Un Ăšltimo Concierto
Ă lvaro H. Burbano
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Un Último Concierto
Álvaro H. Burbano
UN ÚLTIMO CONCIERTO Álvaro Hernando Burbano
Dedicado a María del Cielo Burbano. 2
Un Último Concierto
Álvaro H. Burbano
Diciembre 29/2017
UN ÚLTIMO CONCIERTO Género: Relato PRIMERA EDICIÓN
Año de Creación: 2.017 Propiedad intelectual: Álvaro Hernando Burbano y herederos. Contacto: tonyone2012@hotmail.com Registrado en Colombia Oficina de Derechos de Autor, Bogotá Primer registro: 03/01/2.018 * No. 1-218-214 Diseño de Portada y Contraportada: María del Cielo Burbano Primera Edición Digital: Enero, 2.018
Dimensión Edición Digital: 14 cm. x 21 cm. Todos los derechos reservados. Este libro no puede ser reproducido por ningún medio,
ni en todo ni en parte, sin el permiso del autor.
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PRESENTACIÓN
Esta colección ha sido elaborada para que alguna de sus historias te proponga una tranquila reflexión, allá, en el rincón más íntimo de tu mente. Cada episodio corresponde a una narración corta que ilustra el cuándo o el cómo de la existencia de una sencilla obra musical que jamás escucharás en la radio, y el porqué de su importancia. Esa música está disponible en Youtube. El link de cada video está aquí, en estas páginas, al final de cada historia. No obstante, para leer el libro no es absolutamente necesario que escuches esos temas musicales si no quieres hacerlo, aunque, si lo deseas, hazlo. Quizás te lleguen a impactar, si los escuchas en privado. Tampoco es indispensable que leas los episodios en el orden en que van apareciendo. No están necesariamente encadenados en secuencia cronológica. No hay mucho más que decir. Ojalá disfrutes de la lectura del pequeño libro. En verdad, quiera Dios que este trabajo te obsequie algo diferente a lo que la vida y la rutina te regalan día a día.
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Música de Antonio Narváez y la Banda del “Jinete de Luz” (En referencia a la Segunda Venida de Jesús) Videos: Youtube, MP4
Otros libros del mismo autor: CONFLICTO UNIVERSAL UN SOLO DE PIANO CELESTE DIAGRAMA SECUENCIAL SOBRE LA ARENA UN VÓRTICE EN EL ARCO IRIS DE LA LUNA y EL ALGORITMO DE DIOS
Editoriales: AUTORES EDITORES ISSUU ÁLVARO H. BURBANO
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ÍNDICE
Pág. 7 10 14 19 21 24 26 30 33 38 42 44 47 49 53 55 59 61
HISTORIA DE GUITARRA ATARDECER LAS DEUDAS DEL AMOR GIRASOL LA LUNA DE LOS NÓMADAS JINETE DE LUZ PÚLSAR - J17G FLOR DE LA HIERBA MUJER DE NEGRO TU ISLA Y TU OLVIDO LA BARCA DE PLATA SENDEROS DEL ALMA RAPSODIA PARA JESUCRISTO LOS PROVERBIOS EL TIEMPO DE LA ROSA ÉL ES JESÚS LLUVIA DE NEUTRINOS LA ÚLTIMA GUERRA
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Historia de guitarra Las fotografías solían preservar las memorias. Las memorias solían preservar los momentos y, luego, nos transportaban a los sitios que habíamos recorrido y, de vez en cuando, allá nos dejaban para siempre. Sobre un retrato de ésos yo acostumbraba a ver a mi madre. Me veía también a mí mismo, a su lado. Ella estaba hermosa, allí, como siempre. De verdad que era hermosa. Rubia de ojos azules y mirada triste. Era alta y muy bien estructurada. Me hacía recordar esas películas románticas en blanco y negro que veía yo de niño. Más exactamente, me hacía pensar en “Lo que el viento se llevó”, de Víctor Fleming. Al mirar detenidamente a la heroína de la cinta —Scarlett O’Hara—, vislumbraba yo de cerca la belleza física de mi madre. Y al quitar mis ojos de la pantalla, veía la belleza incomparable de su corazón. —A menudo pienso que tú debes tener una misión importante escondida allí, en el futuro de tu vida —me dijo con mucha convicción una tarde, cuando yo ya había cumplido los quince años. Vivíamos solos ella y yo, en un modesto apartamento de la capital. Muchas cosas habían cambiado para siempre para nuestra familia, en ese vuelco que hicieron el tiempo y el destino. —¿Y por qué razón tienes que creer en eso? —Me senté a su lado, sobre el sofá. Sus ojos de afligido azul de mar me miraron fijamente. —Una noche de enero, hace tiempo —empezó a narrar—, cuando tú tenías tan sólo un par de días de nacido, comenzaste a llorar sin descanso. No comías nada. Tu estómago no aceptaba el alimento. Todo lo vomitabas. Entonces, tu padre y yo te llevamos al hospital. Los médicos ordenaron una colostomía de urgencia. Te colocaron una sonda para que pudieses expeler los excrementos, una manguera para que pudieses respirar, y una segunda sonda para inyectarte el suero con el cual pudieses sustentar tu cuerpo para sobrevivir. Pero la herida de la salida de la primera sonda se infectó. Olías mal. Por añadidura, no podías inhalar bien, ni siquiera con esa manguera que llegaba hasta tu tráquea desde el tanque de oxígeno. Te asfixiabas. Los doctores no 7
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encontraban una solución a tu problema. Empezaste a morir. Sin embargo, yo no acepté perderte. Por más que hubiese tenido ya seis hijos antes de tenerte a ti, no quería perderte. Tomé entonces una decisión sin consultarle a nadie. Bien temprano en la mañana del día en el cual creí que morirías, me vestí de negro rápidamente. Te envolví en una ruana de lana blanca. Me dirigí al terminal de buses. Me sentía caminando y actuando como si algo o alguien me estuviese empujando a hacer lo que hice. —¿Y qué fue lo que hiciste? —Me hallé metido hasta la raíz de la mente en el tinglado de su evocación. —Como ya te dije, me dirigí al terminal de buses. Cuatro horas después, me encontré entrando en el Santuario de Nuestra Señora de Las Lajas. Tú ya ni siquiera te movías. Llegué a pensar que habías muerto. Pero no quise mirarte. Caminé hasta el altar. Me detuve frente a la roca, allí donde la Virgen y el Niño están grabados. Me arrodillé, y elevé una oración en la cual les pedí que te salvaran si es que habrías de hacer algo valioso con tu vida. Luego me puse de pie. Te dejé entre la ruana, a los pies de la imagen. Salí del templo y esperé, parada en el pórtico de piedra del atrio, mirando hacia el abismo que terminaba allá, en lo profundo de las aguas del río Guáitara. Hizo una pausa y respiró hondo, quizás en el esfuerzo de no permitirse colapsar en mitad de la narración. —No habían transcurrido más de tres minutos —prosiguió entonces—, cuando te escuché llorar. Corrí hacia la entrada del templo. Atravesé la nave central en dos segundos. Llegué hasta la roca. Me abalancé hacia ti y te alcé en mis brazos. Tú me miraste y me sonreíste, con esa mueca pícara que siempre has tenido. Supe entonces que ese día no habrías de morir. Un sobresalto sacudió mi alma. Lleno de amor, la miré a los ojos húmedos. —Madre, no sé qué tan útil será mi vida —Tomé sus manos entre las mías—. No alcanzo a vislumbrar aún una tarea, aunque quisiera ser músico. Como quiera que sea, sólo espero que tú estés a mi lado siempre y que, si he de triunfar con mi música, los dos lo disfrutemos juntos. Me gustaría también hacer algo relevante por la humanidad, no sé, hacer algo por los niños que sufren de enfermedad o de hambre, o hacer algo por ti, pero por ahora todo es tan sólo un mar de intenciones sumergidas en el sueño de un simple adolescente. —Déjame ayudarte a cumplir con ese sueño, hijo. 8
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—¿Ayudarme? ¿Tú? —Sí. ¿Por qué no habría de ayudarte si me lo permites? Por ahí tengo un dinero guardado para ti. Sé que no alcanza para comprar un piano, pero, ¿te gustaría tener mañana mismo una guitarra? En medio del asombro, no pude decir nada. Simplemente, abracé a mi madre con fuerza, como nunca antes lo había hecho. Hoy, mi madre está en el Cielo. Debe ser el más hermoso lugar del universo, y está reservado para las madres bondadosas.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=VbyY8JhsUcM
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AMIGA DE CUERDA (ATARDECER)
Era el comienzo del filo del anochecer en el parque del concierto. Las sombras recortaban polígonos de luz entre los árboles que fabricaban el anillo del escenario de los músicos que acabábamos de cantarle a Jesucristo. Enfundamos los instrumentos. Nos pusimos de pie. Empezamos a abandonar el sitio. Cargábamos todo entre estuches de cuero negro. Nos desplazábamos sin prisa alguna. Daniel, el bajista, empujaba suavemente la silla de ruedas sobre la cual iba Mercedes, pianista y única fémina de la banda. La noche estaba fresca y seca. Desde la tarima hasta la avenida en la cual abordaríamos un taxi para regresar al centro de la ciudad, se extendía una calle recta y larga bordeada de baobabs. Con el paso del tiempo, las raíces de esos árboles frondosos habían resquebrajado significativamente el pavimento de la acera. Me pregunté en silencio quién los podía haber plantado en esa calle y cuándo, o por qué tipo de capricho. Recordé que el baobab — llamado también “el pan del mono” — era originario del Sahara, el más grande desierto cálido del mundo. Y bien, al no poder encontrar en ese instante en mi mente la respuesta a mi inquietud, opté por caminar por el centro de la calzada. Los muchachos de la banda hicieron otro tanto, para evitar tropezarse con las hambrientas aristas que asomaban por entre el concreto y el borde de la acera. Levanté la mirada. Observé que el primer casquete de la luna creciente colgaba en el oscuro azul del cielo, como una barca de plata perdida en el mar del universo. En silencio, bendije a Jesús por la hermosa figura que el satélite de la Tierra nos estaba brindando a los humanos, en ese instante de la noche. Todos callaban. —Cuando era un adolescente —decidí entonces romper el silencio—, jamás pensé que terminaría cantándole a Jesucristo. —Yo creo que ninguno de nosotros lo pensaba —dijo Mercedes—. Mira que, antes de que escojas seguirlo, Él ya te ha escogido.
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—Es el mayor orgullo de la vida pensar que puede ser así — Acomodé sobre mi hombro el maletín con los micrófonos, cables y parales. —Está escrito en el Evangelio de Juan —terció Daniel—. Puedes estar feliz de saber que Él te llamó, incluso antes de que nacieras. —También está escrito en Isaías —añadió Mercedes—. Sin embargo, no debemos olvidar que todo este camino no será jolgorio, si es que hemos de sobrevivir hasta ese día en el cual tengamos que enfrentar el final de los tiempos. Esa fe de la que habla la primera canción que hoy tocamos, “Amiga de cuerda”, será la única herramienta que tendremos para evitar desfallecer antes de que el Señor regrese. El atardecer del cual habla esa canción, y que cuenta el increíble evento del Mar de Galilea, ese crepúsculo en el cual Jesús caminó sobre las aguas del mar y apaciguó la tormenta y además espantó el miedo y la falta de fe de los apóstoles, es una hermosa analogía. Allí vemos a un escéptico Pedro que pretende caminar hacia Jesús y desfallece. Días después el Maestro partió, y ellos tuvieron que enfrentar persecución, humillación, desprecio, tortura y muerte. Pero su fe ya había llegado a ser inquebrantable. Esa es la fe que nos dará valor en el instante de La Gran Tribulación, antes del regreso de Jesús, hacia el final de los tiempos. Si nos falla esa fe, habremos perdido la batalla. —Así es —acordó Daniel—. Claro que, a mi manera de ver, pienso que es apresurado, egoísta y arrogante pedirle a Jesús que me incluya, particularmente a mí, entre aquellos que han de experimentar la bendición del Rapto, ese momento fantástico e increíble en el cual Jesús llevará hacia las nubes a los que lo aman, para arrebatarlos de las manos de los esbirros de La Bestia. —¿Por qué dices: “apresurado, egoísta y arrogante”? —Quise saber— ¿En verdad no desearías vivir esa maravillosa bendición, la del Rapto? —Por supuesto que quisiera hacer parte de los que Jesús se ha de llevar en el aire en un abrir y cerrar de ojos —Bajó la mirada, y sus pupilas se humedecieron—. Pero, no sé por qué, querría seguir hasta el final, hasta el último segundo de la humanidad, para intentar apaciguar a los que estén sufriendo, aquellos que aún no tengan esa fe que nosotros quizás ya tenemos. Para decir verdad, elegiría dar mi vida por los que aún estén dudando de Jesús, así como Él esperaría por mí hasta el último instante. 11
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—Te entiendo, pero los que no estén listos para ser arrebatados es porque jamás quisieron ser parte de su pueblo —argumentó Mercedes—. Jamás cambiarán. Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=4Fjd1PnMg_g
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LAS DEUDAS DEL AMOR “Si no le temes a Dios, témele al infierno”
No podría hoy precisar a qué hora desperté aquella mañana y me senté contra la almohada, aterrado, tembloroso, horrorizado, prácticamente en estado de shock. Tendría más o menos veinticuatro años de edad en ese entonces, y Jesús no había aún trazado su huella sobre mi camino. Estaba solo en mi pieza. La puerta estaba cerrada. En el cuarto contiguo dormía mi madre, quien en pocos días viajaría a la ciudad de Toronto. Acababa de regresar de una aventura espeluznante. Unas cinco horas atrás, me había acostado. Había cerrado los ojos para disponerme a soñar y a descansar. Y, en efecto, me había quedado dormido. Sin embargo, hacia la madrugada las diapositivas de la trama de mi descanso no se dieron como si hubiesen sido parte del epílogo de un sueño plácido. Lo que experimenté fue absolutamente diferente. Y no quisiera jamás volver a vivirlo. Eso le pido a Jesucristo. Lo que experimenté fue una visión terrible. No fue un sueño. No. No lo fue. Debo pensar que mi espíritu abandonó mi cuerpo para ingresar en una dimensión tenaz de la conciencia, no sólo de mi conciencia, sino de la conciencia de aquellos que me lean. Lo digo así, porque la visión que tuve fue la del infierno. Pero no me tomes a mal. No es éste el testimonio de un loco, un alienado, un drogadicto, un alcohólico, un fanático, un brujo, un falso profeta o un mentiroso. Es el testimonio de un hombre simple que aprendió a temerle a Dios, ¡pero de qué manera! ¡Quieras creerlo o no, el infierno sí que existe! ¡No como una forma de vida! ¡Existe, en lo profundo de la tierra, como una forma de muerte que jamás acaba, como una dimensión de tormento inimaginable! Por eso, si la descripción que voy a hacer de esa visión no llega a cubrir fielmente lo que viví, es porque ese submundo no está dentro de la capacidad de comprensión y descripción humanas. No es tridimensional. Es decir, no creo que sea posible hallar en la mente de un hombre palabras e imágenes que proyecten en un papel esa realidad, la del infierno, tal cual la vi y la padecí. 13
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Recuerdo que, en un primer cuadro, me encontré descendiendo a lo largo de una cueva hecha de galerías estrechas, parcialmente oscura, bombardeada por oleadas de lengüetas de fuego que devoraban las paredes escarpadas a lado y lado del declive. Era un mundo aberrante, macabro, violentamente incendiado hacia el borde de los abismos que salían a mi paso. El aire se mecía, pesado y sofocante. La temperatura no debió ser nada normal. Me es imposible calcularlo, pero creo que oscilaba en algunos cientos de grados. Por añadidura, todo a mi alrededor exhalaba un olor fétido, algo así como el olor del azufre en combustión o el de la expansión libre de algunos de los compuestos del sulfuro. Por supuesto que al principio yo no sabía dónde estaba o hacia dónde se dirigían mis pasos. Pero presentía lo peor. Empecé a temblar. Empecé a desear escapar de allí, regresar, huir de esa visión, despertar, sacudirme de la mente el todo de esa situación. Adivinaba que no me esperaba nada bueno. Desordenadamente entonces, ante la máquina ralentizada de mis pies, el laberinto se empezó a ensanchar. Desaparecieron los farallones. Continué el descenso por otro par de minutos. De pronto, comencé a escuchar las voces. ¡Jesús del Cielo! Aún no podía ver de dónde provenían esas voces, pero las escuchaba. No eran voces normales. No sonaban humanas. Sonaban abismales, ilegibles, tenebrosas, fantasmales. Me estremecí hasta el fondo del alma. Me horroricé. Empecé a entrar en shock. En segundos se abrió ante mí un valle sin límite visible. A lo lejos, se hizo infinito frente a mis ojos paralizados, abiertos al extremo cual los de un pasmado búho, un lago de azufre, estiércol humano, lava hirviente y fuego. En la superficie de semejante estero flotaban millares de cabezas de hombres y mujeres —yo solamente veía sus cabezas—, hundidas en el terror e impregnadas de ese putrefacto magma. No tenían dientes ni cabello. Estaban desfiguradas irremediablemente. De sus bocas asquerosas salían maldiciones abortadas, vomitadas, en cada pausa del ahogo de sus almas en miseria. Era una gritería inmisericorde, inhumana, enajenante. Cada lamento se elevaba hacia el vacío del horno como el baladro de espanto y de dolor de aquél que está siendo asesinado a cada instante pero que jamás termina de morir; cada lamento, entre millares. Era ése un concierto indescriptible de desconsuelo inmanejable, insalvable. Recordarlo, de verdad que me ha hecho llorar, me ha hecho sentir mucha tristeza, me ha hecho cambiar 14
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el porqué del deseo de seguir existiendo. Que el Señor acalle mi vida y mis palabras si acaso estoy inventando esa visión en este instante. Me empezó a rodear el más grande terror; el horror. Sentí mi piel amelcochada y pegada a la galera viscosa y adherente de ese averno. La angustia y la desesperación no tardaron en apoderarse de mi ser. No entendía por qué estaba allí o, tal vez, por un instante de locura llegué a creer que acababa de morir y que mi alma había sido también irremediablemente condenada. Ya no podía moverme. Mi cuerpo había quedado rígido, inerte, petrificado, ante esa visión repugnante pero concreta del lago central de la gehena. Sentí de nuevo el anhelo vehemente de evadirme, de escabullirme, de escapar, de salir del fondo de lo que empecé a creer que era ni más ni menos que mi más inmediato destino; mi castigo. Pero nada logré con el simple deseo. Tampoco fui capaz de pensar claramente porque los lamentos —esos “¡ay!” incontables, prolongados, tenebrosos, desgraciados—, las maldiciones de aquellas almas en atroz escarmiento, me perseguían cual tentáculos de vibración insoportable que pretendían proyectarse en pos de mi razón y mi conciencia. Entonces, en el transcurso de otro instante, el esquema de la sucesión normal del tiempo empezó a tambalearse en mi pensamiento, a deformarse, a salirse del concepto lógico de secuencia que de manera biológica —refleja— hemos acomodado como matemática habitual de la dimensión temporal, en el fondo de nuestro cerebro tridimensional humano. En otras palabras, mi reloj mental empezó a curvarse indescifrablemente, a degenerarse. Nuevamente, no entendía nada. No sabía qué me estaba sucediendo. Deseé una vez más desaparecer, pulverizarme, no estar consciente frente a esa visión. Tal vez estaba adoptando la demente idea de que era en el interior mismo de mi razón el lugar en el cual el tiempo estaba empezando a convertirse en eternidad y, al considerarlo así, se sacudió mi espíritu bajo el más profundo pánico. ¿Estaba mi ser realmente empezando a vivir la imperecedera condena del infierno? ¿Era ésa la plataforma del tiempo, su lenta disposición universal, en la particular dimensión miserable del tártaro? ¿Es que la eternidad se hace desesperantemente lenta en el averno, para escarmiento de los actos miserables de la vida? Luché con todo mi ser contra esa idea, pero no pude ignorarla. No pude desecharla. Seguí entonces intentando desplazarme entre tropiezos, a este lado del vestíbulo del infierno. Mientras así lo hacía, empecé a escarmentar un vértigo macabro, un cuadro sensorial 15
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demente, íntimo, lleno de sonidos distorsionados e imágenes incoherentes. Parecía estar viviendo una película siniestra rodada en cámara lenta, pero con sus imágenes y su sonido revertidos. Tal vez estaba enloqueciendo. Me detuve una vez más. Mi corazón amenazó con estallar. Quise gritar, llorar, clamar. No podía hacer nada más. Y es que por más que lo intentaba, no podía por mí mismo crear la forma de sellar mis ojos a toda esa escalofriante panorámica o de saltar el vórtice de las dimensiones que me aprisionaban, o de volar con todos mis sentidos para huir de aquel hedor, de aquel calor, de la sed agobiante, del aturdimiento, de la locura, del estallido de mi corazón, del traqueteo de aquellos lamentos, de las caras desfiguradas por el terror, y de los lamparazos de oleadas de fuego que estaban siendo aventados hacia la más negra penumbra que cualquiera pueda jamás imaginar entre las sombras. Experimenté a continuación una total inercia, una parálisis absoluta. No podía ya mover un dedo. El infierno, con toda su muchedumbre y su terrible estrépito, aún seguían frente a mí. Invoqué entonces el perdón. Desde lo más recóndito de mi ser, desde esa fe que algún día tuve cuando le cantaba a Jesús cada vez que me escapaba del juego de fútbol para ir a saludar su imagen en la capilla del seminario en el que viví a la edad de once años en la ciudad de Popayán, le imploré a Dios me permitiese retornar a la normalidad de la vida. Debo creer que Él me escuchó. Debo creerlo con toda mi alma, pues supe inmediatamente que algo, o alguien —algo que no fue precisamente un elemento de mi propia conciencia o de mi reacción pliométrica (*)—, me arrebató hacia la linealidad habitual de la existencia. Y ahí estaba, de regreso en el apartamento rentado por mi madre, sobre mi cama, en mi cuarto, temblando y sollozando incontrolablemente. Respiré profundo. Elevé una oración íntima, primero con mis propias palabras y, luego, con el Padrenuestro, la oración que Jesús enseñó allá, en Galilea. Traté de asimilar la vivencia que acababa de atravesar, la que acababa de escarmentar. Y bien, hasta ese momento había venido creyendo que todo había sido sólo un sueño fantasmal, una escalofriante pesadilla, nada más. Pero estaba equivocado. ¿Por qué? Porque de repente, mientras elevaba yo esa oración y observaba la luz que estaba entrando a través de la ventana de mi cuarto, percibí un olor nauseabundo flotando a mi alrededor. Era el olor del azufre en 16
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combustión, el hedor del sulfuro del infierno. Me estremecí de nuevo, esta vez hasta la médula del alma. ¡Era irracional pensarlo! ¡Era descabellado! ¡No tenía sentido aceptar que de verdad estuviese yo advirtiendo ese olor a este lado de las dimensiones! ¡El averno y toda su tenebrosa parafernalia habían quedado atrás, en ese abominable y subterráneo mundo! ¡La visión pertenecía al pasado, así fuese por unos pocos segundos! ¿Cómo era posible entonces que el olor a sulfuro me estuviese persiguiendo hasta mi cuarto? Me invadió una vez más el espanto. Me asaltó de nuevo la escena de todo el horror del orco. Miré a todo lado. Removí las sábanas, las cobijas, todo. Los alvéolos de mis fosas nasales se dilataron e intentaron desprenderse de la mecánica de lo incomprensible, de la maraña de lo absurdo. Volví a evocar a Dios. Fue entonces que, cuando quizás por reflejo de la angustia, reparé en mis manos. ¡Señor del Cielo! ¡Había enormes concentraciones de ocre sulfuro sobre los montes de las palmas y en las estribaciones de los dedos! ¡También en los arcos de las uñas! Mi corazón empezó a desconectarse de su ritmo normal por enésima ocasión en menos de dos horas. Allí, ante mis ojos, tenía la prueba física de que lo que mi espíritu acababa de experimentar no había sido un simple sueño, una pesadilla o una alucinación. Opté por restregar las manos desesperadamente contra el blanco de las sábanas. Luego, las volví a mirar. Mis manos no cambiaron en nada. Repetí la operación. Las manchas no desaparecieron. Mi sangre empezó a retumbar una vez más entre las venas, como una bomba de fluido fuera de control. Vacilé por un instante. Decidí ir a lavarme. Salté de la cama. En dos segundos estaba en el baño, de pie, ante el blanco de la cerámica de la jofaina. Me dediqué a restregar mis dedos con jabón y agua caliente; también los antebrazos. Mi madre solía encender el calentador temprano cada mañana. Tal vez ya lo había hecho. Cuando consideré que las manchas se habían desvanecido, cerré los párpados. Me llevé las manos al rostro y, sin dejar de temblar, con la respiración cortada por ese miedo a lo inexplicable, tal vez a lo insondable, elevé en silencio una extensa plegaria. Por primera vez en mi vida estaba orando de verdad. No estaba simplemente rezando. Estaba orando. Decidí bañarme todo el cuerpo. No recuerdo ahora si miré mi cara en el espejo en tanto me desnudaba. Pudo haber sido así. Podía haber tenido manchas de azufre en la frente o en la nariz o en las mejillas, pero no recuerdo haberme mirado. 17
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Hoy, muchos años después, he decidido escribir esta visión horrenda, pero, en tanto así lo hago, no logro controlar el temblor que invade mi alma. Por supuesto que he entregado mi ser totalmente, absolutamente, al Señor Jesucristo. Sería un miserable cretino, un monstruo irresponsable, si no lo hubiese hecho así. (*) La pliometría es un tipo de entrenamiento diseñado para producir movimientos rápidos y potentes, buscando el mejorar el reclutamiento de fibras musculares. Sus ejercicios buscan combinar las contracciones musculares voluntarias y las contracciones musculares involuntarias.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=xW6M96Ywcqs
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GIRASOL Marcelino, músico de profesión, pianista y tresista, se encaminó hacia la puerta de color marrón que daba a los terrenos ubicados detrás del solar de su pequeña vivienda. Asió la mano de Julián, su hijo. Luego me hizo una seña para que los siguiera. —Caminemos un poco —Sonrió, cuando estuve a su lado—. Pienso que nos hace falta estirar las piernas. Hay todo un sendero ante nosotros, el cual pide ser recorrido antes del mediodía. Efectivamente, la puerta del solar de la casita daba hacia la puesta del sol. Un poco más allá, el paso intermitente de los caminantes había trazado un sendero entre el declive de dos colinas gemelas y enanas, el cual serpenteaba hacia un pequeño riachuelo que estaba bordeado de sauces y de juncos. Era un hermoso lugar: solitario, silencioso, muy verde, e inundado de aire puro. Empezamos entonces los tres a caminar a lo largo de esa trocha. De pronto, el niño se detuvo no muy lejos de una cerca de alambre detrás de la cual se erguía media docena de girasoles gigantes que yo no recordaba haber visto por allí. Probablemente, habían crecido en los últimos días. Julián se dirigió hacia la cerca. El músico y yo lo seguimos. Él colocó sus manos con cuidado sobre los cortes planos de uno de los alambres de púa. Se puso a mirar el hermoso grupo de flores, sin el menor afán. —¿Papá, por qué esas flores son tan grandes? Marcelino se acercó a él. —Esos son girasoles gigantes. El girasol es una hierba anual. En su más alto alcance, la planta puede llegar a medir hasta tres metros. Además, el gran capítulo del girasol… —¿Qué quiere decir capítulo? —Interrumpió el chiquillo. —El capítulo, es la flor. Ella puede llegar a medir unos setenta centímetros de diámetro, según la especie. Estos girasoles que estás viendo miden más de un metro de alto. La flor mide aproximadamente cuarenta centímetros. Son enormes, ¿no te parece? El niño se quedó allí, quietecito, mirando con natural arrobo hacia las bellas hojas de amarillo alterno y de corazón áspero y velloso. 19
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—¿Por qué se llaman girasoles? —Porque se orientan naturalmente hacia el sol —el pianista señaló hacia el cielo azul—, y porque giran hacia él a medida que se desarrollan y así se mantienen hasta que mueren. Sin embargo, esa inclinación del girasol hacia un punto determinado del universo no es cosa del azar. Es una parte de una sabia paradoja de la naturaleza. También es el resultado de un fenómeno biológico, natural, científico. Pero el Señor no contiende con la ciencia. Por el contrario, Él la reafirma. Nada de lo que atañe a la Creación fue una casualidad o el resultado del azar. La Sabiduría de Dios respira en todo el universo. En el girasol, es el tallo el que experimenta la iluminación desigual que la flor recibe. La parte sombreada de ese tallo, aquélla que no recibe la luz del sol constantemente, ésa crece más de prisa. Eso es quizás paradójico, pues el girasol se inclina siempre sobre la parte débil de su tallo para mirar hacia su estrella, que es el sol. —¡Me gustaría ser un girasol gigante! —Nosotros somos como girasoles gigantes, hijo. Somos los girasoles de Jesús. Jesús es nuestro sol. Hacia Él nos orientamos, porque soñamos estar con Él en el Cielo algún día. Ante Él doblegamos nuestras debilidades. A Él es a quien estamos mirando día a día. En Él nos estamos cobijando a cada instante. Jesús es ese punto grandioso del universo hacia el cual nos hemos inclinado desde el momento en el cual decidimos amarle para siempre. El niño miró a su padre al rostro. Sus ojos azules se llenaron de amor.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=gbjtkiycfu8
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LA LUNA DE LOS NÓMADAS La llovizna se habría de marchar definitivamente hacia otros horizontes, luego del intermitente golpeteo que hubo fabricado durante la noche. Eran las nueve de la mañana del domingo. Acababa yo de bañar y de vestir a mi pequeño hijo. Salí a la sala. Me enfundé la chaqueta. Me colgué la guitarra al hombro, no sin antes guardar un paquete con una buena cantidad de discos de mi música entre una bolsa externa que tenía el estuche del instrumento. Cinco minutos más tarde, el niño surgió desde la alcoba, radiante, pleno, con esa estimulante sonrisa que solía obsequiar. —¿Listos para el concierto? —Exclamó, vistiéndose su casaca de lana azul—. ¿Qué hay que llevar? Sonreí. Lo besé en la frente. —Podrías llevar siempre a Jesús en tu corazón —Le serví un buen vasado de jugo de naranja y dos rebanadas de ponqué. Cuando terminó de comer, le apunté la casaca. Salimos. La planicie de la carretera estaba húmeda. El aire flotaba fresco. A pocos metros de la calzada, cerca de un montículo de arena, algunas golondrinas planeaban libres sobre la hierba también humedecida. El niño las observó un par de veces, extasiado, en tanto caminábamos hacia el paradero del transporte público. Hora y media más tarde, llegamos al centro de la ciudad. Empezamos a confundirnos entre la gente que bullía por las aceras ese día. Otros invadían las calles con sus mercancías. Era el 31 de diciembre. Enfilamos hacia el mercado de las pulgas, el cual se encontraba en una zona popular, cerca de la plaza del ayuntamiento. Allí solía yo tocar frecuentemente con mi pequeña banda, exactamente en la glorieta central de ese lote que, entre semana, servía de aparcadero. Pero nos esperaba una sorpresa no muy grata. La glorieta no estaba disponible. Un grupo de música andina se había adelantado a nuestra llegada y se encontraban allí, afinando instrumentos. Estaban a punto de iniciar su primera tanda del día. El niño me miró, respirando profundo un par de inquietudes llenas de una inocente dosis de paciencia. 21
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—Tendremos que tocar en otro lado —murmuré—. Sin embargo, debemos esperar aquí, hijo. Los muchachos ya están por llegar. Se supone que éste es nuestro punto de encuentro. —¿Cuántos vienen? —Creyó el niño estar con la pregunta ayudándome a conservar la calma, aunque en el fondo sabía bien que eso no era necesario. —Seguramente, Marcelino y Daniel. También Juan Pablo, el nuevo percusionista. Será suficiente con ellos por ahora. —¿No viene la pianista? —No. Mercedes no puede venir hoy. Su familia se va a reunir. Le van a celebrar su cumpleaños. Pasaron diez minutos. Los muchachos empezaron a llegar. Venían acompañados por una o dos personas cada uno. Cargaban sus instrumentos y sus pequeños equipos. Nos encaminamos entonces hacia la Plazoleta de La Bohemia, a pocas cuadras de allí. Nos ubicamos sin problema contra los edificios de la acera occidental del atrio rectangular de la explanada. Conectamos a la fuente de un bar cercano un cable de extensión y una toma múltiple. Emplazamos los equipos. Afinamos instrumentos. Cinco minutos más tarde, empezamos a obsequiar un manantial de canciones absolutamente errante; diferente. Por más de una hora zigzagueó en el aire de la Plazoleta de la Bohemia un muy particular mensaje en nombre de Jesús. El cuadro era un tanto extraño, como sacado de una película surrealista. Nuestro auditorio consistía de unos cuantos trasnochadores, algunos vagabundos, unos pocos paseantes, y un par de meretrices que no habían ido a descansar la noche anterior y que estaba compartiendo tragos con los clientes del bar y con un par de comerciantes de la zona. Cuando terminamos la última canción de aquel mini concierto, un hombre de edad ligeramente ebrio, de cabello cenizo y ojos verdes, se nos acercó. —No se vayan todavía, muchachos —Me extendió un par de billetes de cincuenta—. La gente está contenta con su música. Échense otra tanda. Les prometo que les levanto otro billete. Ustedes lo necesitan, ¿no? —Gracias, señor —respondió Marcelino. Claro que le cantaremos otro par de sones. —Que sean más de dos —Sonrió el hombre—. Ese ritmo antillanito de ustedes está chévere. Provoca bailar. 22
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Marcelino le agradeció una vez más. Luego, se acercó al micrófono que yo estaba utilizando, y se dirigió a todos los presentes. —Vamos a iniciar una última tanda con una guajira llamada “La luna de los nómadas” —propuso—. Todos sabemos bien que es el sol la estrella que nos permite disfrutar con buena luz de la belleza de la vida. Sin embargo, la luna es el astro que nos ayuda a visualizar algo que está mucho más allá, porque nos deja apreciar la noche, porque nos enfrenta al interrogante del abismo del universo y nos hace imaginar aquellas preguntas que no resolveremos completamente jamás en este mundo. “La luna de los nómadas”, la canción que vamos a tocar, menciona esa luna, la que acompañaba al pueblo de Dios cuando caminaban en medio del desierto en busca de La Tierra Prometida. Nosotros, todos los que estamos aquí presentes, somos continuidad de ese pueblo. Somos nómadas en el universo. Somos solamente transeúntes en esta tierra. No nos detendremos aquí. No debemos conformarnos con pertenecer a este mundo. Esa certeza, la de que no es este mundo nuestro último destino, es la que nos hace pensar que sí regresaremos algún día a la ciudad de Dios.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=z-6ozzNSbUU
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JINETE DE LUZ Era cerca de las cuatro de la mañana de un frío amanecer, muchos años atrás. Vivía yo en la ciudad de Toronto. Había estado confinado por varios meses a una cama de hospital, debido a una complicación pulmonar. Durante largas horas esa noche, mi mente había estado deambulando entre un ensueño laberíntico en el corazón de una transición indefinida, pues mi espíritu había estado errando como fantasma entre los escombros de uno de los pisos más altos de un edificio que estaba a punto de colapsar totalmente tras recibir parte del impacto de una de las ojivas de la última guerra del clan de los humanos, la guerra de misiles. La visión siguió su curso. En un momento dado, empecé a escuchar un murmullo lejano, sólido, estremecedor, el cual creció vertiginosamente, como deben crecer las olas del mar embravecido entre la tormenta de la noche del Mar de los Sargazos. Abandoné, entre mi sueño, el solitario corredor por el cual me había venido desplazando. Me precipité hacia la pared que daba al vacío de la calle. Me asomé, por el hueco que había quedado de lo que algún día fuera uno de los enormes ventanales de una poderosa oficina corporativa situada en uno de los más altos pisos de esa torre. Miré hacia el firmamento, en la dirección de aquel rumor incontenible —hacia el Oriente. Entonces vi un ejército celestial, radiante, majestuoso, descomunal, detenerse en el abismo del cielo, muy por encima del horizonte. Parpadeé, pues se iluminó ante mis ojos el total de la bóveda sideral en un segundo, cual si ya hubiese amanecido en el planeta entero. Se sacudió cada torzal de mi alma. Me estremecí, ante esa incomparable visión, pero no sentí ni la más pigmea alegría. Por el contrario, me sentí miserable, pues recordé la profecía. Supe inmediatamente que iba a ser un espectador más del regreso de Jesús, de su Segunda Venida, que iba a presenciar la destrucción de la más malvada coalición de ejércitos del planeta, y concluí además que no tendría yo ninguna oportunidad de recibir una espada o una cabalgadura y que, por lo tanto, no haría parte de la convocatoria a la victoria final del ejército del Supremo Señor de las Estrellas sobre las tropas heterogéneas del demonio, tropas 24
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compuestas por almas de torcida naturaleza humana y por espíritus de deleznable y oscura naturaleza. Yo ya había leído sobre ese evento increíble un par de veces. Toda esa visión había sido vaticinada dos siglos atrás. Enfoqué de nuevo, hundido en la más inmensa tristeza, ahogado entre la más cruel amargura, las Huestes Seráficas del Cielo de las cuales, de niño, alguna vez soñé ser parte. Supe que al frente de ellas venía un guerrero de luz inmaterial, refulgente, ése a quien yo jamás antes había visto, ése de quien se me enseñó algún día era el Maestro Universal, el Supremo Vengador. Supe que su armadura era blanca y que estaba ceñida a su pecho refulgente y que, además, tenía manchas de residuos de llanto de grana. Supe que su corcel era imponente, níveo, legendario. En el transcurso de otro instante, creí ver a ese Jinete de Luz detenerse, allá, en el infinito. Su espada resplandeció en el aire, entre un fuego que provenía de la energía inexpugnable de los conglomerados más lejanos del espacio. Temblé de miedo. Mi corazón debió bombear pavor, pues lo sentí a punto de estallar en millones de esquirlas. Me desgoncé sobre el alféizar humeante del hueco de la ventana. Rompí en un llanto incontrolable; interminable. Deduje con áspera certeza que mi sucio etéreo no pelearía al lado de Jesús, que mi mugriento espíritu no estaría cabalgando a su espalda, que mi existencia inútil sería también juzgada, condenada y pulverizada. Afortunadamente, la visión terminó en un abrupto. Regresé a la minúscula dimensión de mi mundo material. Desperté entre sollozos. Intenté olvidar aquella amarga experiencia. Me hundí por varios días en un rincón de la desesperanza. De ahí en adelante, y por muchos años, no volví a dormir tranquilo. Sabía bien lo que esa visión quería significar para mi vida. Sin embargo, un buen día, años después, recuperé mi fe, ésa que tuve en mi niñez, y cambié el rumbo de mi mediocre existencia. Pero, a pesar de ese cambio radical, mis sueños nunca volvieron a ser tranquilos, porque sé muy bien lo que le espera al más miserable clan humano. Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=PhqKct52IHk
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PÚLSAR - J17G Cuando miras hacia el cielo en una noche clara, ¿sueles encontrar tus sueños de niño, allá, entre las figuras que parecen proyectar las estrellas? Mientras observas, ¿presientes esa libertad de imaginar lo inimaginable, ésa sabiduría que tiene el Padre Creador para concebir siempre algo más en tanto su ser adimensional se desplaza a lo largo de todo el cúmulo de nebulosas que diseñó? Si te fuese dado soñar con el Hogar de Dios, con lo que realmente ese lugar debe ser, ¿te estremecerías y, al borde de atrapar alguna forma de locura, experimentarías una aventura que llegaría al extremo de la narración maestra de la ciencia ficción que superaría el tope de la montaña de tu más ingeniosa inventiva? Pienso que ya sabes que un púlsar es una forma muy particular de estrella de neutrones y que se llama así porque, a la manera de un faro marítimo, emite pulsaciones, palpita, gira a una velocidad enorme y proyecta destellos a intervalos iguales, los cuales pueden llegar a la Tierra con un perfil semejante al de las ondas de radio, aunque no precisamente portando mensajes interestelares. Déjame decirte que, si observaras las estrellas en el cielo de un claro atardecer, de pie sobre la cima del Everest, las verías brillar igual a todas. Podrías incluso percibir de pronto a Jesús, llamándote desde uno de esos faros de la noche, y no sabrías que lo viste y que te habló. ¿Notarías un solitario púlsar, allí, en algún punto de una diapositiva llena de millones de estrellas? Y, si no vieras ese púlsar, o si jamás vieses a Jesús, ¿echarías de menos no haberlo visto? Conocí hace algunos años, en el sanatorio de la capital, a un hombre solitario. Alguien me había dicho que ese hombre sufría de un cáncer inmisericorde, y que pronto moriría. Durante varios días me fue difícil acercarme a él, pero algo me decía que luchara por hacer el intento; que me acercara. Un día nos cruzamos en el camino viejo que llevaba al pequeño lago que había en medio del sanatorio. Lo saludé. Era el mes de octubre, comienzos del otoño. Él me contestó el saludo, se quedó mirándome por un instante, y luego me sugirió que caminásemos entre los árboles. Lo seguí, aunque no sé por qué exacta 26
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razón. Recorrimos unos metros, en completo silencio. De súbito, un viento fuerte, una rebelde ventisca, levantó decenas de hojas secas muy cerca del sendero que estaban trazando nuestros pasos. El hermoso pero fuerte remolino que se formó allí nos obligó a detenernos. Entonces, el me miró a los ojos una vez más. —Antes de partir de este mundo —su voz transportó hasta mi alma un arco iris de melancolía—, haz igual que el viento. Yo lo escuchaba atentamente. Miré hacia la hojarasca que regresaba para posarse de nuevo sobre el tapete de la grava. —Es el viento el que eventualmente arranca las hojas del árbol para que caigan —ilustró—, pero es él también quien de nuevo las levanta para que armonicen de otra forma con el árbol. —No entiendo la figura —Fui sincero, ante la confusión que estaban barajando mis neuronas. —Simplemente, haz como el viento antes de partir —Tomó la ruta de otro sendero, el cual ascendía suavemente hacia la reja de dos metros que estaba no muy lejos de nosotros y que daba hacia el final del bosque y el bullicio de la ciudad. No lo seguí inmediatamente. Me quedé quieto, estupefacto, mirándolo caminar, pero sólo por un minuto. Mi mente repitió para sí misma las palabras que acababa de escuchar. Parecía como si él me hubiese conocido desde siempre, cual si desease sellar conmigo esa mañana una amistad incondicional nacida de una razón de afinidad etérea. Se abrió entonces sin más demora en mi interior una brecha de discernimiento frente a esa metáfora de la hojarasca que él acababa de esbozar, aunque me pregunté cómo podía él haber leído el desperdicio que hasta ese día había sido mi existencia, si esas pocas palabras que acabábamos de cruzar eran las primeras que nuestras vidas habían compartido. Sin habérmelo planteado, le empecé a tomar cierto respeto. Me propuse aquilatar en el menor tiempo posible el verdadero valor del rango de su alma. Caminé detrás de él. Lo alcancé hacia la mitad del ascenso que hacían los adoquines. Al llegar a la malla del límite del sanatorio, nos detuvimos de nuevo. Nos quedamos allí por dos o más minutos, sin decir palabra, mirando hacia lo lejos, hacia la estructura física y común del mundo de afuera con sus casas, edificios, autos, gente alegre y gente desgraciada, gente rica y gente pobre, gente poderosa y gente desplazada, pavimento resquebrajado y sueños sin mañana. 27
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—Muy pronto saldremos de este lugar, si Dios lo quiere —Intenté tal vez con mis palabras darle fuerzas para luchar contra su cáncer terminal. —¿Y si no quiere? —antepuso, sin permitirle a su voz quebrarse para nada. —Si no quiere, Él sabrá por qué—murmuré con tristeza. Volteó a mirarme. —Sé que pronto moriré —pronosticó—. Y tú lo sabes. Pero tú no morirás aún. Mientras eso sucede, cuídate de la maldad del hombre que se siente pleno con su vida material. Y déjame decirte algo más: Si eres de los que jamás han sentido absoluta pertenencia a este planeta, si eres de aquellos que se sienten como vestidos en camisa ajena, es porque algo extrañas, es porque no encajas totalmente aquí. Sin embargo, nadie extraña lo que no conoce. Nadie echa de menos lo que jamás conoció. Por eso es que algunos echamos tanto de menos ese algo o ese alguien que habita en las estrellas. Porque el alma nos dice que ya lo conocimos. Las imágenes están ahí, porque se aferraron al alma durante siglos, creando un déjà-vu que vibra en el etéreo y en el tiempo. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con la reencarnación. No. Tiene sólo que ver con el deseo de iniciar algún día el camino de retorno hacia el Hogar del Padre. —¡Sorprendente análisis! —Lo miré a los ojos—. ¿Cuándo y cómo te diste cuenta de lo trascendental que es todo lo que me estás diciendo? —¿Qué cosa? —Eso. Que viviste alguna experiencia celestial antes de nacer en este mundo. —Durante años he venido teniendo visiones que no son comunes— murmuró, mientras que con su mano derecha me invitaba a iniciar el camino de regreso hacia la puerta del sanatorio—. He tenido algunos sueños vívidos; cercanamente físicos. Pero jamás encontré mi lugar en este mundo. No me interesó jamás hacer fortuna, tener fama o ser pieza de ensamblaje de esta sociedad. De manera particular, me siento muy tranquilo cuando miro sonreír a los niños pequeños, cuando los escucho hablar e intentar comunicarse conmigo. Pero, a la vez, he sufrido a causa de ellos. Siempre consideré fuera de toda razón ver cómo esos niños, mientras crecen, van perdiendo esa característica espiritual diáfana que los caracteriza y que me magnetiza. Siempre me espantó ver cómo se van quedando sin ese eslabón que parece unirlos 28
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con el Cielo. Me destruye el alma ver cómo, en tanto se hacen adultos, terminan haciendo parte de la masa insensible del mundo y pierden su identidad etérea. Envejecen, y se olvidan de su procedencia; de su origen; de su estrella. —Quizás, esa inquietud que te invade te ha estado diciendo siempre que tienes una tarea importante por realizar en este planeta antes de partir —teoricé, en tanto llegábamos al comienzo del sendero. —Sí, lo sé —tendió su mano para despedirse. Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=hYxluq34uz0
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Flor de la hierba —Alguien comentó que nuestra música es triste —me hizo saber Mercedes, sentada sobre su silla de ruedas frente al teclado, al término de la primera tanda de canciones del pequeño concierto que dimos una tarde de mayo en El Buen Pastor, la cárcel de mujeres de la capital. —Claro que lo es, porque no habla de desorden, de comercio, de jolgorios y de rumba —le respondí, mientras le ofrecía una botella de plástico que contenía agua fresca—. Nuestra música habla de Jesús, y debemos entender que Jesús fue un hombre triste. Nuestra música habla del abandono en el cual se encuentra la humanidad humilde, de su sufrimiento, y habla de lo que Jesús siente al ver esa situación. Esos son dos conceptos tristes. Sin embargo, la felicidad de esa humanidad humilde está esperando allá, algo lejos del mundo. Yo diría que los que hablan así de nuestra música, los que comentan que es triste, deberían más bien unirse a nosotros a tiempo, deberían transformarse cada uno en otro ser triste, en otro hombre o mujer que, en medio de su tristeza, luche por seguir a Jesucristo, allí, en el nudo mismo de la incertidumbre y de la injusticia, y convertirse en un humano que sufre pero que será recompensado e infinitamente feliz gracias a esa lucha. En ese preciso instante, la teniente de la guardia del Buen Pastor se nos acercó. —¡Muy bien, señores músicos! —Dibujó en el aire un ademán de aprobación, proyectando el pulgar de su mano derecha hacia el firmamento—. ¡Creo que ya es hora de iniciar la última parte de este agradable concierto! ¡Tenemos que estar desocupando el patio en cuarenta y cinco minutos! Miré a los muchachos de la banda. Asintieron. Nos alistamos para reanudar la presentación. Sabíamos que el espectáculo no iba nada mal. Sí, hasta ese momento las cosas habían resultado satisfactorias. Daniel había solicitado quince días antes el préstamo de la consola de voces que tenía la penitenciaría, así que el sonido estaba respondiendo bien. En la cancha de baloncesto del patio de recreación de la cárcel, sobre una sola de las bases longitudinales del contorno del 30
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paralelogramo que formaba la explanada, el arquitecto del penal había mandado construir años atrás un pequeño teatrino, a manera de auditorio, con una gradería de diez escalinatas elaboradas en ladrillo rojo. Las internas se habían ubicado allí cómodamente, un cuarto de hora antes de empezar nosotros el espectáculo. Ahora estaban tomando un respiro, mientras el sol de la tarde abrigaba sus expectativas. Emprendí entonces la segunda tanda, con la primera línea de las líricas de Flor de la hierba, esa canción antillana a la cual los muchachos de la banda solían llamar “la guajira del diente de león”. El bajo y la percusión latina se unieron a mí en el segundo compás. Luego entró Marcelino, con el fraseo de su tres cubano. Este ritmo antillano — la Guajira— es suave, melancólico, acompasado y cadencioso, aunque no tan pegajoso ni tan alegre como el guaguancó, el son o la salsa. Sin embargo, bien marcada, bien armonizada, la guajira puede cobrar una intensidad inusual; casi espectacular. Todo depende de la fuerza que el grupo le imprima a la interpretación, y depende también de la precisión, la nostalgia y la cohesión que tengan los coros. En la banda, todos hacíamos coros. En efecto, desde que fue escrito, el estribillo de Flor de la hierba parecía estar ajustándose a su música como la arena se ajusta a cada nueva ola del mar. Era realista, crudo, dramático, lleno de amor hacia Jesús, y rebosante de profecía. Esos coros subrayan el valor exacto que la vida del hombre tiene ante los ojos de Dios. Nace usted, y en sus manos lleva ya una llave: la de la fría puerta de hierro del camposanto en el cual su cuerpo se empezará a convertir en lodo a partir del momento de su muerte. Ese día toda su soberbia, su dinero, sus mujeres, sus hijos y sus planes, desaparecerán para siempre; todo. La cara adusta y quizás escalofriante que por última vez verán entre el ataúd los que le conocieron o le amaron, será el último estremecedor recuerdo que tengan ellos de usted en la inexorable ráfaga del borrador de fotografías pasajeras del Dios-Tiempo. A medida que el tema avanzaba esa tarde, allí, en el Buen Pastor, Marcelino creyó notar que la nostalgia natural de esa cadencia, sumada al contenido de las líricas, se estaba apoderando del corazón de las internas. Era entonces el momento preciso para penetrar mejor en sus pensamientos e intentar proyectar sus almas hacia un valle místico, reflexivo y absolutamente cristiano, así lloraran. Manipuló él entonces con destreza la ecualización, la profundidad y el volumen del tres, y 31
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alargó el motivo en un majestuoso solo, con el acompañamiento exclusivo de la conga y el bongó. Los demás nos limitamos a mirarlo con admiración por un instante. Luego, todos nos unimos al trazo de la figura sin problema alguno. —¡Si hemos de morir pronto —propuso él ante su micrófono cuando la canción hubo finalizado, y en tanto Mercedes ejecutaba en el teclado una suave cortina—, que sea así, cantándole a Jesús! ¡Ya le hemos cantado suficientemente al mundo! ¡Ya demasiado hemos bailado para el mundo! ¡Ya casi todo le hemos dado al mundo, incluso nuestra propia libertad! ¡El mundo jamás nos dará a cambio nada valioso por creer en él! ¡Miremos hacia quien nos dio su propia vida! ¡Cantémosle, adorémosle, porque Él lo merece! ¡Él sólo pide que no le despreciemos, que no sucumbamos un minuto más en el engaño del mundo! ¡Él nos ha perdonado ya nuestros errores! ¡Él nos retribuirá con creces la libertad que hemos perdido! ¡Él sólo pide que le empecemos a amar y que le esperemos con fe! ¡Él jamás nos defraudará! ¡Jesús es una hermosa realidad! ¡Jesús pronto volverá para llevarnos con Él! Me estremecí de alegría cuando percibí que los aplausos de las internas estaban llenando febrilmente la cancha y las instalaciones del penal. Las palabras de Marcelino habían logrado un cálido efecto. El cariño del sencillo auditorio estaba siendo absolutamente leal y espontáneo en ese instante. Supe que el Señor estaba cerca. Eso lo dice Él en su Palabra. Le gusta acompañar a aquéllos que, con sencillo y verdadero amor, se reúnen a cantar, a hacer caridad o a orar en su nombre.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=C25N83HUdgM
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MUJER DE NEGRO Caminábamos Marcelino y yo por las calles de una de las zonas de tolerancia del barrio Santafé, en el centro de la ciudad. Abandonamos la Calle Veintidós. Nos sumergimos en la zona más azarosa de la localidad. Nos desplazábamos lentamente. La calzada estaba fría. Una llovizna suave pero pertinaz salpicaba el rostro del atardecer. Dos horas antes, él me había propuesto ir a esa zona y llevar un mensaje cristiano a las meretrices y los viciosos que por allí pululaban. Yo sabía que no iba a ser fácil sacar adelante esa pretenciosa labor de mensaje. Tanto así que, una hora más tarde, no era mucho lo que habíamos logrado con los volantes que el guitarrista líder de la banda había llevado para tal fin. Las indolentes mujeres a quienes intentábamos acercarnos se alejaban con desprecio o desconfianza. Unas pocas recibían el volantico, pero lo botaban casi que inmediatamente. Otras simplemente no lo recibían ni escuchaban una sola palabra nuestra. Casi ninguna entablaba diálogo con nosotros. No les interesaba. Hacían muecas de desprecio. Parecía que no tenían tiempo para nada que no hubiese estado desde siempre dibujado entre su mente confundida. Temí creer que el nombre de Jesucristo no tenía quizás significado alguno para su corazón o, lo que era peor aún, que el nombre del Señor podría de pronto tener en ese instante el mismo significado del nombre del hombre a quien más odiaban en su vida — incluido su propio padre—, así lo hubiesen conocido o no. Eventualmente, a Jesús le echaban quizás la culpa del olvido al cual ellas consideraban que estaba condenada su existencia miserable. Estaban en esa calle por un poco de dinero, por unos billetes, por un monto metálico que al menos les alcanzase para sobrevivir con sus pequeños hijos de una manera equivocada. El amor ya no existía para ellas. Su trabajo no era quizás un verdadero trabajo. Era tan sólo un oscuro vicio. A pesar de todo, Marcelino y yo seguimos intentando establecer algún diálogo; al menos uno. Súbitamente, la llovizna desapareció. Se esfumó. El firmamento empezó a abrirse hacia el azul intenso del anochecer, a una velocidad muy particular, casi espectacular, como si las estrellas quisiesen mediar, 33
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intervenir, y bajar a dialogar junto a nosotros con las mujeres de la calle. Sin embargo, Marcelino y yo estábamos detenidos en una esquina, estáticos, mudos, sin saber cuál iba a ser nuestro próximo movimiento. Fue precisamente entonces cuando las cosas empezaron a cambiar: Una meretriz solitaria, de cuerpo escuálido y vestido cenizo, cuya silueta semejaba la pintura de un delgado cedro negro doliente y abandonado, nos miraba sin descanso desde la esquina de enfrente, sumergida en la que parecía ser la atalaya de su planeta deprimente. No muy lejos de ella, dos jóvenes desarrapados se estaban acomodando sobre el borde de la acera para enfrascarse en la tarea de armar un pitillo con bazuco y yerba. Marcelino y yo nos miramos, llenos de inquietud y de tristeza. —Esta escena parece ser una parodia de teatro callejero de La mujer de negro —murmuró él, recordando el argumento de una de las bachatas del concierto que una tarde dimos en la cárcel de mujeres del Buen Pastor. —Absolutamente —Enfoqué el problema—. Esta visión es exactamente eso: La mujer de negro, puesta en la escena de una realidad absurda. Voy a intentar hablar con ella. Usted espéreme aquí o, si lo cree razonable, vaya y dialogue con ese par de muchachos. —¡Listo! —Acordó—. ¡Yo hablaré con ellos! Nos dimos manos a la obra. Crucé la calle. Abordé a la mujer con la primera frase que escapó de mi pensamiento. —Espero no estar fastidiando para nada su trabajo con mi presencia —recuerdo que le dije casi tiernamente—. ¿Podemos charlar por un instante? Ella sonrió. Nada más. Sin embargo, su sonrisa jamás fue gratificante. Su mirada se veía fatigada; desesperanzada. El óvalo de su rostro estaba cubierto por una placa gruesa de mascarilla color púrpura. Sus ojos negros navegaban ausentes, sin nada de brillo en la pupila. Sentí mucha tristeza en el alma. Tal vez me auto-interrogué: “¿Qué obra del teatro del absurdo podrá estar ella interpretando entre su malograda existencia?” No obstante, me concentré en su presencia y le pregunté si le molestaría hablar de Jesucristo. Me dijo que no le molestaba, y me invitó a caminar hacia el sur de la calzada. Empecé entonces a deambular sin prisa, a su lado, no sin antes volver la cabeza para echar un vistazo a Marcelino. Él ya estaba dialogando con los dos jóvenes. Llegué a preocuparme un poco, aunque no supe con certeza si 34
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era por él o por mí por quien sentía esa preocupación, tal vez por los dos. No obstante, no pude percibir en ese instante ningún peligro, ni para él ni para mí. Por supuesto que estuve muy equivocado. Seguí caminando al lado de aquella dama deshecha; perdida. Doblamos una esquina. La luna ya había emergido alta, allá, en la bóveda del firmamento. Una cuadra y media más adelante, se detuvo ante un portón viejo de madera verde que estaba abierto de par en par. Detrás del portón, a tres metros de la boca del zaguán, había una reja oxidada. Entró. Se deslizó por la abertura de la reja. Desde el fondo del corredor me pidió que la esperara. Jamás volvió a salir. Pasaron más de diez minutos. Regresé entonces rápidamente a la esquina donde Marcelino había quedado dialogando con los jóvenes adictos. Allí estaba, al borde de la acera, solo y tirado boca arriba. Tenía sangre en la boca, una herida de puñal en su brazo izquierdo y otra en el abdomen. Sus ojos parecían estar mirando fijamente hacia un punto situado más allá de las estrellas visibles. Me sentí paralizado. No sabía qué hacer. No sabía si correr hacia un lado o hacia otro para buscar ayuda, o si levantarlo y cargarlo para llevarlo lejos de allí. No atinaba mi confundido cerebro a pensar si debía hablarle o si debía guardar silencio. Pero me agaché para iniciar algún proceso. Miré a todos, pero a nadie, por allí. La calle se me antojó irremediablemente solitaria, vacía, embrujada, deforme; fantasmal. Él me tomó entonces fuertemente de la mano. —No se preocupe, hermano —Su voz no fue más que un susurro—. No va a pasar nada grave. Hoy hay un brillo especial en las estrellas, y yo le estaba debiendo algunas cosas al Cordero de Jerusalén, ¿no cree? —¡Voy a traer una ambulancia! —Grité. Él no me soltó. —¡No se desespere! —Me ordenó firmemente, aferrándose con fuerza a mi chaqueta—. No me deje solo otra vez. Ayúdeme no más a levantarme. No se me ha olvidado que tenemos que lograr un objetivo y que no vamos a permitir que el querubín de negro vuelva a pasearse por entre las piedras de fuego de un cielo que ya no le pertenece. —¿A qué se refiere con eso? —Empecé a orar entre mi alma. —Ezequiel 28 —dijo, y perdió el conocimiento. Dos días después, a la caída de la tarde, me encontré caminando sin ningún afán, solo, por el sendero que zigzagueaba entre las dos 35
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colinas gemelas y enanas que había más allá de la puerta de madera del solar de la humilde vivienda de Marcelino, el cual serpenteaba hacia un pequeño riachuelo. Me propuse disfrutar del aire fresco de la zona. Medio kilómetro más adelante, me detuve. Me senté a la orilla de la corriente cristalina, la cual estaba perfilada por decenas de sauces y un ejército de juncos. El lugar parecía un hermoso y gratificante oasis. Respiré profundo. Me acomodé sobre la hierba. Estudié los acontecimientos de esos dos últimos días. Mi mente intentó recordar la mejor parte de la obra de Marcelino: sus canciones. Evoqué la transparencia de su corazón y su mirada clara, aquélla que mostró en el momento de enfrentar el final del ataque absurdo que sufrió en la zona de tolerancia del Santafé. Recordé la sonrisa que dibujó en la patrulla de policía que nos recogió a dos cuadras del sitio del atraco, pues hasta allá lo había yo cargado. Pude ver de nuevo la expresión de sus ojos, aquélla que proyectó cuando me pidió humildemente que no me separase nunca de él y de su hijo, y que le prometiese que divulgaríamos nuestra música muy pronto. Luego de refrescar para mi alma ésa y otras escenas más de aquel aciago día, me enderecé sobre la hierba. Me puse de pie. Me quedé allí por otros diez minutos, observando el agua transparente del riachuelo sin pensar en nada más, escuchando entre las paredes de mi memoria las canciones de Marcelino que más venían tocando el núcleo de mi mente. Sabía que al regresar a su casa lo encontraría allí, reponiéndose de sus heridas y acompañado por su pequeño hijo. Sabía que yo le colocaría el disco que ya habíamos grabado con los muchachos de la banda pero que aún no habíamos ofertado. Concluí que contadas veces en mi vida me había sentido tan impotente como me sentí al final de nuestro inútil intento de evangelización, allá, en la calle de la prostitución. Sin embargo, me alegró recordar que ni por un segundo había dejado yo de reclinar mi fe en el poder del Señor Dios, mi impotencia, esa noche del ataque, a medida que las horas pasaban y mientras barajaba yo un sueño inconcluso y muchos cabeceos, sentado a medias sobre una silla de la salita que había afuera de la entrada del pabellón de urgencias del hospital. Miré por última vez hacia el riachuelo. Le agradecí a Jesús de nuevo toda su bondad. Lo bendije por la rápida recuperación que estaba experimentando Marcelino, y por permitirme estar allí, viviendo esos momentos de reflexión en ese lugar apacible poblado de sauces y de juncos. 36
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Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=69k_GeCRSXs
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TU ISLA Y TU OLVIDO La realidad humana no se estructura exclusivamente con eventos y actos físicos tangibles o empíricamente comprobables. Vivimos en una remota curvatura de un sistema cósmico infinito que está suspendido entre incontables estructuras galácticas y múltiples dimensiones. No obstante, no estamos solos ni desligados del universo. Existe un cordón umbilical inmaterial que nos aferra y nos sustenta íntimamente, bien sea desde el manantial cristalino del Hijo de Dios, o desde el lago de la oscura naturaleza del demonio, esto es, desde la esencia misma del que de los dos hayamos escogido como Maestro, como paradigma, en este camino de transición hacia la siguiente fase de nuestra identidad espiritual. Hay experiencias aparentemente simples pero inexplicables en el acetato de la proyección de la vida, prodigios que no son legalmente comprobables con la complejidad de las ecuaciones físicas de los estudiosos del planeta, vivencias que amalgaman la realidad y la ilusión, pero cuyo resultante pertenece más al concepto incomprendido del milagro que al concepto absoluto de la lógica humana. Y es precisamente aquí, en donde otro concepto toma partido filosófico, mas no precisamente partido religioso. Es el concepto de la Fe. Cuando la Fe impulsa el alma del hombre, los sentidos se multiplican, los sueños son escuelas de aprendizaje, el llanto es la tracción hacia el milagro. La Fe es el prisma íntimo, la médula espiritual, que abre la solitaria línea de luz de la incertidumbre en el espectro de las innumerables dimensiones de la certeza. Y bien, estaba yo una tarde de un viernes de enero sentado en mi pequeño cuarto de estudio ante un micrófono, un computador y una unidad de amplificación de sonido. Planeaba grabar las líricas de una canción que había escrito muy temprano la mañana anterior. En la consola digital de la aplicación ya había registrado las guitarras, el piano, el bajo y la percusión. También, ya había eliminado ruidos y había aplicado efectos especiales a cada uno de los canales. Sólo faltaba ingresar la voz y los coros. Estaba solo en el apartamento que rentaba. Me dediqué entonces a grabar la voz líder. Canté las dos primeras 38
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estrofas, lleno de un agradable sentimiento, de una fuerza enorme pero controlada. Aunque sonó un poco ronca, el timbre de esa voz no me pareció inadecuado. Era muy probablemente un síntoma del comienzo de un resfriado, un percance trivial que de ninguna manera me impediría seguir adelante con mi propósito. Por otra parte, esa voz afónica parecía acomodarse bien a la nostalgia del tema. Casi a punto de terminar con el proceso, escuché la grabación con todo lo que ya traía —“con todos los juguetes”, como solían decir por ahí. El siguiente paso consistiría en limpiar el espectrograma de esa voz que acababa de ejecutar, antes de darle más cuerpo al canal con los efectos que tenía a mi disposición, los que la monstruosa aplicación de “Adobe Audition” me ofrecía. Luego vendría el emplazamiento de los coros, su depuración, y la mezcla final del tema. Todo parecía marchar bien. Sin embargo, en tanto escuchaba lo que ya traía, no pude contenerme. Estallé en llanto, en un físico mar de triste llanto. Sentía que no podía seguir así, soñando siempre, viviendo una vida de utopía, amando aquello que nunca antes había creído que se pudiese amar tan profundamente, tan intensamente, ese algo o ese alguien de quien no tenía respuesta verbal, ni videos, ni calor tangible. No era lo mismo amar a una mujer a la cual podías llamar cuando la extrañabas para que sin mucho ruego se hiciese presente y te acompañase, que amar a Jesús. La fe no camina. La fe no coge un taxi ni se materializa ante tus ojos así por así, trenzando un bolso y sonriendo entre su maquillaje. Intentar entablar un diálogo con Jesucristo es un proceso que parece inalcanzable, hipotéticamente fenomenal, netamente espiritual, algo prácticamente inasequible, un don que no corresponde a ninguna pericia material. Escuchar a Jesús es un acto sublime de la Fe; sólo de la Fe. Lo cierto es que yo siempre había cargado mis tres llaves de duro metal, las del apartamento que rentaba, en un llavero compacto, seguro, fuerte, imposible de verlo franquearse por sí mismo. Los llaveros no toman decisiones, no piensan, no están vivos. Cualquiera sabe que sacar las llaves de un llavero es una acción que hay que realizar con ambas manos, y con la mente puesta en un propósito trazado de antemano, bien sea para añadir o para sacar una llave. Es un concepto simple, básico, lógico. Había dejado entonces, en tanto grababa, mis tres llaves cerca de mí, sobre la mesa del computador, visiblemente prisioneras en ese anillo metálico y firme de su vínculo. Un par de horas 39
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antes había asegurado con doble candado la chapa principal de la puerta que daba a la calle. Era una costumbre que usualmente ponía yo en marcha cuando quería hacer música sin ser interrumpido. La reproducción del tema con toda su armonía, incluida la voz líder, había llegado a su final. Miré hacia la ventana que daba al patio del lavadero. Empecé entonces a revertir todo ese llanto del que hablaba, en una forma inusual de desahogarme, en un recurso casi enajenante de dilatación de la tristeza: en un monólogo. —¡Maestro mío, Jesús mío! —Gemí en voz alta, anhelando poder imaginar que Él me escuchaba—. ¡Mira que te estoy cantando desde el corazón, que estoy a punto de mezclar los instrumentos y la voz que ya he puesto en ésta, tu canción! ¡Pero no te veo ni te escucho! ¡Cómo quisiera poder verte o escucharte, así sea por un sólo segundo! ¡Déjame saber, te lo suplico, déjame de alguna pequeña manera tan solamente percibir que sí me escuchas! ¡Dame una señal sencilla, una palabra, un indicio de tu presencia en mi vida! ¡Te lo ruego, déjame aprender que sí has recibido mi canto! Mis lágrimas habían empezado a diseñar un charco diminuto sobre el papel que contenía las líricas de la canción que acababa de cantar. Me puse entonces a observar cómo ese salado producto de la congoja corría la tinta de los caracteres de mi cursiva. De pronto, el timbre de la puerta interrumpió el suspendido y frío silencio que el cuarto había creado ante mi llanto. Retorné a la realidad. Sacudí la cabeza. Miré hacia la ventana. Me puse de pie. Busqué con la mirada las llaves. Ahí estaban, sobre la mesa, las tres, donde yo las había dejado una hora antes, ¡pero ya no estaban entre el llavero! ¡Estaban muy cerca la una de la otra, fuera de él, a unos pocos centímetros de él! Mi sobresalto quebró la aguja del medidor imaginario de la conmoción. Traté de encontrar en un segundo una explicación lógica para lo que estaba percibiendo. Traté de suponer que probablemente yo mismo había sacado las llaves del llavero antes de comenzar la grabación. Pero no era posible. Ese hecho no estaba en lugar alguno de mi memoria, tampoco en la huella mental de la secuencia de los eventos racionales de toda esa mañana. Volvió a sonar el timbre. Zarandeé el pensamiento. Cogí las dos cosas: las llaves y el llavero. Me dirigí hacia la sala. Sentí que caminaba como si una fuerza extraña me estuviese llevando. Mi ser entero parecía estar flotando. Por supuesto que no estaba borracho. Yo ya no bebía; ni siquiera fumaba ya. Tampoco estaba dormido o sonámbulo, estaba bien despierto. Atravesé entonces el 40
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umbral del corredor. Sonó el timbre una vez más. Llegué hasta la puerta. Puse la llave en la cerradura. La giré dos veces. Abrí la hoja de metal totalmente, sólo para descubrir que no había nadie en el rellano de la entrada. Me asomé un poco más, para escudriñar hacia el exterior. Nada. Salí hasta la acera. Miré hacia todos los recovecos que tenía esa calle a lado y lado. Respiré profundo. No vi a nadie por ahí, pero, paradójicamente, un calor inmenso, bondadoso, relajante, llegó hasta mi cuerpo y me invitó a apaciguar la confusión y la tristeza. Empecé a sentir un halo de felicidad. No es fácil creer en esto ahora, pero sé que esa mañana recibí, de esa tan insignificante pero tan contundente manera, la respuesta que por muchos años había estado esperando: Jesús no me había jamás abandonado. Él no era meramente un sueño en el laberinto de ecuaciones de mi vida. Él no era una simple ilusión de mi existencia. Por el contrario, Jesús era ahora la parte más importante de mi realidad. Él estaba allí, cerca de mí, luchando por realimentar mi fe, batallando por reconstruir mi vida totalmente. Él sí había estado escuchando mi oración; mi canción. Y le he llamado aquí “oración” a esta canción, porque siempre consideré que cada canción que he escrito para Jesucristo es una oración, es un testimonio, es la respuesta a un pequeño y enorme don que Él me concedió al nacer, es una perla sencilla de la tarea más noble de mi vida, la que me he propuesto, la de divulgar sin pretensión material esa Palabra, la Palabra de Dios, ese bagaje que alimenta y enriquece mis más incondicionales sentimientos.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=8vI42YthT7I
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LA BARCA DE PLATA (Analogía del Rapto)
—Si no estuviese escrito en las líneas de La Palabra de Dios, me sería difícil creer en algo así —comentó Marcelino, en tanto enrollaba los cables de los instrumentos. Era hora de regresar a casa. El ensayo en el apartamento de Mercedes había concluido, pero en nuestras mentes todavía flotaban la música y las líricas de “La barca de plata”, el último tema del ensayo, un guaguancó que yo había escrito la semana anterior y que parafraseaba la profecía del Rapto. En unos pocos días tendríamos que estrenarlo, pues pensábamos iniciar con ese tema un sencillo concierto que íbamos a ofrecer en pocos días en la penitenciaría de La Picota, al sur de la capital. —Sí, parece una historia de fantasía —observó ella—. Es una de las predicciones bíblicas que parecen salirse de toda comprensión humana. —El concepto del Rapto ha sido sometido a profundos estudios escatológicos, pues plantea el destino final que el cristiano verdadero tendrá, dentro de la secuencia de los últimos acontecimientos de la humanidad —ilustró Daniel, limpiando con un paño suave las cuerdas del bajo—. Ese día, cuando Jesús descienda del Cielo, los muertos que en vida llevaron una vida cristiana resucitarán, y sus hermanos, los adoradores de verdad que aún estén vivos, serán raptados junto con ellos para encontrarse con el Señor entre las nubes. —¿Cuándo sucederá ese Arrebatamiento? —Manifestó su inquietud Lucas, el nuevo percusionista de la banda, un joven muy dúctil, versátil, quien hacía muy poco había iniciado la búsqueda del Maestro de Galilea. —Muy posiblemente, hacia el final de La Gran Tribulación — intervine. Está escrito. Por ese tiempo, el nuevo orden mundial impuesto por el anticristo ya habrá decidido hacer pedazos a los cristianos verdaderos, pues los habrá detectado fácilmente y sabrá que no estarán dispuestos a recibir la marca del sistema y que, además, estarán preparados para morir por Jesucristo. La segunda venida de Jesús está en los planes de Dios, para evitar esa masacre. El regreso del 42
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Maestro está precisamente diseñado para llevarse a su pueblo, pues, a continuación, Él mismo borrará del planeta al anticristo y a todos sus seguidores. El letal fuego del Cielo que sus ejércitos lanzarán después del Rapto, esa brasa celestial que será mucho peor que aquella que destruyó a Sodoma y Gomorra, no involucrará la vida ni el alma de quienes lo aman, pues ya estarán muy lejos. Mercedes se estremeció. Se quedó mirándome por unos segundos. —Es curioso que hayas pensado en una barca de plata como el vehículo que ha de llevar hacia las nubes a nuestra gente —susurró. —Es una analogía —sonreí—. Es una ocurrencia de la imaginación. No tiene nada que ver con naves alienígenas ni cosa parecida. No temas. Sólo Dios sabe las verdaderas formas y las verdaderas fechas del fin de la humanidad. —Yo creo que esa barca es una válida metáfora —Daniel se puso de pie, luego de enfundar el bajo entre su estuche—. Los profetas del Antiguo Testamento, y Juan, en el Nuevo, visionaron los vehículos de Dios como una fantasía celestial y, luego, de una manera casi inocente, los describieron en pergaminos o en papiros con las palabras que su imaginación y su conocimiento iban proyectando, de acuerdo al alcance de su condición humana: “carro de fuego”, “torbellino”, “carroza celestial”, etc. Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=PbW_WuSAIBU
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SENDEROS DEL ALMA El destino final de la humanidad fue escrito hace más de dos siglos, y no es muy halagador. Sin embargo, el Amor de Jesucristo —ese amor que lo llevó a nacer pobremente y morir miserablemente en este mundo, en bien de la reivindicación de la humanidad— alteró una consecuencia universal aparentemente inmutable: El castigo que el hombre merecía, por haber despreciado al Creador al poco tiempo de haber sido levantado de la tierra. Desde ese bendito día, cada individuo adquirió un segundo libre albedrío que le puede llevar a virar ciento ochenta grados, evitar esa determinación suprema y eludir el ser pulverizado para siempre. Por eso, Jesús se ha convertido en la mayor bendición que hasta hoy ha imaginado el Padre del universo. ¿Quién es Jesucristo?: Es un nombre que llena de esperanza y de la certeza de algo maravilloso. No tenemos necesidad de transportarnos hasta la India, y menos hasta las estrellas, para aprender lo que nos respondería la reflexión lógica de nuestras mentes. Hablar de la proyección de la Sabiduría de Dios es hablar de la decisión que tomó Jesús, es hablar de la más noble herencia que Jesús recibió del Padre. Hablar del Amor de Jesús es hablar de la majestuosidad y del sabio balance del universo. La venida de Jesús no fue un acto más, entre los actos grandiosos que han ejecutado los Ángeles de Dios a lo largo del universo. Esa venida tuvo una razón sin precedentes: Obtener el perdón para el mayor error en el cual pudo caer el hombre, eso es, lograr un perdón total, absoluto, por el fastidio que el hombre sintió hacia el Amor de su verdadero Padre. Hasta ese momento, el de la rebelión del hombre, ese perdón no podía ser, no podía darse, ni siquiera en las estrellas. Ese desprecio del hombre hacia su Dios era injustificable; alienado. Sin embargo, el Amor de Jesús hizo posible la reivindicación; la redención. Por eso, el más funesto error del ser humano de hoy es ignorar al Dios Creador, y particularmente a Jesús. No cabe duda que ese desprecio no podrá ser perdonado una vez más. Jesús nos enseñó que el Amor Real, el Amor Espiritual, va más allá de la muerte física. ¿Qué le podemos ofrecer a Jesús a cambio de su muerte? Sinceramente, nada que valga nada. No le podemos ofrecer 44
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gran cosa, a cambio de su Amor sin límite. Entonces, amémosle…, en Espíritu y en Verdad. Y proyectemos ese amor hacia el Padre Creador, como lo dicta el corazón. Amémosle más que a nada ni a nadie en el mundo. Sólo así seremos generadores de un Amor Real, Universal, e iremos más allá de la muerte física. Luchemos por llegar a ser Adoradores, pero “en Espíritu y en Verdad”. Es el mayor desafío que nos pone el verdadero cristianismo, es un apostolado individual, inteligente, desprendido, aún a costa de nuestra propia vida. Cada quien, cada cristiano verdadero, debe dar de sí, de entre los talentos que el señor le entregó al nacer o durante el transcurso de su vida: dinero, aptitudes físicas y mentales, comprensión, altruismo, liderazgo, posición social, salud inquebrantable. El luchar por llegar a ser un Adorador en Espíritu y en Verdad es la más radical decisión que puede tomar el cristiano. Todo lo material parecerá derrumbarse para siempre ante su vida. Perderá grandiosas oportunidades, dinero, amigos, perderá la risa, e incluso podrá perder una parte o toda su familia. La vida del Adorador de Verdad ya jamás será la misma. Pero eso significará llegar a conocer a Dios totalmente. Significará seguir el camino verdadero de Jesucristo. Vale la pena, ¿no? Hacer parte del Verdadero Pueblo de Dios no es una opción más de la vida, no es una aventura más. Es la más importante decisión de la vida del hombre; es para toda la eternidad. Seguir a Jesús de esa manera, negándose a la ambición, al placer material, a la mentira, a la doble moral, a la gula, al poder, a las armas, es expresión universal de Amor hacia Dios…, y hacia la humanidad. ¿Estarías dispuesto a conocer lo que es ser feliz sin tener que entregarle tu alma al mundo, pero entregando todo de ti a una humanidad que sufre? ¿Estarías dispuesto a caminar tras de Jesús? ¿Estarías dispuesto a negarte a ti mismo? ¿Podrías hacer a un lado —y sin lamentarlo— el sexo, el licor, la rumba, el vicio, la mentira, la envidia, la ambición, la idolatría, la indiferencia, la vanidad, los lujos, el placer, la diversión, los viajes ociosos, la acumulación, la maldición y la falta de fe? Si estás dispuesto a todo esto, si estás dispuesto a echarte a los hombros una tarea que de alguna forma alivie la ignorancia del mundo, la pobreza, la enfermedad, la falta de fe, caminemos juntos tras de Jesús. No tienes que venir a mi iglesia, porque yo no tengo iglesia alguna. No tienes que llamarme para conocerme, porque no soy yo quien te lleve a ser mejor y a emprender esa tarea. Eres tú mismo. Es tu decisión. Es tu compromiso. No tienes que colgar imágenes en tu casa 45
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para saber que Dios existe y que te está observando con amor. No tienes que persignarte y rezar letanías interminables, porque tus palabras y tus actos empezarán a unirte de una manera natural con Jesucristo. No tienes que confesar tus errores ante un ser humano al que no conoces bien, porque Jesús ya te habrá perdonado. No tienes que ser esclavo del mundo, así sufras, porque tu nuevo hogar estará siendo construido en un lugar inigualable, allá, en la ciudad de Dios. No tienes que ir a votar por un presidente o un alcalde, porque el gobierno del mundo ya no será quien determine el sentido de tu existencia. No tendrás que pelear por poseer el camino más ancho en tu ciudad o en tu calle, porque el estrecho sendero que trazó Jesús para ti te habrá enamorado para siempre.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=PiIjS3Rep2w
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RAPSODIA PARA JESUCRISTO
El término “rapsodia” procede del griego antiguo. Es una palabra, un sustantivo, el cual nació a partir de dos términos, el primero de los cuales —rhaptein— significaba “ensamblar”. El segundo — aidein— equivalía a “canción”. Por lo tanto, la expresión “rapsodia” se entendería, literalmente, como “canción ensamblada”. En el ámbito de la música orquestada, se conoce como rapsodia al tema que se compone de la unión libre de diversas unidades rítmicas y temáticas que aparentemente no tienen vínculo entre sí. En siglos anteriores, algunos compositores crearon rapsodias que llegaron a ser muy populares. No obstante, no podemos considerar la rapsodia como un elemento absolutamente clásico. De hecho, durante los años del siglo veinte surgieron rapsodias que mezclaban elementos clásicos con elementos propios del jazz. Existe una hermosa pieza en la memoria, una para recomendar —“Rapsodia sobre un tema de Paganini”— escrita por el compositor ruso Serguéi Rajmáninov (1873 – 1943). Esta pieza, la cual, aunque no contiene elementos de jazz, viene a ser un conjunto de algo más de veinte hermosas variaciones en torno a una obra original del violinista y compositor italiano Niccoló Paganini. El tema del que aquí quiero hablar —“Rapsodia para Jesucristo”—, que aún no conoce la fama y quizás nunca la conocerá, nació en el año de 1.994. Antes de ser publicado en un par de redes, experimentó una variación definitiva, tanto en sus líricas como en su nombre, mas no en su base musical primaria. La canción original había surgido en la mitad de un episodio intrincado, difícil, desesperado, en una encrucijada que estaba afrontando un músico bohemio cuyos pasos parecían orientarse irremediablemente hacia el desprecio absoluto de la vida. El bumerán del etéreo amenazaba con entregarle a este desconocido artista una tenaz retribución. No obstante, unos años más tarde él conoció a Jesucristo, sin que nadie se lo presentara. Mientras tanto, el tema había sido manoseado inadecuadamente entre tragos y desmanes en cualquier rincón de esa desenfrenada bohemia. Afortunadamente, un día, esta impredecible obra musical experimentó 47
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la más espectacular de las metamorfosis: Fue orientada hacia Dios, fue utilizada para entablar un diálogo con Jesucristo, un diálogo que, no obstante, sólo alcanzó a ser un monólogo. Cuando escuches la canción notarás que en los versos iniciales el músico lucha por desahogar esa confusión que lo ha estado alienando, esa oscuridad que lo ha estado sofocando —el desierto, el abismo, la locura, la amargura, la falta de un faro, la pérdida del camino, la noche, los puñales, el sistema metálico del mundo, la tormenta, la ausencia de Dios— pero, eventualmente, a medida que la armonía instrumental evoluciona, verás que él reconoce que no está solo, que allí está Jesús, y que sólo hallará una respuesta definitiva al abismo de su alma en la misericordia y el amor del Maestro. Cuando el corazón le habla a Jesucristo sin esperar nada a cambio, sino aprender a tener la fe que en Galilea tuvieron el ciego, el moribundo y la meretriz, la vida puede dar un vuelco total, un giro vertical, y el hombre que ha caído en la bohemia o en el vicio puede llegar a obtener el perdón de sus errores y la bendición espiritual. Ese renacer es, precisamente, el “volver a nacer” del cual nos habla la Palabra de Dios. Este tema te va a impactar. No obstante, el video te va a sacudir.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=o2YHa8ISepM
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LOS PROVERBIOS El alimento fue creado por Dios, para que el hombre sustentase la energía de su cuerpo, para que no enfermase y no muriese debido a la inanición. El Señor no permite que los que le aman mueran de hambre. No por ahora, no, mientras no surja el anticristo. Cuando el anticristo surja, los verdaderos cristianos serán diezmados de muchas maneras, una de ellas, muy probablemente, a causa del hambre, así como fueron diezmados algunos de los cristianos que dieron su vida por Jesús en el siglo primero. En tanto así sucede, el Creador está cuidando de sus hijos y de la mayor parte de los seres vivos. En especial, Él cuida de las aves. Recordemos que Dios hizo al hombre de cuerpo y espíritu, y no solamente de carne y sangre. Él dispuso que esa mitad etérea, el espíritu del hombre, también necesitase de alimento para que no enfermase a causa del olvido de su origen ─de donde su vida proviene─, y que no muriese para siempre. Tristemente, muy pocos hemos visualizado esa gran verdad. Los que no, es porque creen que no necesitan de nada que no sea disfrutar de buenos manjares, dinero, diversión, placer y poder. No los juzgo, no me ha sido dado ese derecho, pero sí los compadezco y oro a Jesús por ellos, por su alma y por sus hijos. Tristemente, he conocido hogares en los cuales sí que hay una enorme Biblia en algún sitio de la sala, adornada a veces entre candelabros y sedas, pero olvidada entre sus páginas. He visitado lujosas mansiones de profesionales exitosos que siempre han pensado que para agradar a Dios es suficiente con tener el libro en casa e ir de vez en cuando a una iglesia de ladrillo o de lujoso mármol, escuchar entre bostezos lo que les dice o les grita el cura o el pastor, participar de la misa o del culto, entre brincos, saltos y palmas, y luego salir a vivir la vida cotidiana sin aprender jamás a orar, sin aprender a hablar con Dios por sí mismos, y sin aprender a guardar sus mandamientos. Dios no es una opción. Dios no es un político. Dios no es una cortesana. Dios no es un equipo de fútbol. Dios no es un amigo opcional. Dios lo es todo y, como tal, debes darle el todo de tu vida. Luego vendrán esos otros a quienes amas, con sus necesidades, sus intereses, 49
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sus problemas, sus logros y sus opciones, para que les des también de lo que has aprendido de Dios. El libro de LOS PROVERBIOS es uno de los más hermosos textos contenidos en La Palabra de Dios. Es el noble testamento de un Padre que va a ausentarse por un tiempo pero que ha planeado dejar algo valioso para todos sus hijos, algo necesario, algo irremplazable. En ese libro, el de Los Proverbios, hay muchas líneas que podrían capturar tu atención. Eso no quiere decir que los otros no ameriten tu interés atención y tu respeto. Por ejemplo, uno de los más impactantes Proverbios nos lleva a descubrir que el Señor no ama a quienes no lo aman, y que aquellos que no lo buscan jamás lo encontrarán. Es realmente determinante. Sencillo. Rotundo. Concluyente. Pero es que Los Proverbios nos ayudan a entender el pensamiento de Dios, y su voluntad. “¿No se supone que Jesús ama a toda la humanidad?”, alguien preguntará. “Por qué ese Proverbio dice que Él sólo ama a quienes lo aman?” En efecto, Jesús amó a toda la humanidad, y por eso decidió dar su vida por toda la humanidad. Pero fue rechazado. Fue masacrado. Fue crucificado. ¿Por quienes? Por la totalidad de los arrogantes y los indiferentes de la humanidad. Por todos, porque todos hemos fallado. Debido a ese rechazo, no hay nada que hacer. Quien se empeña en rechazarlo, no puede esperar ser llamado o amado. Eso sería inútil, en la sabiduría celestial. No existe una segunda faceta en el Amor de Jesús. Existe su perdón, sí, su bendito perdón, pero no existe en Él la necesidad de humillarse o doblegarse ante el desprecio que le brinda el hombre que no le interesa admitir sus errores. Decir otra cosa es pretender que Jesús acepte a los tibios, a los mediocres de espíritu, a los que no se aman a sí mismos, que no aman a nadie, los mismos que no le aman a Él y que jamás le amarán. (*) Otro Proverbio, uno que debemos estudiar con atención y aceptación aquellos que hemos sufrido la muerte de un hijo, de un hermano, de un padre, de una madre, o que hemos sufrido la pérdida de una casa, del hogar, o que hemos experimentado prisión, enfermedad, esclavitud o humillación. En ese Proverbio bendito, Jesús nos dice que Él sólo corrige y reprende a quienes Él ama. Nuevamente, esto es impactante, definitivo y vertical. Jesús no reprende a quienes Él no ama. ¿Y por qué no los ama? Porque, sencillamente —y 50
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nuevamente—, Él sabe que jamás lo amarán. Entonces, cuando sufres la muerte de los que amas, cuando sufres enfermedad y pobreza, cuando sufres soledad y angustia, cuando sufres la humillación y la pérdida de tus bienes, no culpes a Dios por ello. Por el contrario, piensa que estás siendo llamado, reprendido, aleccionado, y que eso está sucediendo es porque Jesús te quiere tener entre los de su pueblo, entre aquellos que habrán de trascender. Si así está sucediendo, empieza a orar día tras día, bendice a Dios, acepta con humildad tu situación, lucha por tu familia y por los que te rodean, y llénate de fe. Es paradójico decirlo, parece estar fuera de todo contexto de la lógica humana, pero el ser pobre, desvalido, débil, rechazado, feo, iletrado, enfermo, viejo, huérfano o despreciado, te acerca más a Dios. No te equivoques. En algunas religiones se dice que el Señor llena de dinero y de poder a quienes Él ama. Eso es sabiduría de hombre. No es sabiduría de Dios. El Señor no es el dueño del dinero y del poder del mundo. Él no administra dineros y estrados. Él nos ha dicho que hay que dar al César lo que es del César, y el César no es otro que el enemigo de Dios: El demonio. Por eso, si llegas a obtener fortuna y piensas que fue Jesús quien te la dio, estás reflexionando bien, pero sólo si compartes esa riqueza con los pobres. Si no estás rodeado de pobres, búscalos y ayúdalos, que el planeta está lleno de gente pobre: niños, ancianos, hombres y mujeres. Si así lo haces, si compartes tu fortuna, podrás pensar, sin temor a equivocarte, que esa fortuna sí provino de las manos de Dios. (*) El principio de la sabiduría humana no es elevarse entre el orgullo de los triunfos del poder y de la ciencia. Los triunfos materiales del hombre sólo son “selfies” de su propia mega vanidad. Todo triunfo material del hombre, por gigantesco que parezca, no es más que un logro pasajero, frente a la sabiduría y la imaginación del Dios Creador. Debes saber que el mejor acierto de la sabiduría del hombre es el temor de Dios. No es otra cosa. Descubre lo que quieras, inventa lo que te apetezca, triunfa gracias a tus genialidades y a tu ambición, y nada habrás logrado al final de ese proceso, a menos que encamines tus logros para bien de la humanidad, para la unión de la humanidad, para la reflexión de la humanidad. Ante la balanza de Dios no sirven para nada, no pesan nada, tus trofeos de oro, tus cuentas bancarias, tus títulos universitarios, tus diplomados, tus maestrías, tus 51
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nombramientos, las “selfies” de tus triunfos, y los “awards” de tus obras de arte. Los más ignorantes faraones, y otros poderosos de otras culturas ancestrales de la civilización del hombre, acostumbraban pedir a sus súbditos que se colocase en sus panteones y féretros elementos de su aprecio —oro, esencias, talismanes, artefactos—, los cuales hablarían por siempre de su poder, de su majestuosidad, de su paso por el mundo, y de sus riquezas. ¿A dónde viajaban sus almas con todo ese bagaje? A ningún lado. Los féretros no son naves de proyección astral ni arcas de presentación espiritual. Cuando el cuerpo muere, el alma no viaja, el alma duerme lejos del féretro, a la espera del juicio de Dios. Y nada de lo que un poderoso ordene colocar en su tumba estará allí, en la presencia del Dios Creador, para ser validado como un acto de amor. Eventualmente, los actos de verdadero amor humano se ejecutan con mesura o en silencio. Por último, permíteme suponer que tú jamás te has arrodillado ante nadie. Si así es, no has cometido error alguno. Pero si no tienes la humildad suficiente para arrodillarte ante Jesús, si no tienes la capacidad analítica para orar por el perdón de tus errores, no estás siendo sabio. Cualquiera que haya sido tu pecado, tu error, no desmayes ni te quites la vida por ello. Simplemente, confiésalo ante Dios, arrodíllate, y no vuelvas sobre ese error. Te prometo que Jesús te absolverá. Mas, si no te arrodillas ante Jesús, si prefieres arrodillarte ante un furgón de madera empotrado en posición vertical en la pared de una iglesia sorda para ser “absuelto” por tus pecados cada no sé cuántos días, olvídate. En un confesionario construido por el hombre no obtienes perdón que pueda ser reportado, allá, en el Libro de La Vida. Ante un confesionario no obtienes nada, excepto los bostezos de un personaje a quien no le interesa saber de tus problemas. Solo Jesús es tu Pastor. Sólo Jesús es el dueño de tu perdón. Sólo Jesús no tiene precio material, cuando de perdonarte se trata. Con Él no puedes jugar ni negociar. Si te apetece, lee Proverbios 8: 17 – 3: 12 – 9: 10 – 28:13 Si te apetece más, léelos todos y toma nota de los que más te toquen. Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=iwXv0ZRq02k 52
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EL TIEMPO DE LA ROSA En el Evangelio del apóstol Mateo leemos estas palabras de Jesús: “Siento en mi alma una tristeza de muerte. Quédense ustedes aquí, y permanezcan despiertos conmigo”. Sí. Jesús fue un hombre triste, y se sintió muy solo casi que a todo lo largo de su corta vida en esta tierra. Tal vez sonrió cuando fue niño, sí, y tal vez rio alegremente en presencia de los chiquillos que con Él jugaron algún día. De acuerdo al Evangelio, Jesús lloró cuatro veces, una más una menos: La primera, cuando murió su amigo Lázaro. Luego, cuando entró a Jerusalén montado en un borrico y presintió la destrucción de la ciudad. Días después, lloró cuando su alma colapsó en el Huerto de Getsemaní y pidió a sus discípulos que permaneciesen a su lado. Finalmente, lloró cuando, a punto de morir, visualizó el futuro de la humanidad. En ese instante sintió dolor, angustia, impotencia. Y ese último llanto se prolongó de una manera inmisericorde cuando, en el momento de su último respiro, Él se sintió terriblemente solo, humanamente confundido, y llegó a creer que el Padre lo había abandonado. “Es papel de los hombres reír o llorar, pero, aunque usted no lo crea, a veces el Dios-hombre es quien más triste está”. Hay mucha gente que se opone a lo que afirma esta canción y me da la espalda cuando la propongo, y luego me niega su amistad. Hay predicadores, pastores, que gritan que hay que brincar de alegría porque hemos recibido a Jesús y estamos salvos. ¿Es que acaso ya lo estamos? Suena arrogante. Yo no le encuentro la razón a esos brincos, no encuentro una razón para estar tan alegres y bailar, cuando observo el caos de la sociedad a la que tristemente pertenezco, pues pienso en la indiferencia que esconde la mayor parte de la gente frente a la existencia de Jesús. No veo razón para reír a carcajadas, cuando recuerdo la visión del infierno de la cual ya hablé en este libro, esa visión tenebrosa, espeluznante, y cuando sé que millones de seres humanos dirían que esa visión es alucinación de un hombre que no nació para triunfar en este mundo, de un hombre que le teme a Dios. La verdad es que, en lo más profundo de las mentes hedonistas, Dios no existe, y menos el diablo o el infierno. Repito, el 53
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principio de la sabiduría del hombre no es la arrogancia, la violencia y la guerra, la humillación. Es el temor. Pero el temor de Dios. No puedo pasarme la vida riendo, cuando camino por las calles del centro de la ciudad y veo decenas de jóvenes tirados en las aceras, cubiertos por cartones y periódicos, durmiendo una vida de pesadilla, comiendo sobrados, oliendo pegante, fumando yerba y olvidados por los grandes del estado. No puedo dejar de pensar que Jesús está triste, quizás mucho más que yo, cuando leo u observo las noticias espeluznantes y escucho que una manada de alienados, desperdigados por el mundo, asesinan, roban, violan, enloquecen, masacran ancianos, mujeres y niños, e invocan y ensalzan al monstruo de la guerra —el jinete del caballo bermejo del Apocalipsis. No puedo ponerme a celebrar y a reír, cuando siento los aullidos del jinete del caballo negro, ése que va esparciendo el hambre y la angustia por el mundo, ése que ha enloquecido y va de norte a sur y de oriente a occidente, explotando y pisoteando al humilde, ese engendro que se proclama genio, invirtiendo billones de dólares o euros —o dinero de la denominación que sea— en inútiles carreras espaciales y armamento asesino. Me es imposible dejar de pensar que Jesús está triste, cuando sé que los países pioneros de esta civilización apoyan el comercio infame, el tráfico de droga, el sexo depravado y desmedido, y cuando visualizo que la sociedad ha decidido lanzar a los más jóvenes a buscar lo que no se les ha perdido, esto es, enfermedades letales, infecciones mortales, soluciones suicidas, alcoholismo y dependencia absoluta de las redes. No puedo quizás evitar desfallecer, cuando veo que quienes involucran en sus infames actos a los niños, o quienes masacran en masa a otros en las calles debido a su racismo y su xenofobia, no son castigados como merecen. Creo saber de la nobleza de Jesús, pero no sé si habrá de llorar una vez más cuando esté al frente de sus ejércitos, allí, al filo del horizonte, listo para pulverizar a los que hacen parte del miserable clan humano que vendió sus almas Lucifer, el hijo bastardo del universo. Tal vez lo haga, pero sé que, luego, no llorará nunca más. Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=4pFn5I-7-m0 54
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ÉL ES JESÚS Una mujer aún joven, de cabello negro, largo y perfumado, se abrió de pronto paso entre el público. Se situó muy adelante en el atrio de la plazoleta, frente a la banda que estaba ofreciendo un concierto callejero. Se veía sorprendida, interesada, trastornada. Caía una ligera llovizna. No obstante, la gente no se espantó. Creció la audiencia. Resonó, a lo largo de un tramo corto de la Carrera Séptima de la capital, la sencilla amplificación que ese día había llevado la banda. No quedaba espacio libre, allí, en la rotonda. Me detuve entonces a observar por unos segundos. Me concentré en las caras y las vestimentas de aquellas gentes. Estaba claro que ellos, los que se toparon con el concierto de esa mañana de domingo, paisanos humildes en su mayoría, eran transeúntes normales, personas que a lo mejor no contaban con dinero extra para comprar un disco callejero; nuestro disco. Pero mis músicos y yo ya habíamos discutido varias veces esa realidad, la de disfrutar cantar en la calle frente a un auditorio que no respirase solvencia ni billete. Eso nos gustaba en gran manera. Nos inspiraba mucho más estar tocando para ellos, para la masa sumisa del pueblo —allí, sobre el pavimento—, que estar actuando en las tarimas de los gigantescos escenarios construidos por los millones de pesos del comercio, allá, donde grita, se enajena y se enloquece la elite del mundo entre luces de costoso neón y efectos visuales y sonoros de majestuoso presupuesto. A las once de la mañana, Marcelino propuso cerrar el sencillo espectáculo con una suave y desconocida alabanza: “Él es Jesús”. Cogió una banqueta que había estado todo ese tiempo contra la pared del edificio que nos servía de fondo. Se sentó en medio de nosotros. Revisó tranquilo la afinación de las cuerdas de su guitarra acústica. Miró con afecto a la gente y, sin más preámbulos, inició la entrada de la canción. Este tema había sido ligeramente transformado con el paso del tiempo, a partir de la segunda estrofa. Antes, la pieza musical había sido tan sólo una nostálgica canción de trova. Sin embargo, la alabanza ahora abría en un inesperado solo de guitarra latina que se apoyaba en la 55
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marcación precisa del bajo, la conga y el huiro. Gracias a ese cambio, su renacimiento rítmico había dejado a un lado la melancolía original de años pasados. El auditorio aplaudió una vez más. La extraña señora del cabello negro, largo y perfumado, no se movía de su sitio. Seguía anclada allí, estática, inerte, con su cabeza agachada. Parecía totalmente aislada, ausente, embriagada. Dos minutos más tarde, el pequeño concierto había concluido. Las gentes así lo entendieron. Empezaron a abandonar la escena. La llovizna se detuvo. Los papás camello bajaron de sus hombros a sus pequeños. Se alejaron todos lentamente. Las voces de algunos de los vendedores de la Carrera Séptima volvieron a escucharse, pregonando la mercancía de sus tendidos. La solitaria mujer continuaba en el mismo sitio, inamovible, impávida. Entonces, Marcelino y yo nos acercamos a ella al mismo tiempo, cual si nos hubiésemos puesto de acuerdo. —¿Está usted bien, señora? —Le preguntó él muy suavemente, agachando un poco la cabeza. Ella levantó el rostro. Supimos entonces que había estado llorando en silencio mientras interpretábamos esa última canción. Pero no dijimos nada. —¿Quién es Jesús? —Preguntó de pronto, en un susurro. —Venga y se sienta un rato —Marcelino la condujo hasta la silla que él había utilizado durante la ejecución de ese tema. Cuando ella se sentó, él dobló sus rodillas y se agachó para hablarle más calmadamente. —¿Se siente mejor? —¿Quién es Jesús? —Insistió ella—. ¿En dónde encuentro a ese Jesús al que ustedes le cantan con tanto amor? —Jesús es el pintor de la sonrisa y de los sueños de los niños — Marcelino encerró una mano de ella entre las suyas—. Jesús es el único ser que conecta al hombre con la bondad del Padre y con la realidad del perdón de nuestros errores. Jesús es también el único que, en este instante, entiende plenamente todo lo que usted está sintiendo. —¿Entiende Él, como asegura usted en su última canción, la oscuridad de mi vida? ¿Entiende Él mi soledad? —Por supuesto que sí. Pero usted tiene que abrir su corazón para que salga de allí esa soledad, para que se marche esa oscuridad, y para que Él pueda entrar allí. Ésa es la única manera de encontrarlo; de conocerlo. Las tinieblas que nos rodean, los vicios, las traiciones, las 56
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injusticias, la mentira, tienen su origen en el mundo. Pero así el mundo no le pertenezca hoy a Jesús, así Él haya cedido temporalmente su poder sobre el mundo, Él es el único que puede romper nuestras tinieblas: “Yo soy la Luz del mundo –dijo Él, poco antes de dar su vida por usted y por mí–. Aquél que me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la Luz de la Vida”. Ahora, señora, déjeme usted preguntarle: ¿Alguna vez ha tratado de entender lo que significan esas palabras? ¿Ha intentado alguna vez escuchar lo que Jesús siempre ha estado tratando de comunicarle? —¡Cómo intentarlo, si ni siquiera sé por dónde empezar! —¿Tiene hijos? —Uno de siete años, pero no vive conmigo. —¿Cuándo volverá a ver a su hijo? —Si yo quisiera, podría verlo hoy mismo. Vive con mi madre. Sin embargo, no me siento capaz de enfrentar su mirada. Hace tanto que no lo veo, y tal vez él sepa ya lo que yo soy. —Y, ¿qué es usted? —Una viciosa, en muchos sentidos. —Todos hemos sido viciosos en muchos sentidos —Marcelino me miró por un segundo—. Todos hemos caído en múltiples y diferentes vicios. Usted no es la peor criatura del mundo. Tal vez los verdaderos vicios suyos, sus únicos pecados, son sólo dos: primero, creer que usted es la peor criatura del mundo y, segundo, querer hacerse daño a sí misma. —¿Qué piensa usted entonces que debo hacer? —Levantó ella el rostro plenamente. —Antes que nada, busque a su hijo. Hágale saber cuánto lo ama. Es preciso que recupere el amor y la confianza de su hijo. Y trate de obtener también el perdón de su madre. —¿Usted cree que si voy hoy a la casa de mi madre lograré algo? —El pálido rostro de la mujer pareció relajarse. —¿Qué tan lejos de aquí está la casa de su madre? —A unos quince minutos. —Es cerca. Podemos ir caminando hasta allá. ¿Quiere que la acompañe hasta la puerta de la casa de su madre? —Claro —Ella sonrió. —Entonces, hagamos eso —Concluyó él, lleno de convicción—. Vayamos caminando. En el camino hablaremos con Jesús. Le diremos desde el fondo del corazón que ya no queremos ser los viciosos que 57
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hemos sido. Usted, personalmente, va a decirle a Jesús que va a ser la madre de su hijo, la que hasta hoy no ha sido, y que no le va a negar al niño el derecho a conocer a su Dios de Amor. Y Jesús la escuchará, si usted le habla con cariño, con humildad, con absoluta fe. Y luego, trate de escucharlo, porque Él habrá de responderle. Ése es el principio de la fe: Creer en su presencia, en su respuesta. Si así usted lo hace, le aseguro que cuando llegue a casa de su madre y estreche a su hijo con fuerza contra su pecho, sentirá que el niño y su madre la están estrechando a usted aún más fuerte. La mujer asintió. Agradeció con entusiasmo esas palabras. Después se quedó tranquila sobre la banqueta, esperando por el momento de partir hacia su casa. Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=wWxMOsAmo5A
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Lluvia de Neutrinos Si alguna vez te pusiste a escuchar sin afán el canto del ruiseñor, allí, en la penumbra de la madrugada del bosque, o te concentraste en el fraseo del golpeteo de la lluvia sobre el viejo techo de teja de la casa de la abuela, o te abstrajiste entre el sonido del viento en la continuación del respiro de la tormenta, o tal vez te asombraste ante el eco que hace el mar frente a la escarpa del acantilado, o quizás lograste captar el mensaje que partió de esa lejana estrella, allá, en el despertar del tiempo, entonces puedes escuchar la voz de Jesús entre las olvidadas páginas de Su Palabra. La ciencia ha llegado a la conclusión de que la masa del neutrino —menos de una milmillonésima parte de la de un átomo de hidrógeno— nos puede llevar a pensar en la distribución de las galaxias en el universo, y que su interacción con las demás partículas conocidas es mínima. Dicen que el neutrino puede pasar a través de la materia ordinaria sin apenas perturbarla. Por otra parte, parece que el neutrino no se ve afectado por las fuerzas electromagnéticas o las nucleares, aunque sí por la fuerza gravitatoria. Si una lluvia de neutrinos puede atravesar tu cuerpo y tu mente sin que lo notes siquiera, reflexiona por un segundo y podrás llegar a saber que el mundo material que conocemos no es científicamente único, no es absoluto, no es lo único que existe. Se había concluido hace siglos que el sitio que un cuerpo físico ocupa, en determinado instante, no puede ser habitado por otro cuerpo material en ese mismo instante. Esa tesis queda rota sin remedio cuando hablamos de las posibilidades del universo en sus numerosas dimensiones. Los ángeles de Dios —y, desgraciadamente, también los del demonio— comparten una dimensión superior a la de los humanos, y combaten en ella por el alma de esos mismos humanos. Por eso es que la mente del hombre puede ser saqueada por fuerzas malignas en cualquier instante, y puede ser guiada a sembrar el mal. No es alienado pensar que siempre nos será difícil entender la voluntad del Dios Creador —y el Amor de Jesucristo. ¿Por qué?: Porque no podemos digerir, contener o decodificar la realidad adimensional de Dios, o la de Jesús, en el tablero de nuestro limitado pensamiento. Para 59
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ilustrar esta idea de otra manera, tal vez pueda yo utilizar aquí una analogía, aunque no sea absolutamente apropiada: En la lengua inglesa existen términos que difieren, en su significado, de lo que en la lengua española parecen conceptuar. Por ejemplo, el término “Comprehend”. Pensaríamos de primera mano que “comprehend” significa “comprender mentalmente; entender”. Sí, y no. En realidad, ese vocablo también equivale a los siguientes conceptos: “abarcar”, “condensar”, “reunir”, “juntar”, “contener”. Ningún buen amante de La Palabra de Dios puede afirmar absolutamente que la Mente del Creador y el Amor de Jesús, enfrentados a la realidad de este mundo, a la poquedad de esta existencia material, no le hayan planteado alguna vez una inmensa confusión. Si no experimentásemos tantas inquietudes respecto a la Sabiduría de Dios, tantas dudas, no necesitaríamos jamás del Milagro de la Fe. Tener Fe es indiscutiblemente necesario, para intentar acercarnos un poquito a la verdad de Dios, a su pensamiento, a su voluntad, a sus propósitos, a sus principios, a sus “sentimientos”. No sabré cómo llamarte en mi confusión —le dice a Jesús esta canción—, si llamarte “utopía”, o llamarte “mi vida”, o llamarte tan sólo “ilusión”. Qué importante resulta amar a Dios —a Jesucristo— sin atrevernos a mezclar los sentimientos de nuestra mente alterable, incipiente y tridimensional, con los principios de su insondable sabiduría.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=y9EKu19BLBA
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La última guerra Cuando la mente se desconecta de la realidad, no existe una secuencia definida de los eventos, las visiones, las luces esporádicas, o los pensamientos. Se vive o se permanece, en un plano desperdigado al azar sobre la entelequia. Se subsiste o se persiste, en un ensueño sin realidad; sin esperanza. Era el siglo XXI, año 2.036. Marcelino había permanecido en estado de coma por dos semanas en el interior de una caverna situada en la costa oeste de los Estados Unidos. Cuando despertó, encontró que él era el único sobreviviente de un grupo de veinticuatro personas — cristianos en su mayoría— que se habían refugiado allí, luego del estallido del primer misil lanzado hacia tierra americana por la CBE — Coalición del Bloque del Este. Respiró profundo. Elevó una oración intensa. Lloró, por un par de minutos. Miró hacia los cadáveres que yacían a su alrededor. El impacto del segundo misil y la radiación no habían perdonado muchas vidas. Se puso en pie. Caminó hacia la entrada de la caverna. Tuvo que trepar por varios metros para alcanzar la boca del refugio. Cuando emergió al exterior, quedó estupefacto, estático, frente a lo que sus ojos enfocaron. Había trozos de metal, roca y madera por todo lado. Era el resultado del desastre nuclear que siempre cuando niño hubo temido. Miró de nuevo hacia el vacío. Lleno de pesadumbre, intentó asimilar lo que tenía ante su rostro. A un par de kilómetros, la urbe estaba en ruinas. Las edificaciones que habían sido impactadas yacían, retorcidas, sobre sus cimientos colapsados. La cruda, pero infernal batalla final de la raza de los encarnados, parecía haber concluido. Aún flotaba entre ese abismo de pesadilla el humo de las naves destruidas y el último hálito de las calles maceradas. El sol aparecía allá, a lo lejos, mas no con la habitual majestuosidad que había siempre tenido la estrella cuando él era pequeño, sino con el velo escarlata de un fantasma astral herido en su apariencia por la expansión de la fusión nuclear que se había generado a todo lo largo y ancho de la atmósfera terrestre. El horizonte había desaparecido tras la sombra de la nube atómica. 61
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Caminó hacia el acantilado. Trepó sobre la roca. Enfocó la lente de sus ojos hacia el mar. Se estremeció. El color verde y azul que el agua solía tener hacia el litoral, ya no existía más. Una sombra ocre lo cubría todo. La playa había muerto también. Miles de restos de focas y delfines yacían desperdigados en un área extensa del acantilado, despedazados los unos, y desfigurados los otros. Se arrodilló. Dejó escapar su llanto una vez más. De pronto, escuchó el sonido apagado del rotor coaxial de un helicóptero que se acercaba. “Se advierte una vez más a los sobrevivientes —una voz metálica pero clara emergió del artefacto y expandió su frío eco sobre la playa ennegrecida— que los gobiernos autónomos de los países y ciudades que han sido destruidos ya no existen. Todos los que quieran reconstruir la paz, la que nos ha arrebatado la conflagración mundial, deben acudir de inmediato a una de las delegaciones del NGI —Nuevo Gobierno Internacional— para que reciban asistencia médica, ayuda sicológica y apoyo social y alimentario. Los puntos de contacto con el NGI se encuentran en el límite norte de cada ciudad. Verán naves pequeñas volando lentamente hacia esos sitios, en todas las grandes capitales, de día y de noche. No hay nada que temer ya. El conflicto ha terminado. Cuando lleguen a su destino, no necesitarán identificarse. Se les proporcionará una nueva identidad, la cual será inalterable e irrepetible. Quien no se presente, no tendrá jamás opción de trabajar, alimentarse, recibir asistencia médica y continuar con vida”. El alma de Marcelino se sacudió, desde lo más profundo de las fibras impalpables. Miró una vez más hacia el helicóptero. El mensaje fue repetido en el mismo idioma un par de veces, antes de ser retransmitido en otro par de lenguas que habían sido tradicionales alrededor del planeta. Él sabía bien lo que vendría a continuación.
Link del video: https://www.youtube.com/watch?v=A6T2jxbR9E4
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