minutos. — ¡Yo no soy nada ante mi Maestro! — El corazón de Antonio se vio ahogado en una inmensa amargura—. ¡No merezco jamás morir como Él murió! — ¿No quieres ser crucificado? —El Motosierra eructó, como lo hubiese hecho el más vulgar porcino. — ¡No debo morir como murió mi Redentor! — ¡Niégalo entonces! —El Piraña se arrodilló, para escribir violentamente con el cuchillo el nombre de Jesús sobre la zona ensangrentada del pavimento, muy cerca de la cara de Antonio—. ¡Escupe tu maldita sangre sobre esas cinco letras! El músico dejó escapar sus lágrimas, sin gemir. —Que Dios te perdone por tus crímenes, hermano, a ti, y a tus camaradas. Y nada más volvió a decir. Los facinerosos decidieron acabarlo a punta de patada. Al Piraña le pareció también divertido ablandarle la cabeza de vez en cuando, con el mango de su revólver. La conciencia física del músico volvió a desvanecerse hacia la nada. Hicieron una pausa. El caribeño se dirigió entonces de nuevo hacia la camioneta. Abrió el baúl. Luego regresó al centro de la escena, cargando un galón de barniz color bronce, y tres brochas. Todo había sido planeado de antemano. Se enfrascaron en seguida en una tarea que no ha tenido precedentes en los archivos de la maldad humana. Entre risas, tragos de brandy y bocanadas de marihuana — maldiciendo a Jesús y a los que lo aman—, pintaron al músico con sumo cuidado, de pies a cabeza, con el barniz bronce. Se esmeraron, para hacer de su burla y de su crimen una obra de arte. Tomaron cerca de media hora para decorar el cuerpo. Quince minutos más tarde, el Motosierra y El Abejorro, valiéndose de dos cuerdas de cáñamo, consiguieron atar fuertemente los brazos de Antonio al madero horizontal de la cruz. Luego, con otro juego similar de lianas, le amarraron las piernas al larguero. Embriagados hasta el fondo del alma, entre la infernal tarea y el sudor de sus cuerpos, los infelices sólo dieron por terminado ese capítulo macabro de la escena cuando aseguraron totalmente con el último par de bramantes disponible la cruceta que unía los dos travesaños de pino. Mientras tanto, afuera, el Piraña se había dedicado a abrir una zanja de setenta centímetros de profundidad por treinta de ancho, sobre el centro de la gramilla del estadio. Al terminar su demente labor, regresó al fondo del sótano para ayudar a sus secuaces a subir la cruz. Emergieron en la cancha. Sin perder un segundo, descargaron la base del crucifijo hasta el fondo del foso elaborado por el caribeño. La afianzaron al suelo, devolviendo a su lugar la tierra removida. Finalmente,
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ayudados de la pala y de sus pies, compactaron firmemente la tierra contra el gramado. Los verdugos romanos solían clavar, sobre el centro del madero horizontal de la cruz del condenado a muerte, un letrero que daba cuenta de sus crímenes. El crimen de Jesús había sido declarar que Él era el Rey de los Judíos. Esta vez, sin dejar de maldecir y de reír, el Piraña martilló sobre el leño el disco plateado que había guardado en el sótano entre su chaqueta. Luego, para terminar con su burla, encima de la blanca superficie del óvalo central del compacto garrapateó con la sangre de Antonio la siguiente sentencia: Sapo cristiano. El músico murió antes de la media tarde de aquel viernes, mas no de asfixia como era de esperarse. Su corazón falló, frente a la angustia de su alma y ante el colapso de su cuerpo desangrado. Al comprobar su muerte, los asesinos regresaron al sótano. Se treparon en la burbuja, subieron la rampa velozmente, llegaron hasta el enorme portón y se fueron a celebrar, entre tragos, droga y maldiciones, a un prostíbulo del centro de San Juan de Pasto. Estaban satisfechos con su horrenda tarea. Quizás esperaban aparecer muy pronto entre los Guinnes Records de la maldad humana. A la mañana siguiente, muy temprano, cuando Manuel Erazo y los organizadores del concierto llegaron al estadio de La Paz para empezar a definir los últimos puntos del evento de esa noche, encontraron el portón abierto, aunque no de par en par. Lo primero que vieron, al ingresar al gramado, fue una cruz firmemente enterrada en el centro de la cancha y, atado a ella, el cadáver de un hombre pintado de bronce.
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27 El concierto no fue suspendido tras el macabro hallazgo. El cuerpo de Antonio fue desatado antes del mediodía y entregado a la fiscalía. La cruz fue desenterrada y archivada en las oficinas de la misma dependencia judicial. La noticia —“El cristo de bronce del coliseo”— recorrió el país y el mundo entero en minutos, con fotos y videos que ilustraban detalladamente el miserable asesinato. Como siempre, el gobierno colombiano prometió mano dura contra los criminales. Sus identidades habían sido plenamente establecidas tras la colaboración de Pardo, los fiscales, el director y los oficiales de la guardia de La Picota. En el interior del penal, a mediodía, de pie frente al televisor que había en el rancho del ala de máxima seguridad, George se conmovió ante la pantalla. Juró escapar cuanto antes de allí. Prometió incinerar vivos al Piraña, al Motosierra y al Abejorro. Mientras tanto en San Juan, los músicos del Jinete de Luz, excepto Marcelino —quien no viajó con ellos y que nunca más volvió a ser visto en banda alguna—, lloraron juntos y en silencio, sentados muy cerca de mí en la oficina de Manuel Erazo. Debido también al irracional crimen, el pueblo entero se olvidó de la amenaza de erupción del Galeras. En consecuencia, el estadio fue abierto antes de lo pactado. Se llenó hasta las banderas, hacia el filo del anochecer. Todos querían ver el sitio en el cual Antonio había sido crucificado. Cientos de periodistas y turistas habían viajado vía aérea hasta San Juan de Pasto desde muchos puntos de Colombia y desde otros sitios del planeta, para apreciar de cerca el lugar del crimen y, por supuesto, para cubrir el acontecimiento, tomar fotos, grabar videos y enviar todo su material hacia lo más recóndito del planeta. Se empezó a tejer más de una leyenda alrededor de la crucifixión del músico y, paradójicamente, todo el mundo comenzó a preguntar por su disco. Los dividendos finales del concierto iban a ser significantes. Esa misma tarde, la banda del Jinete de Luz y yo, luego de saludar a la tía Esneda y de orar con ella e intercambiar palabras de cristiana resignación, nos dirigimos al terminal de buses para regresar a Bogotá. No quisimos ir hasta el estadio. Antonio ya no estaba allí. Tampoco nos fue permitido ver su cuerpo en la morgue de la fiscalía, y realmente no insistimos ante esa posibilidad porque, sinceramente, no deseábamos verlo. Queríamos recordar al músico como siempre fue: transparente, carismático, sencillo. Queríamos guardar de él esa primera imagen, no la imagen del Antonio masacrado. Era más que suficiente con tener en el alma la imagen de un Jesús despedazado por la ignorancia de toda la humanidad. La intermunicipal que nos llevaba hacia la capital bajó, rauda, en busca de Celeste. Me fui leyendo en el camino parte de los últimos apuntes de la libreta que Antonio siempre había conservado entre el estuche de su guitarra, puesto que llevaba conmigo el instrumento. A partir de esa lectura, decidí no continuar el viaje. Opté por apearme en la ciudad del seminario. Los integrantes de la banda sí continuaron el trayecto hacia Bogotá. Nos despedimos. Prometimos volver a
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vernos, pues las autoridades de San Juan nos habían asegurado que enviarían el cuerpo del músico a sus padres y a su hijo para su sepelio. Quedamos de encontrarnos allá. Observé por un largo minuto el firmamento de Celeste. Tomé un taxi hasta la villa. No me fue posible conocer allá a Aurora, ¡porque Aurora no existía en lugar alguno de la enorme casa! ¡Tampoco en la memoria de los adultos que residían allí! Me estremecí, desde el cabello hasta la suela de los zapatos, cuando me dijeron eso al momento de preguntarla en la puerta de entrada al Hogar. Sin embargo, la directora me recibió amablemente. Mientras dialogábamos en la antesala de la administración, de pie frente al vitral del Mar de Galilea, un par de lágrimas asomaron en mis ojos. Pero me contuve. Me había prometido no llorar ese día ni llorar después, para no caer en la desilusión. Sabía muy bien que Antonio había ganado su batalla. Eso era lo único hermoso de este cruel final de la historia. Eso bastaba para no tener por qué llorar, para no tener por qué dejar de alabar jamás a Jesucristo. Diez minutos más tarde, la gentil dama me llevó hasta el interior de la capilla. Allá, de pie ante el cristo de bronce, elevé una oración. Salimos del santuario. Hicimos el mismo recorrido que hiciera Antonio el domingo anterior. Subimos al dormitorio. Allí pude saludar a Paola y a Jaime. Aproveché la oportunidad para preguntarle a la niña si distinguía a Aurora. Ella me respondió que sí, pero que era la primera vez que escuchaba ese nombre, pues ella nunca se lo había mencionado. Añadió que la recordaba claramente, que era una dulce mujer vestida con algo parecido a un manto blanco, una señora amorosa que solía cuidarla y rondar por los pasillos, y que estuvo cantando con los niños muy cerca de Antonio unos días antes. — ¿La recuerdas bien? —Me senté a su lado. —Claro que la recuerdo bien. Ella me venía a acompañar casi todos los días. — ¿Te venía a acompañar? ¿Ya no viene? —No, ya no está por aquí. No ha regresado desde el día que Antonio me obsequió este crucifijo —Me enseñó la cruz de bronce. La abracé. Le di un beso en la mejilla. Salí de su aposento. Busqué a Jaime. Lo estuve alzando en mis brazos por unos minutos. Le pregunté si le gustaría vivir conmigo. Me dijo que sí. Luego bajé, para despedirme de la directora. —La mejoría de Paola ha sido relevante durante esta última semana — Ella me acompañó hasta la puerta de la villa—. Si esa condición se mantiene, no necesitaremos del trasplante de la médula ósea que se le iba a practicar. Parece que Jesús está obrando un milagro en su cuerpo. — ¿Paola le ha hablado de Aurora, la consejera espiritual de la villa? —Sí. Ella me ha preguntado un par de veces por una mujer vestida de blanco que solía rondar por los pasillos y que la cuidaba mucho. Parece que no la ha vuelto a ver. No obstante, yo sé que los niños a esa edad y, más aún, entre las limitaciones físicas y afectivas que algunos de ellos afrontan aquí a diario, suelen percibir cosas que nosotros no percibimos. De todas maneras, todos aquí estamos deseando que Paola se restablezca completamente y que permanezca aquí con
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nosotros, así que, aunque el milagro de su curación se realice, éste será siempre su hogar. Al escuchar estas palabras recordé lo que mi cerebro había venido barajando en los últimos minutos, una idea que me parecía diferente; fascinante. No podía irme del Hogar sin comunicársela a la directora. — ¿Será posible que pueda yo adoptar a Jaime? Ella abrió lentamente la puerta de madera de pino. Me miró a los ojos, con afecto. Sabía muy bien que yo no estaba bromeando. —Es muy posible, señor escritor. Busque en el directorio de la ciudad. Llámeme, y le enviaré los documentos necesarios. Nos despedimos. Yo quedé en comunicarme pronto. Continué mi regreso hacia Bogotá, entrada la noche. En el trayecto no pude evitar pensar en Aurora y en Marcelino. No sabía a qué conclusión llegar, ante el rol fantástico pero sobrenatural que ellos habían desempeñado en los últimos días de la vida de Antonio. Traje a la memoria entonces una conversación que había tenido con él esa noche de la llegada del oboísta a la banda. — ¿Usted cree que puede haber ángeles a nuestro lado, caminando cerca, cantando con nosotros, guiándonos en nuestro camino hacia Dios? —Le había yo preguntado en esa ocasión. — ¡Por supuesto que los hay! —Había él sonreído—. Recuerde los ángeles que dialogaron con los pastores en la noche del nacimiento de Jesús. Recuerde también los que se materializaron ante los ojos de María y de José, meses antes del advenimiento del Maestro. Tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento encontramos escenas de ángeles que caminan cerca de los hombres de Dios, que hablan y alternan con ellos, y que a menudo los guían por un determinado camino para salvar su vida. Los encuentra usted en Hechos de Los Apóstoles, en el libro del profeta Daniel, en los Evangelios que narran la Resurrección de Cristo, etc. ¿Cómo olvidarnos, por ejemplo, de las características tan reales, tan humanas, de los ángeles que estuvieron en Sodoma y Gomorra durante los días que precedieron a la destrucción de esas corruptas ciudades? Fueron esos ángeles tan reales, repito, tan físicamente humanos, que los pervertidos que poblaban ese par de núcleos de perdición, esto es, casi todos sus habitantes, quisieron abusar sexualmente de ellos. Al día siguiente, sin haber dormido más que un par de horas sobre el asiento del intermunicipal que me trajo de regreso a la capital, fui a visitar a Gina. Era domingo. Tras obtener el permiso de la teniente de la guardia, la exuniversitaria y yo nos sentamos en las graderías de la cancha de baloncesto, exactamente en ese sitio en el cual ella se ubicó la tarde del concierto que el Jinete de Luz ofreció para las madres recluidas. Lloró desconsolada, al oír la noticia de la muerte del padre de su niña. No la había aún escuchado. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Empezó a temblar, en medio de un fuerte escalofrío. Logré tranquilizarla antes de que entrase en un colapso. —La muerte de Antonio no es en vano —Le pasé un pañuelo desechable—. Estoy seguro que muchas cosas cambiarán a nuestro alrededor. La
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gente ya ha empezado a preguntar por su disco. Yo lo voy a divulgar. Pienso que muchos lo adquirirán y, a través de él, conocerán mejor a ese Jesús que él tanto amó, y quizás enderezarán sus vidas. También, con la bendición del Maestro, trataré de que muchos lean el libro que estoy terminando, el cual relata el paso de Antonio por este mundo. — ¿Podré algún día tener ese libro? —La hermosa mujer enjugó el llanto de sus ojos verdes. —Yo se lo llevaré hasta donde usted esté. Si nuestras oraciones se realizan, si usted sale pronto de esta prisión, no dude en llamarme. Juntos podremos seguir con la batalla de amor que inició el músico del Jinete de Luz. ¡Usted Gina, exactamente usted, es uno de los herederos de esa batalla! ¡Nunca lo olvide! —Eso jamás lo olvidaré. Pase lo que pase, ya no me será fácil renunciar a unirme a mi Tony en la búsqueda del camino de Jesús y en la obtención del perdón. Esa misma tarde, gracias de nuevo a esa libreta que el compositor cristiano llevaba siempre entre el estuche de su guitarra, logré consultar el número de Ana. La llamé. Ella sí había visto la noticia la noche anterior en la televisión, pero aún no le había dicho nada a su hijo. El niño aún estaba en casa de los abuelos. Me dirigí entonces hacia allá. Mis manos temblaban. Mi corazón latía aceleradamente. Sabía muy bien que no iba a ser fácil comunicarle al niño la desgracia. En el camino, sentado en el asiento posterior de un taxi con la guitarra de Antonio a mi lado, busqué palabras para decirle a Michael lo que tenía que decirle. Llegué a pensar, sin embargo, que era posible que la abuela ya hubiese escuchado los acontecimientos a través de la radio y le hubiese contado todo a su nieto. A pesar de esto, deseé de pronto bajarme del taxi, devolverme, y renunciar a verlo esa tarde. Creí que era mejor llamarlo por teléfono, para él y para mí. Pero volteé a mirar a mi lado. Percibí que la guitarra no me iba a permitir huir de mi tarea. Michael era el dueño único de esa guitarra, de la música de su padre, y del libro que yo estaba terminando. Eran las cuatro de la tarde. Él mismo me abrió la puerta de la casa de la abuela. — ¡Hola, pequeño maquinista! —Fue mi saludo—. ¿Cómo has estado? — ¡Hola, hermano musical! —Me recibió con alegría, abriendo sus brazos. Lo alcé en los míos. Era un hecho que el niño aún no sabía de la muerte de su padre. Después me enteré que sus abuelos, buscadores incondicionales de Jesús desde hacía algunos años, no escuchaban noticias ni veían la televisión. Nos sentamos entonces con el niño sobre la barda de piedra que rodeaba el antejardín de la casa. Los abuelos aún no se habían percatado de mi visita. — ¿Por qué traes la guitarra de papá? ¿Dónde está él? —Tu papá se ha ido lejos por un tiempo indefinido —Empecé a decir, lleno de duda—. Te dejó su guitarra y todas sus cosas. — ¿Para dónde se fue? —Se fue a un sitio a donde no podemos seguirlo ahora —Temí de nuevo no ser capaz de mencionar las palabras exactas. — ¿Ha muerto?
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Me estremecí. Lo miré a los ojos. Siempre había estado enterado de lo que ese niño de cinco años era capaz de hacer y de pensar, pero esto sobrepasaba todo pronóstico; toda predicción. — ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo contó la abuela? —La abuelita no me contó nada. Yo lo soñé anoche. — ¿Qué soñaste? —Soñé que Jesús se llevaba a mi papá para el Cielo en una barca de plata, ésa que se parece tanto a una luna con dos puntitas. Este comentario terminó por conmoverme hasta el fondo del alma. — ¿Se lo llevó Jesús en una barca de plata? —Sí. Jesús se lo llevó en esa barca de plata que mi papá nombra en una de las canciones de él que más me gustan. Eso quiere decir que murió, ¿verdad? — ¿Por qué crees que eso significa que tu papá murió? —Porque él me lo dijo una noche en que los dos estábamos sentados sobre la ballena en el patio de la casa. Llevábamos varios minutos mirando esa luna flotar sobre un cielo lleno de estrellas. — ¿Qué te dijo él exactamente? —Me preguntó que, si yo creía que era posible que al morir nosotros Jesús nos llevaría al Cielo en una barca de plata parecida a esa luna. — ¿Y tú qué le contestaste? —Le contesté que sí, que todo era posible para Dios. Recordé el extraño presentimiento que había experimentado la mañana del concierto en la cárcel de La Picota, cuando Antonio estaba cantando Púlsar. Se sacudió mi corazón una vez más. Luego, suspiré profundo. Abracé a Michael. —Lo que murió hace dos días fue solamente el cuerpo de tu padre. Su espíritu, ese elemento del hombre que sólo a Jesús le pertenece, ése jamás muere. El espíritu de tu padre se fue con Él en esa barca. Pero papá jamás te abandonará. Ninguno de los dos. Ni Jesús ni papá te abandonarán. Antonio renacerá, así como resucitó el Maestro, porque el Señor así lo prometió a sus escogidos. Y así como aprendiste a creer en la presencia constante de Jesús en tu corazón, así podrás también llegar a creer que papá te acompañará día tras día desde el Cielo. Yo tampoco te abandonaré. Puedes contar siempre conmigo. Contra todos mis pronósticos, Michael no lloró. Terminé por pensar que el músico lo había venido preparando para ese momento. Se libró de mi abrazo. Se quedó, por un instante, mirando un gorrioncillo que brincaba no muy lejos de sus pies. — ¿Será como mirar de cerca un pajarito sin poder cogerlo? —Me llenó de un nuevo asombro. —Sí, así será. — ¿Volveré a verlo y a escucharlo cantar? Se me hizo un terrible nudo en la garganta, pero me contuve. —Lo escucharás cantar día tras día. Él te dejó su disco, el que contiene las canciones que escribió para Jesús y para la humanidad, y las que escribió para ti. Y te dejó su guitarra. Todo lo que él dejó, es tuyo. El libro que estoy terminando y que habla de él y de ti, también es tuyo. Algún día lo leerás, y sé que volverás a ver a tu padre cuando Jesús también te lleve en esa barca de plata que soñaste.
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—Quisiera subirme ahora mismo en esa barca —Me miró, con el alma ausente y los ojos húmedos.
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CELESTE
Álvaro H. Burbano
EPÍLOGO
El pequeño maquinista no pudo cumplir con ese hermoso y triste deseo en muchos años. El Señor Dios aún no tenía escrito para él aquel designio. Sin embargo, los asesinos de su padre sí tenían planeado hacerle mucho daño. Habían acordado violarlo, torturarlo y masacrarlo luego, algún día de la semana siguiente. Alguien me contó que ellos escupieron esta intención entre risas y maldiciones la noche de la celebración en el prostíbulo de San Juan de Pasto, unas horas después de haber llevado a cabo la crucifixión de Antonio. Sin embargo, Jesús les impidió materializar esa cobarde canallada. Al cabo de dos días nada más, el Abejorro fue encontrado muerto en un burdel de la ciudad de Cali. Se había ahogado entre su propio vómito hacia el final de una ostentosa orgía. El Piraña y el Motosierra tuvieron que abandonar su cadáver allí, en la casa de perdición, y continuaron su camino hacia Bogotá. No obstante, ellos tampoco llegaron muy lejos pues, en un tramo solitario de la carretera que de Cali lleva a Ibagué, su burbuja negra fue interceptada por un grupo de paras que les venía siguiendo el rastro desde la muerte de los oficiales antinarcóticos, los que el Motosierra alguna vez hubo descuartizado con su sierra eléctrica. La balacera que se formó en la autopista fue espectacular, aunque no duró mucho. Los paras bombardearon la camioneta de los guerrilleros. Los obligaron a entregarse y a deponer sus armas. Ese mismo día, los asesinos de Antonio murieron en su ley. Fueron torturados y ejecutados pausadamente. Al final de la macabra jornada, sus cuerpos descuartizados fueron enviados en dos enormes maletas negras al comando general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
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