CONFLICTO UNIVERSAL

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Conflicto Universal

Álvaro Hernando Burbano

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CONFLICTO UNIVERSAL Género: Literatura Abierta 2.012, Álvaro Hernando Burbano tonyone2012@hotmail.com Registrado en Colombia Oficina de Derechos de Autor, Bogotá Primer registro: 09/12/2.015 * 10-549-450 Versión revisada: 08-06-2.016 * 10-584-384 Registered internationally, Safe Creative: 16005087461899, may 08, 2.016 Diseño de Portada y Contraportada: Álvaro Hernando Burbano Creado en 2.012 Primera Edición Digital: 2.016 Dimensión Edición Digital: 15 cm. x 21 cm. Este libro puede ser reproducido por cualquier medio, en todo o en parte. Tiene usted el permiso del Autor y del Editor.

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ÍNDICE

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Propósito

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Usurpadores de lo sublime

24

El hijo de la aurora

31

Actos diabólicos

44

Laberinto de estiércol, fuego y azufre

57

“Best sellers”

76

La muerte del guerrero

85

Un balbuceo, en un perdido rincón de la galaxia local

93

¿Te traería de nuevo el Amor de Jesús?

114

Una y mil viandas para los sentidos

131

Voces en el fondo del abismo

139

Entre el dolor y el silencio

146

Dios: ¿Sueño del hombre?

150

Decisiones que valen más que el oro puro

158

Una casa sobre la arena

165

Apocalipsis, o recuerdos del futuro

170

La heredad

177

El teatro del alma

183

A los pies de Jesús

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Propósito

Me es absolutamente necesario creer que este trabajo ha sido puesto en mis manos por una fuerza superior bienhechora, no por una mente lineal, humana, sino por una mente ilimitada; universal. Me debo obligar también a entender que esa fuerza me ayudará a llevarlo a quienes corresponda, antes de que asome el fin del tiempo asignado para la humanidad. Si no ha de ser así, más me hubiese valido no haber escrito nada. Sé que es un libro que no pretende ser cedido a cambio de dinero. Por lo tanto, jamás llegará a ser un best seller. Su lectura no te traerá la risa ni la riqueza de este mundo, puesto que su objetivo se centra absolutamente en esas reflexiones que apuntan hacia el destino individual de tu alma en la eternidad del cosmos, y no a la gloria fugaz que logre arañar tu existencia terrenal. En las religiones mercantilistas del planeta, este concepto no ha sido jamás escudriñado a fondo, como debe ser. Si yo hubiese escrito este libro en la mitad de los eventos de la santa inquisición, habría sido condenado a la hoguera sin compasión alguna. Ahora sé que jamás seré quemado en la hoguera ─ o realmente no lo sé ─, pero tampoco seré leído por quienes no querrán hacer a un lado sus dioses de metal ni sus íconos de poder y de placer. No te asustes. No es éste un tratado anatema. No contradice de ninguna manera el mensaje que Jesús dejó, esa tarea de Amor Universal que Él sembró sobre la Tierra. Pero, ¿sabes a conciencia cierta cuál fue ese mensaje? Los popes de las religiones burocráticas del mundo ─en su afán por acumular poder y dinero ─ han desvirtuado el valor de La Palabra de 5


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Dios,

la han

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hecho

monserga y concepto

esotérico

mercantil.

Paradójicamente, la han vuelto también intrascendente, aparentemente fácil de entender y de seguir, claro que obviando lo que no les conviene adoptar y, menos, comunicar. Otros religiosos abominables, con su miserable ejemplo de vida han hecho que los incrédulos y el común de los escépticos del conglomerado humano menosprecien el propósito de la vida de Jesús sobre la Tierra. Muchos se repiten día a día: “¿Por qué seguir a quienes acumulan riquezas y pecado y se hacen llamar sacerdotes, pastores y representantes de Dios sobre la Tierra?” Precisamente por eso, este libro está dedicado a todos los que deseen compartir conmigo la fe humana que es humilde, la que no retroalimenta la ambición, la confusión o la duda. "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Juan 8:32).

¿No has encontrado a menudo respuestas a tus interrogantes, en cuanto a la existencia y a la forma de la sabiduría de Dios? ¿No te acuerdas siquiera del primero de los mandamientos? ¿Eres consciente de lo que ese mandamiento encierra? ¿No has reflexionado, en cuanto a lo que la razón y la fe significan en la toma de las decisiones que orientarán para siempre tu vida y la de tus hijos? Si aún no has percibido la realidad de lo que Jesús debe simbolizar en el futuro de tu hogar, si te parece difícil entender la Palabra de Dios, debes leer este texto con paciencia; y de principio a fin. Te lo aconsejo. Si así lo haces, pronto visualizarás el único sendero que te ha de proyectar hacia la búsqueda y hacia el hallazgo de esa sublime realidad. Entonces, si lo vas a leer, siéntate cómodo, sereno, solo, preferiblemente en un lugar silencioso, en un rincón libre de los ruidos del mundo. Y escucha lo que te dice un hombre que, luego de ser menos que nadie ante la grandeza de Jesús, aprendió a amarlo sin condición y sin regreso, y aceptó seguir su Palabra y divulgar su voluntad antes de entregarle a Él la vida. Todos hemos sido ignorantes alguna vez. Todos hemos fallado. Sin embargo, para escapar de ese error debemos profundizar en el fondo 6


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de las razones de la muerte de Jesús sobre la Tierra. Cuando develamos esas razones es cuando aceptamos que no somos sabios ni mucho menos, que no somos nada aún. Y es, allí, cuando nos es menester volver a nacer y trabajar para seguir a Jesús sin atrevernos a mirar atrás o a regresar sobre la equivocación. El hombre debe “nacer” dos veces y morir una sola vez, o ninguna. Los errores deben perecer con el hombre que falló, mucho antes de que ese hombre haya muerto, si es que ha de morir (*). Eso se llama RENACER. Renacer no es reencarnar para volver sobre las equivocaciones. En la sabiduría del Creador no existe la consecución del nirvana a través de innumerables vidas. Ese concepto no pertenece a las líneas de la Palabra de Jesús. La reencarnación no es compatible con el propósito de la Redención. Renacer es dejar atrás el mundo y su parafernalia, su caos, su engaño, su pecado, su idolatría. Renacer es empezar a amar al Dios Creador por sobre todas las cosas. “Yo amo a los que me aman, y me hallan los que temprano me buscan.” (Proverbios 8: 17) * “No todos dormiremos. Pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados.” (1 Corintios 15: 51, 52)

A pesar de su invaluable propósito, no es éste un libro enorme. Es un libro sencillo. Es un libro abierto. No sugiere adhesión a religión o iglesia alguna. No lo sugiere, porque la palabra religión es un vocablo que te impide leer de cerca el verdadero nombre de Dios. No lo sugiere, porque las sombras de la religión y de la iglesia son fantasmas que durante siglos no te han permitido ver claramente el verdadero rostro de Jesucristo. Y bien, cada episodio de esta obra aparece precedido por uno o dos de esos interrogantes que a menudo nos hemos planteado, y que son los mismos que por años han trastornado la estructura teológica del pensamiento de la humanidad y, ante la falta aparente de respuestas concretas, han empañado la opinión que del Padre Creador y de Jesús desde la infancia debimos haber conservado en el corazón. Y es que 7


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todos nacemos con Jesucristo en el alma, pero, a medida que nos enamoramos de la falsedad del mundo, lo vamos olvidando. Antes de empezar, te voy a plantear uno de esos interrogantes: ¿Por qué Satanás no fue pulverizado de inmediato, cuando destruyó los planes que el Señor Dios tenía para el hombre y la mujer en el Edén? ¿Tú qué me responderías? ¿Jamás has reflexionado alrededor de ese interrogante? ¿Fue ése un grave error del Creador? En este libro encontrarás la respuesta a ése y a otros interrogantes de intrincado análisis y podrás, cuando lo desees, cotejar lo argumentado con lo que las Sagradas Escrituras dicen al respecto. También evitarás de una vez por todas atreverte a poner en tela de juicio las decisiones del Padre del Universo. Siendo así, y para dar al libro una elaboración mucho más válida, un horizonte espiritualmente concreto, no he dudado en acudir al auxilio permanente de La Biblia. Es necesario considerar que, en las páginas del Antiguo Testamento está plasmada la historia y el destino del hombre, de principio a fin. En ellas es posible distinguir las huellas del Señor sobre la arena de la Tierra. En ellas aparece también delineado, desde siglos atrás, el camino del que sería el Salvador de la humanidad. De igual manera, he acudido constantemente a los Evangelios de Jesús y a otros pasajes del Nuevo Testamento, porque sobre cada una de sus líneas y en cada una de sus palabras podemos reclinar toda esperanza inmaterial. La esencia de esas páginas guarda la bondad y la voluntad de un Redentor pleno de sabiduría, un Ángel Superior que ha mirado siempre con Amor, y a menudo con tristeza, nuestras decisiones. “Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas, como ovejas que no tienen pastor.” (Mateo 9: 36)

El Nuevo Testamento es una ventana franca, proyectada hacia la visión de un hombre sustancialmente espiritual, dueño de una nueva Tierra y forjador de una humanidad sin guerras, ni hambre, ni aversión. No 8


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sobra palabra alguna en los Evangelios. No queda en ellos pregunta sin resolver. Sólo me resta esperar entonces, en el apoyo de la voluntad del Señor Dios, que al final de la lectura de este sencillo volumen, tú, amigo, o tú, amiga, hayas decidido emprender ese camino hacia Jesús, para nunca más volver atrás. Puesto mi corazón en este anhelo, dedico cada surco de este trayecto a aquéllos que se sienten solos sobre la Tierra. También lo dedico a los que no encuentran consuelo para su alma, a los que se creen perdidos y sin esperanza de perdón, a los que no tienen cobijo, ni calor, ni abrigo, a los que, por vergüenza o por falta de fe en las religiones del mundo, no quieren saber nada de Dios, a los que se acuestan a menudo sin haber llevado alimento a su boca, a los que frecuentemente se despiertan hundidos en sus pesadillas y caminan en su oscuridad sin rumbo alguno, a los depredadores de almas humanas, a los que creen no poder jamás perdonarse a sí mismos, a aquéllos que alguna vez regalaron a sus hijos, a las que abortaron, a los alucinados, los prisioneros, los enfermos, los lisiados y los que se sienten desgraciados, a las meretrices, a los que mendigan por profesión o por necesidad, a los que no han podido ajustarse a los delineamientos de su condición sexual natural, a los que se encuentran hundidos en el fango de la droga, a los jóvenes huérfanos y a los padres que han perdido a uno de sus hijos, a los que perdieron su casa o su hogar, a los que aman a los niños, a los que no los aman. También, desde mi alma, dedico esta obra a todos aquéllos que consideren que algún día sembré un mal recuerdo en su corazón. De manera particular, dedico estas líneas a Everin, la niña pintora, y a todos aquéllos que nacieron sin sus brazos o sus piernas, o a los que vinieron al mundo sin la vista o sin la función apropiada de alguno de sus sentidos o de sus órganos. También, a los que nacieron enfermos o despreciados, a los niños que sufren de cáncer, de Sida, del síndrome de Down o de alguna otra dolencia severa. “Como frío de nieve en tiempo de la siega, así es el mensajero fiel a los que lo envían, pues al alma de su Señor da refrigerio.” (Proverbios 25: 13)

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¿Existe el perdón para las meretrices y los homosexuales? ¿Hay pecados que no tienen perdón de Dios?

¿Se puede decir que Jesús es el exorcista universal en la catarsis espiritual del hombre o la mujer que han sido invadidos de demonios, pero que anhelan ser libres?

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Usurpadores de lo sublime La creencia general de los que jamás escudriñan por sí mismos en los Evangelios para entender la vida de Jesús, es que María Magdalena era una prostituta. Esta opinión apresurada se volvió casi una leyenda a partir del comentario de alguien que, tras leer el Evangelio de Lucas y malinterpretarlo, escribió que ella necesariamente tenía que haber sido una meretriz ─ una mujer de mala vida y pésima honra ─, porque de no haber sido así no habría albergado tantos demonios en su cuerpo. “Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con Él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios…” (Lucas 8: 1-2)

Pero no fue por eso la prostituta que se dice que era. Simplemente, ella ─María de Magdala─, como miles de mujeres y de hombres de su época, y como millones de hombres y mujeres de nuestra flamante era tecnológica, científica y suficiente, sufrió de la usurpación de su cuerpo y de su alma por parte de entidades serpenteantes de la descendencia y del vasallaje de Satanás, el príncipe de la usurpación, el dios de las tinieblas y del mundo, el creador único de las poderosas fuerzas universales del mal. No necesariamente pudo ella haber andado por todos los pueblos de Judea, desnuda y demente, arrojando piedras, como lo hacía el endemoniado gadareno. Era hermosa, eso sí, pero era una pecadora, como usted y yo lo hemos sido. Fue la misma mujer que un día entró en la casa de Simón el fariseo al saber que Jesús estaba allí, y se echó a sus pies. Los bañó con lágrimas. Luego, con ellas y con su cabello los enjugó y, finalmente, los ungió con un perfume de alabastro que había llevado entre sus ropas. Por supuesto que no fue la amante de Jesús ─ Él no vino al mundo a divertirse ─, como algunos agentes diabólicos y 11


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escritores de best sellers de denso matiz lo han venido pregonando. Fue su seguidora, al igual que otras mujeres de su pueblo y de su tiempo. Creyó firmemente en Su Palabra, y le sirvió con transparente amor durante varios días, incluso después de que Él resucitó. Hay que leer los Evangelios, antes de hacernos a opiniones ajenas o de adoptar las difamaciones de los enemigos de Dios, esbirros de Lucifer. Leyendo los Evangelios descubrimos que Jesús es el Dios de Amor, el exorcista por excelencia. Su exorcismo no solamente apunta a un hombre poseído en particular, sino a la humanidad entera y a la Tierra misma. Así como arrojó siete demonios del interior del cuerpo de María Magdalena, de igual forma puede arrojar del alma de cualquier pecador al más astuto reptil y, de la misma implacable manera, arrojará de la Tierra hacia el abismo al rey de todos los espíritus malignos en el día y la hora que está escrito. Y es que Él ─ Jesús ─ es el único aniquilador universal de serpientes incorpóreas, el único que puede esgrimir un poder devastador, inmisericorde y omnipresente sobre ellas. “Vé; el demonio ha salido de tu hija ─ Jesús le dijo a la mujer sirofenicia ─. Y cuando ella llegó a su casa, halló que el demonio había salido, y a la hija acostada en la cama.” (Marcos 7: 29-30)

El exorcismo de Jesús no fue jamás un proceso fatigante, interminable o aplazable. Fue un acto de Amor real, asolador, arrasador. Sencillamente, Él ordenaba a los espíritus usurpadores de lo sublime que hay en el hombre ─ ese soplo de la esencia de Dios que coexiste con el alma en cada criatura ─, salir inmediatamente del cuerpo del atormentado. Y ellos obedecían y huían, despavoridos. Se sabe que los demonios que eran por Él expulsados jamás se atrevieron a retarlo, y menos a mirarlo. Pero se sabe también que un día algunos de ellos osaron clamar por algo de compasión, a la vista del incierto destino que les esperaba. Jesús les concedió lo que pedían, claro que muy de acuerdo al propósito de su, a menudo, universal sabiduría. Eso sucedió en la ribera opuesta a la región de Galilea. El Maestro acababa de desembarcar allí con sus discípulos. A su encuentro vino entonces un hombre desnudo y 12


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sucio, el cual no moraba en casa alguna, sino entre los sepulcros. La gente había venido durante años intentando atarlo con cadenas y con grillos, pero inútilmente, pues de éstos se liberaba. Cuando el endemoniado tuvo a Jesús cerca, lanzó un grito espantoso. ─ ¡Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Altísimo! ─ Se postró miserablemente a sus pies ─. ¡Te suplico que no me atormentes! ─ ¿Cómo te llamas? ─ Le preguntó el Maestro. ─ ¡Legión me llamo, porque somos muchos! Fue luego de estas últimas palabras cuando esos muchos demonios que se habían apropiado de las directrices físicas y mentales del gadareno clamaron al Señor para que no los enviase al abismo, que les permitiese entrar en un enorme hato de cerdos que pacían muy cerca de ahí, en un claro del monte. Él les concedió el permiso. Mas, cuando los demonios abandonaron la humana morfología del poseído y entraron en los cuerpos de los cerdos, éstos se precipitaron por un despeñadero y se arrojaron al mar, pues les fue imposible soportar ─ así no fuesen más que humildes cerdos ─ todo ese flujo repentino sulfúrico cargado de porquería inmaterial no comestible. ¿Queda alguna duda de la grandeza de Jesús? A menudo, sólo cuando tenemos la oportunidad de leer algunos de los episodios extravagantes,

intrincados

y

penosos

del

exorcismo

moderno,

comprendemos la grandeza de Jesús. A ese poder lograron acceder algunos de sus apóstoles. No obstante, en más de una ocasión sufrieron lo indecible en su noble afán de echar a los espíritus usurpadores del cuerpo de algún infeliz poseído. A pesar de que tenían la certeza de que el peor tormento, la más efectiva estrategia para arrojarlos, era nombrarles a Jesús y al Padre Creador, y a pesar de que lograban hacerlos estremecerse, maldecir, revolverse, y arrojar espumarajos por boca y nariz ante la vehemencia de sus órdenes, a los discípulos de Jesús les era necesario recurrir constantemente al ayuno, a la oración real, profunda, a su fe, y a la purificación absoluta de sus pensamientos y de sus actos. 13


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Sucedió con aquel muchacho que era poseído por un espíritu mudo y sordo. Los apóstoles llevaban horas intentando liberar al joven de aquella entidad maligna, pero no lo habían logrado. La multitud se agolpaba. Los escribas presentes en la escena contendían con los exorcistas. El muchacho se revolvía en el suelo, echando espumarajos y crujiendo entre dientes. Entonces, llegó el Maestro. En segundos arrojó al demonio usurpador. El cuerpo del joven quedó tendido en tierra, como muerto. Jesús entonces lo tomó de la mano y lo volvió a la normalidad de su existencia. ─ ¿Por qué nosotros no pudimos echarle fuera? ─ Preguntaron los discípulos al Señor cuando estuvieron aparte. ─ Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno ─ respondió Jesús. Hoy no tenemos a los apóstoles a nuestro lado, pero tenemos las palabras que algunos de ellos escribieron, inspirados por el Espíritu de Dios y, lo que es mucho mejor aún, tenemos a Jesús, si es que tenemos fe. Con esa fe irreversible, con la oración real y con el apoyo constante de Jesús, podemos atormentar efectivamente y echar de nuestro ser toda entidad maligna, todo demonio inmanejable. Y es que no hay demonios manejables, a menos que les demos gusto. Pero podemos incluso vencer al mismo Satanás, porque el amor de Jesús es superior al odio del príncipe del mundo. El amor de Jesús es desbordante, se esparce, se escapa. Con sólo desear tocar un extremo de su manto, el cual cubre del frío de la noche a los que le aman, podrás tú, si es que tienes fe, curarte en tu cuerpo y en tu alma. “Alguien me ha tocado –dijo Jesús –, porque yo he conocido que ha salido poder de mí.” (Lucas 8: 46)

Para entender la maldad de Satanás e involucrarnos en ella, sólo es preciso estar vivos en el mundo. No es nada complicado. A Lucifer lo 14


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tenemos a la mano. Seguirlo no es nada difícil, y parece ser placentero y gratis. Pero, para entender la bondad de Jesús, para dejarnos cobijar por ella, necesitamos mucho más que estar vivos. Necesitamos de la fe, del Amor, y de la renuncia del error. Por eso, si no se tiene fe, si no hay oración ni Amor real, y si no hay voluntad de renacer en el alma, no habrá limpieza espiritual, y jamás tendremos al Maestro dentro del corazón. Creer lo contrario se llama ser parte de una religión. Los espíritus oscuros saben muy bien lo que es el hombre. Saben de sus debilidades, de sus limitaciones y del vacío de su alma. Saben bien que ese vacío no es otra cosa sino la ausencia de Dios en ella. Y es entonces ese vacío, el mismo que ellos ocupan individualmente o en legiones, mientras ese hombre se llena de riquezas o de maldades y no parece darse cuenta de lo que le está sucediendo a su cuerpo y a su espíritu, y continúa riendo, fornicando, emborrachándose y salpicando de lodo a sus hijos; y maldiciendo. Ahora bien, si es que no estamos de acuerdo con el término, no le llamemos “exorcismo” a la depuración del alma humana. Llamémosle Fe. Miremos hacia Jesús. Busquémosle. Y toda purificación será factible, y toda enfermedad desaparecerá. El camino no es fácil. El sendero no es ancho. El esfuerzo no es corto. Es una batalla que sólo termina cuando al Señor le entregamos la vida. A través de las líneas de este libro sabrá usted por qué debo hoy reconocer que mi alma no fue libre por muchos años, pero que ahora sí lo es. Satanás no tiene ganado en este instante ni el más pequeño rincón de mi ser, pero sé también que no debe mi boca cantar victoria, sólo hasta el último respiro de mi cuerpo. “Yo te mando: sal de él, y no entres más en él.” (Marcos 9: 25)

El auto-exorcismo más efectivo, la única purificación personal realmente infalible, sólo se logra negándose al mundo, y a sí mismo. Se alcanza, dándole la espalda a las riquezas y a los deseos, y diciendo: 15


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“¡No!”, a las ambiciones y a las perversiones de la carne. Parece no ser lógico, parece ser inadmisible, pero no, ese remoto objetivo sí se puede lograr, pero sólo a través de la búsqueda absoluta y sincera de Jesús, ese siempre disponible, bondadoso y amoroso Jesús, el Redentor del espíritu del hombre. “Pero los que son de Cristo, han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.” (Gálatas 5:24) Esa negación de sí mismo compromete firmemente con Dios al cristiano real ─ al verdadero adorador ─ hasta el momento de su muerte. “Ninguno que, poniendo su mano en el arado, mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.” (Lucas 9: 62)

Aquél que ama a Dios en espíritu y en verdad sabe bien que nada es suficiente, cuando de entregarle la vida a Él se trata. “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Juan 4: 23-24) “Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos.” (Mateo 19: 12)

Es necesario, al leer las dos primeras frases de este último versículo, hacer una pausa y notar que la condición sexual anormal en un hombre, o en una mujer, parece darse ─ según el Evangelio, escrito hace más de dos mil años ─ por una de dos causas evidentes: Genética, cuando es adquirida desde el vientre de la madre. Mental, cuando deriva de la violación o de la perversión del niño, sufrida a manos de adultos corruptos, hubiesen sido religiosos o no. ¿Es factible curar esa condición equivocada? Nuevamente habrá que aferrarnos del concepto de la fe para decir que sí puede ser sanada. La fe sana todo mal del cuerpo y todo mal del alma. Mas, si tu fe no es suficiente, si no encuentras una respuesta inmediata de parte de Jesús, 16


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Él sabrá por qué, y es entonces cuando debes luchar contra el error por ti mismo, así como lucha contra su condición adversa aquél que no tiene brazos. Toda lucha requiere el brío de la voluntad, porque la voluntad es la herramienta del héroe, del valiente. Debes volcar el camino equivocado hacia el camino normal, así te cueste trazarle nuevos surcos a tu mente y a tu vida. Si no lo logras fácilmente, si no puedes acostumbrarte a vivir y a soñar con ser feliz sin tus brazos ─ permíteme continuar con la analogía ─, dile entonces a tu mente que ésa es una dádiva enorme de Jesús para tu vida, pues así fue como Él quiso acercarte a la salvación. Aunque no lo creas, tus debilidades y tus discapacidades te acercan a Jesús porque te hacen vulnerable, porque sientes que no estás en la ruta poderosa de un mundo que desprecia a los débiles y a los enfermos. Adopta para siempre el concepto de la fe, y la bendición que la fe aporta. Entre más brazos tengas, más errores cometerás. Sea tu cuerpo hermoso o no, le falte un dedo o le falte mucho más, sea tu cuerpo del color de piel que tenga, esté tu cuerpo enfermo o sano, es templo de Dios. Debes amarlo como es. Debes respetarlo. El Señor no mirará, al final del tiempo, la belleza que alguna vez tuvo tu cuerpo. Él mirará la nobleza de tu alma. De acuerdo a lo que Él te haya dado al nacer, de acuerdo a eso Él mirará lo que lograste edificar a lo largo de tu vida. Él no te va a pedir haber sido el campeón de los olímpicos, si no te dio las piernas para poder lograrlo. Él no te va a pedir haber alcanzado un premio Nobel de Física, si no te concedió una genial inteligencia. Para Él no cuentan los logros del mundo. Para Él, lo que cuenta es el Amor humano que diste a los demás con ese cuerpo y esa mente que te concedió al nacer. Sin embargo, si no te interesa luchar contra el error, si prefieres esconderte de la verdad para satisfacer tus sentidos, si optas por hacer parte de las marchas mundiales que patrocinan filosofías equivocadas, y si tu más apremiante tarea es la que tiene que ver con la consecución exclusiva de tus caprichos, cierra este libro. Pero no esperes que Jesús te premie por no ser capaz de hablarle para que te ayude a entender tus perturbaciones, tus lucubraciones y tus incertidumbres, y por no ser capaz de intentar superarlas por ti mismo. 17


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“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (I Corintios 6: 19)

He aquí el Amor de Jesús, y el poder de su Redención. He aquí la grandeza de su muerte en la cruz. El que vive en el error puede ser lavado. Jamás un ser humano es despreciado por Él absolutamente. No obstante, el pecador debe renacer, y no volver a caer. Si a Pablo de Tarso, que era un equivocado irreverente, un asediador de apóstoles y de seguidores del Señor, le fue dado renacer y luego escribir acerca del poder del perdón de Jesús, ¿por qué no habremos de pensar que también nuestros errores, por miserables que parezcan, podrán ser de igual manera hechos olvido y transparencia? ¿Y por qué no podremos, además, esperar que Jesús nos asigne una misión sobre la Tierra como lo hizo con Pablo? “Misericordioso y clemente es el Señor. No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados. Tan lejos como está el oriente del occidente, hizo él alejar nuestras trasgresiones. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo.” (Salmos 103) “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. Y dijo: Anda”. (Isaías 6)

El Amor de Jesús no tiene límites. Por eso, si no poseo yo capacidad de comprensión, de misericordia o de Amor, para perdonar a los que me han hecho daño ─ o para perdonarme a mí mismo ─, Jesucristo sí que la tiene. Ése es el principio de la Redención, la razón de su muerte en Jerusalén. Con su muerte ha lavado Él nuestras culpas. Su muerte no tendría sentido para nadie, si nadie hubiese caído en pecado. ¿Te es difícil entender que la muerte del Hijo de Dios sobre la Tierra puede validar tu renacimiento? Haz una corta oración ahora mismo, y lo entenderás. La muerte de Jesús no fue un hecho simple. No fue un crimen más de la humanidad. Fue un acontecimiento universal, fue una ofrenda de Amor de Jesucristo hacia su Padre ─ el Creador ─, en bien del perdón de la rebelión de esa humanidad. Sin embargo, hay una condición absoluta, individual, para obtener ese perdón. Y esa condición es sólo 18


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una, pero es tajante: Cuando en el poder de la muerte de Jesús has depositado tus errores para que Él los haga olvido y te conceda el perdón, no podrás volver atrás. Si regresas, ya no será un solo demonio quien invada tu alma. Serán siete. Luego, serán legiones enteras. “Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados moran allí.” (Mateo 12: 43-45)

La tercera frase del versículo del eunuco ─en Mateo 19─ dice claramente que hay eunucos que se hicieron eunucos por causa del Reino de los Cielos. Esta actitud, quieras creerlo o no, es la que separa al Verdadero Adorador, del religioso de iglesia. Los dos, el verdadero adorador y el religioso, podrían quizás ser llamados cristianos. Pero hay una enorme diferencia en el prisma de su filosofía, una que tiene que ver con el horizonte de sus almas: El Verdadero Adorador es el eunuco del que habla Jesús al final de ese versículo. Ése es el hombre que consagró no solamente una parte de su tiempo para adorar a Jesús. Ese eunuco, el eunuco por causa del Reino de los Cielos, ha consagrado todo ─ cuerpo, mente y alma ─ por Amor a Jesús. El religioso, en cambio, sólo le ha dado a Jesús una parte de su vida, quizás un solo día a la semana. Eso, el entregarle al Maestro de Galilea sólo una parte de la vida, es tener la puerta del alma peligrosamente abierta para Satanás y sus demonios. La juventud nos franquea las ventanas del placer y del olvido de Dios. A esa edad nos invade la sensación de que somos eternos, grandes. A esa edad creemos que nada nos daña, que nada nos importa. Cuando somos jóvenes, nos encumbramos por sobre nuestra belleza física y nos mimetizamos entre nuestra fuerza material. La vanidad y la soberbia nos embriagan. Todo parece ser fantástico a esa edad: Los amigos, los placeres, el licor, la música, el baile, la droga y el sexo. Todo eso nos deslumbra, nos captura y nos confunde. Parece entonces que no necesitamos de Dios para sentirnos plenos. Mas, algunas veces, y sin 19


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haberlo planeado, la muerte aparece antes de lo esperado, y no podremos reclamarle a Jesús por algo que Él no delineó, esa factible desaparición temprana de la vida. Si jugamos a morir, moriremos en cualquier instante. “Porque como ladrón que sin avisar entra en tu casa, saquea y destruye, así será la llegada de la muerte”. Debemos estar en todo momento preparados para ese evento inevitable. Si no hemos renacido en Jesucristo, no estamos preparados. Satanás si lo estará, para llevarse el alma a ese pozo donde arde el fuego eterno: ¡El infierno! “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento; antes que la cadena de plata se quiebre, y se rompa el cuenco de oro, y el cántaro se quiebre junto a la fuente, y la rueda sea rota sobre el pozo; y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio.” (Eclesiastés 12: 1-7)

Jamás olvidaré cómo lloraba una tarde frente a mí un joven músico estudiante universitario que parecía no poder hallar alivio para los abismos de su conciencia. No obstante, luego de que dialogamos creo que lo encontró. En medio de innumerables conciertos, del vértigo del aplauso, de los besos y los favores de las chicas jóvenes, en mitad de las muestras de admiración de amigos y extraños, había él caído hondo, hasta untar su ser de droga, de baños de alcohol y sexo, sin hacer diferencia de género; de nada. Y sin descanso. ─ Profesor ─ me dijo entre lágrimas, sentado en una banca de uno de los huertos de un camposanto inmenso ─, la verdad es que no encuentro paz para mi alma. Dos días atrás, un compañero de una de sus clases, aunque no de la mía, su mejor amigo quizás, se había lanzado desde lo alto de uno de los puentes peatonales de la Autopista, al norte de la ciudad de Bogotá. Su nombre era Nicolás. Acabábamos de asistir a su sepelio. ─ Creo saber por qué Nicolás se quitó la vida ─ prosiguió ─. ¿Quiere usted saberlo? ─ Te escucho. 20


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─ Profe, usted un día nos mencionó en clase un versículo de La Biblia. Al leer ese versículo se podía concluir que la relación sexual entre individuos del mismo sexo era una abominación a los ojos de Dios. Claro que ese día a nadie le importó poner atención a sus palabras. ─ Lo sé, y lo recuerdo ─ Miré hacia las alas de los pinos que el viento agitaba más allá de la suave hondonada. ─ Ese día que usted nos lo dijo era un viernes. ─ Sí. También recuerdo eso. ─ Esa noche ─ continuó ─ nos reunimos en el apartamento de Nicolás. El papá estaba de viaje. Aprovechamos eso. Éramos, más o menos, seis de su clase de Filosofía y cuatro niñas de otro salón. Pusimos música. Tocamos. Cantamos. Consumimos perico y brandy. Lo que sucedió después de las doce es inenarrable, es vergonzoso. ─ No tienes por qué contarme todos los detalles ─ Vi que las lágrimas seguían rodando por sus mejillas. ─ Al día siguiente, alguien llamó a Mónica, la novia de Nicolás. Le contó todo lo que habíamos hecho. ─ El aquelarre. ─ Sí. Mónica echó a Nicolás. Creo que él no pudo soportarlo. ─ ¿Harías tú lo mismo? ─ Lo miré directamente a los ojos. ─ ¿Qué? ¿Matarme? ─ Sí. Quitarte la vida. ─ No por una mujer. No lo haría, profe. No, por un ser humano. Pero usted me llena de confianza. Déjeme decirle que, tal vez sí, lo voy a hacer. Voy a matarme, pero no por nadie de este mundo. ─ ¿Estás consciente de lo que estás diciendo? ─ Sí. Ayer busqué ese versículo que usted nos mencionó. Lo encontré. Está en Romanos: “Por esto, Dios los entregó a pasiones vergonzosas, pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, 21


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cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío”. ─ En ese versículo, Pablo está profetizando ─ comenté ─. No está hablando absolutamente para sus hermanos del siglo primero. Está hablando para los hombres de hoy. Nos habla de las consecuencias físicas de la prostitución, la promiscuidad y la homosexualidad. Allí, él lo llama: “La retribución”. El VIH y otras pandemias. La locura. La drogadicción. Sin embargo, existe el arrepentimiento. Existe el perdón. Podemos ser lavados en la sangre de Jesús. El mismo Pablo lo dice en Corintios. No tienes entonces por qué pensar en quitarte la vida luego de haber caído por ser joven e ignorante. Sólo piensa en entregarle esa vida a Jesús, y no vuelvas a caer. No consumas más licor ni droga. Si has de tener sexo, que sea de acuerdo a la forma de un verdadero hijo de Dios, con quien debe ser, y con amor; sin lascivia. Evita la promiscuidad. Es más, entiendo que me has querido decir que te quitarías tu vida por haber ofendido esa noche a Jesús. Haces bien en pensar así. Pero no lo hagas. No remediarías nada, y le harías el obsequio final de tu alma a Satanás. Dedica esa vida a evitar que otros cometan el error que has cometido. Jesús hoy ya te ha perdonado. “¿No sabéis que los injustos no heredarán el Reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el Reino de Dios. Y esto erais algunos de vosotros; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios.” (1ra. de Corintios)

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¿Existe de verdad el demonio, ese ente poderoso y oscuro a quien llaman Lucifer o Satanás? ¿Dónde está? ¿Cuál es su apariencia real?

¿Por qué razón el diablo no fue pulverizado de inmediato y para siempre en el momento mismo de su embestida, cuando destruyó el plan que Dios tenía para el hombre y la mujer en el Edén?

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El hijo de la aurora “¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! ¡Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones! ¡Descendió al Seol tu soberbia y el sonido de tus arpas; ¡gusanos serán tu cama, y gusanos te cubrirán!” (Isaías 14: 12-11)

Lucifer, o Lucero ─que significaba “Hijo de la aurora”, entre los pobladores de la antigua Babilonia─ fue uno de los primeros nombres que se le dio al planeta Venus, cuerpo celeste que asoma por el oriente con el alba. En su capítulo catorce, Isaías le da a Satán el mismo apelativo, al narrar la expulsión definitiva de los cielos de este ángel oscuro quien, en el umbral de los siglos, fue llamado Lucero de la Mañana. “Un día vinieron a presentarse delante del Señor los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás.” (Job 1: 6)

En efecto, Lucifer fue uno de los seres más deslumbrantes, entre los hijos de Dios. Pero muy pronto habría de mostrar el peor de sus errores ─la soberbia─, y habría de envidiar y de desconocer la autoridad de su Padre. Se irguió entonces como su peor enemigo, aunque para convertirse en enemigo del Creador tenía que blandir argumentos muy diferentes a los de Jesús. La transparencia, la sabiduría y la bondad no calzaban bien en la nueva realidad de Lucifer. Eligió entonces la oscuridad, la mentira y la maldad, como revestimientos y como entrañas de su escudo, dando origen a las fuerzas universales del mal. Pero jamás fue un buen guerrero, si de enfrentar a alguien cara a cara se trataba. Fue derrotado fácilmente por el arcángel Miguel y fue destituido de su divinidad y arrojado a la Tierra, junto con los innumerables ángeles menores que osaron rebelarse con él. “Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo. Mas tú derribado eres hasta el Seol, a los lados del abismo.” (Isaías 14: 13-15)

Al acomodar su reino sobre la Tierra, uno de los peores 24


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sentimientos que el ángel caído empezó a albergar en su torcido espíritu fue el odio hacia todo lo que su Padre había creado, en particular la débil raza humana. Quizá por eso la palabra “demonio”, en las creencias hebrea, cristiana e islámica, se utiliza para nombrar al espíritu supremo de la oscuridad, ése que durante innumerables siglos ha regido el universo del mal y se ha convertido en el adversario número uno de la humanidad. Esa palabra proviene del griego y significa: calumniador. Este adjetivo califica a un personaje sedicioso, a un mago en el arte de espiar, de tentar y de acusar ante la autoridad, basándose en lo punible y en lo no punible para, en este caso, provocar la separación de Dios. Lucifer se convirtió muy pronto en el príncipe de la Tierra y, desde su trono, para muchos incrédulos imaginario, pero para nosotros muy real, empezó a dirigir una horda de ángeles serpenteantes tenebrosos que han sometido al hombre a realizar actos diabólicos bajo el poder de fuerzas distintas a las de la normal conciencia humana. Y es que estos seres malignos,

esbirros de

Satanás

─como quizás

ya

lo

mencioné

anteriormente─ han estado siempre enterados de que hay estados mentales del hombre que pueden ser fácilmente manipulados. Y aprovechan ese vacío en el alma humana ─que no es otra cosa sino la ausencia de Dios en ella─ para plantar sus desviadas imágenes, para hacer que el hombre crea y vea lo que no es, y para empujarlo a caer de mil maneras y llegar incluso a matar o a quitarse la vida. Satanás y sus legiones nada pueden hacer cuando de avasallar a un hombre o a una mujer se trata, si no es entrando en su cuerpo, en su mente y en su alma; en los tres. Por eso, si tú no les permites entrar nada podrán ellos hacer, pero seguirán intentando apoderarse de todo lo que tú significas para el incremento de su rango de poder en el etéreo. Debemos darnos cuenta cuanto antes que no podemos luchar contra fuerzas intangibles que doblegan fácilmente lo que somos: materia maleable, mente expugnable y alma débil. No tenemos armas para contender contra esas fuerzas. No poseemos nada que nos sirva para enfrentar con éxito el universo del mal. Somos frágiles espigas de trigo 25


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en medio del vendaval de una maldad de ejércitos que no se anuncian ni se dejan ver. No es para que te asustes. No es para que vivas entre el temor y la incertidumbre. Es para que aprendas a vivir sabiamente. No es fácil, pero el galardón que recibirás si vences es inimaginable, es la continuidad de la vida sin miedos ni crueldades, es unirte al ejército de Jesús, es llegar a ser parte activa de su Reino. “Porque no estamos luchando contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad de las regiones celestiales”. (Efesios 6:14) “He aquí, Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo.” (Lucas 22: 31)

El hombre lleva en su interior un soplo de la Esencia Divina. Eso está escrito en Génesis. Cuando alguien muere, es esa esencia la que debe retornar a Dios ─pues Dios es su origen─, para hacer de nuevo parte de Él. El objetivo de Satanás es impedir por todos los medios posibles que eso suceda: que el hombre se una a su Creador. Luchará hasta el final para arrebatarte esa brizna de la esencia de Dios que te fue estibada en tu alma en el momento de nacer. El diablo sabe muy bien cómo puede crecer en el etéreo. Es simple para él. Tan sólo tiene que sumar a su asqueroso espíritu, y a su ejército, los millones de hilos espirituales de los humanos que rechacen a Jesús y se adhieran a su oscura y asquerosa esencia. En ese proceso reclutará una segunda multitud de ángeles que se unirán a la primera ─su ejército sideral de demonios─, pues sabe bien que no le queda mucho tiempo para enfrentar al Rey de Reyes y Señor de Señores. Satanás también sabe leer y te puede recitar al derecho y al revés el Libro de la Revelación, y toda la Biblia. Él sabe lo que le viene encima, pero, aun así, el muy iluso sueña con la victoria final. “Y vi a la bestia, a los reyes de la Tierra y a sus ejércitos, el número de los cuales es como la arena del mar, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo y contra su ejército” (Apocalipsis 19, 20)

A manera de ilustración de lo antes escrito, y si alguien 26


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preguntase qué hecho macabro de la historia puede ser considerado absolutamente diabólico o qué capítulo siniestro de la misma asoma en el recuerdo de la humanidad como el más repulsivo de todos los actos que Lucifer haya jamás hilvanado sobre la Tierra ─obviando el engaño del Edén y la crucifixión de Jesús─, muchos responderían que fue El Holocausto (1939--1945). Otros mencionarían la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Algunos traerían a la memoria la Guerra de Vietnam. Pues bien, hablemos un poco del primero. “La mano del Señor vino sobre mí, y me llevó en el Espíritu, y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera. Me dijo luego: Hijo de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel.” (Ezequiel 37: 1-11)

Al final de la Segunda Guerra Mundial, los ejércitos aliados encontraron más de veinte campos de concentración, esparcidos ─al igual que los mismos judíos─ a todo lo largo de los países de Europa invadidos por la Alemania Nazi. En ellos hallaron miles de cadáveres sin enterrar. Sin embargo, las víctimas del Holocausto no fueron miles. Fueron cerca de seis millones. Un buen número de fosas crematorias gigantes, estratégicamente ubicadas en los campos de exterminio, ocultaron del juicio del mundo la verdadera cifra. Tan sólo en Auschwitz, campo de ejecución próximo a Cracovia ─Polonia─, quizás el más horrible de todos los campos de concentración jamás creados por el hombre, los nazis asesinaron cerca de cuatro millones de personas: Ancianos, mujeres, hombres y niños ─judíos, en su gran mayoría─, homosexuales, gitanos y testigos de Jehová. Se necesita estar invadido por el demonio de la ira, de la venganza, de la desesperación o de la locura, para asesinar a alguien o quitarse la vida, pero se necesita ser el mismo Satanás para asesinar a millones de ancianos inocentes y de niños. Los genocidas obligaban a los judíos, como primera medida antisemita, a portar brazaletes con la estrella de David, la de seis puntas. Luego los aislaban y hacinaban en ghettos ─áreas de restricción 27


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amuralladas ubicadas en las ciudades invadidas por el ejército alemán. De allí los sacaban para hacinarlos en vagones de trenes de transporte de ganado cuyo destino eran los tramos de rieles que penetraban hasta el interior mismo de los campos de concentración. Allá los obligaban a desnudarse ─empezando por los ancianos, las mujeres, los niños, los enfermos y aquéllos que no estaban aptos para trabajar. Les robaban su ropa, dinero y pertenencias. Luego los engañaban, argumentando que les iban a obsequiar una ducha especial y, a continuación, los masacraban en masa, empleando cámaras con gas de cianuro, inyecciones letales o fusilamiento. Aún insatisfechas sus perdidas almas con todo eso, antes de cremar los cuerpos los asesinos asaltaban las bocas de los cadáveres en busca de oro o, lo que era más cruel aún, obligaban a los mismos judíos europeos a asaltar los cadáveres de sus hermanos. No obstante, no todos los prisioneros de Auschwitz murieron de esta manera. Algunos sucumbieron a la inanición, a las enfermedades, al trabajo inmisericorde, o tras experimentos realizados por científicos y médicos nazis ─Josef Mengele, a la cabeza. Tres años más tarde ─en 1948─ los judíos sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial lograron el apoyo de las potencias victoriosas para fundar el Estado de Israel, el cual fue situado en la costa oriental del Mediterráneo. “He aquí yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré subir de vuestras sepulturas, y os traeré a la tierra de Israel.” (Ezequiel 37: 12)

Se debe entender, sin embargo, que estas palabras del profeta Ezequiel se referían más que todo a la Redención final del pueblo de Dios. No obstante, el destino de Israel en la Segunda Guerra Mundial fue un prisma de lo que habrá de acontecer muy pronto con la nación de Jesucristo ante las huestes de Satán y de la Bestia. ¿Necesitamos más pruebas de la existencia de Lucifer y sus demonios? ¿Necesitamos más evidencias de la manipulación que fabrica 28


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día a día ese bastardo*, en el núcleo del alma de los soberbios, de los asesinos y de los que no aman a Jesús?

* Le he llamado aquí bastardo, porque se atrevió a desafiar a su propio Padre y osó dudar de la grandeza de su hermano mayor.

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¿Es el suicidio un acto sugerido por el demonio, una locura previamente sembrada en el núcleo del alma de quien se ha de auto-eliminar?

¿Le será dado a Satanás quitarse su vida de ángel superior cuando se entere de que jugó con fuego y que estará condenado a sufrir eternamente en las llamas de su propio infierno?

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Actos diabólicos “Ningún asesino puede tener la vida eterna”. (1 Juan 3:15)

Empezaré mencionando aquí, para ilustración de los lectores más jóvenes o para la de aquéllos que creyeron que Satanás estaba atado en este siglo, el atentado perpetrado contra las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York, el once de septiembre de 2001. Por supuesto que no vale la pena narrar todo el evento aquí, en este libro. Ese suceso es bien conocido. Existe mucha información acerca de él. Hay, incluso, demasiada especulación a su alrededor, con escondidos intereses políticos y religiosos. Vamos entonces a analizar el hecho desde donde nos interesa: desde el prisma de la naturaleza humana, en especial desde la visual del kamikaze; del suicida. El mismo Hitler fue un suicida. Eso todos lo sabemos. Coloquemos por lo tanto bajo la lente una diapositiva nueva: El suicidio homicida. Para hacerlo así, y pensando en la mentalidad de los terroristas dentro de los aviones lanzados sin remedio hacia las torres gemelas, enunciemos la siguiente pregunta: ¿Es el suicidio homicida ─ ése de diseño kamikaze a lo Pearl Harbor, o el de los talibanes de las torres ─ un oculto componente natural del bagaje religioso o filosófico de todo hombre? La respuesta es negativa. Absolutamente. Ese acto de locura extrema del talibán, del musulmán enajenado, es una clara posesión diabólica que no se diferencia demasiado de la usurpación espiritual que experimentó y disfrutó entre su soberbia Hitler, el líder nazi. Los terroristas que ocuparon las cabinas de los aviones secuestrados ese once de septiembre no iban precisamente echando chistes. Iban orando, a su manera. Iban preparándose para recibir el premio a su sacrificio ─ entrar 31


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en el cielo de su dios. Iban dialogando con ese dios, el dios de los asesinos, el dios de los suicidas. No importa qué nombre tuviese ese dios para ellos, para nosotros no es otro sino Satán. La Biblia lo dice: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio “. (Juan 8:44)

En el Nuevo Testamento encontramos un caso claro de suicidio: el de Judas. Sin embargo, ese acto de auto-ejecución de Judas es motivado por la desesperación, a la vista de las consecuencias de su traición. Es, en cierta forma, un miserable acto de cobarde arrepentimiento, es un acto de venganza demente, de odio inmenso, protagonizado por el agresor contra sí mismo. Fue otra posesión diabólica evidente. Y es, a partir del Evangelio, que usted puede asumir sin temor a equivocarse que, en toda práctica homicida, o en todo acto suicida, existe una inmanejable posesión diabólica. “Y entró Satanás en Judas, por sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce.” (Lucas 22: 3)

No obstante, la traición de Judas no atentó contra la humanidad. Por el contrario, la colocó en el camino de la Redención. Y es que, en ese acto de Judas, si lo sumamos a la crucifixión de Jesús, Satanás demostró seguir siendo artero pero imbécil. Se equivocó, pues con su sedición y usurpación patrocinó su propio fin y el de sus hordas. A menudo me pregunto: ¿Por qué Satanás ha sido tan prolongadamente imbécil? Abro entonces el Libro de Dios, y encuentro allí la respuesta: “Todas las cosas ha hecho Dios para sí mismo, y aún al impío para el día malo.” (Proverbios 16: 4)

De ser impío a ser imbécil o ignorante, no hay demasiada distancia. Esto no quiere decir que Satanás fue creado imbécil o que fue creado perverso. El Señor no hace las cosas de esa manera. No. Lucifer, como ya lo dije, fue creado grandioso, más grandioso que casi todos sus 32


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hermanos celestiales. Y fue lleno de poder y majestad. Era un príncipe de lujo en el Cielo de Dios y en el universo entero. Él, sólo él, escogió su mal destino y odió a su Padre. Entonces el Señor, desde el fondo de su Sabiduría, decidió utilizar a ese mal hijo, a ese maligno espíritu, ¡para medir la capacidad de Amor de cada ser humano, para saber quiénes ─ qué hombre y qué mujer ─ merecerán algún día vivir en el Paraíso y ver su Rostro! Por eso, aquéllos que se adhieren a la mente de Satanás, los que lo siguen y se cobijan en su asquerosa paternidad, no verán jamás a Dios ni verán jamás el Cielo. Los que siguen al demonio, ellos, sólo ellos ─ al igual que su padre ─, están escogiendo su mal destino. Más adelante estudiaremos por qué la predestinación ─ trazada desde el principio del universo por el Dios Padre ─ está siendo al final reafirmada por el hombre a través de la buena o la corrupta utilización de su derecho al libre albedrío. Ahora bien, tanto el suicidio de Judas, como el suicidio homicida de los talibanes de las torres gemelas y el de los genocidas del Holocausto, son a todas luces actos diabólicos, actos instigados y patrocinados por el rey de las tinieblas. Su característica es una sola: la maldad, juzgando y tomando la vida de lo que cree que le pertenece, así arrase, como en cualquier acto de guerra o más particularmente en el caso de las torres, con la existencia de personas inocentes. Es entonces la firma de Satanás la que queda estampada en los tres hechos: Payaso que planea, dicta, engaña, ensalza y luego destruye, halagador que lleva al hombre hasta la cumbre de sus más inútiles quimeras para luego arrojarlo desde la cima hacia el infierno. Así lo graficó el final de Judas y, si fuese posible tener aquí mismo el gráfico y la opinión final del alma de Hitler en cuanto atañe a este tema, su boca escaldada corroboraría mis afirmaciones. Similares serían las opiniones de las almas de los más cercanos subalternos del Führer ─ Himmler, Goering y Goebbels ─, quienes, al igual que él, se suicidaron cobardemente tras la derrota de sus diabólicas fantasías. Iguales serían también las opiniones de las almas de los otros nazis que fueron juzgados y ahorcados en Nuremberg al término de la Segunda 33


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Guerra Mundial. Idénticas serían las conclusiones de los miserables espíritus de los talibanes de la masacre de Manhattan y de todos los finados terroristas y asesinos que pululan en el mundo. Cuando la posesión diabólica deja de ser remediable en el alma del hombre, su cuerpo, su mente y su espíritu se convierten en el diablo mismo. Sus decisiones pueden generar masacres terribles. En esto deberían pensar los narco-guerrilleros colombianos y los políticos deshonestos que venden a su pueblo, al igual que los militares y paramilitares soberbios e inmisericordes. “Y dijo el Señor a Satanás: ¿De dónde vienes? Respondiendo (cínicamente) Satanás al Señor, dijo: De rodear la tierra y de andar por ella.” (Job 1: 7)

No es factible, no sería cristiano, aceptar los motivos de profunda convicción religiosa que esgrimieron los defensores de los terroristas de los aviones lanzados contra las torres gemelas, cuando asumieron como sagrada, como dictada por su dios, la ejecución de su infamia. Al menos, eso fue lo que argumentaron los cerebros ocultos del grupo musulmán AlQaeda luego del ataque ─ según declaraciones hechas a través de los medios de comunicación. No hay excusa religiosa o filosófica que pueda lavar una mente criminal o que pueda justificar los desmanes. Adolf Eichmann, jefe nazi de las operaciones de la “solución final” para el exterminio absoluto de los judíos, alegaba en su defensa ─ en el juicio que tuvo que enfrentar ante el estado israelí luego de ser capturado en Argentina ─ que seguía órdenes, que sus decisiones hacían parte de su filosofía y de lo que su inclinación partidista le dictaba. Por supuesto que su poseída mente también sufrió en la horca la muerte que su cuerpo merecía. “Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es”. (1 Corintios 3:16-17)

En el Evangelio de Jesús encontramos, entre las narraciones de los hechos protagonizados por los apóstoles del siglo primero, el desprecio 34


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que ellos muestran hacia la vida, esto es, la satisfacción gloriosa de morir por la causa del Maestro. Y si miramos más allá, hacia el final del tiempo, en el alma de los verdaderos adoradores de Jesús encontraremos también ese desprecio y esa satisfacción de morir por Él. Esos verdaderos adoradores se tendrán que mantener incólumes, invulnerables, frente a las amenazas, las armas y las determinaciones asesinas de los jerarcas del ejército de la bestia. Tendrán que asimilar con sabiduría y valor su ejecución, la cual será decretada por los inquisidores del Nuevo Orden Mundial: Moriremos por Jesús, sí, sin manifestar apego alguno por esta vida y por su sistema enajenado. “Y ellos le han vencido (al acusador) por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte.” (Apocalipsis 12: 11)

Sin embargo, en estos cuadros de la muerte de los primeros cristianos a manos del brutal imperio romano, de ninguna manera se encuentra inclinación enfermiza hacia el suicidio, y menos hacia el homicidio. En ese anhelo de ellos, de entregar la vida por Jesús, hay sacrificio, hay amor, hay humildad ─ no hay soberbia ni deseo de venganza o destrucción. Hay convicción total por una causa espiritual universal. Hay una retribución hermosa hacia el Creador, una muestra absoluta de gratitud por el Amor de Su Hijo. ¿Morirías por quien dio por ti su vida? ¿Cómo es que no pueden entender los musulmanes asesinos que están equivocados, que una filosofía de Amor Verdadero no podrá jamás premiar a nadie por matar o por quitarse la vida? ¿Cómo pueden blandir el nombre de su dios estos alienados mientras están asesinando y autoejecutándose? Religión que acepte una filosofía criminal o suicida no puede caber en el pensamiento amoroso de Jesús. ¡Qué equivocados están, por esto, aquellos historiadores que dicen que el Señor pertenecía al grupo de los zelotes! Jesucristo no fue jamás un guerrillero, un sedicioso. Si lo hubiese sido, no estaríamos hablando aquí de Él. Jesucristo 35


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jamás aceptó violencia ni represalia de parte de sus discípulos. A pesar de que tenía el poder para destruir el mundo entero si así lo hubiese querido cuando supo que iba a morir en la cruz, Él rechazó de plano esa opción. No fue la violencia su misión. No fue la venganza la forma de su Amor. En cambio, volteando la cara de la moneda podemos observar como a través del agua de un pozo cristalino, que el acto diabólico de ese capítulo de la historia del cristianismo sí que se da a través de otro deleznable genocidio, esta vez protagonizado por los bárbaros designios de los emperadores más alienados que tuvo Roma, monstruos alucinados que se llamaron Nerón, Domiciano y Calígula. Desde lo alto de su cuadriga, el soberbio Nerón solía observar arder, mientras paseaba por sus jardines, las hileras de antorchas humanas de los cuerpos de los cristianos por él condenados a las llamas, iluminación que ─ para su estrecha mente ─ servía para espantar, en una forma muy original y divertida, la oscuridad de la noche. O, en su circo, en otras ocasiones este mismo maníaco del demonio disipaba su locura entre risas, en tanto perros hambrientos destrozaban y aniquilaban a los cristianos a los cuales previamente sus soldados habían cubierto con pieles y grasa de animales salvajes recién sacrificados. Tampoco es un secreto: Nerón terminó suicidándose luego de asesinar a su propia madre y a su hermanastro. Se dice que otro ilustre romano ─ Pilatos ─ también terminó quitándose la vida. “Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entremeterse en lo ajeno; pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello.” (I Pedro 4: 15-16)

No obstante, para encontrar la firma de Satanás y la de sus esbirros en el fondo crudo y despiadado de muchos actos humanos, no es necesario husmear entre los hechos de la historia universal ni contender con los errores doctrinales de las religiones del mundo. Hace unos pocos días, tres malvados con aliento a alcohol y yerba raptaron a una pequeña 36


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de nueve años, hija de un humilde vigilante de unos edificios. La violaron, no sin antes masacrarla a golpe limpio. Un día después, las gentes que se toparon con el crimen no pudieron contener sus lágrimas al ver el estado en que quedaron el cuerpo, la cara y la cabeza de la menor. No es fácil seguir adelante sin pensar en el terror que debió ella sentir ante su muerte. Cuadros de posesión diabólica y de maldad como éste, se dan por centenares día a día alrededor del mundo. Podríamos con ellos llenar más de un libro de horror, de espanto, cada mañana. Si no me cree, encienda su televisor o prenda su computador o sumérjase en su celular, y sintonice alguno de los noticieros cotidianos. O échele algún día una mirada a cualquiera de los periódicos amarillistas que cuelgan de los arcos de las puertas de algunas tiendas o droguerías de la ciudad donde usted vive. Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquél que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno”. (Mateo 10:28)

¿Cómo es Satanás? Por mucho tiempo, particularmente durante la edad media, el demonio fue ignorantemente visualizado como un repugnante animal humano con cola y cuernos. Hoy, la evidencia dice que Satanás es un histrión de mil máscaras. No es un imbécil, cuando de enredar el alma del hombre se trata. No se acercará jamás a usted para jugar al susto o para negociar, envuelto en harapos y trascendiendo un olor nauseabundo. Él es el dueño del mundo. Él es el dios del mundo. Como tal, es el promotor y director de la comedia que la mayor parte de la raza humana actúa y, por lo tanto, su apariencia más común, sea individual o colectiva, es generalmente la que cada hombre o cada grupo sublima o idealiza. El individuo idealiza el dinero, la música, el sexo, el poder, el placer, el vicio y el crimen. El grupo idealiza la política, la filosofía de masas, la religión tergiversada, y también el crimen. Por eso es que naciones enteras subliman o enaltecen su guerra o su guerrilla, mientras otras encomian y 37


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glorifican su fe y en nombre de sus ideales cometen actos infames: El tribunal de la “santa” inquisición, el holocausto, la filosofía oscura de los protagonistas de las llamadas Guerras Mundiales, la narco-guerrilla, los gobiernos protervos, la maldad de los que violan día a día los Derechos Humanos. La verdad es que no es un simple hombre sino Satanás mismo, quien se esconde detrás de todos esos miserables ideales. El diablo es el dios del disfraz. Disfrazado de serpiente fue como empezó a engañar a la humanidad. Para él, todas las puertas del mundo ─ arte, música, moda, deporte, gobierno, comercio, bancos, religión ─ están abiertas, excepto el corazón del cristiano verdadero. Me decía alguien una vez: “Si eres un cristiano verdadero, para Jesús eres lo más importante, pero para los demás eres tan sólo un imbécil y un mediocre”. Esos “demás” son: Lucifer, sus ángeles, y sus humanos servidores. Y es que la diferencia entre ser mediocre o imbécil, o ser inteligente, frente a la lente absolutamente metálica y egoísta de nuestra avanzada sociedad tecnológica, estriba más en la habilidad que se tenga para sacar adelante actos de beneficio material, no importa a qué precio, que en el raciocinio que pueda llevar al hombre a realizar actos de Amor o Sacrificio. Por eso, Satanás es fácil de identificar. Siempre utiliza una herramienta: la de hacerte creer que Dios te está privando de algo. La utilizó en el Paraíso y la ha seguido utilizando día tras día. “Podéis ser como Él”, suele decirte. Ese fue su primer errado pensamiento, su primera reflexión equivocada: creer que él podía ser como su Padre. Sin embargo, le repite esa frase día a día al hombre, porque no quiere sentirse solo en el fracasado mundo que elaboró su arrogancia. Pero es un repetidor, un pobre imitador de sí mismo. Siempre te está ofreciendo algo valioso para los sentidos: El fruto prohibido, dinero, riquezas, fama, trofeos, aplausos, triunfos terrenales, finos vestidos, música excitante, diversión, sexo, alcohol, alucinógenos, satisfacción material, lo ajeno, lo abominable, corrupción, perversión, exquisitas viandas, placer, vicio y sangre. Y es que él te puede dar todo lo que te está ofreciendo, porque él es el dueño de todo sobre la Tierra. No obstante, en el plano noble del universo es tan 38


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sólo un pobre diablo, un farsante. Si quieres destruir su mascarada, simplemente ignóralo, no lo mires, no lo escuches, repúdialo, y piensa en Jesús. Sí, piensa en el Jesús que se hizo hombre, que fue rechazado y masacrado por el hombre, pero que se negó a sí mismo como Dios y como hombre para cumplir una misión universal exacta sobre la Tierra, una misión que tuvo que ver con la continuidad de tu alma. Lucifer querrá disolverte en obsequios y, como el buen mimo que es, de pronto no te cobrará inmediatamente. Ni siquiera te mencionará que tienes crédito abierto. Más tarde, a la hora de tu muerte te pasará a ti la factura, y ante el tribunal del Señor la acusación, porque, al fin y al cabo ─ le guste o no ─ siempre estará sometido al tribunal de Dios. Si se atrevió a tentar a Jesús, ¿por qué no habría de tentar a un hombre o a una mujer como tú? Intenta de pronto visualizar cuán estúpida y cruelmente se divierte haciéndolo. Repito, si no me crees, enciende tu televisor y observa; y escucha. Mira lo que ha logrado hacer con el mundo, con tus hijos y con la sociedad. “Y le llevó el diablo a un alto monte, y le mostró en un momento todos los reinos de la tierra. Y le dijo (a Jesús) el diablo: A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos.” (Lucas 4: 5-7)

Pero el maligno tiene un problema dimensional; físico: Él no puede conducir un tren para lanzarlo contra ti y arrebatarte la vida. No. Él no puede hacer eso, en tanto Jesús no se lo permita y te cobije. Tampoco le es permitido colocarse la ropa interior de la mujer de tu mejor amigo para seducirte. No puede ponerte en las manos un revólver para que asesines a alguien o te quites la vida. Él no puede empujar las manos de las mentes asesinas para masacrar a sus semejantes. Él se vale de seres humanos de carne y hueso para poseerte y llevarte a cometer el error. Sin poseer un cuerpo, sin encarnar en un ser humano ─una mujer aparentemente hermosa pero apartada de la razón, un falso amigo, un político malvado, un saltimbanqui del dinero, un corrupto─ nada puede él hacer, y menos 39


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sus demonios. Por eso es que el mundo está perdido, porque nos cuesta la vida entender eso. En consecuencia, millones de hombres le han abierto la puerta del alma a Lucifer ─con sus cerebros, cuerpos, músculos, voces y sentidos─, y sus hijos los han seguido. Lo que es más preocupante aun: Algunas historias infernales y algunos libros oscuros nos han querido sembrar la idea de que se condenan solamente aquéllos que convocan a Satanás y le venden su alma bajo la firma de un contrato. Eso es una ingenua y peligrosa leyenda. Si quieres ir al infierno, no tienes necesidad de convocar al maligno ni firmarle nada. Simplemente, practica el desprecio por Jesús y adopta al diablo como padre en cada uno de tus actos. Acepta como dioses el placer, el amor por el dinero, la crueldad y la comodidad que Lucifer te ofrece día a día. Eso es fácil de adquirir, a través de la debilidad del canal de tus sentidos. Así de sencillo. ¿Vale entonces la pena rechazar todo logro material, toda felicidad terrenal, ser un extraño peregrino en este mundo viciado y oscuro, para poder vencer a Satán y trascender más allá de la vida? ¿Amerita darlo todo por Jesús? “Conforme a la fe murieron todos éstos, sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad.” (Hebreos 11: 13-16)

De acuerdo a las Sagradas Escrituras, existe un concepto del destino del universo, uno en especial, alrededor del cual podemos hacer un extraño paralelo entre la maravilla del Reino de Dios y la miseria del reino de las sombras: El final. Pero no es un paralelo unidireccional. Es, más bien, una paradoja amarga. En primer lugar, ningún cristiano podrá jamás imaginar, ni siquiera de lejos, lo que el Señor tiene preparado para quienes le son fieles. Está escrito. La felicidad de la vida posterior al lado del Padre, el esplendor de la Tierra Prometida construida en el Cielo del 40


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Señor, es de características que escapan a la más pura y elevada imaginación humana. Por más que intentase yo describir al menos una de esas características sobre este papel, jamás lograría acercarme a su realidad. Mis palabras sólo serían inútil poesía. Allá, en el Cielo, la incertidumbre, el dolor y el sufrimiento desaparecerán. Todo lo malo, todo recuerdo, todo elemento desgraciado, no será más. Todo será nuevo. “Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman.” (I Corintios 2: 9)

De manera similar, ni siquiera el mismo Satanás, y menos sus legiones, podrán jamás imaginar lo que les espera en el lago eterno de fuego. Allá, “todo será llanto y crujir de dientes”. Allá, sus risas se congelarán para siempre. Lo peor de todo: Allá les será dado ver, aunque muy de lejos, la gloria y la felicidad de los cristianos a quienes no lograron vencer. Allá maldecirán el haber sido creados. Allá aullará el demonio en su irremediable ira, al recordar que un día fue el ángel más hermoso y el más admirado en el principio de los tiempos. Y, lo que será absolutamente inaguantable para su espíritu asqueroso, desde allá le será dado ver a Jesús al frente de su pueblo redimido, a un Jesús sonriente, triunfante, a un Jesús mucho más refulgente y más blanco que todas las estrellas juntas de la mañana o que todos los luceros del atardecer. Sin embargo, tampoco he alcanzado aquí a imaginar, ni de lejos, y no deseo imaginarlo, todo lo que el rey de las tinieblas y sus esbirros vivirán en ese infierno. Claro que no está de más suponer que, en su mísera condena, en el fondo de su insoportable castigo, anhelará Satanás poder pulverizarse, matarse, como lo hicieron sobre la Tierra muchos de sus servidores. Pero dos cosas: su cobardía y, más que eso, su esencia de ángel no pulverizable, la cual le inyectó el valor suficiente para rebelarse pero que le quedó como un residuo de su divinidad perdida, se lo impedirán por toda la eternidad. ¿Por qué?: Porque los ángeles del Señor son primicias de la Creación del Universo. Buenos o malos siguen siendo primicias y, como tales, son 41


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eternos. Ya consumieron del Árbol de la Vida. No son pulverizables. El hombre, en cambio, sí que es pulverizable. Fue creado del barro de la tierra y, en tanto no consuma de ese bendito árbol, el cual está en el Paraíso de Dios, podrá ser en cualquier momento reducido a polvo y olvido. “Y dijo el Señor: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora pues, que no alargue su mano y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre.” (Génesis 3: 22)

Cuando el Señor dice: “nosotros”, en este versículo de Génesis, habla de Él y de sus ángeles, de todos sus ángeles. Y cuando dice: “también”, implica que Él y sus ángeles ya consumieron del Árbol de la Vida y que, por lo tanto, Él y los ángeles, todos ellos, existirán para siempre. Si los demonios fuesen pulverizables, tal vez Jesús los aniquilaría en este mismo instante o, tal vez, los habría aniquilado en el momento en el cual los sorprendió atormentando de una manera inmisericorde a los enfermos, allá, en Galilea. Pero el Maestro sabe bien de la Sabiduría del Padre. Él sabe bien que el castigo divino es necesario, pues fue creado tanto para la reprimenda como para la destrucción eterna de estos reptiles, pero entre el fuego del infierno.

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¿Existe el infierno? ¿Cabe en la mente sabia de un Creador Misericordioso haber delineado ese castigo?

¿Le serviría a tu falta de temor a Dios el testimonio de un simple hombre, si ese hombre te contase que sí existe el infierno, te narrase su experiencia ─su visión─, y te mostrase que no es de su interés venderte nada ni llevarte a religión alguna?

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Laberinto de estiércol, fuego y azufre “Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos, tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.” (Apocalipsis 21: 8) Que acalle mi vida el Señor Dios en este instante, si lo que aquí te voy a contar es una mentira.

Antes de narrar la más horrible experiencia anormal ─o paranormal─ por la cual ha cruzado mi vida, debo insistir en algo: No busco respuesta material con este libro. No me interesa el dinero, no es mi dios. Debo subsistir, sí, pero mi dios no es el dinero. Soy un hombre humilde pero bendecido, un hombre más, un desconocido en la literatura del mundo. No me interesan las preseas ni los nobel. Tampoco me trasnocha el querer aparecer en la televisión o en los diarios. No deseo para nada quedar en las páginas de la historia del hombre, porque no es ése mi sueño y, además, porque esa historia ya está llegando a su triste final. Si en algo insisto que usted crea es…, en la Palabra de Dios, no en este libro, el cual es sólo un testimonio perecedero pero sincero del amor que siento por Jesucristo, y de mi gratitud por su perdón. Esta es mi historia: No podría hoy precisar a qué hora desperté aquella mañana y me senté

contra

la

almohada,

aterrado,

tembloroso,

horrorizado,

prácticamente en estado de shock. Tendría más o menos veinticuatro años de edad en ese entonces. Jesús no había aún puesto su huella en mi frente, ni sobre mi camino. Estaba solo en mi pieza. La puerta estaba cerrada. Aún no me había casado. En el cuarto contiguo dormía mi madre, quien en pocos días viajaría a la ciudad de Toronto. Acababa yo de regresar de una aventura espeluznante. Durante todo el fin de semana había estado compartiendo, aunque sin embriagarme y sin perder la lucidez, en el apartamento de 44


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unos amigos músicos ─ como también yo lo era ─, mas la noche anterior a la del comienzo de esta vivencia, la del domingo, había regresado a casa muy despierto, y sin problema. No venía borracho ni drogado, nada de eso. Nada anormal me había sucedido en el hogar de mis amigos, nada en el regreso a casa, nada diferente como para ser almacenado en la memoria o para ser contado, o por lo menos para ser recordado. Me acosté tranquilo. Había logrado sin esfuerzo no despertar a mi madre a mi llegada. Tal vez cerré los ojos en un primer instante para disponerme a soñar, a descansar. Y quedé dormido. Sin embargo, hacia la madrugada las diapositivas de la trama no se dieron como si hubiesen sido parte del epílogo de un sueño normal. Lo que experimenté fue absolutamente diferente. Y no quisiera jamás volver a vivirlo. Eso le pido de rodillas a Jesucristo. Y es que la pesadilla de esa porción de la alborada no fue un sueño. No. No lo fue. Debo pensar que mi espíritu abandonó mi cuerpo para ingresar en una dimensión tenaz de la conciencia, no sólo de mi conciencia, sino de la conciencia de aquellos que me están leyendo. Lo digo así, porque la visión que tuve fue la del infierno. Pero no me tomen a mal. No es éste el testimonio de un loco, un alienado, un drogadicto, un alcohólico, un fanático, un brujo, un falso profeta o un mentiroso. Es el testimonio de un hombre simple, uno que aprendió a temerle a Dios. ¡Quiera usted creerlo o no, el infierno sí que existe! ¡No como una forma de vida! ¡Existe, en lo profundo de la Tierra, como una forma de muerte que jamás acaba, como una dimensión de tormento inimaginable! Por eso, si la descripción que voy a hacer de esa visión no llega a cubrir fielmente lo que viví, es por eso: Porque ese submundo no pertenece a la dimensión física humana. No es posible hallar palabras e imágenes que proyecten en un papel esa realidad, tal cual yo la viví y la padecí. En un primer cuadro, me encontré descendiendo a lo largo de una cueva hecha de galerías estrechas, parcialmente oscura, poblada por oleadas de lengüetas de fuego que devoraban las paredes escarpadas a 45


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lado y lado del declive. Era un mundo aberrante, macabro, violentamente incendiado hacia el borde de los abismos que salían a mi paso. El aire se mecía, pesado y sofocante. El calor no era normal. Todo a mi alrededor exhalaba un olor fétido, algo así como el olor del azufre en combustión o el de la expansión libre de algunos de los compuestos del sulfuro. Por supuesto que, al principio, yo no sabía dónde estaba. Pero presentía lo peor. Empecé a temblar. Deseé escapar, huir de esa vivencia. Adivinaba que no me esperaba nada bueno. Desordenadamente entonces, ante la máquina casi paralizada de mis pies, el laberinto se empezó a ensanchar. Desaparecieron los farallones. Continué el descenso por otro par de minutos. De pronto, empecé a escuchar las voces. ¡Jesús del Cielo! Aún no podía ver de dónde provenían, pero las escuchaba. No eran voces normales.

No sonaban

humanas. Sonaban

abismales,

ilegibles,

tenebrosas, fantasmales. Me estremecí, hasta el fondo del alma. Me aterré. Empecé a entrar en shock. En segundos, se abrió ante mí un valle sin límites. A lo lejos se hizo infinito frente a mis ojos paralizados y abiertos al extremo, cual los de un búho disecado, un lago de azufre, estiércol humano, lava hirviente y fuego. En la superficie de semejante estero flotaban millares de cabezas de hombres y mujeres —yo solamente veía sus cabezas—, hundidas en el terror e impregnadas de ese putrefacto magma.

No

tenían

dientes

ni

cabello.

Estaban

desfiguradas

irremediablemente. De sus bocas asquerosas salían maldiciones, abortadas, vomitadas, en cada pausa del ahogo de sus almas en miseria. Era una gritería inmisericorde, inhumana, enajenante. Cada lamento se elevaba hacia el vacío del horno como el baladro de espanto y de dolor de aquél que está siendo asesinado a cada instante pero que jamás termina de morir, cada lamento entre millares. Era ése un concierto indescriptible de desconsuelo inmanejable, insalvable. Recordarlo, de verdad que me ha hecho llorar, me ha hecho sentir mucha tristeza, me ha hecho cambiar el porqué de la necesidad de seguir existiendo. Repito: Que el Señor 46


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acalle mi vida y mis palabras, si acaso estoy inventando esa visión en este instante. Me empezó a rodear el más grande terror; el horror. Sentí mi piel amelcochada y pegada a la galera viscosa y adherente de ese averno. La angustia y la desesperación no tardaron en apoderarse de mi ser. No entendía por qué estaba allí o, tal vez, por un instante de locura llegué a creer que acababa de morir y que mi alma había sido también irremediablemente condenada. Ya no podía moverme. Mi cuerpo había quedado rígido, inerte, petrificado, ante esa visión repugnante pero concreta del lago central de la gehena. Sentí de nuevo el anhelo vehemente de evadirme, de escabullirme, de escapar, de salir del fondo de lo que empecé a creer que era ni más ni menos que mi más inmediato destino; mi castigo. Pero nada logré con el simple deseo. Tampoco fui capaz de pensar claramente, porque los lamentos —esos “¡ay!” incontables, prolongados, tenebrosos, desgraciados—, las maldiciones de aquellas almas en atroz escarmiento, me perseguían, cual tentáculos de vibración insoportable que pretendían proyectarse en pos de mi razón y mi conciencia. Entonces, en el transcurso de otro instante el esquema de la sucesión normal del tiempo empezó a tambalearse en mi pensamiento, a deformarse, a salirse del concepto lógico de secuencia que de manera biológica —refleja— hemos acomodado como matemática habitual del tiempo, en el fondo de nuestro cerebro tridimensional humano. En otras palabras, mi reloj mental empezó a curvarse indescifrablemente, a degenerarse. Nuevamente, no entendía nada. No sabía qué era lo que me estaba sucediendo. Deseé una vez más desaparecer, pulverizarme, no estar consciente frente a esa visión. Tal vez estaba adoptando la demente idea de que era en el interior mismo de mi razón el lugar en el cual el tiempo estaba empezando a convertirse en eternidad y, al considerarlo así, se sacudió mi espíritu bajo el más profundo pánico. ¿Estaba mi ser realmente empezando a vivir la imperecedera condena del infierno? ¿Era ésa la plataforma del tiempo, su lenta disposición universal, en la 47


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dimensión miserable del tártaro? ¿Es que la eternidad se hace desesperantemente lenta en el averno para escarmiento de los actos miserables de la vida? “Los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios.” (Salmos 9: 17)

Luché con todo mi ser contra esa idea. Pero no pude ignorarla. No pude desecharla. Seguí entonces intentando correr entre tropiezos, a este lado del vestíbulo del infierno. Mientras así lo hacía, empecé a escarmentar un vértigo macabro, un cuadro sensorial demente, íntimo, lleno de sonidos distorsionados e imágenes incoherentes. Parecía estar viviendo una película siniestra, rodada en cámara lenta, pero con sus imágenes y sonido revertidos. Tal vez estaba enloqueciendo. Me detuve una vez más. Mi corazón amenazó con estallar. Quise gritar, llorar, clamar. No podía hacer nada más. Y es que por más que lo intentaba, no podía por mí mismo crear la forma de sellar mis ojos a toda esa escalofriante panorámica, no podía saltar el vórtice de las dimensiones que me aprisionaban, no podía volar con todos mis sentidos, para huir de aquel hedor, de aquel calor, de la sed agobiante, del aturdimiento, de la locura, del estallido de mi corazón, del traqueteo de aquellos lamentos, de las caras desfiguradas por el terror y de los lamparazos de oleadas de fuego que estaban siendo aventados hacia la más negra penumbra que cualquiera pueda jamás imaginar entre las sombras. Experimenté a continuación una total inercia, una parálisis absoluta. No podía ya mover un dedo. Invoqué entonces el perdón. Desde lo más recóndito de mi ser, desde esa fe que algún día abrigué cuando le cantaba a Jesús cada vez que me escapaba del juego de fútbol para ir a saludar su imagen, allá, en la capilla del seminario en el que viví a la edad de once años en la ciudad de Popayán, le imploré a Dios me permitiese retornar a la normalidad de la vida.

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Debo creer que Él me escuchó. Debo creerlo con toda mi alma, pues supe inmediatamente que algo o alguien —algo que no fue precisamente un elemento de mi propia conciencia o de mi reacción pliométrica — me arrebató hacia la linealidad habitual de la existencia. Y ahí estaba, de regreso, en el apartamento rentado por mi madre, sobre mi cama, temblando y sollozando incontrolablemente. “Desde el seno del Seol clamé, y mi voz oíste.”

(Jonás 2: 2)

Respiré profundo. Elevé una oración íntima, primero con mis propias palabras y luego con el Padrenuestro, la oración magnífica que Jesús nos enseñó, allá, en Galilea. Traté de asimilar la vivencia que acababa de atravesar y, quizás, de escarmentar. Y bien, hasta ese momento había venido creyendo que todo había sido sólo un sueño fantasmal, una escalofriante pesadilla. Pero estaba equivocado. ¿Por qué? Porque de repente, mientras elevaba esa oración y observaba la luz que estaba entrando a través de la ventana de mi cuarto, percibí un olor asqueroso flotando a mi alrededor. Era el olor del azufre en combustión, el hedor del sulfuro del infierno. Me estremecí de nuevo, esta vez hasta la médula del alma. Era insólito. Entonces, como quien involuntariamente ve reproducirse una vez más ante sus ojos una película maligna, recordé toda la visión horripilante de la cual mi ser acababa de evadirse. Pensé sin inmediata solución en ese Dios de quien tan alejado había estado en todos esos años. Intenté también aferrarme a esa claridad del sol que se filtraba a través de los vidrios que daban a la calle. Nuevamente, no entendía nada de lo que estaba pasando. Quise obligarme a reflexionar. Teoricé, para mis adentros, que no tenía por qué haber olor de químico alguno entre las paredes de mi pieza, porque por supuesto que no iba a encontrar un pedazo de azufre en todo el apartamento. Precisé entonces al máximo el enfoque de las imágenes que estaban depositadas en mi memoria, particularmente de aquéllas que pertenecían a los dos días inmediatamente anteriores. En una primera 49


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idea, deseché la hipótesis de que mis amigos hubiesen estado jugando o maneando químicos durante la reunión del sábado. Eso no había sucedido. Tampoco el domingo. Jamás olí o vi azufre en casa de ellos; jamás. Ni ellos ni sus padres manipulaban químicos. Tampoco mi madre comerciaba o experimentaba con sulfuro o con sus compuestos. Sin embargo, a pesar de estar prácticamente obligando a la mente a encontrar una razón que explicase lo que estaba sucediendo, sabía bien que el olor estaba exactamente allí, entre los muros de mi cuarto. Sabía que no estaba llegando de ningún otro lugar del apartamento, tampoco de afuera, de la calle. Concluí entonces, para mi nuevo horror, que el hedor no se había quedado allá, en el infierno del cual acababa yo de huir. ¡Se había transportado conmigo! ¡Estaba allí, en el entorno físico de mi habitación! ¿Se había adherido a mí, a mi cuerpo, quizás a mi conciencia, para hacer parte de allí en adelante de mi desordenada existencia? Eso temí. Pero era algo inadmisible, no era científico, no era lógico. Llegué a creer que de verdad estaba enloqueciendo. Entonces, de repente, sin que hubiesen aún transcurrido tres minutos desde el comienzo de mi asombro, mi corazón dio otro vuelco, uno peor. Todo mi ser sintió el más glacial estadio del pavor: Acababa de encontrar una explicación de por qué mis fosas nasales estaban percibiendo aquel olor. Al mover las cobijas, desesperado, impreciso, alienado, me había encontrado con mis manos: ¡Las observé entonces, atónito! ¡Las repudié! ¡Estaban impregnadas de azufre! ¡Había enormes concentraciones de sulfuro sobre los montes de las palmas y en las estribaciones de los dedos, también en los arcos de las uñas! ¡Era el color desagradable y pajizo del valle del infierno! ¡Dios del Cielo! ¡No cabía duda! Me olí las manos, no sin asco. Y las repudié una vez más. Empecé a restregarlas con desespero contra el blanco de las sábanas. Luego, las volví a mirar. Poco cambiaron. Repetí la operación. Las manchas no desaparecieron. Mi corazón empezó a retumbar una vez más, como una bomba de fluido fuera de control. Vacilé por un instante. Pensé entonces en ir a lavarlas. Salté de la cama, como con un resorte. En dos segundos estaba ante el espejo de la jofaina. Me dediqué a restregarlas. También 50


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me restregué los antebrazos, con jabón y agua caliente. Mi madre solía encender el calentador temprano en la mañana, tal vez ya lo había hecho. Cuando consideré que las manchas se habían desvanecido, cerré los párpados. Me llevé las manos al rostro y, sin dejar de temblar, con la respiración cortada por ese miedo a lo inexplicable, tal vez a lo insondable, elevé en silencio una extensa plegaria. Hoy, muchos años después, he decidido escribir esta visión horrenda, aunque no logro controlar el temblor que invade todo mi ser. Por supuesto que he entregado mi vida totalmente, absolutamente, al Señor Jesucristo. Sería un miserable cretino, un monstruo irresponsable, si no lo hubiese hecho así. Recuerdo haber anhelado muchas veces cuando era niño, y en medio de mis sueños de cama o en la mitad de mis ensueños inocentes, traer a la realidad de mi cuarto un tesoro, algo que hubiese admirado o que hubiese adquirido o utilizado durante esos sueños. Una posesión valiosa, obtenida durante esas visiones irreales. Por decir algo: un coche, un piano blanco fabuloso, una guitarra fina, un castillo, una cometa de oro. Para mi mente infantil, segundos antes de despertar parecía que iba a lograrlo. Tenía ese tesoro fuertemente aferrado a mis manos. Mi mente estaba lista para salir gananciosa de esa plataforma de quimera. Sencillamente, creía que iba a poder traer a la realidad lo que en el sueño ya era mío. Por supuesto que jamás lo logré. Todo quedó en el deseo intenso. De los sueños nadie puede traer posesiones materiales ni elementos tangibles. No, que yo sepa. Se puede traer música ─me ha sucedido─, poemas, ideas, visiones, profecías, soluciones a diferentes inquietudes de invención o de ayuda, y premoniciones ─como en las historias de José o de Daniel. Mas, normalmente, no se puede traer nada manifiesto, nada perceptible, como manchas de sulfuro en las manos…, con su olor nauseabundo. Esto me lleva a creer que esta visión no pudo ser jamás un sueño. Y así el sueño haya sido definido por algunos estudiosos como un brote 51


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luminoso de la conducta del hombre, brote que surge en la nada nocturna y en el cual el entorno, los castigos y las recompensas no se definen únicamente en un contexto físico, no creo factible esperar que la conciencia pueda llevar a cabo transmutaciones químicas a partir de un estado emocional de contrición, o en la mitad de un proceso de catarsis espiritual. Tampoco me es posible considerar, en el fondo de esa extraña experiencia, el resultado de una alteración de la conciencia inducido por el consumo de psicofármacos alucinógenos ─ el peyote, el ácido lisérgico, los compuestos aislados de una decena de hongos asociados con la práctica de determinadas ceremonias religiosas─, porque jamás consumí esos elementos. Jamás asistí a aquelarres o misas abominables. Tampoco mis amigos. Todos éramos en ese entonces músicos de hogar, de colegio. No éramos violentos, y menos satánicos o deleznables. Ahora bien, sé que la parasicología ha estado por siglos luchando por desglosar y hacer descifrables dos tipos de fenómenos que guardan cierta similitud con algunos hechos anormales que están presentes en las Sagradas Escrituras: La percepción extrasensorial, o adquisición de información por medios no sensoriales, y la psicoquinesia, o capacidad de alterar o de transportar objetos por medio de fuerzas ajenas al sistema motor convencional humano. Recordemos por ejemplo el paso de Moisés y de todo el pueblo hebreo a lo largo de las paredes del Mar Rojo. Recordemos los hechos sorprendentes que precedieron a éste. También podemos mencionar, para nuestro deleite, esos actos de Amor que ejecutó Jesús por toda Judea, Samaria y Galilea, actos que la tradición decidió llamar milagros, y a los cuales la ciencia, si los viese ejecutar ante sus ojos, probablemente llamaría fenómenos de psicoquinesia sugestiva curativa, mas no…, actos de Amor. Hay en las Sagradas Escrituras muchos ejemplos de este tipo de prodigios, tal vez no menos importantes pero anteriores y posteriores a la venida del Salvador, hechos a los cuales de nuevo la ciencia del hombre suele llamar sobrenaturales o paranormales, pero que hacen parte crucial de la historia del antiguo pueblo de Dios y de las profecías a la Primera y 52


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Segunda Venida del Señor. Son relevantes las visiones experimentadas y narradas por los profetas, en particular las de Ezequiel, Isaías y Daniel, y los eventos de arrebatamiento espiritual experimentados por Juan y referidos luego en el libro de la Revelación. Quisiera mencionar también aquí un hecho sublime en el cual creí desde niño y que forma parte de una de las más nobles historias de la tradición cristiana, uno que guarda una espiritualidad tal, que sería yo un imprudente, un cretino, si pretendiese, así fuese desde un diminuto ángulo, compararlo con la desagradable visión que tuve del infierno. Hablo de la asombrosa aparición de los estigmas ─esas marcas que dejaron los clavos en las manos de Jesús─ en las manos de Francisco de Asís, tras cuarenta días de ayuno en el monte Alverno, en septiembre de 1.224. Este hombre tuvo la gracia de experimentar en una forma gloriosa algunos de los sufrimientos que el Maestro vivió en la cruz. Ése había sido siempre su más místico anhelo. Su amor y su fe fueron siempre sentimientos plenos, elevados. Unos años atrás había renunciado a las vestimentas lujosas y a la comodidad de su hogar y, arropado con una túnica humilde, se había dedicado a cuidar a los leprosos y los vagabundos. Luego visitó Tierra Santa. Allí deseó experimentar algo que puede parecer insólito a la vista de los amantes de la vida material: Ser martirizado en nombre de Jesús. Por supuesto que eso no se dio. Sin embargo, antes de morir, y para continuar con su hermosa obra, fundó una comunidad cuyo primer voto de entrega fue la pobreza. Y ya para terminar con la discusión de la visión que tuve del infierno, recuerdo que hace algunos años llegué a conocer, aunque muy superficialmente, el concepto de la bilocación ─experiencia extra-corporal o clarividencia viajera─, términos de la parasicología espiritualista que están íntimamente relacionados con los llamados viajes astrales, y cuya práctica es común entre los seguidores de algunas religiones orientales y de otras disciplinas esotéricas. En el viaje astral, el duplo ─así lo llaman ellos─ o doble astral y etéreo del cuerpo del hombre, se separa de éste durante el sueño y viaja a lugares insospechados. Sin embargo, no 53


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encuentro en las Sagradas Escrituras una mención válida de un hecho de éstos, una que me permita apoyarme en esa hipótesis para dar una explicación satisfactoria de mi horrenda experiencia de la visión del averno. Los viajes astrales no están entre las realidades del Evangelio o entre los conceptos universales que sostienen la estructura de la fe del cristiano verdadero. Por lo tanto, jamás empujaré a mi mente a creer en esa práctica. Ni por un segundo. Habiendo entonces recorrido algunas de las posibilidades ceñidas a la especulación, y ante la ausencia de una respuesta científica contundente para la estremecedora vivencia que tuve de la gehena, me he autoformulado la siguiente pregunta: “¿Qué debo entonces creer que me sucedió esa madrugada?” La verdad es que, si me sustento en lo que puede ser verificado, que puede ser evidenciado, no lo sé. Tal vez no lo sabré mientras esté existiendo entre este cuerpo mortal. Por eso he decidido aferrarme de mi fe. He optado por agradecerle a Jesús el haberme concedido la oportunidad de narrar en estas hojas ese pasaje de mi mala vida del pasado. Y debo concluir que Él decidió llevarme a enfrentar mis errores, decidió hacerme temblar, decidió forzarme a aquilatar lo que vale el temor al Padre, no el miedo ─Él no inspira miedo─, sino el temor a su juicio. Decidió darme a conocer lo que debe ser el mismo infierno. Debo creer que Él, simplemente, estaba llamándome al orden, que estaba advirtiéndome del tenebroso destino que mis pasos venían persiguiendo. El primer impulso de la razón con la experiencia, aquél que me llevó a escribir este libro, fue esa vivencia. Tal vez después aparecieron otros motivos y otros hechos, pero ése fue el núcleo esencial de la realización de esta tarea. Por supuesto que soy sólo un hombre que está lejos de esgrimir un amplio conocimiento del universo, pero ya comprendo bien por qué está escrito que el temor a Dios es el principio de la sabiduría humana. No soy ni ligeramente sabio, pero sí le temo al Creador. Sin embargo, ese temor no me impide amarle como debe ser. 54


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“El oído que escucha las amonestaciones de la vida, entre los sabios morará.” (Proverbios 15: 31)

Me preguntaba hace unos días alguien a quien le narré esta experiencia: “¿Por qué no veía usted a los demonios allí, junto al lago, atormentando a los condenados tal y como lo dibujaron los pintores de la iglesia católica durante varios siglos?” La respuesta es obvia: Los demonios no van a seguir divirtiéndose en la eternidad a costa de los humanos que no amaron a Jesús. Esos pobres diablos, hijos de Satán, también estarán allí, en medio del lago de fuego, pagando su corrupción y su odio hacia el Creador y sancochándose por todo el tiempo del universo. El Padre no los necesitará para que atormenten por los siglos de los siglos a la humanidad que ha sido cruel. El fuego del infierno es suficiente castigo. El averno no es un búnker, no es un juego entre lugartenientes y torturados, los unos riendo y asestando heridas con sus tridentes y los otros tratando de escapar de sus ataques y gritando en agonía. Aquellos que alegan haber visto el infierno con ese perfil ─como un campo de concentración extenso envuelto en llamas, dispuesto en diferentes niveles y con asquerosos demonios deambulando y administrando el control del castigo─, posiblemente están mintiendo, o no vieron jamás el verdadero infierno. “Apártense de mí, malditos, vayan al fuego que no se apaga, preparado para el diablo y sus ángeles”. (Mateo 25: 41)

“Si no le temes a Dios, témele al infierno”.

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¿Podremos algún día ver el rostro de Dios y leer sus designios sobre la pantalla de un ordenador?

¿Tenemos bases confiables sobre las cuales podamos asumir o refutar la divinidad de Cristo?

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“Best Sellers” “El Juez se sentó, y los libros fueron abiertos.” (Daniel 7: 10)

Es un día sábado. Son las seis de la tarde. Hay silencio en las márgenes de la música de piano que sale del ordenador. Puedo entonces escuchar por encima de ella, y con claridad, la voz de mi pensamiento. Estoy escribiendo; digitando. Sin embargo, me detengo, leo y analizo que esa palabra ─ordenador ─ no me era familiar en los años de mi juventud. Tampoco la había utilizado en las páginas de mis primeros escritos. Probablemente la utilizo en este instante porque la acabo de leer varias veces en otro libro, en uno de enormes dimensiones cuyo nombre exacto y cuyo autor no veo relevante mencionar. Mas, no se trata de señalar. Eso sería perder el tiempo. Se trata de desenmascarar y de seguir adelante. “He aquí, todos son vanidad, y las obras de ellos nada; viento y vanidad son sus imágenes fundidas.” (Isaías 41: 29)

En ese libro en cuestión, el periodista que lo escribe utiliza constantemente esa palabra: ordenador. Creo que yo he raptado de ese libro esta palabra, porque el uso exacto que aquel escritor ha estado haciendo de su PC en los últimos años es particularmente ése: el de impartirle órdenes para que encuentre y decodifique, a través de un programa lingüístico-matemático creado por un científico ruso-judío, un supuesto código oculto entre las líneas de las Sagradas Escrituras. Según él, este código te puede llevar a desglosar toda la información posible acerca de los acontecimientos que han marcado y de los que marcarán el destino de la humanidad, año tras año, desde el Génesis hasta el fin de los días, incluyendo lugares, nombres y fechas exactas. Subraya el escritor de ese best seller, que este código puede ser fácilmente interpretado por cualquier hombre. Sólo necesita ese hombre tener ante sí la aplicación y, por supuesto, el ordenador. 57


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“Estas palabras están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin.” (Daniel 12: 9)

Sin duda alguna, el libro se convirtió hace unos años en un best seller ─ repito la expresión ─, en un vendedor de humo muy exitoso, como en otro tiempo lo fueron otros, por ejemplo, aquél que llevaba al lector a imaginar colonias extraterrestres viviendo en las profundidades del mar en el Triángulo de las Bermudas. ¿Es que acaso eso importa para decidir entre abrazar o poner en duda la fe absoluta en la Palabra de Dios? Lo que preocupa al leer estos libros es que, de una manera muy sutil llevan al lector joven a dudar de esa PALABRA: la de Dios En ese libro ─ el del código matemático de la famosa aplicación digital─, el autor se atreve a magnificar las posibilidades de su ordenador personal y sueña con arañar los designios del Ordenador y Creador del Universo. Profetizó este escritor allí, en la primera edición de su libro, el año exacto en el cual habría de sobrevenir el holocausto atómico, ese desastre que llevará a la humanidad al mismo Armagedón y que será seguido por la segunda venida del Mesías. Dijo que sucedería en el 2.006. Por favor, no se ría. Profetas falsos nacen y mueren día a día. ¡Estamos ya en el 2.019! No ha sucedido nada parecido al Armagedón, aunque desgraciadamente para allá nos dirigimos. Según pude también leer, este no es el primer libro que este flamante periodista publica, con el fin de especular alrededor de temas similares. Esto demuestra que los primeros ejemplares se vendieron bien, que fueron todo un éxito, que aparecieron en la lista de best sellers y que se dio la retroalimentación con una buena cantidad de dinero. Bueno, hay gente dispuesta a comprar lo que sea. El dinero también sirve para botarlo. En otro de sus libros, el hombre parte, en una forma muy astuta y sensacionalista, de la destrucción de las torres gemelas del distrito de Manhattan. ¡Él, el supuesto profeta del ordenador, teniendo su fantástico código en su casa, viviendo y trabajando a unas pocas cuadras del World Trade Center, no predijo a tiempo el ataque terrorista! No previno a nadie del desastre. No obstante, proclamó haber descifrado el desagradable evento días antes a través de su código sagrado. A pesar de su fracaso 58


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profético, tranquilamente se atrevió a seguir adelante. ¡Predijo, para antes del 2.005, un ataque nuclear letal sobre la ciudad de Nueva York! Estamos ya, repito, en la mitad del 2.019. La Gran Manzana aún está en su sitio. Sólo el Señor sabe cuándo y dónde va a estallar el primer misil, el que marcará el principio del fin del reinado de Satanás sobre la Tierra. “Cuando estuvieres en angustia y te alcanzaren todas estas cosas, si en los postreros días te volvieres al Señor tu Dios, y oyeres su voz, no te dejará, ni te destruirá, ni se olvidará del pacto que les juró a tus padres.” (Deuteronomio 4: 30-31)

Los libros del juicio y del fin de la humanidad sólo serán abiertos por el Cordero de Israel en presencia del Juez Celestial, y en su momento, el cual “ni siquiera los ángeles del Cielo conocen”. Si ese momento estuviese escrito entre las líneas de las Sagradas Escrituras tras un simple código matemático descifrable en un computador, sin duda alguna los ángeles del Cielo ya lo sabrían, y millones de seres humanos. Podríamos dedicarnos a beber, a reír y a robar, no habría afán de cambio, pues siempre tendríamos a mano la opción de arrepentirnos unos días antes del desastre. “Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Y vi un ángel fuerte que pregonaba a gran voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos? Y ninguno, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro, ni aún mirarlo. Y lloraba yo mucho, porque no se había hallado a ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo. Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos. “Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación.” (Apocalipsis 5: 1-9)

A esta fecha, afortunadamente, los libros escritos por ese fabricante de chatarra ya no tienen vigencia. Están muertos. Murieron solitos, por su falta de consistencia y veracidad. Sin embargo, se vendieron, cumplieron con su tarea mercantilista. Usted se preguntará 59


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entonces: “¿Por qué preocuparnos por los libros y los textos que circulan en el mercado ─o a través de las tiendas y redes virtuales─ propagando estupideces?” La respuesta es: Porque se esparcen fácilmente por el mundo. Son como humo oscuro que repta sobre la grava. Llegan gratis a las manos de los lectores jóvenes, amantes del computador y del sensacionalismo, jóvenes que no tienen la más pequeña certeza sobre la existencia de Jesucristo. Libros y artículos como ésos, hacen mucho daño. Son herramientas inigualables en el plan de destrucción de la juventud que Satanás está desplegando a través de los medios electrónicos. El demonio es un genio de la tecnología, de la cibernética. Sabe muy bien cómo utilizarla, valiéndose de la oscura genialidad de ciertos humanos que le sirven. “Porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y mostrarán grandes señales y prodigios, para así engañar, de ser posible, aun a los escogidos”. (Mateo 24: 24)

Regresando al best seller profético, es fácil ver de principio a fin que el autor es un farsante. Mas, no todo el mundo lo percibe. Desde las primeras líneas negó creer en Dios. Esto es una muestra abierta de su farsa, de que lo único que él siempre persiguió fue vender sus libros y llenarse de dinero. Sabía bien que, el declararse cristiano, blandiendo al mismo tiempo la mentira de su supuesto código, era cosa que lo haría aparecer como un demente doctrinario, y sólo iba a lograr el rechazo atemorizado de la opinión de los lectores. No habría vendido nada. ¿Es que acaso a mí me interesa que este libro que usted tiene en sus manos, o frente a su pantalla, llegue a convertirse en un best seller? Por supuesto que no. No es mi objetivo ver mi nombre centelleando entre luces de colores en las vitrinas reales o virtuales de las librerías de basura. No es mi ambición verlo figurando en el guinnes records de los libros más vendidos en el mundo. Mi objetivo es que no pague usted nada por él, pero que de una vez por todas sepa cuánto vale para su vida conocer a 60


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Jesucristo, sin religiones, sin aspavientos, sin fortunas que no posean un destino humanístico y humanitario. ¿Cómo puede un hombre que niega la existencia del Señor basarse en el libro del Señor para sustentar sus profecías? ¿Cómo puede un no creyente apoyarse en lo que no cree para llevar a otros a creer en lo que él mismo niega? ¿Cómo es que podemos admitir que una contaminante gota de agua reptante y venenosa niegue la existencia del mar y, sin embargo, pretenda ahogar en su brumosa y enana estructura a los jóvenes, a esos millones de seres confundidos sin remedio entre la magnitud incontable de los errores de la ambiciosa y sórdida humanidad de hoy? Cuando terminé de escribir el primer borrador de este ejemplar hace unos años, pensé que este episodio, al cual he llamado Best Sellers ─éxitos de librería ─ no tendría ya ninguna funcionalidad, puesto que los libros a los cuales me estoy refiriendo en pocos meses habrían salido del mercado al ser obsoleta su farsa. Pero decidí no sacar el episodio. Sé perfectamente que en los años venideros veremos aparecer todo un desfile de best sellers, hablando de diferentes códigos y de suculentos atrevimientos proféticos. Libros, videos y textos de contenido barato, escritos y promocionados en todos los idiomas, difundidos por editoriales famosas, autografiados por renombrados autores de los países mercantilistas, por encumbrados periodistas, cada uno con su mentira, cada uno peor que el anterior. Jamás encontrará usted este libro en la librería de su predilección, en ninguna librería, y no porque sea mediocre, sino porque no tiene amigos, ni mecenas ni millones que lo respalden. Al fin y al cabo, eso es lo que menos importa. Jesucristo sabe perfectamente quiénes lo leerán. Pero así es el mercado occidental, soberbio, fugaz y pretencioso, amante de la fama, de la mentira, del dinero fácil, y amante de la religión tergiversada y de la adoración de las falacias del mundo. No nos extrañe entonces leer las siguientes palabras, al parecer pronunciadas por el alienado Osama Bin Laden, y transcritas por el autor del libro que antes 61


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venía yo discutiendo y que dice haberlas obtenido a la letra, a partir de comentarios transmitidos por un canal árabe, el Al Yasira: “Los americanos aman la vida, esa es su debilidad. Nosotros amamos la muerte, esa es nuestra fuerza”. Son palabras que no inspiran una migaja de temor, en el corazón del cristiano verdadero. Quizás tan sólo asustan al que adora la vida moderna. Todo homicida y todo suicida aman la muerte. El cristiano verdadero no ama la muerte, como tampoco ama la vida ligera del mundo. No amar la vida material desordenada, no implica ser suicida. Sencillamente, es no estar de acuerdo con la crueldad de una humanidad perversa. No amar a la humanidad hedonista, significa llorar, quizás día a día, al ver el hambre y la angustia a las que son lanzados los pobres de la Tierra, significa sufrir, al ver la desaparición violenta de tus propios hijos, significa sentir asco, al apreciar hora tras hora el odio que la gran parte de la élite de la sociedad moderna siente, por los mandamientos de Dios y por los desheredados del planeta. Los autores cristianos, los Verdaderos Adoradores de Jesús, los que no trabajamos por el reventar de nuestras alforjas, no estamos vendiendo nada, no estamos comerciando con bazofia ni estamos cambiando para nada La Palabra de Dios. Sólo buscamos rescatarla para los jóvenes, para los niños, para los padres humildes y para los inteligentes encumbrados que deseen reflexionar a tiempo. “Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro.” (Apocalipsis 22: 18)

Eventualmente, el autor de los best sellers mencionados alegaba que lo único que él quería lograr a través de sus investigaciones era…, evitar el fin de la humanidad, que quería perpetuar la civilización, que si había buscado entrevistarse con los principales líderes de Occidente y con los del Medio Oriente había sido exclusivamente para alertarlos de que el fin de los días está cerca, sí, pero que puede evitarse, porque una vida sin angustias merece ser vivida y porque la tecnología pronto llevará al hombre a superarlo todo y a obtenerlo todo. Es eso lo que él realmente 62


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creyó y propagó: La viabilidad de un Nuevo Orden Mundial atrincherado en la tecnología y la esclavitud. Al leer estas razones me asalta una visión. No es una profecía ni mucho menos, porque no soy visionario ni profeta. Es solamente una realidad más, una resultante contada a voces en el universo, la cual viene en mi ayuda para sustentar la tristeza que a veces me ahoga el alma: Intento visualizar al Dios Creador, intento atreverme a suponer que en este instante Él está pensando en el hombre que Él mismo diseñó, en esa criatura que Él recreó con alegría, en el más impredecible individuo de su poder inventivo, en ese ser inteligente que Él imaginó desde la raíz de su Supremo Amor, un hombre al cual Él quiso abrigar en su Luz, ese hombre que se convirtió en triturador y asesino de sus propios hermanos, esa entidad que ha venido encarnándose en una bestia que sólo se sacia con sangre de sus semejantes y que, además, ya ha enfocado a su Creador bajo una mirada demente y ha diseñado en su monstruoso cerebro la escena de La muerte de su Creador. Hace siglos que el hombre empezó a negar a su Padre. Durante miles de años el hombre ha despreciado el Amor que el padre quiso darle. El hombre ha enloquecido, como enloqueció el demonio entre los ángeles de la Creación. El hombre no es ya más el ser que Dios diseñó con complacencia en la mitad del Paraíso. Ahora, el hombre lo maldice, se emborracha, se droga y escupe sobre su nombre. Es triste decirlo, pero es verdad absoluta la de que el Señor se arrepintió de haber creado al hombre. Y, lo peor de todo es que Dios sabe, para su pesar, que debe destruirlo para evitar que expanda su locura hacia las estrellas. “Y se acercó Abraham y dijo: Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él? “Entonces respondió el Señor: Si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo este lugar por amor a ellos.” (Génesis 18: 23-26)

Si miramos hacia el mundo moderno, no sin dolor, no sin absoluta 63


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congoja, encontraremos que, ante la maldad de hoy, las abominaciones de Sodoma y Gomorra aparecen como un juego de niños. ¿Es de sabios esperar que el Dios Creador siga soportando esta visión? “Y se arrepintió el Señor de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón.” (Génesis 6: 6)

No continúen entonces inoculando más mentiras, señores escritores de best sellers. Busquen las señales de los tiempos en las líneas físicas de la Biblia. Excaven en busca de ellas en el interior de su propio corazón. Ustedes son humanidad. Escudriñen. Ustedes también están al borde del final. Ustedes no son nada eternos, tampoco lo son sus logros materiales. No busquen a Jesucristo en su computador u ordenador, o como le quieran llamar. El Señor Dios no está jugando a los acertijos ni a los códigos con el hombre. Sus palabras están claras…, sobre el agua tranquila del entendimiento. “Y que os ha de venir mal en los postreros días, por haber hecho mal ante los ojos del Señor, enojándole con la obra de vuestras manos.” (Deuteronomio 31: 29)

En Isaías 41, Jesús mismo aclara su posición frente al pueblo de Israel. En ese mismo capítulo, Él desafía a los falsos dioses a mostrar su poder. En Jerusalén, Él desenmascaró y retó a los falsos profetas. ¿Cómo podría el Maestro entonces dejar en manos de un procesador lo que nadie más sino Él puede develar? Para el Señor, el Washington Post, el New York Times, el Wall Street Journal, son sólo imágenes fundidas, fabricadas por el hombre. No son cartas de presentación que justifiquen dar a un escritor que ama el dinero y que trabaja por la riqueza, y menos a uno que niega la existencia del Creador, el poder de desatar los sellos que sólo Jesús puede abrir. Para el Señor Dios no existen cartas de presentación que puedan otorgar la salvación. Las únicas cartas de presentación y de redención válidas, son las palabras del testimonio de Jesucristo. O eres parte del pueblo de Jesús, o no lo eres. Así de simple. 64


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“Traigan, anúnciennos lo que ha de venir; dígannos lo que ha pasado desde el principio, y pondremos nuestro corazón en ello; sepamos también su postrimería, y hacednos entender lo que ha de venir. Dadnos nuevas de lo que ha de ser después, para que sepamos que vosotros sois dioses.” (Isaías 41: 22-23)

Cuando creí hallarme dispuesto a ignorar el veneno que esos dos libros esparcieron entre la juventud, me estremecí hasta el alma al escuchar, a continuación, a una hiena gritar y provocar a las estrellas. Pero no era una hiena de color pardo, como la del código anterior. Esta vez era una hiena negra, con un código hiriente, insultante y diferente. Era una hiena más astuta y, también, menos temerosa de Dios. Era una hiena que odia sin solución a Jesucristo y que esparce su odio sin el menor temor al juicio y al infierno. Afortunadamente, a aquéllos que sabemos bien cómo es que Jesús rompe las sombras de la noche, ese chillido estridente no nos hace daño alguno. Por el contrario, nos hace reír. Pero reír de la risa de una hiena como ésa no resulta de pronto un acto prolongado ni alegre, si nos detenemos a pensar que los jóvenes de hoy aún no están fuertes en el conocimiento de la verdad y fácilmente pueden ser adoctrinados en mentira. ¿Por qué? Porque en la mayoría de hogares y colegios, los padres y los maestros no les enseñan a sus niños esa verdad absoluta y hermosa, la que dice que Jesús viene cerca, no les advierten que el hundirse en los deleites del mundo los privarán de ser parte de los escogidos por Dios para obtener ese algo sublime que jamás llegaremos aquí a imaginar siquiera: La Vida Eterna en la Jerusalén del Cielo. Un considerable número de padres y maestros hablan hoy de Dios con sus niños, pero muy superficialmente. Mezclan a Dios con los demás juguetes. No le dan al Señor el lugar especial que se le debe dar en el corazón, en el hogar, en el salón, día tras día. Emplazan al Señor a un costado del alma, como un personaje que algo nos quiere decir pero que no debe entrometerse en la parranda de hoy ni en la satisfacción inmediata de los deseos de la carne. A estos padres y maestros, la apariencia de cristianos les parece suficiente. Van a sus actos religiosos y ni siquiera parecen darse cuenta de que sus hijos no van con ellos, porque: “¡Qué mamera ir a la misa!”. 65


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“¿Negarse a sí mismo? ─se preguntarán algunos de ellos, si leyesen este libro─. ¿Acaso alguien necesita negarse a disfrutar el mundo o negarse a sí mismo para ser creyente? ¿No es suficiente con ir a la iglesia los domingos y decir que creemos en un Dios? Algunos de estos padres y maestros les tienen a sus niños enormes Biblias de lomos dorados y hermosos dibujos tragando polvo sobre un atril en un rincón de la sala de estudio del colegio, o en la casa. Les tienen grandes y hermosos crucifijos colgando en las paredes, junto al escudo del equipo favorito de fútbol. Celebran con ellos el día del nacimiento y de la muerte de Jesús entre trago, maldición y baile, pero no les leen la Palabra de Dios ni les explican por qué fue que Jesús nació y murió sobre la Tierra. No escudriñan. Los paseos, los compromisos sociales, los bares, la magia de los celulares, los videos, la música de moda, la buena ropa, los lujos, los amigos, la eterna religión de la apariencia, desplazan por kilómetros a Jesús en el alma de los jóvenes. Y cuando todo eso ─lo que la apariencia exige─ no se puede lograr o no entrega más satisfacción, empieza el niño o el adolescente a deprimirse, comienza a acercarse a las muchas puertas que están bien abiertas y que pueden llevarlo hacia la angustia y hacia la desesperación, allí, donde están la droga, el alcohol, el sexo, el vocabulario soez, la maldición, la trasgresión, el egoísmo, el odio, el olvido total de Dios, y hasta el homicidio o el suicidio. Padres y maestros insisten en convivir engañados muy tranquilamente, y engañan por defecto a los pequeños que el Señor puso a su cargo. La violencia, el robo y el asesinato ya no son crímenes que sólo puedan cometer los adultos, como sucedía en el pasado. Miles de niños de doce o trece años se han involucrado en el mundo deleznable del crimen organizado y la narco-guerrilla. Leía yo hace poco una frase, pegada sobre la pared del recibidor de una congregación religiosa. La frase me llamó la atención: “Si quieres escuchar a Jesucristo ─decía─, apaga tu celular”. Me inquietó. ¿A cuántos jóvenes adolescentes o de universidad les interesa apagar su celular para intentar escuchar a quien no quieren conocer? 66


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Por todo esto, cuando se eleva en el aire viciado del planeta y se cuela, a través de la red internacional a la cual estos niños tienen acceso y a la cual ellos aman y en la que navegan todo el día y se divierten, la histérica risa de una hiena lóbrega que aprendió a escribir en idioma inglés, cuando su chillido difamante logra ser traducido a varios idiomas, se congela mi risa. Ya no hago burla de los libros que proyecta ese bramido. Por el contrario, siento aprehensión y prevención, porque percibo que Satanás está rondando cerca, porque sé cuán grande y ponzoñoso es su poder oscuro. “Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad. Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad.” (II Tesalonicenses 2: 7-12)

Y bien, como hiena que vuelve a su carroña, el astuto y ahora acaudalado escritor de ficción de chatarra que se inventó el “Código Da Vinci” ─ segundo best seller de esta discusión ─, ya ha acumulado varios ejemplares que atacan al cristianismo en una curva evolutiva, creciente, cada vez con más saña. Ataca también a la religión. No obstante, el que ataque, así sea sin bases suficientes, a la religión católica o al Opus Dei es grito de pelea que se sale de mis líneas. No soy religioso ni apoyo el adoctrinamiento burócrata. Tampoco tengo títulos ni dinero que me autoricen a inmiscuirme en las discusiones en las que se pueden ver envueltos los popes de la iglesia y los masones, o los illuminati. Esa es pelea de pesos pesados, de manejadores de intereses políticos, monetarios y doctrinales, es asunto de los precursores del Nuevo Orden Mundial. Yo soy sólo un forastero destituido, desheredado, frente a esos poderes. No me interesa estar en la arena de esa confrontación. Pero, de todas maneras, encuentro de poca validez que alguien afirme sin bases históricas reales que los jerarcas de la iglesia católica, con Constantino El 67


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Grande a la cabeza ─emperador de quien se dice fue el primero de su clase que experimentó el poder de Jesús, se convirtió al cristianismo y lo declaró religión oficial en Europa─, manipularon la información de los cuatro Evangelios que hacen parte del canon del Nuevo Testamento y trataron de eliminar los evangelios restantes, escritos ─según la pobre bibliografía en la cual se basa el best seller del código del pintor─ por María Magdalena, Felipe y Tomás. Historiadores y arqueólogos que saben mucho más de lo que yo sé acerca de estos evangelios apócrifos y que son personajes que han trabajado duramente en la investigación de los mismos y no viven de la invención absurda, concluyeron con suficiencia y exactitud que los rollos de Nag Hammadi, entre los cuales se encuentran esos últimos evangelios, fueron escritos por cristianos gnósticos de los siglos tercero y cuarto ─detractores de Cristo─ y no por los seguidores de Jesús del siglo primero. Mas, no es la discusión de qué evangelios sí y cuáles no son fidedignos, el eje de la irreverencia teológica, espiritual y universal del libro del código del pintor. Este escritor ha decidido vender su alma al diablo por dinero y fama. Degrada a Jesucristo no solamente a la categoría de padre de familia común y mortal, sino a la de macho libidinoso de individualidad no terminada quien, según él, para complementarse tuvo que haber fabricado lecho y procreado con María de Magdala. Ni por el más estrecho canal de análisis logra este cretino digitador de basura, amigo del Tribune, del New York Daily News y de los miles de revistas y periódicos que día a día aplauden las irreverentes ocurrencias de los ídolos de barro de esta generación, visualizar que por un Jesús como el que él inventa no habrían nunca dado la vida todos esos hombres que tan decididamente por Él la dieron, ni lo habrían amado ni lo estaríamos amando todos aquellos que lo hemos amado a lo largo de más de veinte siglos de vigencia de su Divinidad Absoluta. Ajustado a la lógica distancia de las dimensiones veo reflejarse, en la actitud de aquellos que elaboran este tipo de obras abominables y claramente diabólicas ─ con el sello de la estupidez de Satán sobre sus 68


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hojas ─, y de aquellos que los elogian, la actitud molusca y viscosa de los ciudadanos de Sodoma que trataron de manosear y de involucrar en sus aberraciones caninas a los ángeles que bajaron hasta la ciudad pecadora dos días antes de su destrucción. Veo reflejarse, en los amantes de este último código y sobre el espejo de la analogía, a los sodomitas modernos, a ésos que tratan de manosear y de bajar a su propio nivel animal al Dioshombre, al que por impulso de su Amor descendió como Maestro y como Cristo, al que por ese mismo impulso descenderá de nuevo, pero no para seguir hablando de Amor ni para jugar con códigos, sino para arrebatar de la Tierra a los que lo aman, momentos antes de que el fuego consuma todo el desperdicio. “Porque he aquí que el Señor vendrá con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar su ira con furor, y su reprensión con llama de fuego.” (Isaías 66: 15)

Me ha sido necesario escudriñar profundamente en las Sagradas Escrituras para continuar con este pasaje. Encuentro entonces que Isaías y Juan tuvieron en su espíritu el poder glorioso del Espíritu de Dios y tradujeron ese poder en palabras de valiosa profecía. Es por eso que escogí las siguientes citas para trasplantarlas a estas hojas. Esas citas hablan de la Divinidad de Jesús. Y, si hubiese yo continuado con mi búsqueda, habría llenado varios capítulos de esta obra. Sin embargo, las citas de Isaías y de Juan que utilizaré aquí dan testimonio suficiente de quien es Jesús, en el pasado, presente y devenir del universo. El primero de los grandes profetas ─Isaías ─, nació en Jerusalén hacia el año 760 a.C. Como infante hizo parte de una familia aristocrática. Cuenta también la tradición que Isaías fue martirizado en algún momento, entre los años 701 y 690 a.C.

Según él, los sacrificios rituales o

personales elaborados para adorar a Dios son abominables, si quienes los ofrendan son de los que tratan con injusticia al prójimo, en especial a los más pobres y desfavorecidos. De igual manera, podemos decir que las ofrendas de dinero y las campañas en favor de los pobres y de los niños abandonados son abominables a los ojos de Dios si aquéllos que las llevan 69


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a cabo esparcen, a través de su trabajo o en el testimonio de su vida, una filosofía corrupta y soberbia. Eso es precisamente lo que hará el anticristo: Pretenderá esparcir comodidad y bienestar a su alrededor, en un mundo que se encontrará al borde del colapso total. En ese Nuevo Orden Mundial, todo el sistema de vida será aparentemente renovado y supuestamente balanceado a través de un tergiversado concepto de justicia social, de equidad, pero, a la vez, toda la humanidad será aleccionada en la indiferencia y el rechazo total de Jesús. El anticristo esparcirá un falso humanismo. Hará aparecer al Redentor como el creador de la duda y del desastre. El hombre que en ese entonces no acepte llevar en su cuerpo la marca social, comercial y rastreable que impondrá la bestia, el que rechace la filosofía hedonista divulgada por el demonio y adoptada por todos los enemigos del verdadero Dios, no tendrá ninguna garantía de supervivencia dentro del sistema. No podrá trabajar ni alimentar a sus hijos. Sin embargo, Jesús no lo abandonará. Jesús juntará a sus escogidos en la mitad de La Gran Tribulación, y los llevará con Él. “Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntará a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo al otro.” (Mateo 31)

Retomando la defensa de la Divinidad de Jesucristo, he decidido transcribir aquí, del llamado Libro de Emmanuel, el cual comprende los capítulos siete al doce del gran libro de Isaías, los versículos siguientes. (Ese nombre ─Emmanuel─ se refiere directamente al Mesías, según puede corroborarse en Mateo 1:23: “He aquí, una virgen concebirá y dará luz a un hijo, y llamarás su nombre Emmanuel, que traducido es Dios con nosotros”.) Ya Isaías lo había profetizado más de setecientos años atrás: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, DIOS FUERTE, PADRE ETERNO, Príncipe de paz.” (Isaías 9: 6) “Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el espíritu del Señor.” (Isaías 11: 1-2)

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Recordemos que Isaí fue el nombre del padre de David, rey de Judá e Israel y fundador de la dinastía de Judá. De su linaje emergería Jesucristo, el Mesías. También he tomado, del tradicionalmente llamado Libro de la Consolación de Israel, que comprende la segunda parte del gran tomo de Isaías, el siguiente versículo: “Y tu Redentor, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra será llamado.” (Isaías 54: 5)

En este par de líneas, Isaías le da a Jesús el nombre de: Redentor, porque sería Jesús quien redimiría al pueblo de Dios. Lo llama también Santo de Israel, y aquí puede cualquier calumniador de la persona divina del Maestro aprender de una vez por todas que la palabra “Santo” no se le puede haber dado, no en el Libro Sagrado de Dios, a cualquier vagabundo libidinoso, común y mortal. Por último, Isaías llama a Jesús “Dios de toda la tierra”. No lo llama Profeta; no lo llama Iluminado. Lo llama “Dios de toda la tierra”, y mis comentarios sobran, frente a esta eterna y sublime realidad. Hay más aún: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros.” (Isaías 53: 6)

Jehová ─Yahvé─, nombre que debemos respetar y no mencionar a cada momento como si fuese una marca comercial, es el nombre del Dios Creador en las Sagradas Escrituras. Observemos que Isaías profetiza que es Él, Dios mismo, quien habría de cargar nuestros pecados para redención. Pero todos sabemos muy bien que fue Jesucristo quien asumió la misión universal de la redención de los hombres. La profecía anterior no es que sea una equivocación. Por el contrario, esa profecía une al Padre con el Hijo, la Divinidad en sí misma con su mejor manifestación sobre la Tierra ─Jesús─, los dos, bajo el nombre sagrado del Creador.

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“Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.” (Isaías 55: 7)

En esta exhortación leemos claramente que la misericordia nace en el amor del Padre Creador, y se extiende al Dios-hombre, al Dios nuestro, ya que Jesucristo es el único camino de perdón que tiene el ser humano antes de enfrentarse a la balanza del juicio final. ¿Queda aún alguna duda de la Divinidad de Jesús? Leamos lo que Juan dice al respecto: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí”. (Juan 14: 6) “Y ahora, Padre, glorifícame en tu presencia, con la gloria que tuve contigo antes de que el mundo existiera”. (Juan 17: 5)

El apóstol Juan, el Hijo del trueno ─así Jesús lo solía llamar─, fue discípulo de Juan el Bautista antes de conocer al Maestro. Asegura la tradición que el evangelista sobrevivió muchos años después, en algún tropiezo de su camino por la evangelización del Asia Menor, al martirio de permanecer en el interior de una caldera con aceite hirviendo, tormento al que fue sometido por sus perseguidores. Y se sabe con certeza que, cuando el imperio romano intensificó la persecución de los cristianos, él huyó a la isla de Patmos. Allí recibió la Revelación del Señor. Allí escribió el libro del Apocalipsis. No se sabe con certeza cuándo y cómo murió. No se sabe exactamente si murió sobre la Tierra o si fue arrebatado por el Señor. Siendo muy joven aún, y durante el evento más trascendental que vivió Palestina en toda su historia, Juan se convirtió en el menor de los discípulos de Jesús. Poseía belleza de corazón y belleza física. En el óleo sobre yeso de La Última Cena ─del renacentista florentino Leonardo Da Vinci─, aparece Juan al lado de Jesús, quien acaba de anunciar que uno de los doce lo habrá de traicionar. La pintura muestra al joven apóstol con sus ojos cerrados, inclinando la cabeza para escuchar tal vez el comentario que de lo que Jesús acaba de decir hace el apóstol que está situado a su derecha. Juan tiene el cabello largo y de color marrón claro. 72


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Su piel luce fresca, delicada. El mismo Jesús, y la mayor parte de los apóstoles restantes, luce también cabello largo y facciones delicadas. Así parece que los imaginó Da Vinci. Los gestos de la mayoría de los discípulos muestran indignación e incertidumbre al escuchar lo que el Señor acaba de decir: “Uno de vosotros me va a entregar”. Incluso, aparece en el cuadro una mano perdida aferrando una daga. Así diseñó su pintura el italiano. Se dice que él mismo se proyectó en ella, se autorretrató, dándole deliberadamente la espalda a Jesús. Esto último no es nada extraño porque, a través de la historia, a Jesús le han dado la espalda millones de artistas, de genios, de hombres de ciencia, de potentados, de todopoderosos mortales. Pero, al final de la jornada será Él quien les dé la espalda. La técnica que Da Vinci aplicó a esta obra en el año 1.497, no fue muy estable. La pintura se fue deteriorando sustancialmente. Sólo hacia el año 1.999 terminó el proceso de restauración microscópica y de retoque al cual el óleo fue sometido. En la imagen resultante, Juan luce cabello rubio, ¡senos!, facciones delicadas, y hasta un medallón. Así lo imaginaron los restauradores. Pero sigue siendo Juan, según ellos. De otra manera, el cuadro posiblemente habría sido bautizado: “¿Dónde estaba Juan?” En su mediocre libro, el autor del código del pintor no piensa en esa pregunta ni en darle otro nombre al cuadro, pero afirma que, definitivamente, el apóstol al lado derecho de Jesús no es Juan sino María Magdalena. Eso es lo que causa hilaridad. No causa enojo; tan sólo hilaridad. Se hace obvio que este tramoyista necesitaba contar en su libro un cuento de hadas, otro, pero gráfico, visual, para apoyar su desvarío evangélico, así que, ¿por qué no alucinar irreflexivamente sobre algo que una mujer, posiblemente su esposa ─según se dice, experta en arte─ le dejó servido sobre la mesa de la especulación en una tarde de euforia, licor y buena comida? “Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado al lado de Jesús. A éste, pues, hizo señas Simón Pedro, para que preguntase quién era aquél de quien el Maestro hablaba.” (Juan 13: 23)

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Según el Evangelio, en la última cena sólo estuvieron presentes Jesús y sus doce apóstoles. No hubo mujer alguna. No estuvo allí María de Magdala, así el Señor la amara igual que amó a todos sus discípulos, hombres o mujeres. Y, como se puede leer en el anterior versículo, el discípulo recostado al lado del Maestro era un hombre joven a quien Jesús también amaba. No era una mujer. Sin embargo, ya es suficiente el desperdicio de palabras. Puede resultar chocante seguir con este tema y, eventualmente, ni el Señor ni Juan posaron jamás para pintura alguna. Por otra parte, Da Vinci sólo fue un hombre más, uno posiblemente genial, pero de carne y hueso, no fue ningún profeta ni fue un hombre de Dios. En conclusión, entonces, haya la iglesia católica manipulado o no los Evangelios, haya esa iglesia cometido o no errores que pueden haber perdido a la humanidad en lugar de acercarla a Jesucristo, sólo nos queda claro, a quienes realmente buscamos a Jesús entre la hecatombe de este siglo, a quienes no pertenecemos a religión alguna, que no debemos dejar jamás de enriquecernos con ese alimento irremplazable que nos dan el Amor hacia el Redentor y la FE en su Palabra. Debemos ignorar las acechanzas del demonio y las irreverencias de esos acaudalados pero obtusos escritores, servidores del lúgubre Lucifer. Oremos, eso sí, porque haya cohesión, firmeza y fe, en los conceptos que de Jesús obtengan los desprevenidos jóvenes cada vez que se aventuren a ojear estos best sellers o cada vez que les dé por sumergirse en los videos virales que aparecerán, sin pausa, en el desfile de blogs o en los futuros gadgets de la tecnología y de la web. Como dato curioso, se dice que la película, la que fue elaborada a partir de ese mediocre libro del Código da Vinci, tampoco alcanzó el nivel del buen arte cinematográfico. No obstante, Satanás no es un buen lector o un aceptable cineasta, pero tampoco se detendrá por eso. Jesús insiste: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último.” (Revelación de Juan 22: 12-13)

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¿Tuvo que trazar con brazo fuerte el Padre Creador, a partir del momento inicial de la desobediencia del hombre, un arduo e intrincado sendero para la humanidad?

¿Castiga y reprende el Señor drásticamente, y solamente, a quienes Él ama?

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La muerte del guerrero “Porque el Señor al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere.” (Proverbios 3: 12)

De acuerdo al libro segundo de Samuel, Betsabé fue una mujer muy hermosa que solía bañarse en el terrado de su casa a la caída de la tarde. La escena no distaba gran cosa de la balaustrada del palacio real, desde la cual David la observaba sin preocuparse demasiado por la batalla que su ejército estaba librando contra los amonitas a suficiente distancia de Jerusalén. Así, en tanto sus guerreros contendían duramente para destruir a su enemigo, el monarca parecía estar solamente interesado en la sinuosa línea del cuerpo de Betsabé. La mandó llamar, y la hizo suya. La fecundó. Urías, el esposo, un noble, incondicional y valeroso oficial de los ejércitos de David, fue requerido en Jerusalén unos días más tarde. Allí le fue ofrecido que tomase una licencia especial, claro que con el propósito de que durmiese con su mujer y pensase luego que había sido él quien la había fecundado. Mas, Urías, hombre que, además de tener firme corazón de guerrero, tenía el aparentemente absurdo sino de los varones que deben perder para dar paso a la gloria de otros hombres supuestamente más afortunados, no aceptó dicha licencia. Prefirió regresar al campo de batalla. Allá, por nueva orden del rey fue puesto a combatir al frente de sus huestes y, como era de esperarse, sufrió la muerte, para engañosa tranquilidad de los amantes reales. Es necesario entender que sí existió un designio divino en éste capítulo de la historia del pueblo de Israel, y en muchos otros. No obstante, Dios diagrama los designios y el hombre escoge los caminos. Sucedió así desde el Edén mismo, y continuará sucediendo hasta el fin del tiempo. Es definitivamente el uso indebido del libre albedrío otorgado al hombre lo que trastorna el desarrollo del plan de Dios. Es su manera de obrar, basada desde siempre en los desmanes y en los caprichos materiales. En 76


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este particular designio divino, el hecho de que David conociese precisamente a Betsabé, y no a otra mujer ─a una sin compromiso marital, a una libre, a una virgen─, el Señor no enfocó las cosas para patrocinar un acto de amor carnal adúltero de dos de sus criaturas, ni mucho menos, sino que las moldeó para dar continuación con David ─el hombre señalado por la profecía─ el camino del libro que se había empezado a escribir en la puerta de salida del Paraíso: El de la primera venida de Jesús. Era David, el nombre escrito en la profecía. No era Betsabé. “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino.” (Isaías 9: 6-7)

Isaías no menciona a Betsabé. De otra parte, es evidente que Urías no era el hombre de cuya semilla algún día habría de surgir el Salvador. Las razones que apoyan esta afirmación son nuevamente legibles: profecía y genealogía. Sin embargo, para que usted entienda cada uno de los designios de Dios, especialmente aquéllos que le causan duda, no está de más esperar que, si se ha propuesto usted ser un verdadero cristiano, un adorador en espíritu, sustituya siempre todo pan de DUDA con el alimento básico de la FE.

El cristiano verdadero no duda de los

designios del Señor. Cree en ellos, y los acepta. Nuestra duda es rastrojo, frente al fruto voluptuoso de las decisiones de Dios. Observemos que, cuando el profeta Samuel fue enviado por Dios a Belén para ungir a quien habría de suceder al rey Saúl, mucho antes de que éste muriese, Samuel creyó que el elegido tendría que ser el de más grande apariencia entre los hermanos mayores de David, pues éste no era más que un pequeño pastor de ovejas. Entonces, el Señor llama a Samuel y le dice: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Dios no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Dios mira el corazón.” (I Samuel 16: 7)

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El elegido era David. No era Urías. Es necesario puntualizar, sin embargo, que la confusa situación de Urías no debe ser tomada de los extremos, llegando de pronto a pensar que él no valía nada para Dios o que Dios lo había desechado para siempre y que su vida terrenal y su alma estaban destinadas a convertirse en una merienda del circo de la serpiente. Y así como no podemos condenar a Urías por su excesivo amor por la guerra ─su pueblo entendía la guerra como una fase importante de la voluntad de Dios─, tampoco podemos atrevernos a juzgar al Creador por el resultado de esta historia. Repito: Dios diseña los eventos, el hombre escoge los caminos y ejecuta su tarea sin preguntar nada a Dios. Es aquí, exactamente, cuando la Sabiduría del Señor le es de nuevo ajena o se le antoja intrincada o áspera a quien adolece de FE. Es de sabios no pretender poner una limitada lente de comprensión humana ante los ojos de la mente infinita de Dios. Cabe por eso tratar de aprender de una vez por todas, cuando de entender verdades universales que superan la comprensión humana se trata, que la ignorancia es la crisálida de la Fe. Mejor resulta ser un ignorante que comprende y sirve al Señor, que pretender ser quien argumenta todo para al fin y al cabo terminar siempre siendo engañado por Satanás, el oscuro gobernante de la Tierra. “Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.” (I Corintios 1: 25)

No obstante, y para tranquilidad de los que se preguntan por la suerte final de Urías, recordemos que es Jesucristo mismo quien nos habla de lo que la vida terrenal vale frente a lo que aumenta servir al Señor, dar la vida misma, y ganar la vida posterior. Urías perdió a su mujer y perdió una existencia que, para él, sin esa mujer ya no valía nada. Por otra parte, Urías amaba la guerra más que a su mujer, y en medio de la guerra pereció. No obstante, el Señor no ha de juzgarlo por conceptos de equivocación humana; elemental. Varón y hembra nos creó el Señor, pero hemos desembocado entre la oscuridad y en medio de la guerra. Así que, sólo Dios sabe que habrá de obtener Urías más allá de su muerte. 78


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“Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.” (Mateo 16: 25)

Por supuesto que David fue juzgado y reprendido. No se salió con la suya, a pesar de haber sido el elegido. Es entonces menester repetir que el Señor no estaba apadrinando los errores de los escogidos de su pueblo, entre ellos el acto atroz de David de colocar a Urías al frente de sus ejércitos, sitio en el cual el rey sabía bien que el guerrero irremediablemente moriría: El Creador trazó un designio, David escogió un camino. Eso debe quedar muy claro. El hecho de poner a Urías a combatir cara a cara con los amonitas fue, a todas luces, una muy personal, consciente y homicida decisión de David, error por el cual pagó, puesto que con muerte le fue cobrada la muerte del guerrero. Pronto, el monarca tendría que ver desaparecer, a pesar de sus lamentos, de sus sacrificios, de sus ayunos y de sus plegarias, a su entonces más pequeño hijo, el primero de los frutos de su amor con Betsabé. “Y el Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y enfermó gravemente. Y al séptimo día murió el niño.” (II Samuel 12: 15-18)

Además, también tuvo que pagar por su adulterio. “Por cuanto me menospreciaste, y tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer…, he aquí yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo, el cual yacerá con tus mujeres a la vista del sol.” (II Samuel 12: 10-11)

Años más tarde, y luego del perdón, habría de llegar el segundo fruto del amor que existió entre David y Betsabé: Salomón ─el Predicador ─ obelisco de sabiduría que encumbró hacia las más grandes bendiciones al antiguo pueblo de Dios al comienzo de su reinado. Fue un hombre lleno de privilegios. En sus manos puso el Señor la elaboración de dos de los más poéticos, pero más profundos, libros de La Biblia: Proverbios y Eclesiastés. Estos tomos son absolutamente valiosos en lo que ha sido la edificación total del bagaje de las Sagradas Escrituras. 79


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La redención de David, interesante y muy trascendental porción del Antiguo Testamento, nos conduce hacia algunos conceptos claros: Primero: El brazo fuerte de Dios existió, tuvo que existir y existe, para cumplimiento de actos universales que, para aquéllos que carecen de fe, parece que no tuviesen sentido y, menos aún, designio divino. Segundo: El hombre no fue jamás para el Señor, ni es, una marioneta. Por el contrario, el hombre siempre fue, y es, artífice de su propio destino. El hombre mismo es quien, en su libre albedrío, y a la manera de David, del mismo Urías y de Betsabé, traza sus propias y erradas decisiones en momentos de ciega pasión. Tercero: El Señor sabe bien que no tiene jamás por qué hacerse cómplice de las decisiones violentas del hombre. Es por eso que reprende sin excepción ni olvido, y con la frialdad de su balanza. De otra parte, y para dar aún más tranquilidad a los que creyeron que Urías había sido burlado por Dios, no es difícil extractar de esta lectura que fue exclusivamente el Señor, nadie más, quien tomó en sus manos la reprensión de David. Esto, el acto sabio de Dios de descargarle a todo individuo ofendido, a todo hombre humillado, el fardo que conlleva el deseo de venganza, le ahorró al guerrero el querer vengarse de su esposa y de su rey, y perder su galardón eterno. Eso hubiese sido…, sumar otro error al error. Esta sabia decisión añade amor, brillo y cohesión, a cada escudilla de la balanza divina. Más tarde, este mismo acto de mística sabiduría se proyectaría abiertamente en la humildad de Jesús cuando, frente a cada golpe que le propinó la humanidad entera en Jerusalén, Él ofreció humildemente el perfil de su segunda mejilla. “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.” (Mateo 5: 38-39)

También podemos ver hacia el final de este pasaje de David que el Señor, además de reprender escucha y, muy en lo profundo de su ser, comprende, ama y concede el perdón, siempre y cuando el pecador 80


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descubra su culpabilidad ante Él, y siempre y cuando ese pecador acepte con humildad la reprimenda y cambie su actitud. Abra usted su Biblia. Lea lo que pasó con David al final de su vida. Todo aquél que haya sido o sea un padre amoroso pero exigente con sus hijos, entiende y acepta naturalmente la reprensión que viene de Dios y, consecuentemente, visualiza el instante del perdón divino. “Porque el Señor al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere.” (Proverbios 3: 12)

Leyendo detenidamente este Proverbio, encontrará usted que el Señor Dios no ama inútilmente. Él no ama a quienes jamás lo amarán. Por lo tanto, Él no reprende a quienes Él no ama. Existe otro Proverbio que refuerza con absoluta contundencia lo que acabo de afirmar: “Yo amo a los que me aman, y me hallan los que temprano me buscan.” (Proverbios 8:17)

“Y, ¿qué pasará con los que no le aman? ─Se preguntará usted, entonces─ ¿Fueron destinados por Dios desde el vientre mismo de la madre a la condena eterna?” La predestinación absoluta, el destino inobjetable, sí que existe en lo profundo de la Sabiduría de Dios. Pero ─ ¡ojo! ─ existe también el libre albedrío. Y existe el Amor. Existe el sacrificio y el llamado de Jesús. Y existe la oportunidad de un cambio total para bendición del alma del hombre que ha estado equivocado. Pensemos por un instante en “el buen ladrón”. Él nació para ser ladrón. Muy seguramente, el hogar en el cual nació era un nido de ladrones. Su destino era ése: ser ladrón. Y fue un ladrón durante toda su vida. Sin embargo, al conocer a Jesús dejó de ser un criminal y obtuvo el perdón de Dios, gracias al cambio drástico y humilde de su libre albedrío. Todo aquél que en este mismo instante piense que nació lejos de Jesús, que no está amando al Creador, todo aquél que en este momento exacto descubra con temor que no está comprendiendo la muerte de Jesús, sepa de una vez por todas que puede cambiar su actitud y empezar 81


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a contarse entre aquéllos a quienes el Señor Dios sí ama. Si usted ha descubierto que no ama a Dios, que no necesita de Él para gozar y reír, si usted piensa que no ha sido reprendido jamás pero que le da igual porque no necesita de enfermedades o de reprensiones para estructurar su vida, si piensa que su existencia es perfecta y se atreve a creer por añadidura que jamás ha sentido el llamado de Jesús y que probablemente no le importa, deténgase por un instante. Sepa que éste es el momento de ese llamado. Y sepa también que este momento tal vez no se repetirá. Inicie hoy mismo la búsqueda total de Jesucristo. Si no quiere hacerlo, continúe así, como viene. Siga viviendo su vida perfecta, sabrosa y feliz. Pero no espere que el Señor lo ame y lo rescate de las manos de los ángeles de Satán en el momento de su muerte. Cuando su cuerpo esté descomponiéndose en el camposanto o haya sido cremado, ni miles de misas pagadas con dinero, con cheque o con tarjeta de crédito, ni millones de letanías repetidas por todos los de su familia, sacarán su alma del abismo. Para dar por terminado este episodio, una última pregunta: ¿No queda claro, si nos remontamos al Génesis, luego a la profecía de la venida de Jesús, y por último al cumplimiento de la misma, que no fue otra cosa sino ese Amor infinito de Dios la raíz de todo nuevo y duro trazo para la humanidad, luego del desafío universal maquinado por el príncipe de las tinieblas y de la alianza del hombre con ese desafío, allá, en el Edén? ¿No queda también claro que desde el primer instante de la Creación Dios amó a la humanidad y esperó, en vano, que la humanidad lo amase también? El Edén no fue un juego de animalitos y de una pareja brincando y riendo alrededor de esos animalitos. El hombre y la mujer estaban en los planes del Creador para obsequiar al universo una generación de ángeles de características físicas y etéreas irrepetibles, de seres que surgirían como una nueva raza celestial que habría de enriquecer el brillo del cosmos, de entidades autónomas y maravillosas que en un corto tiempo 82


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habrían de acceder al Árbol de la Vida para llegar a ser eternos. Satanás, la mujer y el hombre lo desbarataron todo. “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. (Génesis 1:27)

Los humanos ya no somos más a la imagen de Dios. Satanás, con su maligna plataforma de soberbia, sexo y mentira, confundió en la oscuridad del cosmos esa primera intención; esa hermosa edición. “Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? (Génesis 3:11)

El precio a pagar por el desamor y la desobediencia es la muerte terrenal. Un segundo precio, el que han de pagar sólo aquéllos que persistan en despreciar al Padre y a Jesucristo, es la muerte segunda: el infierno. Aún es Tiempo de no morir espiritualmente…, y para siempre. “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”. (Génesis 3:19)

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¿Llegará el hombre a las estrellas? ¿Qué dice Jesús a ese respecto? ¿Qué tan trascendental es el despilfarro de dinero que se invierte en investigaciones espaciales? Y, ¿qué decir de la inversión de billones de dólares en la fabricación de sofisticadas y cada vez más letales armas de guerra?

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Un balbuceo en un perdido rincón de la galaxia local “Aunque cavasen hasta el Seol, de allá los tomará mi mano; y aunque subieren hasta el cielo, de allá los haré descender.” (Amós 9: 2)

El veinte de julio de 1969, dos oficiales norteamericanos dieron el primer paso de real trascendencia en el ascenso del hombre a una cumbre que, con los medios con los cuales cuenta, jamás terminará de escalar. Menos de cuatro años después, la misión lunar, que por razones de soberbia y poder se había hecho de dominio público, empezó a ser casi secreta. En 1972, sobre el Valle de la Tranquilidad empezaron a fosilizarse las huellas de los cosmonautas, junto al fantasma del despilfarro de numerosos mecanismos de investigación y navegación espacial. Sin embargo, se sabe bien que la aventura no terminará allí. Aunque el astronauta de la tierra sabe muy bien que está absolutamente lejos de llegar a ser el conquistador de la galaxia, y aunque se ha dado cuenta que tan sólo es una larva balbuceante cabeceando por los alrededores de su planeta, ha decidido continuar con su sueño: el de alguna mañana encontrarse aterrizando y plantando su bandera de cartón sobre el suelo de una estrella. Y es que el hombre del espacio, y el hombre de ciencia que lo observa frente a los monitores de los ordenadores de la base, dicen tener dos importantes interrogantes en sus mentes. Insisten que, hasta que no los resuelvan, no van a renunciar a continuar soñando. He aquí los fabulosos interrogantes: “¿Cuál es el origen del hombre? ¿En qué

planeta los científicos y los poderosos nos esconderemos del juicio de Dios y del desastre final de esta demente civilización?” “Ciertamente más rudo soy yo que ninguno, ni tengo entendimiento de hombre. Yo ni aprendí sabiduría. No conozco la ciencia del Santo. ¿Quién subió al cielo y descendió? ¿Quién encerró los vientos en sus puños? ¿Quién ató las aguas en un paño? ¿Quién afirmó todos los términos de la Tierra? ¿Cuál es su nombre, y el nombre de su hijo, si sabes?” (Proverbios 30: 2-4)

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Transbordadores, sondas, telescopios, satélites artificiales, naves, ordenadores, robots, estaciones espaciales, drones, etc., han venido siendo esparcidos en un por cierto muy enano sendero del sistema solar, a la espera de respuestas para esos interrogantes. No falta, sin embargo, el argumentador de ficción que afirma que, gracias a la misión Apolo y a las expediciones posteriores, esos interrogantes ya han sido resueltos, pero que la NASA y otros estamentos oficiales y secretos de los Estados Unidos y de Rusia han decidido mantener en reserva, por razón de una lógica intención de poder y de dominio. Puede ser verdad humana, puede no serlo, puede ser cuestión de pensamiento o de enajenación, nada nuevo, nada que envidiar, pero mucho que lamentar para el hombre que se aferra al Evangelio. No hay que olvidar que algunos de estos onerosos artefactos de la tecnología espacial fueron desarrollados en un principio, entre ellos los cohetes suborbitales de largo alcance ─los V-2 en Alemania─, por científicos de unos tres o cuatro países, pero con otro objetivo: el de sorprender al enemigo durante la Segunda Guerra Mundial. “Los ojos de Dios velan por la ciencia; mas él trastorna las cosas de los prevaricadores.” (Proverbios 22: 12)

A la altura de las circunstancias actuales de la relación social, económica y política, entre los países líderes del planeta, el sueño espacial se ha transmutado en una pesadilla más objetiva, y su aventura circense ha sido reemplazada por la necesidad que sienten estos países por apertrecharse para una inevitable tercera y final confrontación mundial. Las potencias que, de acuerdo con la profecía, estarán presentes en el campo de batalla ─las cabezas de oriente y las de occidente─ ya están asomando sus mandíbulas, y casi que las podemos ver hambrientas por colocar sus dientes en el obturador del suicidio de la humanidad. Es así que, con el afán de destrucción que va siendo poco a poco desplegado y con el cual el hombre cree que puede alardear, la sombra del jinete bermejo del Apocalipsis ya está afilando su espada para dar cumplimiento 86


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a esa profecía. Aunque, paradójicamente, ciertos bandos de esta visión parecen creer que esa confrontación no sería tan negativa para sus intereses porque, si hacemos un recuento de las guerras del hombre, encontramos que esos países ─considerados hoy como potencias mundiales─ han demostrado sin vergüenza alguna gustar de la guerra, y han hecho visible ante los ojos del mundo que la guerra es una estrategia de crecimiento, un medio de desarrollo, una herramienta de catarsis generacional y de obtención de poder, no importa cuántos niños, hombres y mujeres caigan o cuántos otros queden mutilados de por vida. Sus gobiernos no sólo siguen soñando con llegar a Marte para plantar allá su escudo y construir una ciudad sofisticada, habitable, exclusiva, sino que proyectan al mismo tiempo seguir invadiendo y provocando países ajenos para de pronto apuntarle al bingo y lograr conectar la pesadilla con la realidad. Es difícil esperar esta vez que, al final de una tercera confrontación mundial puedan ellos marchar victoriosos ante una cámara de cine que registre sus hazañas y seleccione las tomas y los archivos que merezcan ser llevados al cine mundial ─Paramount Pictures─ y luego comercializados por Netflix u otras aplicaciones del entretenimiento visual. Observando una de tantas películas bélicas que pasan por ahí, cualquiera puede llegar a creer de primera mano que los mercenarios que descienden en paracaídas y luchan contra el asesino usurpador del poder del país asiático de la trama, son héroes y libertadores del oprimido, cuando la realidad es que el juego político del gobierno de dichos mercenarios apunta hacia el petróleo o la ubicación estratégica de aquel país. “Mejor es la sabiduría que las armas de guerra.” (Eclesiastés 9: 18)

Llegará el hombre, sin embargo, al año 2025 y, con suerte, si la locura del mamotreto religioso de los países terroristas se lo permite, llegarán sus naves tripuladas al planeta rojo. Esta vez, el objetivo parece ser muy diferente al de responder a una pregunta redundante. Esta vez, 87


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repito, el objetivo es llevar la vida a Marte ─mundo muerto cuyo nombre fue tomado del dios de la guerra de la mitología romana. Por ahora no hay signo de nada prometedor sobre su superficie, la cual no es otra cosa que un inmenso desierto azotado por sus propias tormentas y sus incontables volcanes. Y es que, luego de recopilar una información densa de las condiciones visibles del planeta, bajo las nubes de gases de elementos químicos primarios conocidos ya en la Tierra, los módulos robóticos enviados por el hombre sólo han encontrado eso: flujo natural de tormentas de arena, y canales trazados por la diligencia de la lava de la actividad volcánica. También han reportado posibles evidencias de existencia de alguna forma de agua, aunque nada relevante. En el universo hay millones de planetas con esas mismas características, mundos inadecuados para la supervivencia del humano. “El que al viento observa, no sembrará; y el que mira a las nubes, no segará.” (Eclesiastés 11: 4)

Es mordaz decirlo, pero, el que la civilización científica y “de sangre azul” que el hombre poderoso piensa establecer en Marte…, pueda surgir exitosamente y se adapte, y emerja allá, como continuación de la raza terrestre, depende del impredecible desorden de las cosas humanas y del orden inalterable escrito para el universo. “El Señor con sabiduría fundó la tierra; afirmó los cielos con inteligencia. Con su ciencia los abismos fueron divididos, y destilan rocío los cielos.” (Proverbios 3: 19-20) “¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades, o desatarás las ligaduras de Orión? ¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos, o guiarás a la Osa Mayor con sus hijos? ¿Supiste tú las ordenanzas de los cielos? “¿Dispondrás tú de su potestad en la tierra?” (Job 38: 31-33)

Frecuentemente, al pensar en esto, pero abismalmente lejos de las verdaderas dimensiones, visualizo un batracio que ha logrado saltar de una piedra a otra en un espacio limitado de su pequeña charca. Periódicamente también lo escucho balbucear. Dice que cree que, a partir 88


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de ese logro, de ese pequeño salto dispuesto por la naturaleza, puede atreverse a soñar que, con ese mismo impulso, llegará hasta el mar y logrará atravesarlo. Quisiera yo poder hacerle entender que, sí, que hay animales que pueden salir de su complejo habitacional para recorrer miles de kilómetros durante los períodos de migración masiva, entre ellos ciertas aves y algunos insectos. Pero que él no es un ave. Los batracios no son aves y tampoco mariposas. ¿Entendería la rana lo imposible de su quimera si yo se lo dijera? El hombre no es un dios; tampoco es un ángel. ¿Entendería el hombre esta realidad, si fuese Jesús y no yo quien se lo dijera? “El trabajo de los necios los fatiga, porque no saben por dónde ir a la ciudad.” (Eclesiastés 10: 15)

Tal vez, el temor del hombre sideral es no estar en condiciones de orientar sus naves hacia un viaje exitoso y sin retorno, y tener que despertarse de pronto entre un déficit irremediable de condiciones apropiadas de vida, aquí, sobre la Tierra, y tener que luchar para continuar respirando, hundido en una infrahumana forma de supervivencia, y tener que enfrentarse a un caos total del sistema, y tener además que buscar soluciones de guerra o de pandemias para disminuir la sobrepoblación del planeta, y tener, consecuentemente, que enfrentarse al hambre, a los virus y a las mutaciones genéticas. Tal vez, la más atroz pesadilla del ciego batracio espacial es encontrarse sin opción de poder dejar su orgulloso nombre escrito en las páginas de historietas siderales heroicas que, si no fuese por su propia ignorancia, habrían podido ser divulgadas y comercializadas por las generaciones del siglo XXII. De igual manera, lo debe estar atormentando la idea de no poder aspirar a ver a sus hijos crecer en la privacidad de un mundo nuevo ─exclusivamente suyo─, sofisticado y elitista, se llame Luna o se llame Marte, con una espléndida panorámica estelar, pero sin el menor temor de Dios, y tener a cambio que enfrentar día a día la cruda realidad de ver su propio imperio masacrado y, por añadidura, tener que verse destinado a protagonizar la retaliación 89


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final y morir entre la profecía apocalíptica, sin que de sus hazañas se guarde jamás una memoria. ¿Entendería él esta realidad, si Jesús se lo dijese nuevamente? Los costos del Curiosity ─misión marciana del 2.015─ ascienden a 2.500 millones de dólares. Claro que la misión Viking parece que ascendió a 3.900. Estas cifras son rasguño de bebé, si las comparamos con el presupuesto de defensa y retaliación que vienen despilfarrando algunas potencias mundiales. Un solo bombardero B2, o un portaaviones clase Nimitz, puede alcanzar los 22 mil millones de dólares. Es obvio que la mayoría de los seres humanos no alcanzamos a imaginar el alcance de estas cifras. Sólo quisiéramos saber a cuántos niños africanos o colombianos que mueren por inanición cada año, podrían estas sumas alimentar. ¡Dios Santo! Las pérdidas de la inversión espacial han sido gigantescas; difíciles de imaginar. Muchas de esas costosas misiones ni siquiera han logrado despegar de la Tierra. Algunas han explotado en la base de lanzamiento. Es como cuando un hombre humilde recibe su mesada y, de pronto, al pasar por una calle oscura se la arrebatan. Para este hombre, ese suceso es una desgracia. Sin embargo, para los grandes científicos, los de la era espacial, la pérdida de una misión es muy normal. Estaba presupuestada. Por su parte, la inversión desmedida en armas sofisticadas y en presupuestos de defensa, actitud que hace a los países poderosos aún más ciegos de lo que realmente son, tendrá su premio: “En una tercera conflagración mundial no habrá vencedores”. Nadie recibirá ganancia alguna. Todo será sólo despojos y lamentos. Ya lo dijo un muy célebre visionario, matemático y físico de origen judío cuyo nombre quizás no tenga yo que recordar aquí: “La cuarta confrontación será con palos y piedras”. Esto, por si no queremos creer en las profecías del Libro de Dios. “He aquí que Damasco dejará de ser ciudad; será montón de ruinas. Las ciudades de Aroer están desamparadas; se convertirán en majadas y allí dormirán los rebaños sin que nadie los espante. Cesará la fortificación de Efraín. Cesará y el reino de Damasco; y lo que quede de Siria será como la gloria de los hijos de Israel’, dice Jehová de los ejércitos”. (Isaías 17)

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Pero no solamente Siria y los países del Estado Islámico pagarán por su crueldad y su ignorancia. También los países mercantilistas de occidente, ésos que acumulan riqueza, poder y arrogancia, deberán pagar. “Y castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad; y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes”. (Isaías 13: 11)

“La fuerza gravitatoria es el impulso del Espíritu de Dios, expandido por el universo infinito. Para viajar entre constelaciones, necesitáis de esa fuerza. Pero vuestra codicia no la genera. El Amor Verdadero es el único concepto que la crea, la organiza y dispone de ella. Jamás llegaréis físicamente al límite de vuestro sistema solar. No tenéis los medios. Vuestros cuerpos fueron diseñados para subsistir en el entorno de la gravedad específica del planeta Tierra. Cada ser que cohabita allí con vosotros desarrolló también características biológicas concretas que jamás se ajustarán a las condiciones particulares de los planetas vecinos ni a las circunstancias imprevistas del vacío absoluto. Los astros que pretendéis colonizar os consumirán vivos, y en pocos días. Es lamentable que no lo queráis aceptar, pero la cuestión es que nunca hallaréis la manera de existir en otro cuerpo celeste y, menos aún, en el espacio libre. Y si no fuisteis capaces de subsistir en vuestro propio mundo, ¿cómo podéis pretender subsistir en uno que os será inapropiado, laberíntico, inmisericorde y hostil?” “A espada morirán todos los pecadores de mi pueblo, los que dicen: No se acercará, ni nos alcanzará el mal.” (Amós 9:10)

Es hora de mirar hacia los pobres de la Tierra, no hacia lo que no entendéis ni está a vuestro alcance.

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¿Es necesario que exista la reencarnación, porque en el tiempo de una sola vida no es posible redimirse ni es factible justificar la Sabiduría del Creador o aceptar las desigualdades que hay entre los seres humanos, como tampoco es aceptable ver el sufrimiento de los niños o las limitaciones físicas y mentales de los que amamos?

¿Menciona la Biblia el regreso a la Tierra, y a la vida, de algunos de los profetas del Señor?

¿Qué sucede inmediatamente después de que morimos?

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¿Te traería de nuevo el Amor de Jesús? “¿Qué es lo que fue?: Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho?: Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol.” (Eclesiastés 1: 9)

La política, la guerrilla, la violencia, el desfalco y el narcotráfico, se han convertido en los más abominables fantasmas de la realidad de mi país ─ Colombia ─, en lo que va corrido desde 1.948. La exclusión de los Derechos Humanos se ha hecho sórdidamente manifiesta. Lo sabemos nosotros. Lo sufrimos. Se enclaustra el alma. El planeta entero lo sabe. Desde ese desdichado año aproximadamente, los partidos políticos, la burocracia, la subversión, el paramilitarismo, el narcotráfico, y los crímenes que estas organizaciones han patrocinado, han acabado con la esperanza de nuestra gente, con el derecho a la vida, a la libertad, a la salud, a la propiedad, a la educación, a la felicidad. Colombia solía ser nación de bendición del Dios Creador, su gente, su horizonte, su fauna, su flora, sus recursos. Pero los monstruos del dinero fácil y la ambición han pisoteado todo sueño. Y allí están, pavoneándose ante las cámaras de TV, sonriendo en los encabezados de los periódicos y las revistas cual modelos entrenadas, mintiendo aún y siempre. Me senté a hablar acerca de este tema con alguien, un hombre que lo ha venido sufriendo en carne propia desde el año 2.001. ─ Esos bastardos de las Farc torturaron y ejecutaron a mi hijo ─ Se quebró su voz, frente a una taza de café-tinto. Las lágrimas comenzaron a asomar sobre sus ojos. ─ ¿Cómo sucedió? ─ Me propuse escucharlo con calma. ─ Fue hace quince años. Él había nacido en Toronto. Cuando vino a Colombia lo secuestraron, pues era portador de un pasaporte canadiense, tenía ojos azules y era alto y bien plantado. Probablemente lo 93


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tomaron por agente de la DEA. Sucedió en Ipiales, Nariño. Su cadáver jamás apareció. ─ ¿Cómo sabe entonces que lo torturaron y lo mataron? ─ Dios me permitió ver sus momentos finales entre un par de vivencias del alma que, sin duda alguna, se originaron en el amor que él y yo nos profesábamos. Al principio, antes de experimentar esas vivencias, yo tenía esperanza de verlo regresar. Luego, al pasar el tiempo, mi fe se desvaneció. Llegué a pensar que la vida no tenía significado para mí en este maldito sistema anárquico, demente, violento y cruel, en el cual guerrilla y política se amañan y se enriquecen sin temor a Dios. Hubiese querido tener armas y dinero para diseñar mi venganza. Pero eso no era posible. Pensé entonces en huir de la existencia y dejarles a esos miserables el basural que han creado. ─ ¿Intentó usted quitarse la vida? ─ Técnicamente. Sin embargo, a los dos meses de su desaparición el Señor me regaló un hijo más, el último. Eso me dio un consuelo enorme, una razón para seguir viviendo. Le agradecí al Cielo por esa coyuntura. Pero, no sé por qué, sin proponérmelo empecé a creer en la reencarnación. ─ No me diga que llegó a pensar que este hijo, el que acababa de nacer, era la reencarnación de aquél que asesinaron─ Escudriñé profundamente en su mirada. ─ Sí, así fue. Era cual si anhelase que Dios mostrase misericordia para conmigo y para con mi hijo desaparecido. Creer en eso fue…, algo así como adoptar un loco concepto de amor para-dimensional mezclado con una nueva y ciega fe. Creer en eso me mantuvo cuerdo. A la larga, ésa fue una terapia positiva. ¿Podrá alguien culpar a este hombre por amar a su hijo de esa manera, por desear vengarse y acabar con sus asesinos, por llegar a abrigar en el alma la esperanza de que ese hijo hubiese regresado a la vida en un nuevo ser gracias a la misericordia divina? Parece ser una 94


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hermosa utopía y, de verdad, me atrevo a decir que la respuesta final a esa obsesión no la puede facilitar ningún humano.

Sin embargo, la

Palabra de Dios sí que tiene respuestas. No obstante, antes de escudriñar en las Sagradas Escrituras para encontrar esas respuestas, permítaseme recordar que el pensamiento de Jesús es a menudo ilegible para la limitada razón del hombre. Él es el hijo de Dios. Su bondad es frecuentemente inteligible para la mayoría de los mortales. Mas, si no podemos entender esto o aquello ahora, Él nos lo hará entender muy pronto, o en la eternidad. Por ahora, no debemos intentar ajustar el poder y la voluntad de Jesucristo a nuestra reducida dimensión. No sería sabio. Es imposible. No es factible. Ni el más extraño de los actos de la Voluntad de Dios nos debe parecer incierto o irrazonable. Esto fue lo que los judíos no entendieron. Ellos no comprendieron jamás a Jesús. Lo que Él hacía, en particular sus obras de Amor ─sus milagros─, les parecían a ellos obras del demonio. No las discernían. Ellos se ciñeron a la Ley y a sus conceptos estrechos. Jesús los sorprendió cuando realizó actos sobrenaturales y conceptuó palabras que ellos no podían desglosar. Su mente restringida, constreñida, no estaba hecha para descifrar la universalidad que el Amor de Jesús vino a proyectar. Para ellos, por ejemplo, era trasgresión asistir a un moribundo el día sábado, cosa que Jesús hizo. No estaban preparados, jamás lo estuvieron, para recibir y entender el Amor de Jesús. “Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (Juan 11: 25-26)

Leamos de nuevo este versículo. Jesús no le dijo a Marta, la hermana de Lázaro: “Yo soy la reencarnación y la vida”. Le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Entonces, ¿Reencarnación o Redención?

El Escepticismo, como filosofía, plantea la solución a la duda con base en la duda misma. Según ellos, la suspensión del pensamiento en 95


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el fondo de la duda, puede llevar a descubrir la verdad. Encuentro, sin embargo, absolutamente necesario advertir de nuevo a todo aquél que esté leyendo este libro, que mis palabras, mis conceptos y mis análisis son los de un ser humano nada perfecto y que, por consiguiente, no deben ser tomados como palabras, conceptos o análisis de un hombre inspirado por el Espíritu de Dios. Sólo las Sagradas Escrituras contienen principios únicos, sabios, irrebatibles. La advertencia sale a la letra, por cuanto voy a discernir acerca de la necesidad que cree tener todo hombre redimido de intentar llevar a cabo, desde el fondo mismo de su conciencia, su propia purificación espiritual. ¿Tomará este proceso de la purificación espiritual del hombre los años de una sola y fugaz vida, o tendrá que tomar muchos años más hasta ser conseguida solamente a través de múltiples experiencias de existencia terrenal llenas de escuela, renovación, evolución, sacrificio y dolor? En otras palabras: ¿Es necesario que exista la reencarnación para que alcancemos la madurez espiritual? Estoy partiendo de dos conceptos igualmente erróneos. Los estoy dando como posibles, basándome en la duda. El primero, el de la utopía del hombre que perdió a su hijo en manos de los guerrilleros colombianos. El segundo, el de la necesidad que tiene todo ser humano de purificarse por sí mismo, si es que desea poder algún día conocer a Dios. “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones.” (Jeremías 1: 5)

Repito la pregunta: ¿Es necesario que exista la reencarnación para que el hombre pueda alcanzar su madurez espiritual? Desde que tuve uso de razón, esta pregunta encontró motivos de inquietud en mi pensamiento y sembró bosques de duda entre mi alma. Sin embargo, hoy, luego de haber encontrado lo que Jesucristo ha escrito para todos, he llegado a considerar que hay bases sólidas para no ser por un minuto más abierto a la consideración del concepto de la múltiple existencia, aunque no voy a descartarla aquí de plano sin antes recorrer el laberinto que ayer se estrechaba tanto ante mi duda. Recordemos que un 96


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laberinto es un lugar de muchos caminos sin salida, algo así como una caverna llena de confusión y caos. Pues bien, si lee usted de nuevo los párrafos inmediatamente anteriores, hallará que partí de un error de concepto ─ la auto-redención ─ para expresar mi deseo de desenmarañar un error mucho mayor: la reencarnación. Tal vez hice eso a propósito o sencillamente erré, porque así de fácil erramos los hombres al fabricar nuestros conceptos cuando no hemos estudiado a fondo la Palabra de Dios. A veces simplemente leemos, pero no escudriñamos ni nos esforzamos por entender. Así es como nacen los errores conceptuales. “¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?” (Proverbios 20: 9)

Se va estructurando el sendero poco a poco. Nuestros pasos lo están trazando. Más claro no puede estar porque, todo lo que hagamos por nosotros mismos para lavar nuestros errores es en vano. No nos es válido auto redimirnos. Ese concepto ─ la auto-redención─ es soberbio, a los ojos de Jesús. Es necesario creer en el poder absoluto de la muerte de Jesús en la cruz. Ante ese hecho maravilloso, nuestras obras y nuestros esfuerzos por auto redimirnos son desperdicio. Es más: Creer en la reencarnación es despreciar a Jesucristo, es asumir que su muerte no nos pertenece, es alardear de que podremos redimirnos, aun sin que Él hubiese existido. “Estos que están vestidos de ropas blancas son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero.” (Apocalipsis 7: 13-14)

Nadie puede redimirse a sí mismo. Esto nos lleva a evitar siquiera pensar en considerar la validez de la trasmigración de las almas, concepto que propagan algunas religiones orientales. Y, lo que es más sorprendente aún, nos deja perplejos el pensar que alguien pueda llegar a creer que le es dado reencarnar en un animal, cual si no tuviese al menos una brizna de la esencia del Creador en el alma. El criterio de la metempsicosis es 97


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definitivamente irracional. Recuerde usted la escena del endemoniado gadareno y los cerdos suicidas. Recuerde la serpiente en El Paraíso. Sólo el diablo y sus secuaces anhelan encarnar en animales. “No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”. (Mateo 15:26)

Sí, hasta los cerdos rechazaron ser invadidos por espíritus inmundos. Por supuesto que, los animales en su gran mayoría son criaturas hermosas, tiernas. Para la muestra, los gatos. Pero el alma de los animales no es universalmente equivalente al alma de los hombres. La diferencia la hace el mismo Dios: “El justo está cuidando del alma de su animal doméstico, pero las misericordias de los inicuos son crueles” (Proverbios 12:10)

Otra pregunta que podría sembrar duda en tu mente podría ser: ¿Si los espíritus malignos pueden entrar y salir a voluntad del cuerpo de un hombre, por qué razón el espíritu de ese hombre, cuando su cuerpo muere, no puede hacerlo? La respuesta está en la Palabra de Dios: “Así el hombre yace y no vuelve a levantarse; hasta que no haya cielo, no despertarán, ni se levantarán de su sueño.” (Job 14: 12) “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua.” (Daniel 12: 2)

Los fantasmas no existen. Todo aquél que te diga que tiene poder para invocar los espíritus de tus parientes muertos, te está engañando. Está apuntando a tu dinero. Cuando un hombre está muriendo, su espíritu se inquieta, se desplaza, pero en la fracción de un segundo, y se despide de aquéllos a quienes ama. Luego, cuando su cuerpo perece, asimila su nueva condición astral y se encamina al Seol. Allá empieza a dormir un sueño profundo y sin tiempo, y solamente despertará cuando Jesucristo lo llame y determine si puede acceder a la redención o si debe afrontar la 98


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condenación de su alma. La ciencia siempre ha pretendido llenarnos de dudas. Nos plantea decenas de hipótesis, entre ellas la manipulación genética y la clonación. Ahora bien, si la genética pretende llegar al punto de llevar al hombre a poder disfrutar por unos años de la eterna juventud, ¿por qué la ciencia toda no quiere darse por enterada de que lo que tiene ante sus narices es nada más ni nada menos que la realidad de poder proyectar a ese mismo hombre a disfrutar de la vida eterna, gracias a Jesús, sin tener que transportarlo por los corredores de laboratorio alguno? “Muchos correrán de aquí para allá, y la ciencia se aumentará.” (Daniel 12: 4)

¿Es que no está acaso aún claro el fracaso del ser humano y de su flamante ciencia sobre la faz de la Tierra? ¿Habrá necesidad de enumerar en esta página todos los desastres causados en el mundo por el “avance” de la raza humana, enumeración que aparece día a día en los diarios, en la web, en los celulares y en los televisores, amén de desastres físicos globales, nucleares, morales y tecnológicos, sociales y biológicos? ¿No está acaso contemplado y descrito con suficiencia de detalles el estado actual de la humanidad en las líneas evangélicas de las Señales del fin de los tiempos?: Mateo 24, Marcos 13, y Lucas 17 Sin embargo, no todo es un mal cuadro porque, siempre que el hombre así lo desee podrá encontrar a Jesús, allá, en Galilea, y aquí, entre el caos de este siglo, luchando abiertamente, sumergido en el más puro arte de su Amor por el ser humano y de su repudio por el tentador, luchando ─repito─ contra enfermedades, contra usurpaciones, contra malas formaciones, contra graves mutilaciones y contra la muerte misma. No hay espacio ni segundo disponible para dudar del Amor y del Poder de Jesús. Lo que sí hay es un espacio bíblico que nos lleva a descubrir que sí es factible que un espíritu noble pueda retornar a su cuerpo que ha muerto días, meses o años atrás, o que un espíritu diáfano pueda regresar a la Tierra y encarnar en un cuerpo nuevo. No obstante, este segundo 99


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concepto sólo se hace real cuando ese espíritu noble debe reencarnar para guiar a una meta específica a un hombre o a una parte de la humanidad, a la manera de los profetas. “La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás. Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches.” (Mateo 12: 39-40) “Y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron.” (Mateo 27: 52) “A la verdad, Elías viene primero, y restaurará todas las cosas. Mas os digo que Elías ya vino, y no le conocieron, sino que hicieron con él todo lo que quisieron… Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan el Bautista.” (Mateo 17: 11-13)

Profetas. Ángeles. Hombres de Dios. Llámeles usted como desee. Por supuesto, no les diga extraterrestres. Fueron seres que estuvieron frente a los ojos de Dios desde siempre para guiar a la humanidad, para escribir la Palabra de Dios, para vivir la incierta vida terrenal y luego morir por una causa universal. “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones.” (Jeremías 1: 5)

Son más o menos tres las religiones que basan su filosofía, el vértice de su escatología, en la consecución del nirvana, en la búsqueda de la perfección espiritual a través de innumerables existencias. Podrían ser cien, o mil. Los errores de las religiones del mundo no hacen mella en la Palabra de Jesús o en el alma del cristiano verdadero. “Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas de la ciudad.” (Apocalipsis 22: 14) “Estos que están vestidos de ropas blancas son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero.” (Apocalipsis 7: 13-14)

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“Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.” (Lucas 20: 36)

El legado de Dios ─su Palabra─ es tajante: Sólo en Cristo emblanquecemos nuestras almas, sólo en su Preciosa Sangre. Sin embargo, parece ser que mi corazón quiere seguir luchando por una purificación espiritual porque no cabe en mi pensamiento el dejar en manos del Señor toda mi podredumbre. Él me redimió, sí, Él me lava con su sangre, sí, eso lo he entendido perfectamente. Pero no quiero echar toda mi basura sobre su cruz. Vuelvo a pensar que no debo pretender merecer ese amor hermoso de Jesús. Mis faltas no fueron leves. Siendo así, sabiendo que no hay imposibles para quien se alimenta de una fe irreversible, oro a mi Señor y le pido, ante todo, me perdone si no he alcanzado la magnitud real de la fe, y le pido además me conceda los años, las personas y los caminos que me sean propicios para purificarme y ayudar a otros a intentarlo, para así poder desencarnar feliz. Mas si muero antes de tiempo, si en el momento de morir mi ser aún apesta, pido a mi Señor me conceda misericordia para mover la montaña de lodo de mi alma y transportarla al lugar apropiado: al de su olvido. “Y reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho, y éste quedó sano desde aquella hora. “Viniendo entonces los discípulos a Jesús, aparte, dijeron: ¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera? “Jesús les dijo: Por vuestra poca fe; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un gramo de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible.” (Mateo 17: 18-20)

Sería cualquiera necio, soberbio, al pretender ser un ángel luego de un corto esfuerzo de arrepentimiento y corrección de su vida. No es solamente el no beber, no matar, no fornicar y no robar. El camino no es tan corto ni la puerta es tan ancha. Es necesario batallar por purificar el ser, siguiendo la senda de Jesús y la Luz de su ejemplo. Y si esto no es alcanzado en el primer intento de corrección de vida, tendrá que ser logrado a toda costa en la carne, en este cuerpo presente y en esta única 101


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existencia material. ¿Por qué razón? Porque tendremos que reparar lo que hemos dañado, tendremos que retornar lo que hemos usurpado, que bien pudo ser la propiedad, el bienestar físico o la inocencia de uno o más de nuestros semejantes, y tendremos que edificar donde jamás hemos edificado. Viene de pronto a mi mente la escena de un niño humilde que está jugando solo en la plazoleta de su aldea. Está persiguiendo inocentemente unas palomas. Lo miro sin detenerme, y me invade un triste sentimiento. Este sentimiento me lleva a visualizar a todos los niños que crecen en el mundo, olvidados por los grandes del sistema. Es una congoja que alimentó por mucho tiempo y de una manera tenaz la ignorante duda que mi alma tenía acerca de lo insuficiente que parece ser una corta vida para el hombre que anhela encontrar su felicidad en este mundo. Me detengo a menudo a pensar en la desigualdad que existe entre los hombres. Me pongo a observar el ángulo de la humanidad que, en mi forma de sentir, considero el más deplorable, el más desigual de todos: el sufrimiento de los niños pequeños que son pobres. Encuentro que no puede la almohada dormir tranquila cuando pregunta, entre el frío de la noche: “¿Qué pasará, Señor, con estos innumerables pequeños humanos, estos niños, semejanza de tu ser, esencia de tu creación, estos infantes que nacieron en la Tierra entre la más absoluta pobreza espiritual o material, que fueron abandonados por sus padres y son adiestrados para mendigar, para comerciar el vicio o para vender sus cuerpos y sus almas y para robar o, incluso, para matar?” La almohada, que no es otra cosa que mi propia alma, me responde así: “Sé que esto de lo que te pregunto no es continuación de tu obra, Señor. Sé que los hombres hemos crecido en tecnología, pero, a la par, hemos degradado las posibilidades de la sociedad y hemos oficializado ésos y otros cuadros miserables. Sé también de la respuesta de mi fe, la cual me dice que Tú tienes la solución a mi interrogante y que tienes claro el trazo de todas las cosas en lo más profundo y oculto de tu Sabiduría. Sé que me dices que en el universo hay un camino 102


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delineado tanto para los que nacen entre sábanas de seda como para los que nacen en el laberinto de la miseria. Sé que me repites que hay libre albedrío, sí, pero también me dices que en tu mano está dibujado el libro de la vida y del tiempo total de estos humildes chiquillos. Te escucho decir que no siempre sus cuerpos van a experimentar el frío, el hambre y la miseria, y que sus almas no siempre van a ser manoseadas por Satán ni van a crecer siempre entre la oscuridad de un mal destino. Sé también que me dices que mire hacia mis manos y hacia mi corazón, y que encuentre allí respuestas. Sé que me repites día a día que, el Amor que yo pueda manifestar ahora por los desvalidos y los pobres es el mejor camino hacia mi propia purificación, y es la mejor respuesta al interrogante que te he planteado acerca del futuro de la vida de estos niños.” ¿Pero, cuál es, específicamente para Dios, el futuro de estos pequeños que viven en miseria? Jesús lo dijo claramente: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de ellos es el reino de Dios.” (Marcos 10: 14)

No sería sabio el Señor si los pequeños, los más humildes chiquillos de la Tierra, no tuviesen escrita en su alma la oportunidad de ver el Cielo. Si en este mismo instante se acabase el mundo, si estallase la guerra final, todos los niños pequeños, aquéllos que aún no tienen plena conciencia de sus actos, sean hijos de quienes sean, estén en la nación en la cual estén, irán al Cielo de Dios en base a la Palabra de Jesús. Ninguna palabra pronunciada por Jesucristo sobre la Tierra, y anunciada por sus apóstoles y por los profetas, está escrita en vano. Ahora bien, ¿Cuál es el destino de los adultos pobres, de los esclavos, de los desplazados, de los inválidos y de los mutilados? ¿Qué dicen Las Sagradas Escrituras al respecto? Esta vez no tengo un versículo. Tengo toda una escena celestial: “Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham.” (Lucas 16: 22)

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Esta cita nos dice que murió un mendigo cualquiera, que no murió un santo. No murió un profeta. No murió un famoso. No murió un millonario o un político. Y nos dice que el mendigo fue llevado al Paraíso de Dios. La Sabiduría del Creador es lógica. Lo que sucede es que, a menudo, no visualizamos esa lógica. Viene a la mente la funcionalidad que la parábola de los talentos cumple en la comprensión del porqué de las desigualdades del hombre. El mejor talento que el Señor le puede dar a un ser humano no es la riqueza sino, por el contrario, la pobreza material. No es la belleza física sino, por el contrario, la imperfección. No son la salud y la fuerza, sino la enfermedad y la debilidad. No es el poder, sino la esclavitud. No es la inteligencia absoluta, sino la duda y la sencillez del pensamiento. No es la soberbia, sino la mansedumbre. ¿Por qué? Porque Dios está mucho más cerca del que sufre que del que todo lo tiene pero se olvida de Él. Esta inversión de conceptos, esta diferencia abismal entre la sabiduría de Dios y la expectativa material del hombre, les aclararía a algunas de las religiones orientales las inmensas lagunas que su doctrina reencarnacioncita posee. Mucho de lo que toca a los niños ─ y esto es una verdad absoluta ─ descansa en la actitud espiritual e inteligente de sus padres. Padre que no entiende esta verdad, lanza a sus hijos al abismo. Recuerdo en este instante a los desplazados de un grupo tribal del departamento del Cesar que, luego de su violento éxodo fueron temporalmente ubicados en la Calle 13 de Bogotá, en un zaguán laberíntico y frío. Fueron hacinados allí, sin esperanza de recuperar sus tierras. Pasaba yo casi a diario por esa calle y veía a los niños, descalzos, desnudos, deambular detrás de sus padres. Éstos, cuando no tenían las manillas de chaquiras de colores que elaboraban para vender, se veían obligados a mendigar para poder dar de comer a sus pequeños. Sin embargo, jamás los vi abandonarlos. Eso me demostró que la pobreza material existe y que va de la mano de los destituidos del mundo, pero que no daña el alma del hombre ni el corazón del niño en tanto no sea mezclada con la miseria espiritual. Jamás vi a estos humildes hombres borrachos. Jamás los vi cometer infelices 104


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actos frente a sus pequeños. Estos indígenas eran, y eso lo pude comprobar cuando dialogué con ellos, como niños grandes: auténticos, sanos, transparentes. Tanto así, que nada aceptaron de nadie que no fuese ayuda de alimentos o de ropa. No aceptaron ninguna propuesta de vinculación a la sociedad bogotana o a las obras de construcción del transporte masivo, nada parecido a eso, porque lo único que anhelaban era seguir siendo ellos mismos, regresar a sus tierras y permanecer alejados del caos que percibieron en la civilización moderna. Verlos deambular así por las calles me hizo aferrarme de mi fe como antes muy pocas veces lo había hecho. Empecé a orar al Señor día y noche por ellos y por sus hijos. Y el Señor Dios me escuchó. Debo pensar que así fue. Pronto estos indígenas y sus pequeños regresaron a sus tierras. Cuando tenemos la Palabra de Dios a nuestro alcance, ningún laberinto es imposible o infranqueable. Lo podemos sortear. Sin embargo, si queremos alcanzar el Reino de Dios ─insisto─ debemos renacer. Renacer es nacer de nuevo, sí. Pero para el Señor Dios, el renacer del hombre se tiene que dar de una forma muy diferente a lo que propone el concepto de la metempsicosis: “De cierto, de cierto te digo que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer? Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquél que es nacido del Espíritu. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?” (Juan 3: 3-12)

Con estas palabras, el Señor está respondiendo una vez más a un interrogante que quizás quedó pendiente en algún sitio de estas líneas: ¿Por qué solamente un número limitado de espíritus escogidos pueden 105


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acceder a más de un cuerpo, mas no el hombre común? El Señor no tenía por qué revelar todas las cosas del universo a sus apóstoles y seguidores. Sólo las necesarias. Escrita está también esta verdad en el episodio que relata la segunda venida del Hijo del Hombre: “Pero del día y de la hora nadie sabe, ni aún los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre.” (Mateo 24: 36) Como ilustración paralela a esta idea, encontramos en algunos pasajes del Evangelio que el Maestro se ve en la necesidad frecuente de evitar que su identidad sea abiertamente revelada por los espíritus malignos que Él arroja de los cuerpos poseídos. Leemos entonces que estos espíritus usurpadores, inmediatamente lo ven, lo reconocen como el Hijo de Dios, cosa que ellos tuvieron que haber aprendido de su propio y oscuro padre ─Satanás─ en su deambular por el universo, un punto de evidencia lógica, pues les era necesario identificar muy bien a su enemigo, el único que podía reprenderlos, arrojarlos fuera y humillarlos. “Y los espíritus inmundos, al verle, se postraban delante de él, y daban voces diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Mas él les reprendía mucho para que no le descubriesen.” (Marcos 3: 11-12) “Y clamaron (los espíritus) diciendo: ¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?” (Mateo 8: 29)

Esta invasión diabólica, esta usurpación de las directrices espirituales del hombre por parte de entidades satánicas de jerarquías insospechadas, no es historia particular de los días de Jesucristo. Hoy, la paradoja es como una burla del hombre ante su propio espejo: En tanto la ciencia alcanza niveles ambiciosos, poderosos, en tanto el hombre encuentra instrumentos cada vez más sofisticados, pequeños y grandes, físicos o mentales, para hacerse daño, el malvado Lucifer y sus legiones se divierten en su teatro de marionetas montado sobre la Tierra. Hoy, la usurpación corporal y espiritual ejecutada por demonios, no es problema 106


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de un hombre de aquí y otro de allá, sino de millones de hombres de aquí, y otros tantos millones de allá. Los días de horror que estamos viviendo y los que nos esperan, los causados por los desmanes de los desquiciados, los causados por la utilización de niños para fines oscuros, no son la resultante de obras de seres humanos que puedan tener espíritus balanceados, sino la resultante de obras de seres que tienen sus espíritus y sus cuerpos poseídos. Sólo la oración continua de los cristianos verdaderos del mundo podrá mediar, en beneficio de la siguiente generación. Parece visión de pesadilla descubrir que, a nuestro alrededor, está

surgiendo

una

generación

de

jóvenes

con

características

extrañamente híbridas. Es algo que no causa hilaridad. Por el contrario, estremece. Son jóvenes con cabello recortado en forma de penacho de iguana, tatuajes oscuros, piercings, mirada densa, y voz grave llena de odio o prevención. Su música es anárquica e igual de densa y anómala. Las voces no cantan. Expelen gritos de vibración subterránea; neblinosa. La gran mayoría de ellos consume marihuana u otras cosas que enajenan. Asaltan. Aborrecen. Parecen haber surgido desde un abismo de ficción espeluznante. Lo más triste de esta realidad es que esos hábitos oscuros de hoy podrían llegar a envolver en su abismo a nuestros propios hijos, si no nos sentamos frente a ellos para hablarles de Jesucristo. También sería bueno orar por aquellos jóvenes enajenados. Sería oportuno recordarles que el uso de tatuajes y de piercings no es cristiano. Las SS nazis tatuaban a sus lugartenientes bajo el brazo, en la axila, para reconocerlos y comprometerlos con su demente filosofía. La Bestia marcará a sus hijos, los tatuará analógicamente para poder reconocerlos, controlarlos y aferrarlos al sistema. No obstante, los actos criminales que cometen algunos de estos jóvenes equivocados son como un juego de niños, frente a los actos criminales de los talibanes, los nazis, los guerrilleros, los masones, los más miserables demonios de esta era. Ésos sí que son actos bestiales, aunque, como dice Mounier: “…están por debajo de la bestialidad, pues ni siquiera pueden esperarse de las peores bestias”. 107


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¿Reflexionará a tiempo el hombre? Parece ser una utopía. Parece ser sólo el sueño de un cetáceo que canta quimeras sobre las olas del mar y luego se esconde de la locura de la humanidad. Por esto, el Amor del Creador está rompiéndose en su centro, y su ira está acortando el tiempo del final. Sí, los días cada vez son más cortos. ¿No lo ha notado usted? “Y si el Señor no hubiese acortado aquellos días, nadie sería salvo; mas por causa de los que Él escogió, acortó aquellos días. Y entonces enviará sus ángeles, y juntará a sus escogidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.” (Marcos 13: 20)

Mencionaré ahora algunas palabras que muestran la inquietud que, con respecto a reencarnación y resurrección, algún día tuvo Job, el patriarca: “Así el hombre yace y no vuelve a levantarse; hasta que no haya cielo, no despertarán, ni se levantarán de su sueño. ¡Oh, quién me diera que me escondieses en el Seol, que me encubrieses hasta apaciguarse tu ira, que me pusieses plazo, y de mí te acordaras! “¿Si el hombre muriere, volverá a vivir? Todos los días de mi edad esperaré, hasta que venga mi liberación. Entonces llamarás, y yo te responderé; tendrás afecto a la hechura de tus manos.” (Job 14: 12-15)

Es un desperdicio de la razón pensar en la alternativa de la purificación espiritual a través de la reencarnación múltiple. Es absolutamente necesario ceñirse a ese cordón de oro de la fe que ya he mencionado, el cual nos conecta directamente con la promesa mesiánica de la redención y la resurrección. A través de la lectura de las enseñanzas de Buda, más exactamente en lo que atañe a su doctrina de la “rueda de la reencarnación”, emerge la tesis de la muy discutida ley del karma ─ese premio o castigo que, según él, arrastra usted desde su vida anterior y que no es otra cosa sino el destino final que define las características físicas y espirituales que lo acompañarán en la nueva existencia que usted iniciará al nacer de nuevo. En ciertas páginas de la web, aquéllas cuyos creadores tratan de impactar con ejemplos de niños que, según ellos, recuerdan haber ya vivido en algún tiempo del pasado, se visualiza un enorme número de inconsistencias, un intento de engaño, uno tras otro. ¿De los millones de seres humanos que habitamos el planeta Tierra, cuántos 108


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recordamos una vida pasada? ¿Cuántos estamos conscientes de los errores de esa existencia anterior y de lo que debemos hacer para trazar un nuevo plan de vida y lograr evolucionar en el espíritu? ¿No sería apenas lógico esperar que, a partir de tantas reencarnaciones, de tantas reflexiones y meditaciones de todo el conglomerado mortal reencarnado, el mundo estuviese mucho mejor y no como ahora está, cada vez más destruido, más inseguro, más egoísta, más hambriento y salvaje? ¿Para qué reencarnar, si el mundo cada vez va a ser peor, cada vez va a estar más lleno de espíritus monstruosos, hedonistas, indolentes, malvados y asesinos? ¿Es que acaso alguien que haya realmente sufrido en esta vida querrá volver a vivirla?

Es curioso, no obstante, notar que la rueda de la reencarnación de Buda habla de cinco aspectos que guardan cierta semejanza con los que aquí hemos considerado como implícitos en las líneas de la Parábola de los Talentos de Jesús: Belleza, longevidad, inteligencia, salud y nivel social. Sin embargo, las expectativas de Jesús y las de Buda eran muy diferentes, y sus ejemplos de vida fueron abismales. Sí, fueron un total abismo. Repetiré el concepto de la parábola: Cuando un hombre ha recibido todos los privilegios sobre la Tierra, habrá recibido cinco talentos: Salud, para vivir largamente. Inteligencia y sabiduría, para discernir y enseñar. Amor, para cuidar y comprender a sus semejantes. Riqueza, para hacer grandes obras y compartir con los menos favorecidos. Poder, para ejercer sabio liderazgo y justicia entre los hombres. Y así, unos más, otros menos, hasta llegar al ser humano que al nacer solamente recibió un talento, o menos de uno. Es tarea de cada hombre retribuir al Señor con creces y multiplicar los talentos recibidos, así haya sido uno o hayan sido cinco. Esa multiplicación generosa será la mejor respuesta del individuo ante los designios de la Mente Universal de Dios. Mírate a un espejo. Luego, observa todo lo que te rodea. Tiembla, si consideras que has recibido cinco talentos, porque los frutos que has de 109


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enseñar al final de tu vida tendrán que ser enormes. La Parábola de los Talentos te ayudará a percibir qué significan para el Dios Creador las desigualdades del hombre, sus logros o fracasos, y bajo qué parámetros Él mirará a cada ser humano, al interior de su corazón, en el instante del Juicio Universal. No hay sino un solo juicio individual y universal, sólo uno, pues entre el plan que tiene Dios para la raza humana no existió ni existirá jamás la disparatada y azarosa opción de la múltiple existencia. El Creador no está jugando con nosotros a la ruleta de la reencarnación, ni a la rueda de la incertidumbre. Es menester tener también como obvio que el Señor no juzgará a todos bajo el mismo rasero, porque no a todos dio por igual. Entre más te haya dado el Señor cuando naciste, más te exigirá al final de tu vida, que es una sola. Por otra parte, no hay que olvidar que la humanidad va a ser juzgada tanto individual como colectivamente. Por eso, aquellos hombres de alto rango en la jerarquía social, aquéllos de quienes hoy depende la ruta que los grupos y los individuos siguen, deben estar conscientes de que tienen un destino enorme, una comisión delicada sobre sus hombros, y que en sus manos están muy a menudo las decisiones que los otros toman. El engaño de la burocracia, toda esa parafernalia de la mentira de los que traman a su pueblo, será juzgada por Jesús con mano dura. Él no va a mirar ─ cosa que sí hacen a menudo los mercantilistas, los poderosos y los políticos del mundo entero ─ la marca exclusiva de tu camisa, la de tu corbata, la elegancia de tu coche, tu cuenta bancaria, tus amigos, tus apellidos, tus mecenas, para hacerse a una opinión de quién realmente tú eres y de lo que mereces. Todo lo anterior no quiere decir, sin embargo, que sólo los que recibieron la comisión del poder deben velar por el bien social. Todos, absolutamente todos los seres humanos, tenemos una misión ante la sociedad. Incluso el desvalido tiene una misión, la cual puede ser, en el mejor de los casos, acercar a su familia a Dios a través del dolor, la entrega y la aceptación. Entonces, si a todo lo que hacemos por alcanzar la purificación de nuestra individualidad le sumamos lo que hacemos por las 110


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necesidades del grupo social que nos rodea, vamos a encontrar la verdadera dimensión de lo que debe ser una respuesta positiva y noble del Amor que podemos esparcir por el mundo, a la manera de Jesús. Y sólo tenemos una vida para hacerlo. “Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio.” (Hebreos, 9: 27)

Esta cita de la Epístola de Hebreos es concluyente. ¿Queda aún alguna duda de que la vida es una sola? ¿Sería sabio el Señor si así no fuese? ¿Le darías a tu hijo, a ése que amas, la libertad sin límite para que de pronto intente amarte sólo cuando se le ocurra, es decir, cuando ya no le quede una brizna de conciencia o de corazón, cuando ya no pueda cargar más karma, cuando ya haya arrasado con la inocencia y la fe de los miles de humanos que se cruzaron en sus múltiples caminos? ¿Le permitirías que te mienta, te odie y te maldiga, cada vez más profunda e irremediablemente? ¿Si existiese la múltiple encarnación, si existiese la oportunidad sin límite de purificarnos por nosotros mismos, entonces para qué el nacimiento de Jesús y su muerte en la cruz? ¿No crees que el pregonar la posibilidad de la trasmigración del alma es despreciar el amor de Jesucristo? Y, si tenemos la posibilidad de alcanzar la gloria de la resurrección ─ que es el punto cumbre de la muerte de Jesús ─, ¿para qué pensar siquiera en la utopía de la metempsicosis? ¡Lee toda la vida de Buda, si así lo quieres, y compárala con la vida de Jesús! Queda entonces en las manos del Señor Dios, bajo el juicio absoluto de su sabiduría creadora y entre el secreto equilibrio universal de su balanza, pero ante todo entre la noble bondad de su Amor, el futuro universal de los niños nacidos y levantados en miseria, o en ignorancia, o en discapacidad, o en esclavitud, o en medio del odio. Pende, sin embargo, su futuro, también en nuestras manos, en tanto ellos estén sobre la Tierra. Lejos de la Tierra, el Evangelio ya lo ha dicho y yo aquí lo repito: 111


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“Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham.” (Lucas 16: 22)

Te preguntarás entonces: ¿Qué es mejor? ¿Llegar a los pies del Señor limpia el alma, o llegar a Él con resultados, multiplicados los talentos recibidos? “El fin de todo el discurso oído es éste: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.” (Eclesiastés 12: 13)

Ya lo has leído. La respuesta es siempre la misma: Hayas hecho lo que hayas hecho, pienses lo que pienses, llama a Jesús para que entre en tu vida. Inicia su búsqueda. Sigue sus mandamientos. Haz el bien, siempre que esté en tu mano hacerlo, o busca hacerlo. Aprende a amar, y jamás digas que podrás limpiar tus vestiduras por tus propios medios o que ganarás el Cielo por tus propios méritos. Antes que nada, repudia todo aquello que fuiste en el pasado para que así jamás vuelvas al abismo de aquellos días. Mas, si no te sientes con el valor suficiente para seguir adelante sin volver la vista atrás, si no te sientes con el coraje suficiente para negarte a los placeres ociosos y al mundo maldiciente y mediocre, sigue creyendo en la reencarnación, o en nada, y sumérgete en ese mundo, soñando con las numerosas vidas que Satanás jamás podrá concederte; sigue amando tu vida de desperdicio, embriágate, baila y ríe todo lo que quieras. Solamente habrás perdido la oportunidad de llegar al único y verdadero destino del verdadero cristiano: El Paraíso de Dios. La vida es una sola. La oportunidad de alcanzar ese Paraíso no se repite. Ojalá entendieras de qué hablo cuando digo Paraíso, ojalá entendieras de qué hablo cuando nombro el infierno. “Muchos serán limpios, y emblanquecidos y purificados, y ninguno de los impíos entenderá, pero los entendidos comprenderán. Y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu heredad al fin de los días.” (Daniel 12: 10-13)

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La proclama de Nietzsche – “Dios ha muerto”–, la de Hawking –“Dios no existe”– la de Marx –“Religión: opio del Pueblo”– ¿cobran validez, frente al olvido que del Creador ha experimentado el hombre, y gracias a la tecnología?

¿Se acerca la ciencia a un nuevo estadio de la humanidad, el del superhombre generador de individuos perfectos?

¿Bienvenido sea el nuevo dios, el dios de la supremacía de los sentidos?

¿Estamos todos predestinados al Cielo o al Infierno, y nada de lo que hagamos cambiará esa decisión del Dios Creador?

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Una y mil viandas para los sentidos “Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó.” (Mateo 11: 25-26)

El niño pequeño a menudo nos sorprende cuando habla. Es el filósofo sabio. En su mirada y en su espíritu se esconden y se manifiestan la Simplicidad, la Ternura y el Amor de Jesucristo. Para la velocidad irracional de aquellos días de universidad, la filosofía, el comunismo, la revolución de las masas, el agnosticismo, el escepticismo, la metafísica, la especulación conceptual, la idea de la reencarnación, la posibilidad de los viajes astrales y todo lo que fuese rebelde o esotérico, eran temas que fácilmente devoraban nuestro tiempo de ocio y se convertían en la mesa servida para nuestro afán de conocimiento o de aventura. Era un fenómeno más o menos comparable con lo que el alcance de la tecnología representa para los jóvenes universitarios de hoy. Mas, en aquel entonces, hipótesis emergían por todas partes; pero verdades no. No me es difícil recordar entonces que, de tarde en tarde, iba yo hasta la casa de mi amigo Pánzer ─ le llamábamos así por su porte ario, su ascendencia alemana ─, y me sentaba en su cuarto de estudio a escuchar música clásica o rock de los setenta, y husmeaba por entre sus libros para enfrascarme en algo que me motivase a reflexionar y me pulverizase el deseo de ir a beber cerveza y buscar sexo. Sin embargo, descubro ahora que todo ese bufé filosófico me llevó siempre a ningún sitio. De haber sido al contrario, de haber yo hallado en la filosofía del ser humano una verdad única, habría construido quizás un parapeto de pensamientos valiosos, un escudo místico, un yelmo, una luz que me otorgase una migaja de conocimiento verdadero y sabio, y habría 114


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evitado llenar mi mente de basura. Muchas cosas habrían sido distintas en mi vida. De ninguna manera habría llegado tan lejos como llegué, causando daño, agitando mi alma de pelaje de puercoespín, contrayendo mi mandíbula de cobra, hiriendo, envenenando y afectando a diestra y siniestra a todo aquél que se me acercaba. Recuerdo haberme alejado, aunque muy esporádicamente, de la búsqueda de placer para mis sentidos. Recuerdo haber ido a la casa de Pánzer más de un par de veces. No se me ha olvidado que allá leí algo de Nietzsche, algo de Marx, de Emmanuel Mounier, de Descartes, de Platón, del mismo Aristóteles y de Agustín de Hipona. No fue gran cosa lo que leí, lo que realmente profundicé en esos años de universidad, pero lo hice. No obstante, si he de ser sincero, me aburría esa lectura, pues no encontraba en ella un universo, un lago en el cual mi mente ausente y nómada pudiese navegar. Prefería entonces leer literatura, ficción, irrealidad, y alejarme de los conceptos de una sociedad con la cual yo jamás me identifiqué. Sin embargo, descubrí que Nietzsche era el pensador favorito de mi amigo Pánzer. Consecuentemente, como la costumbre de nuestra generación era admirar a todo el mundo, incluso a los profesores tediosos, Nietzsche se convirtió por unos días en uno de mis favoritos. Hoy, las imágenes y las reflexiones son muy diferentes; como del Cielo a la Tierra. Hoy veo al filósofo alemán de lejos, muy de lejos, y lo visualizo como un tipo contradictorio y erróneamente encumbrado: El encumbrado Nietzsche. Esa arrogancia se adhería de manera natural a la mente alemana de la primera mitad del Siglo XX. Por eso hoy, encuentro a Nietzsche esencialmente confuso y solo, proclamando la presunta “Muerte de Dios” a través del nubarrón oscuro de su alma. Lo distingo como el hombre que soñó con ser dios mismo, como el pensador que alucinaba razas de superhombres, como otro santificador de la cultura de los sentidos. Lo identifico como el líder embaucador y aparentemente inteligente cuya mente se negaba a trascender, se negaba a alcanzar el más allá o, en última instancia, a encarnar con sabiduría al hombre aparentemente 115


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todopoderoso y materialmente perfecto que él imaginaba. Me pregunto ahora si este bávaro, en el trasegar de sus difíciles y crónicas dolencias mentales, acertaría o no a vislumbrar, así fuese en el último segundo de su decadente vida, al verdadero Dios-hombre. Leí que alguna vez habló de Jesucristo, aunque muy pobremente, situándolo en el mismo nivel intelectual humano en el cual situó a Napoleón Bonaparte. Eso le sucedió un día en el cual se le ocurrió hacer una lista de nombres de personajes de la historia cercanos a la idea de su superhombre. Claro que, eventualmente, concluyó que no había hasta entonces existido superhombre alguno sobre la Tierra. Por supuesto que no le fue dado conocer a Hitler. De haber sido así, muy probablemente su concepto habría cambiado hacia un error más grande. Sin embargo, a veces pienso que era él, el filósofo en sí mismo, el ícono excelso, el único, el manantial de luz que llenaba el pedestal de su propia cueva mental. Nietzsche atacó de lleno al cristianismo. Afirmó que un cristiano no era otra cosa sino un sirviente envilecido por su propia y mediocre religiosidad, alguien a quien su maleabilidad mental no le permitiría nunca llegar a convertirse en su propio dios y que, por lo tanto, no podría jamás existir como hombre superior, pues siempre tendría que acudir a la protección de una fuerza divina, así esta fuerza no existiese. Ese sello tajante de su proclama ─ “Dios ha muerto” ─ recorrió el mundo entero y envició el cerebro de la teología y el núcleo del comportamiento humano de los años posteriores a su muerte. De otra parte, lo que Nietzsche sí vislumbró como su luz creciente y propagó en Alemania, aunque sin que le fuese dado vivir el terrible resultado, fue la necesidad del advenimiento de un líder ario. Nadie ignora que esta idea se hizo carne y espíritu en el führer del partido nazi, y que lo que había sido un lejano sueño para Nietzsche, en veinte años se volvió realidad y avanzó mucho más allá de la imaginación y de la locura del filósofo. Aún resuena en Europa, entre el vacío de un infierno abortado sobre la Tierra, el eco de las botas y las armas de un alucinado ejército de “superhombres” que portaban en su pecho una cruz gamada y marchaban hacia su propia muerte, no sin 116


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antes dejar atrás un holocausto irrazonable y no sin aportar a la historia una de sus más macabras pesadillas. Con cierta reserva, se puede considerar que Nietzsche fue el profeta de Hitler: "La sociedad no debe existir para la sociedad, sino como una infraestructura y un andamiaje que permita a una especie selecta de individuos elevarse, hasta que puedan cumplir su tarea superior y convertirse en seres superiores”, dijo, en su obra “Más allá del bien y del mal”. Uno de sus más famosos delirios literarios, ”Así hablaba Zaratustra”, no tiene nada que ver con la sabiduría que llegó a atesorar el verdadero personaje de su análisis, Zoroastro, sacerdote de los persas. Tal vez Nietzsche soñó alcanzar esa sabiduría, pero adolecía de modestia, de humildad, para lograrlo. Se comparó con él, con Zaratustra, pero no atinó a diferenciar entre la moral, el bien y el mal. Es desagradable descubrir cómo el hombre del mundo, el que se cree genial, entre más conocimiento adquiere, más se aleja de la verdad. Me atrevo a comparar hoy a este filósofo germano con el hombre-gorila que creyó haber soñado a Dios, mas jamás creyó haber sido tocado por Él. "Jesús murió demasiado pronto ─ se aventuró a balbucear ─. Si hubiese vivido hasta mi edad, él mismo se hubiera retractado de su doctrina. ¡Pero era lo bastante noble como para retractarse!". Luego llega Nietzsche a la siguiente “sabia” conclusión: “¡También Dios tiene su infierno: es su amor por los hombres! ¡Dios ha muerto! ¡Le ha matado su piedad por los hombres! ¡Todos los dioses han muerto! ¡Que viva ahora el superhombre!” Si relacionamos la demencia de Hitler con la filosofía de Nietzsche, no estaremos lejos de visualizar la primera diapositiva del porqué del primer gran desastre de la ignorancia de la humanidad: El holocausto nazi. “Y abrió su boca en blasfemias contra Dios, para blasfemar de su nombre, de su tabernáculo, y de los que moran en el cielo. Y se le permitió hacer guerra contra los santos y vencerlos.” (Apocalipsis 13: 6-7)

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Ojalá que las palabras de otro filósofo alemán, uno de origen judío ─Carlos Marx─, te lleven a concluir que, por noble que el pensador parezca ser, sus pensamientos se enfocan mal cuando están mal arraigados. La raíz que se forma defectuosa entre la tierra, da su figura al árbol desviado. Sus ramas, sus tallos, sus hojas, sus flores y sus frutos, se perfilan también desviados y se desvían, además, en la imagen de la lente de quienes lo perciben. La raíz defectuosa del pensamiento de Carlos Marx fue causada por el engaño de la iglesia, esto es, por la ambición desmedida de los popes de la iglesia. La confusión de Marx fue generada cuando confundió a Dios con lo que los supuestos representantes de Dios mostraban. Y, desafortunadamente, la mente del filósofo no alcanzó a descubrir al verdadero Dios. La nube que oscureció sus ideas fue estructurada por una religión tergiversada, por esa mentira miserable que durante siglos ha arrastrado la fe de la humanidad hacia el abismo. "Escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él". (2 Timoteo 2:26) "Después vi otra bestia que subía de la tierra; y tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como dragón. Y ejerce toda la autoridad de la primera bestia en presencia de ella, y hace que la Tierra y los moradores de ella adoren a la primera bestia, cuya herida mortal fue sanada. También hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y engaña a los moradores de la Tierra con las señales que se le ha permitido hacer en presencia de la bestia, mandando a los moradores de la Tierra que le hagan imagen a la bestia que tiene la herida de espada, y vivió" (Apocalipsis 13:11–14).

Estas son las dos bestias que emergieron de la imaginación abismal de Satanás: Política y Religión. El sistema “alienante”, inhumano ─según Marx─, de expropiar y envilecer a los más pobres, el trabajo forzado, vil, mal pago, tirado a los pies del humilde por el sistema mercantil de los gobernantes de la Tierra y de quienes lo apoyan, disfrazados de corderos. Por supuesto que no es equivocado llegar a pensar que el Amor de Jesús se orientó hacia una humanidad socialista, respetuosa de la vida y del bien ajeno, pero con los ojos puestos mucho 118


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más allá, en la autenticidad y universalidad del concepto. “No codiciarás la casa de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo.” (Éxodo, Cap. 20)

Algunos políticos ─Chávez, entre otros─, hacia el final de sus vidas han mencionado a Jesús. El venezolano afirmó haber llegado a la conclusión de que el Maestro de Galilea fue el más grande socialista de la historia, y que por eso murió: por ser un humanista. Sabemos que así fue. Pero la lucha de Jesús no se encaminó hacia el poder. El poder político, para Jesús, fue siempre un ideal ajeno, simplemente humano, nada que ver con el prisma de su propósito universal. Un día, en una ladera al norte del Mar de Galilea, Jesús habló con los que le seguían. Sus palabras quedaron escritas en el Evangelio de Mateo, capítulo 5: Las Bienaventuranzas.

Enfócate por ahora en la siguiente, pero sería

conveniente que algún día las leyeras todas: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. (Mateo 5)

Por supuesto que, esa “saciedad”, no se dará sobre la Tierra. En Emmanuel Mounier se percibe una propuesta muy diferente a ésa de los filósofos materialistas. Para este pensador francés, los valores intangibles de un hombre deberían pronto agruparse para lograr escuchar la llamada de un ser Supremo y así permitir que el yo interno trascienda cristianamente, derribando los límites del personalismo de ese individuo. Para Mounier, ese hombre trascendente no debe tratar de hacer su tarea en base a una simple agitación de ideas, sino en base a la negación de su universo aislado e insuficiente. Ese hombre trascendente no puede detenerse en su propio espejo, debe constreñir el movimiento de su ser hacia el Ser Superior hacia el cual se orienta, pues de lo contrario se disolverá en su triunfo momentáneo. Subraya también este humanista 119


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y teólogo, que ningún ser vivo conocido en la naturaleza ha inventado las crueldades y bajezas que ha inventado el hombre, sin importarle enterarse de que cada vez que ha caído y ha perdido altura… ha tocado fondo, muy por debajo del nivel cerebral del animal más salvaje. Cuando se habla de “lo que está muy por debajo del nivel cerebral del animal salvaje”, no se puede evitar pensar en la forma de actuar de una bestia tenebrosa llamada Lucifer. El demonio es el único que encarna en bestias y toca el fondo de los abismos a través de los actos deleznables de sus hijos, los grandes enajenados, los poseídos por su espíritu maligno y cernícalo. “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira.” (Juan 8: 44)

Cuatro siglos atrás, y desde una visual muy relevante, René Descartes mencionaba, luego de un profundo desglose de su propio pensamiento, que puede efectivamente haber otro alguien, un engañador indudablemente poderoso y artero que eventualmente conseguiría engañarlo siempre, pero siempre y cuando él ─el pensador─ dejase de pensar, de querer ser o de ser verdaderamente alguien que concibe sus dudas y sus pronunciamientos en lo más profundo de su espíritu. No fueron pocos los filósofos que hablaron de la existencia de Dios, y de la del demonio. Zoroastro, el mismo Zaratustra de Persia, fue un profeta que vivió hacia el año seiscientos antes de Cristo. Él habló, en una forma muy real, muy reflexiva, muy lógica ─ particularmente cósmica ─, de la existencia del demonio. Escribió que un ente celestial de nombre Ahriman, el cual era uno de los hijos de Dios, decidió convertirse en oscuro ángel y resultó creando el universo del mal, para luego enfrentarlo al universo de su Padre. Añade Zoroastro que, desde ese día, todo ser humano ha estado sumergido en la mitad de una batalla universal, en el límite abismal entre la luz y la oscuridad, en una guerra espiritual en la 120


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cual el ejército del bien y el ejército del mal se pelean por su alma. Sus escritos no pasaron jamás inadvertidos. Aún hoy se cree que sus ideas influyeron en los conceptos judeocristianos de la demonología, la angelología y la escatología. Los manuales de disciplina cristiana que se encontraron entre los Manuscritos del Mar Muerto hacen evidente esa influencia. Además, es factible que Zoroastro influyese también en el pensamiento de Aristóteles, y en las ideas de Platón: “Fácil es comprender cuando un chiquillo le teme a la oscuridad. Lo trágico sobreviene cuando encuentras un hombre que le teme a la Luz”. Por su parte, Aristóteles, en su obra “Metafísica”, defiende la existencia de un ser divino al que él llama “Primer Motor”. Lo hace responsable de la unidad, del significado y de la esencia de la naturaleza: “Dios, en su calidad de ser perfecto, es por consiguiente el ejemplo al que aspiran todos los seres del mundo, ya que desean participar de la perfección”. Sin embargo, el pensador griego no enfoca a Dios dentro de un planteamiento religioso, sino dentro de un esquema de progresión científica. Para él, su “Primer Motor” no es definitivamente el Creador del Universo. Aristóteles también habla del alma del hombre y del alma de los elementos. Empieza diciendo que el objetivo y la esencia de la existencia del ojo del hombre descansan en la función de la visión. Luego, extrapola esta verdad a todo el cuerpo y halla que la finalidad y la esencia de la existencia de ese cuerpo es la vida misma, y que de ésta lo es el alma. Culmina entonces en la hipótesis de que todo ser vivo, incluso las plantas y los animales, tienen un propósito determinado en la existencia, y una esencia, y por lo tanto un alma. Siento que debo hacer aquí un paréntesis, para invitar a los niños pequeños a ser parte de este sencillo debate. Sé que Jesús sabía abiertamente el valor de la filosofía de los niños, porque gracias a su amor sin restricciones los niños pequeños son diáfanos y altruistas como el primer rayo del sol sobre el mar, y porque cuando un chiquillo de éstos se maravilla a la vista de una flor diminuta o ante el vuelo de una 121


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mariposa, es porque entre ese niño y esa flor o esa mariposa hay una vivencia y una inocencia paralelas; transparentes. Quizás este hecho, unido al natural amor que Jesús siente por los niños, fueron los que le ayudaron tanto a mi vida a empezar a creer con el alma y para siempre. No me cansaré de reconocer que fue el Señor quien permitió, cuando más alejado estaba yo de Él, que fuera mi más pequeño hijo quien me despertase hacia el proceso de la búsqueda definitiva de la redención. Hoy creo firmemente que Jesús había trazado con anterioridad la venida de este hijo a mi vida, y que lo envió exactamente cuando más estaba yo necesitando de su cálida compañía, de su amistad incondicional y tierna, y de sus opiniones quizá incompletas pero sorprendentes y llenas de su transparencia y de su propia filosofía. Sinceramente, no sé qué habría sido de mi alma si este pequeño no hubiese sido puesto a tiempo ante mí como una parte crucial del núcleo de mi nueva vida. Levanto mis ojos al cielo y doy gracias al Señor por permitir que su sabiduría obre desde el corazón de los niños más pequeños, para bien de la redención de algunos hombres y de sus familias. “Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo que, si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe.” (Mateo 18: 2-5)

Los niños pequeños son, con Jesús, el único universo francamente abierto en este mundo. Yo no entiendo, a menos que lo vea como un acto de Satán o como una locura elaborada por mentes diabólicas, cómo puede haber miserables que involucran en sus asquerosos crímenes políticos y de guerrilla, o en sus deleznables prácticas sexuales, a niños y niñas de corta edad. Más les valiera atarse un fardo al cuello y tirarse al fondo del mar, donde Jesucristo jamás los encuentre. “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.” (Mateo 18: 10)

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Ahora bien, al hablar de Agustín de Hipona, el hemisferio abierto de esta reflexión que estamos haciendo nos lleva a visualizar más estrechamente la predestinación. Sin embargo, no todas las palabras de este teólogo argelino hallaron un eco entre mi pensamiento. De hecho, jamás tomé propuesta filosófica o religiosa alguna como una verdad absoluta, y no es que yo tuviese una mejor. Es así como, el concepto que este obispo planteaba acerca de la teoría de La determinación, al afirmar que el destino del hombre venía ya trazado de antemano por una ley inalterable de Dios, contrastó plenamente con mi también errado e inmaduro concepto de mi juventud, aquél de que el hombre no tenía destino definido en la existencia, y que encontrar una luz que diese forma a algún destino era una tarea imposible de sacar adelante. Sin embargo, siglos después de que Agustín de Hipona hubo expuesto su errada hipótesis sobre la predestinación, apareció un teólogo suizo de nombre Kart Barth, quien sostiene que, por supuesto, existe una voluntad de Dios sobre los hechos del hombre, pero que esa voluntad se revela en Jesucristo y, por consiguiente, es solamente a través de Jesucristo como el Padre Creador realiza toda elección final. Esta hipótesis de la predestinación de Barth no contradice en nada el Evangelio de Juan: “Le dijo Jesús (a Marta, hermana de Lázaro): Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (Juan 11: 25-26) “Jesús le dijo (a Tomás): Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” (Juan 14: 6)

Es absoluto, lo quieras entender o no. Todos estábamos predestinados a morir y a condenarnos. Satanás había ganado la batalla. Pero he allí a Jesús. Su Amor inmenso desafió al ángel oscuro, al hijo maldito, y lo venció. Siendo así, para aspirar a ganar la gloria, el hombre debe tomar la estricta senda de Jesús y no despreciar ni por el más fugaz segundo la magnitud del poder de la Redención. Allí es cuando descubrimos que también existe el libre albedrío, esa sabia decisión que te 123


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dice que puedes tomar esa senda de la que tanto hablo o, si prefieres, ignorarla, y perder la opción de conocer al Creador. "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:16).

Para el Dios Creador no existen adversidades en el tiempo o en el espacio. Él no tiene limitación de ecuaciones ni subordinación a dimensiones específicas, como las tiene el hombre. Él ha visto el futuro de la humanidad desde siempre, y cuando quiera lo verá hacia su pasado. El universo es para Él un pliego que se enrolla sobre sí mismo y que jamás le oculta nada. ¡El Señor tiene ante sí el todo del universo a cada instante! Todos los seres humanos estamos allí, siempre, ante su visión nomológica y, sin embargo, te tiene a ti en un primer plano cual si fueses el único a quien mirar o el único a quien bendecir o el único por quien sentir pesar si es que decides ignorarlo para siempre. “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son Sus juicios, e inescrutables Sus caminos!” (Romanos 11.33)

Regresando por un instante a ese misticismo particular y poético de Agustín de Hipona, encuentro que tengo por allí algunas de sus palabras, las cuales desearía compartir aquí, en este libro. Es remarcable la forma como él habla del poder de los sentidos físicos y de la tarea de proyección espiritual que esos sentidos moldean en un hombre que busca de Dios. Dice: “Después, me vuelvo sobre mí mismo y me pregunto: ‘¿quién soy?’ La respuesta es: ‘yo soy hombre’. Tengo a mi servicio un cuerpo y un alma, uno en el exterior y la otra en el interior. ¿A cuál de estos dos elementos tendría que preguntar por ese Dios que he buscado con mi cuerpo desde la tierra hasta el cielo, tan lejos como he podido enviar como mensajeros los rayos de mis ojos?”. Y luego añade: “El hombre interior conoce estas cosas por mediación del hombre exterior. Yo, mi ser interior, mi alma, yo las he conocido por medio de los sentidos de mi cuerpo.” 124


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No puedo evitar recordar que siempre he creído que Agustín de Hipona estaba errado al ensalzar de esa manera el poder de los sentidos. El cuerpo tiene un poder y un valor limitado. El espíritu tiene un valor inexpugnable. El cuerpo fue creado por Dios del lodo, a partir de los elementos corruptibles de la tierra, para dar habitación al espíritu y guiar al hombre a cumplir una comisión sobre el planeta. El espíritu es el soplo de Dios en el individuo. Es el espíritu el que guarda la semejanza del Dios Creador en todo ser humano que camina por la Tierra, no el cuerpo con todos sus sentidos. Porque, como quizás ya lo mencioné, Satanás trastornó la plataforma. El que lleguemos a creer que los sentidos son más poderosos que el espíritu, depende de la orientación que le demos a la vida. Indudablemente, son los sentidos los que nos alejan de la espiritualidad. El hombre se vuelve malvado cuando no solamente utiliza sino sublima el uso de sus sentidos, hasta torcer su espíritu. Pero el hombre que busca de Dios, ése que lucha día a día para seguir tras la senda de Jesús, no quisiera vivir un segundo más allí, ahogado, impedido, aprisionado, sumergido, en la prisión de los sentidos. Para el cristiano verdadero sería mucho más fácil acercarse a Dios si su etéreo no estuviese confinado entre su cuerpo, allí, obligado a sentir lo que la carne siente y pide. Sin embargo, ya lo he dicho: Las únicas verdades irrebatibles, las únicas tesis que jamás debemos apartar del alma o poner en duda, son las que están plasmadas en cada una de las líneas de la Palabra de Jesús. Los sentidos me atan al mundo y me alejan del universo. Hablando un poco más de esos sentidos físicos, de esos monstruos poderosos que Satán muy bien conoce y manipula, le pregunto a usted que me lee: ¿Qué tan fácil cree usted que es, para un cristiano verdadero, para uno que sí ama a Jesús más que al mundo entero con sus maravillas, lograr que el espíritu controle los desmanes de los sentidos y los deseos de la carne? Sabemos hoy, lejos de toda duda, que vivimos en un cuerpo sensorial que fue creado para enaltecerse en un paraíso que ─ técnicamente─ era también predominantemente sensorial. Había 125


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animales, plantas y cielo azul; abundaban los matices. Sabemos también que, al consumir del árbol de la ciencia, del bien y del mal, al seguir tras la soberbia recomendación de Lucifer, ese cuerpo perdió el propósito del Creador y se lanzó a procrear sin amor, a odiar y a caminar hacia la muerte. Por eso es que hoy navegamos en el mar de una experiencia esencialmente física. Y es por eso también que nos es casi imposible dejar de alimentar los sentidos a cada paso del camino. No obstante, nos fascina olvidar que, a lo largo de todo ese camino, somos ciegos para visualizar que es a través de los sentidos mismos como descubrimos la incompetencia del cuerpo en la búsqueda de una auténtica felicidad. Recuerdo ahora una frase que hace parte de una pequeña alabanza que alguna vez canté con mis hijos cuando eran muy pequeños: “Jesús, todas las maravillas del mundo se desvanecen, mas no Tú.” “Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae.” (I Pedro 1: 24)

No estaría de más mencionar aquí algunas de esas “maravillas” del mundo, las cuales penetran el interior del alma de todo hombre a través de los sentidos, y podríamos entonces apreciar el cuadro fantástico de elementos que muy astutamente Lucifer ha venido utilizando individualmente, o en conjunto, como herramientas adormecedoras del espíritu del hombre: La música, el calor de la mujer sensual y su caricia, el “sonido” del dinero y del papel de las riquezas, la embriaguez del poder, el embrujo del aplauso, el sabor de los manjares de una rica mesa, el olor de los exóticos perfumes, el susurro de la mentira y del halago, la locura de las fantasías sensoriales que se originan mediante el uso y el abuso del alcohol y de las drogas. Los sentidos son el total de la logística que utiliza el impío para abastecerse de placer. Por lo tanto, son los peores enemigos de la superación espiritual que anhela alcanzar el cristiano verdadero. El día que usted se tope con el hecho de que ya no hay alimento que 126


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satisfaga el hambre de sus sentidos, y que le es indispensable olvidarse de su cuerpo para hallar la verdadera felicidad, encontrará el valor intangible de su alma y dará un paso inigualable para empezar a alimentarse de la verdadera razón de la vida, que es esa parte de Dios que lleva usted en su interior como un latido. Ese latido, el cual se llama Espíritu de Dios o Jesús mismo, y que es también el que podría ahora usted encender o apagar a su arbitrio según escoja vivir o morir eternamente, es el sentido más importante de su ser. Ese latido es el sentido no lineal ni físico, es el sentido único de su vida y, aunque aparentemente no es tan generoso e inmediato para su satisfacción material como lo son los sentidos de su cuerpo, resulta al final ser mucho más valioso, silencioso, radiante, y está escondido, allí, en el fondo de su condición humana. Lamentablemente, parece que sólo quien busca a Jesucristo lo percibe. “Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando hayas resistido la prueba, recibirás la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman. Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni Él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido.” (Santiago 1: 12-14)

Ahora bien, caminando aún más allá sobre la senda que conduce a la especulación o a la verdad, pregúntese usted: ¿Hasta qué punto válido de la reflexión los científicos pueden ser considerados filósofos? ¿Podemos de pronto pensar que los científicos, al establecer sus leyes matemáticas o físicas, están planteando una filosofía particular? Piense por ahora en los más conocidos de estos genios: Charles Darwin, Newton, Einstein, Stephen Hawking. La ciencia es una forma de filosofía, ¿no cree usted? Establece teorías, propone hipótesis, construye tesis, se involucra con el Creador y con el universo. Es atrevida, pero, desgraciadamente, la ciencia es inexacta, tan inexacta y limitada como el hombre mismo. Los alcances de la ciencia son temporales, fugaces, perecederos, inciertos. Las leyes científicas que parecen hoy estar acomodándose a las necesidades de la humanidad, mañana serán obsoletas. Sólo Dios no cambia, en el incesante andar del tiempo. 127


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Einstein, seguidor filosófico de Baruch Spinoza, se inclina hacia el panteísmo ateo: “No puedo aceptar ningún concepto de Dios, basado en el miedo a la muerte, o en la fe ciega. Tampoco creo que el individuo sobreviva a la muerte de su cuerpo, aunque…, sí las almas débiles albergan tales pensamientos, es por miedo”. (Einstein) Para los panteístas agnósticos, la naturaleza puede ser concebida como la única realidad verdadera, y a esa realidad se reduce Dios, quien suele ser concebido entonces como la unidad del mundo, como una especie de principio orgánico de la naturaleza o como autoconciencia del universo. Este pensamiento anula la libertad y la personalidad de Dios, reduciéndolo a un mero objeto incapaz de relacionarse con el mundo. ¿Pero quién o qué soy yo, para atreverme a poner en tela de juicio las teorías o los desaciertos de los genios de la historia de la gloriosa humanidad? Pudimos observar un halo de irremediable tristeza en la mirada de Stephen Hawking antes de partir. ¿Fue esa mirada un gesto de sufrimiento ante la desgraciada inoperancia de un cuerpo que lo estuvo consumiendo, absorbiendo, hundiendo, y que lo llevó al silencio de una lenta muerte en vida? ¿O fue esa mirada la de aquel hombre que sabía que siempre estuvo equivocado pero que encontró que ya era demasiado tarde para retractarse? “Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos; mas conocí que aún esto era aflicción de espíritu. Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.” (Eclesiastés 1: 17-18)

Jamás fue tarde para rescindir, señor Hawking. Jamás fue tarde para reconocer que Dios sí existe. Pero el mundo atrapa a los famosos. Los aprisiona. No los deja escapar de sus errados conceptos. No les permite negarse a sí mismos. ¡Qué triste suena esto! ¿Quiso el señor Hawking, como se comentó en la red, darse por vencido y recurrir eventualmente a un suicidio asistido? Es menester decir que el suicidio asistido no deja de ser suicidio. Por lo tanto, tampoco deja de ser, de parte de quien se decide por él, un golpe cobarde 128


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al rostro de Jesús. Tal vez debamos entender que Hawking sufrió mucho. Sí. Que luchó contra su destino con una fuerza sobrehumana, pero, ¿cuántos seres humanos no han sufrido así, cual si estuviesen muertos en vida? ¿Cuántos hombres y niños humildes no han pasado por situaciones similares o peores que ésta que vivió el creador de la teoría de los agujeros negros? ¿Bajo qué fundamento científico o racional, un hombre de carne y hueso, un mortal como otro cualquiera, se atreve a divulgar que Dios no existe? “El hombre que reprendido endurece la cerviz, de repente será quebrantado, y no habrá para él medicina.” (Proverbios 29: 1)

Quiera el Señor que, segundos antes de haber partido, Mr. Hawking haya encontrado paz para su alma, que haya entendido que fue reprendido, no por ser despreciado o ser perverso, porque creo que jamás lo fue, sino porque el Señor siempre esperó que él, desde el fondo de su dolor y de su soberbia, vislumbrase dos sabias leyes del universo: La Creación Absoluta, y la Muerte y Resurrección de Jesús en bien de la Redención del hombre. Se estremece el espíritu cuando observa cómo Satanás utiliza filósofos, poderosos, famosos, científicos, para robarle la fe a la juventud. Esa palabra ─FE ─ no es invención de este libro. La Fe es una herramienta poderosa. La Fe es el arma que el verdadero adorador de Jesús puede exhibir, aquélla herramienta que puede esgrimir efectivamente cada vez que recuerde que las grandes filosofías, las flamantes tecnologías, las teorías científicas de los genios mortales de la humanidad, pueden confundirle y arrebatarle la razón y el alma. “Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a su pueblo. El Señor es tu guardador; el Señor es tu sombra a tu mano derecha. El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche. El Señor te guardará de todo mal. Él guardará tu alma. El Señor guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre.” (Salmo 121)

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Si el sexo, el licor, la buena mesa y el deleite, parecen hacer parte de la Creación de Dios, ¿por qué no disfrutar de los placeres de la carne día a día?

¿Es nada más que un fanático, y está fuera de su razón, quien se convierte en un eunuco por amor a Jesús?

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Voces en el fondo del abismo “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.” (Lucas 9: 62)

Cerca de las seis y media de la tarde, el firmamento del oeste cambió su traje de fuego rizado por el azul oscuro del comienzo de la noche. Era yo apenas un niño. Aunque me había estado sintiendo un poco enfermo, había logrado escapar de casa por más de tres horas. Mi cuerpo se conmovió por un instante. Me toqué el cuello, tal y como había observado a mi madre hacerlo. Supe entonces que la fiebre aumentaba, pero me recogí en mi escalofrío en tanto bajaba solo la ladera para alejarme de los alrededores del volcán que dormía no muy lejos de la hondonada. Al aligerar el paso, resbalé de pronto. Quedé sentado sobre la hierba, de cara a la ciudad en donde había nacido y en la cual ya había consumido los primeros cinco años de mi vida. Sonreí, a pesar del malestar. De pronto, el clima se tornó amable. Miré por unos segundos hacia las casas que a esa hora ya empezaban a iluminarse, allá, abajo. La panorámica estaba emergiendo ante la lente de mis ojos cual si fuese la imagen de un pesebre gigantesco ─algo así como una incrementación del zoom del aire. Sonreí de nuevo. Enfoqué la diapositiva con más calma. Por cada segundo que pasaba, una luz amarilla u otra blanca, se encendían en la planicie, empezando a plasmar muy lentamente la caída del atardecer sobre aquel cuadro prodigioso. Mi imaginación insistió en evocar la navidad, y al pequeño niño en su humilde establo de Belén. Miré entonces más allá, hacia el horizonte. Tracé con mi cerebro y mis pupilas una línea vertical ascendente y descubrí que otro pesebre, inalcanzable, infinito, se iluminaba igualmente con la aparición de la luz de cada estrella visible. Todo mi ser se estremeció. Tal vez fue en ese momento cuando empecé a 131


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comprender lo pequeño que yo era, y tal vez me pregunté en silencio en qué nube o en qué lucero de ese inmenso pesebre del firmamento estaría Jesús. Por supuesto que no obtuve respuesta inmediata. Me prometí entonces regresar pronto allí, a la ladera, para sentarme de nuevo sobre la hierba, en ese mismo sitio, y para responderme esa pregunta y tal vez empezar a contar una a una las estrellas. Me puse de pie. Comencé a descender a lo largo del sendero. Enfilé hacia mi casa. ─ ¿Dónde estabas? ─ Era mi madre. Me acababa de abrir la puerta. Luego me cargó hacia el cuarto que yo solía compartir con mis hermanos mayores. La alcoba contigua estaba asignada para mis hermanas, también mayores que yo. Éramos siete. ─ ¿Alguna vez has contado las estrellas? ─Pregunté suavemente. ─ ¡Dios Santo! ─Ella me descargó sobre la cama─. Estás que ardes de la fiebre. Tienes escalofrío. Ven, acuéstate. Voy a preparar unos paños para bajar la calentura, y te voy a traer algo fresco y con mucho limón. ¡No te vayas a levantar! Salió del cuarto. Cruzó el oscuro corredor, hacia la cocina. Me quedé allí sentado, mirando, a través de la penumbra, hacia la ventana que daba al patio de atrás. Unos minutos después, la vi regresar. ─ ¿Alguna vez has intentado contar las estrellas? ─Le repetí. ─ ¡Trata de descansar! ─ Se sentó a mi lado─. No te destapes. Y no olvides que no puedes andar por ahí como un sonámbulo, contando estrellas y olvidando que has estado enfermo. Ella era una buena madre. Lo fue, hasta que Dios la llevó con Él. Después, quizás se convirtió en un ángel. Estuvo siempre cerca de mí, también de mi alma. Fue una de esas pocas maravillas de la existencia que no le pertenecieron jamás al príncipe infame de la Tierra. Millones de cosas, de hombres y mujeres le han pertenecido a ese infeliz durante siglos: El dinero, la fama, la satisfacción material, la enferma sensualidad de la mujer perversa y la ambición de los poderosos. También el 132


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ascenso material de los privilegiados de la sociedad. Le pertenecieron la risa y la fugaz felicidad terrenal. También los sueños de la carne. El planeta todo le perteneció, en particular la música comercial del mundo. Pero ella, mi madre, nunca le perteneció. “Engañosa es la gracia, y vana la hermosura; la mujer que teme al Señor, ésa será alabada. Dadle del fruto de sus manos, y alábenla en las puertas sus hechos.” (Proverbios 31: 30-31)

No duramos sino un par de años más, viviendo en la ciudad del volcán. Jamás volví a caminar por esa ladera. Viajamos a la capital. Al llegar allí, los acontecimientos se fueron sucediendo fugaces, explosivos, como si los arrastrase el torrente de un río desbordado, y no el riachuelo adormecido del tiempo. Crecí, sin conocer al verdadero Jesucristo y sin temor de Dios. Experimenté muy pronto otro tipo de amor, el amor de mujer, el amor perecedero de la doncella joven, fresca e ingenua, libre o casada, el amor de todas aquéllas que se aparecieron al paso de mi vida. Los retratos empezaron a ser incontables en mi memoria, a menudo borrosos e inconsistentes. Las sensaciones que los cuerpos de esas mujeres cincelaron en mi cuerpo y en mi mente, mujer tras mujer, una tras otra, llegaron a convertirse en la única expresión material ideal que mis sentidos deseasen absorber e idolatrar. Y pronto, un día, me encontré hundido, embriagado y tambaleante, en las garras de la obsesión de hacer mío noche tras noche un cuerpo femenino diferente, cualquiera que ese cuerpo fuese, sin que tampoco faltase un litro de licor y algo para fumar al pie de mi cama. “La mujer caza la preciosa alma del varón. ¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?” (Proverbios 6: 26-27)

Los sentidos se apoderaron de mi pensamiento y de mi alma. La mujer había dejado de ser, para mi demencia, un ser valioso, creado por Dios, y todo lo que no fuese morbo y lujuria había dejado de tener valor 133


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para mi vida. Por añadidura, el amor de mi madre dejó de tener significado alguno. Mis mediocres proyectos se convirtieron en los inútiles sirvientes de las satisfacciones más bajas. El trabajo pasó a ser un instrumento pesado e indeseable que sólo me servía para adquirir dinero para comprar licor, cigarrillos, comida, y para embaucar y alimentar los cuerpos que llegaban a mi cama. Engañaba, y era engañado. Mentía y fingía, y era entonces sexualmente humillado y odiado. Cada mujer que traspasaba el retén de mi deseo, cuando me abandonaba me dejaba más destrozado que la anterior. O era que yo así lo imaginaba, o era que yo así lo estaba buscando. Parecía no poder visualizar un balance cuerdo entre dos situaciones sencillas cotidianas. Indudablemente, había entrado en un embudo de caída libre, aunque mi ser, mi cuerpo y mi alma ya no eran libres; en absoluto. “Y he hallado más amarga que la muerte a la mujer cuyo corazón es lazos y redes, y sus manos ligaduras. El que agrada a Dios escapará de ella; mas el pecador quedará en ella preso.” (Eclesiastés 7: 26)

Fui perdiendo poco a poco el sentido de las cosas trascendentales y la capacidad de dormir o de dar descanso a mi cuerpo y a mi mente. El sexo era mi droga, mi alucinación y mi razón de existir. Frecuentemente, me levantaba solo a media noche, o en la madrugada, obsesionado y loco, a recorrer los corredores del bloque en el cual vivía, y escuchaba a cada paso y en cada puerta, entre un murmullo de voces distorsionadas en el fondo de un abismo, la voz de mi amante de turno, aparentemente hundida en una orgía en cualquiera de las viviendas vecinas. Y me alimentaba de mis miedos y de mis celos, y me hundía aún más en el licor y el desespero. En el colmo de la irracionalidad había llegado a concebir en mi mente la idea de una muerte benigna para mi cuerpo, algo así como un viaje amortiguado y adormecedor a base de pentotal anestésico. Así se lo venía comunicando a mis amigas más cercanas. La idea del suicidio había empezado a danzar entre mis sueños. Muy pronto perdí también mi trabajo. El mar que existía entre Jesús y yo, parecía inconmensurable; 134


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infranqueable. Hubo momentos en los cuales sólo ella, mi madre, alargó la mano con amor para intentar sacarme del fondo del abismo, del fantasma del hambre y del infierno de la obsesión. Mis hijos más cercanos, los únicos verdaderos amigos que me quedaron en la mitad de la pesadilla, también en más de dos oportunidades intentaron rescatarme, pero terminaron envueltos en lo más triste de mi desesperación. Y un día, uno de ellos desapareció sin dejar huella. No obstante ─ paradoja de la vida o designio del Señor ─, perder a ese hijo, entre la incertidumbre total de su destino, fue el principio de mi definitivo despertar. Pero fue el más costoso de los comienzos y fue, asimismo, la más amarga forma de empezar a expulsar desde la raíz el hechizo tenebroso de mi alma poseída. Hoy todo es diferente, gracias a la misericordia de Jesús. A pesar de haber perdido a mi madre, a mi padre, a dos de mis hermanos y a mi hijo, he iniciado el estrecho camino que conduce al perdón y a la esperanza, ese sendero que lleva a Jesucristo. Mi alma ha sido renovada. Llevo años luchando por lograr una limpieza radical sobre mi cuerpo y mis sentidos, proceso largo, batalla difícil, meta que no será alcanzada sin oración y sin voluntad de hierro. Por eso, sé que la mujer ya no será más para mí un objeto de uso y deshecho, que no miraré más a la mujer como lo hacía el depredador que antes yo era. Y aunque estoy consciente de que la mujer no ha dejado ni dejará de ser atractiva, enamoradiza y sensual, pues ésa es su naturaleza terrenal, y aunque no he dejado de ser un simple humano, un animal hundido entre la carne hambrienta, he decidido dejar quieta a toda mujer, quieta en su sitio o por donde aparezca, porque la sexualidad no tendrá más en mí ese lugar privilegiado pero equivocado que antes tuvo. Esa decisión no tiene camino de regreso. Es una determinación radical que ha cambiado totalmente mi forma de enfocar la vida y mi manera de ver las cosas, y es la razón que estaba necesitando para entenderlo todo. Me he aferrado a la mano de mi Maestro como una sabandija inocua, transparente. La sexualidad no tendrá nunca jamás otro fragmento real en mi vida. No tendrá el sexo, mientras yo viva en este cuerpo, otro argumento ni verdadero ni virtual, ni un episodio más 135


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entre el andar del tiempo y de los pensamientos, porque ya no es el placer sensorial el foco de mis anhelos. No es fácil lograr esto cuando aún te sientes fuerte para vivir la vida y divertirte, cuando trabajas día a día con mujeres jóvenes, la mayoría de ellas adheridas al placer del mundo, y cuando en los sueños tus sentidos te reclaman aquello que, cuando estás despierto, les estás negando. Lo sé. Pero para Jesús no hay imposibles. Tampoco para los que le amamos. Sé que, a los ojos del mundo, la verraquera de un hombre, la calidad de un macho, es aquilatada por el dinero y la cantidad de admiradoras y de amantes que ese hombre tenga; y por la potencia sexual de que haga gala. No sabe el mundo que el verdadero bravo es aquél que no se deja doblegar por sus debilidades. No es un héroe el que más come, sino el que puede negarse a la gula o a la lujuria. “Como zarcillo de oro en el hocico de un cerdo es la mujer hermosa y apartada de la razón.” (Proverbios 11: 22)

¿Quién estableció, sino Satanás, que el papel de la mujer y de su hombre no es otro que la satisfacción de los deseos primarios? Para nuestro pesar, hay millones de mujeres y de hombres que no han hecho conciencia de este punto. He ahí el problema. Sin embargo, algunas mujeres, muy pocas, así no lo vayan anunciando por la calle a grandes voces, han asumido un rol más espiritual, más sacrificado y más lleno del verdadero Amor de la mujer cristiana. Sí, infortunadamente sólo unas pocas. El Señor las bendiga porque han identificado plenamente al diabólico enemigo y han extendido un manto inteligente y lleno de fe alrededor de su hogar. Han decidido cobijar a sus pequeños, y están preparadas para eludir el puñal artero que parte de las manos del patrocinador del sexo, la vanidad, la perversión y la lujuria. Pasaba hace unos años por un sendero trazado por los pasos de la gente, a lo largo del potrero que a veces tenía que cruzar para ir desde mi apartamento hasta el liceo en el cual estudiaba mi más pequeño 136


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hijo. A medio camino, me topé con una escena grotesca. Tuve que retroceder para protegerme. Y observé. Un inmenso y enloquecido equino negro acababa de patear a su potrillo, el cual había nacido sólo un par de días atrás. Lo estaba mordiendo. Lo tenía aprisionado contra el suelo. Temí que lo pudiese matar. No sabía yo cómo detener al furioso animal. Pero, de pronto, apareció la yegua. Se acercó, muy decidida. Se plantó, entre el energúmeno macho y su potrillo. La bestia quiso atacar de nuevo, pero la yegua y dos mujeres fornidas con rejos en sus manos ─sin duda, las dueñas de los animales─ lo avasallaron. Entonces, el pequeño alazán se levantó, aturdido, y se aferró al anca de su madre. Días después volví a recorrer ese sendero. No vi al potrillo lejos de la yegua, aunque sí me topé con algunos niños que se detuvieron para admirar la singular pareja. Reparé en esos niños, observé a los cuadrúpedos, no vi al enemigo cerca, e inmediatamente visualicé la que siempre fue la más delicada y hermosa comisión que el Señor Dios le dio a la mayor parte de los animales hembra y, por supuesto, a la mujer. Creo que sobra decir con nombre propio cuál fue esa comisión. “La mujer sabia edifica su casa, pero la necia con sus manos la derriba”. (Proverbios 14:1)

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¿Qué papel juegan las enfermedades y las discapacidades, en el plan que el Señor tiene para el hombre o la mujer a quienes Él ama?

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Entre el dolor y el silencio “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.” (II Corintios 12: 9)

Todo proceder verdaderamente cristiano debe ser diáfano y, ante todo, basarse en el amor a Dios, el cual no es otra cosa sino el respeto por su nombre, por su voluntad y por sus mandamientos. Debe basarse también en el Amor humano, el cual no es otra cosa sino el desprenderse del ego, de la indiferencia, de la envidia, del rencor, de la acumulación desmedida de dinero, del odio y del vicio de juzgar a los demás. Debemos trazar una senda tras la huella de Jesús. Eso significa desprendernos de nosotros mismos y de todo lo material que puede ser enajenante, en el ejemplo del Maestro mismo, o en el ejemplo de Pedro, o de Pablo, o de Francisco de Asís. “Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.” (Mateo 7: 14)

Hace quince años me diagnosticaron cáncer. A muchas personas se lo han diagnosticado. Unos han muerto, otros hemos salido adelante, quizás porque Jesús nos ha sanado y nos ha permitido seguir viviendo por alguna sabia razón. Debemos creerlo así. “Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.” (II Corintios 12: 10)

¿Es culpa de Dios el olvido en el cual se halla la humanidad? ¿Acaso el Señor creó al hombre así, enfermo, abandonado, hambriento, prisionero, limitado, desplazado, pobre o ignorante? Aquí es precisamente cuando encontramos más de una tarea que podemos añadirle a la existencia, si es que aún no la hemos encontrado. 139


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“El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20: 26-28)

Por eso, no voy a hablar de mi cáncer. Voy a hablar de Everin Quintero. La conocí hace tiempo al sur de la ciudad de Bogotá. Tenía quince años. Le fascinaba pintar. Era su natural habilidad, su don particular. Sin embargo, no era una niña como todas. Había tenido que acostumbrarse a pintar con la boca. Sostenía el pincel entre los dientes y los labios, y hacía maravillas. El día que la conocí, por supuesto que me sorprendí, pero también me inquieté mucho. No supe manejarlo con mesura. Tal vez desnudé a los ojos de ella mi ignorancia y mi falta de espiritualidad. Y es que no se me había advertido de su condición física. Tan sólo sabía que debía ir a la casa de una jovencita que quería aprender a hablar inglés. Entre sus planes posiblemente estaba el de viajar a los Estados Unidos. Es factible que lo haya conseguido, porque era muy inteligente, reflexiva y callada. Y sus pinturas eran impactantes. Su madre permanecía con ella todo el tiempo, la cuidaba como a una reina. Benditas sean las madres que no abandonan ni menosprecian a sus hijos desvalidos. Creo que era un martes, el día que fui a darle la primera clase. Entré a la sala de su apartamento. Estaba allí, sobre una silla de ruedas, frente a la mesa del comedor. Tal vez ya lo dije, no tenía brazos, tampoco tenía piernas. Mi corazón dio un vuelco, pero, en ese instante, lo logré ocultar, aunque no completamente. Se veía preciosa. Tenía piel canela. Su cabello era largo, suavemente ondulado y de color marrón muy claro. Sus ojos, pardos, hermosos, ocultaban difícilmente la tristeza de su alma, una tristeza que quizás estaba proyectaba en cada uno de los trazos de los cuadros que pintaba. No sonreía mucho o, cuando lo hacía, sus labios se congelaban en un rictus que no derivaba necesariamente de un sentimiento de desesperación, sino de un resignado y enclaustrado silencio. Era muy dulce. Desafortunadamente ─y qué inútil es ahora 140


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recordarlo─ no fui de gran ayuda para ella. Quiero decir, no tuve sabiduría para brindarle el apoyo que tanto necesitaba. Hui de su realidad, de su callado dolor. No me sentí capaz de hacer por ella nada. ¡Cómo iba a hacerlo, si no tenía entonces a Jesús entre mi alma! Pero no es ella quien me inquieta ahora. No es el futuro de su alma. Ella tendrá un reintegro invaluable en el instante mismo en el cual abandone este mundo. Lo que me mortifica es pensar en la falta de amor humano de los que en algún instante de la vida tuvimos la oportunidad de empezar a trazar un camino hacia Dios para bien de los demás, y no supimos hacerlo. La vanidad de los años mozos nos llena de indiferencia; de estupidez. Parecemos estar ciegos, mucho más ciegos que aquéllos que de verdad adolecen de la vista. No obstante, qué alivio para nuestra indiferencia es saber que Jesús no se asusta ante ninguna de esas situaciones insalvables, que las hace superables, que llena de milagros portentosos a quienes lo rodean con sólo una herramienta poderosa: su Amor. Jesús fue, y es, superior a las enfermedades, a las dolencias, a las limitaciones. Los Evangelios están suficientemente ilustrados de la obra que Jesús esparció, para bien de aquéllos que habían nacido ciegos, para los paralíticos, para los sordomudos o lisiados. Me preguntaba alguien alguna vez: “¿Cómo logró Jesús hacer desaparecer en un segundo la lepra, del cuerpo de un hombre viejo?” Pregunta imposible de responder cuando no tienes fe. El Maestro de Galilea no fue un brujo, un alquimista o un homeópata. Él es el Hijo de Dios, y para el Hijo de Dios no hay imposibles; jamás. Él cuenta con un remedio universal, adimensional y magnífico: Su natural Amor. Por eso es que resulta relajante, grandioso, saber que el Cielo está abierto para quienes nacieron con restricciones corpóreas insalvables, pero jamás culparon por ello al Creador. También está abierto para sus padres, los que jamás abandonaron o repudiaron a sus hijos por haber nacido enfermos o lisiados. Por el contrario, fueron padres afortunados. Eso lo sé, gracias a un sentido simple que Dios me ha regalado: Esos padres recibieron una llave que, al principio pudo parecer extraña, bizarra, cruel, pero que al 141


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final les habrá de servir para abrirle las puertas del Cielo a toda la familia. Esos padres pasaron con verdadero Amor la dura prueba. Lo que acabo de decir puede sonar, al oído de algunas gentes, paradójico, anormal, ridículo, pero así es. Y no me lo he inventado yo. Es parte de la promesa de Dios. Lea, por favor: “Por tanto, si tu mano o tu pie te es ocasión de caer, córtalo y échalo de ti; mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos manos o dos pies ser echado en el fuego eterno. Y si tu ojo te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti; mejor te es entrar con un sólo ojo en la vida, que teniendo dos ojos ser echado en el infierno de fuego”. (Mateo 18)

La madre de Everin jamás maldecía, jamás se desesperaba. Era una mujer dulce, amorosa, resignada con su sino. Esta palabra: sino ─o, destino─, ya ha sido estudiada brevemente en este libro. Más adelante será de pronto necesario hablar un poco más acerca de la predestinación. Por ahora, busquemos una explicación cristiana de por qué nacen niños con limitaciones físicas o enfermedades incurables. En Jesús encontramos respuestas: “Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? “Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. (Juan 9: 2-3) “Él mismo tomó nuestras enfermedades, y sanó nuestras dolencias”. (Mateo 8: 17)

¡Y de qué manera se manifestó la obra de Dios en Everin! No está de más mencionar de nuevo la Parábola de los Talentos. Si quisiera mirar otra vez hacia el prisma de la realidad de Everin, ése que conserva mi memoria, encuentro talentos, no solamente limitaciones. Su cuerpo y su mente estaban unidos, amalgamados, luchando por superar esas limitaciones. Su alma y su corazón estaban conectados con lo intangible, con lo no físico, para dar testimonio de los dones que el Señor le había obsequiado al nacer. “Después de mucho tiempo vino el Señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel. Sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor”. (Mateo 25: 19-21)

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Si lo enfocase yo ahora desde un prisma personal, encuentro que era ella quien me estaba enseñando a mí algo valioso. Yo, en cambio, nada pude darle ni enseñarle. Ella me estaba obsequiando con dulzura una lección de fe en sí misma, en su mamá y en sus habilidades. Yo, en cambio, con mi falta de Amor y de visión cristiana, no hice sino entorpecer sus objetivos por un tiempo que ─gracias al Cielo─ no fue largo. ¿Acaso alguien puede dar, así sea un pequeño trozo, de lo que no tiene? “Nunca se aparten de ti la misericordia y la verdad; átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón; y hallarás gracia ante los ojos de Dios.” (Proverbios 3: 3-4)

Jesús curó con sus manos, o con el comando de su voz, a decenas de personas. También sanó a muchos otros sin siquiera haber estado al lado de ellos. ¿Cómo fue eso posible? Fueron actos de fe. Y hay una forma infalible de manifestación de nuestra fe, de diálogo real con el Señor, cada vez que esperamos el movimiento de su mano o el sonido de sus palabras para que desaparezcan nuestras enfermedades o nuestras limitaciones. Esa forma…, es la oración. No la repetición de letanías. Es la oración íntima, profunda. “Cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público”. (Mateo 6)

Cuando la fe y la oración se funden con fuerza, allí, en el alma, tenemos cerca el manto de Jesús, ese manto que nos cobija, nos sana y nos impulsa a seguir adelante y a sobrellevar las adversidades. La fe y la oración conforman el diamante que transforma un mundo de oscuridad en un nítido haz de luz y de esperanza. ¿De qué le vale al hombre haber recibido del Creador cinco talentos, si los entierra en el fondo de su corazón indiferente? ¿De qué le vale, si se pavonea por el mundo creyendo que la soberbia y el egoísmo brillan más que esos talentos y carga en su alma los demonios de su ciega indiferencia y, además, les hace daño con su odio y su ignorancia a quienes sufren de una limitación física o mental o 143


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a los que se ahogan en la incertidumbre de una enfermedad o de la pobreza? “Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.” (Gálatas 6: 8)

* Everin Quintero contrajo matrimonio hace unos años. Ya tiene hijos. Creo que es feliz. Su esposo es ahora quien la cuida y le habla en inglés. Su frase más relevante, aquélla que me llevó a sonreír hace poco cuando logré escuchar su voz a través de una red social, fue: “Cuando estoy pintando, siento que es Dios quien mueve mi pincel y mis labios”. 144


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¿Es Dios nada más que el sueño inútil de un hombre místico, o es simplemente la respuesta tras la cual se esconden el débil, el enfermo y el pobre?

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Dios: ¿Sueño del hombre? “Y sacó el Señor al hombre del huerto del Edén, y puso una espada encendida, para guardar el camino del árbol de la vida.” (Génesis 3: 23-24)

Un supuesto psicópata se dispone a abrir la reja de la jaula que encarcela a un enorme primate. ─ ¡No hagas eso! ─Le advierte su psiquiatra, la mujer que lo acompaña. ─No hay por qué temer ─responde suavemente el hombre─. Él no nos atacará. Tampoco escapará. Ni siquiera lo intentará. Ya olvidó lo que era la libertad, así pueda aún olerla. Es más: su mente solamente alcanza a creer que la libertad es parte de su imaginación, o algo con lo cual simplemente alguna vez soñó. Levanto la vista de este papel, y veo entre la penumbra de mi cuarto al ser humano, quieto allí al igual que aquel gorila, en un rincón del espacio terrenal, acurrucado, sin esperanza y sin brillo alguno entre sus ojos. Allí está, aparentemente indolente, pero definitivamente confundido, perdido. Sé que él cree que el sueño que pensó haber alcanzado algún día, o que el día glorioso que empezó a vivir alguna vez, se ha desvanecido. Estoy seguro de que ahora piensa que todo eso fue tan sólo una utopía. Pero esa utopía, o la sombra de esa utopía, no fue necesariamente la libertad porque, a primera vista, parece haber sido siempre libre. La reja de su prisión ha estado siempre abierta. Puedo pensar entonces que ese sueño con el que él vivió alguna vez en lo profundo de su alma…, era Dios. Sin embargo, él cree ahora que se engañó a sí mismo, que sólo pensó que existía un Dios, que sólo soñó que sí había un Dios, porque mientras maduraba la idea y mientras esperaba que todo sobre la Tierra fuese más hermoso a medida que él crecía, ese Dios no pareció ser más que una 146


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ilusión que fue desvaneciéndose, porque al fin y al cabo su vida no fue todo lo maravillosa que él creyó visualizar cuando era niño. Es por eso que ahora vive irremediablemente aturdido en un rincón de su prisión abierta. Es por eso que cree que todo en la Tierra es absurdo e injusto. Así tenga día tras día suficiente alimento, mucho calor y un buen número de admiradores, y así ría y se dé el lujo de maldecir diariamente, nunca verá hacerse posible su deseo de que el mundo sea perfecto. En consecuencia, ante todos esos interrogantes que taladran su alma confundida, ante todos los “porqués” de su imaginación venida a menos, ya no le interesa creer en Dios. Lo más cómodo es quedarse allí mismo, aparentemente indolente, en la prisión que él mismo se ha fabricado. Eventualmente, a Dios le echa la culpa de todo cuanto él no es o, para evitar pelear con un “ensueño”, voltea su alma hacia el lado oscuro de la esfera porque, según él, fue ese sueño de la existencia de un Dios perfecto el culpable de su irreparable confusión de ahora. Sin embargo, si este hombre le abriese un espacio de luz a su alma para vivir de nuevo, si despertase para descubrir que puede salir corriendo de su confinamiento hacia la sierra, hacia la claridad real del sol sobre la montaña, descubriría también que Dios está aún allí, que siempre estuvo allí, afuera, no como un tenue sueño, pero sí como aquel Ser Supremo que, muchos siglos atrás, le dio a él esa montaña para vivir, esa agua para beber, esa luz para disfrutar. Sin dolor. Sin hambre. Sin violencia. Y descubriría por fin, y para su asombro, que lo que pasó fue que un día un alguien oscuro, un ser infinitamente más fuerte y mucho más astuto que él y que todos los de su raza, que, por supuesto no fue Dios, le desdibujó los sueños, lo anestesió, lo embriagó, lo arrebató de su paraíso y se lo llevó al zoológico aparentemente abierto y libre del mundo en el cual hoy se agotan lentamente y sin esperanza cada uno de sus días. “Pero la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que el Señor había hecho.” (Génesis 3: 1)

Es exactamente Jesucristo ése que espera en la montaña a que el 147


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hombre escape de su prisión y venza al artero maligno; y regrese. Es Jesús quien espera que el hombre, sea pobre o rico, sano o enfermo, libre o cautivo, culto o iletrado, nacido de limpia cuna o de una calle, descubra que la montaña jamás ha desaparecido. “Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios.” (Apocalipsis 2: 7)

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¿Es la triste realidad de la pobreza material de tantas gentes una prueba de la no existencia de Dios?

¿Es una bendición del Creador ser millonario? ¿Es suficiente con compartir un pequeño porcentaje de la fortuna material para ganar el Cielo?

El dinero: ¿arma de doble filo, y la favorita de Lucifer, para encadenar el alma humana?

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Decisiones que valen más que el oro puro “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo.” (Mateo 19: 21)

¿Hasta qué punto el dinero es el dueño de tu corazón? ¿Si ya iniciaste la búsqueda de Jesús y quisieras en este instante proseguir tras ella, sería el dinero una herramienta útil en ese recorrido, o sería el gran impedimento, el que te prive de continuar hacia esa meta? “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (I Juan 3: 17)

Lo que estoy haciendo en este instante, sobre este papel, es muy sencillo, pero, quizás, indelicado; chocante. Estoy intentando trazar un círculo alrededor de algunos de aquellos ideales que, basados en el dinero, pueden llegar a convertirse en una de dos cosas: una obsesión que pulveriza la grandeza del espíritu, o una incomparable tarea para la gloria del alma del hombre. Usted lo lee. Usted reflexiona. Usted lo decide. “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.” (Mateo 6: 24)

Las líneas de este episodio abordan directamente, aunque sin demasiada ilustración, la funcionalidad brutal del dinero, la manipulación que el billete ejerce día a día sobre la voluntad humana. No obstante, no quiero detenerme a mencionar aquí los actos inhumanos que el amor desmedido por el dinero patrocina día a día a favor de la satisfacción indiferente de las mentes ambiciosas, aquéllas que amasan su fortuna haciendo cada vez más pobre al pobre. Sin embargo, si quisiera recordar una pequeña desigualdad de la sociedad tecnificada e inteligente del hombre de este siglo, mencionaría ésta: En tanto un billonario, un hombre 150


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que ante Dios es uno común y corriente, uno más, uno de carne y hueso y mortal como cualquier otro, ha acumulado en sus arcas aproximadamente la suma de 116.280 millones de dólares ─470 billones de pesos colombianos─ de acuerdo a la estadística del 2.019 de los hombres más ricos del mundo, la que publicó la revista Forbes en los Estados Unidos, otro, también mortal, de carne y hueso también, no tiene un día dos mil pesos para comprarle leche a su pequeña hija, en medio de la pandemia del Corona Virus. A los ojos de la mayoría de los mercantilistas, esta desigualdad es absolutamente natural, porque el que bien comercia bien merece enriquecerse. A los ojos de otros, esa situación es una insalvable injusticia. A los ojos de Dios, sin embargo, no es lo uno ni lo otro. Es, para Él, aunque no lo creas, una lectura sabia en la balanza de los talentos. Ya lo he mencionado con anterioridad. Esa parábola es un diamante, para la fortuna del alma que entiende y aplica sus palabras sabiamente. “Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto testigo contra los hechiceros y adúlteros, contra los que juran mentira, y los que defraudan en su salario al jornalero, a la viuda y al huérfano…” (Malaquías 3:5)

Recordemos por un instante otra parábola, la del rico y el mendigo: “Y en el Hades, el rico alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y al pobre Lázaro en su seno. ─Padre Abraham ─clamó─, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama. ─Acuérdate ─le replicó Abraham─, que tú recibiste tus bienes en vida, y Lázaro recibió solamente males, pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado.” Esta parábola nos puede llevar a pensar que, ese hombre humilde que de pronto un día no tiene esos dos mil pesos para la leche de su hija, está a sólo un paso de la senda que conduce a la existencia futura junto al Padre. Ese paso, el que le falta dar, es buscar a Jesucristo y, por supuesto, jamás renunciar a esa búsqueda. Debe ese hombre renacer en el 151


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alma. No es nada fácil. Pero no tiene que renunciar a mucho sobre el mundo para empezar a caminar sobre esa senda, porque poco le fue dado por Dios. En cambio, ese otro hombre, el de la flamante lista Forbes, tiene que renunciar a su fortuna, a toda su fortuna, a todo lo que Dios le concedió, si quiere empezar a dar el segundo paso sobre la mencionada senda, algo definitivamente mucho menos fácil. “Otra vez os digo que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios.” (Mateo 19: 24) “Mas, buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” (Mateo 6: 33)

Después de todo lo expuesto, hacia donde ahora voy sobre el final del trazo del círculo que antes mencionaba, es a formular ese tan anunciado interrogante: ¿Qué haría usted, señor ─o señora─ de estrato medio, si el mundo le bendijera ahora con una enorme cantidad de dinero, con una lotería, con una cantidad que ni usted ni yo ahora imaginamos, la cual sobrepasa significativamente a aquélla que podría dar la solución inmediata a sus normales proyectos domésticos? Es necesario que no se me lea erróneamente. No hay plan de juicio en mis preguntas. No tengo el más mínimo derecho para entrar en ese plan. Mis palabras son sólo una cosa: preguntas. Las respuestas las escucha Jesucristo. “Las riquezas del rico son su ciudad fortificada, y como un muro alto en su imaginación.” (Proverbios 18: 11)

Pero ése no es el total de esta inquietud. Ya he hablado, aunque muy superficialmente, de lo que un hombre humilde podría hacer con dos mil pesos, y he involucrado en el tema al que no sufre demasiado por la falta de dinero pero que desea tenerlo en buenas cantidades. Entonces ahora, y ya que considero necesario implicar a todos en esta incómoda encuesta, me gustaría saber qué pensaría usted allá, señor multibillonario todopoderoso, o señora multibillonaria y ultra elegante, si extendiera yo la 152


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dimensión de la pregunta anterior a los estratos altos en los que ustedes existen y me saliera de sus parámetros para no sin cierto irrespeto interrogar: ¿Qué ha pensado hacer usted, señor hombre mortal, qué ha pensado usted hacer, señora, mujer mortal, con el dinero que en este instante le sobra a mares, particularmente con ése, el cual no necesita para nada, ni siquiera para vivir entre el riesgo de sufrir siquiera por un segundo necesidades primarias en compañía de quienes comparten su lujo y su estrato social? ¿Qué ha pensado hacer? ¡Si va a hacer algo inútil o absurdo con ese dinero, es decir, si ni por asomo ha pensado en los niños de la calle o en aquéllos que no lo tienen para sacar adelante un proyecto humanitario, cristiano, si no ha visualizado aún a los que no reciben su terapia o su medicina para sanar sus enfermedades, o si va a hacer con esa fortuna algo que atente contra su propia vida o la de sus hijos, no me lo cuente porque me daría un punto más para vivir intranquilo! ¡Mas, si va a hacer algo hermoso y generoso con todo ese sobrante, algo así como lo que Jesús hizo con su vida, tampoco me lo cuente porque su secreto será mucho más secreto y más valioso ante los ojos de Dios! “El rico y el pobre se encuentran; a ambos los hizo el Señor.” (Proverbios 22: 2)

Alguien escribió alguna vez que al Cielo solamente nos llevamos aquello que hemos dado con Amor a los pobres, a los niños indigentes, a los desamparados, a los desvalidos. Parece estar implícito en ese: “aquello que hemos dado”, el compartir todo, no solamente los bienes materiales, sino también todo tesoro intangible y sin precio, toda perla de gran valor que se tenga en el fondo del alma, es decir, ese tan mencionado Amor Humano, tras la manera única de Jesús. Entonces, por más que diese usted todo su dinero a los más pobres, si no hay Amor ni natural desprendimiento en ese instante de bondad, no avanzará ni la mitad de un peldaño en la escalera que conduce al infinito. “Mas, cuando tú hagas caridad, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha; para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.” (Mateo 6: 3-21)

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Y ya para terminar con este intrincado tema del dinero y las riquezas, tema que tanto incomoda al mercantilista, al amante del billete, permítame, usted que me lee, contarle que más de una vez he quedado sorprendido al escuchar a ciertos pastores de iglesias “cristianas” decir a sus fieles que luchen por vivir cómodamente y por tener riquezas, porque el tener riquezas es una bendición del Señor. ¿Dijo eso Jesús alguna vez? A otro le escuché decir, un domingo en la mañana, que no nos preocupásemos por el abismo que existe entre la riqueza del impío y la pobreza del cristiano, porque todas las riquezas del impío serán algún día para la bolsa del cristiano. De nuevo me pregunto: ¿Dijo eso el Maestro alguna vez? ¿Es que la ciudad de Dios va a estar llena de los lujos que hacen la dicha del acumulador de dinero? Otro pastor les decía una tarde a los asistentes a su iglesia de barrio: “¿Cómo es posible que acepten ustedes indiferentemente que su pastor esté andando en bus? ¿Es que no merece su pastor tener un carro, el mejor carro, para no tener que llegar hasta acá en un atestado, sofocante, estresante y maloliente bus?” Cuando algún amigo, algún alumno, algún vecino, de los pocos que sé que están en la búsqueda de Jesús, me pregunta: “¿No es entonces la abundancia material una bendición de Dios?”, yo suelo responderle: “No. La abundancia de dinero no es exactamente una bendición del Señor Creador. Es una comisión. Es una delegación de parte de Él, una prueba que envuelve un talento enorme que el rico debe multiplicar, no para obtener más y más dinero, sino para esparcir el bien y la caridad entre la gente humilde y así obtener el mejor dividendo de su inversión, allá, en la ciudad de Dios.” Recuerde estas palabras: “Dad al César lo que es del César, y dad a Dios lo que es de Dios”. Satanás es el dueño del dinero. El demonio no te va a dar millones para que lleves a cabo una inversión que desemboque en una tarea noble, por ejemplo, para que establezcas una fundación 154


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sin ánimo de lucro en bien de los desechables o los drogadictos. Ni siquiera te lo va a dar para les que compres alimento. Aunque sí, para que compres licor, vicio, y para que te diviertas a tus anchas. A él sólo le interesa revolcarte, llevarte a tirar a la basura tu concepto inmaterial de Dios. ¿Cómo, entonces, podrá amparar el cristiano verdadero a los pobres, a los indigentes, a los perdidos, si no tiene dinero para invertir en esa tarea? Este pequeño libro, el que tienes en este instante en tus manos o ante tu pantalla, nos va a ayudar. Sin embargo, no te voy a pedir dinero para que me ayudes a publicar el libro. Tú no tienes mi número telefónico, ni te lo voy a dar aquí. Sólo te ruego, te suplico, que me ayudes a divulgar este libro en la ciudad donde vives o en la Web que frecuentas. Ponle tu nombre, si así lo quieres, o diles que es de autor anónimo, y déjale al Señor la tarea más importante, la de sembrar un sentimiento noble en el corazón de aquellos otros que lo lean. Claro que tú, si posees fortuna material, tienes una enorme tarea que llevar a cabo en este mundo. No entierres ese dinero sobrante en el banco. No lo conviertas en tu dios, en tu arca, en tu tesoro, en tu almohada. Tampoco creas que podrás llevártelo a la tumba o al más allá. Gánate el Cielo. Eso no será comprar tu Salvación, porque así Dios no trabaja con el hombre. Esa idea es inconsistente. No obstante ─suena paradójico decirlo─, tu dinero sí puede hacerte adquirir el camino al Cielo, si lo utilizas en actos de Amor humano y le niegas el apego de tu alma. “Y diré a mi alma: Alma, muchos vienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. “Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lucas 12: 19-20)

No es cuestión de ponerse a temblar, ni es cuestión de ponerse a llorar al ver disminuirse una fortuna. Lo que hay que hacer es sencillo: Seguir a Jesús. Lo demás vendrá por añadidura. Entonces, ¿empezarás hoy mismo a entregar la mayor parte de tu fortuna material no a los bancos, por supuesto, sino a los niños, a los enfermos, a las víctimas de 155


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tantos desastres y batallas, y a los ancianos que a veces no tienen el alimento que tú tienes? Si así lo haces, créeme, te vas a sentir libre. Te lo prometo. Te vas a sentir feliz, así tus amigos y tu familia te digan que estás fuera de tus cabales, y vas a conocer el rostro de Jesucristo y vas a verlo sonreírte. “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” (Mateo 6: 3-21)

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¿Es un mediocre el hombre que no se esfuerza por aumentar día a día su fortuna material para cimentar la comodidad de su familia?

¿Cómo mira Jesús a quienes no centran el plan de su vida en llegar a poseer al menos una buena casa sobre la Tierra?

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Una casa sobre la arena “Prepara tus labores fuera, y disponlas en tus campos, y después edificarás tu casa.” (Proverbios 24: 27)

Soñaba una madrugada, pocos días después de haber iniciado la búsqueda de Jesucristo, que ya había pagado la primera cuota para la compra de una casa blanca, de paredes blancas, de puertas igualmente blancas, no muy grande, situada en la esquina de una calle tranquila, frente a un parque muy tranquilo también. Sin embargo, recuerdo que en medio de la dicha dudaba y me preguntaba si desafortunadamente estaría sólo soñando, o si todo era en verdad una hermosa realidad. Me sentía muy feliz entre mi sueño. Pensaba que haber llegado a tener mi propia casa era como alcanzar un sueño, aunque estaba seguro de que en el fondo de mi ser algo me decía que aquello no podía ser real y que, sí, que esa visión era sólo eso: un frágil sueño. Me daba cuenta, además, que al despertar se desvanecería el júbilo y que, como siempre sucede al final de todo sueño, se esfumaría mi casa. ¿Quién, siendo humilde, no ha soñado alguna vez que ya tiene un lugar propio, inalienable, para habitar con su familia? Desperté, y decidí estudiar a fondo el sueño. No tuve que esforzarme demasiado para llegar hasta ese fondo. Por aquel entonces ya había leído la Palabra de Dios. Encontré sin problema que, sí, que efectivamente ya estaba luchando por adquirir mi casa, que ya estaba dando una primera cuota y que, indudablemente, mi casa era de color blanco. Sin embargo, encontré también que tendría que esperar a pagarla totalmente para poder habitarla. Además, hallé que, sí, que mi casa poseía puertas y ventanas blancas y que sus cimientos estaban adheridos a la roca, y sabía claramente que esa roca era Cristo, y que poseer esa casa me haría muy feliz y para siempre. 158


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“Un hombre prudente edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Un hombre insensato edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina”. (Mateo 7: 24-27)

Esa casa es la casa que no puede ser diseñada, ni edificada ─y menos, habitada─ sobre la Tierra, en este pasaje de la vida. Esa casa es la misma casa de la promesa de Jesucristo. Para alcanzarla y ganarla, debes luchar hasta el final. Claro que, si eres un trabajador humilde o un desplazado, y si te detienes a pensar por un instante en tu situación actual y, si al reflexionar así, lo haces con la mentalidad del que no ha visualizado aún un camino hacia la promesa de Jesucristo, te vas a enojar conmigo. Me vas a odiar. Vas tal vez a cerrar este libro y vas a tirarlo a la basura. No te culpo. Sin embargo, debes leer la Palabra de Dios. Debes entender que toda filosofía hedonista, metálica, limitada y ambiciosa, te aleja de Jesús, porque no es más que una quimera que se hará polvo en unos años. Sé que debo tratar de comprenderte porque en la incertidumbre que te otorga la pobreza, en tu deseo de tener donde vivir, debes haber involucrado a tu madre, a tus hijos y a todos los de tu familia, los que por ahí están rodando de pieza en pieza sin tener de pronto con qué pagar arriendo, ésos que están deambulando de posada en posada. Sé que querrías tener esa casa de tu sueño ahora mismo, sobre la tierra palpable, para habitarla con algunos de ellos o con todos si fuese posible, y sé que el poder proporcionarles a ellos esa comodidad te haría muy feliz. De eso nadie podrá culparte. “Cree en el Señor Jesús, y serás salvo, tú y toda tu casa”. (Hechos 16:31)

No se debe atacar a nadie por desear tener dónde vivir con su familia sin ser pisoteado, humillado, echado fuera, desplazado. Veamos. Si analizas la situación desde el prisma que Jesús quiere enseñarte, con la promesa de un mañana sin pobreza, verás claramente que el núcleo sensorial de la casa de tu sueño es material y perecedero. Si en verdad fuiste desplazado, si el demonio y sus secuaces guerrilleros 159


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o paramilitares te arrebataron tu vivienda, intenta perdonarlos porque, si no lo haces, no tendrán ellos jamás perdón de Dios. El infierno será su eterna casa. Piensa que optarás por respirar profundo, que decidirás iniciar una nueva lucha. No es fácil. Ahora bien, si no estás solo, si tu familia está a tu lado ─los que lograron sobrevivir al desalojo, al asesinato y a la violencia─, le pedirás al Señor que os bendiga desde ahora en adelante. Debes orar con sabiduría, con fe, con Amor, para que Él os conceda un lugar cálido, libre, claro, donde podáis habitar cristianamente. Y, a continuación, le hablarás a Jesús de nuevo, sin descanso, para que os dé la certeza de un cambio espiritual sin retorno y para que os otorgue la oportunidad de un renacer total. Parece cuento de hadas, pero no lo es. Te prometo que pronto podréis disfrutar de esa casa blanca, de puertas y ventanas blancas, de la verdadera casa de tu sueño, de la casa de la promesa de Dios, de la que no se desvanece cuando termina la noche o cuando acaba la vida, de la que no perece ni se desmorona o se cae bajo la tormenta o con el paso de los años, de la que no pierde jamás su blanco color ni la transparencia de sus paredes, de la que no es arrastrada por el agua y por el fango hasta desaparecer, de la que no se hunde entre el abismo de la arena, de la que no te pueden desalojar los demonios o los guerrilleros o los paramilitares; de la que no se evapora con la muerte. “Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.” (Mateo 13: 44)

Sé muy bien que aquéllos que no han adquirido aún la fe en la promesa de Jesucristo, aquéllos que desafortunadamente aún no han percibido la realidad de una vida infinitamente más hermosa, de ésa que está más allá de la muerte terrenal, me tildarán de mediocre por no pretender levantar ahora una lujosa mansión para mi familia y mi solaz. Eso ya no importa demasiado. Se es más feliz en esta nueva vida creyendo en Jesús y en su Amor sin límite de tiempo y, por supuesto, creyendo 160


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profundamente en su perdón y en su Palabra. Intenta vivir de la Fe. Intenta llevar muy oculto en tu alma el gran tesoro de una vida posterior, no importa qué tan mediocre e insignificante aparezca tu corazón ante la lente de los magos del esplendor del mundo. Además, siempre debes tener bien claro que el apego por el dinero y las riquezas es el comienzo de la perdición total de tu alma. En lo que corresponde a mi vivienda material, veo que los años han pasado después de ese sueño. Habito ahora con mi hijo y con su madre en una casita de interés social. Es estrecha, pero abrigada. Es una bendición que se hizo realidad al cambiar mi vida, después de reflexionar. Jesucristo es el centro de la estructura física y espiritual de esta pequeña casa. Sé que, si me marcho pronto, si el Señor me lleva pronto, restarán diez años para que ellos terminen de cubrir las cuotas del préstamo hipotecario. Y tendrán que cubrir los altos intereses. En la Ciudad de Dios no habrá bancos. Es el mundo, el sistema bancario, la ley humana, ésa que lleva más y más fortuna a las alforjas de los servidores del César. Ellos se apropian de las tierras y de las opciones. Los bancos se llenan de dinero y te amenazan con lanzarte a la calle si no pagas y, si te descuidas, te quitan lo que soñaste que era tuyo. “Dad al César lo que es del César”. Gracias a Dios, no soy un indigente. Por supuesto que no, y menos cuando pienso en la riqueza de mi alma. Sé que debo orar a diario por los indigentes, por aquéllos que aún no tienen la bendición de una pequeña casa. Quisiera que todos tuviesen un lugar para vivir decentemente, un sitio, así sea estrecho, una morada donde abrigar a su familia, un hogar en el cual ningún miserable guerrillero, militar o paramilitar, o integrante de la manada del demonio, se sienta dios detrás de sus armas y su poder cobarde para humillaros, para pisotearos, para desplazaros, sólo porque así lo determina y lo permite el inútil y falaz gobierno del país. Colombia ocupa en este momento el segundo lugar en la lista de los países con el mayor número de desplazados, detrás de Siria, nada más y nada menos. Asesinatos, desapariciones, torturas, extorsiones e intimidaciones, conforman el panorama de las zonas que están bajo el control de los 161


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criminales. Esto ha forzado el desplazamiento de los más pobres hacia zonas urbanas, esencialmente hacia la capital. El hacinamiento y la falta de trabajo y de alimento empieza a ser alarmante. Recuerdo a un hombre, o la sombra de lo que algún día pudo haber sido un hombre libre y feliz. Este hombre se sentaba día a día a vender dulces y cigarros en un toldillo muy humilde, casi miserable, sobre la acera de una calle que, desde el centro del sector de Soacha conducía al municipio de Mosquera. Lo miraba yo bien y llegaba a creer que, algún día, ese hombre debió haber sido un padre de familia fuerte y sonriente. Pero su piel morena estaba ya arrugada. Su mirada no parecía ya desear mirar hacia ninguna parte. Un mediodía decidió hablar conmigo y me contó que él y su familia nacieron y crecieron en Tumaco, Nariño. Cuando lo dijo, pude percibir que su alma no solamente estaba arrugada, sino destrozada, desolada y sin esperanza. Su nombre era Emilio. Me contó también que perdió a dos de sus seis hijos en manos de los paramilitares, esos asesinos con derechos. La familia entera tuvo que huir de sus tierras. ─De verdad lo siento─ Recuerdo que le dije, y lo miré a los ojos tristes, a las pupilas densas sin nada ya de brillo, sin perspectiva alguna, sin un paisaje que las empujase a soñar de nuevo. ─No es fácil recordar todo esto─ Miró a todo lado y hacia ninguna parte. ─Quisiera obsequiarle algo─ Observé por un instante las montañas de los barrios humildes del sur de la ciudad─. Y quisiera también obsequiarle un libro. ─No sé leer ─ fue su lacónica respuesta. Me sentí desarmado por un instante. Decidí entonces aportarle algo para su humilde caseta, alguna mercancía, y hablarle luego, otro día, de Jesús y de su promesa. Sólo el Maestro nos enseña a tener paciencia y a aceptar la desigualdad de este sistema social desgraciado y condenado al fuego eterno. Si no existiese Jesús, este mundo y esta vida no tendrían 162


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sentido. Por eso es que debemos creer que mañana vendrá la ciudad nueva, la de los humildes de hoy. Si eres pobre y amas de verdad a Jesucristo, puedes estar seguro de que pronto estarás con los tuyos en la Jerusalén del Cielo. Si así lo crees, ya no eres pobre. Tenlo por seguro. Mientras tanto, debes luchar por tu familia, sin ambición, sin pisotear a los demás, sin contender con nadie, sin robar. Debes orar y tener fe, y debes trabajar sin ser mediocre, allí, en la tarea que el Señor te haya asignado para esta vida. Debes además evitar beber, malgastar el dinero de tu jornal, maldecir o sentir envidia de los dueños del dinero. No importa si ellos te pagan poco por la labor de tu jornada. No hay por qué sentir celos de los que no aman a Dios. Son ellos quienes deberían sentir envidia de ti. Tal vez, en el fondo de su alma la sienten, pero no lo dicen. Muchos de ellos, muchos de los más crueles hombres del planeta, saben que así es, y que así será. Pero desgraciadamente no quieren cambiar, pues sus mentes están atadas sin remedio. No quieren visualizar la realidad universal que en este libro estamos contemplando, porque sólo tienen en el alma el brillo y el poder de su pasajera e inútil fortuna. Pero tú debes orar día tras día con los tuyos; con toda tu familia. Involúcralos en esta esperanza inmaterial. Hazlos partícipes de la Fe que vayas adquiriendo. Bendice día a día el alimento que tengan sobre la mesa, no importa si no hay mesa, no importa si no ves allí manjares. Bendice el arroz, la papa, la yuca, lo que alcances a adquirir. Y bendice al Padre Creador por esos dones. Si oras, si le agradeces al Señor el pan de hoy y le pides el de mañana con mucho Amor, Él no va a permitir que tú y tu familia pasen hambre. “No me des pobreza ni riquezas; manténme del pan necesario; no sea que me sacie y te niegue, y diga: ¿Quién es Dios? O que, siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios.” (Proverbios 30: 8-9)

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¿Cómo debo hablar con Jesucristo? ¿Cómo debo agradecerle su Amor, y alabarle? ¿Qué palabras u oraciones debo utilizar para que Él me escuche? ¿Cómo puedo hacer efectiva la lectura de las Sagradas Escrituras en la continuidad de mi oración?

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Apocalipsis, o recuerdos del futuro “Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios.”

Jesús, Señor de tu verdadera iglesia. Norte del satélite del sol. Pastor del cabrito perdido que regresa a su rebaño y aprende a Amar. Amanecer del mundo nuevo. Explosión de la primera estrella. Experiencia última que vale toda la vida, así la vida jamás vuelva. Jesús, primer amor del hombre renacido, del que no desmaya. Único amor del que aborrece la mentira. Señor de las incontables nebulosas. Voz del universo. Permíteme alabarte en este instante. “El que venciere, no sufrirá daño de la segunda muerte.”

Jesús, resplandor de la Ciudad del Cielo, la de la vida eterna junto al Padre. Caen las hojas de los árboles. Tu libro se abre. Llevas escrito en tus manos mi destino. Déjame escuchar el lenguaje de tus hojas. Déjame leer la Luz de tus Señales. Son tus palabras escenas del futuro, y hojas prendidas de árboles del pasado. Muerto estuviste, y estás vivo. Y vivo volverás. Me pides ser fiel hasta la muerte, me prometes la corona de la vida. Todo eso lo tendré, si me cobijas. Te leo de nuevo, y ya no me envuelven la pobreza y la tristeza. He encontrado todos los diamantes de tus letras entre la jornada y el descanso, al margen de la Palabra de tus Obras. “Al que venciere, le daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe.”

Jesús, bienaventuranza única en la cima de la colina que escala el hombre que te busca y que te ama. Sendero en mi montaña. Alquimista de 165


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mi espíritu de cobre, de ese espíritu que pronto, a tu lado, será de metal puro, como el oro de Las Pléyades. Juez de los falsos tronos. Espada de dos filos. Entrelaza mi fe con mi esperanza. Aliméntame en el desierto. Tú eres el agua entre el fuego de la arena. Permíteme ver tus huellas a la orilla del riachuelo, allí donde la arista es tan estrecha. Permíteme seguir tras de tus pasos, allí donde la mariposa se transforma. “Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré la estrella de la mañana.”

Jesús, elección única de la esencia del alma del hombre que titubea en el risco del ascenso. Fuente que brota en el jardín de la casa del hombre redimido. Flama encendida sobre la roca del lucero que alumbra la ventana al despertar cada mañana. Sólo tú descendiste hasta el lecho de la caída del río de mi olvido. Sólo tú escudriñaste mi mente y mi corazón. Sólo tú diste tu vida para que la isla de mi propósito de estaño emergiera desde el fondo de un pantano, convertida en un claro manantial. Permíteme entonces ser el cofre que, aún abierto, siga firme para retener el tesoro de la obra que Tú has plantado en mí. “El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles.”

Jesús, pintor de la sonrisa de los infantes de Belén, pincel del brillo de la nieve en la montaña. ¿Cabalgabas tú un caballito de mar entre tus sueños de niño? ¿Trazaron tus ojos ausentes el vuelo de la gaviota sobre el océano en una tarde de tus once años? Permíteme retomar cuanto me diste a través del Amor del ángel de mi infancia. Permíteme conservarlo más allá del pergamino de la piel. “Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo.”

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Jesús, Jinete de Luz, en el instante final de la batalla. Escudo vencedor. Llave de la puerta que jamás traspasará ni cerrará el jinete oscuro, el perdedor. Permite, Señor, que un sólo reflejo de tu espada se adhiera a mi mano para resistir cada intento del filo de la espada indigna, de ésa que repta por la tierra. Cobíjame en tu broquel, en el momento más letal de aquel ataque artero serpenteante. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono.”

Jesús, Rey de Israel. Principio y Razón de La Creación. No permitas que la nube de la duda descienda sobre mis ideas y oscurezca el criterio de mis pensamientos. No me permitas ser rico entre la risa falsa. No me permitas ser feliz entre el olvido o la maldición. No le permitas a mi alma revolcarse en el ocio de la abundancia o en la vergüenza de la desnudez. No me permitas ser tibio o dual. Unge mi celo con el aceite de tu corona. Bendice a cada instante ése, mi celo por Tu Nombre, por Tu Luz, por Tu Camino.

· La anterior es una manera de orar, de hablar con Jesucristo. Si quieres alabarle, hazlo de una forma similar, pero utiliza tus propias palabras. Cuando quieras orar, pero no sepas cómo hacerlo, lee las líneas que más te atraigan de los Evangelios o de alguno de los episodios de la Biblia Cristiana. Y, mientras lees, escucha lo que Él está tratando de decirte. Escucha. Abre tu corazón cual si fuese un cristal virgen. Y deja que tu alma surja. Arrodíllate. Y contéstale. Y háblale. ¿Crees no escuchar su voz? Tampoco yo la escucho con estos oídos materiales. Esa voz no es física. Esa voz no vibra contra las paredes para luego dispersarse a tu alrededor. Esa voz no viaja sobre el aire. La voz de Jesús es etérea, es como un rayo de luz que lleva respuestas a tu corazón. 167


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¿Cómo no querrás escucharlo con atención, si Él dio por ti su vida? ¿Cómo no desearás dialogar con Él, con dulzura, cuando lo que te está diciendo encierra nada más ni nada menos que toda su promesa, su perdón, el esplendor que Él tiene reservado para ti y para los tuyos? Háblale con mucho amor. Ten fe. Él te está escuchando, estés donde estés, en la mitad del mar, en el desierto, en el miedo de la noche enmarañada, en la prisión, en el hospital, en el sendero de un cementerio, entre el ruido de la calle a mediodía o entre los árboles desmantelados de un parque humilde y solitario. Habla con Él a cada instante, con cariño, con sencillez, con claridad. Él no se va cansar de tus palabras, si ellas brotan desde el fondo de tu alma. Pero no le hables solamente de lo que necesitas, porque Él ya sabe lo que tú necesitas. Pídele por los que sufren. Entrégale a tu familia. A tu pueblo. A los niños enfermos y a los pobres. A los ancianos. A los abandonados. A los desplazados y a los que Lucifer tiene atrapados pero que aún no están perdidos. Háblale, cual si Él fuese tu primer y más grande amor. Y haz de su nombre y de su palabra eso: Tu primer y más grande Amor. Y luego levántate, y traza un plan de propósito real para tu vida, uno verdaderamente cristiano, uno que envuelva cada hora, cada día y cada segundo de cada ser humano que te apoye o que te alcance en un recodo de tu nuevo camino.

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¿Cuándo y cómo empezó el demonio a ganar la batalla por el alma de los jóvenes?

¿Te sientes desgraciado porque no tienes qué heredarle a tus hijos y a tus nietos?

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La heredad “Señor, desciende antes que mi hijo muera.” (Juan 4: 49)

Satanás jamás duerme. Es un francotirador insomne, una bestia criminal que no descansa. Ha visto al hombre hacerse pedazos día a día a lo largo de los siglos. Al principio coleccionaba las almas de los grandes, y las de los adultos humildes. Parecía no importarle las de los adolescentes o las de los niños. Pero pronto se enteró de una enorme realidad, la cual tenía que ver con la más valiosa estrategia que podría utilizar para conducir al hombre hacia la aniquilación total: Tomaría ventaja de la escéptica apatía de la juventud moderna, pues acababa de entender que, al manipular la desorientación de la juventud y su incertidumbre, destrozaría los hogares y enloquecería a todos: adultos, ancianos, ricos y pobres. Arrasar con los sueños de la juventud es hoy la principal atracción del inmisericorde espíritu del demonio. Para él, la juventud es el plato exquisito del menú que día a día reclama su insaciable tripa de maldad. ¿Recuerda usted haber visto alguna vez la película del francotirador que se oculta en uno u otro, entre veinte edificios derruidos en medio de la guerra, y empieza a matar a placer, uno a uno, a los jóvenes soldados que tienen que atravesar frente a las colapsadas edificaciones dentro de las cuales él simplemente se esconde y aguarda? Así como se sintió por un día el francotirador de esa película, así se siente Satanás por incontables jornadas, lleno de morboso deleite, destrozando a voluntad uno a uno a los muchachos que cruzan frente a su demente mirada. Y allí, en campo abierto, desorientados, adormecidos por el licor, la droga y la ignorancia, las almas de los jóvenes no tienen opción de sobrevivir. Lucifer sonríe. Su fusil hace una descarga mortal cada centésima de segundo. Pero es que todo esto está sucediendo por culpa de la no 170


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pobre, sino miserable estructura moral de nuestra sociedad. Mientras los adultos desplegamos indiferencia a lado y lado del camino, mientras bebemos y nos emborrachamos frente a nuestros hijos, el ángel maligno se esconde entre las atracciones del mundo y de la tecnología del mundo, y dispara sin tregua, destrozando cada una de las ingenuas mentes de nuestros abandonados muchachos. “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor. Tus ojos mirarán cosas extrañas, y tu corazón hablará perversidades. Serás como el que yace en medio del mar. Y dirás: Me hirieron, mas no me dolió; me azotaron, mas no lo sentí. Cuando despertare, aún lo volveré a buscar.” (Proverbios 23: 31-35)

Visualizando una figura diferente a la del francotirador, otro cuadro análogo, me parece ver a los adolescentes allí, colgando del árbol gigantesco y esférico de la Tierra, como manzanas maduras que se mecen a la vista de la retorcida garra de la mano derecha de Lucifer. Con su garra izquierda, el infame mantiene abierto su canasto sin fondo y, lo que es peor aún, el infeliz sólo se ríe cuando observa que millones de esas manzanas, verdes o maduras, están lanzándose con gusto hacia el abismo de ese canasto sin que él esté haciendo el menor esfuerzo por arrancarlas de la rama del manzano. La única protección, el arma única que nuestros jóvenes tienen para defenderse de Satán, es Jesús. Pero los muchachos no lo saben o no quieren verlo así. A la mayoría de ellos parece no importarles siquiera preguntarse qué es lo que están haciendo en esta vida. “En Bogotá es más fácil hacerse a un celular, que conseguir que le den a uno un pan” ─ Le escuché comentar hace unos días a un joven vagabundo. ¿Cuándo empezó el demonio a cambiar su estrategia de destrucción de la raza humana? ¿Cuándo fue que enfocó la lente nigromante de su rifle hacia la juventud? Era el año de 1.969. Eventos determinantes se habrían de gestar en el vientre de la historia de la humanidad en esos días. El 21 de julio, el hombre puso sus pies sobre el suelo de la Luna. Casi que 171


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inmediatamente, a mediados de agosto, América celebró el famoso Festival de Rock de Woodstock en Bethel, una pequeña ciudad situada en las montañas del Catskill State Park, en el Estado de Nueva York. Al otro lado del mar, Vietnam se estaba convirtiendo en el encarnizado escenario del más reciente enfrentamiento político y armado de las dos más grandes y ambiciosas potencias del mundo, Rusia y Estados Unidos, cuando intervinieron en un problema que no les pertenecía. Los reportes de los actos atroces de esa guerra llegaban fácilmente a todos los hogares del planeta a través de la televisión y en todos los idiomas. Alejados de Dios, los jóvenes de esa época no pudimos asimilar el impacto que nos causaba ver abiertamente las escenas de la más cruda realidad de la crueldad del hombre. El resultado fue atroz, devastador, apocalíptico. Tanto así, que un famoso detractor de Jesús, el líder del cuarteto británico The Beatles ─John Lennon─, asesinado unos años más tarde por uno de sus fans, se atrevió a afirmar lo siguiente en una entrevista concedida a una revista americana: “El Cristianismo se va a acabar, va a encogerse, a desaparecer. Estoy absolutamente seguro de ello. Jesús fue bueno, pero sus disciplinas fueron muy simples. Nosotros somos hoy más famosos que Jesucristo.” Estas arrogantes e ignorantes palabras, me recuerdan muy de cerca las que pronunció Nietzsche, años atrás. Sin embargo, el soberbio guitarrista de Liverpool no estaba totalmente equivocado en lo que dijo. De hecho, los jóvenes ya habíamos empezado a refugiarnos en la música rock y en las drogas, negándonos de plano a continuar con la unión social, con la unión familiar y con la proyección cristiana. Comenzamos a aborrecer el sistema, y no sin razones suficientes. La marihuana, el LSD, los hongos, el alcohol, el sexo libre ─y el grito: “¡Hagamos el amor y no la guerra!” ─, arrasaron con una generación entera y continuaron con las siguientes. Satanás sonrió, oculto a medias detrás de las líricas y de las guitarras eléctricas de los grupos de rock que esparcieron sus canciones por un mundo hecho pedazos. Woodstock se había encargado de mostrarnos los nombres y las caras de los primeros nuevos dioses, los dioses de la 172


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alucinación definitiva de la humanidad. Y los dioses consumían droga, y sus adoradores los imitábamos. Y los dioses terminaban mal, y los adoradores los seguíamos en sus inciertos destinos. Vuelvo a decirlo: Satán y sus demonios no atacan desde sus propias estructuras inmateriales, sino a través de los cuerpos de los seres humanos que no buscan de Dios y que les sirven como “cuarto para huésped”, esto es, de aquellos que se les ofrecen como masa manipulable, moldeable y obediente. Nunca se sabe lo que pueda suceder. ─ ¿Qué le encuentra usted de bueno a la filosofía anárquica de su música? ─ le pregunté una mañana después de un debate, años después, a un joven metalero alumno mío, el mejor de mi clase. ─ ¡Hombre, teacher! ─Empezó a desarmarme─. ¡Nuestro mundo todo está así, envuelto en la anarquía y la criminalidad, hundido en el deseo de la guerra! ¡Al tocar yo mi música o al colocarla en mi equipo, lo único malo que hago es ser una parte representativa del caos del sistema! ─ ¿Y si te ofreciera yo un camino alternativo? ─ ¿Música alternativa? ─ No. La alternativa no sería musical. Sería conceptual, filosófica. ─ ¿Religiosa tal vez? ─No. Jesús no es una religión. Su filosofía, su Palabra, te conectan al universo sin que tengas que consumir alucinógenos o castrarte espiritualmente entre los compases de una música depresiva. Tampoco tienes que ir a una iglesia en la cual ya no crees. ─Quisiera disfrutar plenamente de los años de mi juventud, teacher ─Sonrió. ─La juventud se desvanece y tú ni te enteras. La confusión viene después, cuando has perdido tus sueños y no encuentras de nuevo ese camino que te hubiese podido conducir al universo con el que a veces sueñas. Todo se vuelve monótono. Tedioso. Ahí es cuando el sistema te aprisiona más y te quita tu individualidad. ─ ¿Aferrarme a Jesucristo no es renunciar a mi individualidad? 173


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─Aferrarte a Él es salir de la bizarra crisálida del caos y empezar a recorrer ese universo. Jesucristo no te ata ni te limita a las dimensiones como lo hace el mundo. Jesucristo te da la opción de vivir una experiencia de humanidad, no una experiencia humana. Debes leer su Palabra. “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.” (Proverbios 22: 6)

Se desespera el hombre pobre porque no tiene una heredad para sus hijos. Hace muchos años me estremeció ver morir a una mujer, madre de una gran amiga. La señora había hecho alguna fortuna, en base a muchos años de duro trabajo y sacrificio. Era generosa, y amaba a los niños. Sin embargo, no fue precavida. No escribió un testamento o, si lo hizo, no le enseñó jamás ese testamento a su hija. Ese día, cuando estaba agonizando, jamás sabré por qué, no pudo pronunciar palabra alguna. Solamente movía sus manos temblorosas, miraba fijamente hacia el armario de su cuarto, y luego sus ojos enfocaban con desesperación los ojos de mi joven amiga. No pudo decir nada. Se llevó su frustrado diálogo a la tumba. Nunca se supo qué era lo que quería decirle a su hija. Por su parte, el padrastro de ésta no perdía de vista a nadie en esa tarde aciaga, y jamás permitió a nadie la búsqueda de nada luego del deceso de su esposa. Mi amiga recibió algunos pesos a manera de herencia y tuvo que irse de la casa que fuera de su madre. No peleó por más dinero. Eventualmente, el padrastro falleció de un derrame cerebral sólo unos meses después. La moraleja aquí es: ¿Qué tienes en tu alforja que puedas heredarle a los que amas? ¿Morirías triste, desesperado, sabiendo que no les heredaste una fortuna o no les pusiste en las manos un generoso testamento? "Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís." (Colosenses 3:23-24)

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Todos tenemos una herencia natural, la cual viene de nuestro Padre Creador. Por pobre que seas, nadie podrá quitártela y la recibirás cuando el Señor regrese. Sólo tienes que esperar, con corazón limpio, renovado, renacido. Esa herencia no tiene valor alguno en este mundo. No se limita a una casa o a varias, a una finca o a una jugosa cuenta de banco. Esa herencia es la Jerusalén del Cielo, nada más ni nada menos, y en la presencia de Jesús. ¿Alcanza tu imaginación a visualizar tamaña dádiva? Inténtalo. Empezar a tratar de imaginarlo es comenzar a recorrer ese camino. “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa”. (Gálatas 3.29)

Empecemos a pensar que sí puede ser así, que el nombre de nuestros hijos y el de nuestros nietos está predestinado a recibir la Herencia del Creador. Comportémonos entonces como predestinados que somos. Empecemos por amar al Padre y a su Hijo: Jesús. Obsequiémosles la vida y ofrezcámosles la de nuestros seres queridos. No tenemos que encender velas para matizar ese ofrecimiento, pero sí tenemos que encender nuestros corazones y los de nuestros hijos y nietos. "En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad" (Efesios 1:11)

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¿Hasta qué punto puede la música moldear tus pensamientos y tus actos? ¿Qué diferencia hay entre cantar con el alma, o cantar con el entendimiento?

¿Nos escogió el Creador desde un principio, o somos nosotros quienes lo escogemos o lo desechamos?

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El teatro del alma “No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol.” (Eclesiastés 2: 10-11)

Era el comienzo del filo del anochecer en el parque del concierto. Las sombras recortaban polígonos de luz entre los árboles que fabricaban el anillo del escenario de los músicos que acabábamos de cantarle a Jesucristo. Nos pusimos de pie. Empezamos a abandonar el sitio. Los muchachos cargaban sus instrumentos entre estuches de cuero negro. Nos desplazamos, sin prisa alguna. La noche estaba fresca y seca. Desde la tarima, hasta la avenida en la cual abordaríamos un par de taxis para regresar al centro de la ciudad, se extendía una calle recta y larga, bordeada de baobabs. Con el paso del tiempo, las raíces de los hermosos árboles habían resquebrajado significativamente el pavimento de la acera. Optamos entonces por caminar por el centro de la calzada. Levanté la mirada. Observé que, el primer casquete de la luna creciente colgaba en el oscuro azul del cielo como una barca de plata perdida en el mar del universo. En silencio bendije a Jesús por la hermosa figura que el satélite de la Tierra nos estaba brindando en ese instante de la noche. Todos callaban. ─Cuando era niño ─decidí romper el silencio─, jamás pensé que terminaría cantándole a Jesucristo. ─Yo creo que ninguno de nosotros lo pensaba ─ dijo Mercedes, la única fémina del grupo─. Antes de que escojas seguirlo, Él ya te ha escogido. ─Es el mayor orgullo de la vida pensar que es así ─Acomodé el maletín con los micrófonos sobre mi hombro. 177


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─Está escrito en el Evangelio de Juan ─terció Daniel, el bajista─. Puedes estar feliz de saber que Él te escogió, incluso antes de que nacieras. “Vosotros no me escogisteis a mí, sino que yo os escogí a vosotros, y os designé para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda”. (Juan 15: 16)

─Tal vez ésa sea la respuesta a un interrogante que taladraba mi ser hace unos meses ─Respiré profundo─. La verdad es que tenía plena conciencia de que había estado a punto de morir en muchas ocasiones y que, de haber sido así, de haber perecido en una de esas ocasiones, me hubiese condenado; pero seguía vivo. Un día, al escudriñar en el fondo de esa incertidumbre, me alejé de todo y de todos, y busqué un sitio solitario para preguntarle a Jesucristo: “Por qué razón, Señor, me prolongas así la vida, ¿si tan sólo soy un miserable que te ofende día a día?” ─Pienso que deberías escribir un libro que reúna todas esas experiencias ─Mercedes me asió del brazo suavemente─. Los testimonios que podamos aportar en bien de los que aún no creen son nuestro grano de mostaza individual. Estoy segura de que Jesús espera que hablemos de esas experiencias ante la gente. ─ ¿Y cuál es tu testimonio? ─La miré a los ojos. ─No me avergüenza decirlo. Ese pasado ya está muerto. Soy una nueva mujer en Jesucristo. Pero, sí, yo me prostituí cuando apenas era una niña. Y me hundí en el vicio y en la droga. Fui alcohólica. También estuve a punto de morir en muchas noches. Pero nada importaba. Me sentía hermosa, inalcanzable. Vivía orgullosa de mi cuerpo. Estrenaba todos los días. Fornicaba sin descanso. La vanidad era una razón de ser en cada día de mi vida. Me sobraba el dinero. Pude viajar y conocer muchos sitios. Era deseada, admirada, perseguida, gracias a mis encantos. ─Jamás podría haber imaginado eso ─Nos detuvimos por un instante a mitad de camino─. Tu forma de cantarle a Jesús es dulce, es 178


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sincera. La música mística parece haber sido siempre una parte esencial de tu existencia. ─Ojalá hubiese sido así, pero no lo fue. Esa es la prueba de que sí se puede renacer y ser otra criatura en Jesucristo. Por ahora sólo quiero cantarle a Él hasta que muera. ¿Tiene el Señor algún otro especial designio para mi vida, una comisión completamente suya y mía, un plan de redención que pueda darme un sentido para vivir más allá de aquellos a quienes pude haber considerado más diáfanos que yo, más valientes, más íntegros, o frente a otros a quienes simplemente consideré igual de indiferentes hacia Él como yo misma fui? ─La respuesta a ese interrogante sólo podremos encontrarla caminando lejos, muy lejos, en la búsqueda del Maestro ─Intervino nuevamente Daniel─. No debemos fatigarnos. No debemos fallar. No debemos mirar atrás. No debemos dejar jamás de agradecerle al Señor, y a cada instante, la prolongación de los segundos y de los años, aquí, sobre este planeta. Es necesario forjar con Fe, entre los días y las noches, la realidad de un plan exclusivamente cristiano, uno cuyo resultado sea valioso, uno que pueda hacer de nosotros personas eficientes y útiles para muchos, entre la oscura y triste confusión del mundo. ─ ¿Qué te trajo hasta este bendito camino de la vida, hermano? ─ Quise saber. ─ Yo siempre había sido considerado un gran bajista. Uno muy bueno. Y era el terror de las chicas. Me sobraba el sexo y la parranda. Una noche, como a eso de las once y media, recibí una llamada inesperada. Había estado bebiendo todo el día, sin emborracharme, con una amiga de cama. Minutos antes ella se había quedado dormida sobre el edredón. El de la llamada era un predicador evangélico a quien yo había conocido años atrás. Me sorprendí al escuchar su voz. Tenía entendido que jamás volvería a saber de él. Los dos habíamos sido miembros de una pequeña iglesia, situada al sur de Bogotá. Nada definitivo. Sin embargo, el hombre no se había olvidado de mí. Me saludó con afecto, al otro lado del teléfono. Me contó que me estaba llamando desde Miami. Me preguntó si 179


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estaba interesado en formar parte de su nueva congregación y si me gustaría hacerme cargo de la adquisición de una casa y de toda la minuta para establecer una sede de su iglesia en Bogotá. Le dije que no. Me invitó a pensar en ello. Le agradecí su llamada y su interés hacia mí, pero le dije que eso no era aún posible, que no quería seguirle mintiendo a Jesucristo, que no me sentía preparado para seguir en ese instante una vida absolutamente cristiana y noble. Él insistió, pero yo no cambié mi posición. Nos despedimos. Me senté sobre la cama. Me fumé un cigarrillo, me tomé un par de tragos más, miré a mi compañera sexual y me quedé dormido. Al día siguiente decidí alejarme de aquella joven y del trago. Y no es que hubiese decidido hacer parte de la iglesia de Miami. No. Realmente, jamás me había sentido preparado para hacer parte de una iglesia enorme. Sabía bien que, si algún día el Señor me llevaba a trabajar para una iglesia, sería ésa una iglesia verdadera y absolutamente cristiana; humilde. Y hay otra cosa que es hoy muy real para mi conciencia: Siempre lamentaré no haber entendido el amor de Jesucristo en aquellos años de música, de conciertos, de bares, de parranda, allá en las playas, en esa época en la cual yo parecía ser sólo un experto maestro de la vanidad y el sexo desmedido. Fui un pecador, un egoísta. Ahora todo es diferente. No obstante, sé que hice mucho daño. Sólo me queda entonces orar por aquellas mujeres y aquellos músicos a quienes tan mal ejemplo di, si es que no los vuelvo a ver para pedir personalmente su perdón. ─ ¿Culparías a la música por todos tus desvíos? ─Fue mi última pregunta en esa noche. ─Por supuesto que no. No es la música la enemiga del hombre. El Señor nos dio la barca y nos dio la red, nos dio la ciencia y nos dio el arte para su buen uso. Él nos ofrece la posibilidad de alcanzar la sabiduría a través del aprovechamiento reflexivo de nuestras habilidades. La música puede llegar a ser una dimensión diáfana que te acerca a Dios, puede llegar a convertirse en una manera de orar. Es el mal uso que de la tecnología y de la música hace el hombre que ama el mundo y el dinero fácil, el vicio que está masacrando las posibilidades de comunicación 180


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absoluta con el universo que tanto hoy el hombre necesita. Satán y sus demonios no atacan desde sus propias estructuras inmateriales, sino a través de las mentes y los elementos que no están orientados en la búsqueda de Dios. El joven que se entrega a la música y a la tecnología sin distinguir su valor real y sus peligros, se está ofreciendo a los demonios como “cuerpo para huésped”, esto es, como masa absolutamente manipulable y obediente. La música ruidosa o erótica del mundo es inspirada por la oscuridad. Por eso es que tan fácilmente esos ritmos y sus líricas alcanzan los favores del comercio. El mercado le pertenece a Lucifer. Por eso, cuando el músico deja de cantarle al mundo y se dispone a cantar para Jesús, su comunicación con el universo empieza a ser absoluta. En ese instante ese universo responde a cada uno de los melismas de la canción, a cada palabra, a cada acorde, y el alma se llena de verdadera paz. "Y cuando el espíritu malo de parte de Dios era sobre Saúl, David tomaba el arpa, y tañía con su mano; y Saúl tenía refrigerio, y estaba mejor, y el espíritu malo se apartaba de él". (1 Sam. 16:23) “¿Qué pues? Oraré con el espíritu, mas oraré también con entendimiento; cantaré con el espíritu, mas cantaré también con entendimiento”. (1 Corintios 14:15)

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¿Usted es de los que creen que Jesucristo es solamente un paria rebelde, fundador de una religión?

¿Bástale al hombre con ser el pastor de una iglesia, o con ser un predicador de la Palabra, o con ser un fiel de esa iglesia, para alcanzar el amor de Jesucristo?

¿Es posible, para el hombre que no se congrega en una iglesia, alcanzar la misericordia divina y acceder a la redención?

No es más salvo quien más adentro se sitúa en el espacio de la iglesia de piedra, ¿o sí?

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A los pies de Jesús “Buscad al Señor mientras pueda ser hallado; llamadle, en tanto que está cercano.” (Isaías 55: 6)

El Señor, el verdadero y único Dios, te llamará para tu redención cuando haya llegado tu momento; nunca antes, nunca después. Sólo Él sabe cuándo te llamará. Sólo Él sabe el día de ese momento, y tú sentirás claramente su llamado. En Hechos, Capítulo Nueve, a través de la narración de uno de los eventos más dramáticos, pero más hermosos, de la evangelización del siglo primero, podrás leer cómo y cuándo llamó el Señor a Saulo de Tarso. El día en el cual Jesús te llame, oirás su voz sin que vibren en el aire los sonidos. Verás su Luz sin que se recorten las sombras sobre pared alguna. Identificarás plenamente su invitación, la cual podrá venir en medio de uno de los siguientes eventos: Tras un accidente, entre los momentos difíciles de un acto de reprensión divina, por ejemplo, en el fondo del dolor y el desplome que te pueda causar una grave enfermedad. También, tras la pérdida de la vida de alguien a quien amabas, un hijo, un hermano, tu madre, o tras la pérdida de tus bienes. O, tal vez, entre la paz de un hermoso instante de conversación con un predicador desconocido, sincero, o luego de un momento de solitaria y triste reflexión, o, por qué no, entre las alas de un hermoso sueño. “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.” (Eclesiastés 3: 1)

Como sea que tu momento llegue, todo estará dispuesto solamente para tu alma y tu corazón. No obstante, puede suceder que el Señor no se manifieste a ti directamente sino a través de alguien, quien, a la forma de alguno de los apóstoles de Galilea, te dirá: “¡El Señor te está llamando, es a ti a quien Él está buscando!”. Si así sucede, si tu corazón te dicta que efectivamente es Jesús quien te está hablando a través de 183


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ese alguien, no dudes en escucharlo bien, y retén cada una de sus palabras. Ten por seguro que ese alguien no te exigirá dinero, no, nada material. “Mirad que nadie os engañe; porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y engañarán a muchos.” (Marcos 13: 5-6)

No lo olvides. Muchos hombres sobre la Tierra querrán decirte que tienen la bendición divina como para recibir tu conversión o para bendecir tu decisión y bautizarte en agua. De esos muchos hombres, muy pocos han sido escogidos por el Señor. Espero que tu corazón te diga cuándo estás frente a la mentira, o cuándo frente a la verdad. Ahora bien, nadie sobre el planeta tendrá necesariamente que recibirte en una iglesia de barro para darte un nuevo nombre y luego bautizarte. Si es preciso, el Señor mismo te bautizará. Jesucristo mismo escribirá en tu corazón un nombre nuevo. Y sólo Él sabe dónde está su verdadera Iglesia, y hacia ella te conducirá. Por eso, habla con Jesús humildemente para que te enseñe a distinguir los momentos, para que puedas discernir sobre la lealtad de los predicadores y de las iglesias, y para que puedas acceder a la presencia directa del Espíritu de Jesús en tu vida. “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (I Corintios 6: 19)

De otra parte, no olvides que no hay nada perfecto sobre la Tierra. No hay iglesia perfecta. Ni siquiera las iglesias que ministraban los apóstoles eran perfectas. Por eso, jamás culpes a Jesús de la equivocación que percibas o del error que escuches entre las paredes de las que se dicen ser sus iglesias. Y hay algo más, algo que es absoluto: Nadie sobre la Tierra tiene el poder de absolver tus faltas. Los confesionarios de madera no oyen ni perdonan. Esos cubículos ─los confesionarios de madera─ son una burla al derecho exclusivo del perdón, ese derecho que sólo Jesús ganó sobre la cruz.

Entonces, si quieres confesar tus faltas, toda

confesión será un diálogo exclusivo y silencioso entre tú y el Señor. 184


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Todo tu arrepentimiento será un acuerdo universal entre tu pensamiento y Jesucristo. “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15)

Y como debes ya saber, Él conoce tu corazón completamente, así como tú dices conocer bien el aposento central de tu casa. Por eso, jamás te atrevas a romper o a remendar ese acuerdo. Evita a toda costa, hasta morir, ser tibio. O eres, o no eres. Para el Señor no existen hombres-cebra, blanco y negro al mismo tiempo. Él los vomitará de su boca. Sé sencillamente sincero. Sigue el camino. Adopta una naturaleza fiel a los principios de Amor y de servicio que Él nos dejó por escrito. Hazte a una naturaleza única, serena y humilde, y proyecta objetivos nobles para tu existencia. De esa manera no habrás desperdiciado ese momento, el momento que tu vida tal vez nunca más verá repetirse. Y escucha bien una vez más: “Cuando a Dios haces una promesa, no tardes en cumplirla; porque Él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes” (Eclesiastés 5: 4) Porque: “Como perro que vuelve a su vómito, así es el necio que repite su necedad.” (Proverbios 26: 11)

Ora cada día, y en silencio. Y habla con Él porque, de allí en adelante, serás escuchado en todo instante. La oración hecha de manera sincera, íntima, sin repeticiones ni letanías, será tu escudo, tu espada y tu alimento. “Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis”. (Mateo 6: 5-8)

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¿No sabes cómo orar? Orar no es rezar. Orar no es repetir letanías aprendidas de memoria. Tampoco es leerlas en un cuadernillo de dos pesos. Hacer eso es menospreciar la valiosa espiritualidad del oído de Jesús. Si quieres, lee de nuevo el capítulo de este libro que tiene como nombre: “Apocalipsis, o recuerdos del futuro.”

Trata de orar de una

manera similar, si así lo sientes. No con esas precisas palabras, esas son las mías. ¡Utiliza las tuyas! ¡Habla con Él! ¡Abre tu ser y dile todo cuanto Él significa para ti! Si te sabías capaz de decirle cosas hermosas desde tu corazón a la mujer o al hombre a quien en el pasado decías amar, ¿por qué razón no hablarle así, y aún con mucha más sinceridad, con absoluta ternura, a tu Señor, Creador y Redentor? ¿Por qué no hablar desde el alma con Aquél que dio por ti su vida? Hazte esta pregunta: ¿Me gusta, cuando estoy al teléfono, que pongan a sonar una música insulsa, repetitiva, y me dejen esperando durante minutos y luego coloquen una máquina para que me responda lo que estoy solicitando? Cuando rezas y cantas lo que has venido rezando y cantando por muchos años, le estás dando a Jesús un trato mecánico, frío, impersonal. Sólo queda entonces saber esperar con Fe, y aferrarte a esa Fe como se aferra el coral a la roca del mar. Es posible que a Jesús jamás lo veas mientras vivas en el mundo o en tanto no hayas ganado su perdón, pero lo sentirás. En incontables veces adivinarás que está allí, a tu lado, y sabrás que no te ha abandonado. Ése es tu segundo alimento: la Fe. El primero es la oración. Y ambos, fe y oración, deben estar enriquecidos por la Palabra. No dejes jamás de leer los Evangelios. Pronto, el Señor te conducirá a tu nuevo camino y te hará saber la forma de tu nueva vida. Mas, no creas que todo hombre que identifica su momento y lo aprovecha tiene que salir inmediatamente a gritarlo por las calles o está necesariamente obligado a convertirse en pastor, o a ser un predicador. “Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz.” (II Corintios 11: 14)

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Porque sólo Jesús es tu verdadero y fiel Pastor, y solamente el Evangelio es tu Predicador. Por eso, jamás niegues a Jesús ni al Evangelio. Habla acerca ellos con sencillez, sin gritar, sin discutir, sin esgrimir violencia. Reconoce con humildad ante quien sea, que Jesús y el Evangelio son tu nueva riqueza y el eje de tu nueva vida. Y sigue tu camino cada vez que seas rechazado por el mundo. No te atrevas a poner en duda lo que sientes. Jamás estarás solo. No temas, si tienes que abandonar un culto de imágenes o una filosofía burocrática o unas costumbres religiosas que no eran sinceras con Jesús. Piensa en cambio cuánto daño te hacías, y cuánto daño hacías a otros, viviendo en el corazón de una mentira. “De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.” (I Corintios 11: 27)

¡Vístelo de púrpura y oro y corónalo como tu Rey, pero en tu corazón, no sobre el altar de una iglesia de mármol o de lo que sea! ¡No sobre un fino lienzo con marco de ébano!

“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Juan 4: 23-24) ¿Crees haber entendido bien el anterior versículo? Abre tu Biblia. Allí lo encontrarás. Es parte de una hermosa historia que tuvo lugar en la región de Samaria. Jesús te está diciendo allí, que a Él no le convencen el ruido, la pompa, el fanatismo y la religiosidad. Sé entonces transparente con Él. Entrégale cada segundo de tu vida, no solamente uno o dos días a la semana. Adóralo a cada instante en tu alcoba, en tu hogar, en el fondo de tu corazón. Y, si sabes esperar, Él te llevará a su verdadera Iglesia y te dirá cuándo compartir con otros tu testimonio, tu oración y tus obras. Mientras tanto, has de tu alma una iglesia y permítele a tu espíritu ir madurando. Si así lo haces, Jesús no 187


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estará allí no más, “En esa iglesia ─que es tu espíritu─, a donde, si quieres, puedes acudir a toda hora”. Él estará allí, sí, entre las fibras de tu ser. No olvides que Satanás también entra en las iglesias de la ciudad, y las ministra. “Tanto, que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios.” (II Tesalonicenses 2: 4)

El mendigo, el indigente, aquéllos que se acurrucan a las afueras de la iglesia de piedra porque no son invitados a ingresar en ella, están más en el centro mismo del núcleo real del plan de Dios que el sacerdote, el jerarca o el pastor que hacen del altar el parapeto de sus ambiciones o de su desidia. Y es que, si retrocedemos en el tiempo, veremos que en el instante de las disertaciones o de las discusiones con los popes de la iglesia, no era necesariamente Jesús el mejor vestido, el mejor bañado o el más perfumado de todos. Era el más sencillo y el más humilde, pero siempre estaba radiante, limpio, puro y sereno, entre la gracia de su Luz Divina. ¿Que alguna vez se enojó? Sí, porque lo exacerbaban la mentira, la ambición, el hambre de poder y la hipocresía. Deja entonces que sea el Señor quien te diga cuál es tu misión, y cuál tu papel en la obra cristiana. ¡Permítele utilizarte! Los términos se han invertido cuando en verdad recibes a Jesús en tu alma: Nunca jamás volverás a utilizarlo como hacías entre la comodidad de los conceptos de la religión. ¡Pero pídele que te utilice pronto! ¡Aliméntate de su Palabra! ¡Endurece día a día tu armadura en la oración y en la lectura de las Sagradas Escrituras, y no vuelvas sobre los caminos que te apartaban de su Amor! Cada línea de los Evangelios y cada parábola de Jesús tienen la esencia de tu nueva filosofía de la vida. Cuando te sientas triste, confuso, inseguro, lee. Abre una página cualquiera del Nuevo Testamento y entérate de lo que Jesús también dijo para ti cuando caminó por Palestina. 188


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Finalmente, obra el bien cada vez que tengas a mano hacerlo, y busca, en secreto, hacerlo. Es así como entenderás para siempre tu papel en esta vida. Porque, ¿acaso jamás te has detenido a preguntarte qué es la vida? ¿Es la vida sólo un engañoso sueño que de pronto abruptamente se sale de tus manos y se vuelve pesadilla? ¿Son los absurdos infiernos de la vida, esos de los cuales habla tanta gente cuando afirma que “el infierno está aquí, sobre la Tierra” ─hasta cierto punto esas gentes tienen una buena razón al decirlo porque Satanás ha convertido el mundo en su mejor infierno─, son esos infiernos, repito, fácilmente comprendidos tras el umbral de la muerte terrena? ¿Se derrama lágrimas en la vida espiritual, cuando logramos observar y ver sufrir sobre el planeta a quienes tanto hemos amado, pero a quienes también tanto hemos herido? “Y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos.”

(Apocalipsis 7: 17)

¿Desde qué ángulo quieres ver la vida para poder entenderla? ¿No crees que la vida, con toda su aparente magia y su triste drama, no es otra cosa sino una parte del libro de Dios, y que, por lo tanto, esos absurdos infiernos de la vida no se justificarían jamás ni jamás se comprenderían sin el acto de Amor que nos dejó Jesús sobre la cruz? Y, ¿no crees que ese acto maravilloso puede enjugar tus lágrimas, lavar tu espíritu y, finalmente, depurarlo entre tu dolor y tu arrepentimiento antes de que puedas regresar en tu pequeña esencia a la esencia misma del Creador? Sin duda alguna, en las Sagradas Escrituras encontraremos respuestas satisfactorias a todos los interrogantes enunciados en este libro pero, al fallar la Fe, tú podrías de pronto hacerte una última pregunta: “Y, ¿bajo qué acto de divina sabiduría decidió el Creador plantar una pequeñísima parte de su propia esencia en un lugar remoto del universo, para de pronto perder su propósito en el comienzo mismo de ese acto, allá en el Edén, y verse en la necesidad de rehacerlo todo, no sin antes tener que contemplar el acto de humillación al que se vio 189


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proyectado su Hijo amado, Jesucristo, en una cruz de madera, entre ultrajes, castigo físico e improperios, todo esto con el fin de lograr que esa pequeñísima parte de su esencia ─el hombre─ pudiese regresar a Él tras experimentar las pesadillas de una odisea cruel llamada vida? ¿Habrá alguna razón oculta en el Cielo, entre los planes del Creador, que nos explique en términos humanos ese misterio de su Sabiduría? O, ¿es que ya es hora de no dudar más de que sí existe una oscura y poderosa fuerza de oposición, diseminada por todo el cosmos y específicamente aferrada a la Tierra, fuerza con la cual se lleva a cabo desde los primeros días de la existencia del hombre ─tal vez desde mucho antes─ una batalla a muerte, batalla que en la cruz empezó a ser definitiva y letal para el ejército del mal?” Las respuestas a todos estos interrogantes están escritas en tu corazón. Mira hacia adentro de ti, y léelas. “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo.” (I Juan 3: 8)

¡Vivamos entonces de manera que, al final del tiempo, hayamos muerto o no, podamos asistir al juicio de la humanidad con rostro humilde y corazón callado, pero con los ojos levantados para poder apreciar la sublime grandeza de un Jesús triunfante, y para que estemos felices de poder verle en su total dimensión; y para siempre!

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