Álvaro Hernando Burbano
Un vórtice en el arco iris de la luna
Álvaro Hernando Burbano
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A UN VÓRTICE EN EL ARCO IRIS DE LA LUNA Álvaro Hernando Burbano
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Un vórtice en el arco iris de la luna
Álvaro Hernando Burbano
tonio UN VÓRTICE EN EL ARCO IRIS DE LA LUNA Género: Novela Álvaro Hernando Burbano y herederos tonyone2012@hotmail.com Registrado en Colombia Oficina de Derechos de Autor, Bogotá RADICADO: 1-2016-54187 Primer registro de la versión actual: No. 10-539-401 Octubre 16 de 2.015 Diseño de Portada: Álvaro Hernando Burbano Creado en 2.012 Primera Edición Digital: 2.016 Dimensión Edición Digital: 15 cm. x 21 cm. Todos los derechos reservados. Este libro no puede ser reproducido por ningún medio, ni en todo ni en parte, sin el permiso del Autor y del Editor.
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Un vórtice en el arco iris de la luna
Álvaro Hernando Burbano
Dedico esta novela a todos esos ángeles que han
tenido
encarnados,
que y
escarmentar no
la
vida
precisamente
por
de
los
desear
participar de la diversión que despliega el planeta azul, sino por tener que sacar adelante tareas universales que han puesto en riesgo su propia fe y su continuidad en el etéreo.
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Un vórtice en el arco iris de la luna
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Prólogo Habían sido creados para ser ángeles. No eran dioses, por supuesto, pero eran ángeles. El estratega del ejército del Supremo Señor de las Estrellas lo sabía muy bien. Sabía que la muerte no los alcanzaba, que las
constelaciones
les
pertenecían,
que
podían
fácilmente descender a la dimensión de los planetas rasos y alternar con los encarnados, sin que éstos lo notasen. Cuando lo contrario sucedía, esto es, cuando los
encarnados
percibían
su
presencia,
a
él
le
sorprendía escucharlos decir —y sentirlos creer— que estaban en presencia de dioses. Pero él no era un dios. Tan sólo era un ángel. Sin embargo, podía interferir en las decisiones que los mortales tomaban para moldear su enredado destino, aunque, bajo una muy natural condición, le estaba vedado tropezar con el amor de sus bellas mujeres.
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1 La noche del día de la primera vendimia, que fue precisamente cuando toda esta historia rompió la placenta del comienzo, el estratega y sus dos más cercanos oficiales estaban degustando muy pausada pero alegremente de la artesa inaugural del vino cristalino que había emergido de la prensa de los viñedos de la isla del Púlsar de Aurora —la estrella púrpura—, astro que brillaba en el corazón de la espiral medular de La Constelación Central. Sólo un par de jornadas atrás juntos habían derrotado, al mando de su más poderoso guerrero —el legendario Eliha—, al malvado Barok y a sus ejércitos. El filo de sus espadas de zilene aún resplandecía con la exaltación de la victoria. El rebelde bastardo —he llamado aquí bastardo a Barok porque se atrevió a negar su propio linaje— fue inmediatamente arrojado al planeta azul —los encarnados lo llamaban Tierra—, tercer sólido celeste en la órbita de un sistema solar perdido en uno de los brazos más remotos del conglomerado tangencial de La Galaxia Elíptica. El estratega hubiese deseado —más le hubiese valido— ignorar que las mujeres de los encarnados eran hermosas, que tenían largos y ondulados cabellos moldeados en hilos sedosos de oro o en hebras de óleo de ámbar, que poseían cuerpos esbeltos, cadenciosos y atrevidos, y que eran criaturas de labios húmedos y mente ingenua —unas veces tierna, otras veces cruel. Muy temprano a la mañana siguiente, con el revuelo de la diana del amanecer y justo cuando el sol púrpura del Púlsar despertó sobre el horizonte de los viñedos, salió del dormitorio del bastión de los guerreros. Se detuvo sobre el estribo de jaspe de la entrada. Respiró profundo. Miró por un instante al lejano horizonte. Evocó el rostro trastornado y desencajado de Barok, ése que el oscuro ángel proyectó hacia él al final de su última batalla. Reconstruyó en su mente esos ojos ahogados en ascuas —su inmensa ira— y la 6
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promesa de venganza, aquélla que aquél le facturó en el momento en el cual él lo estaba encadenando. — ¡No olvides que soy eterno! —Había escupido Barok ante el filo inmisericorde de la espada de zilene que centelleaba contra su garganta—. ¡Nos veremos más pronto de lo que tú crees! — ¡Nos veremos cada vez que se te olvide lo poco que vales! —Había mantenido el estratega su cabeza erguida para responderle—. ¡Y volveremos a vencerte! Decidió deambular por el sendero, solo, y olvidarse de Barok. Sus oficiales probablemente continuaban navegando entre sus sueños embriagados, allá, al abrigo de las arcadas de la torre. Le fascinaba caminar. Lo hacía cada vez que no era necesario remontar el vuelo. Lo había aprendido de algunos de los libros que escribieron los mortales. También le gustaba leer en lugar de holgazanear o desgonzarse entre los vanos espejismos de la mente. Dirigió entonces sus pasos hacia el oriente del Púlsar, hacia El Oasis de Diamante. Allá era donde el azor de alas bruñidas —el ave que encarnaba al espíritu del ángel mensajero— solía aparecer con su correo. El sol seguía ascendiendo hacia la tarde. El guerrero advirtió su trayectoria. Al cabo de un instante, cuando sus sentidos astrales quisieron advertirle que estaba a pocos metros del oasis, se detuvo, estupefacto. La diapositiva que se acababa de abrir ante sus ojos parecía una ilusión incomparable. Millones de diamantes partían del asiento de la arena en una espiral de asombrosa rotación que le traía a la memoria la visión universal que regalaba el Púlsar cuando era observado desde el borde de La Galaxia Elíptica. Entonces, se apoyó sobre sus rodillas para orar. La luz y la magia del lugar le acababan de recordar que él era tan sólo una parte vulnerable del todo del Supremo Señor de las Estrellas. Bajó la mirada. Unió las manos contra su rostro. Se abstrajo totalmente. Esperó. Muy pronto escuchó el suave batir de las alas del azor mensajero. Levantó los ojos hacia la barrena de diamantes. Allí lo vio, ralentizando el descenso. Se estremeció de alegría su espíritu. Y es que el vuelo del azor siempre lo había llevado a evocar el sosegado vibrar que producía un barrilete —la cometa de los hijos de los encarnados— cuando se remontaba hacia la cresta de la brisa en cualquier tarde de 7
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agosto, allá, en el planeta azul. La birlocha se elevaba, pero de pronto parecía quedar detenida a lo lejos como soñando con la gravedad o tal vez simplemente dibujando su viaje hacia las nubes. Luego, hacia el caer de la noche, descendía en suave zigzag y se reflejaba sobre la arista del resplandor de los ojos de su pequeño dueño. Parafraseando la cometa, el azor hizo lo mismo esa mañana frente a los ojos del estratega. Se desprendió del céfiro y planeó sobre la arista del resplandor de los diamantes. El guerrero levantó entonces su brazo diestro para invitarlo a posarse exactamente allí. El pulgar y el índice de su mano, arqueados sobre el imaginario lomo horizontal de un libro, diagramaron el perfil de una hoja lanceolada. El ave, en un voluptuoso y ágil movimiento, trazó en esa dirección un arco parabólico y descansó sobre la falange de los dedos del ángel.
2 Fe y razón, causa y consecuencia. La pirámide de cuatro planos. El Tetraedro hacia el Conocimiento. El estratega lo había leído alguna vez allá, en el planeta azul, entre las páginas de un libro escrito por un humano encarnado en el músculo, la mente y la sangre de un fabricante de reflexiones. De vez en cuando se preguntaba él: “¿Dónde?”, “¿En qué escuela de ángeles?”, había ese mortal aprendido a pensar de esa manera, aunque los ángeles jamás iban a escuela alguna pues siempre lo supieron casi todo. Tal vez, aquel hombre había viajado alguna noche en el bajel de su astral hasta los confines del conocimiento cósmico y había aprendido. Y es que siempre fue así: Fe y razón, causa y consecuencia. Se sentó entonces muy cerca del aura de la espiral de diamantes. Posó al azor sobre el bisel de sus rodillas. Se diluyó un par de segundos. —Debes transportarte hoy mismo hasta el planeta azul —La voz del ave le recordó el firme saludo de un tornado. 8
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— ¿Hoy mismo? —Se sintió el foco directo del eje de esos ojos pardos. —Hoy mismo. Barok ha puesto su mirada y su deseo sobre la humanidad de una hermosa almah de nombre Zahídia, la cual trabaja en los viñedos del monasterio de la villa de Matri. El estratega se sobresaltó bajo una enorme inquietud. Las almahs eran mujeres de encarnación humana; mujeres vírgenes. Su más descollante don, sin embargo, era poder constituir pareja con un ángel, yacer con él y procrear un ser superior; no un humano raso, sino un ser superior. No había muchas de ellas en el planeta azul. Quizás dos. No había más, pues su belleza integral no era común. Las almahs no tenían nada que aparentar, nada que acomodar, nada que exagerar para ser bellas. Eventualmente, parecían ser hijas de ángeles porque superaban la condición espiritual y conceptual de los humanos que las habían engendrado. Sin embargo, sus cuerpos de pitonisa eran de tejido muscular, sangre y hueso, y morían, al igual que todos los encarnados. — ¿Debo partir en este instante? —El guerrero dejó entrever con sus palabras un ángulo escéptico respecto al viaje. Él azor asintió en un único movimiento de su bizarra cabeza. —Debes cruzar ahora mismo el Oasis de Diamante— Sus alas de aceitunado plumaje se fueron abriendo hacia la noche—. Tu tarea es desbaratar los planes de Barok. Si fallas, el hijo de esa bestia nacerá del vientre de Zahídia. El planeta azul colapsará sin remedio.
3 La Espiral del Oasis de Diamante era un vestíbulo, un vórtice, un portal de acceso, entre las dimensiones. Atravesándola, tan sólo había que suspirar para llegar al planeta azul. Cuando tenían que viajar de estrella en estrella, los ángeles no necesitaban naves que se disparasen mediante mecanismos impulsados por tracción anti gravitatoria como lo precisaban los nómadas de las 9
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constelaciones. Simplemente, cruzaban alguna de las puertas cósmicas y se remontaban en el pensamiento, es decir, a través del tiempo de un instante, para llegar a su destino. Así lo hizo el estratega. Se encontró de inmediato en el planeta azul, sentado en una banqueta de madera a la orilla de un sendero apacible y colmado de guijarros. El olor del mar, muy cercano quizás, inundó sus sentidos. También el aroma del fruto de los viñedos de hoja verde. Empezó entonces a recrear en su mente el canto del cardenal, el ave de alta cresta y plumaje rojo que anidaba por ahí, en algún ramal del bosque que tenía él ante sus ojos. Sabía que estaba muy cerca de su destino —la villa de Matri—, una aldea escondida entre un paraje meridional de Europa, allí, en ese país cuyo perfil topográfico, observado desde el cielo, parecía haber sido imaginado por un encarnado cuya profesión fue la de diseñar botas altas y ceñidas para las féminas de la milicia terrestre: Italia. Amoldó su complexión a los listones del asiento. Se abstrajo una vez más, inmerso en esa realidad absolutamente física y aparentemente ajena. De acuerdo al amplio alcance de su gnosis estaba a un par de kilómetros de la villa, una aldea relativamente pequeña en la que un centenar de familias humildes habían vivido por muchos años de la producción de los viñedos y habían contemplado sin descanso la esbelta panorámica del Vesubio, pues el extremo norte del caserío yacía casi al pie de la falda del volcán, no muy lejos de la costa del Mar Tirreno, frente a la isla de Sicilia. Zahídia —la joven vendimiadora— debía cruzar esa mañana por ese sendero. El estratega se propuso disfrutar del aire limpio de la campiña. Todo se adaptó a su astral sin el menor rechazo. Se relajó. Recordó que ya había estado en el planeta azul con anterioridad, aunque no precisamente en ese paraje. No obstante, sonrió al saber que en esa primera ocasión su tarea había resultado ser exitosa, feliz y fugaz. No presintió jamás que la labor que estaba por empezar a enfrentar ahora sería diferente, totalmente impredecible, irregular, llena de causas y de consecuencias. En tanto se adecuaba a cada nueva sensación, empezó a escuchar la música de una flauta de plata que se acercaba. La melodía era alegre y precisa. Su secuencia iba esparciendo un eco entre los árboles del bosque y la orilla del sendero. El ángel miró a su derecha, en la dirección de la ramificación de la consonancia. Entonces, allá, a lo lejos, en 10
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un recodo del camino a cien metros de la banca sobre la cual él estaba sentado, emergió una pareja. El hombre era un monje joven, alto y broncíneo. Venía alojado en una sotana negra. Se veía fuerte y bien parecido. Sus rubios cabellos caían sobre los hombros en rizos helicoidales. Sus ojos azules brillaban entre un embriagante magnetismo. La mujer, sin duda, era Zahídia. Era también muy joven y, evidentemente, muy hermosa. Vestía un delicado faldón de lana de color marrón, moldeado sin esfuerzo alguno a la armonía de su cuerpo, y blusa blanca. La piel de sus brazos, del mismo matiz de trigo tierno de la piel de su rostro, quedaba al descubierto. Su cabello, largo, negro y ondulado como el óleo del alma del ámbar, estaba recogido y ceñido suavemente hacia el domo de la cabeza con una banda roja. Sus ojos eran verdes, del verde que solía tener el océano que en el atardecer lideraba su resaca hacia la playa. Su mano izquierda aprisionaba el centro del asa de una cesta repleta de uvas frescas —jugosos racimos de uva tinta y uva blanca—, la cual se balanceaba contra su cintura en tanto su mano derecha aferraba el canasto por la vena de junco de su borde. El monje, moviendo la cabeza a la cadencia de la melodía de su flauta traversa, venía visiblemente alegre. Ella lo miraba. Le sonreía. Parecía fascinada. El estratega recordó inmediatamente el mito de Dioniso y Erígone (*). Se estremeció. Supo que el monje era nada más ni nada menos que Barok, encarnado en la complexión de un hechizante flautista, que era el mismo demonio, materializado en la morfología de un Baco seductor.
* En la mitología griega, Dioniso —Baco, en la tradición romana— se transforma en un racimo de uvas para seducir a Erígone.
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4 Desde el momento en el cual nacían, y sin querer enterarse siquiera —inmersos en el afán y el deseo de disfrutar los placeres de su fugaz vida corpórea—, los encarnados enfrentaban una batalla cósmica, una guerra espiritual, que aparentemente no les pertenecía. Eran otros, los ángeles del Supremo Señor de las Estrellas, quienes estaban librando esa refriega contra las huestes de Barok. Sin embargo, por efectos de causa y consecuencia los mortales habían quedado en la mitad del fuego. Era entonces para ellos menester descubrir cuanto antes que tenían que elegir un bando: El del hemisferio oscuro e involucionado de la mente seráfica equivocada —el cual los llevaría a perecer por siempre—, o el de la transparencia y la sabiduría de la inmortal naturaleza de los ángeles insobornables —el cual los llevaría a unírseles en un plan imperecedero. Y es que hacia el comienzo de esa contienda sideral la Mente Universal había determinado que a Barok y a sus poderosos demonios les fuese dado descubrir que podían fácilmente manipular a los mortales, que podían encarnar y vivir entre sus cuerpos para disfrutar por años en torcido y mutuo placer de los vicios de la existencia material, y que podían, por añadidura, apoderarse de sus mentes y sus almas. Para los ángeles malvados, entonces, alojarse en los bulbos lúbricos de los encarnados no representó jamás un gran problema. Fue un proceso sencillo, el cual se fundamentó en tocar a la puerta, entrar y acceder a las directrices de su pensamiento. Y así, sin mucha dilación, luego de alcanzar la posesión corpórea de los humanos, los inicuos descubrieron que podían dar el golpe de gracia, el cual consistió en conferirles de entre los placeres materiales aquél o aquéllos que más los enajenaban. Entre más placeres los usurpadores les concedieron, más difícil les resultó a los terrestres renunciar al camino equivocado y arrojarlos de su vida. No obstante, a los ángeles del Supremo Señor de las Estrellas jamás les fue permitido saquear el cuerpo, la mente y la voluntad del espíritu de los mortales. 12
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A medida que se abstraía entre los melismas de esta preocupación, el estratega no había podido despegar sus ojos del cuadro en movimiento que tenía allá, hacia el final del sendero. Zahídia y el monje flautista seguían avanzando hacia él. Reflexionó entonces, obligándose a visualizar lo que en un instante tendría que hacer. Su ser trabajaba a marchas forzadas en un segmento lumínico de tiempo terrestre. Era obvio que el malvado Barok no estaba desperdiciando ni un segundo. Tenía un propósito nada modesto y había empezado a acercarse a ese propósito a grandes pasos. De súbito, el flautista se detuvo sobre el declive del camino. Suspendió su música, porque desde el sitio en el cual estaba sus ojos acababan de enfocar al estratega, lo habían reconocido y, sin demora, habían anhelado fulminarlo. Asió entonces con fuerza el brazo de Zahídia. La hizo detenerse también y mirarlo directamente a su sensual y sugestivo rostro. —Debo regresar al monasterio ahora mismo —le dijo—. Acabo de recordar que el titular de la vinícola de la ciudad de Capua vendrá a recoger todo el producido de la vendimia antes del mediodía. — ¡Qué mala noticia! —Ella dibujó en su rostro la desilusión—. Estaba empezando a disfrutar del paseo y de su música de flauta, señor. Además, estamos muy cerca de mi casa. Hubiese deseado invitarlo a tomar conmigo una copa de vino. —No hay espacio para la desilusión, princesa — argumentó el monje con jactancia—. Gracias por tu gentileza. No te preocupes. No permitas que nada desdibuje tu alegría. Mañana nos veremos para tomar esa copa y para añadir una hermosa y fina sortija de oro y diamantes a éste y a todos los momentos que juntos habremos de compartir. — ¿Una sortija de oro y diamantes? No le entiendo, señor. —Dices bien —El lóbrego ángel miró de nuevo a la distancia, hacia donde el estratega estaba—. No es fácil de entender a primera vista. Pero mira que lo que acabo de esbozar es tan sólo una metáfora. Significa que estoy plenamente satisfecho con tu trabajo en el viñedo y, por supuesto, con tu dulce compañía. Le soltó el brazo. —Te veré en el monasterio mañana temprano, preciosa —añadió, y se marchó solo por donde los dos antes habían aparecido. Ella se quedó allí, sorprendida, estática, 13
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decepcionada, observándolo ceniciento del camino. El estratega sonrió.
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alejarse
sobre
el
trazo
5 Barok había delineado desde siglos atrás su propia y muy particular astucia. Era el creador de ella. Tenía su firma universal sobre ella y sobre muchos otros conceptos abismales. Se había proclamado a sí mismo como: “El rey de la tramoya”. Rara vez enfrentaba las batallas cara a cara. Antes de contender, reflexionaba siempre. No una ni dos, sino más de dos veces. Era el mago de la fullería. Sabía que era un perdedor, que nada de lo que hiciese iba a cambiar las cosas tal y como estaban presupuestadas en el universo. No obstante, insistía en amagar con cartas bajo la manga. Era demasiado soberbio. Eso le impedía ser inteligente pero, a su megalómana manera, era un verdadero genio. Fue entonces palpable que, cuando se detuvo y canceló su música de flauta al momento de visualizar al estratega desde allá, desde la curva del sendero, había rumiado rápidamente entre lo que podría suceder y las opciones que le quedaban. Había deducido que, de enfrentarse esa mañana al ángel blanco en la presencia de Zahídia, iba a ser desenmascarado e iba a arruinar la posibilidad de poseerla y engendrar su hijo. Parecía extraño, sin embargo, que ella no hubiese aún descubierto —desde la percepción de su naturaleza de almah virgen— que el monje no era de confiar. Siempre el estratega creyó saber que las almahs, al igual que la mayoría de los niños pequeños —y al igual que un gran número de especies de animales terrestres— tenían la facultad de percibir al monstruo detrás de la máscara, podían oler el peligro en medio de la falsa calma y lograban, de una manera natural, avizorar el dragón y el fuego que hábilmente se escondían bajo la belleza de la apariencia. No era entonces comprensible para el guerrero por qué ella no había aún desglosado el fondo de la imagen del hombre que le sonreía, de ése hombre que interpretaba tan 14
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maravillosamente la flauta para ella. Tal vez, el ángel maligno ya la había hechizado. Se sintió intranquilo. No obstante, la esperó sin agitarse sobre la banca de madera. En el correr de otro minuto, Zahídia ya estaba muy cerca de él. Entonces se detuvo, sorprendida. Lo estaba mirando. “¿Cómo me ve ella en este instante?” —Se inquietó el pensamiento del estratega—. “¿Qué es lo que exactamente está ella viendo?” Había aprendido mucho tiempo atrás que los encarnados, al mirar a los ángeles en una primera diapositiva, los veían como ellos querían verlos o, simplemente, no los veían. Cuando lo primero sucedía — cuando los veían—, percibían lo que su mente imaginaba que veía, no lo que realmente estaba viendo. Para ellos, para los encarnados, los ángeles eran sólo un fragmento del ideal de sus sueños mágicos y, por lo tanto, los idealizaban de tal manera que, sin ser conscientes de ello, provocaban en su cerebro la imagen anhelada y, así, sencillamente así, terminaban haciéndola virtual ante sus ojos. Zahídia se acercó a la banca. Descargó el cesto de las uvas a un lado, sobre los listones de madera, ¡y alzó al estratega entre sus manos! — ¡Qué hermoso gatito! —La ternura ciñó su exclamación. Lo aprisionó suavemente contra su tibio pecho. ¡Era increíble! Para ella, en ese instante el ángel era tan sólo un pequeño felino doméstico terrestre. Así, sencillamente así, era como ella lo estaba viendo; así era como lo percibía. La miró él entonces a los ojos mientras sentía que ella le estaba acariciando la cabeza con dos de los dedos de su mano derecha. Se vio reflejado en esas pupilas verdes. Supo que el color de su piel de gato era muy blanco, como el espíritu de la nieve, y que sus ojos eran verdes, como los de ella, eso es, como las hélices del paraje. Desvió un poco la vista. Se ensimismó, observándola. Era realmente hermosa y dulce. Todo su cuerpo —en particular, su pecho— exhalaba el aroma suave de esa joven virgen que no precisaba de perfume alguno para hacer a cualquiera desear estar allí, hundido en ese regazo, por todo el tiempo que fuese necesario. Zahídia decidió sentarse sobre la banca, a un lado de la cesta de la uva donde él antes había estado. Suspiró profundo. Lo tomó de nuevo con sus dos manos. Lo remontó 15
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a la altura de sus ojos, a siete pulgadas de su rostro. Empezó a zigzaguear sus brazos lentamente. Optó luego por trazar con el cuerpo del felino una espiral sinuosa y mesurada en medio de la cual se destacaban esos diminutos y angulosos pabellones auditivos. Miró hacia ellos y, a continuación, como si estuviese apaciguando un par de cerillas encendidas, se los sopló con infantil impulso, primero el uno y luego el otro. Se agitaron los filamentos de pelo en el templete de las orejas del ángel. Aunque ella no lo notase, él sonrió. — ¿Cómo te llamas, minino? —La pregunta atravesó el sendero y la caída de la tarde entre una casi cantada modulación—. ¿Tienes un nombre? Lo izó unos pocos centímetros más. — ¿No tienes un nombre? —Los ojos de la vendimiadora parecían querer olvidar una tristeza—. Bueno, parece que no. Entonces, a mí se me ocurre que, como eres así, como una cálida pelotita de nieve, podríamos llamarte Angelo. ¿Te gusta? El estratega se estremeció ligeramente. Sin embargo, asintió con un movimiento de su cabeza de morrongo. Ella percibió ese movimiento. —Eso es —Se puso de pie—. Parece que te gusta. Entonces, te llamaremos Angelo y, como imagino que no tienes dueño, serás mi ángel guardián de hoy en adelante. Por ahora, vamos a casa. Debes tener hambre. Además, se me hace que va a llover. Se acerca el invierno. Lo colocó sobre la arista de su brazo izquierdo con su pecho. Él se aferró a la blusa de algodón, garfeando sus zarpas diminutas entre las fibras de la tela. Ella asió el cesto de las uvas con ambas manos, terciándolo a la manera de las vendimiadoras, y empezó a caminar sin afán a un costado del sendero de guijarros. En tanto se desplazaba sobre ese dulce medio de transporte, balanceándose a la cadencia de esos pasos italianos, el estratega miró hacia los árboles y, allá, a lo lejos, alcanzó a distinguir un contorno conocido —un perfil nebuloso—, oculto detrás de un cedro gigantesco: Barok. Sus llameantes ojos lo estaban enfocando dura y fijamente, anhelando una vez más poder fulminarlo.
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Cayó la noche. Zahídia lo había llevado a su casa, una construcción pequeña de paredes de ladrillo y techo acanalado de barro de color marrón, la cual bruñía a la orilla del sendero, rodeada de flores, arbustos y colores. Luego de traspasar con él la puerta, lo había dejado por un instante solo sobre una larga poltrona que ocupaba buena parte del salón comedor. Después se había encaminado hacia la cocina. Regresó pronto. Traía en su mano un platillo de hojalata lleno de leche. Lo colocó sobre el piso de piedra. — ¿Te gusta la leche? —Instaló al gato en el suelo frente a la hojuela. El estratega emitió un par de breves maullidos y humedeció su lengua sobre la superficie del líquido. Se sintió relajado. Flotaba un céfiro de transparencia, de paz, por toda la vivienda. Indudablemente, estaban solos ella y él. La vio entonces sentarse sobre la poltrona, al alcance de cada filamento de sus acerados sentidos. —Yo me llamo Zahídia —La escuchó explicar despacio cual si estuviese enseñándole algo supremamente importante—. Tú te llamas Angelo. Supo entonces que era hora de mostrarse a ella en su estructura real. Caminó hacia la cocina rápidamente o, más que caminar, lo que hizo fue cubrir esa distancia en cortos saltos de pequeño felino. Luego, oculto a medias tras la puerta en tanto retomaba su identidad, recordó que a unos pocos encarnados les había sido dado percibir de manera natural la presencia de entidades a las cuales ellos calificaban de paranormales y les había sido concedido diferenciar entre el sonido físico y el murmullo etéreo para así aislar las voces, las que vibran en el aire, de las voces que se escuchan sólo en el alma y que no alteran el universo minúsculo de los átomos de oxígeno de la atmósfera circundante. Se diluyó otro fugaz instante. Se encontró entonces de pie bajo el marco del resquicio de la puerta de la cocina como el ángel que realmente era; en su ser astral auténtico. Una luz intensa quebró el gris de la penumbra de la sala. No 17
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se maravilló. Sabía que ésa era su propia luz intangible. Zahídia, quien había permanecido todo ese tiempo sentada en la poltrona mirando hacia la ventana que daba al patio de la vivienda, giró el rostro hacia el destello, hacia donde él ya asomaba. Se dilataron sus pupilas. Su semblante empalideció. Su desconcierto fue inmenso. —No temas —le dijo él, sonriendo—. Soy Angelo. Soy justamente quien tú empezaste a creer que yo era desde el primer instante en que me viste sobre la banca allá, en el sendero. Soy tu ángel guardián. No soy un gatito, pero me agradó que me vieras así. Ella parpadeó, incrédula. Torpemente, impulsó su cuerpo para arrodillarse. —No es necesario que te arrodilles —Se fue él aproximando despacio hacia ella—. No soy un dios. Soy sólo un mensajero del Supremo Señor de las Estrellas. No debes jamás postrarte ante mí. La vio entonces recuperar su habitual actitud relajada y dedicarse a apreciar, casi hechizada, cada milímetro del aura refulgente de su etéreo. — ¿De dónde vienes? —Movió ella sus labios en un balbuceo. Él se le acercó aún más. Se sentó a su lado. La miró a los ojos verdes. —Vengo del Púlsar de Aurora, la estrella púrpura, astro que brilla en el eje de la espiral medular de la Constelación Central del Universo. — ¿Eres un viajero de las constelaciones? —No exactamente —Recordó él las naves de los nómadas interestelares—. Soy un mensajero. Yo no atravieso el espacio que hay entre las estrellas. Tan sólo suelo cruzar el portal de las dimensiones para desplazarme a cumplir con la labor que se me asigne. La vendimiadora se relajó completamente. Pinceló una sonrisa. Se puso de pie. Caminó hasta la puerta que daba al sendero. — ¡Ven! —Le pidió, abriendo la hoja de madera y extendiendo el brazo hacia él. El ángel le obedeció. Se puso de pie. Cuando estuvo a su lado, ella le tomó la mano. Lo llevó hacia el huerto de las flores. Avanzaron hasta la mitad de la vereda. Abundaban allí las rosas del azafrán. Se detuvieron. Miraron hacia el firmamento. La noche estaba notoriamente opaca. Eran contadas las estrellas que se podía ver. 18
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— ¿Cuál de ellas es tu estrella? —Apuntó ella al cielo con su mano libre. —Así, como está en este instante el firmamento jamás podrás ver mi estrella —El guerrero escuchó el canto del búho despertar el letargo del bosque—. Sin embargo, cierra tus ojos por unos segundos. Zahídia hizo lo que él le pidió. Cerró sus ojos. Aprovechó él entonces esa circunstancia para mirarla de perfil, sellados sus párpados, su rostro hermoso apuntando hacia el horizonte estelar de la incertidumbre. En verdad que era preciosa, sintió él el despertar del ensueño de un amor prohibido, de un amor inmenso, o así lo creyó porque jamás antes se había enamorado. Respiró profundo. —Ábrelos ahora —Reaccionó instintivamente. — ¡Mamma mia! —Las pupilas verdes de la vendimiadora se desplegaron de par en par. Soltó la mano del ángel. Miró entonces él también hacia el cielo que su mente acababa de materializar allá, en la bóveda del cosmos, el mismo que ella estaba percibiendo: La espiral del Púlsar giraba no muy lejos de ellos sobre sí misma, lentamente, sabiamente. Llenos de innumerables partículas de luz, sus brazos de color púrpura contrastaban sin límite físico con el tenue destello de las estrellas de la galaxia local. Era una visión auténtica de la cuarta dimensión del universo, una experiencia sensorial inédita en el planeta azul. La pareja se embriagó irremediablemente, enfrentada a ese portento universal en paradójico movimiento — vertiginoso e inerte a la vez. Era como si sus mentes estuviesen en ese instante sumergidas, muy juntas, en un rincón del espacio, en una sinuosidad del etéreo, flotando, escuchando el silencio del concierto de la fuerza cósmica, mirando unidas el alma del tiempo, desvaneciéndose sus pensamientos en un abismo celestial y sin perder para nada la conciencia. —Ése es mi hogar —Se encontró diciendo el estratega, y lo invadió una nostalgia insustancial—. La sabiduría del Supremo Señor de las Estrellas sostiene y guía el desplazamiento exacto de cada luminaria, de cada planeta, de cada anillo de asteroides. Una sola de sus palabras se convierte en esa magia metafísica que aún no alcanza a imaginar el matemático terrestre. Uno sólo de sus gestos facilita el rápido impulso de las naves de los nómadas de las constelaciones. 19
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— ¿Me llevarás allá algún día? —La voz de la joven resonó en los recodos inmateriales del astral del ángel. —No lo sé —Se sintió dudando de su conocimiento previo. Eso lo llenó de inquietud. Estuvieron así por varios minutos, sin pronunciar palabra. Luego, la visión del Púlsar se proyectó hacia la eternidad, se alejó, se desvaneció parsimoniosa. La noche se vistió de nuevo de su propio cielo de pocas luminarias entre la seda incierta del final del otoño. Regresaron al interior de la casa. Se sentaron sobre la poltrona. Él miró hacia la hojuela de latón de la leche. Sonrió una vez más. Se escaparon los segundos. — ¿Quieres un poco de vino? —Ofreció ella de pronto, poniéndose de pie. — ¿Cómo dices? —La miró a los ojos. —He preguntado que si quieres una copa de vino. — ¿Ya ha sido fermentado? —No. Es prácticamente el zumo generoso y puro, un novello, de las uvas de nuestra última vendimia. Solamente le he agregado un poco de miel. Lo conservo en un ánfora de barro fresco. —Si así es, me encantará saborearlo —El recuerdo de sus dos oficiales brindando la noche anterior en nombre de la victoria sobre Barok, cruzó por su mente. Antes de dirigirse a la cocina, al sitio en donde conservaba el vino, Zahídia caminó hasta la esquina de la habitación. Allí, sobre una mesa de madera de patas arqueadas había un pequeño gramófono suizo. La bocina cónica, hecha de un material metálico muy liviano, se abría en doce láminas doradas. El aparato tenía un motor de muelle que podía ser accionado con una sencilla manivela. Un minuto más, y el disco que ella había seleccionado empezó a girar bajo el brazo de la aguja de diamante. Era música de piano, muy suave, muy apacible, evidentemente impredecible. — ¿Te gusta esta música? —Dejó ella la funda del acetato a un lado del gramófono antes de dirigirse a la cocina—. Es Claude Debussy, el pionero de la escuela clásica impresionista. Es francés.
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7 Nunca fue extraño sentir como si el tiempo se estuviese congelando, se estuviese deteniendo por un instante efímero, por un intervalo de duración intrascendente. En una sola imagen entonces, parecía todo cohesionarse, mezclarse ordenadamente, hacer parte del bloque de un collage cuerdo e irremediablemente estático, ausente; tal vez memorable. Era como si una cámara invisible de la mente hubiese estado obturando su lente para guardar recuerdos en el álbum de impresiones del déjà-vu. Y luego, hacia el final de ese instante, el tiempo retomaba su inexorable marcha, su demente travesía hacia la eternidad. El estratega regresó al momento que estaba viviendo. La música del pianista francés continuaba enriqueciendo apaciblemente el aire entre las cuatro paredes de la habitación. Zahídia se había llevado la hojalata de la leche a la cocina y estaba allá sirviendo un par de copas de vino tinto extraído de la prensa del monasterio que regentaba Barok. Reapareció al cabo de un par de minutos. Traía una sencilla y liviana bandeja de plata con los recipientes cristalinos del mosto. Sonreía. — ¿Cómo te sientes? —Sus ojos brillaron con transparente alegría. Indudablemente, le gustaba que él estuviese allí en su casa. —El azor mensajero me dijo que eras hermosa — murmuró el ángel—, pero me alegra saber que sus palabras no arroparon ni la tercera parte de la realidad. —Gracias por ese gentil cumplido— Se sentó ella a su lado. Le ofreció una copa. Él se la recibió. Ella dejó la suya encima de la fuente y luego colocó todo sobre el regazo de su falda de color marrón. Se reacomodó sobre el asiento, muy serena. —Te he manifestado abiertamente que eres preciosa —ilustró el estratega, degustando lentamente el vino—, porque sé que lo entiendes bien. De no ser así, tal vez no te lo habría mencionado. La visión de esa belleza que está más allá del espectro físico que de primera mano perciben las 21
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pupilas de los humanos es similar a la visión del cielo del Púlsar que tú y yo acabamos de experimentar. La visual normal que tuvimos de esta noche, la primera, la del firmamento opaco de tu planeta, refleja la primera impresión que tuve de ti, la cual pudo ser atractiva pero no concluyente. Esa perspectiva no habría trascendido por sí misma. Ahora bien, cuando empecé a leer lo que está más allá de tu perfil físico, lo que en verdad eres en tu etéreo, encontré un segmento de la visión simétrica del Púlsar. No es tu vino fresco. No es tu música relajante. Es tu ser intangible, ése que proyectas sin anhelar más nada. — ¿Qué me hace ser así de importante para el universo? —Se abstrajo ella, mirando el reflejo que hacía la luz de la lámpara del techo sobre los bordes de vidrio de su copa— Tan sólo soy una adolescente vendimiadora. —Está bien que seas auténtica y modesta —Creyó él escuchar que empezaba a lloviznar—. Sin embargo, debes saber que he venido hasta aquí porque de verdad eres importante para la supervivencia de la humanidad a la cual perteneces. Toda nuestra preocupación en el Púlsar se fundamenta en que Barok ya te ha escogido para engendrar en tu vientre al hijo de la oscuridad. Se supone que yo debo evitar que eso suceda. — ¿Barok? ¿Quién es Barok? —Barok es el enemigo número uno de la humanidad— enfatizó el estratega. La vendimiadora se sobresaltó. Aferró la copa a su regazo un poco más. —No es para que te inquietes antes de llegar a vislumbrarlo todo —continuó él—. Escúchame. Sé sin duda alguna que aún no distingues absolutamente al enemigo, al Leviatán, o como quieras llamarlo, aunque sé también que no ignoras lo que ese concepto abismal encierra. Es apenas natural que aún no hayas percibido quién es en realidad ese demonio, aquí, en el cuadro particular de tu existencia. Ella se estremeció de nuevo. Tal vez presentía lo inesperado. Movió sus labios húmedos. —No, no lo sé— La lluvia arreciaba al resguardo de la noche—. ¿Quién es ese demonio, o lo que sea? No habría sido prudente, de ninguna manera, decirle quién en verdad era Barok y no esperar a que ella lo descubriese por sí misma. Sin embargo, el guerrero ya había avanzado demasiado, tal vez hasta ese punto en el cual ya no era factible devolverse. Reflexionó entonces 22
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vertiginosamente. Vertiginoso, para él, en el cuadro de la medida de su tiempo astral, era suficientemente amplio; cómodo. Pero en el recuadro de medida del tiempo de Zahídia, ese vertiginoso se convertía en inexistente. Era la diferencia, la relatividad, entre el tiempo de la vendimiadora y su tiempo celestial. Sin la menor duda, la respuesta que debía él dar a la última pregunta de ella era apenas lógica. Eso fue lo que concluyó. —Debes descubrirlo por ti misma —Hizo a un lado su copa de vino—. En tanto así sucede, no te permitas enamorarte de nadie. La joven bajó la mirada. Una tenue tristeza sin nombre pareció apoderarse de su ser. —Me temo que ya estoy enamorada —Sus ojos volvieron a enfocar al estratega, inmersas las pupilas en ese verde de fantasma de magneto que ya empezaba a arañarle a él el alma—. Sé que no debería ser así porque el hombre a quien amo no me pertenecerá jamás. Le pertenece a Dios. Ya hizo votos de castidad y de obediencia. Debe guardar su celibato. El ángel sintió el vacío abrirse bajo su astral. Llegó a temer que había arribado tarde a su destino. No obstante, ése no dejaba de ser un sentimiento estorboso. Sabía bien que toda tarea aparentemente imposible se hacía factible con el sólo hecho de confrontar y vencer las circunstancias que pudiesen parecer irreversibles. Aun así, no debía atacar abiertamente los sentimientos de ella. No habría sido sensato. Entonces, la verdad volvió a ser lo que antes era. —Debes resolverlo por ti misma —La conclusión emergió sin más dilaciones del fondo mismo de sus pensamientos—. Ahora, creo que es hora de cambiar de tema. Háblame de tu familia, ¿quieres? — ¿Otro poco de vino? —Zahídia se puso nuevamente de pie. Él le pasó su copa y, con un gesto de su rostro, le dio a saber que no iba a tomar más vino. El gramófono se había detenido. Ella se dirigió entonces hacia la mesa principal del comedor. Allí dejó la dulcera con los vasos de cristal. Caminó nuevamente hasta la puerta. La abrió. Una ráfaga de aire fresco, ligeramente húmedo, penetró en la estancia. — ¡Ven! —Le volvió a pedir. Él le obedeció de nuevo, preguntándose qué querría enseñarle esta vez. 23
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Obstinadamente oscura, la noche avanzaba. La lluvia amainaba. Los helechos y los azafranes se mecían con el viento porque el viento siempre había sido su balancín preferido. El bosque respiraba cerca. El sendero reflejaba sobre uno de sus charcos el rostro tímido de la luna que se asomaba, escondida a medias entre las nubes del final del largo entretiempo que había transcurrido entre el verano y el invierno. —Rara vez nieva en Matri —La joven recostó su cabeza contra el marco de la puerta—. Los inviernos, sin embargo, son casi siempre rigurosos. Llueve mucho, como hoy. ¿Ya has visto el volcán? — ¿Perdón? —Hizo él a un lado su abstracción. —Te he preguntado que si ya conoces El Vesubio. —No. Realmente, nunca lo he visto. Sé que existe, que está muy cerca. Lo puedo sentir. No obstante, aún no lo he visto. —Está allí no más, a la vuelta del bosque. Ven. Caminemos un poco para que lo aprecies. —Pero, te vas a mojar —Le miró su liviana blusa de vendimiadora. —No te preocupes. Mi trabajo me ha llevado a acostumbrarme a las transiciones del clima. Además, creo que ya está escampando. Tenía razón. La música de la lluvia prácticamente se había desvanecido. Las esquirlas de la precipitación eran cada vez más escasas, más insignificantes. Los charcos ya no hacían eco a la canción del golpeteo del agua. El más grande de ellos, aquél que yacía frente a la puerta de la casa, estaba reflejando la cara de la luna, la cual ya había abandonado su escondite y pretendía rasgar la noche entre un abismo de luz creciente y majestuosa. El estratega alzó la vista. Miró directamente hacia el satélite del planeta azul. No pudo contener una exclamación abierta. Ante sus ojos, un enorme eslabón de siete colores había empezado a circunscribir el aro de la esfera. Era un hermoso arco iris que enjoyaba cual si fuese un anillo a una luna cuya superficie reclamaba haber sido acribillada durante siglos por innumerables tormentas de asteroides. — ¿Estás mirando ese arco iris? —Señaló ella con el índice de su mano derecha. —Sí —Una vez más los dos estaban enfocando el mismo objeto. 24
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Se tomaron de la mano. Empezaron a caminar a lo largo del sendero para rodear el bosque. Angelo recordó inmediatamente que se le había algún día enseñado que el arco iris terrestre abría de manera natural un zaguán entre las dimensiones de la Galaxia Elíptica. Los dos: El arco iris que se generaba por la refracción de la luz del sol a través del prisma del agua pulverizada en forma de lluvia, y el que se formaba por la proyección del aura luminosa de la luna entre las nubes del final de la precipitación. Continuaron su recorrido hacia el Vesubio. El frío del paraje se fue apaciguando con la sucesión de sus pasos, se fue convirtiendo en un fresco y consecuente equilibrio del plan meteorológico de ese fragmento de la vida. Las cigarras-macho entonaron el canto del cortejo entre el olivar. De pronto, a la vuelta de un recodo del sendero se abrió ante ellos toda la panorámica del volcán como en la tercera visión de maravilla de la aventura de esa noche. Estaba cubierto de nieve. Tenía también su propio arco iris cabalgando sobre el silencio del cráter. El ángel se detuvo. Se conmovió su ser una vez más. —Pompeya, o lo que quedó de la ciudad, está al otro lado de la gran montaña —Levantó ella el brazo, trazando una parabólica sobre su cabeza—. Si el volcán hiciese erupción en este instante, Matri no sobreviviría. Ninguno de nosotros sobreviviría. Sólo tú. —Cuando las generaciones involucionan —los labios del estratega vibraron con melancolía—, las consecuencias no se hacen esperar. — ¿Por qué sucede así? —Porque los elementos naturales que rodean a esos pueblos, el viento, los volcanes, los ríos, los mares, las montañas, absorben las energías infectas de sus habitantes y se desatan en calamidad, terremotos, tsunamis y violencia. La historia de la humanidad con sus catástrofes gigantescas es la evidencia de lo letal que puede ser el destino de toda civilización hedonista. Los ojos de Zahídia enfocaron el descenso de la cumbre de la gran montaña. —Sin embargo —argumentó—, nuestros suelos volcánicos han sido siempre ricos; fértiles. Eso ha favorecido el proceso de crecimiento de la vid. La presencia de fósforo a lo largo de las parcelas que están sobre la falda de los cráteres que han hecho erupción es abundante. 25
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—Tienes mucha razón en ese punto —Dio él un par de pasos y giró sobre su astral para mirarla a los ojos—. La leyenda no lo cuenta pero, un día antes de iniciarse la emisión de lava que sepultó a las ciudades de Pompeya y Herculano, dos ángeles se manifestaron abiertamente a algunos de sus moradores. Ellos, no más de siete personas en total, escucharon el mensaje de prevención que los ángeles les dieron. Huyeron y lograron salvar sus vidas. Algo similar había sucedido mucho tiempo atrás con Sodoma y Gomorra. En esa ocasión los ángeles enviados desde el Púlsar lograron redimir la mitad de los miembros de una familia antes de que las promiscuas urbes fuesen consumidas en fuego y azufre y desapareciesen en las profundidades del Mar Muerto. — ¿Fuiste tú uno de esos ángeles? —Lo miró ella a los ojos, intentando penetrar hasta el fondo de su ser. —No, claro que no. Esta es la primera vez que se me asigna una tarea de esta magnitud. Es la primera misión en la cual debo alertar a alguien, específicamente a ti, para evitar la hecatombe total de una raza. La humanidad se ha desviado irreversiblemente. Lo que ha de suceder demostrará que nada es consecuencia de la nada, que todo se genera en una secuencia de actitudes erróneas. — ¿Si no permito que Barok me posea —teorizó ella con decisión— esquivaremos el desastre final? —El final ya está escrito. No obstante, si tú rechazas a Barok lograremos una prórroga bendita del tiempo que está estipulado para que sobrevenga el holocausto. — ¿Se salvarán algunos antes de que se produzca ese holocausto? —La inquietud de la vendimiadora arrancó un hilo de humedad del fondo de los ojos del ángel. —Sí. Hay mensajeros que cumplirán esa tarea, la de proteger y llevarse a los que deben sobrevivir. Por eso es precisamente que necesitamos esa prórroga. — ¿Y a dónde los llevarán? —Muy lejos de tu planeta.
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8 Una hora más tarde, la joven dormía apaciblemente en su alcoba. Salió él entonces a caminar por el bosque. Sin embargo, no habían pasado más de diez minutos cuando presintió que debía suspender su deambular sin rumbo y enfilar hacia el mar. Sabía bien que allá encontraría a Barok. Su ser así se lo decía. En el instante mismo en el cual llegó al acantilado, hacia el filo del crepúsculo, lo vio allí, sentado sobre la roca. Se le acercó. — ¿Cómo hiciste para saber dónde estaba? —Fue el saludo de Barok, sin haber volteado la cabeza. Sus ojos soberbios miraban hacia el lejano sueño del océano. —Te sienta bien la máscara de monje de monasterio —Fue la seca respuesta del estratega—. Tal parece que jamás has ignorado que el mejor disfraz, y el más sugestivo, es el disfraz de la virtud. Escuchó el choque de las olas contra el borde de la escarpa. Era música en sus oídos, pero lamentó saber bien que las circunstancias del momento no le iban a permitir degustar de esa rapsodia. — ¿Cómo encontraste a mi vendimiadora? —Sonó abismal la voz de Barok—. ¿Cómo hacen ustedes, los malditos ángeles pálidos, para meterse tan fácil y reiteradamente en lo que no les importa? — “Tu vendimiadora”, ya que insistes en llamarla así —le enseñó él la empuñadura de su espada de zilene—, jamás será tuya. — ¿Qué de malo le ves a que yo —refutó el demonio con sorna—, además de romperle a esa pobrecilla la incómoda pero suculenta membrana de su himen, le rompa el fondo del alma y me la lleve por siempre a mi búnker para que mis lugartenientes y yo hagamos fiesta con ella por toda la eternidad? El estratega se abalanzó sobre él. Sin embargo, lo único que logró abarcar fue un brazo de la brisa del mar. Barok se había desplazado lejos del acantilado en la esquirla de un instante. Entonces, el guerrero giró su astral para 27
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mirar hacia la playa. Allá vio al demonio, riéndose como un imbécil. Llegó hasta él una vez más. Lo enfrentó abiertamente. Los ojos del bastardo del universo empezaron a arder en roja llama hacia el centro de sus membranosas pupilas de reptil. — ¡Te advertí que volveríamos a encontrarnos, ángel blanco! —Aulló. — ¡No lo he olvidado! —Desenvainó el estratega su espada de zilene. — ¡Sin embargo…, espera! —Se hizo de pronto extrañamente amable la voz del monje. Su mirada sofocó en menos de un segundo el fuego y la furia—. ¿Por qué estúpida razón tengo que combatir aquí con un miserable como tú, si yo soy el dueño del planeta? Ángelo respiró profundo. Llevaba mucho tiempo, tal vez siglos del reloj de arena de La Tierra, tratando de acostumbrarse a la maraña y al parloteo del demonio. — ¿Qué tienes tú que sea sólo tuyo? —Prosiguió Barok, intentando cuestionarle sus conceptos—. Yo tengo toda una nebulosa llena de planetas, lunas, mujeres, famosos, ciudades, continentes, mares y buen vino, fermentado en los viñedos de Matri. Y tengo el amor y los sueños de Zahídia. ¿Tú qué tienes, te repito, que realmente te pertenezca? ¿Acaso por lo menos intentaste hacerla tuya hace un par de horas? ¿Es el disfraz de tu virtud más sugestivo que el mío como para que ella al menos ya te haya mirado como las hembras de este planeta miran a sus machos? ¿Es que acaso no te comentó la pobrecilla que ya estuvo humedeciéndose entre mis brazos? Contra todo pronóstico, el guerrero del Púlsar enfundó su espada. Acababa de comprender que era inútil enfrentarse al demonio en ese instante. Además, sabía bien que no era necesario intentar vencerlo allí para luego encadenarlo al mundo. Barok ya estaba encadenado a su indeseable destino, a sus oscuros reptiles vasallos y a los encarnados que lo seguían. Estaba atado a los grilletes de su infierno, a los cepos de su soberbia y a las pesadillas de su oscuridad. Era un muerto en vida, un cadáver ambulante que pretendía engañar a la parca entre el abismo de sus propias contradicciones y bajo los augurios inevitables que pendían sobre su cabeza. Era un iluso que despertaba a intervalos para continuar soñando y creyendo que seguiría siendo eterno y poderoso. 28
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—He considerado que tú y yo podríamos compartir el amor de esa joven vendimiadora —Extrajo el monje desde algún pliegue de su capa un racimo de jugosas uvas, quebrando así toda reflexión—. No peleemos. Ven. Acércate. No me temas. Empieza a compartir conmigo ciertas delicias. Dividamos por ahora este bello pámpano de parra verde. Seamos amigos, porque la verdad es que no quiero acabar contigo ahora mismo. Mira que estás solo. No están aquí tus oficiales. No está Eliha. No me parece justo que no te hayan advertido allá, en el Púlsar, que no debes enfrentarte a mí cuando estás solo. Tal vez quieran ellos deshacerse de ti. Podría ser así, ¿no crees? Y si así es, te propongo que seamos amigos. Y mucho más que eso: Te haré el lugarteniente de mis legiones. Me gusta tu estilo. Eres valiente, tienes carisma. Serás un gran líder y, juntos, conquistaremos todo el universo. Serás libre y poderoso. Tomó entonces el engendro una voluptuosa uva entre dos de sus engarfiados dedos. Se la llevó a los labios. En seguida, le ofreció al ángel el húmedo y fresco racimo. —Es todo tuyo —le susurró—. Disfrútalo. Sé que no te arrepentirás. No es sólo un obsequio que ahora te hago. Es un símbolo de la cofradía que hoy te propongo, la cual será como tú y como yo: Inmortal; eterna.
9 El estratega regresó a casa de Zahídia. Acababa de dejar a Barok hablando solo, muy cerca del acantilado de la playa del Tirreno. Por supuesto que no le había aceptado el racimo de uvas que aquél le había estado ofreciendo. Entró a la habitación. Era ya de madrugada. Ella no estaba por allí. Recordó entonces que le había oído decir que iría al viñedo del monasterio temprano esa mañana. Así se lo había pedido el monje. Era de suponer además que los recolectores debían presentarse a su trabajo antes del alba día tras día, desde el comienzo hasta el final de la vendimia. Enfiló entonces su vuelo hacia allá, muy de prisa. Dos 29
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segundos más tarde la divisó mientras ella tomaba la última curva del sendero. El sol ya había asomado tras la montaña. — ¿Dónde has estado? —Se detuvo Zahídia al verlo, buscando refugio entre su brazo y su pecho. Quizás había llorado en el camino—. Llegué a creer que te habías marchado. No me dejes nunca sola. —Eso jamás sucederá —Le puso él su mano cerca del hombro para aferrarla—. No, en cuanto no hayamos derrotado a Barok. La abadía podía ser vista desde allí, desde el descenso del camino. Yacía soberbiamente erguida sobre el valle, rodeada de próvidas hectáreas de suelos volcánicos plantados de vides esmeraldinas. El ángel enfocó sus ojos hacia el centro del conglomerado. Era imponente, fastuoso. Sus paredes, pintadas con el color que tiene el girasol, estaban encuadradas entre anchas columnas de mármol de matiz azul plomizo. Los tejados, diagramados en perfecta geometría, semejaban numerosas, rojas y planas pirámides de teja acanalada. Dos enormes chimeneas sobresalían en lo alto de los vértices de las torres más elevadas. Muy cerca del eje de la construcción se erguía la nave de la iglesia, trepando sobre el aire hacia la cúspide de una torre que ostentaba su propio poliedro entejado. Los viñedos, encuadrados estratégicamente cual trapecios de ajedrez, circunscribían el paralelogramo del trazo total de la figura. Siguieron descendiendo en silencio. Él continuó observando. Notó que al final del último tramo del sendero se abría una avenida ancha, muy plana, pavimentada con inmensas losas poligonales que se repartían en dos ramales, el primero de los cuales desembocaba en la entrada principal del monasterio. Allí, un arco romano amplio y soberbio engalanaba la muralla. El segundo ramal se prolongaba en una carretera igualmente transitable, la cual rodeaba la estructura y se encaminaba hacia lo lejos, hacia Matri, la villa donde Zahídia había nacido. — ¿Tienes elaborado un plan para derrotarlo? —La joven caminaba despacio, muy cerca de él. —Zahídia, tú debes desenmascararlo hoy mismo y luego alejarte del monasterio —La voz del estratega sonó particularmente severa. — ¿En verdad él es el demonio? —De eso no cabe duda. Él es, encarnado en el monje que te ha hechizado. 30
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—Se llama Enzo Viagni —murmuró ella, muy triste—. Ése es su nombre. —No. Ése no es su nombre. No, el del ser que te ha estado engañando. Ya te lo dije, su verdadero nombre es Barok. — ¿Él también viene del Púlsar? —Por supuesto que no. Él ya no tiene un lugar en las estrellas. Su hogar ahora, y el de sus huestes, es tu planeta. Y es aquí precisamente, en tu planeta, donde él y sus demonios darán la última batalla. Y es aquí también donde serán derrotados para siempre. Ella se liberó del apoyo de su brazo. Luego, con el fin de recuperar el aire se sentó a la vera del final del sendero sobre una saliente hecha de tierra y hierba. Él se estacionó de pie a su lado. —Esto es increíble —La joven enfocó la lente de sus ojos hacia lo lejos, allá, donde las montañas no permitían ver a Matri—. Es tan apuesto, tan tierno, tan caballero. ¿Cómo podría él encarnar a semejante monstruo? —Barok es el dios del disfraz —refutó Ángelo—. Su mayor habilidad no es espantar o causar miedo. Su estrategia es elegante. Precisamente por eso, el más grande error de millones de encarnados es llegar a creer que él no existe. Él es el soberano de todo lo que es material y que parece maravilloso, placentero, embriagante. — ¿Qué debo hacer para desenmascararlo y creer absolutamente en ti? Esa inquietud era válida. La joven estaba enamorada de lo que el monje había aparentado ser. La lucha del estratega no podía ya más limitarse a las palabras. Pensó entonces muy de prisa y encontró, en una de las aristas del rombo de su reflexión, una alternativa de salida para semejante laberinto. Se acercó un poco más a ella. Llevó sus manos a un costado de su propio etéreo. Descorrió muy lentamente, ante ese ingenuo rostro italiano, la empañadura de su espada. Sobre el lomo de zilene del estoque estaba grabada una estrella de doce puntas. —Él te va a obsequiar hoy una sortija de oro y diamantes —Hizo que su voz vibrase claramente—. Pídele que mande labrar esta estrella en el aro interno de esa sortija. — ¡Mamma mia, qué cosa más hermosa! —Abrió ella un poco más la almendra hechicera de sus ojos, sorprendida, maravillada, ante la belleza de la figura. 31
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—Sí. Es la estrella del Púlsar, el principio de La Luz del Supremo Señor de las Galaxias. Representa las doce dimensiones del cosmos que todos, encarnados y ángeles, podemos alcanzar al final de la transición de nuestras existencias cósmicas. Más allá de ese rango no podemos continuar porque allá está sólo Él, el Maestro Creador, haciendo posible la vida en un universo de dimensiones infinitas que se proyectan hacia la eternidad absoluta. Nadie más, sólo Él, puede acceder a ese nivel de incontables planos astrales sin causarse daño. Si alguien más osase internarse en ese tramo no sobreviviría, ni siquiera siendo un ángel. El vértigo de esa eternidad le resultaría letal. Lo pulverizaría. La vendimiadora se puso de pie. — Entonces, ¿debo llevar tu espada? —Por supuesto que eso no es necesario —Extrajo él desde su astral un talismán pequeño, transparente, refulgente y triangular, grabado con la misma estrella—. Cuando el monje vea esta imagen, cuando la perciba allí en tus manos, frente a sus ojos, aullará de ira y se desvanecerá para siempre de tu vida. Si no sucede así es porque él no es quien yo te he dicho que es. Le entregó el talismán. Ella lo escondió entre su pecho y reinició el descenso hacia el monasterio, sola. Él se quedó sobre el declive del sendero, detenido entre el viñedo y el final de la hondonada. La observó caminar, lleno de inquietud. Zahídia volteó a mirarlo una sola vez en todo su recorrido antes de desaparecer en la entrada del edificio central del claustro. El estratega reparó entonces en el mundo que tenía a su alrededor. Todo respiraba del fresco embrión de la mañana en absoluta calma. Pasaron los segundos. De repente, una libélula voló cerca de él. Eso lo sorprendió por un instante. Se dedicó a estudiar sus movimientos. Intentó incluso adivinar qué sitio escogería el insecto para detenerse y poder tomar respiro. Reflexionó. Recordó que los encarnados habían clasificado a la libélula en dos familias: La zygoptera —conocida mejor como “el caballito del diablo”—, era la que cuando se detenía para reposar solía mantener sus alas verticales como desafiando al firmamento. La segunda —la anisoptera—, a la cual el ángel hubiese deseado llamar “el caballito del ángel”, era aquélla que cuando suspendía su vuelo solía mantener las alas extendidas sobre el plano del horizonte. 32
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Unos segundos más, y la hermosa criatura se posó sobre el gajo de una parra. El estratega la enfocó con atención. Concluyó que era una anisoptera porque la postura que adoptó lo llevó a pensar inmediatamente en el facsímile de un aeroplano diseñado por los encarnados. Se acercó entonces para contemplarla en su concepción total. Vio que tenía algo más de ocho centímetros de envergadura y que prevalecía en su cuerpo el color del bronce bruñido, aunque el tórax y el abdomen sumaban juntos siete franjas doradas. Sus dos pares de alas, hechas como de aérea plata transparente, ostentaban venas de matiz de avena. Su estructura, sus inmensos ojos, sus colores, la maquinaria sutil y exacta de sus movimientos más la aerodinámica del boceto en toda su esencia biológica, lo llevaron a pensar en el forjador del universo, en el delineador de todas las especies de un planeta prolífico, abundante, fértil; prodigioso. A lo largo de sus viajes a través de innumerables dimensiones ya había él visitado varios planetas habitados, esparcidos sabiamente por el cosmos. Sin embargo, siempre supo que sólo el planeta azul de La Galaxia Elíptica reflejaba en sus especies —en todo su abrumador contenido— el lumen, el éxtasis y el ensueño de la imaginación del Supremo Señor de las Estrellas. Entonces, al recordar esto y al observar el ascenso del sol en el oriente, se arrodilló sobre la grava. Y allí, en ese inédito escenario, se dispuso a adorar a su Maestro. Oró brevemente. Luego, se irguió. Decidió cabalgar sobre la libélula. Tenía que llegar rápidamente al monasterio y proteger a la vendimiadora.
10 Barok había estado esperando a Zahídia a un costado de la fuente del vergel central del monasterio, un lugar apacible y privativo rodeado de jardines y senderos de adoquines. En el centro de la pila se levantaba la figura de un hombre —esculpido en mármol negro—, y a su lado una mujer —cincelada en mármol blanco. La talla esbozaba la dimensión de los cuerpos de los encarnados. Era, sin duda, una soberbia alegoría del mito del oscuro Dioniso y la bella 33
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Erígone, aunque tenía un detalle adicional abrupto: El agua cristalina que surtía la fuente brotaba de los órganos de reproducción de los cuerpos desnudos de las dos deidades. —Este es mi sitio predilecto en todo el monasterio —El monje saludó así a Zahídia cuando ella se le acercó. —Buenos días, señor —Hizo la joven una suave reverencia, inclinando un poco su cabeza. —Te ves voluptuosa esta mañana —Le tomó la mano, la atrajo hacia él y la besó en la mejilla—. Ven. Sentémonos cerca de la fuente. Quiero enseñarte algo. Caminaron en silencio hacia allá. Él le encarceló aún más los dedos mientras ella luchaba en un sitio hondo de su alma, en la confluencia exacta de sus sentimientos con sus temores, contra un conflicto que se daba entre el amor hacia lo físico y el temor a lo insondable. —Quiero que mires hacia el centro del surtidor —La hizo él detenerse cuando llegaron hasta el aro de cornalina—. ¡Dime qué ves! Zahídia levantó los ojos. Miró hacia la figura de mármol. Se estremeció. La efigie masculina era una réplica exacta del rostro y el cuerpo del monje Enzo Viagni. Estaba desnudo allí, sonriente, ebrio de amor. Su pecho y sus brazos hacían gala de un matorral de rubios vellos enrizados. En la mano derecha, muy cerca de su vigoroso muslo, sujetaba la flauta traversa y, en lo más alto de su mano izquierda, a manera de botín de cetrería, sostenía un enorme racimo de gruesas uvas de verde jaspe. — ¿Qué ves? —Insistió Barok. —Lo veo a usted, señor; pero está desnudo. Y creo que soy yo la joven que está a su lado. No sé por qué, pero también me imaginaron desnuda. — ¿Qué más ves? —En secreta maniobra liberó él de algún sitio de su cuerpo un perfume de sutil aroma que lo envolvió todo en tanto dialogaban. Y es que él manejaba magistralmente esa herramienta. Sabía que, al igual que en muchas de las especies animales la seducción en los encarnados comenzaba con la casi imperceptible exudación de efluvios, emanados de forma natural por el macho o por la hembra. El corazón de Zahídia se empezó a dilatar entre su pecho enamorado. —Hay allí un racimo de uvas —trastabilló—, un racimo enorme. Usted me lo está ofreciendo. Mis labios están 34
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abiertos para recibir la más grande de las uvas, la primera del racimo. ¡Me recuerda la fiesta de la vendimia en Matri! — ¿Hay algo más frente a tus ojos? —Sí, pero quisiera no hablar de ello. No me siento aún preparada para hacerlo. —No te asustes —Con un gesto de su mano la invitó a sentarse sobre el aro de la fuente—. No tienes por qué temer a lo que aún no le has obsequiado a tu cuerpo. Hoy es el día, es tu día, es nuestro día. Juntos vamos a hacer realidad tus más íntimos ensueños. Extrajo el demonio de una de las escarcelas de su sotana un flamante y pequeño cofre de terciopelo escarlata. —La estatua de la fuente —la miró a los ojos en tanto su voz le manoseaba el cuerpo, la mente y el alma—, la que acabas de ver, consagra en su propósito uno de los momentos mágicos del inicio de la cópula universal. Lo erótico no es insólito, preciosa. Es parte de la magia del amor, es el motor de la procreación de la criatura superior que se ha de formar en el vientre de una mujer hermosa. Y tú, Zahídia, eres hermosa. El inicio de la cópula se da de esa manera. Si miras de nuevo hacia la fuente aceptarás como un acto natural lo que percibes. Esa joven está acariciando con su mano el falo del hombre fuerte, musical y alegre al que ella ama, porque su cuerpo de hembra ansiosa anhela ser penetrado y fecundado. Eso, princesa, no es malo; en absoluto. —Sé que es grandioso todo lo que usted me está diciendo, señor —se entristecieron los ojos de la vendimiadora—, pero me temo que tal vez jamás podremos formalizar el sentimiento que nos cobija. — ¡Claro que podremos! —Abrió él el diminuto cofre y lo situó entre las manos de ella—. ¡Mira bien esa sortija! ¡Es el anillo de oro y diamantes que ayer te prometí! ¡Nos casaremos hoy, Zahídia! ¡Haremos de nuestro amor un matrimonio! —Pero tú ya le entregaste el voto de tu vida a Dios — Decidió ella tutearlo—. Eres un sacerdote de la iglesia católica romana. —Hace muchos años, los sacerdotes hacían un voto de castidad el cual, tarde o temprano, quebrantaban —Se atrincheró el oscuro seductor en esa fábula, adornándose con una blanca y almizclada sonrisa—. Hoy, los religiosos no tenemos que guardarnos célibes. Se nos permite contraer matrimonio y procrear en defensa de nuestra integridad 35
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espiritual y en pro de la perpetuidad de la élite de la especie humana. — ¿No me está usted engañando? —Por supuesto que no. Si hubiese querido engañarte algo ilícito habría hecho hace días para poseerte. Si anhelo casarme por la iglesia contigo hoy mismo es porque te amo. El mío es un sentimiento majestuoso que está muy por encima del concepto coercitivo del celibato. En ese mismo instante, una libélula resultó volando entre las flores y los cactus del jardín del monasterio. Tenía una luz casi imperceptible sobre su tórax de bronce bruñido. Ostentaba franjas de oro. Descendió. Se posó sobre el aro del estanque, a un par de metros de la espalda de Barok. Embriagado ante la belleza de la joven vendimiadora, metido hasta la gehena de su espíritu entre el deseo de poseer el cuerpo de la más bella de las dos almahs que aún quedaban sobre el planeta azul, el demonio no percibió a la anisoptera y menos al estratega cabalgando sobre ella. Zahídia sí. —Está bien, Enzo— Dejó la joven el cofre escarlata con la sortija en las manos del monje—. Debo reconocer que también te deseo y que me he soñado casándome contigo. He soñado también a nuestro hijo. No obstante, quiero que hagas algo por mí si es que en verdad me amas. —Pídeme lo que quieras —La besó él, ardiente, aunque muy sutilmente, a un costado de su cabello de ondas de ámbar, mas no pudo evitar sonreír, escondiendo su nariz entre la mazmorra de su íntima soberbia. En ese preciso instante la vendimiadora, que continuaba mirando a la libélula por encima de uno de los auriculares del demonio, enfocó claramente la presencia del ángel sobre esas alas de plata transparente. Decidió llevar a cabo el plan que había sido trazado en el sendero. —El anillo es en verdad fastuoso —Movió la cabeza sensualmente hacía atrás para envolver a Barok entre una mirada sugestiva—. Tan sólo quiero que mandes grabar en el aro interno un símbolo que represente nuestra unión perpetua. — ¡Por supuesto! ¿Qué símbolo es ése? —Es un emblema que me identificará ante todos en el monasterio, en los viñedos y también en Matri, como la esposa del hombre más hermoso y poderoso de Italia. Grabar antes de la boda en el aro interno de la sortija esa figura es una costumbre que las mujeres de mi familia hemos tenido por muchos años. No deseo romperla. 36
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—Perfecto. Ordenaré al orfebre que haga lo que tú quieres. Eso no será problema, pero, ¿dónde y cuándo podré ver ese símbolo ancestral tan importante para ti? —Ahora mismo. — ¿Ahora mismo? ¿Dónde lo tienes? ¿Acaso lo tienes entre tu seno? —Sí, lo tengo entre mis senos —Se llevó ella la mano a su pecho y extrajo parsimoniosamente el talismán. Luego lo sujetó en el aire, a doce centímetros de los ojos embriagados del Leviatán. — ¡Qué diantre es eso! —Aulló el maligno. — ¡Es la estrella de doce puntas! —Ella le acercó el talismán al rostro un poco más. Entonces, el astro del Púlsar se reflejó, lacerante, punzante, sobre el iris de los globos oculares de Barok. Tal y como el estratega lo había previsto, el infeliz lanzó un bramido infrahumano. Luego, con el propósito reflejo de huir de la visión que le estaba empezando a destrozar el alma negra, se tiró furioso sobre los adoquines. Quedó allí de pie, pero a la manera de un sombrío cuadrúpedo. De su boca empezó a germinar una baba ocre que hedía a sulfuro y a estiércol humano. Su cuerpo y su rostro comenzaron a involucrarse en una metamorfosis aterradora. El perfumado y pulcro disfraz de la virtud y de la seducción se estaba convirtiendo —ante la horrorizada mirada de la vendimiadora— en el espeluznante monstruo infernal de las peores pesadillas de los infractores de la ley del Supremo Señor de las Estrellas. Se irguió el engendro, entre un nuevo y atronador rugido. Luego, dando un salto como si algún día hubiese sido una hambrienta pantera mutante, se plantó sobre el aro de la fuente frente a los ojos de Zahídia. Por supuesto que ella no había sido creada para soportar esa presencia con su hedor tan cerca de su rostro. Hizo instintivamente un par de movimientos, en virtud de lograr mantener el equilibrio de su cuerpo sobre el aro de piedra, mas no lo logró. Cayó sobre el suelo empedrado. Perdió el sentido. El estratega abandonó su corcel de cuatro alas en una fracción fugaz e insumable para el tiempo de los encarnados. Tomó al Leviatán por la nuca y lo lanzó contra el fetiche de mármol de la fuente. La escultura se pulverizó en miles de esquirlas y el agua del estanque estalló a su vez en una especie de fuego de grana hecho de lengüetas de oscuro perfil. 37
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Ángelo desenvainó su espada de zilene. El monje transfigurado se repuso e hizo lo propio. Se irguió la bestia ante el estratega. Se despertó el dragón universal, el depredador de la raza humana. Percibió el guerrero el odio infinito en esos ojos hechos de brasas infernales. El asesino del rebaño, el carnicero inmisericorde; implacable. Lo enfocó completamente, desde el libro de los conceptos ya aprendidos —Hedor y Oscuridad. Recordó que sólo en sus pesadillas de extrema ira aparecía el demonio así, encarnado en su imagen maldita en las estrellas, aquélla que proyectó cuando pretendió devorar no sólo al Padre sino también al Hijo —Luz y Aroma. El combate era inevitable esta vez. — ¡El rey de las tinieblas se yergue ante una indefensa mujer como si fuera un varón! —Resplandeció la espada de zilene bajo el sol terrestre—. ¿Acaso no eres tú el cobarde creador de la plataforma miserable del caos que envuelve a la humanidad sobre el planeta azul? — ¡Voy a despellejarte vivo, maldito estratega! —La voz de Barok hizo temblar la piedra bajo sus enormes extremidades caprinas. Se estremeció el volcán. Enloquecieron por un segundo las olas del mar, allá, en la margen de la playa del Tirreno. El guerrero también se estremeció. Intentó enfocar bien al demonio, no perderlo de vista. Sin embargo, en el preciso instante en el cual Zahídia recuperó el sentido y gimió —y él volteó a mirar para auxiliarla—, se materializó Barok frente a sus ojos. Su guadaña de fuliginosa llama atravesó el aire y penetró su blanca armadura. Sintió el ángel partirse su etéreo en dos. Cayó herido. Se aferró del hilo astral de su pensamiento. Llamó a Eliha, en silencio. La respuesta no se hizo esperar. El legendario adalid de los ejércitos del Púlsar se materializó a un costado del aro de la fuente. Enfrentó a Barok. Sucedió entonces algo inesperado, algo fuera de escena: El fuego del estanque se consumió en un parpadeo y, a continuación, el murmullo enardecido de cientos de demonios que habían permanecido ocultos entre las flamas durante el inicio de la contienda — listos para entrar en acción—, se expandió por el jardín aunque no por mucho tiempo porque, al percibir la presencia de Eliha, los cobardes engendros emprendieron la huida hacia el averno, vomitando irracionales alaridos. El diablo se quedó solo, petrificado, estupefacto. 38
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— ¡Guarda tu guadaña! —Le ordenó el adalid con voz de trueno, desenvainando su espada de tres filos—. Tu fanfarronada ha llegado a su final. La joven almah ya sabe bien quién eres. ¡Vete y revuelca tu lascivia, tu frustración y tu enfado en el infierno! — ¡Pronto sabrás de mí, Eliha! —Sentenció Barok, escupiendo centellas de animadversión, de cobardía, de soberbia y de envidia—. ¡No olvides que el fin de todo es el principio de algo! ¡Siempre será así! — ¡No digas “siempre”, cuando bien sabes que muy pronto ese “siempre” será un “nunca” para tu reino y tus ejércitos! —Le profetizó el adalid— ¡Lárgate ahora, si no quieres que anticipemos ese día! El monje se desvaneció. No obstante, la risa retorcida que dejó escapar un segundo antes de esfumarse prevaleció por más de un tiempo sobre el sonido del agua que aun hervía en el estanque.
11 Eliha había llegado a ser el adalid del ejército del Supremo Señor de las Estrellas siglos atrás, luego del coraje que esgrimió durante la batalla cósmica que determinó la extinción de la raza sanguinaria y antropófaga de los nómadas de La Constelación del Príamo, prosélitos incondicionales de la filosofía ecléctica y anárquica del Leviatán. El coraje, en el plano de la sabiduría cósmica, jamás estuvo aquilatado por la capacidad del guerrero para sobresalir en los actos del vicio, del error y del poder corrupto, sino por la grandeza de su ser para amar el universo y entender su propósito. En el instante del rescate de Zahídia, al cosmos sólo le restaba poner en su lugar a un enemigo fuerte, quizás el más obstinado y el más recio de todos: Barok. Cumplida la profecía, el demonio sería arrojado al fuego eterno. No obstante, el estratega entendía muy bien que “fuego eterno” —en la semántica y la semiología del etéreo— no implicaba “castigo eterno” ni continuación perpetua del odio y la maldad entre el fuego del infierno. Implicaba “muerte eterna”, esto es, fuego que consume la 39
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esencia espiritual para que no pueda el criminal existir nunca jamás en forma alguna. “El fuego que nunca se apagará” — sentencia escrita por los profetas del planeta azul—, significaba para el estratega: “El fuego que nunca te permitirá volver a ser”, la segunda y definitiva muerte del ser. Y es que la supuesta eternidad del demonio había sido parte de un plan supremo en el principio de los siglos. No obstante, ahora era parte de una reacción suprema. La destrucción total de su raza camuflada se estaba convirtiendo en una necesidad inaplazable. No sería el Supremo Señor de las Estrellas por mucho tiempo el Ser Absoluto, si su Reino seguía apareciendo amenazado y dividido. Por eso, Barok tenía contados sus días, así como sus días contados tenía la estirpe de los encarnados que dieron su espalda a la razón y lo adoraron. —Debes cuidarte y proteger a esa joven —Fue la despedida del adalid, luego de sanar con su aliento la herida del estratega. —Tal vez deba quedarme un par de lunas más aquí, en este lugar —Lo miró él con gratitud. —No. No puedes permanecer aquí por todo ese tiempo. No olvides que hay otra almah en algún sitio del planeta. Debes encontrarla antes que Barok haga lo propio y siembre su semilla entre su vientre. Te repito, debes encontrarla y salvaguardarla de un oscuro destino. —No me olvidaré de ella, señor —Fue la respuesta del ángel guerrero.
12 Una hora más tarde, la vendimiadora y él caminaban hacia la villa de Matri. Zahídia estaba demostrando ser sin lugar a dudas una joven fuerte, reflexiva; objetiva. Se había recuperado pronto de la más escabrosa pesadilla que jamás hubiese su mente imaginado vivir. —Debo visitar la tumba de mis padres —había manifestado en el momento de abandonar los dos el 40
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monasterio—. El camposanto está por este mismo camino, unos quinientos metros antes de llegar a la aldea. Y hay algo más que me gustaría que tú y yo viviésemos esta noche en Matri, Angelo. — ¿Qué cosa? —había inquirido él, empezando a dilatar peligrosamente la necesidad de ejecutar cuanto antes lo que el Adalid le había sugerido. —La Fiesta de San Martino. Se celebra hoy, once de noviembre. A lo largo del ascenso por la vía pavimentada se unieron a ellos algunos vendimiadores y campesinos de la región que se dirigían también hacia Matri para hacer parte de la celebración. Unos pocos saludaron a la joven —tal vez ya la distinguían—, aunque no repararon en él porque sus ojos aún no estaban preparados para percibir su presencia. Prosiguieron la caminata. Unos minutos más tarde, el guerrero vislumbró el camposanto. Tal y como Zahídia había comentado, el lugar estaba en un desvío del camino sobre el declive de la colina, a menos de un kilómetro de la puerta de la villa. Llegaron hasta allí. Se detuvieron frente al muro de la entrada. En la loza superior del arco de piedra alguien había grabado esta sentencia: “¡Aquí termina la vanidad del hombre!”. Se estremeció el estratega. Sabía bien qué era exactamente lo que sucedía con las almas de los encarnados que en vida no habían querido valorar al Supremo Señor de las Estrellas. Sin embargo, no comentó nada. No quería aterrorizar a Zahídia más allá de lo atormentada que ya estaba. — ¡Vamos! —Le aferró ella la mano, en tanto traspasaban la reja de metal—. Debemos caminar hasta el fondo del sendero de grava. Sus tumbas están allá, al tope de la colina. Claro que hoy no es el día de los muertos. Fue hace dos semanas, el dos de noviembre. No obstante, es mejor haber venido un poco tarde que nunca haber venido, ¿no crees? El guerrero se adhirió a su paso. Nada comentó. A la mitad del ascenso la joven se detuvo en un kiosco para adquirir tres docenas de crisantemos y dos manojos recortados de palma fresca. Luego, retomaron la senda. Él miraba hacia el horizonte. 41
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—Murieron juntos hace cuatro años —La escuchó murmurar con creciente nostalgia. — ¿Cómo sucedió? —Eran recolectores también. Se dirigían a Capua, en el camión que llevaba la mayor parte de la uva que se había recogido en esa vendimia. Todo iba en unos contenedores de acero. El invierno había arreciado. Estaba diluviando. En un desvío de la carretera, en lo alto del cerro, una avalancha de lodo y piedras se precipitó sobre el furgón y lo impulsó al abismo. Mi madre falleció instantáneamente. Encontramos su cuerpo aprisionado allí, dentro de la cabina. El cuerpo de mi padre, que había sido expulsado del camión en algún lugar del desplome hacia el barranco, se golpeó contra las rocas y quedó sin sentido al lado de unos cactus. Lo recogimos. Lo llevamos a Matri. A los pocos días cayó en estado de coma. Yo me propuse entonces cuidarlo en nuestra casa. Fui su enfermera y su única compañía por más de dos años. Al final, su cerebro se resignó y colapsó. —Me has dicho que tus padres murieron juntos — Enfocó él la silueta de la colina—. Pero he entendido que ella falleció en el accidente y él sobrevivió por algún tiempo. —Sí —las pupilas de Zahídia se humedecieron—. Él estuvo por esos dos años como muerto en vida. Nunca pronunció una palabra. Eso es lo que me lleva a decirte que murieron juntos. Tal vez tú puedas explicarme dónde estaba él cuando su cuerpo parecía estar allí, a mi lado, pero su alma y su mente estaban absolutamente ausentes; como muertas. Llegaron al final del ascenso. Los dos nichos estaban muy cerca el uno del otro con sus cruces proyectadas hacia el óvalo del cielo. La hierba había crecido en la estrecha zanja que los separaba y a cada lado de las losas enmohecidas. Ella dejó los crisantemos y las palmas sobre el suelo. Se arrodilló para podarlo todo con sus manos. —El cuerpo de tu padre estuvo desconectado de su cerebro todo ese tiempo antes de que su corazón renunciase a la vida —Empezó él a ilustrar lo que ella tal vez ya sabía pero que, aun así, quería escuchar—. El sistema orgánico del ser humano está enlazado de manera sabia al cerebro a través de una red que fluye hacia ese bulbo y de igual manera emerge de él. Cuando alguno de los lazos relevantes de esa red es bloqueado o seccionado debido a algún daño 42
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biológico o a un fuerte golpe, es como cuando uno sólo de los cables del circuito que lleva luz a tu casa es destrozado. No hay transferencia de energía entre las terminales, se arruina el canal de la comunicación, las órdenes cerebrales no llegan a su destino ni regresan a él las señales de tu cuerpo. Mueren las sensaciones. Sin embargo, el alma de tu padre, no su cerebro, su alma, siempre estuvo contigo. Te escuchaba. Te acompañaba a todo sitio. Su espíritu en cambio estaba libre como un ángel, libre para volar, para viajar a las estrellas, para recorrer el universo, aunque entre una limitada dimensión de su astral. Tu padre era feliz cuando se veía en esa condición de libertad de cero gravedades. —Entonces, ¿no sufría él en ese estado de coma? —Aparentemente, no. No obstante, cuando te escuchaba llorar y te veía triste, cuando su espíritu se enclaustraba nuevamente entre su cuerpo y era su alma la que insistía en querer regresar para enfrentar la vida, para abrazarte y para continuar luchando por ti en la realidad corpórea, sí sufría. La joven dejó escapar sus lágrimas en silencio. Limpió las losas con un par de manojos de helecho. Luego, colocó los crisantemos y las palmas, muy juntos, en los vasos de metal que estaban adheridos a los lomos de las cruces. —Debo traer agua— Se puso de pie—. No me tardo. Él la siguió con la lente inmaterial de sus ojos. Abrigó entonces por ella un afecto que quizás jamás antes había experimentado por ser humano alguno, o tal vez se atrevió a pensar que era algo más que eso. De pronto, mientras reflexionaba acerca de la categoría de ese sentimiento, su astral percibió otra presencia. Volteó a mirar hacia el destello avizorado. Allí, en el punto más alto de la cruz de la tumba del padre de Zahídia, estaba encaramado el azor mensajero. Su mirada bizarra lo enfocaba firmemente. —Es el momento para que te alejes de la vendimiadora —Sonó clara y firme su voz de matiz de tornado—. Ya cumpliste con tu misión acá. Ahora, tu más inmediata labor te espera al suroeste de Asia, en La Franja de Gaza. Es una pequeña población olvidada por el mundo, llamada Adhor. Cuando estés cerca de ella verás sus bohíos en medio de un enorme oasis a pocos kilómetros de la ciudad costera de Ziqim, en el Mediterráneo. Allá mora la otra almah que aún queda en el planeta, aquélla a la que todavía no 43
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conoces. Su nombre es Amelia. Debes ir cuanto antes y protegerla de las intenciones de Barok. — ¿Debo partir ahora mismo? —Al estratega le pareció de pronto ver la sombra del demonio, allá, espiándolos desde el vértice de la colina. —Sería ésa una de las decisiones más acertadas de tu juicio —Abrió el azor sus alas bruñidas—. Espero que salgas victorioso. Te deseo que el Supremo Señor de las Estrellas te ilumine y te acompañe. Se desvaneció la visión de su imagen gallarda. Zahídia no tardó en regresar, tal y como había prometido. Traía en sus manos una escudilla de latón con agua de una fuente cercana. Se arrodilló de nuevo. Vertió el agua en los cacillos de las flores. Luego, unió sus manos. Empezó a orar en silencio. Él se arrodilló a su lado. La acompañó en su plegaria. Después de un par de minutos, los dos se enderezaron e iniciaron el camino de descenso, zigzagueando entre los nichos. Sólo se detuvieron por un instante para mirar hacia la villa, la cual estaba oculta a medias, allá, asentada entre viñedos al otro lado de la colina sobre el valle. La torre del campanario de la iglesia sobresalía por entre las copas de los árboles. La panorámica era sencilla pero espectacular. Prosiguieron. Dejaron atrás el camposanto. Enrumbaron hacia Matri. —En el último segundo de su vida —insistió Zahídia en recordar entre trazo y trazo de la secuencia de sus pasos—, mi padre abrió los ojos. Sólo en ese último segundo. Yo estaba a su lado. Me miró, intentó sonreír y luego murió. Sus pupilas quedaron abiertas, pero su expresión era tranquila. No causaba él, al observarlo así, sin vida, una impresión atemorizante. Siempre me he preguntado desde entonces si mi rostro quedó allí, grabado en su retina. El estratega escuchó el murmullo del agua del riachuelo que corría no muy lejos de la carretera. Se detuvo. Ella hizo otro tanto. —Si miras en este instante hacia el firmamento —le tomó él una vez más la mano—, notarás que la luz del sol se está ya desvaneciendo. Sin embargo, sentirás su calor por varios minutos más en tanto llegamos al poblado. Igual sucede cuando llueve. La lluvia se desvanece, pero deja su huella sobre el suelo. Ahora bien, si escuchas con atención el 44
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murmullo del agua que está corriendo en este instante por la cañada allá a lo lejos, tu mente guardará el eco de su canción por unos segundos, o quizás por siempre. De manera similar, la iluminación normal del cuadro que nos está rodeando ahora proyecta una imagen que quedará impresa sobre la retina de tus ojos por el tiempo que tu cerebro considere necesario. Si ninguna otra imagen desplaza la anterior, ésta se quedará allí indefinidamente. — ¿Quieres decir que mi padre se llevó con él en su retina una estampa de mi rostro? —Sí. Y esa estampa fue retransmitida inmediatamente a su alma. Luego fue transportada a su ser etéreo, que es su espíritu. —Eso suena fantástico. Entonces, si es así, el hombre que está siendo asesinado y que está mirando en ese instante a su asesino, ¿se lleva con él esa cara y toda esa diapositiva en la retina y en el alma? —Sin duda alguna —Se sorprendió él ante el extraño giro que acababa de hacer la imaginación de la joven—. Un análisis de la última imagen grabada en la retina de ese hombre podría ayudar a la justicia ordinaria de tu mundo a encontrar más fácilmente a su verdugo. —Todo eso es realmente curioso y mágico, visto desde el prisma del amor, ¿no crees? —Reanudaron la marcha, en tanto ella prolongaba así la conversación—. No obstante, suena escalofriante, visto a través del prisma del odio. —Sí, así es. —Alguna vez hace unos años quedé asombrada luego de leer acerca de una civilización antigua cuyos sacerdotes creían que la muerte era una entidad individual, más exactamente una mujer, la cual existía entre los humanos a la manera de un ángel dual. Suponían que esa mujer se manifestaba en el instante mismo del fallecimiento de alguien. Si el que moría había sido en vida un buen hombre, ella salía a su encuentro envuelta en el aura de una joven fresca y hermosa. Por el contrario, si ese hombre había sido un desalmado, corrupto, asesino o ladrón, la que salía a su encuentro era una anciana horrible, encorvada y hedionda. Él la escuchaba con atención. Se estaban acercando ya a las primeras casas de Matri. —Otras civilizaciones aseguran que el hombre que muere en paz —continuó ella—, ve ante sus ojos una luz majestuosa, un ser refulgente, resplandeciente, un ángel que 45
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lo recibe para llevarlo al Cielo. Mas el que muere envuelto en odio o ambición ve en el momento de fallecer a los demonios que lo poseían, los cuales se hacen perceptibles ante sus ojos antes de arrastrarlo al lugar de su castigo: ¡El infierno! Se estremeció el astral del estratega una vez más. —Parece que te gusta leer, ¿cierto? — ¡Me fascina leer! Mi padre solía leerme historias, libros sagrados, mitos y cosas por el estilo, y me lo explicaba todo y me abrazaba fuerte cuando yo sentía temor. También solía cantarme.
13 Cuando llegaron a Matri eran las siete de la noche. El pueblo entero y los vendimiadores y campesinos que hasta allí se habían desplazado iniciaban sin afán, aunque con enorme expectativa, la larga velada de la fiesta anual de la vendimia. Toda luz existente estaba encendida. Toda ventana de arcada en medio punto —a la usanza de las ventanas de las casonas de los pueblos de Italia— estaba franca. Toda puerta de madera o de metal estaba abierta. Todos, hombres, mujeres y niños, se iban haciendo presentes en las calles con un solo propósito, el de dirigirse a la plaza principal de la villa. La celebración duraba toda la noche. Era la costumbre, una vez al año. El estratega adivinó que Zahídia se sentía un poco tensa pero feliz, que caminaba sin la menor prisa, que le sonreía, que volteaba a mirarlo y le acariciaba el rostro con la esmeralda gemela de sus ojos bellos, que le daba a entender con su mirada que ya lo había asimilado todo y que comprendía que estaba haciendo parte de una leyenda universal que empezó a crecer de una semilla que germinó en el Púlsar, y que sabía también que haberse enamorado del monje endemoniado había significado poseer nada de nada, pero que la incertidumbre que esa privación le había heredado la había llevado a descubrir —entre el cofre sombrío de la peor de sus pesadillas— hacia dónde debía enfilar su vida. Esa certeza, la de percibir que ella había 46
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encontrado libertad para su mente y su corazón, encontró una sustentación en la arista del anochecer cuando, tres calles más allá, a los oídos de los dos empezó a llegar el viaje aéreo que hacía la música de un saxo tenor magistralmente interpretado. — ¡Angelo, escucha! —Le apretó ella fuerte la mano—. ¡Ése debe ser el saxo de Salvatore, mi mejor amigo, el napolitano! ¡Vamos! Aceleraron el paso. Luego doblaron por la siguiente esquina. Desembocaron en una calle muy concurrida llena de kioscos, cabañuelas y casetas de venta de comida. Allí, el vino parecía ser el señor de la vía. Los estantes estaban abarrotados de vino tinto, rosado y blanco, embotellado de diversas formas: En pequeños toneles, en vasijas de barro, en garrafas alargadas o redomas estilizadas, en verdes botijas obesas o en odres y botas de cuero de cabra. Las barracas en las que se ofrecía castañas asadas, galletas fettuccine, pizza, pancerotas, pinchos gigantes, aceitunas, dulces de higo y postres de docenas de sabores y colores, también se alineaban a lado y lado de la calzada. No obstante, ellos no se detuvieron y pronto encontraron a Salvatore con su saxo. El napolitano estaba sentado en el centro de una pequeña glorieta sobre una saliente de la base de un busto de piedra que había sido levantado en nombre del gran Giuseppe Verdi. Tenía la cabeza algo inclinada sobre el instrumento. Estaba interpretando el final de la pieza de jazz que había traído hasta él a Zahídia. Llevaba puesto un sombrero de copa baja y de ala no muy ancha hecho de felpa negra, el cual lucía una cinta de seda carmesí en la base del contorno vertical del cilindro. Era joven también, delgado y bien plantado. Tenía bigote, sobrio y muy bien cuidado, piel acanelada y ojos negros. No muy lejos de él, rodeado de un bosque de margaritas de color púrpura, se erguía un pilote de concreto de más de dos metros de alto, el cual remataba en una araña de tres faroles sostenidos por igual número de biseles de hierro áureo. La memoria del ángel conservó por siempre todo ese cuadro. Se acercaron un poco más a él. Se dedicaron a observarlo y a escuchar. No había prisa alguna. Tratándose de música, la prisa solía aparecer en el planeta azul solamente cuando la temática de la pieza o su interpretación resultaban ser insulsas. En el caso de la demostración que estaba dando Salvatore nada se acercaba al concepto de lo 47
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insulso. No obstante, pronto terminó su propuesta. Entonces, levantó los ojos. Enfocó a su modesto auditorio y descubrió a la joven vendimiadora allí, justo frente a él. Sonrió. Se puso de pie. Caminó hacia ella. Se abrazaron. Rozaron sus mejillas. —Zahídia, ¡qué hermoso verte! ¿Cómo estás? —Estoy bien. Y tú, Salvatore, ¿cómo estás? — ¡Sabe Dios que contigo aquí me siento mejor que nunca! El estratega supo que la pareja no tenía la menor intención de reservarse la dicha que el inesperado encuentro les acababa de obsequiar. Sintió una sana alegría. Salvatore regresó de prisa hasta el busto de Verdi. Iba golpeando alegremente las suelas de sus zapatos contra el adoquín. Iba silbando. Cuando abrió el estuche de cuero negro de su saxo, el cual había permanecido recostado por más de una hora contra la base de la efigie, sonrió de nuevo. Enfundó el instrumento y aferró el asa con una de sus manos. Enfiló de nuevo hacia Zahídia. El ángel guerrero enfocó ese rostro napolitano una vez más; libremente. Supo que el músico no estaba captando su presencia. Consecuentemente, empezó a leer sin dificultad el libro de su alma. Detectó, entre las páginas centrales, que los ojos de la vendimiadora habían estado navegando desde siempre en el galeón de su imaginación genial y que ese hermoso rostro de mujer ya había ganado un nicho exclusivo en el fondo profundo del piélago de sus más intensos sentimientos. Luego, unos segundos más tarde, lo sorprendió enviándole a ella un beso sobre el aire. Finalmente, los vio tomarse de la mano y empezar a alejarse de la glorieta. —Salvatore, quiero que conozcas a alguien —Rompió Zahídia el equilibrio de la escena. — ¿A quién? —El napolitano oteó a todo lado. —A un amigo, pero me temo que tendrá que ser más tarde —Reaccionó la joven rápidamente cuando descubrió que no había manera de presentarlos pues supo que el estratega no estaba siendo perceptible a los ojos del músico. Entonces, se sintió algo torpe. Se mordió el labio inferior —No lo veo por aquí —añadió de prisa—. No sé qué se hizo. Hace cinco minutos venía conmigo. ¿Te parece bien si caminamos hacia la plaza a ver si lo encontramos? —No— Antepuso el saxofonista—. Tú sabes que por ti yo haría en este momento cualquier cosa, pero considero que 48
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aún es muy temprano para ir a la plaza. Ya encontraremos a tu amigo. Además, hace tanto que no te veía, Zahídia. ¡Ven! ¡Este encuentro fue trazado por una decisión de las estrellas para que lo celebremos solos tú y yo! ¡Ven! Ella se relajó y reanudó la marcha. Se reclinaron hombro contra hombro y se encaminaron hacia una tasca que estaba justo en frente de la glorieta de Verdi, en un playón en cuyo centro se levantaba un precioso refugio de palmas canarias. Allí, alrededor de esa especie de oasis, había cerca de dos decenas de tablones con sus respectivos asientos, todo virtualmente disperso al aire libre y pleno de parroquianos. La suma del conjunto, la madera curtida de las mesas, el playón, el horizonte, el oasis, todo, bosquejaba la figura de un mesón retenido entre el ensueño de una visión inigualable. El estratega se sintió fascinado ante ese cuadro. Los siguió. Segundos más tarde, Zahídia volteó a mirarlo. Le sonrió, pero esta vez con el encanto que le acababa de obsequiar la dicha de haberse encontrado con Salvatore. La pareja se sentó a la única mesa que aún quedaba libre, que era la que más alejada estaba de las palmeras. Se miraron de nuevo. Cruzaron un par de palabras. Parecían un par de hermanos muy conectados, un par de novios, una pareja de esos camaradas que se aman intensamente pero que se topan muy de vez en cuando y poco o casi nada se han dicho al respecto. Él había dejado el estuche con su saxo sobre una silla al otro lado de la mesa. Pasaron dos minutos. Entonces, el napolitano se puso de pie y se encaminó hacia la barra al interior del local, el cual a esa hora ya estaba completamente abarrotado.
14 El ángel había decidido despedirse de la vendimiadora en ese preciso instante. La razón le decía que ella ya no lo necesitaba, que Barok no se le volvería a aparecer bajo ninguna máscara. 49
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—Zahídia —se acercó a ella y se sentó a su lado—, ha llegado mi hora de partir. Flotó el silencio sobre la mesa. Se escuchaba al fondo de la escena la música de una canción con acompañamiento de guitarra. Las líricas, filtradas no a lo largo del túnel del espacio sino a través de la oquedad del tiempo, llegaban a los oídos de todos desde algún lugar de la calle alborozada del atardecer. Los ojos de la vendimiadora se humedecieron al no poder pasar por alto lo que el estratega le estaba diciendo. —Angelo, escucha esa canción. No te vayas todavía. —Barok no volverá, Zahídia. No temas más. Tienes el talismán contigo. No te deshagas de él por ningún motivo. Consérvalo siempre entre tu pecho. Ahora debo irme, pero volveré algún día. Te lo prometo. — ¡No te vayas todavía, por favor! Quiero que conozcas bien a Salvatore. Él es mi único verdadero amigo en toda Italia. ¡Escúchame! Pasemos juntos esta noche aquí, en Matri. Vivamos esta fiesta y luego te vas. Nos vamos a divertir. Yo sólo quiero sentirme feliz contigo y con Salvatore. Quiero verlos reír juntos. Ustedes tienen muchas cosas en común. Además, nada que no quieras hacer va a cruzarse en tu camino. También yo puedo cuidarte, Angelo. Y es que no quiero sentirme desierta. Algo me dice que, apenas te hayas ido voy a experimentar una soledad como nunca antes la sentí. Enzo Viagni ya no existe, eso lo entiendo; eso lo acepto. Ya no es él quien me hace estremecer de amor o de miedo. Ahora eres tú a quien no quiero perder. Tú me diste a aprender que los ángeles no son íconos de piedra, que no son entes imperturbables, que sienten, que gustan tomar una copa de vino tinto aún no fermentado, que se esconden en un pequeño gato blanco o en una libélula de muchos colores y se enfrentan al peor de los demonios para salvaguardar a una mujer de un destino adverso. Tú amas la música que yo amo, Angelo. Tú sientes como propia mi sencilla vivienda. Tú has ido conmigo a visitar la tumba de mis padres. ¿Cómo pretendes que te deje ir, ahora que sé que quizás jamás volveré a verte? El guerrero del Púlsar se conmovió sin remedio. Ella le encarceló las manos entre las suyas. Se las besó. Él se sintió desarmado ante el imán aceitunado de esos ojos, ante la transparencia real de esas palabras, ante esas lágrimas y ante ese beso lleno de ternura. Decidió entonces quedarse 50
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hasta la medianoche. Luego enrumbaría sin demora hacia su destino —el oasis de Adhor—, allá, en la Franja de Gaza.
15 Tenía él la certeza —siempre la había tenido— de que los ángeles del Supremo Señor de las Estrellas eran enviados al planeta azul para guiar en su camino a los humanos cuyos nombres estaban escritos de antemano en El Libro de La Mente Absoluta. Ése era un principio fácil de aprender. No obstante, nunca había enfrentado el concepto inverso, el que los encarnados pudiesen moldear de alguna manera el camino de los ángeles. No. Ni por una brizna del más pequeño pétalo de la rosa. Sin embargo, frente a la dulzura de Zahídia se había sentido extraño, ajeno a sí mismo, renegado a sus principios. Jamás esa improcedente sensación se había cruzado ante el espectrograma de su existencia astral. —Estoy segura de que cuando Salvatore regrese te va a ver —Le soltó ella las manos—. No sé cómo, bajo qué apariencia, pero te va a ver. Él es un hombre sano; diáfano. Estoy segura de que tú también vas a poder ver a través de su mente así como has podido ver a través de la mía. —Sí —Miró él con inquietud hacia el hueco de la puerta del mesón—. Ya lo he observado y sé que es un buen hombre y que te ama locamente. En ese instante el napolitano reapareció. Un torbellino de alegre música de vitrola salió con él por entre las hojas de vaivén de madera. Traía una fuente con dos garrafas no muy grandes, un plato de paella para dos, una copa de cristal y un jarro cervecero. Venía silbando muy tranquilo. No obstante, cuando estuvo a siete metros de la mesa se expandió el iris de sus ojos negros. El estratega supo que lo estaba mirando, que ya lo estaba percibiendo. Pero no lo vio detenerse. Se preguntó entonces cómo lo estaría visualizando; cómo lo veía. El músico lo enfocó de nuevo. Cubrió rápido la distancia que lo separaba de la mesa. Se sentó exactamente frente a él. Colocó la fuente con su contenido sobre el centro del tablón. 51
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No paraba de observarlo. En una secuencia apenas lógica, Zahídia también volteó a mirar al estratega. Acababa de notar lo que estaba sucediendo. Posiblemente, se estaba haciendo ella la misma pregunta que el ángel se acababa de hacer: “¿Qué está viendo Salvatore?” Rompió entonces el silencio con su dulce voz. —Salvatore, te presento a Angelo. Él es el amigo del cual te hablé hace unos minutos. —Me alegra conocerte, Angelo —Sonrió el músico, algo indeciso, algo intranquilo, y extendió su mano—. Si eres amigo de Zahídia, hoy mismo empezarás a ser también mi amigo. —Me alegra conocerte igualmente —El estratega le brindó también su mano. Luego le soltó la pregunta requerida—: ¿Qué te parece mi disfraz? — ¡Excelente! ¡Es perfecto! ¡Es absolutamente diferente a todo cuanto el monje Viagni siempre hubo mostrado! —Es un artificio muy original, ¿no te parece, Salvatore? —Terció Zahídia, segura de estar enfocando bien la realidad de tan irrepetible situación. — ¡Sí! ¡Es muy adecuado para el baile de esta noche! ¡Jamás creí que un paisano de Matri pudiese personificar tan magistralmente a un ángel! Porque eres el garabato genial de un ángel y eres de Matri; ¿o me equivoco? El guerrero sonrió. Ella decidió entonces darle un giro al prisma de la conversación. — ¿Salvatore, podemos pedir una copa de vino para Angelo? — Por supuesto. Yo mismo traeré esa copa —El músico se puso nuevamente de pie— ¿O te provoca otra cosa, amigo? ¿Una cerveza? —No en este momento —El estratega le señaló su asiento gentilmente con la mano extendida—. No te preocupes. Siéntate, por favor. Se estropearía mi disfraz con la bebida. — ¡No se te va a estropear nada! ¡Hoy es día de San Martino! En Matri solemos decir: “¡En San Martino, cada copa de mosto se convierte en vino!” ¡No me digas que no lo sabías! —Eres muy amable al desear compartir conmigo, pero me siento pleno así no más, con ustedes a mi lado. Sólo quiero que disfruten de su vino y su cena. Ante estas palabras, el napolitano se volvió a sentar. 52
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— ¡Verás, amigo, el vino no es para mí, es para Zahídia, pues ella es la reina de esta noche! —Señaló con su mano a la joven en tanto llenaba de mosto una copa alargada de cristal y la colocaba frente a ella. Luego colmó su jarro, dejando rebosar un sorbo de blanca espuma— ¡La birra sí es para mí!
16 Un sólo segundo —la decisión que se toma en un intervalo efímero de la percepción mental— puede cambiarlo todo. No es necesario ver los espacios evolucionar con el transcurso de los siglos ni esperar a que se dé por consolidado el obsoleto mito de la piedra filosofal para alterar el destino de las galaxias. Sin embargo, no se puede perturbar lo que ya está escrito en las estrellas. Tan sólo se puede moldear su ruta. La causa y la consecuencia son inalterables. Sólo se dramatizan o se mitigan los eventos intermedios. Habían enrumbado hacia la plaza principal de Matri al término de la cena. No obstante, más que trazar el camino y digerirlo, sus pasos habían zigzagueado entre el creciente tumulto y el deseo de empezar a vivir la fiesta entre los kioscos. La primera parada que hicieron tuvo lugar frente a un templete de exhibición y venta de máscaras y antifaces. — ¿Quieres una máscara con el contorno de la luna sobre el verde de tus ojos? —Muy a lo napolitano, Salvatore hizo una inclinación desde su cintura, con el brazo pegado al pecho, para señalarle el camino de la tienda a Zahídia. —No —Ella miró hacia el interior de la cristalera, exactamente hacia una selección de caretas que había sido hábilmente desplegada sobre unos cilindros de madera barnizada—. Prefiero un antifaz, uno de ésos de seda plateada con sombreado verde, con contornos negros venecianos en los óvalos de los ojos, con una piedra esmeraldina en el centro de la frente y encajes también plateados en los bordes. 53
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—Excelente idea. Eso resaltará el matiz de tus pupilas. Tu mirada se verá mucho más profunda, algo insondable quizás. —Gracias por tus halagos, Salvatore— Zahídia prosiguió por el pasillo. Se enfrascó en la búsqueda del gambox de su deseo. El músico se encogió de hombros, pero no entró tras ella. A cambio, se acercó hasta donde el estratega se había detenido, a mitad de camino entre el borde de la acera y los estantes. — ¿De dónde eres realmente, Angelo? —Lo enfocó, inquisitivo. —Nací en el Púlsar de Aurora, la estrella púrpura. — ¿El Púlsar de Aurora? ¿En qué bendito país queda eso? —Queda exactamente en el conglomerado central de un cosmos que desde aquí no te será visible —Alzó él su mano y apuntó hacia el universo. — Te estás burlando de mí, ¿o estás haciendo de tu disfraz tu máscara? —Salvatore rio con sorna. — ¿Qué es para ti una máscara? —Esa palabra es latina, ángel amigo. Significa: persona. Es ese elemento que te lleva a descorrer una parte escondida de tu propio yo y te empuja a transmutarte en tu segunda y más íntima faceta, así sea por un instante. Eso es lo que yo siempre he creído que los antifaces y las máscaras son: Tu alma al desnudo. —Ése es un concepto interesante —El guerrero miró una vez más hacia el horizonte—. Deberías entonces entrar y escoger un antifaz para ti. Tal vez encuentres ése, el que se acople a tu sombrero de copa, y tal vez encuentres también algo más de tu propio yo esta misma noche. —Creo que tienes razón, camarada. Voy a escoger un antifaz ahora mismo. No sería justo contigo el no hacerlo si pretendo cultivar nuestra amistad. Tú ya hiciste el esfuerzo de disfrazarte de una manera magistral para hacer sentir bien a Zahídia. En tanto el napolitano caminaba hasta donde estaba la vendimiadora, Ángelo decidió abandonar el corredor y desplazarse hasta el borde de la acera. Allí se detuvo. Miró a la gente. Encontró que todos ellos eran los dueños de ese mundo y de ese momento. La noche no hizo nada por arruinar esa reflexión o por cambiar la ansiosa marcha de las 54
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cosas. Hubiese él querido disfrazarse de verdad por una sola hora, encarnarse en la indiferencia, la indolencia, la alegría y la singular expectativa de las sencillas vidas de esos seres mortales. Hubiese deseado no pensar en el Púlsar por un fugaz momento y alejarse allí mismo de la casi perfecta estructura de sus conceptos y sus certezas. — ¿En qué piensas? —Era la voz de Zahídia, interceptando su soliloquio. La volteó a mirar. Estaba a su derecha. Lo había aferrado suavemente por el brazo. Le enfocó su nuevo rostro. Venía estrenando el antifaz veneciano que había estado deseando. El encanto natural de sus ojos había quedado encubierto sutilmente entre la seda y los encajes del gambox. Sin embargo, se veía preciosa y sugestiva — pero reservada y furtiva—, detrás de aquel artilugio verde y platinado. Le añadía a su mirada un fragmento de misterio, un brillo de batalla, un ingrediente de mítica gladiadora, un fantástico sesgo de rebelde princesa de leyenda. — ¿Qué estás pensando? —Repitió ella la pregunta—. No me digas que estás triste. —Tan sólo estaba rumiando lo difícil que será no verte más, tal vez nunca más. — ¡Tú no te vas a ir jamás! —Se atrevió ella a pronosticar. Salvatore se les unió en ese momento. No había comprado un antifaz. Había escogido una máscara de rombos de dos colores: magenta y negro. El conjunto que formaba el diseño semejaba un laberinto ajedrecístico transversal. Visto desde esa perspectiva, desde esa diagonal, el embozo se ajustaba perfectamente a la plástica de su sombrero de copa con su cinta carmesí. — ¿Qué os parece mi nuevo rostro? —Abrió sus brazos con las manos extendidas sobre un plano imaginario horizontal. — ¡Te ves indescifrable! —Opinó Zahídia. —Sí —añadió el ángel —. Así es como te ves, amigo. Se miraron entonces unos a otros por unos segundos, alternando los enfoques. Rieron durante un breve instante. Eventualmente, conformaban un trío muy particular, una ecuación gráfica extrañamente inédita. Sin lugar a dudas, ya estaban haciendo parte activa de la fiesta de la vendimia y de su tramoya. 55
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17 Continuaron hacia el centro de Matri. A medida que avanzaban, el estratega se sintió atrapado una vez más por la escenografía del sorprendente celuloide de la noche. Era como estar deambulando hacia la raíz de un ensueño inesperado. La música llegaba hasta su oído desde un lugar, luego desde otro. Se mezclaban de pronto en su sentido bilateral muchas canciones. Todo parecía querer fusionarse y alterar la realidad en un segundo: El mundo mismo, los rostros, el aire, el aroma, todo comenzaba a sumergirse en un reino lleno de magia. De la nada empezaron entonces a surgir hacia la calle el traga-fuego, los malabaristas, el mimo, el gigante de los zancos y aquellos fantasmas del mito y la leyenda que se habían puesto cita para la velada de esa fecha. No existía el llanto, sólo las luces de la risa y el teatro de la ilusión. Era como estar vagando entre los corredores del tumulto de un proscenio shakesperiano lleno del tenso libreto de un alegre drama y vinculado a la ausencia de tragedia alguna. Se iban evaporando suavemente los remos de la barcaza del tiempo entre un embudo de utopía. Llegaron a la plaza. Se detuvieron a un costado de la iglesia. Tomaron un respiro. Entonces, el napolitano abrió el estuche de su saxo. No existía el afán. Zahídia y el estratega lo rodearon, junto con otras personas que ya lo habían identificado gracias a su estatura y a su sombrero de copa. Él empezó por ajustar sus labios a la boquilla de madera del tubo de metal, obviando los bordes del orificio central de su máscara de rombos. Se dispuso a tocar. Un minuto más tarde, el aire empezó a mecerse alrededor de la plaza, impulsado por el fraseo de un solo de viento impresionante, cadencioso, descriptivo, inexplorado. Se diluyó el más sibilino instante. Lo fabricó la música de Salvatore. El ángel escuchaba. Supo que el napolitano estaba creando, que estaba inventando, que estaba improvisando magistralmente. Dedujo que la partitura de la obra que estaba interpretando sólo estaba escrita en el plano de su imaginación, en la dimensión de su sensibilidad, en el papel 56
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intangible de su poesía y de su inspiración. No era precisamente un jazz lo que estaba tocando esta vez. Tampoco era un clásico aprendido. Era algo así como una invitación que le estaba haciendo a todos los presentes, a ausentarse tras las posibilidades de conceptuar o de soñar, cada uno por su lado o entre los hilos de su propio divagar. Era la propuesta del fabricante italiano de la imagen del sonido. Se escuchaba claramente una especie de lamento, mas no era ése un lamento hecho de llanto o desventura sino una endecha elaborada con melismas que se perdían en el deambular nostálgico de un huérfano infinito. El guerrero se abstrajo una vez más. Recordó que cuando visitó el planeta azul por primera vez y descubrió la música más profunda de los encarnados —la impresionista—, llegó a creer que esa cualidad del compositor impredecible, la de capturar, arrebatar y transformar los pensamientos de su audiencia, era una propiedad exclusiva que el Supremo Señor de las Estrellas les había aderezado a ciertos elementos de la Creación. Ver entonces allí a un mortal, en una plaza rodeada de faroles y asentada sobre un piso adoquinado frente a una sencilla iglesia, verlo exaltando el papel básico de los sentidos de la gente, lo llevó a cerrar los ojos para obligarse a penetrar en la invención y degustar toda esa obra hasta el final. Se estaba abriendo un vórtice de reverberación entre su pensamiento de ángel. Se estaba expandiendo la distancia. Se estaba franqueando ante él un espejismo adimensional. Le pareció ver el amor que el mar siente por la playa en cada retorno del oleaje. Creyó percibir el vuelo de un azor mensajero que parecía estar extraviado por haberse quizás enamorado de un barrilete de ojos verdes que vagaba muy lejos de su amado Púlsar. Vislumbró el rostro virgen de Zahídia, lo advirtió viajando sobre la proa de un galeón rumbo a la isla del indeliberado sentimiento que entrelazaba sus almas pero que lo encadenaba sólo a él a una distracción ajena y nada sensata. El aire saqueó el cofre de los minutos que se desvanecieron en ese anochecer sobre la plaza. Salvatore concluyó su solo. Sin embargo, los aplausos que arrebató de todos los que lo rodeaban se desvanecieron pronto o se filtraron hacia las imágenes inciertas de una historia volátil manuscrita por los dedos de los gnomos del olvido. Y llegó el momento de la tarantela, el espectáculo gravitacional, el del baile inaugural. En el centro de la 57
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explanada había una tarima de madera entechada con luces, festones, faroles y enormes racimos de uva tinta y uva blanca. Hacia allá se llevaron al napolitano tres músicos igual de jóvenes a él. Zahídia y el estratega se miraron. Supieron que era mejor ir tras ellos y acercarse hasta la luneta cuanto antes. Se avecinaba el tumulto. La mascarada crecería con el correr de los segundos. El corazón de la velada había iniciado su latido. — ¡Bienvenidos sean todos ustedes, amigos vendimiadores de la villa de Matri! —Un hombre disfrazado de césar romano levantó los brazos, de pie en el centro de la tarima, y empezó a hablar ante un micrófono que enviaba la señal hacia una docena de parlantes esparcidos por los cuatro costados de la plaza—. ¡Hemos venido todos en esta noche de San Martino a convertir la uva y la noche en un océano de vino! ¡Pueden tomar todo el que deseen! ¡El ayuntamiento invita! La multitud aplaudió largamente. El clamor de las voces se quiso hacer interminable. — ¡Vamos a empezar con música! —Continuó el robusto anfitrión, señalando a los cuatro jóvenes que lo rodeaban—. ¡Y qué mejor que la mágica cadencia de la danza para estallar el aire de Matri en el rostro de la luna de Italia! ¡Con ustedes, señoras y señores, aquí tengo a mi lado nada más ni nada menos que a Salvatore, el mejor saxo de Nápoles, y a sus músicos, Carlo, Marco y Nicola!: ¡Los Magos de la Tarantela! La primera canción que interpretaron —”Bella Ciao”— rompió en pedazos de alegría el velo incierto del final del otoño. Los instrumentos —saxo, acordeón, requinto y carraca— despertaron sin demora el arresto que había estado constreñido por un año en lo más hondo de los corazones de los habitantes de la villa. Se inició el baile. Con movimientos circulares, las jóvenes parejas comenzaron a desplazar a los más viejos y se apoderaron del centro de la plaza. Jamás había el estratega soñado con lo que en ese momento su ser estaba viviendo: La fiesta. No supo cómo pudo llegar a ser posible, pero sintió también deseos de bailar. Miró entonces a su diestra, hacia donde estaba detenido el perfil del rostro de Zahídia, pero nada le dijo. Ella estaba escuchando, ensimismada, embriagada. Sus sentidos parecían estar atrapados exclusivamente entre la noche y la 58
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demostración de versatilidad que Salvatore estaba haciendo sobre la tarima. El ángel entonces sonrió, nostálgico. Evaluó las posibilidades y las habilidades, mas no halló nada adecuado entre su ser —nada auténtico— como para pretender hacer parte y elemento activo de la celebración y, menos aún, para atreverse a ejecutar el baile de la tarantela. Renunció de inmediato a su primer impulso, el de extender la mano para invitar a la vendimiadora a danzar con él. Los muchachos alargaron esa primera pieza por casi diez minutos. Al cabo de ellos, el napolitano descendió del entablado muy de prisa. Se acercó al estratega. —Tenme aquí, Angelo, por favor —Le alcanzó el saxo—. Voy a sacar a bailar a Zahídia. — ¡Claro! — El estratega sonrió. — ¡Pero sólo si me prometes algo! — ¿Qué sería? —Que la cuidarás por el resto de tu vida. — ¡Cuenta con ello! —Chocaron palmas y puños a la manera de los grandes amigos. Salvatore se llevó a la joven hacia el centro de la plaza. El estratega los siguió, caminando en lento vuelo. En tanto su astral atravesaba los cuerpos de toda esa multitud que por supuesto no estaban percibiendo su presencia, advirtió que el saxo iba adaptando su estructura molecular a la distribución intangible de los componentes adimensionales de su etéreo. No se le hizo extraño. Ese acomodamiento de los objetos de los encarnados a la extensión cósmica de su condición seráfica jamás fue novedad exclusiva de los actos que tuvo que desplegar a lo largo de toda su labor en el planeta azul. Sabía que cientos de ángeles habían alternado durante siglos con los humanos y con sus elementos. Todos ellos —ángeles, encarnados y elementos— siempre se adecuaron a la superposición de las dimensiones, a menudo sin que nadie lo notase. En cuanto a lo que atañe a ese fenómeno y a esta particular historia, ese ajuste de las dimensiones se manifestó de forma casi imperceptible en cada contacto que la condición astral del estratega experimentó con humanos y elementos durante su misión. Su ser se adaptó a la morfología de Zahídia, a su vino y a sus manos. También al saludo de Salvatore y a su saxo y, por supuesto, a la libélula, a la lluvia y a muchas otras cosas más. 59
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La segunda pieza de baile, casi que igual de alegre y de explosiva que la primera, no se hizo esperar. Con el acompañamiento del acordeón, la carraca y el requinto, el pitipú (*) —interpretado por Paolo, otro excelente improvisador también napolitano, muy joven, muy alegre— tomó el lugar del saxo. Salvatore y Zahídia comenzaron a danzar y poco a poco se apoderaron del centro de la plaza y del espectáculo de zapateo. Las otras parejas los miraron y decidieron suspender su propia danza para crear una peña alrededor de ellos. Luego todos, aldeanos y forasteros, hombres y mujeres, pequeños y grandes, se metieron de lleno en el evento, marcando con palmas cada pulsación de esa segunda tarantela. Detonaron los cohetes en el aire. El firmamento se llenó de luces y de lluvia de estrellas de colores. Todos aclamaban. Todos querían descargar sus sentidos en un terraplén que los impulsase a contactar el clímax de la medianoche. Nadie quería perder el raíl de la apoteosis de la dicha que se merecían por el éxito total de la vendimia. Circularon en cuestión de minutos decenas de odres repletos de vino tinto. Sobrecogido entonces por una emoción jamás antes experimentada, el estratega se ubicó en un punto prominente del ruedo. Enfocó a sus dos amigos. Los llevó con sus movimientos acrobáticos, precisos, hasta el grabador de imágenes de su memoria astral. Comprendió que en ese instante ellos eran el corazón de la fiesta de San Martino porque no estaban simplemente desplazándose al ritmo de la tarantela sino construyendo una magistral coreografía a partir de la música ancestral de la sorprendente Italia donde habían tenido la dicha de nacer, y porque parecían estar innovando la sincronización de la figura atávica de aquella danza. Ante esa demostración, la película que jamás el guerrero olvidaría desplegó ante sus ojos inmateriales uno de los más singulares episodios de toda la trama.
pan.
* Pitipú: instrumento tradicional de Italia, derivado de la flauta de
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18 Se podría haber llegado a pensar que un espectáculo como ése no tenía por qué estar destinado a morir sin permitir a todos conocer la exaltación final de la noche. Sin embargo, así sucedió. Nadie jamás se habría detenido a planearlo o mucho menos a siquiera imaginarlo, pero, repentinamente, a la manera de los eventos indeliberados de la naturaleza —y en medio del baile—, la lluvia empezó a caer sobre Matri en un áspero torrente. La precipitación esgrimió en segundos arsenales de granizo. Era toda una hueste incontable de furiosas balas de grueso calibre de hielo. La plaza se desocupó de inmediato. El sonido de la pólvora se ahogó también bajo el estrepitoso y caprichoso bumerán refrigerado que estaba siendo lanzado desde las nubes en innumerables meteoritos del tamaño de pelotas de golf. El estratega regresó hacia la luz de uno de los faroles que rodeaban la plaza. Desde allí se dedicó a observar la explanada y las esquinas que habían quedado solitarias. Pronto escampó. Frente a él entonces se inició una metamorfosis sensorial espontánea; argumentativa. El enfoque y el recuerdo de la danza estaban siendo definitivamente desplazados de la lente visual por otro evento no menos portentoso. Era paradójico. Los mendrugos del granizo que ahora dormían sobre los adoquines semejaban millares de capullos níveos de la flor del diente de león, esparcidos sobre el fresco tapete de la noche. Y a continuación —sin que hubiese jamás estado escrito en el programa de la fiesta—, decenas de niños corrieron a jugar entre ese fantástico pedrisco. El eco de sus voces comenzó a llenar el aire de la plaza con otro perfil de música y con otra forma de abstracción. Luego asomó también la luna, una gigante luna del color del trigo tierno. El ángel sonrió. Pensó que la alegría de los encarnados, cuando se veía coartada por fenómenos naturales benévolos, no se perdía del todo, siempre y cuando la esencia de esa alegría fuese transformada rápidamente en 61
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un nuevo espectáculo. Tan sólo cambiaba conceptual de las edades y de las sensaciones.
el
prisma
Cinco minutos más tarde, Salvatore y Zahídia lo encontraron allí, bajo el refugio de un kiosco, cerca de la arista oriental de la plaza. El napolitano traía el estuche de su saxo bajo el brazo. Posiblemente había subido con la vendimiadora al entablado para huir de la granizada y había aprovechado para rescatarlo. — ¡Bendita sea la lluvia! —Exclamó, mientras el estratega le entregaba el instrumento y él se disponía a guardarlo. Se escuchó el chasquido de las aldabillas de metal dorado—. ¡Tal parece que la madre naturaleza nos quiere ver hoy temprano en casa! Las lumbreras aledañas se reflejaron en las gotas de lluvia que se iban descolgando de los techos de los toldos. —No se puede negar que lo disfrutamos —Sacudió Zahídia las puntas húmedas de su cabello, abanicando los dedos a manera de aspas—. Sin embargo, la noche todavía es joven. Los invito a casa, a menos que quieran esperar a que se reanude la fiesta. Allá tengo vino fresco. Creo además que podré cocinar pasta para los tres y acompañarla con mucho queso parmesano y una deliciosa ensalada de aceitunas. —La idea del vino, la ensalada y los espaguetis no está mal del todo —El napolitano golpeó su sombrero contra el muslo para espantar el agua que se había adherido a la copa y a la cinta carmesí—. Vamos entonces. ¿Te gusta la pasta, Angelo? —Jamás la he probado, pero sé que una buena cena podrá deleitar mi astral si es una hermosa joven italiana quien la prepara. Iniciaron el camino hacia la casa. Los tres callaban. Media hora más tarde, cruzaron frente a la entrada del monasterio. Sin detenerse, enfrentaron el ascenso a lo largo del sendero en tanto sus pies se zambullían una y otra vez entre los charcos. Había goteado también fuerte a lo largo de la hondonada. —Solía decir mi madre —rompió Zahídia el silencio cuando desembocaron en la recta del camino—, que no le disgustaba caminar bajo la lluvia, pues en el agua del río se puede cualquiera lavar el cuerpo, pero sólo bajo el agua de la lluvia una mujer humilde se puede lavar el alma. 62
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—Tu madre era toda una guerrera —observó el músico—. Me agradaba escucharla. Sin embargo, mira que a mí, más que caminar sobre el lodo del sendero en tanto recibo el golpeteo de una lluvia fresca, lo que me fascina es deambular frente al mar, sortear los médanos enanos que se mimetizan sobre la playa, mirar atrás y detenerme a observar el diagrama secuencial que van haciendo mis pies sobre la arena. —Ese diagrama secuencial —terció el estratega— es una de las evidencias de la existencia del papiro de tu historia. Tus pasos trazan un episodio de ese trasfondo día a día. Estoy seguro que tu música te va a llevar a conocer más de una playa y más de un único matiz de arena. Sólo deja que tu fe y tu razón trasciendan los límites de Matri. —Gracias por esas palabras, amigo. Eso es lo que pienso que haré. En el instante en el cual llegaron a la altura de la banca de madera, la de su primer despliegue sobre ese lugar mágico del planeta azul, el ángel se detuvo. Ellos voltearon a mirarlo. Se detuvieron también. — ¿Qué pasa? —Zahídia se quitó el antifaz. Se le acercó. —Ha llegado mi hora de partir —Luchó el guerrero por evitar sentirse triste. Tomó las manos de la joven en las suyas. Creía que ésa era la última vez que la veía. El saxofonista se quedó mirándolos. — ¿Qué sucede? —Se acercó también. —Angelo tiene que irse —La vendimiadora no pudo ocultar su tristeza. — ¿Irse? ¿Ahora? —Sí —El estratega soltó las manos de la joven—. Debo marcharme ahora. — ¿A dónde vas? —Oteó Salvatore a todo lado, acomodando sobre su hombro el estuche con el saxo. —A casa. — ¿Y qué vas a coger aquí para marcharte a casa? ¿Vas a parar el tren? ¿El colectivo? ¿Vas a llamar un taxi? —Zahídia te explicará todo más tarde —Le sonrió él con afecto—. Gracias por tu música, hermano; por todo. Gracias a los dos por ese esfuerzo de querer darle libertad a mi manera de sentir la alegría. Que el Supremo Señor de las Estrellas los una para siempre. Ahora debo decir: “Adiós”. 63
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Se abrazaron. El satélite dorado de la noche terrestre se unió a la despedida, proyectándose hacia el horizonte como si alguna vez hubiese sido el sol, flotando por encima de los árboles, los viñedos y la cuenca que se hundía entre la vegetación. — ¡Mirad qué hermoso ese arco iris! —Señaló ella hacia la cimbra de colores que estaba naciendo alrededor de la luna.
19 Jamás habría el estratega imaginado que esos dos seres encarnados tan especiales iban a ser sus padres. Menos aún, nunca habría podido él sospechar que lo iban a engendrar esa misma noche. Pero así fue. Sin embargo, todo debe quedar muy claro aquí, tal y como sucedió. Hasta la más breve línea de esta reseña necesita ser narrada y archivada adecuadamente en este libro del recuerdo. Lo cierto es que el ángel se hallaba sentado en la banca de listones del sendero, solo e indeciso, preparándose para cruzar las dimensiones y emprender su camino hacia Adhor, allá, en el oasis del desierto de blanca arena de la Franja de Gaza. Estaba mirando hacia el arco iris que minutos atrás Zahídia había detectado alrededor del anillo de la luna. Intentaba visualizar el portal cósmico que poseía el satélite, ese vórtice que siempre hubo bajo el resplandor de la corona de colores, el mismo que había él cruzado en esta dirección para llegar adonde en ese instante estaba. Fue entonces cuando le pareció ver al azor mensajero allí, exactamente allí, en el centro de la dorada y magistral esfera. Enfocó esa silueta con total precisión y comprobó que sí, que era el ave la que estaba allí, y que se estaba haciendo manifiesta una vez más ante sus ojos. —Debes encaminarte ahora mismo hacia el acantilado de la playa del Tirreno, al sitio donde te topaste con Barok el día de ayer —La voz de tornado vibró en el espacio antes de proyectar un eco estéreo en la distancia. 64
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— ¿Pasa algo malo? —El estratega se removió sobre el asiento—. Me estaba preparando para partir hacia la Franja de Gaza. — ¡Eliha te está esperando allá en la playa! —El azor enfatizó las palabras y su imagen bizarra se fue desvaneciendo tan fugazmente como hubo aparecido—. ¡Ya no es necesario que te desplaces hasta Adhor! ¡Los planes han cambiado! ¡El adalid te explicará lo sucedido! En el respiro del segmento de un instante, el guerrero se encontró cerca del acantilado. En efecto, Eliha lo estaba esperando allí. Sus ojos miraban hacia el horizonte del océano y sus pies anclaban sobre la línea adormecida que marcaba el filo de la playa. — ¡Acércate! —La orden halló un camino fácil sobre el péndulo del aire. —Recibe mi saludo fraternal, noble Eliha —Fueron las palabras del guerrero, cuando estuvo a su lado. — ¡Observa con atención el horizonte! —La frase que partió de los labios del adalid tenía la tranquila modulación de una firme sugerencia—. ¿Qué ves? El estratega obedeció. Miró hacia allá. Se estremeció inmediatamente. A lo lejos, en el vértice del confín de la atmósfera con el límite del mar, se estaba abriendo una visión fascinante pero escalofriante, la de la dimensión prohibida para los ángeles, la del vacío infinito del vértigo de la eternidad. Entonces, supo por primera vez en su existencia seráfica lo que significaba el miedo. —Me temo que he hecho algo indebido —Vio una lágrima suya caer hacia el reflejo de la arena. —Sí. Lamentablemente, has fallado. El tiempo que dejaste a merced de la opción de lo improbable fue suficiente para que Barok se te adelantase en el viaje que debiste haber hecho ayer hacia el Mediterráneo. La pobre Amelia es ahora, a causa de tu disperso sentimiento por Zahídia, la futura madre del hijo de la bestia. Ángelo sintió el suelo del planeta azul abrir un abismo insalvable bajo sus pies. — ¿Qué debo hacer? —Agachó la cabeza. Se halló irremediablemente avergonzado. —Debes dirigirte hacia el plano que estás viendo. Atravesarás las dimensiones del etéreo. Luego te adentrarás en el infinito prohibido. Tal vez no sobrevivas, así que necesitas ser valiente. 65
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El adalid desapareció. El guerrero se arrodilló sobre la línea del mar con la playa. Miró una vez más hacia el horizonte al cual tenía que llegar en unos instantes del tiempo del Supremo Señor de las Estrellas. “Padre —desahogó en silencio una oración antes de emprender la travesía—: Tú sabes que no seré cobarde. Se me ha ordenado buscar la huella que has dejado más allá del portal de la transmutación del tiempo y el espacio. Te llamaré Eternidad. No sé si aprenderé a sobrevivir en el vórtice de la dimensión infinita. Si así sucede, sabré servirte para siempre. Mas, si eso no es posible, aprenderé a sufrir la reprensión que me merezco”. Se lanzó hacia el portal que lo aguardaba allá, en el umbral del mar. Cerró sus ojos. Muy pronto, la galaxia local quedó muy atrás. En el breve trayecto hacia su destino no dejaba de escuchar sonidos de frecuencias abismales, ecos de hecatombes cósmicas y voces fantasmales de demonios extraviados entre los laberintos de las dimensiones. Se llenó de valor. Cuando abrió los párpados no pudo discernir las ilegibles formas que se cruzaban ante él. Supuso que el Púlsar también había quedado atrás. Era como estar volcando los sentidos en un túnel de cambiante densidad y de figuras fugaces que explotaban entre su propia luz abigarrada. Pero, de pronto, todo cambió. Se abrió ante él un piélago hecho de una inmensidad sin límite, sin reflejos visuales, sin sonidos, sin estrellas, sin nada de nada. Empezó a sentir que no existía por sí mismo, que flotaba en un mar de ensueños improbables que se salían absolutamente de las directrices de su mente. Lo invadió el vértigo, mas no era ése el vértigo que puede ser causado por una irremediable caída vertical o por un simple desmayo. No. No era eso lo que estaba experimentando. No era la pérdida del balance temporal de la conciencia la impresión que lo estaba invadiendo. No era una alteración del juicio de su astral ni el desplome fatal de la reflexión hacia el abismo. Era otra cosa. Era, tal vez, la sensación del adiós a todo, del asomo de una muerte inevitable, del colapso de la razón. Le pareció entonces escuchar una voz lejana, gloriosa: “No temas —Creyó que El Supremo Señor de las Estrellas le hablaba—. La razón manifiesta de lo que ha sucedido jamás te puede hacer absolutamente responsable. No estás siendo juzgado. No obstante, es necesario que vivas lo que has 66
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anhelado vivir. Es menester que nazcas en el planeta azul y ames de la manera como parece que quieres amar. Debes superar el sentimiento que te ha confundido. Cuando hayas aprendido a equilibrar sabiamente la vida material, el amor físico y la muerte, regresarás al Púlsar”. “¿Me perdonarás, puesto que sé que te he fallado?”, escuchó la reverberación de su propio pensamiento moribundo. “No olvides que, así como construyes tu camino puedes construir tu propio perdón. Toda verdad anida en tu ser. Así como supiste siempre que estaba escrito que el hijo del mal naciese en el planeta azul para que la Mente Universal lograse decantar el zumo de la uva de la tierra y echar al fuego el corrupto remanente, así aprenderás también a coordinar con sapiencia la vendimia de tu propia existencia. Ahora, cierra tus ojos y proporciónale descanso a tu confusión para que así la duda se mitigue y tu dolor se desvanezca”. “Sólo permíteme, Señor, estar a tu lado en el momento de la batalla final, aquélla que está escrita en tu memoria”, fueron sus últimas palabras antes de caer en lo profundo de un ensueño sin reminiscencias.
20 La vida es el sueño de un ángel que de pronto despertó, sólo para darse cuenta de que seguía soñando. La muerte es un sueño sin imágenes, un memento sin archivos, sin memorias, sin oráculos, sin regresiones. La muerte es una ausencia sin tiempo, sin movimiento, sin conjetura. Es prácticamente no existir, no saber nada de nada, no sufrir siquiera. La memoria de los ángeles no olvida. La retentiva de los encarnados, sí. Es por eso que cuando por alguna circunstancia un ángel tiene que nacer en el planeta azul, su memoria, durante todo el transcurso de la vida corporal, obtura y abre intermitentemente la lente de un pertinaz déjà-vu que lo encamina hacia su verdadero destino. Su conciencia astral no desaparece totalmente. Cuando su 67
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cuerpo duerme, su espíritu se lanza a buscar razones entre las estrellas o en medio de los mares, o se proyecta para intentar hallar respuestas entre el tumulto de los que en ese instante no duermen, o quizás se detiene a sollozar sobre las imágenes y las palabras de las páginas de los libros que escudriña el alma en cada viaje que enfrenta. Fue así que, pronto el estratega encontró que su vida no estaba más en el plano de una historia de utopía. Le sobrevino el despertar. Se encontró entonces abriendo los ojos de su conciencia en un medio acuoso, algo denso, iluminado a medias, pero agradablemente cálido. Entendió que estaba por nacer en el planeta azul. Escuchaba a una mujer cantar tiernamente una canción de cuna en un idioma que no le era extraño. El estero en el que su cuerpo diminuto iba fabricando su nueva gnosis se sostenía a flote suavemente; sabiamente. Era un lugar tranquilo. Era el total de lo que abarcaba en ese instante la existencia. Se sentía bien en ese medio, en esa placenta. Días después nació en una región vinícola de Italia, cerca de una aldea que pernoctaba muy cerca del Vesubio. La casa de su madre era pequeña. Tenía paredes de ladrillo y techo acanalado de barro cocido de matiz marrón, y bruñía a la orilla del sendero, rodeada de rosas de azafrán, arbustos y colores. Su padre era napolitano. Tocaba el saxo tenor. Y ella cantaba y bailaba magistralmente. Vivían de su música. Cuando cumplió siete años su madre le contó la historia de un ángel que ella y su padre habían conocido antes de casarse. Le dijo que en memoria de ese ángel le habían puesto a él su nombre: Angelo. Le contó también que ella había sido recolectora de uva hasta los diecisiete años y que había trabajado en los viñedos del monasterio que quedaba cerca de la casa, a la mitad del camino que había que recorrer para ir a Matri, la villa en donde a él lo habían bautizado. — ¡Angelo! —Lo estaba ella buscando por el corredor un día de otoño—. ¿Dónde estás? Él estaba jugando con Kyra en el solar. Lo hacía muy a menudo. Kyra era su perrita, una romagnolo lanuda de color gris claro que tenía apenas cuatro meses y que había nacido en la villa de Matri en casa de Carlo, un acordeonista amigo de papá. — ¡Angelo! ¡Ven aquí ahora! 68
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— ¡Ya voy, mamá! —Suspendió el juego. Se encaminó al salón, el cual era las dos cosas: sala y comedor. Ella ya estaba sentada a la mesa. Le había servido un buen plato de higos con queso y arequipe. Sabía que a él le fascinaba comer algún tipo de postre a media mañana, y especialmente uno como ése. Se sentó frente a ella. —Tengo buenas noticias para ti —Le sonrió la mujer, desde el fondo de sus hermosos ojos verdes—. ¡Nos vamos de viaje! — ¿Nos vamos a vivir a Nápoles? —Decidió coger el higo con las manos. —No. Nos vamos de Italia. Tu padre ha enviado sus canciones a los Estados Unidos y ha logrado un contrato de grabación con una de las mejores casas disqueras de Miami. Abrió la boca de par en par. — ¿Y tú vas a cantar? —Es muy probable. Ellos han comentado que en Miami hay grandes músicos y que allá se puede conformar una buena banda. Él les ha manifestado que quiere que yo sea parte del proyecto. Les ha enviado fotos, demos y videos de los dos. — ¿Y por qué no los contratan para tocar en Nápoles? Yo no quisiera dejar a mi perrita. —Por el tipo de música que Salvatore escribe —Le acarició ella el cabello—. El jazz y el blues se venden mucho mejor allá, en América. Además, Kyra no se va a quedar aquí sola. Te lo prometo. — ¿La vamos a llevar? —Es posible que la llevemos. ¿Te gusta la idea de viajar? —Claro que me gusta —Miró hacia el televisor que estaba encima de una mesa nueva y muy bonita en una esquina de la sala, junto a un viejo gramófono de láminas doradas que le parecía haber soñado en el pasado—. Pero tenemos que cuidarnos mucho. — ¿Por qué? —Arqueó Zahídia la bella y negra línea de sus cejas. —Porque en la televisión han dicho que algunos países de Oriente quieren la guerra y que Estados Unidos está listo para responder y que, si eso sucede, los musulmanes y sus aliados aplastarán a América con misiles nucleares. — ¿Y dónde se supone que están esos misiles nucleares? 69
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—No sé. Yo creo que están por todas partes. Desde el día en el cual cumplió los cinco años había empezado a tener la firme convicción de que ya había vivido en ese lugar hermoso del sendero de alguna forma, en alguna encarnación anterior, y de que ya conocía de alguna otra vida o de otro tiempo a sus padres. No supo jamás por qué razón sentía así, pero lo sentía. Era como si su memoria le hubiese sido instalada en su cerebro no en ceros, como se debe suponer, sino con una plataforma de información anterior que aparentemente no era suya o que, sencillamente, no era claramente legible. Sin embargo, no le parecía ajustado a la validez del juicio consciente de la mente afirmar que esa sensación de estar cargando consigo un déjà-vu latente fuese la prueba concluyente de que había vivido una existencia anterior en ese mismo lugar. No se auto-regaló el derecho de argumentar hipótesis no demostradas o de establecer tesis indiscutibles respecto a esa percepción reiterada. Prefirió callar y simplemente creer que todo era producto de su imaginación y del amor inmenso que sus padres le inspiraban. Esa inquietud lo acompañó durante muchos años a la manera de una historia adicional e incierta de su vida —de toda su vida en el mundo material—, la cual no fue realmente larga.
21 Su deceso en el planeta azul se produjo cuando cumplió los dieciocho. Vivían en una zona de Miami llena de bulevares y apodada La Ciudad Hermosa —por unos— y Little Italy —por otros—, y que, eventualmente, era más conocida en el medio tradicional como Coral Gables. Zahídia y Salvatore tenían allí una tienda de música. No mucho tiempo atrás habían experimentado a plena satisfacción la caricia que les brindó la fama. El éxodo desde Italia no había sido en vano. Grabaron sus temas y dejaron huella entre las bandas de jazz y blues de toda Norteamérica. Kyra ya no estaba a su lado. Sin embargo, él no se interesó por volver a tener una 70
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mascota. Por lo tanto, guardó en su corazón el recuerdo de su perrita lanuda para siempre. Una tarde de un sábado de mayo viajaban en el auto de Salvatore, un jeep comando, el pegaso todo-terreno de las esporádicas jornadas de paseo de la familia. El saxofonista conducía. Zahídia iba en el asiento del copiloto. Angelo iba atrás, recostado contra la ventanilla de la portezuela. Eran cerca de las dos. Se desplazaban a velocidad moderada —cincuenta millas por hora—, a lo largo de una arteria de ocho carriles del condado de Miami-Dade, muy cerca de la rampa que abría hacia el viaducto interestatal que los llevaría hasta su destino, un poblado de Florida en el cual habían dado muchos conciertos. Planeaban pasar allá unos días. El flujo automotor era pesado pero veloz en ese instante. Por el carril izquierdo, muy pegado a ellos transitaba un sedán de color rojo. Lo conducía una mujer joven que iba cantando y que tenía agradables facciones y lentes panorámicos. En el asiento posterior viajaban sus dos hijos. El niño, de más o menos cinco años, tenía el cabello rubio y ojos claros. La pequeña, que era quien más le buscaba a Angelo el juego y le hacía señas a través de la ventana de su coche, tenía cabello castaño claro y ojos azules. Él también le sonreía. El agradable corte de ese film se prolongó por varios minutos como en un trozo de celuloide habitual. Sin embargo, un sino indefinido pero vertical y concreto lo cambió todo repentinamente. El sedán los había rebasado algunos metros. Entonces, un cama-baja que llevaba seis coches sobre su planchón los rebasó también por el carril izquierdo a gran velocidad, zigzagueando, visiblemente fuera de control y muy pegado al jeep. Angelo se estremeció. Su padre redujo la marcha y maniobró hacia el arcén. Pero, súbitamente, antes de que pudiesen emitir una palabra el enorme tráiler empezó a derrapar sobre la cinta asfáltica y embistió al sedán, lanzándolo hacia un costado, exactamente hacia el muro de contención del viaducto. — ¡Dios mío! —Zahídia se llevó las manos a la cabeza. Salvatore detuvo el jeep en seco. El sedán patinó bruscamente tras el impacto y se salió de control. Cabeceó. Dio más de una vuelta sobre sí mismo. Luego, se trepó a medias en la barrera de concreto que lo separaba del abismo. Cuando se detuvo sobre tres de sus cuatro ruedas, pues la cuarta había volado por el aire, se cubrió de llamas. Mientras tanto, el cama-baja ya se había precipitado hacia el 71
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muro opuesto. Allá chocó contra la barrera de contención. Se volcó también aparatosamente. Algunos de los cabestros que aferraban la carga al chasis se reventaron, y cuatro de los autos que había venido transportando rodaron hacia el asfalto. El caos que se empezó a formar sobre la red vial parecía haber sido extraído de un simulador virtual de pesadilla. La confusión envolvió a todos los viajantes. El número de coches que se vieron involucrados en el vertiginoso dominó con sus efectos encadenados aumentó en un sólo instante. Algunas gentes empezaron a abandonar sus autos y a gritar, pidiendo ayuda. No había tiempo para pensar en nada. Eso creyó Angelo con inmensa convicción. Salió del campero. Corrió como un venado hacia el sedán en llamas. Su padre se estremeció. No sabía si ir tras él o qué, pero optó por seguirlo. Zahídia lo observaba todo, estupefacta. El muchacho no reparó en el peligro. Llegó hasta su objetivo. El humo le impedía ver a los niños. El fuego crecía. Sin embargo, alcanzó a oír el gemido de la pequeña. Por fortuna, el vidrio del costado del asiento en el que ella estaba se había astillado casi totalmente. Angelo logró abrir la portezuela. Se abalanzó sobre el cuerpo de la niña. La alzó. La aprisionó con fuerza contra su pecho. Luego, se enderezó y giró sobre sus pies. Corrió con ella entre sus brazos hasta donde Salvatore se había detenido, a unos diez metros de la pira. La dejó en sus manos. Regresó sobre las alas de su ciega intención para intentar rescatar también al niño. Se zambulló de nuevo entre las llamas. Lo encontró aprisionado entre los dos asientos, de cara contra el piso. Lo zarandeó muy suavemente. Tuvo suerte —eso pensó— porque parecía ser que tampoco había predestinación letal para la vida del pequeño. Tal vez, sólo tenía un par de fracturas leves, pero estaba inconsciente y lleno de moretones y de hollín. Lo empezó a sacar de aquel infierno en otro instante memorable. En tanto así lo hacía, miró de soslayo hacia el asiento del conductor. La mujer no se movía. Temió que hubiese muerto. Hizo el giro de su cuerpo una vez más. Enfiló de nuevo hacia el jeep. Se escuchaba muy cerca el ulular de las sirenas de las ambulancias. También se abrían paso entre el grueso trancón dos camiones de bomberos, aunque aún estaban algo lejos. Salvatore acababa de dejar a la niña en los brazos de Zahídia y estaba regresando hacia la pira. Padre e hijo entonces se cruzaron una vez más. Angelo le entregó su 72
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segunda y muy valiosa carga, e hizo un último giro. El músico lo miró, desencajado el rostro. — ¡No vayas, hijo! —Sus labios suplicaron con vehemencia—. ¡Ya es muy tarde! ¡El tanque de ese auto va a explotar! — ¡Angelo, no vayas! —Gritó Zahídia—. ¡Ese coche va a estallar! Él oyó claramente su clamor, el de los dos, mas no los escuchó. Aún quedaba la mujer allá, atrapada en el sedán. Guardaba la esperanza de que aún estuviese con vida. Corrió una vez más hacia su objetivo. El coche estaba siendo prácticamente devorado por las llamas. Él se apresuró. Cuando estuvo a menos de dos metros de ese infierno, el tanque de la gasolina hizo explosión. Angelo se vio lanzado contra la valla de contención de concreto. Luego, no supo nada más.
22 La muerte cerebral y el estado de coma no son la misma cosa. Una lesión en el cráneo, causada por el choque de la cabeza de un ser humano contra el muro de contención del viaducto de una interestatal, puede ocasionar bien uno, o el otro, entre esos dos estados de alteración vital de las funciones cerebrales; o el deceso inmediato. La muerte cerebral no le da a nadie la posibilidad de recuperación. Es un traumatismo craneal que indica que el cerebro colapsó definitivamente. Si el corazón de la persona que ha sufrido esa lesión sigue latiendo por unos días o por horas es porque tiene un sistema de funcionamiento que es independiente del órgano del intelecto. Pero el individuo ha muerto. No hay opción de regreso. Del coma cerebral sí se puede regresar. Es una condición de seria falla clínica que, sin embargo, sólo implica la reducción de las funciones neuronales. La víctima se sume generalmente en un profundo sueño pero, aun así, tiene la posibilidad de regresar. 73
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A los ángeles se les enseñó alguna vez que esa posibilidad descansa —Tetraedro del Conocimiento Universal— en la intersección de las medianas de un imaginario triángulo equilátero: El Supremo Señor de las Estrellas manifiesta su voluntad sobre la vida o la muerte de un encarnado trazando la primera mediana, la cual parte del ángulo superior de la figura y tiende a llegar hasta la base. Los que aman a esa persona y que están orando para que no muera trazan con su fe la suya desde el ángulo derecho de la base, en dirección al centro del cateto izquierdo del polígono. Y, por último, el deseo de vivir del que está en coma traza a su vez la última mediana desde el ángulo inferior izquierdo. Si las tres medianas se prolongan suficientemente hasta encontrarse, el letargo termina, el lesionado despierta, la vida continúa. El golpe que Angelo recibió al ser lanzado contra el muro del viaducto, tras la explosión del tanque del sedán, fue determinante. No obstante, esa lesión no llegó a franquearle inmediatamente la puerta al más allá. Fue, eso sí, un trauma cerebral bastante serio. Jamás volvió a despertar entre los encarnados porque, a pesar de su enorme deseo de vivir junto a sus padres y a pesar del inmenso amor que ellos sintieron por él, su espiritualidad había fallado con anterioridad en el planeta azul. Entonces, tras recibir ese impacto en la cabeza su cuerpo empezó a someterse a los pasos que su vida terrenal debía hacer para aprender una lección. Ya había él saciado su deseo de nacer como humano, de amar como humano y de sentir como humano. Sólo le faltaba morir como humano. En consecuencia, lo envolvió un sueño profundo. No sentía a su madre. No la escuchaba. Tampoco a su padre. No los encontraba por lugar alguno de su deambular por la penumbra de la nada. Veía sólo fantasmas inconsistentes merodeando por allí, a su alrededor. Un día, aunque suena dúctil decirlo así puesto que no había ni día ni noche en ese submundo, en ese nivel de la vida o de la muerte en el cual él estaba —ni tampoco había tiempo tangible o espacio mesurable—, percibió el astral de una mujer caminando junto a él. Volteó a mirarla. Era la madre de los dos pequeños que él había logrado rescatar antes de la explosión del sedán.
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—Gracias por ofrendar tu vida por mis hijos y por mí —Creyó escuchar que ella le decía. Sus ojos eran claros y hermosos, pero se perfilaban muy tristes. — ¿Estamos muertos? —Elaboró el espectro de Angelo la pregunta. —Tú aún no has muerto —Lo envolvió ella entre un halo de ternura—. Estás aquí, en este mundo de espera, porque tu alma quería saber si yo había muerto. Sin darte cuenta me estabas buscando. Eres un espíritu muy inquieto; muy noble. Te preocupaba que mis hijos quedasen sin su madre y viniste hasta aquí para encontrarme. Pero aún no has muerto. ¿Cómo te llamas? —Angelo —Se detuvieron por un instante en algún punto tenue de la niebla. —Mi nombre es Oriana. — ¿Voy a morir? —Llegó él a pensar que estaban los dos a punto de llorar. —No lo sé —respondió ella. Luego, su imagen se alejó.
23 Cuando la mente se desconecta de la realidad no existe una secuencia definida de los eventos, las visiones, las luces esporádicas o los pensamientos. Se vive o, mejor, se permanece en un plano desperdigado al azar sobre la entelequia. Se subsiste o, mejor, se persiste en un ensueño sin realidad ni esperanza. Algo sucedió, sin embargo, algo que arrebató a Angelo de nuevo hacia la visualización de un hecho concreto, consistente, memorable. En algún instante de su deambular sin poder trazar una huella entre la nada, en algún momento de su flotar hacia ninguna parte, apareció ante él una puerta imprecisa, una mampara abierta pero extraña. La cruzó. Al otro lado de la transición lo esperaba un plano más real y mucho más definido que aquél que él acababa de abandonar, pero no más acogedor ni más cálido. Era como el interior de una especie de construcción derruida, arrasada, situada en algún lugar del planeta azul. Había desperdicios de metal, madera y concreto por todo lado. El 75
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caos y el olor específico del aire eran envolventes, determinantes. Esas dos circunstancias lo llevaron a pensar inmediatamente en la destrucción que pudo haber originado una última guerra, es decir, el desastre nuclear que siempre él cuando niño hubo temido. Y no estaba equivocado. A la percepción visual y olfativa que acababa de hacer su astral en ese instante, se sumó el sonido de una onda radial que se filtró libremente por entre las perforaciones de las paredes del lugar: “Se advierte una vez más a los sobrevivientes —la voz era metálica pero clara— que los gobiernos autónomos de los países y ciudades que han sido destruidos ya no existen. Todos los que quieran reconstruir la paz, la que nos ha arrebatado la conflagración mundial, deben acudir de inmediato a uno de los delegados del NGI —Nuevo Gobierno Internacional— para que reciban asistencia médica, psicológica, social y alimentaria. Los puntos de contacto con el NGI se encuentran en el límite norte de cada ciudad. Verán helicópteros volando lentamente hacia esos sitios en todas las grandes capitales, de día y de noche. No hay nada que temer ya. El conflicto ha terminado. Cuando lleguen a su destino no necesitarán identificarse. Se les proveerá nueva identificación, la cual será físicamente inalterable e irrepetible. Quien no se presente no tendrá jamás opción de trabajar o de seguir con vida”. Se sacudió su ser desde lo más profundo de las fibras impalpables. El mensaje fue repetido en el mismo idioma un par de veces antes de ser retransmitido en más de tres de las lenguas tradicionales del planeta azul. Continuó su camino, su deambular laberíntico, por el interior de las ruinas de lo que supuso había sido algún día una flamante torre corporativa. Dedujo que en ese momento estaba en un piso elevado de la misma. Se dirigió entonces hacia un ventanal o lo que de él hubo quedado —un enorme orificio sin vidrios ni molduras. Miró hacia el vacío. Lleno de pesadumbre, intentó entonces asimilar lo que tenía ante sus ojos. En efecto, la urbe estaba en ruinas. Las edificaciones que habían sido impactadas por los misiles yacían retorcidas sobre sus cimientos colapsados. La cruda pero infernal batalla final de la raza de los encarnados apenas había concluido. Aún flotaba entre un abismo de pesadilla el humo de las naves destruidas y el último hálito de las calles maceradas. El sol aparecía allá, a lo lejos, mas no con la habitual majestuosidad que había siempre tenido la estrella cuando 76
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Angelo era sólo un niño, sino con el velo escarlata de un fantasma astral herido en su apariencia por la expansión de la fusión nuclear que se había generado a todo lo largo y ancho de la atmósfera terrestre. Entonces, repentinamente, lo recordó todo. Supo con certeza quién había sido él en un tiempo no lejano y por qué lo había perdido todo. Sintió un vértigo terrible, ligeramente parecido al vértigo que lo envolvió en su exilio, allá, en la entrada hacia el vórtice del infinito. Se dobló su cuerpo en la juntura de las piernas. Se desvaneció completamente contra el muro. Sus lágrimas salieron una tras otra de su encierro. Luego, se arrodilló. — ¡Yo no escogí nacer aquí para sufrir, Señor del Universo! —Gritó, y sus palabras buscaron un eco cósmico entre las ruinas de la edificación—. ¡Yo no decidí ser engendrado aquí para encontrar esta crueldad y no encontrarte a ti ya más! ¡Si soy un ángel castigado, si estoy pagando una condena que me ha hecho perder las coordenadas de mi estrella, creo entonces que anhelaré morir por siempre! ¡De no ser así, necesitaré de tu mirada, de tu amnistía y del baño de Tu Luz, porque mira lo sucio y maltrecho que estoy! Necesitaré, Señor Supremo, aunque sea de un solo hilo del vértice de tus manos poderosas para poder volver a volar y regresar a ti. Continuó gimiendo por otro instante, pero luego empezó a escuchar un murmullo lejano, sólido, estremecedor. — ¡Cuando yo era tu ángel —prosiguió sin embargo—, cuando me veía libre en la mitad del cosmos, no sentía pavor alguno ante el vértigo que me producía el sólo pensar en el concepto de la eternidad! ¡Pero ahora, cuando sé que soy sólo un prisionero de la condición humana y sus errores, quisiera mejor morir por siempre aquí, perecer, al sentir el vértigo de esta oscura realidad! El murmullo que había escuchado segundos atrás le acalló la voz cuando creció como solían crecer las olas del mar del Púlsar en la tormenta de la noche galáctica. Se puso de pie. Miró nuevamente hacia el firmamento, esta vez en la dirección de aquel rumor incontenible —hacia el oriente. Y vio un ejército celestial, radiante, detenerse en la matriz del horizonte. Se sacudió cada torzal de su espíritu. Se sintió miserable. ¡Recordó la profecía! Supo que iba a ser un espectador más de la destrucción del más malvado clan del universo, pero supo también que él no tendría ni su espada ni su rango y que, por lo tanto, no haría parte de la victoria 77
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final del ejército del Supremo Señor de las Estrellas sobre las tropas de Barok. Enfocó de nuevo con inmensa tristeza las huestes seráficas del universo de las cuales alguna vez él hubo hecho parte. Notó que al frente de ellas no venía Eliha. En su lugar venía un guerrero majestuoso, ése a quien él jamás antes había visto, ése de quien se le enseñó algún día era el Maestro Universal, el Supremo Vengador. Su blanca armadura, ceñida a su pecho refulgente, tenía manchas de residuos de llanto de grana. No obstante, su corcel era imponente, fulgurante. Su espada deslumbraba en el aire entre un fuego que provenía de la energía inexpugnable de los conglomerados más lejanos del espacio. El estratega siempre supo lo que sucedería a continuación. Miró, sin embargo, hacia el horizonte opuesto: hacia el oeste. Percibió que la ciudad en ruinas había desaparecido para su vista y que su perfil humeante había sido reemplazado por la diapositiva terrible de otro ejército, el más numeroso que hubiese podido jamás ser reunido en el planeta azul. Barok venía al mando. Su hijo estaba a su lado, cabalgando al frente de las fuerzas victoriosas de la reciente conflagración. Ostentaba contextura y rostro de reptil humanoide. Una corona hecha de cenizas y de huella de muerte ungía el pabellón de su cabeza. Los seguía una innumerable muchedumbre de hediondos demonios y almas perversas, las de los encarnados más crueles de la historia vergonzosa del planeta. No sabían todos ellos, ni de cerca ni de lejos, lo que se les venía encima. Nunca fueron sabios como para por lo menos presentir como terrible la derrota que los aguardaba. Mientras así reflexionaba, sintió de pronto el empuje de una fuerza cálida aferrándolo del brazo. Volteó a mirar. Era Eliha. Traía en sus manos un escudo de firenio, una espada de zilene y un arnés, construidos en el Púlsar para el combate celestial. Angelo se arrodilló de nuevo, esta vez ante el adalid. — ¡Levántate! —Eliha extendió el aparejo del guerrero hacia sus manos—. No desmayes cuando aún no has combatido hasta el final. Debemos darnos prisa. En la matriz del horizonte del oriente nos está esperando el Supremo Señor de los Ejércitos del Púlsar. Eres el ángel que nos hacía falta para esta batalla, porque ofrendaste tu vida por aquéllos cuyos nombres ni siquiera conocías. 78
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El estratega se vistió de prisa su armadura liviana pero poderosa de soldado del ejército del universo. Sintió que la tristeza se iba para siempre al plano de lo inexistente. — ¡Estoy listo! —Miró al mejor de los guerreros con respeto, pero lleno de orgullo. — ¡Vamos! —Sonrió el adalid.
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Un vórtice en el arco iris de la luna
Álvaro Hernando Burbano
Epílogo Las batallas de los encarnados solían durar años, y se convertían en guerras. Ésta, la Batalla Celestial del Vengador de los oprimidos del planeta azul, no duró el tiempo que se necesita para encontrar el argumento para una nueva historia. Y es que lo que sucedió a continuación ya había sido narrado en un libro del pasado que estaba lleno de futuro. El demonio fue destruido. Él, su flamante primogénito y sus ejércitos bastardos —los he llamado aquí bastardos porque todos ellos se atrevieron a negar su propio linaje— fueron pulverizados por el fuego del Púlsar. La supuesta eternidad de sus espíritus no prevaleció ni por el más plegado segundo del tiempo cósmico que rigió para el planeta azul. El universo vive ahora en paz. Los encarnados que no se arrodillaron ante Barok, y que fueron llevados lejos de su mundo a bordo de las naves de los nómadas de las constelaciones que permanecieron cerca de los eventos sin tomar parte alguna en ellos y sin dejarse coaccionar por la nigromancia de los ángeles perversos, cohabitaron por algún tiempo con los guerreros
universales
en
un
planeta
de
inimaginable
maravilla llamado Celeste, muy lejos de la vergüenza del recuerdo. Entre ellos, el estratega pudo volver a ver a dos músicos conocidos.
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