Un solo de piano
Álvaro Hernando Burbano
ÁLVARO HERNANDO BURBANO
Copyright.
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Álvaro Hernando Burbano
UN SOLO DE PIANO Género: Novela Año 2.012, Álvaro Hernando Burbano y herederos tonyone2012@hotmail.com Bubok Editorial, Edición Digital, Junio del 2.016 Registrado en Colombia (Registered in Colombia) Oficina de Derechos de Autor, Bogotá Primer registro: 30/03/2.015 * 10-501-348 Versión revisada: 08-06-2.016 * 10-584-388 Diseño de Portada y Contraportada: Álvaro Burbano Burbano Creado en 2.012 Primera Edición Digital: 2.016 Dimensión Edición Digital: 14 cm. x 21 cm. Todos los derechos reservados. Este libro no puede ser reproducido por ningún medio, ni en todo ni en parte, sin el permiso del Autor y del Editor.
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Prólogo Esta novela mezcla realidad y fantasía de una manera tal, que en un determinado momento no podrás distinguir donde empieza la una, y donde termina la otra. Ese surrealismo aparente, basado en hechos aleatorios, pero inmerso en la alucinación de las visiones y los sueños, te llevará a reflexionar y a olvidarte de tu propio tiempo y de tu realidad particular. Será necesario que te adaptes al reloj de una muy probable nueva dimensión. Será factible que tengas que plegar el calendario físico, ése que está pegado a la pared de tu casa o a la pantalla de tu celular, en una sucesión esférica pero reversible de los días, los meses y los años. Al final, descubrirás que sí es viable penetrar en universos paralelos, que sí se puede luchar contra enemigos inmisericordes, pero no tangibles, y que sí se puede acceder a Las Llaves de los Vórtices de la Muerte. Y es que la realidad no se estructura exclusivamente con eventos o actos físicos que son manifiestos, palpables o empíricamente comprobables. Vivimos en una remota curvatura de un sistema cósmico infinito que está suspendido entre múltiples constelaciones e innumerables dimensiones. No obstante, no estamos solos. No estamos desligados del universo. Existe un cordón umbilical inmaterial que nos aferra y nos sustenta íntimamente, bien sea desde el manantial cristalino del Pianista de Alas Blancas o desde el lago de la oscura naturaleza del Querubín, esto es, desde la esencia misma del que de los dos hayamos escogido como Maestro en este camino de transición hacia la siguiente fase de nuestra identidad espiritual.
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1 Todo comenzó hace muchos años a un kilómetro de El Ingenio, un legendario caserío rodeado de dorados cañaverales que se adormecían entre el mediodía y la caída de la tarde bajo el sol meridional de América del Sur. Era la séptima jornada del cuadrante final del mes de julio. Cuatro y diez. La atmósfera había empezado a filtrar el paso fresco del viento en una cadencia agradable que les doraba la piel del rostro mientras regresaban lentamente en alegre caravana hacia el hostal donde se estaban hospedando. Conformaban una familia no muy numerosa, pero feliz, de clase media. Las fotos en blanco y negro aún conservan esos recuerdos. Las imágenes, algo difusas ya, pajizas, todavía traen a la memoria el rostro de los padres de Antonio, sus tíos, hermanos, primos —sus siluetas, sus sonrisas—, caminando muy juntos, retornando de un relajante baño en el río, respirando todos ese pegajoso pero agradable olor a arena morena que les había dejado en la piel el agua del pozo que los mayores habían construido un poco lejos de la carretera principal esa mañana, para lo cual utilizaron piedras, haces de caña seca, ramas de deshecho y troncos de palma de plátano. Subían cantando el “Me voy p’al pueblo”, ese bolero antillano que se hizo famoso en aquella década, una de las más románticas de la segunda mitad del siglo veinte. Por esos años, su nación aún vivía entre la magia y la paz, bajo un firmamento libre que orbitaba todo el continente latino de América y que no era tan oscuro como lo fue después. De hecho, hacia 1.948, la sucia maraña de la política elitista se propuso engendrar el monstruo de la ambición y la violencia, fatalidad que acabó con todos los sueños de la familia. Siguieron ascendiendo. Quinientos metros más adelante avistaron la casona del trapiche. Allí, el camino se empinaba un poco más y trazaba un suave zigzag sobre tierra polvorienta y pequeños guijarros. El olor de la panela empezó a llenar de emancipación y de sed sus almas, aunque esa sed nunca fue una percepción inútil. No. A todos en la familia les gustaba pensar que ése era el mejor instante de la vida, y que llegar a la cima del trayecto significaría beber con ansiedad un par de tazas de chicha ligeramente fermentada, endulzada y reposada entre una enorme, negra y fresca tinaja de barro cocido. Repentinamente, Antonio se rezagó del grupo cuando faltaban unos doscientos metros para llegar a la puerta del molino. Acababa de cumplir siete años. De hecho, era el más pequeño de la caravana. Sin embargo, a esa edad ya su memoria lo registraba todo. No se le había olvidado entonces que, precisamente ese día, su madre había decidido estar mucho más pendiente de él de lo que siempre acostumbraba a
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estar porque no era él un gran nadador y porque había estado a punto de ahogarse en el pozo como a eso de las once de la mañana, cuando un par de amigos del grupo lo confundieron con Jorge —su hermano más cercano—, quien sí sabía nadar como lo hacían los renacuajos que de cuando en cuando atrapaban allá, en las charcas que abundaban por los alrededores de la ciudad de San Juan de Pasto. Lo que sucedió fue lo siguiente: El chico había estado jugando con una veintena de piedrecillas de colores, solo, sentado muy cerca de la margen de una zona desierta del delta, relativamente lejos de las cabañas del mesón del playón. De pronto, dos jóvenes caminaron esa distancia, se detuvieron frente a él, lo alzaron en vilo y lo llevaron frente a la zona más profunda del pozo. Lo empezaron a mecer, uno aferrándolo de los pies y el otro de las manos. Él no había vislumbrado lo que iba a suceder, sólo reía, frente a la lente de lo que imaginó iba a ser nada más que una broma pasajera. Entonces, ellos contaron hasta tres y lo soltaron cuando consideraron que su cuerpo ya llevaba un buen impulso. Cayó en la mitad de la alberca. Escuchó claramente el bombazo del choque de su espalda contra la superficie del agua. Se le desvaneció la risa. Empezó a funcionar la tarjeta mental de su instinto. Así, al intentar asimilar esa primera zambullida, buscó con los pies el fondo de piedra y grava del pozo. Pero no pudo hacer contacto con él. Empezó a tragar agua. Manoteó desesperado y de muy torpe manera. Pretendió acercarse a la barricada. Tampoco logró hacer contacto con ella. Había comenzado a ahogarse. Aunque ni por accidente imaginaba a esa edad lo que realmente era la muerte, el miedo a morir invadió su ser entero. Pensó entonces en Dios, y en su madre. Tal vez, ese pensamiento dio su fruto. Los dos muchachos que lo acababan de lanzar al agua se zambulleron en picada y lo sacaron de allí en el momento en el cual se dieron cuenta de que en realidad se estaba ahogando. En pocas palabras, luego de haber estado a punto de asesinarlo sin haberlo planeado, ellos mismos le salvaron la vida. Se armó de inmediato el tropel en el playón. Todo el mundo llegó corriendo hasta la margen del pozo. Las mujeres gritaban mientras Antonio, con la ayuda de todos, iba arrojando de su pecho el agua que había tragado. Uno de sus tíos corrió hasta el mesón y trajo una copa llena de aguardiente. Lo hicieron sentarse sobre el cascajo. Se la hicieron beber a fondo blanco. Casi se ahoga por segunda vez con el fuego del licor, tosió por más de un minuto entre espasmos y contracciones de los músculos de su cara, pero el calor del alcohol terminó por reanimarlo. Y todo volvió a la normalidad. Cuatro horas más tarde entonces ese día, casi al final del ascenso que todos estaban haciendo hacia el trapiche, Don Carlos, su padre —un poco enardecido por los tragos que había consumido con los tíos en la mañana—, decidió cargarlo hasta allá. Sin embargo, a él le fascinaba perseguir las lagartijas que solían cruzar veloces el camino, así que, en el nudo de su infantil esquema, se soltó de los brazos de su padre, retrocedió unos metros y se dedicó a jugar con los hermosos reptiles. Por eso fue que se había rezagado del grupo.
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Pasaron los minutos. Él estaba prácticamente fuera del foco visual de sus padres. De repente, reparó en una bifurcación que tenía aquel trayecto y que nadie en la familia había notado antes. Era una senda que se abría casi imperceptiblemente a la derecha como si desease camuflarse para iniciar un secreto progreso, una búsqueda magistral, en dirección de la colina. A cada costado de la brecha y adentrándose en el matorral, el viento ondeaba libremente, suspendido entre los compases de un imaginario preludio de piano que pretendía raptar la mente del niño y que mecía los tallos y las ramas de la cuna de los dioses del cañaveral. Para entonces, los padres de Antonio ya habían cruzado la puerta del trapiche entre el eco de las risas y el final del estribillo del bolero que todos habían venido cantando. El niño levantó la vista. Miró hacia el cielo. Se estremeció. Tal vez llegó a creer que, allá, a lo lejos, entre el azul intenso de ese abismo y la maraña de la falda del cerro, alguien o algo lo estaba llamando. Fue ahí cuando reparó en un hilo delgado de humo gris traslúcido que salía por entre las copas de las palmeras que coronaban la cima, a doscientos o más metros de la boca de la vereda sobre la cual él estaba detenido. Decidió aventurarse e iniciar el ascenso para intentar llegar hasta el tope de la elevación y averiguar qué era exactamente lo que producía el humo. Eventualmente, como tal vez ya lo dije, no era él nada bueno para nadar, pero, a esa edad sí que le gustaba deambular sin dirección alguna, solo, esencialmente cuando alguna diapositiva del mundo en movimiento le atraía o cuando su mente había llegado a creer que los demás no se percataban de su ausencia.
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2 Tardó cuatro minutos para llegar a la cima del altozano y descubrir que allí, al abrigo de las palmas, dormitaba una cabaña humilde. Muy cerca de ella había un horno de ladrillo. No le fue difícil deducir que el humo que le había capturado su imaginación y sus pasos cuando estaba allá, en la base de la colina, había escapado de ese horno, el cual tenía un velo de ceniza gris y blanca sobre el domo de su techo. El olor del pan de trigo que allí se estaba cociendo envolvió los sentidos del niño como la miel envuelve la cuajada, y le hizo pensar en su madre una vez más porque ella había mandado construir meses atrás, en la terraza de la casa del Barrio Obrero donde él había nacido, un pequeño horno de piedra y ladrillo. En él, ella solía hacer un pan delicioso y galletas con figuras de aves, de gatos y de estrellas, en tanto él la observaba reclinado contra la barda de cemento. La puerta de la cabaña era de una sola hoja. Estaba abierta. Antonio se asomó. — ¡Sigue! —Le ordenó serenamente el Zahorí (*), sentado sobre una butaca de madera rústica en el centro del único cuarto de la vivienda—. ¡Te estaba esperando! Él permanecía quieto, ensimismado, evidenciando que la puerta estaba hecha con varios casquetes de caña que habían sido adheridos firmemente entre sí en sentido horizontal y habían sido enclavados a lado y lado entre las muescas de dos gruesos listones de madera de palosanto. Miró a los ojos del Zahorí. Su apariencia lo llevó a pensar inmediatamente en aquellos legendarios dioses de la mitología de la Grecia antigua que estaban dibujados en un libro que su abuelo materno, a quien llamaban “papá Enrique” —que era herrero y había perdido un ojo y se lo habían reembolsado por uno de vidrio— le leyó una vez. Su cabello era blanco. Tan blanco, que parecía estar cayendo hacia los hombros entre una avalancha de hilos brillantes de la nieve del Fuji. Su rostro estaba tallado como en la piel del bronce. Sus ojos eran tranquilos, pero magnéticos, negros y profundos, como los atalayas de la medianoche de la selva. — ¿Te vas a quedar parado allí, en la puerta? —Los melismas de la inquietud de esa voz tranquila se mezclaron en el oído de Antonio con el canto del toche de plumas negras y amarillas con visos de oro que tal vez anidaba por ahí, cerca de la cañada. — ¿Usted vive aquí solo, señor? —El niño percibió una vez más con ansiedad el delicioso olor del pan que lentamente se seguía cocinando en el horno de ladrillo. —Siempre he vivido aquí solo. Pero no me temas. Sigue. Tú y yo tenemos algo importante de que hablar.
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Le obedeció. —He preparado un pan especial para ti —continuó el Zahorí, cuando lo vio sentado sobre el suelo frente a él—. Como ya te dije, te estaba esperando. Sé que estuviste a punto de morir hoy, pero sé también que estás aún muy lejos de ese día. El anciano se puso de pie. Vestía humildemente, a la usanza del más sencillo campesino agricultor de la región. Se dirigió hacia una modesta alacena que estaba en una esquina del aposento, unos centímetros por encima del hornillo de carbón del café. Extrajo de ella una artesa no muy grande, hecha de la madera de la higuera. Caminó hasta la puerta. Salió. Regresó en un par de minutos. El olor del pan de trigo entró con él. Traía dos rollitos a medio dorar sobre la artesa. Se sentó de nuevo frente a Antonio. —Come despacio este par de panecillos —Le ofreció el recipiente—. Ellos harán que lo que voy a decirte quede grabado para siempre entre tu mente y tu alma. Sin embargo, pronto sentirás un sueño profundo. No te asustes. Despertarás en pocos minutos, allá, en la carretera y cerca del trapiche, no muy lejos del lugar en donde tu madre te estará buscando. Por supuesto que no recordarás por algún tiempo cosa alguna de mí, pero, como ya te dije, llevarás muy en el fondo de tu ser esta premisa del destino que te aguarda. Se hizo una pausa, en tanto el chiquillo empezaba a saborear los bocadillos. —El Querubín —prosiguió el Zahorí—, el infante que era perfecto y que al poco tiempo de que fuese creado se paseaba entre las piedras de fuego, entre las más hermosas estrellas del universo, ya no está más allá, pero es ahora el dueño de la tierra que tus padres pisan, es el señor del aire que tu voz respira, es el amo del agua del río que casi hoy te devora, es el metal y el papel que los tenderos cuentan, es el estruendo de las balas de la guerra, es el fuego del cuerpo de la mujer que habrás de amar, es el sonido y la armonía de la música que habrás de cantar y bailar. Él es el mecenas de los deseos de tu cuerpo, pero también el enemigo de los sueños de tu alma. Escúchame bien, hijo: Aparentemente, él tiene Las Llaves de los Vórtices de la Muerte. Si así es, debes arrebatárselas. Pero no te alucines con acabar con él, porque él jamás muere. No te enfrentes con él a reventar, porque será él quien te pulverice. Sin embargo, si es que realmente él las tiene y tú se las arrebatas, ya no podrá matarte y conseguirás rescatar del abismo a aquéllos a quienes habrás amado a lo largo de tu vida y que para entonces ya habrás perdido. Antonio escuchó por un instante la canción del viento que erraba por la hondonada. —De hecho— añadió el Zahorí—, el Querubín quiso asesinarte cuando acababas de nacer, pero el amor de tu madre pudo más que su intención. —Yo no recuerdo nada —Se hizo evidente la inocencia del chiquillo—. ¿Cuándo y cómo pasó eso?
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—Tu madre pronto te contará lo que sucedió a los pocos meses de tu nacimiento. De hecho, hoy tampoco pudo él lograr su objetivo, tampoco pudo matarte allá en el pozo que tus tíos levantaron en el río, pues tu madre estaba muy cerca de ti. Por eso es importante que recuerdes que, cuando tu madre ya no esté cerca, cuando el Querubín le haya arrebatado la vida, podrá fulminarte a ti también sin mucho esfuerzo. Te repito: La fe y el amor humano inmenso, ese amor desinteresado y grande que ojalá aprendas a brindar a otros como lo hace tu madre, son dos elementos que no le permitirán al ángel oscuro matarte cuando se le antoje hacerlo. Antonio ya había devorado los dos panecillos, pues su olor y su sabor no daban tregua. Empezó entonces a sentir que su mente se alejaba de aquel contexto y lo transportaba al terraplén de los sueños. — ¿Debo traerte hasta aquí esas llaves? —Supo que en unos segundos más quedaría adormecido. —Sí —El Zahorí lo miró a los ojos con afecto—. Aquí te estaré esperando. Pero no te afanes. Pasarán muchos años para que puedas aprender las cosas que te darán poder para enfrentar al Querubín. Por ahora, tu primera escena de dolor está a punto de alcanzarte porque el malvado se sentirá presto desde hoy a arrebatarte lo que más amas. A medida que pase el tiempo, él deseará llevarte hacia la desesperación, la desazón y la soledad. Te arrebatará, uno a uno, a todos aquellos que lleguen a amarte o que te apoyen. Su oscuro objetivo es lograr que tú mismo te pulverices, así que ten valor. Ten fe. Adquiere por ti mismo el amor real. Estos tres conceptos, la fe, el valor del guerrero y el amor real, son las herramientas que te impedirán caer en la desesperación a lo largo de los años de dolor que experimentará tu vida. De hecho, no estarás solo. De vez en cuando apareceré en tu realidad o entre tus sueños y, poco a poco, irás adquiriendo conciencia de mí para que me recuerdes completamente en el instante de librar tu batalla contra el Querubín. Entonces, regresarás acá, con Las Llaves de los Vórtices de la Muerte entre tus manos.
Zahorí: Persona a quien se atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente manantiales subterráneos. || 2. Persona perspicaz y escudriñadora que lee o comprende fácilmente lo que otros piensan o sienten.
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3 No fue un humano el protagonista de la primera escena de todo el dolor inmaterial que desde ese día empezó a experimentar Antonio, destino del cual ya le había advertido el Zahorí de la cabaña. Fue un perro. Era blanco; absolutamente blanco. Por eso había él decidido llamarlo Everest. Además, tenía los ojos azules, así como el Himalaya tiene el cielo índigo sobre sus alas. No era un perro de raza. Tampoco era muy grande, pero aún estaba joven. Había aparecido de pronto detrás del chiquillo cuando con su familia salieron del trapiche y llegaron al pueblo la tarde anterior, luego de que su madre lo encontrase vagando por la carretera. De ahí en adelante, el animal no lo había dejado solo ni por un instante. Pero eso no duraría para siempre. Era el tercer día de ese verano. Al asomo del amanecer salió con Everest de la casa que su padre había alquilado por dos semanas en El Ingenio, la cual estaba situada en la que venía a ser la avenida principal del pueblo y que, al mismo tiempo, era la carretera central por la cual bajaban a gran velocidad hacia las poblaciones aledañas decenas de camiones y de buses. Era peligroso atravesar esa avenida. Por eso había él decidido que con el perro podían a esa hora correr un rato a lo largo y ancho del solar que la casa tenía atrás, el cual se extendía hacia una hondonada que estaba sembrada de naranjos, plataneros y maizales. Por allá no cruzaban carros. Como era aún muy temprano, todos los demás dormían. De alguna natural manera esa mañana, Everest había empezado a convertirse en el primer amigo de aventura de la vida del niño. Movía feliz su cola, saltaba para ayudarlo a bajar la fruta de los árboles enanos del solar, brincaba, ladraba muy contento y daba vueltas a su alrededor, inclinado su cuerpo cual si estuviese embriagado de cariño. Sin remedio, Antonio empezó a prendarse profundamente de él. Parecía como si alguien hubiese adiestrado al animal para amar y jugar, aunque el chiquillo siempre supo que no era así. Siempre supo que el perro era un experto empírico, un ser entrenado por su propia naturaleza para entregar toda la ternura de su instinto a quien lo amase. A las nueve de la mañana, como había empezado ya a ser costumbre, sus padres —y toda la familia— estaban prestos para iniciar una vez más la caminata de descenso hacia el pozo. Jorge, su hermano renacuajo, se acercó a él en el momento de partir. — ¿Vas a llevar ese perro al río? —Sonrió, desde el fondo de sus ojos pardos. — ¡Claro que lo voy a llevar! —Antonio sonrió también—. Se llama Everest. Si lo llevamos, tú podrás nadar con él en el pozo y yo lo correré por el playón.
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— ¡Eso suena chévere! —Jorge acarició la cabeza del perro—. ¿Si sabrá nadar? — ¡Tal vez mejor que tú! —Rio Antonio abiertamente. — ¿Y si no sabe? — ¡Tú le enseñas! A ninguno de los dos, ni a Jorge ni a Antonio, le fue dado disfrutar de la compañía y de los juegos de Everest en el pozo o a lo largo del playón. Cuando habían caminado apenas unos doscientos metros por el orillo de la carretera en medio de la caravana, el perro salió corriendo muy alegre en dirección del trapiche. Embriagado de dicha quizás a causa del paseo que se avecinaba, atravesó ladrando y como loco la avenida. Entonces, un camión que bajaba raudo lo atropelló. Murió casi instantáneamente. Un escalofriante aullido de dolor fue el último recuerdo que de él el Antonio arrebató para su vida. El niño se quedó paralizado, al borde de la vía. Empezó a llorar amargamente. Luis, uno de sus tíos, corrió hacia la carretera y enfrentó el asfalto. Recogió el cuerpo desgonzado del perro. No había nada que hacer. Minutos más tarde, el tío, la madre de Antonio, Jorge y él, se devolvieron a la casa. Lo enterraron muy atrás, al fondo del solar, entre los tallos del platanar. Mientras tanto, el resto de la familia había seguido el descenso hacia el río. Esa noche, sentado un poco lejos de la fogata que encendieron sus hermanos mayores y sus primos, el chiquillo se puso a pensar en Everest. Se adormeció a medias entre la tristeza, en tanto su alma ausente observaba cientos de luciérnagas diseñar silenciosos pentagramas de luz sobre las llamas de azul y de naranja que emergían del carbón de leña. Pasaron los días. Regresaron a la capital. La veraneada había concluido. Sus hermanas entonces sugirieron comprar no sólo uno, sino dos cachorros pequineses. Eran pequeños y hermosos. Ellas mismas los bautizaron: Chispas era el más juguetón. Su piel marrón clara tenía un par de manchas negras en el rostro y dos más cerca de la cola. El otro era una hembrita de color gris claro y no tenía manchas. Las niñas la llamaron Lady. Una semana más tarde, Antonio ingresó a la institución en la cual venían estudiando sus hermanos. Era uno de los dos mejores colegios de San Juan de Pasto. Don Carlos había llegado a convertirse en un serio aspirante a la Gobernación del Departamento de Nariño. La situación económica de la familia mejoraba a pasos gigantescos. Tenían chofer y un Pontiac negro. Los llevaban y los recogían en la puerta de la enorme manzana de la institución educativa todos los días. Se sentían importantes; privilegiados. Además, la familia había vendido la vieja casa del Barrio Obrero y se habían trasladado a una enorme vivienda de tres plantas situada en un sector más tranquilo y exclusivo, en la zona oriental de la ciudad. De otra parte, y en un intento por olvidar a Everest, Antonio ya había empezado a encariñarse de Chispas y de Lady. Los pequineses solían jugar y correr con él en la azotea de su nuevo hogar. Una barda de
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ladrillo de setenta u ochenta centímetros de alto separaba la azotea del vacío hacia la calle. Cada vez que Antonio intentó descifrar lo que sucedió con ellos cuando quiso recordarlos con el paso de los años, no encontró razones lógicas ni imágenes coherentes para lograr hacerlo. Lo cierto es que, un día, el inquieto Chispas empezó a corretear por la azotea sin freno aparente. En una de sus volteretas no viró como lo había venido haciendo sino que, frente a los ojos del niño, saltó por encima de la barda. Cayó a la calle, tres pisos abajo. El golpe fue terrible. Las niñas intentaron salvarle la vida. Lo llevaron rápidamente en el Pontiac hasta la casa de un amigo de ellas que era médico veterinario. Pero el hombre nada pudo hacer por el cachorro porque, en la caída, se había reventado internamente. Lady entonces empezó a deambular muy triste por toda la edificación al no ver a Chispas sobre el rectángulo de la azotea. Bajó a los otros pisos. Buscó por todos los rincones. Su depresión se hizo insostenible con el paso de las horas. Empezó a gemir, desesperanzada. Nada pudo consolarla, ni nadie, y hacia la madrugada decidió lanzarse también al vacío desde el mismo sitio. Tampoco sobrevivió. Sus extremidades inferiores y su cráneo se fracturaron al chocar contra el pavimento del frente de la casa. Su sufrimiento era tal, que las niñas decidieron llevarla también adonde su amigo veterinario. Allí le aplicaron una inyección eutanásica de pentotal sódico que la fue adormeciendo y que, luego, sin que la perrita se enterase siquiera, le produjo un paro respiratorio que la condujo a una muerte tranquila.
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4 Las fotografías solían preservar las memorias. Las memorias solían preservar los momentos y, luego, transportaban a la gente a los sitios que habían recorrido, aunque, de vez en cuando, allá los dejaban para siempre. Sobre un retrato de ésos acostumbraba Antonio a ver a Jorge, de pie, al lado derecho de su madre. Se veía también a sí mismo al lado izquierdo. Ella estaba hermosa allí, como siempre. De verdad que Mercedes era hermosa. Rubia de ojos azules y mirada triste, alta y muy bien estructurada. Su porte llevaba a la gente a recordar esas películas románticas en blanco y negro que habían visto en su niñez. Más exactamente, les hacía evocar “Lo que el viento se llevó”, de Víctor Fleming. Al mirar detenidamente a la heroína de la cinta —Scarlett O’Hara—, vislumbraban ellos de cerca la belleza física de Mercedes. Y al quitar los ojos de la pantalla, veían la belleza incomparable de su corazón. —A menudo pienso que tú debes tener una misión importante escondida, allí, en el futuro de tu vida —Mercedes le dijo a Antonio con mucha convicción una tarde, cuando él ya había cumplido los quince años. Vivían solos ella y él en un modesto apartamento de la capital colombiana. Muchas cosas habían cambiado para siempre para toda la familia en ese vuelco que hicieron el tiempo y el destino. — ¿Y por qué razón tienes que creer en eso? —El joven se sentó a su lado, sobre el sofá. Los ojos de la mujer, de afligido azul de mar, lo miraron fijamente. —Una noche de enero, hace tiempo —empezó a contarle—, cuando tú tenías tan sólo un par de días de nacido, comenzaste a llorar sin descanso. No comías nada. Tu estómago no aceptaba el alimento. Todo lo vomitabas. Entonces, tu padre y yo te llevamos al hospital. Los médicos ordenaron una colostomía de urgencia. Te colocaron una sonda para que pudieses expeler los excrementos, una manguera para que pudieses respirar, y una segunda sonda para inyectarte el suero con el cual pudieses sustentar tu cuerpo y así sobrevivir. Pero la herida de la salida de la primera sonda se infectó. Olías mal. Por añadidura, no podías inhalar bien, ni siquiera con esa manguera que llegaba hasta tu tráquea desde el tanque de oxígeno. Te asfixiabas. Los doctores no encontraban una solución a tu problema. Empezaste a morir. Sin embargo, yo no quería perderte. Por más que hubiese tenido ya seis hijos antes de tenerte a ti, no quería perderte. Tomé entonces una decisión sin consultarle a nadie. Bien temprano en la mañana del día en el cual creí que morirías, me vestí de negro rápidamente. Te envolví en una ruana de lana blanca. Me dirigí al terminal de buses. Me sentía caminando y
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actuando como si algo, o alguien, me estuviese empujando a hacer lo que hice. — ¿Y qué fue lo que hiciste? —Antonio se halló metido hasta la raíz de la mente en el tinglado de la evocación de su madre. —Como ya te dije, me dirigí al terminal de buses. Cuatro horas después me encontré entrando en el Santuario de Nuestra Señora de Las Lajas. Tú ya ni siquiera te movías. Llegué a pensar que habías muerto. Pero no quise mirarte. Caminé hasta el altar. Me detuve frente a la roca, allí donde la Virgen y el Niño están grabados. Me arrodillé y elevé una oración. En ella le pedí a María Santísima que te salvara si es que habrías de hacer algo valioso con tu vida. Luego me puse de pie. Te dejé entre la ruana, a los pies de Ella. Salí del templo y esperé, parada en el pórtico de piedra del atrio, mirando hacia el abismo que terminaba allá, en lo profundo de las aguas del río Guáitara. Mercedes hizo una pausa y respiró hondo, quizás en el esfuerzo de no permitirse colapsar en mitad de la narración. —No habían transcurrido más de tres minutos —prosiguió entonces—, cuando te escuché llorar. Corrí hacia la entrada del templo. Atravesé la nave central en dos segundos. Llegué hasta la roca. Me abalancé hacia ti y te alcé en mis brazos. Tú me miraste y me sonreíste con esa mueca pícara que siempre has tenido. Supe entonces que ese día no habrías de morir. Un sobresalto sacudió el alma del joven. Lleno de amor, la miró a los ojos húmedos. —No sé qué tan útil será mi vida —Tomó sus manos entre las de él—. No alcanzo a vislumbrar aún una tarea. Sea como sea, sólo espero que tú estés a mi lado siempre y que, si he de triunfar al final de esa tarea, los dos lo disfrutemos juntos. Me gustaría hacer algo relevante por la humanidad, no sé, hacer algo por los niños que sufren de enfermedad o de hambre. Me fascinaría hacer algo por ti, pero por ahora todo es tan sólo un mar de intenciones sumergidas en el sueño de un simple adolescente.
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5 Esa noche, Antonio se soñó por primera vez con el Zahorí de la colina del trapiche, dos lustros después de que lo conoció. Sin embargo, no lo vio como lo había visto a sus siete años. Era otra su figura. Era otra su faceta. No obstante, su voz era la misma; y su mirada. También su intención. En su sueño, Antonio caminaba por los corredores de un castillo inmenso, entre columnas y arcos de ladrillo y argamasa. No sabía él si era de noche, no sabía si era de día, no se avistaba luz de sol ni reflejo de luna por entre las arcadas de la torre. No había lámparas de neón o lucernas de petróleo sobre las paredes o en lo alto de los techos, pero, paradójicamente, no había tampoco oscuridad alguna ante los ojos del joven. De súbito, la melodía de un piano reflexivo, sereno, tan sereno como movimiento de hoja de arce flotando sobre la corriente ondulante del riachuelo que atravesaba la cañada del trapiche, inundó sus sentidos. Venía del ala sur del castillo. Hacia allá se dirigió. A medida que se acercaba al lugar en donde deberían estar el piano y quien lo estaba ejecutando tan magistralmente, tan dulcemente, sintió un hambre diferente, quiero decir, ya no sintió el hambre que despertó en su cuerpo el aroma de los panecillos en la cabaña del Zahorí ocho años atrás, sino esa hambre del alma, ésa que sólo la música de un solo de piano soberbio podía haber despertado en él. Absorbió entonces hasta el fondo de la mente ese mar de sonidos de matriz impresionista y sus voluptuosidades musicales. Toda esa sensación lo llevó hasta un salón circular cuya puerta era de cedro y que, además, estaba abierta. Miró hacia adentro. La pared del auditorio, hecha también de cedro, tenía un contorno sinusoidal y configuraba —a setenta centímetros del piso de blanco mármol— una saliente constante y simétrica, algo así como una luneta circular diseñada para acoger a quien quisiese entrar, ponerse cómodo y escuchar un buen concierto. La acústica era perfecta. La visión y el sonido capturaron el total de los sentidos de Antonio. Se abstrajo, aunque no absolutamente porque, de pronto, cuando se le ocurrió mirar hacia arriba, descubrió que ese salón no tenía un techo material visible y que, en el lugar donde debería estar el techo se estaba proyectando el más hermoso universo en un vuelo adimensional. Se estremeció. Ante sus ojos se fue abriendo poco a poco, como esparcido gentilmente sobre una enorme pantalla en HD, un cuadro inédito del cosmos, un fastuoso abismo de insospechados colores, un cielo proyectado hacia el infinito entre un mar de galaxias, púlsares y estrellas sin límite, número ni fin. Se sintió absolutamente diminuto; insignificante.
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El piano continuaba sonando, en tanto la visión sideral se hacía cada vez más espectacular y más enajenante ante la perplejidad de Antonio. Cuando bajó la mirada, se estremeció una vez más pues acababa de enfocar otra visión no menos prodigiosa. Lo que tenían sus ojos enfrente era sencillamente fabuloso: Allí estaba él, de espaldas, sentado ante un piano de cola negro y brillante como la piel húmeda de la orca. Dos enormes y finas alas blancas nacían en sus omóplatos y se proyectaban hacia lo alto formando una V, allí, en el céfiro del aire. Su cabello, lacio y oscuro como el azabache, caía hacia la espalda, rozando los arcos del nacimiento de las alas. Parecía un mitológico ovíparo humano, un Ícaro sentado al teclado, un águila blanca mitad hombre mitad ave presta a volar hacia el infinito al final de su hermoso solo de piano. — ¡Ven! —La voz del Zahorí volvió a sonar firme e inconfundible en la cápsula de sus oídos, mientras esas manos prodigiosas continuaban deslizándose sobre el teclado—. ¡Acércate! ¡Te estaba esperando! De hecho, sin haber aún volteado a mirarlo, el pianista de alas blancas ya se había enterado que Antonio estaba allí, en el hueco de la puerta, escuchando su interpretación, adivinando el movimiento de sus manos y escudriñándolo todo. El joven decidió obedecerle, aunque muy lentamente. Caminó hacia el piano, bordeando la pared de madera. Unos segundos más tarde, se sentó sobre la luneta que formaba la saliente hacia la mitad de la circunferencia del salón. Descansó la vista sobre el atril. Allí había un papel de partitura. Lo enfocó. Alcanzó a leer el nombre de la pieza musical que el Zahorí estaba ejecutando, el cual se hallaba escrito en letra cursiva a pocos centímetros del cuerpo del texto polifónico: “Atresia”, decía. —Es el nombre de la enfermedad congénita que casi te devora, aquella de la cual hoy te habló tu madre —Leyó el pianista su pensamiento, en tanto se ponía de pie y giraba el cuerpo para mirarlo—. Sin duda alguna, estuviste muy cerca de morir antes de siquiera saber de qué matiz era la vida. El Querubín no quería verte crecer. Pero de esa enfermedad ya nada queda, ni la más débil cardiopatía o la más insignificante complicación respiratoria. Si los médicos te auscultasen hoy, no encontrarían insuficiencia renal alguna o trastornos en tu esófago. Ella te salvó. Tu madre. Su fe. Su amor por ti. Antonio lo miró al rostro. Recordó entonces toda la escena y las palabras que hubo escuchado de él, allá, en la cabaña de la colina del trapiche. Sin embargo, esta vez, entre su sueño percibió que la piel del Zahorí era más clara, como la del color del trigo. No obstante, sus ojos negros seguían siendo dueños de esa mirada sosegada y profunda que tenían los ojos del anciano del cañaveral. Se le veía además el negro esbozo de su barba y su bigote. Vestía una toga de lana drapeada de color púrpura y sandalias de cuero, anudadas con correas del mismo material.
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—La muerte de Everest, y el desenlace adverso de la vida de tus pequineses, fue todo tan sólo una ventisca, frente al vendaval que se te avecina —advirtió el pianista de alas blancas—. Sin embargo, sé que has venido adquiriendo nobleza y valor a través de estos quince años que ya ha consumido tu vida. — ¿Por qué tardaste tanto para aparecer de nuevo? —Quiso saber el joven. Había una brizna de reproche en su voz. —Debes entender que mi realidad no se desplaza sobre tu tiempo ni detrás de tu pensamiento —Una hermosa luz empezó a rodear al Zahorí—. Por eso, la próxima vez que nos veamos tendrás ya treinta años. Te habrás enamorado. Te habrás casado y tendrás dos hijos, y ese vendaval del cual te he hablado se habrá convertido en un catastrófico tsunami, te habrá zarandeado el alma y te habrá arrebatado un par de hermanos y otro par de amigos. Estarás también a punto de morir en dos desagradables eventos. Pero no morirás aún. Empezarás a sentirte solo y caerás en la depresión y la tristeza. Eso te desorientará un poco, pero el dolor empezará a forjar en ti el espíritu que necesitas para llegar a conocer bien a tu enemigo. No obstante, aún no estarás listo para emprender la búsqueda de Las Llaves de los Vórtices de la Muerte. — ¿Dónde encuentro al Querubín? —Antonio anheló saberlo de una vez por todas. —No tienes que buscarlo, porque allí lo tienes, a tu alrededor, a cada segundo de tu vida. Ya te lo dije: Él es el dueño de tu mundo y de tus sueños de triunfo y de alegría. Pero no le permitas entrar en tu alma porque te aniquilará y habremos perdido la batalla. Él sabe muy bien lo que tú vales y, si no logra asesinarte, por lo menos logrará pisotearte y le será muy fácil arrastrar tu corazón sobre el barro y el estiércol del planeta. No le temas, pero acostúmbrate a saber que de hoy en adelante él se divertirá pateando tu cabeza sobre el césped. Se sentirá pleno, tratando de arrojarte al abismo de la locura. Antonio lo vio mover sus alas ligeramente. —Cuando me haya ido —la voz del Zahorí pinceló un eco inolvidable en el fondo del alma del joven—, acércate al piano. A un costado del atril encontrarás mosto del fruto de la vid, servido en una copa de bronce. Bébelo, porque al hacerlo sellarás nuestro pacto y se apaciguará tu espíritu. Luego regresarás a tu realidad sin que de ahora en adelante puedas olvidarme. Antonio se sintió extrañamente perdido al pensar que en un par de segundos iba a ver al pianista de alas blancas volar, lo iba a ver atravesar el vacío de ese techo portentoso y lo iba a ver perderse en el universo que parecía alejarse allá, mucho más allá de la fastuosa bóveda galáctica que flotaba sobre sus cabezas. — ¿En verdad llegó tu hora de partir? —Gimió. —Sí. Debo irme ahora. Cuida mucho a tus hijos, cuando estén en el mundo. — ¡Llévame contigo! —El joven se puso de pie y suplicó, encadenado a la triste brisa de su vida.
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—Aún no has ganado tu vuelo al infinito. No haría bien llevándote ahora. El zahorí abanicó sus alas con gentil destreza y se elevó hacia las estrellas. El sonido etéreo de su vuelo se quedó para siempre allí, grabado en un bastión de la memoria de Antonio.
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6 Príncipe fue el primer amigo entrañable que perdió. Así ya lo llamaban —Príncipe— cuando él lo conoció. Se había ganado ese apodo desde muy pequeño gracias a su porte, sus ojos azules, sus cabellos en rizos dorados y su carismática y noble manera de ser. El primer día que repararon el uno en el otro, se saludaron, intercambiaron un par de palabras intrascendentes y decidieron ir a jugar fútbol en un callejón ciego, algo así como un cul-de-sac de cemento resquebrajado que estaba por allí, entre las calles del barrio en el que vivían. Desde esa tarde, su amistad tejió en sus almas un vínculo de hermanos y una empatía natural sin condiciones, pero también tramó una caída conjunta y lenta hacia el abismo que la maraña del Querubín hubo trazado en sus jóvenes y hambrientas existencias. Mercedes le había comprado a su hijo un mes atrás su primera guitarra. Ya estaba él cantando boleros antillanos y garrapateando baladas. A Príncipe le fascinó la manera de interpretar y de componer de Antonio, porque él siempre había querido tocar la guitarra y cantar. No obstante, la misma música que amalgamó sus sueños conjuntos fue también la película melosa que el Querubín utilizó para lanzarlos al vicio, la perversión y la bebida. Del callejón del fútbol sano en el cual se conocieron, desembocaron en la calleja de la trampa que el ángel negro tendió frente a sus ojos en esos días del loco trasegar de la inmadurez de sus almas. Pero, “Amistad es amistad”, como dijo Henry —el segundo amigo de Antonio de esos años—, una noche en la cual los tres estaban bebiendo y comiendo en casa de un hombre viejo y perverso que solía obsequiarles trago, alimento y fiesta —incluida su hija—, a cambio de tenerlos a su antojo para no sentirse solo y miserable. Desafortunadamente, cada vez que Antonio barajaba indiferentemente esas escenas crudas de su vida, no quería reconocer lo malo que había en ellas, no se veía a sí mismo con un cristal diáfano como el crisol, puesto allí, ante su mente analítica, ni adivinaba siquiera por casualidad que era el Querubín quien estaba diseñando esa telaraña, que era el maldito demonio quien se valía de seres ya irremediablemente perdidos, ya definitivamente atrapados por él y ya mucho más viejos que ellos, para capturarles sus espíritus y lanzarlos al despeñadero que, unos metros más abajo, descendía nada más ni nada menos que hasta una guarida de fuego diabólico y espeluznante. Era el año de 1.969. Durante tres días y tres noches —15, 16 y 17 de agosto—, se celebró en Bethel, una pequeña ciudad cerca de Nueva York —La Gran Manzana—, el Festival de Rock de Woodstock, un evento musical sin límite moral alguno. Por ese mismo año en Vietnam, los Estados Unidos ya habían empezado a perder una guerra que, al igual
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que la primera y la segunda guerra mundial, puso al desnudo la crueldad del hombre y ocultó del prisma real de la historia la risa de satisfacción que el Querubín dejó escapar de su podrida boca al observar cómo su plan de destrucción de la humanidad empezaba a dar sus más terribles pasos. Nacía la bestia. Las drogas ilegales hicieron su pomposa aparición universal. Woodstock se encargó de promover su consumo a todo nivel. Los asistentes al festival, y algunas de las bandas participantes, clamaron al mundo entero que el consumo de marihuana y hongos —al igual que la práctica del sexo desenfrenado y libre— era una manera iluminada e inocente de rebelarse por la libertad de pensamiento, por la validación absoluta de los Derechos Humanos y por el fin de la guerra. Los hippies, esa contracultura mezcla de jóvenes y viejos norteamericanos de largos cabellos y vestidos sucios, se colocaban flores en la cabeza y sonreían para las cámaras de los noticieros como si estuviesen viviendo una escena caprichosa del paraíso del Génesis o como si estuviesen consumiendo juntos, desnudos y estúpidamente cándidos, trozos de la manzana del Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal. Una noche de ese mismo año, Príncipe, Henry y Antonio se encontraron en la puerta de una casona grande de ese barrio de la capital en el cual vivían. Allí se estaba celebrando una fiesta a la que sólo tendrían cabida los adolescentes. Los tres encajaban en esa condición. El estrépito de la música lo llenaba todo de excitación, no sólo los rincones de la vieja mansión, sino también el aire de las calles aledañas. El rock de Woodstock hacía eco en las paredes de todas las viviendas de la vecindad. Era una noche para no olvidar. Entraron al baile. Ésa era la primera vez que Antonio escuchaba la sinuosa, cadenciosa y alucinante música de Carlos Santana, Bob Dylan, Joe Cocker, CCR, The Family Stone y otras bandas que se dieron a conocer a nivel mundial durante el festival de Woodstock. Voló la noche. Se desvaneció el primer par de horas. Ya había consumido él dos cervezas. Cerca de las doce, se encontró sentado sobre el suelo en algún sitio de la casa sin haber probado nada nuevo todavía. Se sentía, sin embargo, enajenado y embriagado, como abandonado a su buena suerte en la mitad de un sueño musical erótico, como impulsado al centro mismo del corazón de un maravilloso espejismo sin fin, como hundido felizmente en la madera de ese árbol que piensa y que presiente que por primera vez va a ver cómo nacen cientos de alas desde lo más profundo de la maraña de sus ramas. No le había sido posible concretar visualmente dónde estaban Príncipe y Henry en ese instante. Pero ese detalle pasó a ser algo irrelevante cuando, sin invitación alguna, una hermosa niña de apenas diecisiete años, de cabello negro, largo, arquitectónicamente ondulado y ojos verdes, impregnados su blusa, su cuello y su rostro de un aroma sobrio pero almendrado y exaltante, se sentó a su lado, allí, sobre el piso.
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—Qué música fantástica es ésta, ¿cierto? —Pulverizó ella con su voz las quimeras, atrapando sin demora la atención de Antonio entre la hermosa estructura de sus dientes. —Sí —respondió él sin afán, mientras escuchaba con real admiración el Black Magic Woman de Santana—. Es una música que jamás hube imaginado que pudiese ser escrita. Miró a lo lejos, como si buscase a alguien allá, en el cuerpo de la silueta del salón en donde los demás bailaban. —Te vi llegar con Príncipe —Extrajo la joven de su pequeño bolso un cigarrillo—. ¿Eres su amigo? —A veces he llegado a pensar que él y yo somos mucho más que amigos; que somos como hermanos —Se escuchó él divagar—. Creo que sería difícil para cualquiera de los dos perder al otro mientras estemos jóvenes. —En Vietnam se están perdiendo vidas jóvenes día a día —objetó ella—, y nosotros estamos alegres y relajados aquí sin desmayarnos siquiera. La miró a los ojos. Sus manos hubiesen querido en ese instante ascender y enmarcar ese rostro fresco por el arco de las mejillas, muy suavemente, con la punta de los dedos, quizás muy tiernamente, para contarle que de cuando en cuando tenía él miedo a morir así de joven, sin haber besado aún a una mujer hermosa y sensual como lo era ella. —Me llamo Danna —Encendió la adolescente su cigarrillo—. Soy pianista. Lo he sido desde que cumplí los siete años. ¿Quieres fumar? Antonio ya había empezado a fumar tabaco del normal por esa época. Con el Príncipe lo compraban en cualquier tienda de los alrededores. Sin embargo, el olor de humo de yerba que por primera vez sacudió sus fosas nasales en ese instante era absolutamente diferente. Se estremeció su alma. Miró de nuevo a la hermosa joven, tal vez atolondrado. La observó aspirar, serena, por diez interminables segundos. Se sintió ansioso, quizás intruso, nunca supo después qué fue lo que sintió en ese momento. —No te asustes —Sonrió Danna, reteniendo el humo del psicoactivo en su garganta—. Se ve que aún no has tenido esta experiencia. No vas a morir. Vas tan sólo a sentir libertad, deseos de volar, de bailar hasta la madrugada, de olvidar todo lo que haya podido ser triste en tu vida y, quizás también, de volver a verme pronto si es que no nos hemos de ver más tarde. Ven. Toma. Cógelo. Es sólo un cigarrillo diferente. Fuma. Hazlo por mí. Te va a fascinar. A pesar de que el aroma de ese perfume suave de joven mujer se había desvanecido casi totalmente hacia la nada entre el avasallador olor del estupefaciente, la miró él con respeto —en ese momento no se detuvo a pensar por qué—, la magnificó, como se hubiese podido apresuradamente idealizar o magnificar a una diosa de azul fuego que emergiese frente a sus ojos sobre la pantalla de una proyección de cine o que apareciese de súbito ante él, sonriente y voluptuosa, en la mitad del
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agua del lago bruñido del planeta nigromante de La Galaxia del Sombrero. Nunca supo por qué la vio así. Tal vez fue que el humo que escapaba de su cigarrillo ya le había afectado el pensamiento o, quizás, fue que llegó a sentirse en ese instante “ignorantemente feliz” —así lo poetizó en una de sus canciones años después la banda británica Pink Floyd— ante la visión física y tangible que tenía allí, tan cerca de sus ojos. Absolutamente desarmado entonces, entre el pulgar y el índice de su mano derecha tomó la colilla de alucinógeno que aún quedaba entre los dedos de la joven; y fumó despacio. Había escuchado a alguien decir por ahí que el popular guarachero cubano Daniel Santos, cuyos boleros —como uno que se llamaba Virgen de media noche— el Príncipe y él solían cantar en cualquier tienda del barrio mientras bebían ron a pico de botella, tenía permiso para fumar marihuana antes de salir al escenario. El famoso cantante había alegado que la necesitaba, ya que su voz se agigantaba con el efecto del humo de esa hoja de cáñamo. Parecía entonces ser que aspirar cannabis no era realmente malo. Volvió a fumar. Danna sonrió, al verlo ingresando a lo largo del vestíbulo de la trampa que ella ya habitaba. El Querubín muy probablemente también sonrió, asomado tras el vértice de la columna más cercana, cerca del estruendo maravilloso de los bafles del sonido.
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7 Cuatro años después se marchó a Canadá, con el apoyo de su madre. Ella había viajado seis meses antes mientras él se quedaba en Bogotá recuperándose de la depresión que le había generado una afección pulmonar que no pudo acabar con su vida y a la cual los neumólogos llamaron primero tuberculosis y luego cáncer, pero que no fue ni lo uno ni lo otro. Al enterarse de su condición, Mercedes había decidido ayudarle a viajar. Junto con la invitación protocolaria le envió el tiquete de ida porque sabía muy bien que él no tenía dinero y porque algo le decía a su corazón que no debían alejarse tanto. Aún no. Era un día de principios de julio de 1.973 cuando Antonio arribó al aeropuerto de Toronto cargando su guitarra y una mochila con sus pocas pertenencias. Su cabello había crecido hasta los hombros. En tanto pasaba por aduana e inmigración, sintió ese olor característico del verano canadiense, ese olor a arce tostado mezclado con aroma de viento de cielo azul de puerto del norte. Aprisionó a su madre entre sus brazos, a la salida del terminal aéreo. Le agradeció abiertamente su amor, su invitación y su preocupación. — ¡Ven! —Los ojos de Mercedes brillaron alegres—. ¡Cojamos un taxi! ¡Quiero que conozcas uno de los sitios más hermosos de esta ciudad hoy mismo! ¡Te voy a invitar a almorzar allá! — ¿No tienes que trabajar hoy? —No. Hoy es tu día de suerte. No tengo que trabajar. Treinta minutos después se apearon del taxi y caminaron muy juntos a lo largo de Yonge Street, una calle de Toronto que jamás él olvidó. Aunque el crepúsculo apenas se asomaba sobre el horizonte, las agujas del reloj decían que eran ya las nueve de la noche. Hermosas rubias bronceadas que vestían solamente pantalones recortados arriba del muslo, sandalias livianas y delicados bobitos —término latino— que cubrían sus senos parcialmente, ascendían en parejas o en grupos y se cruzaban con Mercedes y Antonio a lo largo del suave descenso que ella y él estaban haciendo en dirección al Lago Ontario. El aire de la calle exhalaba el perfume inconfundible del arce. Era ése otro mundo, otro lugar de la existencia, otra proyección del alma, otra comida, otro idioma, otra gente, otras costumbres. Y esa noche, tal y como lo había prometido, Mercedes lo invitó a cenar en un barco restaurante, un galeón antiguo recién restaurado, esmaltado y hermoso, que flotaba silencioso, anclado a la orilla del lago, al pie de la ciudad. Era el famoso Captain John’s Harbor Boat Restaurant.
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En tanto saboreaban el filete de salmón frito y la ensalada, Antonio se ensimismó, observando a través de las ventanas del galeón el agua azul plomo que se adormecía bajo el viento fresco de la escalada de la noche. Más allá de la margen del estuario, el conglomerado de los rascacielos centelleaba entre su océano de luces, instigando al joven a sonreír feliz y a bendecir a Dios por estar exactamente allí, en ese lugar, frente a la mujer que, para su corazón, era la más bella criatura de la Tierra. Se desvanecieron hacia la nada nueve meses de su vida, allá, en Toronto. Había empezado a trabajar como ayudante de mesero, precisamente en el Captain John’s. Y había empezado a ahorrar dinero. Un día, lo asaltó la idea de regresar a su país y casarse en la Catedral de Bogotá con una preciosa joven trigueña de dieciséis años de nombre Libia, a quien él había conocido un mes antes de partir a Canadá y de quien se había enamorado locamente. Había sido imposible vivir allá sin ella. Se casaron y viajaron casi que de inmediato hacia Toronto. Antonio se sintió feliz de poder saborear de nuevo esa aventura, esta vez con ella. Tuvieron allá un hijo hermoso —John Paul—, con ese color trigueño de la piel de Libia y los enormes ojos azules de Mercedes. Sin embargo, unos meses antes del nacimiento del niño —8 de marzo de 1.975—, Antonio se vio obligado a internarse en un hospital que quedaba algo lejos de la casa en la cual vivían en arriendo, al occidente de Toronto. El pesado frío que había traído el asomo del invierno canadiense le estaba debilitando el sistema respiratorio. Llegó a pensar que los tres orificios que tenían sus pulmones, los cuales habían empezado a calcificarse durante el tratamiento de rehabilitación al que había sido sometido en un sanatorio de la capital de Colombia un año atrás —evento del cual hablaré más tarde—, no habían cerrado totalmente. Libia iba a visitarlo a diario después del mediodía. Tenía ella cinco meses de embarazo. Bajaban juntos al atardecer, a caminar por el bosque que había detrás del sanatorio. La silueta de la trigueña colombiana se recortaba tierna, en medio de la penumbra que a esa hora empezaba a usurparle su lugar al sol de grana. Se entretenían entonces, persiguiendo las ardillas de piel rojiza que buscaban alimento sobre la hojarasca entre decenas de árboles que abrían sus alas de sorprendentes matices a lo largo de la hondonada. A lo lejos, el sol descendía tras la búsqueda de la curva del muelle de las montañas del ocaso. Una madrugada de diciembre, unos días después de haber salido del sanatorio, Antonio soñó a Príncipe. Lo veía en ese callejón sin salida, aquél cul-de-sac en el cual habían jugado fútbol por primera vez. Reían tranquilos, transparentes, tal y como lo hicieron el día que se conocieron. De repente, príncipe ignoró el balón, se acercó a Antonio y empezó a cantarle a plena voz: “¡Feliz Navidad, Feliz Navidad, un próspero año y felicidad!”. Luego se le aproximó aún más para abrazarlo. El sueño se detuvo para siempre. Antonio despertó. Efectivamente, ése era el día de Navidad. Reflexionó, muy triste. Miró el reloj. Eran las siete. Recordó los
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momentos, los días y las horas que con Príncipe habían compartido en Bogotá. Se sintió miserable, cuando visualizó que no tenía ni siquiera su número de teléfono, nada, absolutamente nada de él. No tenía ni una foto; nada. En la mitad de ese auto-reproche sonó el teléfono, un receptor inalámbrico de dial. Lo levantó. El aparato había permanecido toda la noche al pie de la cama. El joven miró el tablero de caracteres de luz verde. Tenía una llamada de larga distancia. Contestó inmediatamente. Empezó a escuchar la voz de Ligia —la tercera de la camada de sus padres—, la única de sus hermanas que jamás viajó a Canadá, la misma que tras la muerte de Everest sugirió comprar los dos pequineses pues era ella la que, junto con Mercedes y Jorge, más lo quería cuando él era sólo un niño. Al momento de la llamada, Ligia rentaba un apartamento a pocas cuadras de la casa de Príncipe, allá, en la capital colombiana. Vivía con sus dos hijos. Ella saludó a Antonio a través de línea. Se le escuchó muy acongojada. — ¿Sabes a quién mataron anoche? —Su voz sonó esencialmente premonitoria. Él se estremeció. Recordó todo su sueño de la madrugada. Su corazón se detuvo por tres segundos. — Príncipe…— alcanzó a susurrar. — ¿Cómo lo sabes? —Lo acabo de soñar —Su alma se hizo pedazos. Dos gruesos lagrimones empezaron a escapar de sus ojos. —Sí— Ligia carraspeó. —Desgraciadamente, el Príncipe andaba en malos pasos. Le pegaron un tiro en medio de la frente cuando con otro muchacho y una joven intentaban robar el dinero de la caja de una tienda de licores. Dejó un hijito de un año. Antonio se desvaneció. Se despidió de su hermana, absolutamente consternado, sin poder pronunciar una palabra más. Soltó el teléfono. Quedó petrificado. Durante más de diez minutos no movió un solo músculo. Lloró en silencio. Luego, elevó una oración amarga y se mantuvo inerte, allí, sobre la cama, durante media hora. Tal vez, sin que lo intuyese aún, el Querubín lo estaba observando desafiante desde el marco de la puerta de la pieza, ubicada en el segundo piso de la casa número 33 de Cloverdale Road, al oeste de Toronto.
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8 Nunca fue indispensable haber caminado con alguien por más de cinco meses para llegar a considerarlo un buen amigo. Hacia el año de 1.972, el séptimo piso del Hospital San Carlos — al sur de Bogotá— tenía cuartos pequeños, pero cómodos e iluminados, alineados a lado y lado de un corredor lánguido y brillante. En esa época se le asignaba un cuarto a cada paciente. Era algo así como un privilegio, reservado para trabajadores aún activos que padecían de tuberculosis y que laboraban en empresas privadas. Claro que la opción estaba también abierta para aquellos enfermos particulares que estuviesen en condición de pagar por todos los gastos, tanto médicos como hospitalarios y de manutención. Por eso, ese piso del San Carlos era conocido como El siete de los pensionados. Los otros pisos, esencialmente del segundo al sexto, albergaban pacientes que no tenían trabajo ni dinero para solventar los gastos que acarreaba su enfermedad pero que estaban en un estado avanzado del daño que les había originado en sus pulmones el bacilo de Koch —nombre del Nobel alemán que en 1.882 logró aislar la bacteria de la tuberculosis. Hasta allá llevaron a Antonio una mañana de octubre de ese año Jorge —su hermano renacuajo— y su padre. Un buen amigo de Jorge — de nombre Francisco—, quien unos meses más tarde murió ahogado en un río y cuyo cuerpo sólo fue encontrado días después luego de haber sido devorado por cientos de pirañas, conducía el carro en el cual se transportaron desde la casa de Don Carlos hasta la puerta del sanatorio. Debo anotar aquí, antes de continuar, que estoy retrocediendo algunos años sobre el tiempo total de esta historia. De hecho, Mercedes aún no había viajado a Toronto. Cargando entonces un maletín con sus pocas pertenencias y sus escritos, Antonio se apeó del auto de Francisco, hundido en la depresión y la incertidumbre. Jorge descendió detrás de él. —Espero venir pronto a recogerte para llevarte de vuelta a casa —le dijo, y lo abrazó. Había un tenue brillo de lágrimas, retenido en el vértice de los ojos del hermano renacuajo. —Yo también espero estar pronto de regreso, pues no quiero ser quien aparezca entre tus sueños para cumplir con la promesa que hemos hecho —Antonio lo abrazó también, haciendo referencia a un juramento solemne pero fraternal que él y Jorge habían acordado una noche, meses atrás: “El que de los dos muera primero —había propuesto en ese entonces Jorge—, vendrá de alguna forma, o entre las alas de un sueño, para contarle al que de los dos aún viva si es que de verdad existe el más allá, y cómo es”.
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Se despidieron frente a la entrada del San Carlos. Luego, Jorge dio media vuelta, regresó al auto de Francisco y se acomodó en el puesto del copiloto. Don Carlos aguardaba, abullonado en el asiento de atrás. Antonio caminó en sentido contrario, para internarse allí por nueve meses. Le fue asignado el cuarto 705. Las ventanas daban hacia las montañas del oriente. Se podía fácilmente apreciar el bosque de pinos, eucaliptos y cipreses que rodeaba el edificio. La vista era espectacular, casi poética. Por añadidura, Don Carlos pagaría por todos los gastos. Había argumentado que no podía tener al joven a su lado ante el grave diagnóstico de su supuesta y volátil tuberculosis pulmonar. No obstante, Antonio no lo culpó por su decisión no negociable. Realmente, nunca culpó a su padre de nada. Creía que Don Carlos tenía una buena razón para decirle que era mejor que se alejase de su casa y se internase en ese sanatorio. Además, al tomar esa decisión, su padre muy probablemente le salvó la vida. Pasaron las horas, los días, los meses. En los pulmones de Antonio los neumólogos habían encontrado esos tres orificios de los cuales antes yo hablaba, los cuales tenían el tamaño de las monedas antiguas de un cuarto de dólar americano. No obstante, jamás hallaron el bacilo de Koch entre la flema de su expectoración. Llegó diciembre. La víspera de Año Nuevo, a las doce en punto, la ciudad entera estalló en ese rataplán de cohetes y de luces que solían llenar el cielo de colores y de gigantes burbujas pirotécnicas y que luego ahogaban el aire entre el humo resultante que parecía llevarse con él el año viejo. En esa época aún no existía la prohibición para la venta y el uso de la pólvora navideña en Colombia. Antonio se sintió forastero, alienado, ajeno a la existencia, al hallarse un treinta y uno de diciembre en un cuarto de hospital, tan solo, frente a la ventana de una especie de prisión inalterable. Luego, experimentó una sensación de euforia, seguida de una depresión inmanejable. Se habría podido beber allí mismo dos botellas de ron sin inmutarse. Extrañó a su madre. Empezó a llorar amargamente. Se autocondenó de una forma miserable. Se encontró culpable de maldad e irremediablemente huérfano del Padre de la Creación, a quien no percibía por rincón alguno de su alma. Salió al balcón, por la puerta de metal que tenía el cuarto —todas las habitaciones del séptimo piso tenían salida a ese balcón—, sin importarle pensar siquiera que esa puerta estaba oficialmente condenada, pues a los pacientes les estaba prohibido abrirla y menos acercarse a la baranda que daba al vacío. El humo de la pólvora seguía envolviendo la ciudad allá a lo lejos. Caminó dos pasos. Se asomó al abismo, pegando su cintura al borde del pasamanos. Enfocó el suelo de ladrillo, diecisiete metros abajo. Se estremeció. Sintió miedo. Séptimo piso. Tembló todo su ser, mientras su corazón seguía llorando. Pensó en el cementerio. Se sacudió su mente. Pensó también de nuevo en su madre, y en Jorge. Recordó, esbozando una mueca alienada, la promesa que habían hecho, la de regresar desde el abismo de la muerte para contarle al otro qué era lo que había más allá de aquel camino, si es que había algún camino. Se armó de un falso
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valor. Empezó a inclinar su cuerpo hacia el vacío. Inició el balance equivocado del tronco en esa dirección. Cuando supo que iba a caer, sintió que alguien lo aferraba del brazo firmemente. Volteó a mirar, desencajado el rostro. Era la hermana María, una monjita de corta estatura, pero de enorme corazón. Usaba lentes gruesos. Estaba a cargo de supervisarlo todo por las noches y de ayudar a bien morir a aquellos a quienes la tuberculosis o el cáncer pulmonar vencían fácilmente. — ¡Hoy no vas a morir! —Lo miró ella firmemente, pero con inmensa ternura—. ¡Tu madre no podría soportarlo! Se desvaneció el tiempo en el sanatorio. A mediados de enero, una mañana fría, estaba él caminando por el corredor del piso, cerca del elevador y cerca también de la compuerta de vidrio que separaba el ala de los internos del pabellón de las internas. De repente, la hoja de metal del ascensor se abrió. Por el hueco emergió Francia, la robusta Francia, la misma enfermera que en las mañanas le aplicaba a Antonio la inyección de estreptomicina, ese antibiótico tenaz que se enfrentaba a las bacterias de su supuesta tuberculosis, allí, en los alvéolos de sus pulmones. Francia no venía sola. Empujaba con profesional destreza una silla de ruedas. En la silla venía un hombre supremamente delgado, de piel cobriza y cabello largo de color ámbar profundo atado hacia la nuca en una firme cola. Sus ojos también eran negros. Le trajo a Antonio a la memoria al Zahorí de la cabaña. Vestía a la usanza de los Kogis —tribu que habita en la franja meridional de La Sierra Nevada de Santa Marta. Tenía porte y nobleza en su mirada. Era ni más ni menos que el mamo Sebastián Zalabata, por ese entonces la autoridad suprema entre su pueblo. Cargaba en el organismo un cáncer asesino. El jefe político de la nación había autorizado para que se le transportase desde la sierra hasta la capital en su avión presidencial. Se cerró detrás del Kogi la puerta del ascensor. Como por encanto, el corredor se llenó de pacientes mientras Sebastián era trasladado a su cuarto —el 716—, no muy lejos del cuarto de Antonio. Todos cuchicheaban. Todos preguntaban. Sebastián sólo miraba hacia el frente, sin pestañear, sin sonreír, sin desviar los ojos. Francia erguía la cabeza. Se sentía orgullosa, importante, cual si fuese ella y no el mamo el centro de la atención de todos los del piso. La silla se desplazaba lentamente con su venerable pasajero. Antonio era el último del cortejo. A la mañana siguiente, la hermana María ordenó a seis de los internos del piso tomar un baño, ponerse ropa limpia y bajar a caminar con el Kogi por el jardín y luego por el bosque, algo más allá del frente de la entrada interna del edificio. Les iban a tomar fotos, unas para la Prensa, otras para el archivo de la presidencia. Se encontraron allí dos horas antes del almuerzo. El mamo se veía elegante; diferente. El primer mandatario de la nación le había enviado un traje de paño azul oscuro, zapatos de cuero negro, una camisa blanca de marca y una costosa corbata. Se había duchado con agua caliente. Las enfermeras lo habían afeitado. Sin embargo, le habían preservado intacta su cola de cabello
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negro azabache, la cual continuaba atada firmemente tras la nuca. Caminaba fresco, radiante, y aunque su porte continuaba siendo noble y serio, sus ojos negros brillaban de una manera un poco menos retraída que ésa del día anterior. Les tomaron las fotos, con el mamo siempre ubicado en la mitad del grupo. Luego, todos se dedicaron a deambular sin prisa alguna por el sendero del bosque entre pinos y eucaliptos. Antonio y el mamo caminaban adelante, en silencio. Los demás los seguían, algo rezagados. De súbito, un viento fuerte, una rebelde ventisca, levantó decenas de hojas secas alrededor del cortejo. El hermoso remolino que se formó les obligó a detenerse. Entonces, el Kogi miró a Antonio a los ojos. —Cuando salgas de aquí —su voz transportó hasta el alma del joven un arco iris de melancolía—, haz igual que el viento. Antonio lo escuchaba atentamente. Miró hacia la hojarasca que regresaba para posarse de nuevo sobre el tapete de la grava. —Es el viento el que eventualmente arranca las hojas del árbol, para que caigan —ilustró Sebastián—, pero es él también quien de nuevo las levanta para que armonicen de otra forma con el árbol. —No entiendo la figura —Antonio se mostró sincero, ante la confusión que estaban barajando sus neuronas. —Simplemente, haz como el viento —Retomó el mamo el sendero que ascendía suavemente hacia la reja de dos metros que estaba frente a ellos y que daba hacia la libertad y hacia el bullicio de la ciudad. El joven no lo siguió inmediatamente. Se quedó quieto, estupefacto, mirándolo caminar, pero sólo por un minuto. Su mente repitió para sí misma las palabras que acababa de escuchar. Parecía como si el mamo lo hubiese conocido desde siempre o como si desease sellar con él esa mañana una amistad incondicional, una pequeña historia, nacida de una razón de afinidad etérea sin prólogo de camaradería. Se abrió entonces sin más demora en su interior una brecha de discernimiento frente a esa metáfora de la hojarasca que Sebastián acababa de esbozar, aunque se preguntó cómo podía el mamo haber leído el desperdicio que hasta ese día había sido su existencia, si esas pocas palabras que acababan cruzar eran las primeras que sus vidas estaban compartiendo. Sin haberlo planteado, le empezó a tomar un cariño significante. Se propuso aquilatar en el menor tiempo posible el verdadero valor del rango del alma del Kogi y, en consecuencia, ya no se sintió tan solo. Caminó detrás de él. Lo alcanzó hacia la mitad del ascenso que hacían los adoquines. Al llegar a la reja se detuvieron de nuevo. Se quedaron allí por dos o más minutos, sin decir palabra, mirando hacia lo lejos, hacia la estructura física y común del mundo de afuera con sus casas, sus edificios, sus autos, gente alegre y gente triste, pavimento resquebrajado y sueños sin mañana. —Muy pronto saldremos de aquí si Dios quiere —Intentó Antonio con estas palabras darle fuerzas al mamo para que luchase contra su cáncer terminal.
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— ¿Y si no quiere? —antepuso el Kogi, sin permitirle a su voz quebrarse para nada. —Si no quiere, Él sabrá por qué— murmuró Antonio, lleno de tristeza. Entonces Sebastián volteó a mirarlo. —Tú sí vas a salir pronto de aquí —Le pronosticó—. Cuando eso suceda, cuídate de la maldad del hombre, pero, ante todo, cuídate de la doble intención que el mundo le otorga al corazón de la mujer. A la mayoría de ellas no le interesa lo que tu mente piensa, lo que tu alma busca ni lo que tu mano escribe. A la mujer sólo le interesa lo que tu cuerpo, tu vigor y tu trabajo pueden darle. Igual sucede con aquellos jóvenes a quienes tú llamas tus amigos. Pasaron dos días con sus noches. En la mañana del tercero, el mamo no despertó para seguir viviendo, sino para morir. Estaba agonizando. Lo llevaron de prisa al quirófano, primer piso del hospital. Le extrajeron gran parte del estómago y un largo tramo de intestino. La cirugía duró varias horas. Al anochecer, murió sobre una camilla en la sala de recuperación. Una vez más, el presidente facilitó su avión privado para trasladar el cuerpo hasta Nabusímake —su ciudad sagrada. Allá fue inhumado, no muy lejos de los bohíos circulares en los cuales habitaba la tribu. La procesión que organizaron sus carnales para llevarlo hasta su tumba fue multitudinaria, fantástica; sin precedentes. Ese domingo, dos días después, los diarios de la capital contaron esta historia. Entre las columnas de uno de los reportajes Antonio pudo apreciar las fotos del sepelio, impresas en blanco y negro.
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9 Guardó entre sus papeles las páginas de la procesión de Nabusímake. Luego, se dispuso a enfrentar por primera vez a su enemigo. Sin embargo, no fue un sueño el escenario de esa escaramuza. Fue un viaje absoluto y real de su espíritu hacia el cavernoso, horripilante e inmisericorde laberinto del inmenso búnker del Querubín: El infierno. Todo empezó cuando Antonio supo que esa noche no iba a poder conciliar el descanso normalmente. Llevaba varias horas dando vueltas en la cama, pensando en Sebastián. Estaba extenuado, realmente impresionado. Le parecía escuchar su voz y verlo caminar a su lado, muy triste, metido en su traje azul oscuro. Las imágenes se sucedían muy reales, pero deplorables. Vibraban en su mente las pocas palabras que él y el mamo habían compartido durante el corto tiempo de su amistad. Todo el serial de las escenas daba vueltas sin descanso en la película de su memoria. Su alma estaba inquieta, pero desafiante. No era el mejor momento para pretender dormir tranquilo porque, en el instante en el que presentía que se iba a hundir en el abismo de alguna pesadilla, su mente se oponía, se sacudía su ser con fuerza, y luego todo regresaba a la normalidad de la conciencia. Se acostó entonces boca arriba. Respiró profundo. Pasaron dos minutos. Decidió llenarse de valor y no luchar más contra esa situación. Entonces, empezó todo su ser a estremecerse entre suaves espasmos, ruidos de voces y una sensación táctil enajenante que impulsó a su etéreo a liberarse de su cuerpo. Y sucedió lo que tenía que suceder. No fue un sueño lúcido. No fue una simple alucinación. Fue una odisea del espíritu. En un fugaz relámpago, Antonio se encontró descendiendo por un túnel oculto en algún lugar de la Tierra, algunos kilómetros abajo del cráter de un volcán. A lo largo de las primeras millas de marcha no había mucho que ver; nada relevante. Sin embargo, al final de la galería se topó con un amplio rellano de tierra rojiza. Se detuvo. No muy lejos de allí, como a trescientos metros de su espectro, se podían observar unas señales de fuego que colgaban en lo alto de una muralla colosal y atemorizante. El aire no flotaba a su alrededor. No parecía existir el aire en esa dimensión. Encaminó entonces sus pasos hacia allá. Al llegar al pie de la mole, supo que había encontrado las puertas del imperio del Querubín. Alzó la vista. Sobre el plano principal de la pared frontal de la tétrica y sombría piedra, vio escrita una sentencia absoluta que rezaba así:
“Esta es una de mis muchas puertas. Puedes entrar aquí cuando desees, pero jamás podrás salir”.
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Las agujas de un ciclópeo reloj romano que ostentaba un bizarro IIII —en lugar de un IV—, y que tenía su esfera de oro incrustada entre la roca, exactamente por encima del texto de la sentencia, parecían estar marcando los segundos de una parsimoniosa eternidad. Se zarandeó hasta lo más hondo el bloque intangible del alma de Antonio. Sin embargo, algo le decía que aún no había visto nada realmente espeluznante como para dejarse tan pronto vencer por el temor, que ése era sólo el punto cero de su viaje; apenas el comienzo. Y sabía también que tendría que hacer el recorrido solo, que el Pianista de Alas Blancas no estaría a su lado para ayudarlo a enfrentar al Querubín. Agudizó entonces todos sus sentidos. Paseó la vista por los alrededores de la fortaleza. No se veía a nadie por allí, nadie en la boca rectangular del mamotreto, ningún guardia a los lados ni atalaya alguno en lo alto de la compacta torre. Pero él percibía presencias, desplazamientos reptilianos, exhalaciones y latidos fuertes a su alrededor. Intentó llenarse de valor. Traspasó la abertura. Continuó descendiendo muy despacio, muy alerta. A medida que se deslizaba, el sendero se volvía escarpado y difícil de enfrentar. Había fuego en lo alto de las rocas. La temperatura debía estar oscilando entre los trescientos y quinientos grados centígrados. Flotaba en el espeso ambiente un químico pesado, pegajoso, asfixiante, sulfúreo. Asquerosas larvas de gusano se cruzaban de cuando en cuando con sus pies. De súbito — ¡Dios del Cielo! —, empezó a escuchar las voces. No eran sonidos normales de voces humanas o, si lo habían sido alguna vez, ahora eran otra cosa, eran algo así como incontables e inseparables lamentos desgarradores, fantasmales, espeluznantes. Eran, sin duda, maldiciones irrepetibles, mezcladas con millones de alaridos de almas en pena, en tribulación indescriptible, en miserable condena. Era, todo, una orquesta de incesantes gritos inhumanos, brutales, gargantas sepulcrales en eterna agonía, bramidos ensordecedores que masacraban el aire viciado del fondo del más oscuro abismo y que desplazaban las llamas hacia el borde de la piedra. Se encrespó como retenida entre un témpano de gélido plomo la piel transparente de su espíritu. Sabía que estaba llegando al centro mismo del averno. Y así fue. Ante su aterrada mirada, el sendero escarpado desembocó en un lago de lava de fuego, azufre encendido y estiércol humano que no tenía fin ni orillas. En la superficie de semejante mar de pesadilla asomaban millares y millares de cabezas de hombres y mujeres cuyos cuerpos calcinados estaban atrapados hasta el cuello entre la asquerosa mezcla. Las caras, deformes, desfiguradas, carbonizadas, irreconocibles y aterrorizadas a más no poder, no tenían dientes ni cabello. Sus ojos, desencajados, quemados como ascuas, desorbitados, miraban a Antonio con la mirada enloquecida del que ya no abriga esperanza de nada. Las bocas se abrían para expeler excremento y lanzar aullidos de terrible dolor en un coro infernal y desigual de enajenante vibración. El joven se sintió muy mal. El motor de su entelequia, si es que era factible así pensarlo, empezó a latir sin control. Parecía como si su
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corazón se estuviese convirtiendo en la bomba de combustión de una locomotora demente descarrilada hacia el peñasco. Creyó estar enloqueciendo. Llegó incluso a pensar que simplemente estaba allí porque acababa de morir y porque su alma acababa de ser irremediablemente condenada, y que, para su desgracia eterna, pronto sería lanzado a ese magma de fuego para hacer parte de aquella multitud incontable de espíritus desgraciados. Empezó a triturarle el horror. Sintió que se ahogaba, que no podía respirar, que se asfixiaba, que el calor circundante lo empezaba a consumir desde la piel hasta las entrañas, que su ser entero se estaba hundiendo en el fango de la ignición de lo inmaterial. Quiso escapar de lo que hubiese deseado creer era sólo un sueño aterrador, pero supo que no era tal. Quiso entonces correr, devolverse hacia la entrada de la muralla. Tampoco podía moverse ya. Entonces, su razón empezó a hundirse en la espiral de un vértigo brutal. La dimensión del tiempo empezó a deformarse en su conciencia. Su reloj mental comenzó a curvarse, a transformarse, a degenerarse, cual si estuviese ajustándose automáticamente al tiempo mismo de la magnitud eterna. Eso empujó a Antonio a pensar que así era exactamente como se iniciaba el primer minuto de la perpetuidad, que así era como nacía el principio de la condena interminable, el nunca más del castigo sin regreso. Luchó por gritar, pero, de pronto, escuchó una voz explotar detrás de su etéreo. — ¡A qué has venido! —El aullido devoró el eco de los lamentos de los ajusticiados—. ¡Tú no eres bien recibido aquí en mi dominio, perro desgraciado! ¡A qué maldita cosa has venido, pedazo de bosta! Antonio nunca supo cómo, pero su ser reaccionó. Pudo empezar a moverse. Giró sobre sus talones desnudos. Sabía que era el Querubín. Quiso enfrentarlo. Sabía que el ángel maldito estaba de pie, allí, en la boca del laberinto que él acababa de cruzar. Tal vez había estado siempre allí, detrás de él, a lo largo del descenso. Logró enfocarlo. No obstante, no se veía esa figura como se hubiese podido ver la de un ente definido. Se percibía solamente una silueta oscura de alta estatura que se recortaba sobre un fondo gris espeso, como fondo de negativo de fotografía. Sus enormes alas negras se mantenían estáticas, erguidas, abiertas hacia el techo del averno. Era esa execrable imagen, sin duda, la imagen opuesta, la placa inversa de la imagen bendita del Pianista de Alas Blancas. En un regateo, sintió sobre su alma el peso poderoso de esa mente diabólica y el odio ancestral de su mirada, pero no pudo distinguir los globos oculares. — ¡Por si no lo habías descubierto —vociferó de nuevo el Querubín—, puedo leer tus pensamientos cuando quiera, bastardo!—. ¡Sé que estás intentando ver mis ojos! En ese preciso instante, Antonio se percató de algo realmente curioso: Sólo la voz del ángel negro se venía escuchando desde el momento en el cual había empezado a gritar. Sólo su rugido estaba generando el eco que se propagaba en esa atmósfera de azufre como
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estruendo de mil torrentes, como disparo dirigido hacia el fondo del cañón de la abismal montaña, pero las voces y los alaridos de los condenados ya no se escuchaban. Volteó entonces a mirar hacia el lago. Vio que, efectivamente, todos ellos habían hundido sus calcinadas cabezas entre las heces, el fuego y el sulfuro. Dedujo sin mucho esfuerzo que los espantaba la presencia del Querubín y su voz y que, en consecuencia, sólo el explosivo pop de millones de burbujas de marmaja ardiente prevalecería indefinidamente sobre la superficie del lago hasta que el demonio se hubiese alejado. No obstante, no fue igual al de ellos su terror. Ya no le temía hasta ese extremo al Querubín. Sabía ya con absoluta certeza que no estaba muerto. Empezó a ganar confianza. El latido de su corazón volvió a la cordura. Su palpitar se tornó mucho más rítmico, más normalmente humano. — ¡He venido hasta aquí para que me entregues Las Llaves de los Vórtices de la Muerte! —Enfrentó de nuevo al maligno. — ¡Eres realmente estúpido e ignorante! —El diablo eructó sin la menor elegancia, plegando sus gigantescas hélices—. ¡Aún no has pagado lo que me debes, todo lo que te concedí en tus días de incoherente magnificencia! ¡Esos voluptuosos años que desperdiciaste me los debes sólo a mí! ¡Yo te los di, desde la fuente de mi generosidad! ¡Nadie más te los dio, porque yo soy el dueño del mundo! ¡A mí, sólo a mí, me fue entregado el mundo! ¡Yo soy el amo del placer y de la risa que lograste disfrutar con tus amigos y tus meretrices! ¡También soy el dueño de la muerte! ¡Por lo tanto, en este mismo instante podría facturarte, podría pasarte una cuenta de cobro y arrojarte a ese lago que tienes a tu espalda para que te tragues todo el estiércol que mereces y para que tu alma y tu cuerpo ardan por toda la eternidad, tal y como lo has venido buscando! Al escuchar estas palabras, se humedecieron los ojos de la conciencia de Antonio, los del recuerdo que asesina. No obstante, supo que aquella acusación no tenía un poder absoluto sobre su alma. No, en ese momento. Concluyó que el Querubín no podía ajusticiarlo ni matarlo allí, a pesar de estar él invadiendo el corazón de su dominio. Se llenó de valor. Reflexionó. Descubrió que su fe estaba creciendo con el correr de los segundos y que la solidez de su espíritu se estaba impulsando a cubrir la distancia que aún existía entre su mente y su objetivo. —Soy conocedor de algo que es invariable —Se aventuró entonces a objetar—. Sé muy bien que jamás podré destruirte. Sin embargo, sé también que sí podré arrebatarte Las Llaves de los Vórtices de la Muerte y que podré liberar a todas estas almas. El Querubín se sacudió entre su ira, bajo el perfil de su estructura endemoniada. La risa alienada que Antonio escuchó a continuación le sacudió el etéreo y le abofeteó el oído. Las rocas de la caverna se estremecieron igualmente. El lago se agitó en remolinos que se sucedieron de principio a fin y que extirparon espantosos alaridos de dolor de las desdentadas bocas de los condenados.
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— ¡Déjame decirte algo que no olvidarás jamás, partícula de mierda! —Se revolvió hacia él el Ángel Oscuro, lleno de odio—. ¡Tu espíritu no vale nada, ni aquí, ni ante los ojos de nadie! ¡Eres un pobre infeliz, un mortal miserable lleno de inalcanzables sueños! ¡Eres sordo, y obtusa es tu mente! ¡Parece que no te informaste suficientemente antes de venir aquí a joderme! ¿Quién te dijo que yo tenía esas malditas llaves? — ¡El Pianista de Alas Blancas! —La voz de Antonio se enalteció. Quería hacerle daño. — ¿Y quién es ése? —Gruñó el Querubín, escupiendo peor que el más irracional de los cuadrúpedos humanos. — ¡No voy a pronunciar su nombre aquí, en tu asqueroso infierno! —El aire alrededor del joven se hizo más fresco—. ¡Pero tú sabes bien de quien te estoy hablando! — ¡Maldita sea! ¡Claro que sé muy bien a quien te refieres! ¡A mi misericordioso hermano, el Ángel Blanco! ¡Ja, ja! ¡Para tu información, Él es quien realmente tiene esas maricas llaves! ¡Si te ha dicho que no, podrás sin mucho esfuerzo deducir que no soy el único mentiroso de la camada celestial! — ¿Qué quieres decir con eso? —Antonio bajó un poco la voz. — ¿Es que no has leído o es que te haces el idiota? —Prosiguió el Querubín en su insulto—. ¡Él, tu Ángel Blanco, me las arrebató! ¡Él se apoderó de Las Llaves de los Vórtices de la Muerte cuando bajó hasta acá! ¡Tienes que leer, iletrado! ¡A propósito, hasta hoy no sé cómo es que ese iluso pudo superar todos los obstáculos que le antepuse en mi reto! ¡No sé cómo fue que logró aplacar su enojo y sobreponerse al dolor que mis vasallos y yo le estábamos haciendo morder mientras lo masacrábamos! ¡No sé, maldita sea, cómo hizo para contenerse y no hacer pedazos con un gesto de su dedo índice a todos esos idiotas que me servían! ¡Hasta hoy no entiendo cómo pudo dejar que lo asesináramos de esa manera tan degradante pero tan divertida! —Probablemente —se atrevió Antonio otra vez a interrumpirlo—, fue su Amor el que te venció a ti y a tus feudatarios. Pero, por supuesto, creo que tú no conoces ese noble sentimiento ni esa forma de victoria. Ante el sutil sarcasmo de esas palabras, el Querubín sacudió sus alas, lleno de encono. La torpeza de su movimiento pulverizó las rocas más cercanas del búnker. El fuego que cubría las aristas de piedra se apagó bruscamente a lo largo de la caverna. Luego, volvió a encenderse. — ¿Es que ni siquiera has leído? —Apaciguó su ira. —Más de una vez— manifestó Antonio—. ¿Por qué lo preguntas? —Si es que en verdad has leído, imbécil, refresca tu inútil memoria en las palabras de su libro, las que mencionan Las Llaves de la Muerte y de mi reino. Allí, el hijo del carpintero lo dice claramente: “Yo tengo Las Llaves de la Muerte y del Hades”. El joven reflexionó por unos segundos. El Querubín tenía razón. Esas palabras estaban allí, puestas en la voz del Ángel Blanco al final del Libro Sagrado. —Tienes razón —fue consecuente entoces, tratando de proyectar su vista una vez más hasta el fondo mismo de aquel rostro en sombras.
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Se desgajó un pequeño racimo de silencio. — ¡Qué bien! —Concluyó el Ángel Oscuro, pero Antonio creyó haber visto su sonrisa brillar tras la calma fantasmal—. Parece que por fin se está abriendo el canal de tu inteligencia. Sin embargo, escucha: ¿No se te hace que estamos perdiendo el tiempo aquí, hablando de un tema que jamás entenderás? Podríamos en cambio estar hablando de cosas más agradables en un sitio mucho más acogedor. Te propongo algo: ¡Vayamos a otro lugar para que allá te diviertas y podamos olvidar nuestras diferencias! ¿Recuerdas a Danna?
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10 ¿Cómo no recordarla? Danna había sido esa noche de 1.969 —la del estreno en el barrio de la música de Woodstock—, el vórtice que abrió la puerta del universo material de sus sentidos. Fue la primera mujer en la vida de su corazón y de su cuerpo. Fue la musa tangible de su poesía y de su sana locura. La primera. A pesar de su joven edad, Danna poseía una mente inquieta, exuberante, balanceadamente crítica. Era una pianista excelente, impredecible, dueña de una musicalidad sorprendente. Cada vez que hacían música juntos, era ella quien desembocaba el tema propuesto en una avalancha majestuosa de improvisación, técnica, precisión y exquisitez. Danna había caminado con él y con su guitarra por planetas reales y por otros no tan reales pero fantásticos, absorbentes; enajenantes. Ella le enseñó lo que él aún no había aprendido: que la vida se hacía viviéndola, y que al abismo se caía para aprender a levantarse y a volar. Y su abismo, el primero que experimentó la vida de Antonio, se abrió ante él cuando ella desapareció sin dejar rastro. Danna se fue de su existencia tal y como hubo aparecido, sin avisar, sin decir mucho, sin mirar atrás. ¿Cómo no recordarla? — ¿No la recuerdas? —Reanudó la discusión el Querubín. —Claro que la recuerdo, pero, ¿qué tiene que ver ella con todo esto? ¿Es que fuiste tú el infeliz que la apartó de mi vida? ¿Tú me la arrebataste? — ¡Yo no le arrebato nada a nadie, cabeza de asno! —Su voz patrañera retomó su acostumbrado alarido—. ¡La pobrecilla sencillamente cumplió el ciclo que ella misma se había trazado, murió y llegó hasta aquí! ¡Eso sucedió hace cuatro años, días más, días menos! El joven bajó la cabeza. Se nubló su corazón. No podía creer que Danna estuviese muerta. Quiso entonces inmediatamente aferrarse a la idea de que el Querubín estaba inventando una historia para atraparlo. Echó un vistazo al lago. Como era de esperar, aún no se veía cráneo alguno sobre la superficie de estiércol, fuego y azufre. Volteó entonces a mirar de nuevo a su enemigo, con un monstruoso interrogante en sus pupilas. El Ángel Negro no hizo movimiento alguno. Tal vez sólo sonrió con burla, camuflado entre los bastidores de su íntima penumbra. — ¡Por supuesto que Danna no está en ese lago! —Le olfateó el pensamiento—. Ella no era tan…, malvada. Ese lago, por si no lo sabes, está reservado exclusivamente para los más miserables asesinos, ladrones, mentirosos y pervertidos entes de tu raza. Fue diseñado por mí, particularmente por mí, para pasarle cuenta de cobro a los de tu género, esencialmente a aquéllos que me entregaron su alma a cambio de un poder absoluto sobre la religión, la política y la guerra, instrumentos que le conceden satisfacción a la soberbia, al hambre de dinero y al deseo de
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bañarse en sangre y en odio. Pero eso a mí me gusta, y en ese lago he venido coleccionando sus podridas almas. — ¡Dónde está Danna! —Se sintió Antonio al borde de la desesperación. — ¡No me levantes la voz, bazofia insolente! Si quieres verla, cierra en este mismo instante tus ojos de idiota y vuela tras de mí, siguiendo el sonido de mis alas. ¿Me has entendido? Te repito: ¡No abras tus párpados por ningún motivo hasta que yo te diga que lo hagas! ¡Si lo haces, caerás en el centro del estero del infierno, cosa que me agradará sobremanera! El joven no tuvo sino un segundo para sorprenderse ante el giro que la discusión acababa de tomar. Se dispuso a hacerle caso. Quería ver a Danna. Cerró entonces sus ojos. Casi al instante, escuchó que el Querubín desplegaba sus alas e iniciaba el trayecto hacia no sabía nadie dónde. Atravesó el lago de fuego. El espíritu de Antonio inició el mismo viaje. Hizo tal y como el demonio le había dicho. Selló sus párpados con fuerza. Se orientó exclusivamente por el sonido de los remos de aquel membranoso vuelo de quiróptero gigante. El viaje fue extraño, como debe ser el de cruzar un vórtice dimensional entre la niebla y la luz. No obstante, en el transcurrir de un segmento de tiempo nada válido para la realidad humana todo cambió abrupta pero agradablemente en los sentidos del joven. Empezó a percibir el calor apaciguado y fresco del mar que venía a su encuentro. La esencia del agua salina y el aroma del cocotero relevaron gentilmente el olor putrefacto que había quedado atrás en el averno. Sintió alegría, alivio. Sin embargo, mantuvo sus ojos cerrados. Continuó volando. Un par de segundos después, escuchó que las alas del Ángel Negro retraían su velocidad y su batahola. Habían iniciado el descenso. — ¡Ya puedes abrir tus ojos! —El grito rompió el hechizo de la brisa, tan pronto como hubieron tocado tierra. Antonio franqueó sus párpados. Descubrió que no era precisamente tierra el suelo con el cual acababan de hacer contacto. Era la arena de la playa, de una playa hermosa de blanco polvillo que reflejaba la luz de la luna llena que estaba suspendida allá, en un firmamento de cristal de índigo. Las palmeras batían suavemente sus ramas entre el paso sosegado del viento que llegaba del océano. Era ésa una de las visiones magistrales que jamás antes había experimentado su alma. La noche de la isla, pues eso parecía ser ese sitio, una pequeña pero fabulosa isla perdida en el crepúsculo, no era como la noche oscura de su vida cotidiana. Ésta era una noche brillante, como el abrir del amanecer del asteroide que por muchos años había logrado ser ignorado entre la celda de la imaginación. Giró sobre sus pies. Se había olvidado del Querubín por un instante. Buscó entonces visualizar su verdadera figura así, claramente, a la luz de la luna llena. Pero el Ángel Negro ya no estaba visible, o ya no estaba por allí. En su lugar vio a Danna, no muy lejos de él, sentada
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sobre el tronco desnudo de un árbol que dormía en la arena al borde de la onda más plana que se desprendía del mar. Caminó hacia allá. Se sentó a su lado. Ella lo miró. Su rostro hermoso le obsequió inmediatamente con la dulce caricia de sus ojos verdes. El cabello le caía aún largo sobre los hombros en ondas de ámbar. Tenía la piel ligeramente dorada por la acción del viento de la isla. — ¿Has muerto también? —Se abrió su voz delicada en un susurro. —No —Se abrió a su vez la de Antonio, aunque llena de tristeza—. Aún no he muerto. Vine a llevarte conmigo. —Vi al Querubín llegar contigo —La brisa empezó a jugar con el cabello de Danna—. Creí que habías muerto y que él te había traído hasta aquí para que yo no me sintiese tan sola. —No. No vine aquí porque hubiese muerto. Todo lo contrario. Vine, porque intento arrebataros a todos de las manos del Querubín. A ti, a Príncipe, a Sebastián; a todos. —Veo que nunca dejarás de ser un soñador ingenuo —Atrapó ella una vez más la atención del joven entre la preciosa estructura de sus dientes—. Él es muy poderoso. Nadie podrá alterar en nada su potestad y su dominio. Él me trajo hasta este lugar porque aquí es donde me posee cuando quiere. No sé cómo es que te trajo hoy también a ti, cómo es que no sintió celos de que tú y yo nos encontrásemos de nuevo. Algo está tramando. Él es impredecible. Ten cuidado. Su engaño y su astucia no tienen precedente ni comparación en el universo que hasta ahora he podido conocer. — ¿Debo entonces entender que te quitó la vida sólo para poder poseerte? —Antonio luchó por contener su enojo. —Es posible —Danna miró hacia el horizonte—. Déjame contarte cómo fue que todo sucedió: La noche en la cual mataron a Príncipe, yo estaba con él y con Henry. Me quedé afuera de la tienda de licores, esperándolos. Yo de verdad no sabía que iban a robar allí. A mí no me lo habrían comentado jamás. Entraron juntos. Pasaron dos minutos. Entonces, escuché el disparo. Volteé a mirar a través de la vitrina. Vi caer a Príncipe. Henry estaba algo lejos de él y del mostrador de la registradora. Sentí mucho miedo. Empecé a gritar como loca. Sin embargo, me armé de valor. Entré a la tienda como una tromba. Me arrodillé para auxiliar a mi monito. Henry se acercó temblando, pero Príncipe ya estaba muerto. Un poco después llegó la policía. Hicieron el levantamiento del cadáver. Nos llevaron a Henry y a mí a la fiscalía. Resulté siendo cómplice de asalto y de intento de homicidio. — ¿Estuviste en la cárcel? —Antonio le acarició las manos. —Sí —Dejó ella escapar el resuello de una horrible evocación—. Alcancé a durar dos años en El Buen Pastor. Mi vida y mi esperanza se desmoronaron en ese sitio hasta hacer contacto con la nada. Tal vez, el destino ya estaba cerca de lograr su objetivo. Un día, cuando me trasladaban a la fiscalía para la diligencia de careo con el dueño de la tienda de licores, el mismo que mató a Príncipe, me desvanecí sobre la acera del frente del edificio. Había estado consumiendo calmantes y sedantes durante un par de semanas. Me había sentido abandonada.
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Ninguno había ido a verme a la prisión en varios meses, nadie de mi familia. Para colmo de males, un amigo que de casualidad se apareció un día por allá me contó que mis hermanos habían vendido mi piano. Me hallé abominable. No encontraba una razón para continuar viviendo. Mi corazón no quiso existir más y colapsó allí mismo, sobre esa acera. —Ven conmigo ahora —Le apretó él las manos firmemente—. Huyamos cuanto antes, ahora que el Querubín no está por aquí. —Yo no puedo volar como tú lo haces —objetó Danna—. Además, mira hacia el suelo, aquí, al lado izquierdo de este tronco de árbol. Antonio se puso de pie. Hizo como ella le dijo. Miró hacia el costado izquierdo del madero. Una cadena de oro, sólida y pesada, pero bruñida y de eslabones hexagonales, confinaba el pie de Danna y luego se hundía entre la arena. Caminó esa distancia. Empezó a tirar del grillete con todas sus fuerzas. Nada extraordinario sucedió. Volvió entonces a intentar lo imposible. Fue inútil. El vínculo metálico estaba tal vez afianzado al centro mismo del oscuro corazón del Querubín. Bajó la cabeza. Se sintió impotente. —Necesitaremos de mucho más que tu intención para romper esa cadena —Intentó ella apaciguarle, hundida en su nostalgia y sumergiéndole a él aún más en la desesperanza. El joven miró hacia todo lado, pero hacia ninguna parte, en ese cuadro surrealista pero bello que tenía ante sus ojos. Escuchó involuntariamente el chasquido del choque de las olas contra el borde del acantilado. Respiró profundo. Luego, logró recuperar la azul llama de su fe. Tomó una decisión. Volteó a mirar a su pianista. —Debo irme ahora, antes de que el Ángel Negro regrese. Pero vendré pronto por ti y buscaré por donde sea a Príncipe y a Sebastián. Prometo que los liberaré de las garras de ese maldito bastardo. Se despidieron, pero juraron volver a verse. Él alzó el vuelo. Se dirigió hacia la única montaña que parecía tener la isla y que ostentaba el perfil de un volcán. Supuso que allá debía estar el vórtice que conectaba al mar con el túnel del averno, aquél que habían atravesado en sentido contrario con el Querubín minutos atrás. Y no se equivocó. Aunque la montaña y su volcán estaban algo lejos, al otro extremo del cayo, logró llegar pronto allá. Se zambulló de inmediato por la galería que llevaba hacia el corazón del búnker. Al acercarse al lago de fuego buscó al Querubín por los alrededores. No estaba por allí. Sólo las cabezas calcinadas de los condenados asomaban sin descanso entre aquel océano de estiércol y azufre. Cuando esos millares de ojos en ascuas avizoraron su presencia, los alaridos empezaron a saturar una vez más de espanto su alma. Intentó percibir desde un ángulo menos oscuro la mísera condición de esos infelices, pero le fue imposible. Quiso gritar a su manera, amargamente. Al final, dedujo que nada podía hacer por ellos. Continuó su viaje hacia la entrada donde estaba la muralla. Logró escapar sin más peligro. Muy probablemente, el Querubín estaba haciendo alguna de las suyas lejos del infierno, o no se molestó por detenerlo.
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11 En la fracción de otro instante efímero se encontró sentado a un costado de la cama en su cuarto del sanatorio. La visión había terminado. Sintió que sudaba frío. No obstante, logró reflexionar. Logró balancear entre los dos hemisferios de su pensamiento las imágenes que acababan de adherirse a su mente y que tendría que aceptar como vivencias reales cuanto antes, para no enloquecer. Vibró con insistencia en su memoria el recuerdo total de la visión del averno, la que acababa de experimentar. El temor, la ansiedad y la incertidumbre, percepciones generadas también tras la macabra jornada, empezaron a torturarlo. Esos tentáculos parecían querer transcribir sin dilación a la agenda de su alma la tarea inaplazable de rescatar a Danna de las perversas zarpas del Querubín. Mientras rumiaba así —sumergido en el fondo de toda esa inquietud—, notó para su nueva confusión que había un fuerte olor a azufre exactamente allí, entre las cuatro paredes de su cuarto. ¡Era irracional! ¡Era descabellado! ¡No tenía sentido pensar que en verdad estuviese advirtiendo ese olor a este lado de las dimensiones! ¡El averno y toda su tenebrosa parafernalia habían quedado atrás, en ese subterráneo mundo! ¡La visión pertenecía al pasado, así fuese por unos pocos segundos! ¿Cómo era posible entonces que el olor a sulfuro lo estuviese persiguiendo hasta la dimensión material del hospital? Lo invadió una vez más el espanto. Lo asaltó de nuevo la escena de todo el horror del infierno. Miró a todo lado. Removió las sábanas, las cobijas, todo. Los alvéolos de sus fosas nasales se agitaron e intentaron desprenderse de la mecánica de lo incomprensible, del algoritmo de lo absurdo. Empezó a murmurar una oración. Fue entonces que, cuando quizás por reflejo de la angustia, reparó en sus manos. ¡Señor del Cielo! Había azufre allí, ocre y terroso azufre, adherido a la piel de las palmas de sus manos y a las coyunturas y la yema de los dedos. Su corazón empezó a desconectarse de su ritmo normal por segunda ocasión en menos de dos horas. Allí, ante sus ojos, tenía la prueba física de que lo que su espíritu acababa de experimentar no había sido un simple sueño o una alucinación. Se puso de pie, pálido y tembloroso. Se dirigió al baño. Se lavó las manos firmemente por más de dos minutos con una barra de jabón ligeramente perfumado. Luego se miró al espejo. ¡Nuevamente, su horror fue apenas natural pero brutal al descubrir también manchas de azufre en varios sitios de su cara! ¡Se sacudió su ser entero! — ¡Debo estar enloqueciendo! —Exclamó. Decidió bañarse con agua bien caliente, inmediatamente; totalmente. El recuerdo de la figura en negativo de fotografía del Querubín, el de los condenados a las llamas del infierno y sus gritos de dolor y miseria, más la imagen de su triste Danna encadenada —sentada sobre ese tronco desnudo allá en la playa—, lo acompañaron por varios
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minutos mientras el chorro de agua caía sobre su cuerpo a cuarenta grados de temperatura. El vapor empezó a esparcirse por todo el baño. Se diluyó el azufre de su piel. Un hálito del tiempo real se desvaneció también entre los ángulos perplejos de su mente. Al salir de la ducha, se paró una vez más frente al espejo. Quería comprobar que en verdad no había quedado ni la más pequeña huella de sulfuro sobre su rostro. Fue entonces cuando su alma alcanzó a sobrepasar la barrera del límite del asombro y puso a sonar el gong de la prevención de la demencia al ver escrita, sobre el cristal de la plana lámina de vidrio y en el centro mismo de la capa de calidoscópicas siluetas de vapor de agua que lo empañaban, la siguiente sentencia absoluta:
“Si quieres vivir con ella para siempre en esa playa, tendrás que ser mi siervo por siempre”.
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12 Por varios meses, luego de salir del hospital, no pudo volver a enfocar su rumbo hacia la necesidad de volar hacia el averno, hacia la isla, y liberar a Danna. La verdad fue que tuvo que desviar su atención hacia la trágica desmembración del hogar de un par de amigos de barrio. Jaime y Miguel Tovar habían sido sus camaradas incondicionales por casi diez años. Fue luego del desmoronamiento de sus vidas — ajustadas hasta entonces al paradigma de la normalidad del sistema— que Antonio aprendió que las imágenes que acumula la memoria no son iguales a lo largo del rollo fotográfico del tiempo, es decir, que una es la imagen que guardamos de una persona y del día en que la conocemos, y otra muy diferente es la del día en el cual —y quizás sin darnos cuenta— le decimos adiós para siempre. Jaime era particularmente impredecible. No es que fuese más inteligente que Miguel, pero sí era quizás más reflexivo; más sensible. Miguel en cambio era ese amigo ideal para buscar diversión, mujeres jóvenes y aventuras intrascendentes. Sin embargo, la paradoja asomó en la escena cuando Antonio vivió la ilustración final que tuvo de ellos, aquélla que siempre hubiese querido olvidar. Todo empezó de la siguiente manera: Unos pocos días antes de internarse en el sanatorio donde conoció a Sebastián —el mamo de la Sierra—, Miguel y él habían estado jugando cartas en la sala de la casa de Don Carlos. Era una mañana de un viernes. Nada especial se planeaba aún entre ellos para iniciar con algo de brío el largo fin de semana que se avecinaba. El juego había terminado. Se tomaron una taza de café. —Hay alguien a quien me gustaría que conozcas —propuso Miguel—. Su nombre es Reina. Nosotros la llamamos Reinita. No vive lejos de aquí. Ella siempre ha querido conocerte. —Eso quiere decir que le has hablado de mí —Antonio se encogió de hombros—. No sé. ¿Para qué quiere conocerme? —No te voy a responder esa pregunta ahora. Tú mismo te la responderás cuando la veas. — ¿Y por qué tanto misterio? —Cuando la veas sabrás por qué. Salieron. La mañana estaba indecisa, intermitente. Por momentos, una suave brisa arrastraba esquirlas de llovizna hacia sus rostros y, a continuación, el sol se dejaba ver entre las nubes que poblaban las montañas del oriente. Con su presencia se desvanecía la amenaza de la lluvia. Luego, se repetía el ciclo de la figura. Reinita vivía sola. Cada tercer día una muchacha joven llegaba hasta su casa para ayudarle con el oficio y el aseo. Esa mañana estaba sola. Cuando les abrió la puerta, Antonio quedó sorprendido, estático,
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sobre el umbral de pulido ladrillo, al verla recibirlos sentada en una silla de ruedas de tracción eléctrica. Podía tener quizás unos cincuenta años o algo más, pero su rostro era tan fresco, tan dulce, y su mirada tan serena y cálida, que calcularle una edad más avanzada hubiese llegado a ser una insolencia. Su cabello era blanco, de un blanco semejante al del cabello del Zahorí de la cabaña, pero mucho más corto que el de él. Vestía un sayo amarillo. Calzaba sandalias de cuero beige con cordones de color marrón. Una delgada cadena en forma de trenza, hecha de seda de color púrpura, caía sobre su pecho, aferrando un esotérico medallón hindú de plata y oro. En cierta forma, su carácter se percibía afectuoso, pero imponente y firme. Los invitó a seguir. Entraron directamente a la sala. Reinita encendió la radio con ayuda del control. Sintonizó, a moderado volumen, una estación de mística música del New Age. El suave aroma del sándalo mitificaba el ambiente de una manera delicada. Se sentaron. Ella le hizo a Antonio un par de preguntas. Luego se refirió a sus aún no muy desarrolladas destrezas musicales y literarias. El joven corroboró entonces que Miguel sí le había hablado de él unos días antes y le había prometido que lo llevaría hasta su casa. —Me ha contado Miguel que usted sabe leer el tarot —Antonio se reacomodó sobre el mullido sillón. —Así es, pero no soy experta —Esbozó ella un expresivo gesto con sus manos—. No tengo nada de gitana ni de bruja, pero sí, suelo leer el tarot a mis amigos, aunque no a todos. No cobro por ello. No es mi negocio. Tampoco es que me divierta mucho el hacerlo. Sin embargo, cuando veo a alguien que de alguna manera me inquieta, se lo leo. Antonio callaba. Los ojos pardos claros de la mujer lo miraban fijamente. Luego, le sonrió. —Ven —le ordenó suavemente, accionando el mecanismo de su silla. La siguió. Atravesaron la sala. En una esquina había una mesa rectangular no muy ancha, cubierta con un fino lienzo de color negro. Sobre el centro exacto del paralelogramo de la tela, formando dos pilas, estaban las setenta y ocho cartas del tarot. El joven pudo también ver un asiento sencillo al otro lado de esa mesa, recostado contra la pared de la ventana que daba al jardín posterior de la casa. —Siéntate allí —le señaló ella ese asiento. Así lo hizo. Reinita se ubicó frente a él en su silla de ruedas. Sus hermosas manos tomaron entonces una de las pilas, la que menos cartas tenía. Empezó a barajarla con movimientos circulares y con particular destreza. Luego se detuvo. —Por ahora sólo utilizaremos los arcanos mayores —Dejó el mazo frente a Antonio—. Tampoco utilizaremos la cruz céltica. Sin embargo, en este mismo instante, y antes de que cortes ese fajo tres veces, quiero que asumas tu mejor disposición hacia esta lectura. Es necesario que pienses en algo concreto, te llenes de fe y formules mentalmente una pregunta, aquella que por todos estos años ha estado inquietando tu alma.
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El joven le obedeció en todo lo que ella le dijo, pero, en el momento en el cual llegó al punto en el cual tenía que formular para su mente esa pregunta que encerraba la mayor de sus inquietudes, sintió un halo de cálida energía envolviéndolo entre un nimbo de extraña lucidez. — ¿Ya formulaste tu pregunta? Él asintió con un movimiento de cabeza. —Muy bien. Ahora, corta el mazo. Deja a la vista cuatro pilas. Colócalas de izquierda a derecha, frente a mí. Le obedeció una vez más. Esta fue una de las experiencias de la vida de Antonio que, sin llegar a ser extrema, sin estar plena de sensaciones exuberantes, de música insustancial, de mucha gente joven, y sin arrastrar oscuros maleficios ni perversiones, quedó grabada para siempre en su memoria, segundo a segundo, imagen tras imagen. Reinita volteó muy despacio cada una de las cuatro pilas. Las dejó boca arriba para que quedasen expuestas sólo las figuras de los arcanos mayores que segundos antes habían estado de cara contra el lienzo, tal y como Antonio las había situado luego de partir el mazo. Ella entonces miró por un instante las cartas descubiertas. Luego escudriñó penetrante en el reflejo de los ojos del joven. Él no supo de inmediato qué había en esa mirada, si había un interrogante o si había un gesto de sorpresa. Ella giró entonces su rostro hacia la sala, hacia donde Miguel estaba sentado y muy callado, ojeando una revista. — ¡Migue! —Lo llamó—. ¡Ven aquí! ¡Quiero que veas esto! Miguel se puso de pie. Se acercó a la mesita. Se paró al lado de Antonio. —Estos cuatro arcanos —ella señaló las cartas destapadas—, exactamente éstos, por lo que esconden e implican y como están orientados, apuntando los cuatro hacia la salida del sol, no le aparecen a todo el mundo todos los días. Es sorprendente. Es la primera vez que tengo esta lectura ante mis ojos. Miguel no dijo nada. Ella miró a Antonio una vez más. Sus pupilas brillaban, apacibles pero alegres. —Es decisión tuya —tomó la mano derecha del joven entre sus manos—, el que quieras compartir con nosotros la pregunta que formulaste. Déjame decirte que cualquiera que haya sido esa pregunta, la respuesta es absoluta; contundente. ¡Lo vas a lograr! ¡Vas a alcanzar todo lo que te propongas en tu vida, especialmente aquello que tiene que ver con ese deseo que acabas de elaborar! Fue la única vez que Antonio vio a Reinita a lo largo de todos los años de su existencia. Luego de que salieron de su casa con Miguel, a mitad de camino hacia la de su padre, éste se detuvo. Volteó a mirarlo. Él se detuvo también. — ¿Se puede saber cuál fue la pregunta que formulaste? —Miguel se mostró muy ansioso.
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—Realmente, nunca he creído en el tarot ni en la lectura de la bienaventuranza, cualquiera que sea el medio que se utilice para hacerlo —La mueca del rostro de Antonio develó ante Miguel su escepticismo—. Tampoco creo en la suerte. Creo firmemente, eso sí, en la lucha que hace el hombre por lograr sus objetivos y en el impulso de su fe para alcanzarlos. Creo en el conocimiento y en la razón, en la causa y en la consecuencia. Creo en los designios de un Ser Supremo y en los abismos que frente a nuestros sueños despliega el enemigo universal para atraparnos. En nada más creo. —Eso está bien —Reanudó Miguel la marcha—. Yo siempre he dicho que tu cháchara es elegante, pero, ¿cuál fue la pregunta? —No fue una pregunta —Antonio lo siguió de cerca—. Fue un deseo. En él pedí que se hiciesen realidad todos los sueños de mi madre.
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13 Miguel y Jaime Tovar también habían viajado a Canadá por el tiempo por el cual Antonio estuvo en Toronto. Sin embargo, allá poco se veían. Cada quien vivía su propia lucha. Había muy poca oportunidad para la socialización. Algunos años después, todos regresaron a Colombia, pero la relación cambió. Los lazos de amistad se diluyeron significativamente. Cada uno tomó un rumbo diferente. Un hecho nefasto, no obstante, los unió de nuevo por unos días. Lo que sucedió fue que Carlos Tovar —algo menor que Miguel, pero mayor que Jaime—, había caído irremediablemente en el abismo de la droga. Nada extraño. En uno de sus desvaríos tomó, con dos de sus amigos también hundidos en el vicio, una decisión terrible. Días antes habían secuestrado a un pequeño de cinco años con el afán de lograr dinero por el rescate. Lo habían mantenido en una casa vacía del vecindario al norte de la capital. Nunca se supo el cómo ni el porqué, pero lo cierto es que hacia el final de la cuarta jornada del rapto acabaron con la vida del niño. La fiscalía les cayó fácilmente. Carlos y sus amigos fueron a parar a La Picota, penitenciaría situada al otro extremo de la ciudad y reservada para delincuentes de alta peligrosidad. Carlos fue sentenciado a veintitrés años. Tal vez, en otro país le habrían aplicado la pena capital. Sin embargo, eso no fue necesario. Él mismo se ajustició. Se suicidó. Una semana antes de que acabase con su vida, Antonio fue a visitarlo a la prisión, aunque jamás habían sido buenos amigos. Carlos odiaba a Miguel y Antonio aborrecía a Carlos. Le enervaba la forma como el drogo insultaba y maltrataba a la mamá, una señora pequeñita que parecía ser no una mujer normal y sencilla sino un ángel singular encarnado en el cuerpo de una dama triste que vivía sola con sus hijos pero que había sufrido mucho a lo largo de su existencia. — ¿No trajo la guitarrita? —Fue el saludo de Carlos cuando Antonio y él se dieron la mano muy cerca de la celda, justo a la entrada del patio más intimidante que tenía el centro carcelario. —No —Se atrincheró Antonio entre su alma, algo indeciso. —Lástima —Carlos tosió a un lado, hundido en su oscuridad, en su burla y en su indiferencia—. Si la hubiera traído habríamos podido hacer algo de rocksito. Se quitó la vida a los pocos días. Se dice que se colgó de una viga en el baño de ese patio, utilizando un par de correas de cuero. Diametralmente, su desgraciada decisión no abrió puerta alguna en el laberinto de la vida de su familia. Por el contrario, ese evento inmisericorde llevó a Jaime a perder su deseo de vivir y a hundirse también en el averno de la droga. Por su parte, Miguel ya se había casado
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y había decidido perderse de la escena. Se fue a vivir a Venezuela. El resto del grupo, incluida esa dulce señora, viajaron a Estados Unidos, más exactamente a Austin —Texas. Dejaron a Jaime solo, a su suerte, habitando un apartamento viejo y húmedo en un barrio de la capital que en esa época estaba poblado de vicio, prostitución, basura humana y ladrones.
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14 El Querubín solía disfrazarse de mil formas. Jamás lo imaginó Antonio con cuernos y pezuñas de cabra, claro está. Parecía ser que el único animal que lo encarnaba sin reservas era la serpiente. Ningún otro. También le fascinaba la figura humana, aquélla figura esbelta a la cual un día se propuso suplantar y poseer. En ella se alojaba sin el menor problema para abastecer su viciosa apetencia y continuar creyéndose divino. La razón de su envidia y la exaltación de su soberbia afloraron hace siglos, en el instante mismo de la aparición del hombre y la mujer. Ese día, el Ángel Negro notó que su perfección angelical no poseía para nada el toque magistral que, en un momento de inspiración irrepetible, el Padre del Pianista de Alas Blancas alcanzó en el trazo final de la creación del perfil etéreo, mental y físico de la raza humana, allá, en el Edén. No siempre lo perfecto fue lo más hermoso. Esto no lo entendieron a tiempo Hitler y la raza Aria. Pero el Querubín sí que lo entendió cuando iba un día caminando por entre las estrellas y se dio cuenta que era perfecto, pero no era hermoso. Y estalló en ira y en odio hacia los que sí parecían serlo. No tardó mucho, sin embargo, el encaprichado querube para encontrar el primer cabo suelto del laberinto de la solución para su embrollo mental. Ya había husmeado por el centro del hábitat de ensueño de la pareja celestial. Allí había vislumbrado claramente la única herramienta que podría utilizar en el proceso de la enajenación a la cual deseaba fervientemente llevar a esa nueva especie. Se desplazó entonces en su delirio. Fue, deambuló como una bestia alienada por entre los árboles del jardín, observó, arrebató, volvió, diseñó, y abrió su boca de reptil. —En verdad que eres hermosa —siseó seductoramente a los oídos de la mujer—. Pocos son los seres celestiales que tienen tu belleza. Déjame inclinarme a tus pies. Déjame decirte que no hay un ángel en todo el universo que tenga tu estirpe, tu silueta y tu dulzura. Eres la única fémina entre nosotros y podrías, si quisieras, ser la única diosa en toda la extensión de las estrellas. Tan sólo tienes que adquirir lo que nosotros, los ángeles, ya tenemos: El conocimiento de todo, el poder para ceñirlo todo, la sabiduría absoluta. —No quiero ser una diosa por ahora —Se acarició ella su hermoso cabello—. Tampoco me interesa la sabiduría. Así como somos, Adán y yo somos felices. —Ésa es una felicidad muy modesta —Camufló el diablo sus colmillos viperinos—. Comparada con la dicha que podrás experimentar cuando seas la más perfecta y poderosa reina del universo, ésa es una felicidad incompleta. Por añadidura, no olvides que tu hombre, en caso de que aceptases este delicioso obsequio que te he traído para que lo compartas con él, será un dios a tu lado. Tú y él engendrarán con placer
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inimaginable, con un placer de verdad exquisito, a los más hermosos hijos de los dioses. Y no conoceréis jamás la muerte. La mujer vaciló por un instante, pero luego extendió sus manos. Recibió el obsequio que el Querubín le había traído de su paseo por el jardín, el cual no había sido desgajado precisamente del Árbol de la Vida, sino del Árbol de la Muerte. Desde esa hora en adelante, los perfiles etéreos, intelectuales y físicos del hombre y la mujer perdieron la apariencia y la esencia de ángeles que sobre su partitura original hubo trazado El Creador Universal. No fueron entonces nunca más lo que fueran allá, en su primer hábitat, y, en unos pocos segundos de tiempo cósmico el Querubín imprimió sobre ellos su propia y demente plataforma, desde los trazos corporales y mentales hasta los trazos espirituales abismales. Y nacieron la violencia y la envidia. Y nacieron la lujuria y el deseo material incontrolable. Y nacieron el odio y la promiscuidad. Y con ellos nació la muerte. El hombre, quien acababa de perder la imagen y semejanza de su Diseñador —para optar por las del Depredador—, aprendió a morir y aprendió a matar. En consecuencia, en el ADN absoluto y perverso que el Querubín le instaló a la raza humana se conjugó para siempre una nueva proposición: Humano, depredador de humanos. Esto llevó a Antonio hace unos pocos años a reflexionar sobre ciertas palabras de Rousseau, el filósofo y músico francés: “El Legislador es el ingeniero que inventa la máquina. El Gobernador es el mecánico que la ensambla y la pone a andar.” El Ángel Negro se disfrazaba de mil formas. Él era el mejor de los actores. Era un histrión, un mimo, un bufón, un comediante, un exitoso hombre de negocios, un excelente vendedor, un músico mediocre pero ultra-comercial, un político locuaz, un fotógrafo y vendedor de porno y cachivaches costosos, una mujer sensual pero perversa, un celestino perfumado, un pederasta, un traficante de sexo y droga, un prestidigitador del dinero; un falso amigo. Una noche de noviembre se disfrazó de meretriz. Antonio había llegado al apartamento descuidado, lóbrego y húmedo en el cual habían dejado viviendo solo a su amigo Jaime, a pocas cuadras de la Iglesia de Lourdes en el viejo Chapinero de la capital colombiana. La vida de Antonio no andaba bien —quizás nada bien—, si es que hubiese hecho él en ese momento un inventario de la bendición que durante años su ser había venido recibiendo de su madre y de lo poco que él le había estado retribuyendo. Por añadidura, hacía mucho tiempo que no buscaba comunicarse con el Pianista de Alas Blancas. Su conciencia y su alma estaban perdiendo su bitácora. Era un don nadie, un mediocre más, un espíritu desechable. Tenía a Mercedes aún viva, sí, pero había perdido el concepto claro de cuanto ella era, de cuanto ella valía. Nunca tampoco entendió por qué razón el Querubín no aprovechó ese instante de insensatez para destruirlo, ese olvido de Dios y de su madre, ese vacío de su alma, para aniquilarlo. Se sentó entonces en una vieja poltrona, en la sala del departamento de su amigo. Empezó a beber, a escuchar la música de
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Kítaro —Calidoscopio de Otoño—, a observar a Jaime fumar y alucinar, a oírlo hablar de todo y de nada al mismo tiempo. No se le ocurrió pensar ni por el más insignificante segundo que tal vez ésa habría sido una excelente ocasión para decirle a Jaime que parase ya de consumirse en el vicio, que hiciera valer ante la vida, y muy particularmente ante su familia, todas las excelentes cualidades que tenía. No le dijo nada de eso. ¿Se había vuelto insensible? Muy probablemente sí, porque lo único que le importaba en esos días, cuando deambulaba sin rumbo cierto por la vida y buscaba a Jaime sólo para beber, era utilizarlo exclusivamente para eso y para no sentirse solo y conseguir de pronto, gracias a esa manera de botar el dinero que el joven Tovar asumía siempre, encontrar una mujer joven a su lado, cosa que hasta ese momento de la noche no había podido ser posible. De otra parte, de haber llegado esa mujer joven temprano a ese apartamento, Antonio la habría hecho suya, pero no para amarla ni para construir con ella un edificio de vida o un hogar valioso ni mucho menos, sino para alimentar a través de ella su vanidad, su soberbia y su lujuria. Por supuesto entonces que estaba claro que no había buscado él esa noche a Jaime para que lo guiase hacia un buen camino. No era Jaime quien tenía que guiarlo hacia allá. Era él quien habría podido guiar a Jaime, porque era mayor que él, porque lo había conocido cuando él apenas era un niño y él ya era un adolescente, y porque Jaime lo tenía en muy buena estima como músico, como escritor y como amigo. A las dos de la mañana de esa monótona velada, Antonio se sintió cansado, harto de la conversación de Jaime, de su trago y de su música. Entonces se puso de pie y se fue a dormir sobre un colchón sin cama, en uno de los dos cuartos abandonados que tenía el apartamento. Dejó a Jaime en la sala, solo, fumando, bebiendo y escuchando sus discos de acetato. Se quedó rápidamente fundido sobre la colchoneta. Serían las cuatro cuando alguien lo despertó. Abrió los ojos y la vio, parada allí al pie suyo, en medio de la penumbra del cuarto. La luz de la luna se filtraba a través de la ventana sin cortinas. Era una mujer de unos veintisiete años, ligeramente voluptuosa, aunque no precisamente obesa, de facciones agradables y cabello rubio teñido. Estaba completamente desnuda. Tenía en su mano una copa llena de aguardiente. — ¿Quieres? —Le extendió ella el trago. — ¿Quién eres? —Antonio se lo recibió, sin enderezarse. —Una amiga de tu amigo. ¿Me puedo acostar a tu lado? — ¿Y Jaime? —Reaccionó el joven instintivamente—. ¿Qué está haciendo? —Creo que se quedó dormido. Voy a comprobar si es así, y ya vuelvo. La mujer no regresó. Jamás se recostó sobre la colcha, al lado de Antonio. Pero eso era cosa que realmente ya no lo iba a matar. A esa hora él sólo quería descansar y volver a dormir. Y eso fue exactamente lo que sucedió. Quedó dormido, profundo, muy profundo, mucho más profundo de lo que había estado antes de que ella hiciese su aparición,
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pero no debido a su cansancio y a su deseo de continuar durmiendo, sino gracias al efecto del beleño (*1) que venía mezclado en la copa de aguardiente que ella le acababa de ofrecer y que él se acababa de tomar. Despertó casi treinta horas después. Era increíble. Miró el reloj. Abandonó de inmediato el viejo colchón. Fue al baño. Sentía que su cerebro era como prestado, sentía que en el transcurso de su extenso letargo algún camión fantasma lo había atropellado, pero que solamente le había hecho retazos la cabeza. Caminó por el pasillo hasta la sala. Echó una mirada. Se mordió el labio inferior. Regresó sobre sus pasos. Se detuvo en el cuarto de Jaime. El joven Tovar aún dormía. Logró despertarlo. Se veía muy mal. —Le tengo una mala noticia, hermano —le advirtió, cuando creyó que podía ya escucharlo bien. — ¿Qué hora es? —Jaime intentó enderezarse sobre las cobijas. —Es hora de que usted no cometa más locuras, compadre — Antonio le añadió sarcasmo a su reproche. Jaime se tomó el cráneo con las manos. Sacudió fuertemente el maltratado y enmarañado contenido neuronal. — ¿Pasó algo malo? —Miró el joven Tovar hacia la noche, la cual se filtraba silenciosa e incierta a través de los cristales empañados por la lluvia que había caído durante todo ese día y medio en el cual ellos dos no habían existido. —Usted está arriesgando su vida, Jaime —objetó Antonio—, y de pasada está arriesgando la mía. Vaya y mire la sala, viejo. Esa gente no le dejó nada. Se robaron equipo, televisor, computador y quién sabe qué más. ¿No le parece que ya es hora de que busque otro tipo de mujeres, no las meretrices de la Avenida Caracas, y menos a las cuatro de la mañana? Salió del apartamento de Jaime, dando un portazo. Se alejó de su vida. Podrían los dos haber sido masacrados esa noche, sí, así que había tenido él toda la razón para reprenderlo y hacerle ver que estaba buscando eso: la muerte. Sin embargo, siempre supo que el joven Tovar no tenía la culpa de sus errores, que todo se debía a su niñez desgraciada, que prácticamente no había conocido a su padre —el hombre se había quitado la vida cuando los tres muchachos eran muy pequeños—, y que esa desgracia y la muerte de Carlos lo habían vuelto vulnerable y lo habían empujado a buscar la soledad y — ¿por qué no? — un suicidio lento y sistemático. Muy probablemente, esas condiciones adversas que la vida le planteó a Jaime le facilitaron al Querubín la llave de la puerta que le franqueó su alma. Creyó Antonio entonces haber encontrado la respuesta al interrogante que venía cargando por años en su mente: El Querubín no tenía Las Llaves de los Vórtices de la Muerte. Definitivamente no. El Ángel Negro no tenía ya el derecho de aprehender a las almas en el Hades. No obstante, el demonio sí poseía las llaves de la puerta del alma humana, del alma que se doblegase a sus engaños. Eso equivalía a decir que tenía poder sobre la vida y la muerte de la mayor parte de los descendientes
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de Adán y Eva, esencialmente sobre las de aquellos y aquellas que no hubiesen adoptado el camino señalado por el Pianista de Alas Blancas en su Libro Sagrado. Era el Ángel Blanco quien tenía ahora Las Llaves de la Muerte. Cuando descendió al Hades, Él las arrebató. Estaba en todo su derecho para hacerlo. Lo había ganado. Eso significaba que los humanos podían ser rescatados de la muerte, a menos que sus almas ya estuviesen calcinándose en el lago de fuego. Ellos, los que ya estaban calcinándose en el lago de fuego, habían sido aquellos que se sintieron plenos en la Tierra haciendo parte del ejército de los asesinos, los ladrones, los perversos, los hipócritas, los mentirosos, los libidinosos, los traficantes de los sueños de los niños, los que pisotearon las ilusiones de los pobres. Las almas de los otros, las de los que no habían sido necesariamente malvados en vida, no tenían por qué estar ahí. ¿Dónde estaban? Eso era lo que Antonio tenía que averiguar. De otra parte, ¿cómo fue que el Querubín asesinó a Jaime? Cinco o más años después de esa noche del beleño, Antonio caminaba solo a la caída del crepúsculo. Estaba a pocas cuadras de la casona de apartamentos donde Jaime había vivido. La calle estaba animada. Era un viernes. El olor de la fritada que salía de los quioscos anclados a la orilla de la acera era irreverente; insoportable. Se desplazaba despacio. No buscaba nada en especial. Regresaba del trabajo hacia el portal de buses para continuar hasta su casa. Y entonces lo vio. Claro que al principio, cuando sus ojos enfocaron no la imagen de Jaime sino la de un anciano encorvado y harapiento que venía en la dirección contraria por la misma acera por la cual él avanzaba, se dejó llevar por dos sentimientos opuestos: El primero, el de la curiosidad. El segundo, el de la desconfianza. Por supuesto que aún no sabía que era Jaime. Pero cuando lo tuvo más cerca, un poco más cerca, empezó a organizar el perfil total de esa figura entre la mente y a buscarle un nombre en su memoria. Dudó por unos segundos. La máquina del recuerdo insistió en la operación. Finalmente, cuando lo tuvo a dos metros de distancia ya su cerebro había decodificado el noventa y ocho por ciento de la información. Jaime se detuvo frente a él. No lo tocó, pero con ese gesto lo impulsó a detenerse también. Lo llamó por su apelativo. —Usted es Antonio, ¿cierto? —balbuceó. Antonio lo miró a los ojos. No cabía la menor duda. Era Jaime. Esa certeza, la pobreza de la ropa que el joven Tovar llevaba puesta, la magra y enjuta palidez de su rostro hambriento, la tristeza absoluta de su voz, fueron las pinceladas del cuadro amargo que luchó por empujar a Antonio hasta el borde del llanto en un segundo. Pero se contuvo. Respondió al saludo. Caminaron un par de cuadras por esa acera. Antonio notó que Jaime ya no hablaba tanto como antes, y que él tampoco sabía qué decir. No le pareció prudente nombrarle a los que lo habían abandonado y se habían largado para Texas. No le pareció adecuado traerle a la memoria aquello que lo había llevado a convertirse en el desechable que ahora era.
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Por supuesto que no sintió el menor rechazo hacia él. Lo que sintió fue una irremediable e inservible angustia. Entraron en una cafetería. Antonio no tenía mucho dinero ese día. Su trabajo nunca le había dado el dinero suficiente, ése que le habría llevado al desahogo fácil de los gastos que pudiesen presentarse sin haber sido planeados. Sin embargo, si la verdad se hubiese dicho, lo que pasaba era que Antonio no tenía el corazón que tenía Mercedes. Jamás lo tuvo. Ella podía quitarse el alimento de sus manos y dárselo a los que no tenían. Ella podía despojarse de su mejor abrigo y colocárselo, con una sonrisa en su rostro, a una mujer que estuviese por allí sola en la calle, acurrucada, hambrienta y tiritando de frío. Mercedes sí que podía meter su mano al bolso y sacar de él un billete sin detenerse a mirar de qué denominación era, y lo regalaba con amor. Pero él nunca tuvo el corazón que tenía ella. Se sentaron en un rincón de la cafetería. Jaime escondía la mirada entre dos mechones de cabello flácido; incoloro. Antonio le dijo que pidiera lo que quisiera. Jaime así lo hizo. Minutos más tarde, mientras devoraba su comida, Antonio se tomó un tinto. Lo miró largamente. Tragó saliva. Se sintió de nuevo inútil, cobarde quizás. — ¿Dónde se está quedando? —Reparó en el viejo y raído abrigo que el joven Tovar llevaba puesto. Le quedaba enorme. —Por allí —Jaime evitó mirarlo a los ojos. — ¿Dónde es: “Por allí”? —Se estremeció Antonio al ver que, en efecto, a su amigo ya casi no le quedaba mucho cabello ni trozo de piel sana sobre el cráneo. Jaime no respondió la pregunta. Siempre fue muy orgulloso. — ¿Antes de que se vaya —pidió, a cambio—, puede comprarme algo más de comida? Pero no me vaya a dar dinero. No me dé dinero porque usted ya sabe bien qué es lo que haré con ese dinero. Sólo cómpreme algo más de comida, ¿sí? Antonio se puso de pie. Se dirigió al mostrador. Pidió que le empacasen a su amigo algo más en una caja de icopor y que se lo entregasen cuando él ya se hubiese ido. Regresó a la mesa, pero no para sentarse de nuevo. Había decidido despedirse allí mismo, esperar a Jaime afuera —escondido en algún portón— y seguirlo de lejos cuando saliera. Y así lo hizo. Jaime salió como a los cinco minutos. Tal vez había entrado al orinal. Miró hacia todo lado, guardó entre el viejo abrigo la bolsa de comida que le habían preparado, recogió del suelo una colilla de cigarrillo, se la guardó también, y empezó a caminar por la acera en dirección norte, hacia la Iglesia de Lourdes. Antonio lo siguió despacio. El Parque de la Iglesia de Lourdes había venido desacreditándose con el paso de los años. En otras épocas había sido un sitio atractivo, sano, explorable quizás. Pero de la noche a la mañana se había convertido en una olla artesanal. Lo que sucedió fue que un azaroso día varios comerciantes menores de la capital levantaron allí sus toldos y
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colgaron sus mercancías. Otros, los que menos dinero tenían para invertir en la apertura del negocio, tendieron tranquilamente sus efectos sobre el suelo adoquinado, y todos empezaron a vender. La gente llegaba allí a comprar collares, aretes, cinturones, ropa, incienso, cuadros y camándulas, entre otras cosas. Se podía discutir precios y ofrecer. Eso no era malo, pero muy cerca de ellos, a la vuelta del parque, los sagaces negociantes de la rumba y el licor abrieron sus discotecas de música salsa y vallenato. Toda la zona se convirtió entonces en un mercado de variadas opciones entre las cuales también encontraron su feria los traficantes de yerba, bazuco y perico. Era una empresa más de aquéllas que al Querubín se le había ocurrido montar en la capital para la consecución del logro de su tarea de destrucción de la juventud colombiana. Los desafortunados viciosos que por allí habían nacido o que por allí habían vivido —o las dos cosas—, empezaron a cursar en ese parque una maestría hacia el mundo sin fama ni regreso del desechable; del drogo. Entre ellos desgraciadamente estaba Jaime. Antonio lo vio entonces esa noche llegar allá, luego de salir de la cafetería. Lo vio deambular entre los toldos, pedir fuego para encender su colilla de cigarrillo y zigzaguear alrededor de las casetas de dulces. El joven músico se acercó a uno de los artesanos. —Perdón— Se propuso ser amable—. ¿Ese señor que va allá, el del abrigo viejo marrón, se la pasa por aquí? El hombre del kiosco miró hacia donde estaba Jaime. Luego miró a Antonio de arriba abajo. — ¿Es su amigo? —Se mostró un poco desconfiado. —Algo así. ¿Por qué? —Porque ese man es uno de los cinco o más desechables que duermen en el zaguán de ese centro comercial que usted ve allá —Señaló el artesano con el índice hacia un edificio de tres pisos que estaba frente a ellos, cruzando la calle, al costado derecho de la iglesia. Antonio pensó en muchas cosas. Trató de empezar a hallar un camino, una solución, un vuelco de la razón o de la opción para intentar ayudar a Jaime, mas no logró atrapar una idea clara entre la maraña de su reflexión. No era factible llevar a su amigo a la modesta habitación en la cual él vivía en arriendo. Hacerse cargo de un desechable no era tan fácil como meterse la mano al bolsillo y comprarle algo de comer. No era tan simple como compartir con él un pan o una camisa usada. No lo conocías bien. Ya nadie habría podido conocerlo bien, y Antonio ya había tenido, gracias al mismo Jaime, una experiencia absurda. ¿Existían fundaciones que le abrían la puerta gratuita y humanitariamente a esos adultos tan decididos a acabar con su vida oliendo pegante o consumiendo bazuco y deambulando día a día por las calles para rebuscarse algo de alimento? En innumerables ocasiones Antonio le había apostado a la suerte en medio de la utopía, soñando ganar no un millón sino decenas o cientos de millones de pesos para poder constituir una fundación que abriese sus puertas y crease trabajo para los drogadictos y las madres pobres por quienes nadie da un peso. ¿Qué descubrió al final
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de sus ingenuos intentos?: Que la suerte y el dinero a manos llenas son conceptos absolutamente administrados por el Querubín. Él es el César, el dueño del mundo y del billete. Él no te va a dar dinero jamás para que abras fundaciones o hagas obras de caridad a menos que en tu intención tengas algunos muy perversos y bien camuflados planes. Por otra parte, no conocía Antonio en ese momento a nadie que pudiese hacerse cargo de Jaime sin objetar nada. No tenía tampoco medios para internarlo en una fundación que quizás lo hubiese sacado adelante. No tenía él a nadie, no tenía nada. Decidió entonces salir del parque, irse para su cuarto y hacer alguna gestión al día siguiente. Pero el día siguiente jamás llegó hasta su corazón, o es que tal vez su fe ya no era suficiente como para creer que Jaime estuviese deseando recuperarse. Llegó incluso a pensar que su amigo había encontrado lo que quería, una manera de caminar hacia la muerte, hacia su padre y su hermano —o hacia los dos—, y que el Querubín le estaba ganando definitivamente esa batalla. Sin embargo, un día Antonio reaccionó. Se dirigió hacia el parque nuevamente. Desafortunadamente, Jaime no estaba más por esa zona. Lo preguntó por todo lado. Indagó sobre su paradero. Lo único que obtuvo fue una respuesta nada halagadora. —A ese man ya no lo encuentra por aquí —le advirtió el mismo artesano con el que había hablado la primera vez que estuvo por allá—. El ejército hizo una batida por los lados del zaguán. Parece que se los cargó a todos. ¿Ha escuchado usted hablar de los Falsos Positivos? (2*) —Claro que sí. ¿Por qué? —Porque probablemente el cadáver de su amigo es ahora parte de esa gran jugada del ejército y del miserable sistema colombiano de justicia.
*1. La hoja del beleño, tosca, vellosa y maloliente, contiene escopolamina, un alcaloide narcótico y tóxico. En grandes cantidades, ese alcaloide puede producir delirio y locura, e incluso la muerte, al igual que la belladona — hierba cuyo nombre significa “hermosa mujer”. *2. Los Falsos Positivos: Remoquete que se llevaron consigo a la tumba miles de desaparecidos de diferentes edades, los cuales en realidad fueron asesinados lejos del sitio donde habían sido retenidos. Sus cadáveres —difícilmente identificables— resultaron siendo reportados por el ejército colombiano como guerrilleros dados de baja en combate.
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15 Regresó a su habitación. Había tomado una decisión. Viajaría al siguiente día hasta El Ingenio, el poblado del trapiche y de la cabaña del horno de piedra de sus siete años. Necesitaba realimentar su fe. Necesitaba saber que lo que su mente había guardado por mucho tiempo como una misión universal, como una razón para seguir creyendo en las palabras del Pianista de Alas Blancas, no era una quimera, no era una utopía, no era el simple resultado de una visión y un par de sueños. Doce horas después, el bus intermunicipal que lo llevaba hacia su destino bajaba raudo en la dirección sur de la Carretera Panamericana. Eran las diez de la mañana. El viaje se había iniciado muy de madrugada, a las cinco menos veinte. Pensó que estaría llegando hacia la medianoche a San Juan de Pasto. Allí tomaría otro autobús que lo llevaría hasta el poblado del cañaveral. Su corazón latía con fuerza. Jamás antes se le había ocurrido regresar a su pueblo, y menos al trapiche. A las doce del mediodía, el automotor aminoró la marcha. Se detuvo en una bahía de la calzada al otro lado de la cual se podía ver más de una decena de restaurantes alineados sobre el playón. Antonio supuso que había llegado la hora de almorzar. El viaje iba a ser mucho más largo de lo que hasta ese momento había sido. Fue uno de los últimos en bajar del intermunicipal. Miró a todo lado. Decidió caminar sobre la bahía y meterse en un restaurante cuya fachada se le antojaba muy parecida a la de la casa de El Ingenio, ésa que su padre solía tomar en arriendo en las vacaciones de verano por los años cincuenta. Llegó hasta la puerta. El lugar era más o menos amplio. El salón ocupaba todo el frente de la edificación, aunque sólo había mesas al costado izquierdo. Al otro lado se podía ver solamente una especie de sala de espera con tres poltronas y un enorme y viejo sofá. Más allá estaban los orinales. Se acercó a la barra. Pidió una gaseosa fría y un pastel. Esperó por el pedido. Luego, se encaminó hasta el sofá. Se acomodó en uno de sus extremos. Respiró profundo, en tanto percibía involuntariamente el murmullo que salía del televisor que estaba al otro lado del mesón del bar. De pronto, escuchó ladridos. Se estremeció hasta el fondo de su ser. Esos ladridos estaban allí, muy dentro de su mente, en un cofre aún no olvidado del recuerdo: Everest. Se puso de pie inmediatamente. Sólo hasta entonces cayó en cuenta de que la casona tenía, a un lado del vestíbulo, una puerta que daba a un solar inmenso. Caminó hasta esa puerta. Sabía que no estaba soñando y, menos aún, alucinando. Los ladridos se hicieron más fuertes. — ¡Everest! —Lo llamó con todo el ímpetu de su corazón, parado en el vacío de la hoja de madera. Luego miró hacia el fondo del solar.
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Y entonces lo vio. La silueta blanca del animal oscilaba ante sus ojos, brincando al fondo de la diapositiva, a lo lejos, entre los gajos del platanar. Corrió hacia él. Cuando Everest lo vio, se abalanzó hacia él ladrando y moviendo su blanca cola. Antonio dobló las rodillas. Se agachó. Abrió sus brazos para recibirlo. Se fundieron en un estrujón incomparable. La lengua del perro humedecía las mejillas del joven músico, quien no paraba de reír como un loco mientras el can no paraba de gruñir embriagado de alegría. Antonio empezó a acariciarle la cabeza más tranquilamente. El perro la movía hacia todo lado. Sus ojos brillaban. Sin poder evitarlo, las lágrimas empezaron a descender por las mejillas del joven. Pasaron dos minutos, los cuales flotaron quizás solamente sobre el borde de la dimensión de la eternidad. Luchó por asimilar con calma esa visión para no dejarla escapar de su realidad. Se tranquilizó. Suspiró profundo. Miró al perro una vez más a los ojos azules. Le sonrió. Y estaban así, aquietando los dos el corazón, cuando de pronto sintió otra presencia; otra mirada. Levantó la vista. A unos treinta metros de ellos, sentado sobre un promontorio de tierra y hierba no muy pronunciado, los contemplaba serenamente un hombre que tenía el mismo atuendo y la misma figura del Zahorí de la cabaña. Antonio se enderezó despacio. Avanzó hacia él. Everest caminó detrás, cabeceando contra sus corvas y mordisqueando sus manos sin dejar de mover la cola. El Zahorí levantó un poco la cabeza. El joven se detuvo frente a él. En tanto lo miraba al rostro áureo, percibió el sonido suave de un hilo de agua que tal vez corría en calma muy cerca de allí. Supuso que debía haber un riachuelo al otro lado del montículo sobre el cual el Zahorí estaba sentado. —Gracias por traer a Everest, Señor —Antonio no logró esconder su nostalgia. —No tienes por qué agradecerme —Las manos del Zahorí reposaban tranquilas y muy juntas sobre sus rodillas—. Y no tienes por qué estar triste. De forma similar, tú mismo podrás algún día traer a todos aquéllos a quienes amas. — ¿Es eso posible? —Todo es posible, cuando tienes fe. La fe hace posible lo improbable. Creíste que yo no volvería. Llegaste a pensar que yo no existía sino en tu alucinación. Te dejaste arrastrar por el mundo. Perdiste tu brújula. Caíste muy hondo. Pero es hora de que te levantes para que reinicies el camino hacia tu verdadero destino. Antonio asintió, humilde, pero manifiestamente dichoso. Ascendió el montículo. Se sentó junto al anciano. Desde allí pudo entonces ver hacia el otro lado de la hondonada. Allá, en el lecho de la cañada, estaba el riachuelo cuyo sonido antes él había percibido, el cual estaba ribeteado por una tropa de sauces poblados de ramillas péndulas que descolgaban su verde de esmeralda entre la brisa y alineaban no muy lejos del margen de la orilla. Dos niños pequeños jugaban al borde de la rambla de la corriente cristalina. Giró la cabeza. Enfocó con respeto el rostro del Zahorí.
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—El Querubín ya no tiene Las Llaves de los Vórtices de la Muerte, Señor. ¿Por qué me dijiste que tenía que arrebatárselas y traértelas, si él ya no las tiene? El Zahorí no contestó inmediatamente. —Levántate —le pidió—. Quiero que mires una vez más hacia el riachuelo. Antonio se puso de pie. Fijó la vista de nuevo en los dos niños que jugaban allá. En realidad, lo que estaban haciendo era seguir alegres dos barcos de cartón que probablemente ellos mismos habían diseñado y que luego habían colocado sobre el cauce del arroyo para que descendiesen flotando libremente. El joven recordó al instante un pasaje lozano de su niñez, allá en El Ingenio, cuando con Jorge —su hermano renacuajo— entablaban una sana competencia sobre el agua del arroyuelo que corría no muy lejos del solar. Aquél cuyo barco llegase primero a la charca en la que desembocaba la corriente, era, por supuesto, el ganador. Siguió observando la cañada. De pronto, el barco del niño más pequeño quedó atorado entre las ramas del salgar que más se inclinaban sobre el agua. Entonces, el barco del otro chiquillo lo rebasó, bajó raudo, y logró llegar primero hasta el estanque. El joven volteó a mirar al Zahorí, llena su alma con un enorme interrogante. —Pronto comprenderás la visión que acabas de tener —El vaticinio del anciano buscó anclarse en el lecho del océano de la mente de Antonio—. Y sufrirás mucho. Y entenderás por qué te dije que el Querubín tiene Las Llaves de los Vórtices de la Muerte, si es que aún no lo has entendido. La vida, de aquí en adelante, no será nada fácil para ti o para tus hijos. Vas a estar a punto de perecer más de una vez. Vas a experimentar mucho más que el duro vendaval que hasta hoy has enfrentado. Después de esa tormenta no vendrá la calma todavía. El demonio apenas estará desplegando sus alas para lanzarte al abismo. Sin embargo, yo no te abandonaré en cuanto tú no me vuelvas a ignorar. Ahora, ven. Siéntate de nuevo a mi lado. Cierra tus ojos. Tranquilízate. Descansa, y ábrelos solamente cuando ya no escuches el latido de Everest. Antonio obedeció en todo cuanto el Zahorí le dijo que hiciera. El perro había empezado a ladrar, pero al cabo de unos minutos ya no se escuchó más su latido. Entonces, el joven abrió los ojos. Se encontró solo, allí, sentado sobre el montículo. Ni el Zahorí ni Everest estaban ya por los alrededores. Volteó a mirar hacia el riachuelo. Los niños tampoco estaban por allá, entre el paraje de los sauces. Supo entonces que esa visión, ese momento y esa soledad marcaban el comienzo de una nueva oportunidad que tenía su alma para encarar el dolor con sabiduría y poder enfrentar al Querubín.
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16 La tierna revelación escondida en el recuadro de la escena de los niños jugando con sus barcos de cartón en el riachuelo, cobró un significado tenaz en pocos meses. Era el anochecer del treinta de noviembre del año 1.990. El teléfono de disco de la casa en la cual Antonio rentaba su habitación timbró abruptamente. La onda de sonido atravesó el aire del corredor desde el vestíbulo hasta la puerta del cuarto. El eco que se generó quedó grabado para siempre sobre las paredes intangibles de su alma. Era Mercedes. — ¡Hijo, será mejor que te sientes porque te voy a dar una muy mala noticia! —Le advirtió, quebrada la voz. Antonio sintió el vacío abrirse bajo la planta de sus pies desnudos. — ¡Acaban de matar a tu hermano; a Jorge! —Añadió ella, y no pudo decir mucho más. Jorge, el hermano renacuajo. Su mejor amigo de la infancia y de los años de la adolescencia y la universidad. Salió de la casona. Se dirigió al sitio en el cual habían acribillado a su hermano. Cuando llegó allá ya había arribado la fiscalía. El cuerpo de Jorge estaba prácticamente desguarnecido sobre el pavimento de la avenida. No había reguero de sangre alguno al lado de él. El reguero había quedado en el asiento delantero de su carro, un Renault 9 de color rojo esmerilado. Le habían descargado veintisiete tiros con metralleta liviana, esencialmente en la cabeza, la cara y el pecho. También su mano izquierda tenía rastros de impactos, tal vez porque su instinto le hizo levantarla para protegerse. Antonio lloró en silencio. Miró hacia todo lado, quizás buscando una respuesta que jamás llegaría legalmente. Enfocó la luz del semáforo que hizo que Jorge se detuviera por última vez en esa esquina y que fue cómplice involuntaria de los sicarios que lo masacraron. Observó los carros que desaceleraban no muy lejos de la escena, al lado opuesto de la avenida. Divisó la luna que colgaba del pórtico de las tinieblas sin poder contarle nada. Contempló los árboles del frente, extasiados, callados, impotentes. Esa noche, al regresar a su habitación recordó absolutamente la promesa que Jorge y él habían hecho años atrás. Se desplazó inmediatamente la cinta del baúl de las imágenes hacia la madrugada del día 29 de septiembre del año 1.971. Los relojes marcaban las dos de la mañana. Jorge y él no habían podido conciliar el sueño. Compartían el mismo cuarto. Vivían con Don Carlos. Habían estado hablando de la muerte por un buen rato, todo debido a que los dos acababan de sentir —
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cada uno por su lado y a su filosófica manera— una presencia aparentemente paranormal que había sacudido fuertemente la persiana luego de penetrar en el aposento a través de la ventana. Era increíble, parecía insólito, pero así había sucedido. Tras un par de minutos de tenso diálogo habían acordado, en base a recientes manifestaciones oníricas tanto de Jorge como de Antonio, que esa presencia no era otra cosa sino el alma errante de Luís Hernández —el mejor amigo de la adolescencia de Jorge—, joven indolente y vanidoso que había perecido trágicamente una mañana, meses atrás, cuando estaba aprendiendo a pilotear una avioneta. Los hermanos se habían levantado luego del sacudón y del diálogo, visiblemente conmocionados. Antonio había encendido la luz. Por supuesto que no vieron a nadie por allí en la habitación. Sólo una araña más o menos grande pero inofensiva caminaba indolente hacia ellos sobre el suelo de madera. Habían retornado entonces a sus camas, luego de apagar la luz. Trataron de conciliar el sueño. No les fue posible. De súbito, a Jorge se le ocurrió una idea que habría podido parecer algo descabellada pero que decretó un vínculo más, otro eslabón, entre su alma y la de Antonio. —Hagamos un pacto —Su voz había creado un eco fantasmal en la penumbra circundante—: El que de los dos muera primero, regresará pronto y se manifestará al otro de alguna manera para contarle si hay algo más allá de la muerte, y cómo es. Antonio se había revuelto entre las cobijas al aquilatar en lo más profundo de su ser lo que realmente encerraba la idea que Jorge estaba planteando en ese instante. — ¿Y de qué específica manera? —Había sentido más oscura la opacidad del aire allí presente—. ¿Cómo podrá, el que de los dos sobreviva a la muerte del otro, digerir normalmente el impacto de la aparición cuando suceda, al saber que es exactamente su hermano muerto quien lo está visitando desde el más allá? —No lo sé— Había respondido Jorge—. Tal vez, pienso que es a través de un sueño como esa aparición será menos áspera para el que aún esté con vida. El pacto había quedado sellado. Al poco tiempo, empezaron a bifurcarse de manera abismal sus caminos. Jorge llegó a ser un excelente abogado, mientras Antonio seguía soñando despierto con su guitarra al hombro. Llegó a ser además catedrático de La Libre, universidad en la cual se había graduado. También fue un destacado deportista. Se casó con una colega samaria. Tuvieron dos hermosas niñas. Su vida había encontrado la puerta ancha del mundo. Parecía estar a punto de lograrlo todo. Mas, no era soberbio. No era egoísta. No, para nada. Simplemente, quería hallar un buen futuro para su familia. Sus amigos y su gente, sus clientes, lo querían mucho. Se hacía respetar, pero también se hacía estimar. Buscaba con frecuencia a Antonio para invitarlo a cantar en sus sanas tertulias. Era el único de la familia que creyó siempre en el joven músico, así éste hubiese sido sólo un loco bohemio que
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desordenadamente, sin faro alguno, se limitara a garrapatear canciones y poemas. Al terminar esas tertulias, Jorge aplaudía a su hermano con real admiración. Se sentía orgulloso de él ante sus amigos y, cuando ellos ya se habían marchado, caminaba hacia su ropero. Llamaba a Antonio desde su alcoba para obsequiarle uno o dos vestidos prácticamente nuevos, camisas y zapatos. De vez en cuando, y sin necesidad de que Antonio tuviese que ir a cantar en su apartamento, Jorge le llevaba ropa a domicilio. Le obsequiaba algo de dinero y lo invitaba a viajar con él a Villavicencio y a volver a unir sus caminos. En Colombia no tenías que ser necesariamente malvado o ladrón para que te pegasen veintisiete tiros. Sencillamente, tenías que ser sólo ese tipo de persona que se había dado cuenta que la oportunidad con la cual te habías topado —ese contrato de trabajo aparentemente normal y de excelente remuneración— no era eso, todo lo normal que parecía ser. Te veías entonces en la necesidad de huir, de perderte, de no vender tu alma, de renunciar, de no volver a saber nada de tus jefes y de su enmarañada empresa. Pero ellos ya no te iban a permitir abrirte. Ya era demasiado tarde para intentar desaparecer. La organización y la mafia habían llegado a creer que eran los dueños de tu vida, de tus palabras y de tus decisiones. Esos capos no creían en un Ser Supremo. Nunca habían creído. El derecho a la vida no les importaba. El Cielo para ellos era el mundo, con las riquezas que ofrecía. Vivían su vida de una forma absoluta, cual si nada más pudiese merecer su atención en el planeta. Sólo su propia existencia era notable, con sus oportunidades, dinero, lujos, cocaína, soberbia y meretrices. No creían en lo inevitable de su propia muerte. Pensaban que eran los demás los que morían, no ellos. Y mataban. Y comían del muerto. Y mandaban matar, ante la indiferencia del gobierno y con la aprobación y la ayuda del Querubín, sin visualizar para nada que más adelante los esperaba un lago de fuego, estiércol, magma y azufre, tenebroso y eterno. O eran imbéciles sin alma, o eran monstruos sin fibra sensible. Insistían en ignorar que el Querubín no daba nada de gratis, nada, sin pasar factura espiritual y universal a la hora de la muerte. El cuerpo de Jorge fue sepultado en un hermoso cementerio al norte de la capital. Eran las cuatro de la tarde, dos días después de que lo acribillasen. Mercedes estaba al lado de Antonio, totalmente destrozada. Lo miraba, con esa desolación inmensa de sus ojos tristes, frente a la tumba. Se recostó sobre su hombro, en tanto él la ceñía fuertemente con el brazo. —Él te estuvo buscando como un loco hace tres días —La voz de la mujer sólo alcanzó a ser un murmullo—. Me pidió tu dirección. Yo no supe qué decirle. No sé dónde estás viviendo. Jorge tenía una inquietud enorme por ti en el alma. Presentía su muerte. Quería hablar contigo. Él siempre te quiso mucho. No sé, algo tenía que decirte, pero tú no estabas por ahí. ¿Dónde te la pasas?
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Jorge se convirtió de allí en adelante en una especie de ángel que insistía en guiar a Antonio a través de los sueños. El joven músico no lo soñó sólo una vez; lo soñó muchas. Y siempre en cada sueño su hermano algo le decía o algo le mostraba, o algo le enseñaba. A veces, Antonio se atrevía a pensar que era su propio ser persistente, el del espíritu de Jorge, el que quería forjarle la vida y encaminarla para bien de algo o de alguien, o de él mismo; o del mundo. De esos sueños, el más vívido, el que por muchos años palpitó en un rincón de la memoria de Antonio, tuvo lugar en septiembre del año 1.995. El músico vivía solo, en un diminuto y descuidado apartamento propiedad de una prima, un bachelor ubicado por allí en un sector barato, bohemio y azaroso, al occidente de la capital. Se había él aferrado a una forma de libertad que no era realmente eso, libre, que era quizás sólo el concepto de la libertad del iluso. Se había entregado a una vida que lo esclavizaba al deseo de querer hacer de su música, del trago y del sexo la razón triangular de su existencia. Y estaba equivocado. Y precisamente en ese sueño Jorge se lo hizo saber y, por añadidura, cumplió con la promesa que ellos habían hecho: Le enseñó que sí había una prolongación de vida hacia la eternidad. Y bien, en ese sueño Antonio se encontraba de súbito solo, absolutamente solo y de pie sobre el centro de la tarima maltrecha, sucia y pobre de un teatro de pueblo, a la espera de un concierto que supuestamente él iba a dar. Pero su alma no estaba alegre ante el evento que se avecinaba. Estaba llena de tristeza y de miseria. El teatro se veía como si hubiese sido puesto ante él como un espejo, ahogado entre la mugre, lleno de basura, desolado y derruido, con sus sillas viejas y desvencijadas. Sus paredes, techo y suelo, se perfilaban oscuros, calados de frío y de humedad, entre el lúgubre aliento de la penumbra. En un momento determinado, Antonio se estaba preguntando qué iba él a tocar y para quién allí, o con qué sonido y con qué instrumentos, y con quién —y por qué precisamente allí—, cuando de pronto, desde una puerta lateral a un lado de la tarima abajo a su derecha, surgió un personaje alto y desgarbado, metido entre una humilde túnica franciscana. El color marrón de semejante vestimenta envolvía a esa aparición desde los pies hasta la cabeza. El capuz le cubría totalmente el cuello, la cara y el cráneo. Antonio experimentó un inmenso sobresalto, pero siguió con la mirada los pasos de aquel monje encapuchado. Lo vio desplazarse lentamente. El espectro rodeó la tarima. Cuando hubo llegado al punto central del arco que sus pies estaban trazando, se detuvo en la boca del corredor, en la luneta, exactamente frente a Antonio. Entonces, lo encaró. Lo miró largamente, desde la oscuridad abismal de su capucha. He dicho: “Lo miró”, pero sé que Antonio jamás vio esos ojos mirarlo. Sencillamente los sintió mirándolo, porque jamás le fue dado percibir ni un milímetro de aquel rostro. En el término de unos segundos del reloj de la eternidad, el espectro levantó el brazo derecho. Apuntó con el índice, a la altura del oído de Antonio.
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— ¡Escucha! —Le ordenó, como enojado, con voz muy firme. Entonces, por el timbre de esa voz, Antonio supo sin la más pequeña duda que se trataba de su hermano. Era ésa su voz. Se dispuso a obedecerle. Lo que a continuación escuchó nunca más se iría de su memoria. Era todo, el sonido conjunto de una orquesta antillana, interpretando un son que él jamás había escrito y que jamás había oído. La pieza tenía el ritmo del montuno cubano. Las líricas, las voces y los pregones sonaban muy precisos, con la sinuosa cadencia de ese ritmo. Los metales, las cuerdas y la percusión hacían otro tanto. Para el momento musical por el cual su mente estaba atravesando en esos días, el tema aparecía majestuoso. Siendo así, sumergido entre esos compases, miró hacia el fondo del teatro. Se estremeció. Creyó estar entonces viendo el concierto en vivo, allá, sobre un holograma enorme que vibraba contra la pared. Veía a todos los músicos, sus sonrisas, su entrega. Los detalló. Los admiró. Los envidió. Decidió de inmediato olvidar toda la tristeza y toda la basura, tanto las de ese salón como las de su alma. Se dejó hundir con inmensa melancolía, pero también con inédita alegría, en el exclusivo mar de los sonidos de esa orquesta. Y no fue mucho más el sueño. Cuando despertó, cuando regresó a la realidad lleno de euforia, abandonó la cama. Se sentó a la mesa. Se puso a escribir el montuno. Sin embargo, en ese instante no le dedicó ni siquiera unos minutos a la reflexión ni se puso a tratar de desglosar el mensaje que su hermano acababa de darle a través de ese sueño. Quizás no tenía a la sazón entre su ser las herramientas que le permitiesen interpretar inteligentemente toda la visión recién experimentada. Pasaron varios años antes de que pudiese hacerlo. Entonces, lo descubrió. Era evidente: La soberbia de su ser y el deseo de alcanzar la fama no eran los elementos que trazarían sabiamente su futuro. La canción, por muy hermosa que pareciese estar sonando, estaba allá, lejos de él, sobre una pantalla inalcanzable, virtual; remota. Entre ella y él había un mar de basura. Su vida en ese momento, a pesar de ser sonora, envolvente y alucinante, no era limpia. No estaba bien enfocada. Era una vida egoísta. Su existencia era un lodazal, escondido en la penumbra de su alma. A cambio de todo eso tendría él que empezar a visualizar un ejemplo de vida, un espejo que estaba allí, ante él, la existencia de un hombre de túnica de color marrón y capuz ídem, ese hombre que cientos de años atrás abandonó sus miserables pasos y las riquezas que iba a heredar y entregó su tiempo a los desposeídos, los leprosos y los despreciados por la sociedad, el mismo hombre que más tarde, al encontrar su verdadero destino, llegó a fundar con fe y con cristiano amor una comunidad austera pero de gran temple para quienes la pobreza fue el primer voto de entrega y sacrificio. (*) El interrogante que en el año de 1.971 habían jurado con Jorge resolver a la muerte de alguno de los dos, cobró también una respuesta al visitarlo él a través de ese sueño: Sí, claro que había otro mundo más
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allá de la muerte. Pero era ése un mundo de espera, uno en el cual el espíritu del hombre que no había sido malvado en vida y que por lo tanto no había ido a parar al lago de fuego, quedaba suspendido entre las dimensiones por un tiempo indeterminado. No obstante, la llama positiva y sensible de su ser no desaparecía con la muerte. Por el contrario, esa flama evolucionaba hacia el altruismo allá y, en ese proceso catártico, en esa inquietud espiritual, ese hombre encontraba para sí mismo, para su alma y para los que amaba, la respuesta escatológica que en vida su mente no había alcanzado a vislumbrar. Por otra parte, la sotana franciscana le estaba advirtiendo a Antonio de la prisión en la cual él se estaba refugiando y le pronosticó una enfermedad grave, una que no terminaría con su vida pero que lo encaminaría a reflexionar y a cambiar para siempre.
* Giovanni Francesco Bernardone —Francisco de Asís; siglo XIII. Mientras estuvo prisionero, sufrió una grave enfermedad que le hizo reflexionar. Decidió cambiar su forma de vida. Renunció a sus lujosas ropas, a cambio de una humilde túnica. Dedicó entonces su vida al cuidado de los leprosos y de los proscritos, en los bosques de Italia.
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17 — ¿Cómo se puede definir el dolor? —Se escuchó hablándole a la fotografía de su hijo, el que nació en Toronto, el que tenía la piel trigueña de su madre y los enormes ojos azules de la abuela Mercedes. — ¿A qué dolor te refieres? —Creyó oír que John Paul a su vez le preguntaba. —Al dolor que he sentido por saber que has muerto— Antonio se quedó mirando la fotografía por otro tiempo indefinido. La luna estaba ayer allá, en ese cielo inalcanzable. La observó, desde la prisión que le había obsequiado la tristeza. Descubrió entonces una vez más que sí, que Mercedes tenía razón cuando le decía que al mirar hacia la luna llena se podía ver claramente la silueta de un niño que está sentado en medio de la esfera con su cabeza agachada, cual si se hallase prisionero allí y profundamente desolado. John Paul nació el 8 de marzo de 1.975. Tal vez ya lo había yo mencionado. Unos días después lo llevaron bien elegante al ayuntamiento de la ciudad de Toronto. Lo registraron como ciudadano canadiense. Durante los primeros meses de su vida, Antonio lo cuidaba de día, y la mamá de noche. Antonio le solía preparar caldo de pescado en el almuerzo. Lo sacaba en el verano en su coche a pasear por Yonge Street. Le compraba malteada o helado. Cuando no salían, el bebé se dedicaba a jugar solito con sus cachivaches durante horas enteras sobre la cama doble. A veces dormía largamente como un pequeño gato arrunchado contra la almohada, en tanto el joven músico se ponía a escribir, observándolo de cuando en cuando. Una mañana de ésas, Antonio estaba tratando de encontrar información específica que necesitaba para sus escritos. La estaba buscando en un libro que hablaba de Keops, la tercera y más famosa de las Pirámides de Gizeh. Por supuesto que en ese entonces no existía Google. La concentración del joven era casi absoluta. La matemática de la construcción de la pirámide lo estaba absorbiendo totalmente. Como de costumbre, el niño estaba dormido muy cerca de él. De pronto, en la mitad de la lectura sufrió el músico un sobresalto al escuchar un ruido fuerte y seco, como si un pesado fardo acabase de caer dentro de la habitación. Miró inmediatamente a John Paul. El niño continuaba dormido en el mismo sitio. Miró entonces a su alrededor. Nada se había caído dentro del cuarto. Se puso de pie. Salió de la pieza. Revisó el apartamento. Todo estaba en orden. Se encogió de hombros y se tranquilizó. Regresó al cuarto. Retomó la lectura. Se olvidó del asunto. Pero cinco minutos más tarde el ruido del golpe se repitió fuerte e idéntico, como si alguien hubiese rebobinado de adrede una cinta de sonido para poner a Antonio a escuchar de nuevo. Se estremeció ante el
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hecho, pero esta vez hasta la médula: era el bebé. Se acababa de caer de la cama golpeándose abruptamente contra el piso, el cual estaba hecho en baldosín. Tiró el libro sobre un costado de la colcha. Alzó a su hijo de inmediato. Le revisó la cabecita. Afortunadamente, nada malo le había sucedido. Se dedicó a calmar el llanto del bebé. En el trasegar de los años siguientes, cada vez que recordaba ese pequeño acontecimiento no podía dejar de conmoverse. Sabía que, indudablemente, ésa era una advertencia; un presagio. ¿De quién? ¿De él mismo? ¿Del alma del niño? ¿De Dios? No lo supo. Nunca lo supo realmente. Lo cierto es que empezó desde ese día a experimentar un extraño y obsesivo vacío, un verdadero fardo, anclado entre el pecho y la mente, una angustia que lo empujaba a correr al lado del bebé a todo momento, estuviese donde estuviese. Tal vez temía perderlo, luego lo supo, pero en esa época nada grave sucedió, nada que hubiese podido darle una simple razón para albergar el temor que lo acechaba. Regresó a Colombia con su pequeña familia. Durante el viaje, el niño no se despegó de la ventanilla del avión. Estaba fascinado, mirando hacia el cielo azul y hacia el desfile de las nubes. Antonio le tomó un par de fotos. Pasó el tiempo. Los años aprendieron a volar a su manera sobre las alas de millones de segundos. Cuando John Paul cumplió diez, la vida sorprendió al músico acicalando algunos temas sencillos de líricas infantiles que había escrito en unos pocos meses y que pretendía grabar en un modesto estudio situado en el centro de la capital. Los cantantes de las canciones serían, por supuesto, John Paul y la pequeña María —su hermana—, quien había llegado al hogar en 1.977. Solían practicar mucho antes de la grabación de cada pista de las voces. A menudo, los niños se mostraban nerviosos. Entrevistarlos entonces entre los ensayos resultó ser una estrategia favorable de distensión y relajación que utilizó Antonio, algo muy adecuado para ponerlos a deambular muy juntos, muy unidos —pues se querían mucho—, por un sencillo pero excitante mundo de fantasía. — ¡Así que tú eres John Paul Marcelino, el jovencito que mañana, sin la menor duda, se convertirá en una estrella del rock internacional! — Antonio inició de esa manera la charla durante la que fue la última de esas entrevistas. —No creo que llegue a ser una estrella del rock —fue la lacónica respuesta de John Paul. El timbre de su voz quedó grabado en una cinta y sobre los canales del registro de la consola de la memoria del músico. — ¿Y por qué razón no habrás de serlo? —Insistió, cual si le estuviese diciendo a su hijo: "¡Permítete soñar despierto!" —No sé —Hizo el niño con esas dos palabras pedazos la audición, sin pensarlo demasiado—. No creo que pueda llegar a ser cantante. Una vez más los años se esfumaron, a pesar de la aparente parsimonia del reloj de arena de la Tierra. En 1.986, la mamá de John Paul decidió deshacer el matrimonio tras recibir una parte de la herencia de su anciana madre que acababa de fallecer. Decidió también llevarse
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con ella a los niños. Consecuentemente, Antonio y su hijo jamás volvieron a vivir juntos. El músico perdió la fe casi que irreversiblemente. Bebía mucho. Pero es que la fe no se podía retener a punta de trago y maldición. La fe, junto con el amor real, fueron siempre los dos mejores dones que el Ángel Blanco le hubo obsequiado. Sin embargo, Él no le obsequió estas dádivas para que las utilizara como impulso de la borrachera, la maldición y el olvido. Al Pianista de Alas Blancas no podía exigirle Antonio, en medio de la locura y del vicio, que le concediese tal o cual don o que le ayudase a rehacer la vida que había arruinado. Eso jamás. Veía una vez a la semana a sus hijos. A veces no los veía. De cuando en cuando algún domingo iban a un cine o a elevar una cometa. Cada vez tenía él menos para ofrecerles. Suena triste, porque cuando eran pequeñitos tenía mucho amor para brindarles e incluso les hablaba frecuentemente del Ángel Blanco y a Él le escribían canciones infantiles y se las cantaban. No obstante, tras la desmembración del hogar todos se fueron olvidando de Dios. La bebida empezó a ser la única puerta de escape para la soledad de Antonio. Cayó en el alcoholismo. El recuerdo del Pianista de Alas Blancas se esfumó de allí, del fondo mismo de su corazón. En 1.993, John Paul se casó. Se fue a vivir cerca del apartaestudio que el músico rentaba. Esa bendita circunstancia los llevó a verse más frecuentemente. Se convirtieron en los mejores amigos. El joven ya no le decía papá a Antonio. Lo llamaba por su nombre. Compartían música, conciertos, mujeres jóvenes y licor. Para John Paul era muy fácil conseguir esas jóvenes hermosas porque era alto, alegre y muy bien plantado. Antonio descubrió también en ese entonces que su hijo parecía estar viendo la vida desde un prisma muy diferente al de él, que John Paul era mucho más pragmático y más reflexivo que él, que hacía las cosas en medio de una natural diversión en tanto él las hacía en medio de la soberbia, el rencor, la desesperación y la soledad. Una noche de un sábado de 1.997, John Paul golpeó a su puerta. A diferencia de otras noches, esta vez el joven venía solo y muy sobrio. Miró a Antonio de pies a cabeza, o miró lo que estaba quedando de él. Se sentó a su lado. — ¿Cuántos días lleva sin comer? —Le reprochó. Se mostró denso. —Hombre, por mí no se preocupe —soltó el músico, sin desvirtuar para nada la voz de su amargura, una voz con aliento a alcohol y a colilla de cigarro. — ¿Que no me preocupe? —Se puso John Paul de pie casi con ira y le apuntó a la cara—. ¡Mírese a un espejo, hermano! ¡Mire en lo que se ha convertido! ¡Todo por una mujer y una botella de licor que no valen el más imbécil de sus sueños! ¿Se le olvidó que ningún vicio ni mujer alguna justifican la muerte de un hombre verraco? —Johnny, tranquilícese, compadre —Luchó Antonio para no derrumbarse allí mismo. Deseó con todo su ser poder estrechar a su hijo en ese instante hacia su alma, encadenarlo a algo diferente a todo cuanto
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hasta allí le había brindado, en tanto su mente se preguntaba en silencio si sería posible cambiar, así como así, el todo de una vida disipada. — ¿Que me tranquilice? —Miró el joven hacia la puerta. La escena se había vuelto tensa. — ¡Venga, hijo, siéntese! —Empezó el músico prácticamente a suplicarle—. ¡No se vaya a ir! ¡No esta noche! —No, no me voy a ir todavía —Consiguió John Paul controlar el mal momento. Se metió en la cocina con una bolsa que había traído —. Pero coma. Le compré un pollito. Es todo para usted, Tony. Pero coma, hermano. Nunca logró Antonio recordar si sus ojos se humedecieron sin que su hijo lo notase. Pienso que así fue. Un año más tarde se le materializó a John Paul el sueño que siempre había abrigado: Viajaría a Toronto, su ciudad natal. Fue a despedirse la noche de un domingo. Se abrazaron con fuerza en la mitad de la estrecha y desordenada sala de siempre. Intercambiaron algo de música. Se desearon mutuamente lo mejor. Se dieron mucho ánimo. Mencionaron a Jesús —el nombre real y universal del Ángel Blanco. —Que Dios te bendiga, Johnny —Puso Antonio sus labios muy cerca del oído de su hijo. Lo estrechó contra su pecho. —Que Dios te bendiga a ti también, papá —El joven lo apretó también con fuerza. —Espero que cuando volvamos a vernos todo sea diferente — Dejó el músico escapar un inmenso anhelo. —También eso espero yo. Estoy seguro de que este momento marca el principio de algo nuevo, un cambio radical en nuestras vidas. Tengo la absoluta certeza de que cuando volvamos a vernos, cuando yo regrese y venga aquí a visitarlo, usted y yo nos miraremos de forma muy distinta, Tony, sin esa amargura suya, sin esta incertidumbre mía, pero con Jesucristo en el alma. —Sí, con Él en el alma.
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18 Jamás volvieron a verse. En agosto del 2.000, John Paul decidió regresar a Colombia. Lo hizo a su manera. Quiso subir por Ecuador. Luego de salir del aeropuerto de Quito, continuó su viaje por carretera hacia la frontera, hasta el Puente de Rumichaca; hasta allí nada más. Tal vez no estaba entre sus intenciones subir a visitar a Antonio. No quería quizás ver a nadie que le pudiese devolver a su vida anterior, incluido su padre. Desde Ipiales llamó a su joven esposa. Le dio instrucciones. Se encontrarían al día siguiente allí, en Ipiales, para llevar a cabo los planes que él tenía para ella y el bebé, que ya había cumplido tres años. Posiblemente traía consigo en dólares todo su dinero, el adquirido durante esos veinticuatro meses de trabajo en Toronto. Antonio llegó a pensar, cuando le contaron todo esto, que lo que su hijo había planeado exactamente era devolverse a Quito en el instante mismo en el cual su pequeña familia arribase a la frontera. En la capital ecuatoriana obtendría los pasaportes y las visas para ellos y, finalmente, tomarían un vuelo hacia Canadá. Su nuera afirmó meses después que ella sí había bajado hasta Ipiales con el niño esa misma noche de la llamada, pero que jamás encontró a John Paul en el lugar de la cita. Y nunca nadie supo más de él. Por esos días de su desaparición, Antonio tuvo un sueño infelizmente congruente con aquella imagen de la niñez de John Paul, la de aquella mañana de la lectura del libro de la Pirámide de Keops cuando el bebé se cayó de la cama. En el sueño, el músico se encontraba de pie en lo alto de las escalinatas circulares de mármol de un hotel de una ciudad que en ese entonces no logró identificar. Años más tarde, con la ayuda de Google Maps logró hacerlo: Ipiales. Demasiado tarde. Pero bien, continuando con el sueño, las personas presentes allá abajo en el vestíbulo del hotel vestían a la usanza de los nativos ecuatorianos. Estaban esperando por algo o por alguien, tampoco pudo Antonio en ese instante precisar ese detalle. Continuó mirando hacia los corredores de la primera planta del mesón. Hacía mucho frío. De súbito, las puertas que daban a la calle se abrieron de par en par. Un hombre entró corriendo. Un viento helado y de muy mal augurio entró con él. El hombre se acercó a la recepción. Varios empleados y todas las personas allí presentes lo rodearon en cuestión de segundos. Se formó una nerviosa algarabía. “¿Qué sucede?” —Demandó alguien en voz alta. “¡La pirámide! —Arrojó el vaho de su boca el que acababa de llegar—. ¡Se ha perdido la tercera pirámide!”. Ayer, y en otros días del pasado, cada vez que el músico quiso eludir el monstruo de la desesperación ante la pérdida de su hijo, pensó en el Ángel Blanco. Le habló de su dolor. Le rogó le diese la oportunidad
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de volver a ver a John Paul, es decir, que le concediese la opción de regresar en el tiempo y rescatarlo de las garras de la muerte. Antonio siempre había entendido que para Dios no existían imposibles ni contingencias de espacio ni de tiempo. Se sosegaba, y prefería pensar que ese hijo perdido había sido de alguna manera un ángel que evitó que él también se perdiese definitivamente. Se atrevía a pensar más allá, y llegaba a creer que El Pianista de Alas Blancas lo había escondido de él por un tiempo para bien de los dos, que lo había hecho así no porque los estuviese condenando sino, por el contrario, porque los amaba y porque, de no haber sucedido así —de no haberle permitido Él al Querubín utilizar a los asesinos que le arrebataron la vida a John Paul—, su propia vida jamás habría tomado el rumbo que empezó a tomar cuando su hijo desapareció y, probablemente, con el tiempo a su favor el músico le habría causado al joven mucho más daño del que le causó. — ¿Dónde estás? —Rompió el silencio la última vez que lo soñó, hace muchos años. —Un poco lejos de ti —Le oyó a John Paul decir. Estaban de pie en el sueño, solos los dos, frente a unas inmensas barracas de paredes blancas, lejos de la civilización. — ¿Estás bien? —Antonio se ancló al delta de los ojos azules de su hijo. —Sí. Estoy bien. No te preocupes. Es sólo que no me gusta la sopa que nos dan. El músico llegó a hacerse a la idea de que la guerrilla colombiana había secuestrado a su hijo para robarle su dinero y, más que nada, para retenerlo y torturarlo por ser portador de un pasaporte canadiense. Los bandoleros debieron haber creído que el joven era un agente de la DEA, o algo parecido. Antonio hizo entonces todo lo que estuvo a su alcance para averiguar su paradero, aunque, si he de ser vertical, no creo que lo haya hecho todo. ¡Nunca fue a buscarlo, y me temo que hasta el día de su muerte lamentará no haberlo hecho! Contó, eso sí, con la flamante Interpol, con la Embajada Canadiense, con la Fiscalía colombiana, con la Defensoría del Pueblo, con sus familiares—los que aún vivían en esa zona del país, cerca del Santuario de La Virgen de Las Lajas. Nada pudieron ellos hacer. Nadie pudo hacer nada para dar con John Paul o con su cadáver. Pero sí, jamás fue a buscarlo. No fue, aunque no porque le hubiese faltado la intención de hacerlo. En efecto, ya había reunido el dinero para el viaje. Por ese tiempo trabajaba para la Universidad Militar en Bogotá. Tenía un sueldo significativo. Vivía en el apartamento de María, en el centro de la ciudad. Había impreso decenas de volantes con una hermosa foto a color de John Paul, con su nombre y con el número telefónico de María. Tenía todo más o menos listo para viajar a Ipiales. Sin embargo, dos días antes de partir lo discutió con ella. — ¿Y en dónde lo vas a buscar? —María siempre fue muy objetiva—. ¿Si lo secuestró la guerrilla, lo cual es muy factible porque las
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FARC están en estos días llevándose a todo el mundo por allá, cómo lo vas a encontrar? ¿Vas a utilizar un altavoz? —No sé —respondió Antonio—. Sinceramente, no lo sé. Pero si no voy, si no lo intento, nunca más volveré a dormir tranquilo. María se le acercó. Se sentó a su lado. Estaban en la sala del apartamento de ella. —Si te vas —su hija le tomó la mano—, sé que no volveré a verte. También te matarán. Y no será ya sólo uno de los soportes de mi vida que habré perdido, sino dos. No viajó. Podría haberle dicho a todo el mundo que sí lo hizo y que jamás lo encontró. Podría haber inventado otra historia magnífica para agregarla a sus errores, pero no viajó. No obstante, no podría jamás llegar a culpar a María por la decisión que tomó. La verdad es que tal vez pensó también en Michael, su último hijo. Por una coincidencia de la vida —o por matemática del Cielo, qué sé yo—, Michael estaba por nacer. Ana, su madre, la compañera de Antonio en esos años —la última pareja más o menos estable que tuvo— sumaba ya siete meses de embarazo. Muy posiblemente, Antonio se vio inclinado a pensar que fue ese bebé quien no le permitió ir a suplicarle a la guerrilla proterva que le entregasen a John Paul. De haber ido allá, de haberse metido en el monte de Nariño en esos días, sin duda alguna habría sido Michael un huérfano más del historial ignorado o tergiversado u olvidado de la falaz justicia colombiana. Sin embargo, el músico nunca dejó de creer que debió haber ido, que debió haberlo intentado. No le fue fácil volver a dormir cuando pensaba en eso. Designios de la vida. Pasaron tres meses. El músico decidió irse a vivir con Ana. Michael acababa de nacer. Tomaron en arriendo un pequeño apartamento en el segundo piso de una casa de paredes de ladrillo, cerca de la Universidad Militar. Durante varios días, el músico tuvo extraños sueños allá. Creía recibir mensajes. No podía alejar a John Paul de su mente. Se levantaba cada media hora. Se ponía a trazar esquemas y dibujos. Hacía números, forzaba cábalas. Llamaba a San Juan de Pasto para pedirle a alguien de la familia —a los primos que aún tenía por allá— que por favor fueran a tal o cual municipio o a tal o cual valle, o a tal o cual monte, y que averiguasen por su hijo por los alrededores o que buscasen indicios o información que los llevase a descifrar su paradero. Todo era quizás un laberinto impenetrable que sólo existía en su mente. John Paul posiblemente ya había muerto. Mas, no era así. Él aún no había muerto. No todavía. ¡En la madrugada en la cual John Paul fue asesinado, Antonio vivió su muerte, clara, horrible y desesperadamente! ¿Cómo fue eso posible? Tal vez fue Dios quien dispuso que así sucediera para direccionar su alma, o tal vez fue el Querubín quien lo aderezó todo para cargar la mente del músico con un fardo irremediable. O las dos cosas. Lo cierto es que John Paul y Antonio siempre habían estado mentalmente enchufados, conectados. Siempre, desde que el joven nació. Siempre, desde la caída
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que sufrió cuando era un bebé. Fueron almas gemelas en el etéreo y en el camino de este mundo. Esa telestesia natural, esa coparticipación de la alegría, de la ansiedad, de la tristeza, fueron los conceptos y fenómenos que les permitieron comunicarse cuando John Paul estaba muriendo y le obsequiaron a Antonio la cruda visualización de ese momento. La noche inmediatamente anterior, el músico se había dedicado por varias horas a escribir una canción, con la ayuda de un teclado pequeño que por ahí tenía. Ana y Michael ya se habían acostado. La canción no era nueva, y tampoco estaba bien estructurada. Había venido rondando por su mente durante años desde que John Paul era un niño. Sólo hasta esa noche había Antonio decidido sentarse a terminarla. Trabajó duro entonces. Cuando el reloj dio las dos de la mañana, resolvió irse a dormir. La canción estaba casi lista. Sin hacer ruido, se acostó al borde de la cama, al lado izquierdo de Ana. Michael dormía profundamente al otro lado. Todavía no había cumplido un año, así que dormía con ellos. Pasó una larga hora. El músico no había logrado conciliar el sueño. Empezó a sentir un temblor extraño. Cada vez que estaba a punto de quedar dormido, cabeceaba violentamente y regresaba a la oscuridad del cuarto, lleno su ser de una inexplicable angustia. Sentía cosquilleos, confusión y temor. Se desvaneció otra hora. Súbitamente, el vacío se abrió ante él. Su espíritu atormentado se sintió atrapado en la Parálisis del Sueño, ese estado en el cual no estás dormido pero tampoco puedes moverte ni puedes hablar o regresar a la normalidad de la vigilia. Es algo así como un trastorno de la conversión regular de esos dos conceptos opuestos de la mente —sueño y conciencia—, un bloqueo astral, una perturbación generalmente involuntaria de la transición habitual que se debería dar entre el estado rutinario del ensueño y el despertar normal del intelecto. Aunque a él no le gustaba experimentarla, la Parálisis del Sueño no era un fenómeno extraño en su vida. Ya la había enfrentado varias veces desde cuando era niño, especialmente en esas noches en las cuales iba a la cama después de haber pasado muchas horas sin dormir, o cuando estaba enfermo, cuando tenía fiebre, cuando había estado muy tenso o temeroso, o cuando había atravesado por algún evento doloroso, impactante, trágico o deprimente. Eran quizás las cuatro de la mañana. Su mente había quedado definitivamente atrapada en ese estado catatónico. Quiso gritar, llamar a Ana. Sus músculos no respondían. Seguía paralizado. Sólo sus ojos podían moverse. Recordó entonces que nunca le había gustado sufrir esa sensación. Y es que realmente la sufría, pues temía caer de pronto en un estado aún peor, uno casi desconocido, el de la catalepsia, ésa tétrica perturbación mental que mencionaba Poe en sus cuentos de terror. Le horrorizaba la posibilidad de no poder salir jamás de allí y ser dado por muerto y enterrado o incinerado vivo al día siguiente. Sin embargo, esa madrugada no tuvo la opción de seguir pensando en la catalepsia o en los relatos de Poe. Cuando la Parálisis del Sueño lo proyectó definitivamente hacia otra realidad, hacia otra dimensión, su conciencia vivió una visión
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que jamás hubiese querido experimentar. Se encontró tumbado sobre un suelo frío, abandonado a su suerte, encima de una estera de grava húmeda y maloliente. A su lado, muy cerca de él, estaba John Paul. El joven parecía dormir. Estaba ausente, inconsciente quizás. Tal vez lo habían torturado durante varios días. Era ese lugar como un cubículo estrecho, una celda constreñida de alto techo, un galpón oscuro ahogado entre sus cuatro sucios paredones. John Paul estaba de espaldas a Antonio, en posición fetal. El músico no podía moverse. Solo sus ojos y sus oídos percibían todo lo que los rodeaba. De súbito, Antonio escuchó que se abría una puerta a pocos metros detrás de ellos. Entró alguien, un alguien de sombría silueta. Sin decir nada, ese alguien colocó un revólver en su nuca; en la de Antonio. Y accionó el gatillo. Así no más. Fue un solo disparo, que detonó como un pistón atronador en sus oídos y atravesó su ser intangible, impactando luego en la nuca de su hijo y acabando con lo que le quedaba de vida. Por supuesto que el músico no pudo resistirlo. Regresó en su astral hasta la alcoba en un segundo. Quedó sentado sobre la cama al lado de Ana, sudando frío, temblando, con el eco del disparo trepidando todavía en el nodo de la conexión de su alma con su mente. Supo, sin la menor duda, que su hijo acababa de ser ejecutado y que él había asistido a su ejecución, allá, en algún sitio lejos de la civilización, en algún lugar muy lejos de donde él vivía, en algún monte, en algún cobertizo dispuesto por el Querubín para asesinar, en algún maldito búnker guerrillero. A la noche siguiente, Ana tuvo su propio sueño. En él, John Paul estaba de pie, al otro lado de un puente de carretera. Cargaba un equipaje no muy grande. Ella, Michael y Antonio estaban a este costado del puente, estáticos, callados, tomados de la mano, observándolo. De pronto, John Paul alzaba el brazo y lo sacudía suavemente. Su rostro dibujaba una sonrisa tenue. Se estaba despidiendo para siempre.
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19 En el Libro Sagrado está escrito que el Ángel Blanco permitió a sus profetas vivenciar, memorizar y narrar hechos de fe, hechos que escaparon de la posibilidad de ser comprobados por la ciencia pero que abrieron la luz del entendimiento, mas no la del conocimiento de los genios arrogantes y escépticos, sino la del discernimiento de los ignorantes que no tenemos sino que alzar la vista y observar las estrellas para saber inmediatamente que ése es un milagro, uno de los muchos milagros de ese universo que jamás descifraremos aquí, anclados —como estamos— a la modesta diapositiva de un mundo material, semisalvaje, minúsculo y tridimensional. ¿Es acaso necesario que se materialice ante el mundo entero, sobre las pantallas de la televisión en 3D, un extraterrestre extravagante, gris y menudo, o como sea, para que aceptemos que no somos los únicos en el universo infinito y que nuestra mente humana no es más que una limitada fuente de concepción y de recepción de información, ya que aún estamos en la etapa bisoña de la evolución racional y espiritual que nos habrá de acompañar en este viaje hacia el ser universal al cual debemos algún día unirnos? Y es que la realidad no se estructura exclusivamente con eventos o actos físicos tangibles o empíricamente comprobables. Vivimos en una remota curvatura de un sistema cósmico infinito que está suspendido entre múltiples galaxias e innumerables dimensiones. No obstante, no estamos solos ni desligados del universo. Existe un cordón umbilical inmaterial que nos aferra y nos sustenta íntimamente, bien sea desde el manantial cristalino del Pianista de Alas Blancas, o desde el lago de la oscura naturaleza del Querubín, esto es, desde la esencia misma del que de los dos hayamos escogido como Maestro, como Padre, en este camino de transición hacia la siguiente fase de nuestra identidad espiritual. Hay experiencias aparentemente simples pero inexplicables en el acetato de la proyección de la vida, prodigios que no son legalmente comprobables con la complejidad de las ecuaciones físicas de los estudiosos del planeta, vivencias que amalgaman generalmente sin permiso la realidad y la ilusión, pero cuyo resultante pertenece más al concepto incomprendido del milagro que al concepto absoluto de la lógica humana. Y es precisamente aquí en donde otro concepto toma partido filosófico, mas no precisamente partido religioso. Es el concepto de la Fe. Cuando la Fe impulsa el alma del hombre, los sentidos se multiplican, los sueños son escuelas de aprendizaje, el llanto es la tracción hacia el milagro. La Fe es el prisma íntimo, la médula espiritual, que abre la solitaria línea de luz de la incertidumbre en el espectro de las innumerables dimensiones de la certeza. No estuve nunca sacando palabras del baúl del mago. No tuve nunca nada de brujo ni de engaño. Supe siempre por qué escribía lo que he escrito.
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Supe también que en cualquier momento la memoria de Antonio intentó retroceder sobre el recuerdo no inventado a una tarde en la cual el llanto fue el propulsor de su fe, de esa fe en Dios, de ese Dios verdadero a quien ya él le había abierto las puertas de su alma después de la muerte de su hijo. Bien claro tenía ya en el inventario de su vida que no seguiría soñando con llegar a ser el ídolo de las multitudes, que jamás tendría una flamante banda transcribiendo a su lado —en simultáneo con el sonido de su voz— la armonía y los coros de sus canciones, sobre la arena del Madison Square Garden. Muy claro tenía ya en la mente lo que iba a ser de su música. El Ángel Blanco estaba al frente de todo nuevo propósito, particularmente de las líricas de sus canciones. Estaba él entonces —esa tarde de la que yo venía hablando— sentado en su cuarto de estudio ante un micrófono, un computador y una unidad de amplificación de sonido. Planeaba grabar las líricas de una canción que había escrito muy temprano esa mañana. Ya había emplazado, depurado y ecualizado las guitarras, el piano, el bajo, el chelo y la percusión. Sólo le faltaba imprimir su voz. Colateralmente, había estado sintiendo una fiebre benigna durante las últimas horas; nada serio. Estaba solo en el apartamento. Michael estaba en la escuela. Se dedicó entonces a grabar ese canal que le hacía falta. Cantó el tema, lleno de un agradable sentimiento, empapado de una fuerza enorme pero controlada. Aunque la voz le sonó un poco ronca, su timbre no le pareció inadecuado. Era muy probablemente un síntoma del comienzo de un resfriado, un percance trivial que de ninguna manera le impediría seguir adelante con su propósito. Cuando estaba casi a punto de terminar con el proceso, escuchó la grabación con todo lo que ya traía. Sabía bien que el siguiente paso consistiría en limpiar el espectrograma de la voz que acababa de ejecutar antes de darle a esa voz más cuerpo con los efectos que tenía a su disposición, los que la aplicación le ofrecía. Luego vendría la mezcla final del tema. Todo parecía andar bien. Sin embargo, en tanto escuchaba no pude contenerse. Estalló en llanto, en un físico mar de triste llanto. Sentía que no podía seguir así, soñando siempre, viviendo una vida de utopía, amando aquello que nunca antes había creído que se pudiese amar tan profundamente, tan intensamente, ese algo o ese alguien de quien no tenía respuesta verbal ni videos ni calor tangible. No era lo mismo amar a una mujer a la cual él podía llamar cuando la extrañaba para que sin mucho ruego se hiciese presente y lo acompañase, que amar al Ángel Blanco. La fe no caminaba. La fe no cogía un taxi ni se materializaba ante sus ojos así por así, trenzando un bolso y sonriendo entre su maquillaje. Experimentar un diálogo con Dios era un proceso netamente espiritual, un don que no correspondía a ninguna pericia material; un acto sublime de la fe. Lo cierto es que Antonio siempre había cargado sus tres llaves de duro metal, las del apartamento que rentaba, en un llavero compacto, seguro, fuerte, imposible de verlo franquearse por sí mismo. Los llaveros
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no toman decisiones. Los llaveros no están vivos. Cualquiera sabe que sacar las llaves de un llavero es una acción que hay que realizar con ambas manos y con la mente puesta en un propósito trazado de antemano, bien sea para añadir una llave o para sacar otra. Es un concepto simple, básico, lógico. Había dejado él entonces sus tres llaves muy cerca sobre la mesa del computador, visiblemente prisioneras en ese anillo metálico y firme de su vínculo. Un par de horas antes había asegurado con doble candado la chapa principal de la puerta que daba a la calle. Era una costumbre que usualmente ponía él en marcha cuando quería trabajar tranquilo. La reproducción del tema con toda su armonía había llegado a su final. El músico miró hacia la ventana que daba al patio del lavadero. Empezó entonces a revertir todo ese llanto del que antes yo hablaba, en una forma inusual de desahogarse, en un recurso casi enajenante de dilatación de la tristeza; en un monólogo. — ¡Maestro del alma! —Gimió en voz alta, anhelando poder imaginar que Dios lo escuchaba—. ¡Mira que te estoy cantando desde el corazón, que estoy a punto de mezclar los instrumentos y la voz que ya he puesto en ésta, tu canción! ¡Pero no te veo ni te escucho! ¡Cómo quisiera poder verte, así sea por un sólo segundo! ¡Déjame saber, te lo suplico, déjame de alguna pequeña manera tan solamente percibir que sí me escuchas! ¡Dame una señal sencilla, una palabra, un indicio de tu presencia en mi vida! ¡Te lo ruego, déjame aprender que sí has recibido mi canto! Sus lágrimas habían empezado a diseñar un charco diminuto sobre el papel que contenía las líricas de la canción que acababa de escribir y de cantar. Se puso entonces a observar cómo ese salado producto de la congoja corría la tinta de los caracteres de su cursiva. De pronto, el timbre de la puerta interrumpió el suspendido y frío silencio que el cuarto había creado ante su llanto. Retornó a la realidad. Sacudió la cabeza. Se puso de pie. Buscó con la mirada las llaves. Ahí estaban sobre la mesa, las tres, donde él las había dejado, ¡pero no estaban más entre el llavero! ¡Estaban muy cerca la una de la otra, fuera del llavero! Su sobresalto quebró la aguja del medidor imaginario de la conmoción. Trató de encontrar en un segundo una explicación técnica, lógica, para lo que estaba percibiendo. Trató de suponer que probablemente él mismo las había sacado del llavero antes de comenzar con su grabación. Pero no era posible. Ese hecho no estaba registrado en su memoria, tampoco en la huella mental de la secuencia de los eventos racionales de toda esa mañana. Volvió a sonar el timbre. Sacudió su pensamiento. Cogió las llaves y el llavero. Se dirigió hacia la sala. Sintió que caminaba como si una fuerza extraña lo estuviese llevando. Flotaba su ser entero. Por supuesto que no estaba borracho. Él ya no bebía, ni siquiera fumaba ya, y no estaba dormido; estaba muy despierto. Atravesó el corredor. Sonó el timbre una vez más. Llegó hasta la puerta. Puso la llave en la cerradura. La giró dos veces. Abrió la hoja de metal, sólo para descubrir que no había nadie en el rellano de la entrada. Se asomó un poco más. Miró hacia todos los recovecos que tenía esa
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calle a lado y lado. No vio a nadie por ahí, pero, paradójicamente, un calor inmenso, bondadoso, relajante, invadió su cuerpo y lo invitó a apaciguar la confusión y la tristeza de su alma. No es fácil asimilar esto. Pero creo que esa mañana Antonio recibió de esa tan insignificante pero tan contundente manera la respuesta que por muchos años había estado esperando: El pianista de Alas Blancas no lo había jamás abandonado. Dios no era meramente un sueño en el laberinto de su vida, no era una simple ilusión. Dios era parte de su realidad. Él estaba allí, cerca de él, luchando por realimentar su fe, batallando por reconstruir su vida. Él lo estaba escuchando.
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20 Hacia el final de la tarde decidió ir a enfrentar al Querubín directamente sin que mediasen muchas palabras entre ellos dos. Estaba decidido a bajar con toda su entereza y buscar a su hijo, a su hermano y sus amigos. Se había propuesto encontrarlos y arrebatárselos como fuera, así pereciese en el intento. Por supuesto que ya sabía bien que ellos no estaban en el lago de fuego. Eso no era factible. Jamás. Su fe ya los había aferrado a La Luz y a La Promesa del Pianista de Alas Blancas. No obstante, lo que sí anhelaba que fuese posible era llegar a tener el poder de lanzar al Querubín a ese mismo lago y hundirlo allí, en su propio infierno y su asquerosa boñiga, hasta ver sus alas negras consumirse entre el azufre encendido, hasta ver sus ojos de ascuas desencajarse ante la inminencia de enfrentar en carne propia el castigo que él mismo había diseñado para aquéllos que sí le habían entregado su alma. Tenía a su favor su nueva convicción, su nueva fe, la cual ya era inquebrantable. Y tenía más de otra herramienta entre la mente. Viajaría hasta allá a través del canal paranormal de la Parálisis del Sueño. Ya no había por qué temerle más a una manifestación natural del cansancio o de la enfermedad o de la tristeza, o de los conflictos que pudiese haber entre su cuerpo y su espíritu. Esta vez sería todo nada más ni nada menos que un proceso voluntario que le iba a permitir liberar su ser etéreo de la pesada morfología molecular de un organismo abatido por la depresión y la tristeza. En el instante mismo en el cual percibiese el túnel de la parálisis, volaría hacia el volcán y descendería hasta el búnker del Querubín sin esperar por más utilería. Se estuvo preparando por horas. No comió nada durante lo que restaba del día. Escuchó una y otra vez la canción que le había escrito al Ángel Blanco esa mañana. Se alimentó exclusivamente de la confianza que esa música le otorgaba. Se arrodilló sobre el baldosín para hablar con Él. Por otra parte, aunque sabía que había dormido más o menos bien la noche anterior, sentía que su mente y su espíritu estaban cansados, deteriorados, que estaban prácticamente atrincherados en un rincón del quebranto de su cuerpo, debido al impacto anímico de aquella jornada matutina sorprendente. Se puso de pie, frente al computador. Reubicó las tres llaves en su sitio, el sólido anillo de metal. Miró hacia el firmamento que pernoctaba más allá de la ventana. A las cinco fue hasta el colegio para recoger a su hijo. Lo abrazó en la puerta. Se despidió de la profesora. Caminó despacio con el niño, de regreso al apartamento. A las siete le dio su cena y le encendió el televisor para que se distrajera en tanto lo atrapaba el sueño. A las nueve se acercó a su cama. Lo escuchó respirar tranquilamente. Se había quedado dormido. Se acercó un poco más. Le dio un beso en la frente. Lo arrunchó entre las cobijas. Apagó el televisor. Se tomó la temperatura con dos de sus dedos contra el cuello, tal y como
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había aprendido a hacerlo en el sanatorio. La fiebre había aumentado considerablemente en el termómetro de su piel. No lo consideró un problema. Por el contrario, ése era uno de los más oportunos elementos con los cuales podía contar para extenderle esa noche una invitación válida a la Parálisis del Sueño. El siguiente elemento —y el último— era la lectura. Pero no podía ser una lectura pasiva ni gentil. Tenía en su pequeño salón de estudio, más exactamente en el disco duro de su procesador, un texto que había guardado allí durante un par de años. Hablaba del infierno, del Querubín, y de los castigos que los seres más malvados de la Tierra enfrentarán en el lago de fuego a partir del tercer segundo de su muerte. Era un texto de tenebrosa profecía, lleno de ilustraciones de pesadilla y sentencias espeluznantes. No era un relato cristiano. Tampoco era moderno; en manera alguna. No era su fuente un dogma de manufactura occidental. No era para nada una narración de ensueño. Era una sinopsis fulminante y determinante de la muerte, extraída de un pergamino muy antiguo, el cual a su vez debió provenir de un grabado elaborado por algún estudioso de la escatología de oriente, quizás un sacerdote de origen sumerio cuyo nombre sólo debió existir en la memoria de las estrellas. “Si la humanidad no cumple con las leyes de Dios —sentenciaba el texto en sus primeras líneas—, el precio a pagar es terrible.” Terminó la lectura. Era ya la medianoche. Con el dorso de la mano tanteó nuevamente la curva de su cuello. La fiebre continuaba aumentando. Como se decía por ahí, “estaba ardiendo”. Eso lo llevó a recordar una de las primeras experiencias paranormales relevantes que tuvo gracias a la Parálisis del Sueño mucho tiempo atrás. Fue una experiencia hermosa; inolvidable. El hada de la remembranza lo transportó hasta ese momento. Era la tarde de un domingo de agosto. Tenía apenas trece años. Cursaba el grado octavo en un colegio de internado de instrucción militar. A los cadetes se les permitía ir a casa el fin de semana con la condición estricta de estar de regreso a la concentración antes de las dieciocho del domingo. Se preparó entonces para emprender el viaje hacia allá. No se sentía bien. Tenía fiebre alta. Minutos antes, Mercedes lo había abrigado, le había colocado una bufanda, le había hecho tomar un descongestionante y había puesto en su maleta una caja grande de las galletas que a él más le gustaban. El reloj decía que eran ya las cuatro. Se despidió de su madre con un beso. Caminó unas tres cuadras hacia la avenida, para tomar el colectivo. El recorrido que debía afrontar era relativamente largo, un poco menos de dos horas. El automotor iba repleto. Tuvo que viajar de pie, entreverado entre canastos llenos de queso, cajas de huevos y costales atiborrados con aves de corral. Empezó entonces a sentir que la fiebre se apoderaba de su cuerpo. Comenzó a experimentar somnolencia y desgano. Por momentos, perdía la noción de la realidad y cabeceaba en la mitad de la plataforma del bus, suspendido entre el ensueño y la entelequia. Como a las cinco y cuarenta llegó a su paradero. Se apeó torpemente, casi perdiendo el equilibrio. Caminó como un zombi las ocho
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cuadras que lo separaban del internado. Al arribar allá, buscó por los alrededores del patio al brigadier de guardia para pedirle que le permitiese irse a recostar. Él, al verlo así —con el rostro desencajado—, no dudó en concederle el permiso. Subió entonces a los dormitorios. No había nadie más que él a lo largo del extenso corredor, sólo decenas de camas. Se acostó en la suya. Se arrunchó entre las cobijas. Cuando estaba a punto de quedarse dormido, empezó a sentir esa extraña sacudida que se daba entre el querer escapar de la realidad y el no poder hacerlo. En esa época no tenía idea de qué se trataba o cómo se llamaba toda esa sensación, pero, paradójicamente, no le temía. Sin duda alguna, los temores que el ser humano empieza a albergar en el alma a medida que su razón se nubla con el tiempo se agigantan, y el miedo a la muerte se hace evidente entre la mente. Por eso, los temores en el alma de un niño son procesos naturales, respuestas del instinto, mas no de la razón. No son conceptos tan intimidantes para su ser como lo suelen ser en el alma del hombre que está consciente de que ha fallado repetidamente. A las siete y media de la noche se vio súbitamente proyectado al infinito. Era una experiencia indescriptible; inenarrable. Flotaba su ser entre galaxias de incomparable majestuosidad que se desplazaban matemáticamente hacia el espacio inconmensurable. Se dejó llevar por la visión. De repente, una de las galaxias cobró frente a su astral la forma de una espiral blanca, sí, muy blanca, absolutamente nívea. Unos segundos más tarde, del centro de esa constelación empezaron a emerger cientos de brazos de color púrpura que se fueron arqueando hasta apoderarse del eje de toda la panorámica. Antonio estaba fascinado. Quiso quedarse viviendo para siempre allí. Sin embargo, en un instante más, cuando más quería él renacer en esa dimensión y abandonar la dimensión normal asignada para el hombre, cuando más deseó quedar suspendido en ese cosmos para vivir con el alma las maravillas que podía esconder el universo, sintió que su ser era devuelto abruptamente al salón dormitorio del internado militar. Quedó sentado sobre la cama, mirando hacia la ventana y hacia el cielo. ¡Y allá la descubrió nuevamente! ¡La espiral galáctica de alas púrpuras estaba allá, a lo lejos, en el infinito, al otro lado del cristal! La extrañó, lleno de nostalgia. Sin embargo, para su sorpresa, en unos instantes la vio moverse, girar y empezar a descender hacia él. A medida que la nebulosa se alejaba de su cosmos y caía hacia él, su tamaño se conservaba invariable, manteniendo esa magnitud relativa que solemos percibir siempre en las estrellas distantes —parecen ser todas iguales—, nada más grandes, nada más pequeñas, cualquiera que sea esa distancia. Antonio seguía sentado sobre la cama, extasiado, absorto. Entonces, aquel púlsar entró en la atmósfera de la Tierra. Planeó en el aire y continuó descendiendo. Se detuvo al otro lado de la ventana del dormitorio. Por supuesto que no era nada enorme. Tenía apenas el volumen de la esfera que forma el blanco fruto de la flor del diente de
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león en su apogeo. No era nada mayor que eso. Parecía además ser igual de iridiscente y de volátil a una de esas níveas filigranas de pradera. El joven no se sintió atemorizado, en absoluto, aunque sí estaba irremediablemente ensimismado. Lo asaltó entonces un inmenso interrogante: “¿Qué será eso? —Susurró desde mi alma—. ¿Qué es lo que está sucediendo ante mis ojos? ¿Estoy enloqueciendo?” La estrella no pareció leer su pensamiento, así que nada le respondió. A cambio de eso entró, parsimoniosa, a través del cristal. Se detuvo frente a él a tres metros, a la altura de la médula del espacio del dormitorio, flotando y girando serenamente. Antonio se estremeció una vez más. De pronto, la espiral se inmovilizó por unos segundos. Luego se disparó, trazando una áurea y veloz línea recta hacia el eje de sus ojos. Finalmente, se incrustó en su mente a través del centro exacto del hueso frontal del cráneo. Quedó estático; paralizado. No obstante, no sintió temor. Por el contrario, empezó a recaudar para su ser una dicha inmensa, un calor envolvente y generoso. La fiebre desapareció de su cuerpo. Se quedó dormido, minutos antes de que los otros cadetes subiesen a acostarse.
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21 Luego de recordar esa magnífica experiencia que tuvo con la Parálisis del Sueño en su niñez —ya había tenido otras, aunque no tan voluptuosas—, Antonio consideró terminada la preparación para su viaje. Dejó los papeles con sus notas a un lado, sobre la mesa del procesador. Apagó el sistema. Se puse de pie. Apagó también la luz. Se recostó sobre el sofá-cama. Respiró profundo y pausado un par de veces. Cerró los párpados. Al cabo de unos minutos empezó a escuchar voces. Vibraron en el interior de su ser; también a su alrededor. Comenzó a sentir que su mente se sacudía entre el ensueño y la realidad. Percibió presencias muy cerca. Advirtió el tacto de manoseos fantasmales. Supo entonces que hasta él regresaba la Parálisis del Sueño. Luchó por dominar el pánico, y lo logró. En el transcurso de otro instante, se encontró entrando vertiginosamente por la boca del volcán. Cruzó una vez más la muralla. Inició el camino hacia el búnker del Querubín. Sin embargo, cuando llegó al valle del horno de fuego, se sorprendió. La superficie del lago no mostraba su estructura tradicional —su infernal diapositiva—, con su estiércol, sus llamas, su azufre y sus incontables cabezas de miradas desorbitadas y asquerosas bocas asomando a medias por entre el magma. Observó de nuevo. Todo era extraño, anormal. La visión que tenía ante sus ojos esta vez no parecía tener ya una figura lógica. No había un cuadro de sensata forma frente a él. Todo era mucho más absurdo, técnicamente horripilante. Intentaré describirlo: Bajo el tapiz del lago parecían estar mezclándose sin interferencia de ninguna clase dos condiciones opuestas de la materia: el fuego y el hielo. La capa exterior del estero, la piel —si es que estuviese bien llamarla así—, era esta vez una delgada pero sólida lámina de escarcha venosa y sanguinolenta a la cual se adherían en obscenas y repugnantes posiciones los cuerpos ulcerados y desmembrados de los condenados, hombres y mujeres. Bajo esa capa, y entre los bordes de las siluetas de esos lémures apretujados en posiciones de aquelarre, pudo Antonio distinguir franjas de lava ardiente y lengüetas de fuego que, a pesar de su temperatura infernal, no derretían la gélida superficie del estanque sino que, por el contrario, la condensaban para no permitir que los proscritos sacasen la nariz para respirar o para siquiera asomarse al exterior y liberarse del empalago de su perversa orgía. La lascivia estaba siendo castigada a través de un drama diabólico repulsivo. Sin embargo, el músico alcanzó a escuchar las voces. Algunos maldecían. Otros aullaban expresiones soeces, insolencias, hundidas sus pútridas mandíbulas entre el dolor y la locura de su condena. Miles de ellos —en disonante y enajenante coro— vomitaban carcajadas abismales, endemoniadas, desquiciadas. Se podía escuchar
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risas siniestras de mujeres ominosas y risotadas depravadas de asesinos maldecidos. Se sacudió su ser. Echó una última mirada. No había ni un solo milímetro de espacio libre entre los cuerpos; ni una pestaña. Tan sólo se podía percibir una escoria interna hecha de fuego, estiércol y azufre, que babeaba entre los espectros de esas almas amalgamadas. Sintió mareo, asco, deseos de vomitar. Quiso huir una vez más de ese infierno, regresar a la normal plataforma de la vida. Pero adivinó la presencia del Querubín por ahí cerca, aunque no logró visualizarlo inmediatamente. Entonces, giró sobre sus pies. — ¡Vengo a que me digas en dónde escondes a los que amo y a rescatarlos, o a que me mates de una vez! —La voz de Antonio generó un eco que se deformó caprichosamente entre la sombra de su propia vibración a lo largo de la superficie alienada del lago. No obtuvo respuesta. Esperó por unos segundos. Decidió provocar al Querubín. — ¡Sé que estás ahí, excreción ruin, infame querube! ¡Sé también que el argumento de lascivia y nigromancia que has montado hoy ante mí en esta cueva execrable, es una simple e inútil parodia! ¡Con ella pretendes alterar mi conciencia! ¡Qué poco sabes de mí! ¡Llegué a creer en algún momento que en verdad eras capaz de leer mi mente! ¡Pero ahora sé que no es así! ¡Tu poder no es ni el escarbo del poder omnisciente del Ángel Blanco! ¡Tú no eres sino una farsa; un pobre diablo! Estalló entonces la furia del demonio de una manera brutal, de una forma que la mente del músico jamás hubiese podido predecir. Se escuchó en lo profundo del abismo un estruendo ensordecedor que habría podido minimizar el más terrible cisco originado en el pasado por cataclismo alguno de la Tierra. Antonio quiso voltear a mirar, pero no tuvo tiempo porque sintió que a pocos metros de sus pies acababa de saltar en pedazos la sanguinolenta capa de hielo que cubría el lago de fuego. El reventón sobrepasó los decibeles de lo fenomenal del más desbocado sonido. La onda lo lanzó lejos, desde el borde del farallón hasta la antesala del búnker. Se zarandeó su ser contra la piedra. Luchó, para no perder la conciencia. Supo que, si hubiese estado en ese instante en su cuerpo físico, su cráneo habría sido pulverizado en minúsculas esquirlas. Fue entonces cuando los vio venir en enjambre hacia él. Acababan de salir desde el fondo mismo del tártaro, eyectados por la conflagración. Traían en ristre su arsenal de ígnea mezcla. Eran demonios con alas de murciélago, figura reptiliana, monstruosa, y cara de protozoario. Sus bocas de helminto lanzaban alaridos ultra-agudos; discordantes. Por supuesto que su misión era acabar con Antonio. Eran decenas de ellos, pero él no tenía tiempo para ponerse a contarlos. Reaccionó, en un sólo y rápido reflejo de su alma. Se elevó en el aire espeso y sulfuroso de la cueva, mirando hacia un lado, hacia el techo de arenisca. Luego, en dirección contraria a la del vuelo de los diablejos, atravesó vertiginosamente el hongo humeante originado por la
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hecatombe, muy por encima del caos de masa informe que se estaba empezando a sancochar sobre la superficie del lago. Los mefistófeles no esperaban un giro tan rápido y tan poco previsible de parte del músico, así que, en una décima de segundo, los dejó él buscándolo por la sala de espera del búnker. Por allá ya no lo encontrarían. Su batahola quedó atrás. Llegó hasta la nívea playa de Danna. Se sentó a descansar a la orilla del mar. Tomó un largo respiro. Volteó luego a mirar hacia donde creyó que debía estar ella, allá, encadenada al desnudo tronco de árbol que dormía sobre la arena. Pero Danna no se veía más por allí. Entonces, Antonio se olvidó inmediatamente de la fatiga de su astral. Se puso de pie. Corrió hasta allá. Buscó la cadena bajo la corteza del pilote deshojado. Tampoco estaba la cadena en ese sitio. Miró hacia todo lado. — ¡Danna! —Se escuchó gritar—. ¡Danna! ¡He venido por ti! Algo le decía que ella no iba a responder a su llamado, que ella ya no estaba en la isla. Se sentó de nuevo, esta vez sobre el recebo, con su espalda contra el tronco. Intentó reflexionar. Un sol de luces purpúreas flotó destellante por encima de su cabeza. En un movimiento reflejo, bajó la mirada. Fue entonces cuando descubrió el mensaje que Danna le había dejado en una franja plana de un trozo desnudo de la corteza del madero. Lo había escrito ella en letra menuda, tal vez con una delgada cuña de guijarro: “¡Bordea la isla! —Decía el mensaje—. ¡Estamos en la torre!”
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22 Se fue caminando, pegado a la resaca que dormía al borde de la playa. La corona púrpura del sol de la isla reverberaba entre un cielo de color de trigo. Las huellas del músico iban dibujando un diagrama secuencial sobre la arena. Hacia la caída de la tarde, llegó hasta el acantilado. Se detuvo allí. Sus ojos buscaron el horizonte. Allá estaba la torre que Danna había mencionado en su mensaje, frente a él, en lo alto de un islote escarpado que flotaba en la distancia sobre el sueño de las olas. Era un fortín soberbio, descomunal, semejante a una ciudadela de babel. Estaba ceñido por un caracol de escalinatas de piedra que serpenteaban alrededor de la estructura y ascendían hasta la cúspide. Una firme sucesión de maderos formaba un puente rústico, extenso, lánguido, el cual nacía en la base del muro frontal de la mole, atravesaba ese segmento del océano, descendía hacia la orilla de este lado de la playa y luego se internaba en una trocha del acantilado, no muy lejos de Antonio. Dos gruesas cadenas de oxidado metal sustentaban los costados del puente, de principio a fin. Ante tan inédita visión, la esperanza empezó a pronosticar con fuerza más de un encuentro interesante para su alma. Quiso volar de prisa hacia el baluarte. Algo le decía que allá estaban todos, no solamente Danna; todos. Y es que ella había escrito en su mensaje: “¡Estamos en la torre!”. Su espíritu entonces insinuó un primer impulso para remontar el vuelo, pero, para su asombro, no logró despegar ni un milímetro del suelo. Se le deshizo allí mismo entre la brisa su deseo de cubrir rápidamente la distancia que lo separaba del islote. Se sintió como águila sin alas. No obstante, reflexionó con calma. Dedujo que no le sería dado surcar por aire esa franja de mar, no en ese instante, aunque ignoraba el porqué. Sin perder la esperanza, irguió la cabeza. Se resignó. Caminó hasta la base del rústico puente e inició con paciencia el suave pero largo ascenso. Los longevos leños de la pasarela empezaron a crujir bajo sus pasos. El rechinar de las cadenas corroídas cantó una tonada interminable y peregrina. Llegó hasta la falda del islote entrada la noche. Alzó la mirada. Muy lejos en el firmamento, sobre el ángulo de una de las aristas de la cúspide del fortín, dos lunas gemelas iluminaban la monumental diapositiva. Se dedicó a rodear el muro. Descubrió que no había puertas ni ventanas en lugar alguno de la torre. Observó con admiración el caracol de escalinatas que desde la isla había alcanzado a percibir y que, efectivamente, serpenteaba desde la base hasta el pináculo de la babel. Una vez más deseó volar, pero no le fue posible hacerlo. Se acercó entonces hasta la pared del murallón. La tocó y, para su asombro, su mano penetró sin problema a través de la piedra, y luego penetró todo su
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etéreo. Se abrió un salón discreto ante sus ojos. Era circular, una réplica casi exacta de aquél salón de su primer encuentro con el Pianista de Alas Blancas. Sin embargo, éste sí tenía un techo sólido, aunque no muy alto, construido en argamasa. Y había una que otra diferencia: A dos metros del piso, al costado derecho del muro, y frente a la plataforma donde se debería haber visualizado un piano, había media docena de antorchas que proyectaban su luz mortecina hacia el vacío y delineaban sobre el ladrillo un igual número de ángulos de sombra de aproximadamente treinta grados. Antonio volteó a mirar hacia su izquierda. Sentada al borde del estrado, dándole la espalda, había una mujer. Se acercó él un poco para observarla mejor. Ella levantó el rostro. Se miraron. —Veo que lograste leer mi mensaje —Fue el saludo de la mujer. Era la voz de Danna. Y parecía ser Danna. Sin embargo, los rasgos más sobresalientes de su perfil se habían transfigurado. Estaba ahora alojada en un cuerpo inmaterial de ligero azul de atardecer cuya silueta recordaba, aunque muy de lejos —de lo inconsistente a lo esplendoroso—, la imagen que ostentaba el Querubín la primera vez que el demonio siguió a Antonio hasta la entrada del búnker, aquélla que semejaba un negativo de fotografía. El músico dio otro par de pasos hacia ella. Indudablemente era Danna, o era su astral. Se veía transparente, hermosa, extraña, a la medida de lo paradójicamente escalofriante pero cabalístico del cuerpo etéreo de una mujer que había sido voluptuosa en vida. A él se le antojó cautivadoramente fantasmal. Sus ojos ya no eran verdes, pero sí sorprendentemente dorados, y conservaban plenamente el brillo y la dulzura de los ojos de la Danna de su juventud. Su pelo ya no era más aquel cabello de ámbar que le había inspirado a él varias de sus canciones. Sin embargo, el tono se había transmutado hacia uno inédito en la dimensión terrestre, uno radiante, parecido al de una aurora de rizos de matiz de plata. — ¿Qué le sucedió a tus ojos, tu cabello y tu cuerpo? —Logró él decir, observándola sin pausa, absolutamente extasiado. Ella movió el brazo, invitándolo a sentarse a su lado. —El Querubín no quiso conservarme por más tiempo en mi naturaleza física. Éste es mi cuerpo ahora. Es mi espíritu, mi verdadero ser, después de mi muerte. ¿Te atemoriza? —No, por supuesto que no —Antonio se sentó—. Por el contrario, creo que te ves preciosa; celestial. Tienes la figura de un ángel, pero, ¿por qué hizo todo esto ese infeliz? ¿Por qué te encerró aquí? —Esa misma pregunta me he venido haciendo en los últimos días. Al parecer, él teme que logres rescatarme. Tal vez, su poder no está sobre ti. ¿Por qué? —No lo sé o, quizás sí lo sé, pienso que he logrado situar mi fe en lo más profundo de mi alma. Eso probablemente hará que podamos contar de hoy en adelante con la poderosa protección del Pianista de Alas Blancas. — ¿Quién es el Pianista de Alas Blancas?
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—El Pianista de Alas Blancas es el Ángel Blanco —El músico encerró las manos de ella entre las suyas—. Es el verdadero Zahorí del Universo. Él es quien realmente tiene en este momento Las Llaves de la Muerte en su poder. —Y si así es —dejó Danna aflorar su desventura—, si Él las tiene, ¿por qué seguimos prisioneros del Querubín aquí, en esta torre fría y oscura, sin ninguna esperanza de escapar? —“¿Seguimos?” —Interpuso el joven—. ¿Por qué hablas en plural? ¿De quién más estás hablando? ¿No estás acaso aquí sola? —Claro que no. Esta torre es enorme. Al otro lado de este muro, en una de esas frías mazmorras están todos. Antonio se estremeció. Supo entonces que la premonición que había tenido cuando desde el acantilado iba a cruzar el puente, era real. Muy serenamente, le tomó el rostro con sus manos. La hizo mirarlo. —Danna— Se propuso estresar cada palabra—. ¿Quiénes son “todos”? ¿A quién te refieres exactamente cuando dices: “todos”? Ella sonrió con tristeza. —Tú ya lo sabes— Lo envolvió en el dulce planeta de sus ojos de oro—: Príncipe, Sebastián, Jaime; todos tus amigos. — ¿Y mi hijo? ¿Y mi hermano? —Sí, ellos también. Y Flor Marina, una joven cantante que dice haberte conocido hace unos años y que murió de cáncer. El músico se puso de pie. Miró hacia cada casquete del salón. El fuego de las antorchas seguía dibujando arabescos y siluetas de sombra sobre el cóncavo contorno de ese lado del muro. — ¿Sabes cómo llegar hasta ellos? —Intento tomar las cosas con calma. —Son varias mazmorras. Algunos de ellos están al otro lado de esta pared. Los otros están en el socavón de la torre. — ¿Tú los has visto? —No, claro que no los he visto. Pero sé que allí están. He dialogado con ellos. Están llenos de incertidumbre, sin saber qué les va a pasar el día de mañana. — ¡Voy a buscarlos ya! —Levantó él la voz sin habérselo propuesto—. ¡Yo puedo cruzar esos muros! — ¡No! —Lo aferró ella firmemente—. ¡No lo hagas! No sin antes haberle arrebatado al Querubín las llaves de las dimensiones. Esas son las llaves que él sí tiene, allí, aferradas a su pecho. Si tú ahora vas al encuentro de los que amas, ellos no van a pensar que eres tú, van a pensar que eres tan sólo una suplantación, un ardid de alguno de los ángeles oscuros que merodean por aquí, y los harás sufrir aún más. Ellos tal vez cuentan contigo, pero para escapar de una vez por todas, no solamente para llenarse de una quimera que les causará más dolor. Búscalos, pero sólo en el momento en el cual tengas las llaves de la torre en tu poder. Tú puedes atravesar estos muros. Ellos no. Tampoco yo puedo. Tú aún no has muerto. Mira a tu alrededor. Observa que no hay
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puertas. ¡Las llaves que el Querubín tiene atadas a su pecho abren las puertas de los vórtices, no las de los muros! Antonio se tranquilizó. Se sentó al lado de ella nuevamente. Acababa de hallar una buena razón en sus palabras. — ¿Cómo sabes todo eso? —Se propuso nivelar los decibeles de su voz—. ¿Él te lo ha dicho? —Me ha dicho eso, y muchas cosas más. Sin embargo, mira de nuevo a tu alrededor. ¿Qué crees que no tengo aquí? ¿Qué crees que me hace falta aquí? No tenía el músico necesidad de mirar a todo lado para saber qué le hacía falta a ella allí. Por supuesto que ya lo había notado. — ¡El piano! — Se disparó una vez más el volumen de sus palabras—. ¡Debes exigirle que te traiga un piano! —Sí —sustentó Danna el acuerdo con un ligero movimiento de cabeza—. Un piano me hace mucha falta aquí. Antonio paseó la vista por el salón una vez más. Reflexionó. Percibió que le estaba llegando de no sabía dónde una idea singular, quizás brillante, tal vez definitiva. —Danna, creo que no sólo a ti sino a todos nos hace falta ese piano —Se permitió liberar para ella un pequeño rayo del compuesto solar de esa idea—. Dile al Querubín que te lo traiga. — ¿Qué tienes en mente? —Sonrió ella, y ésa era quizás la primera vez que lo hacía desde que se vio encerrada en esa torre. —Pronto lo sabrás —Sonrió él también—. ¡Sólo dile que te lo traiga!
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23 Hubiera podido empezar a cantar victoria. Pero cuando regresaba de la isla, luego de atravesar el lago de fuego —el cual ya había retomado su atávico, tradicional e infernal paradigma—, los ángeles reptantes del Querubín lo emboscaron en la mitad del túnel que del búnker conducía a la muralla del reloj. Esta vez no pudo escapar. Por más que su espíritu luchó para atravesar esos asquerosos y gelatinosos bulbos, no lo logró. Quedó sometido entre ellos y el muro de flamas. — ¡Se me ocurre que de una vez por todas debo darte una lección que te resulte inolvidable y correctiva, pedazo de huevón! —Era la voz del Querubín. Lo supo sin mucho esfuerzo. Venía hacia él, corriendo y aullando desde algún lugar que estaba inmerso entre los más profundos recodos de la gehena—. ¡Estás jugando con fuego, cara de mazapán, y aquél que tiene alma de rastrojo no debe acercarse al fuego! — ¡Ya te lo dije una vez! —Logró Antonio replicar, forcejeando para apartar de su cara el aliento putrefacto que exhalaban más de un centenar de demonios lagartos que lo aferraban contra la roca—. ¡Podrás matarme como mataste a los que amo, pero jamás podrás impedir que mi espíritu te arrebate las llaves que cargas en tu fermentado pecho! Desde la oscuridad, el demonio lo envolvió por un instante en su mirada de odio abismal. Sintió el joven esa respiración y esa oscura entidad sobre su ser. Sintió también que su alma ardía sin remedio. — ¡Llevadlo al galpón de la montaña! —El bramido del Querubín sacudió el aire que sus apestosos lacayos contaminaban—. ¡Hay que enseñarle a este mortal iluso a respetar lo que no está a su alcance! Describir lo que pasó a continuación exigiría presentarle una disculpa especial a la imaginación, porque nunca será posible relatarlo fielmente. No sería factible para Antonio volver a vivir lo que vivió. Quizás no lo sobreviviría. Lo cierto es que, en el giro de un instante, se encontró —quién sabe cómo— ya no en el búnker del infierno sino de nuevo tirado allá, sobre esa grava húmeda y pestilente, en medio de la oscuridad de ese cubículo estrecho, entre esos cuatro fríos paredones, muy lejos de casa, con John Paul en posición fetal al lado suyo, allá, en el rincón sombrío de la montaña donde el joven canadiense fue ejecutado. Tenía en la nuca la huella del balazo que había recibido a quemarropa. Su cuerpo estaba yerto. Su sangre se había coagulado en un amplio sector de su cabello. Pasaron dos minutos. Entonces, Antonio volvió a sentirse paralizado como se sintió en la noche de la muerte de su hijo y, en una secuencia similar a la de esa misma noche, percibió que un alguien oscuro entraba en el galpón. Supo que era el Querubín. Sintió que el Ángel Negro se arrodillaba a sus espaldas. No cabía duda, era él, aunque
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esta vez no había venido solo. Lentamente, las densas siluetas de sus más cercanos vasallos hicieron su aparición. Empezaron a rodearlos, a John Paul y a él. Sonreían. —Te ofrecí la felicidad sin límite —la voz del ángel caído lo escupió al oído—, pero la rechazaste. Te iba a obsequiar todo un mundo de dicha y de goce junto a Danna, pero te rehusaste a ser parte de mis favorecidos. La lección que ahora voy a darte, si es que no te bastó con que te arrebatase a tu hijo y a tu hermano y si es que no te alcanzó con que desintegrase para siempre el lascivo cuerpo de tu pianista, te hará entender de una vez por todas que yo soy el dueño de la vida y que puedo pulverizar a los que te quedan en el mundo cuando quiera. En consecuencia, te aconsejo que te esfuerces por disfrutar el obsequio sensorial que aquí te traje porque, si no lo disfrutas, jamás lo olvidarás. Antonio escuchó a continuación el estridente sonido de un taladro gigante encendiéndose, calentándose, listo para iniciar una labor espeluznante. Se sobrecogió en su espanto. Se aferró al cuerpo sin vida de su hijo. La broca del taladro empezó a penetrar su astral lentamente, paulatinamente, a través del lóbulo de la base del hueso occipital de su cerebro. Supo que las dimensiones estaban cruzadas. Tenía que ser así. El dolor era indescriptible, inmisericorde; inenarrable. Gritó, horrorizado. Supo que no estaba soñando y que el Querubín era quien aullaba de dicha cuando el taladro sacudió su etéreo y despedazó una buena parte de las fibras de su alma. No pudo soportarlo más. Su espíritu rechazó de una manera apenas lógica el cruce de las dimensiones. Se separó del cuerpo de su hijo. Regresó abruptamente al mundo material. Despertó sobre el sofácama. Su cuerpo y su rostro estaban bañados en un mar de frío sudor. Pensó en su hijo. Lloró amargamente. Imaginó que tal vez fue así, con un taladro, como lo torturaron antes de encajarle el tiro que lo remató. Deseó entre lágrimas ver a esos asesinos —guerrilleros y demonios— pagando su castigo. Anheló verlos hundidos hasta el cuello, allá, en el lago de estiércol, azufre y fuego eterno. Gimió de nuevo miserablemente. Les pronosticó, desde el núcleo redimido de su alma, el rechazo universal del Ángel Blanco y el peor de los castigos. Media hora más tarde, ante la necesidad de entender que no iba a encontrar en el aire de su pequeño estudio un consuelo inmediato para su espíritu atormentado, se sosegó. Se puso de pie. Caminó hasta la alcoba de Michael. El niño aún dormía profundamente. Una vez más, le dio un beso en la frente. Cerró sin hacer ruido la hoja de su puerta. Regresó a la alcoba. Conectó el computador a la fuente, con la intención de escuchar la canción que el día anterior le había escrito al Pianista de Alas Blancas, toda, para realimentar una vez más su fe y reafirmar para sí mismo que ya jamás estaría solo. Encendió el equipo. Se iluminó inmediatamente la pantalla del monitor sobre un fondo azul plomizo. Activó el programa de grabación. Recordó que aún no había hecho la mezcla final de la canción, así que tuvo que esperar a que el sistema abriese en un espectrograma múltiple la consola que agrupaba todos los
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canales que hacían parte de la muestra. Eso no tomaba mucho tiempo. Se colocó una diadema para escuchar en privado, pues no quería despertar a Michael. A la vista completa de todos los cortes con sus instrumentos, presionó la tecla que daba entrada al tema. Respiró hondo. Se propuso meterse a fondo en la canción. Sonó muy suavemente el arreglo introductorio. Luego sonó la voz. Creció la instrumentación. Sin embargo, cuando la diminuta pantalla del temporizador estaba mostrando un minuto y veintisiete segundos de recorrido de la muestra, alcanzó a captar un ruido que no había escuchado el día anterior. Detuvo la reproducción inmediatamente. Estaba seguro de que ya había depurado todos los canales, uno por uno, incluso el de su voz. Regresó entonces todo el tema unos segundos con la ayuda de la guía digital del espectro de onda de sonido. Volvió a escuchar. El ruido estaba allí, sin lugar a dudas, embutido en alguna de las pistas de la consola. Escaneó en seguida el trazo de cada instrumento de ese tramo, canal por canal, pacientemente. Descubrió sin demora que el problema estaba en un espacio en blanco del corte de la voz, en el intervalo que había entre la primera estrofa y la segunda. Deshabilitó los once canales restantes. Escuchó exclusivamente ese fragmento. En efecto, allí había un gruñido casi imperceptible. Abrió entonces la gráfica que daba la huella sonora de ese único segmento. Escuchó de nuevo. Parecía no contener nada importante. Parecía que el problema no era más que un simple ruido fácilmente desechable, algo así como la interferencia que pudo haber sido producida por el roce involuntario del micrófono contra algo durante la grabación. Normalizó el volumen del enigmático trozo, lo amplificó, con la ayuda de la aplicación. Escuchó una vez más. El gruñido seguía siendo inteligible. Duraba exactamente tres segundos. Decidió tomar un respiro. Se puso de pie. Fue hasta la cocina para prepararse un tinto. Cinco minutos después regreso al estudio. Puso la taza de café humeante sobre el escritorio, cerca del monitor. Se sentó de nuevo. Miró hacia la pantalla. Observó detenidamente el gráfico de onda de sonido que tenía ante sus ojos. El vapor del café se paseó sobre la imagen, esbozando un caracol entre su propia silueta gaseosa, aérea; transparente. Ensimismado por un instante a la vista de aquel vapor serpenteante, la mente del músico elaboró una última opción de escucha, una más, antes de proceder a eliminar el ruido para continuar de una vez por todas con la mezcla final del tema. Había decidido averiguar cómo se oiría ese sonido, ese graznido, en una onda revertida. El programa hacía esa operación sin ningún problema, incondicionalmente, en un parpadeo. Ejecutó entonces la operación. Revirtió la corta muestra. Luego, escuchó el resultado de esa magia de la tecnología. No era una respiración lo que había en ese canal, no era un simple ruido, tampoco un gruñido. Era un mensaje oculto, una advertencia absoluta. El Querubín la había puesto para él allí abusivamente. Decía así:
“Yo tengo las llaves de tu cáncer”.
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24 No era el cáncer un factor cuya amenaza pudiese hacerle traer el pánico a su vida. Realmente, había estado a punto de morir en tantas ocasiones —en mitad de los incidentes violentos que se venía encontrando gracias a la mala manera de procurarse la satisfacción de sus sentidos— que hasta incluso un día, años atrás, oculto a medias allí entre los pliegues de su alma, se había atrevido a preguntarle al Ángel Blanco: “¿Por qué razón me prolongas tanto la existencia, si tan sólo soy un miserable que te ofende día a día?” Sí, tenía cáncer. Le había sido diagnosticado en el 2.001, unos meses después de la desaparición de John Paul. Tal vez el estrés, el dolor, el deseo de morir y unirse a su hijo, habían generado la enfermedad. Pero, paradójicamente, no iba a ser el cáncer el que por poco le mata. Fueron los equivocados procesos clínicos a los que se vio enfrentado durante el primer año de tratamiento los que casi le pulverizan. Al principio, la sola palabra —cáncer— le hacía pensar en lo peor, pero no le horrorizaba. Creía simplemente que su camino había desembocado en un retribuyente risco, allí, en lo alto del abismo, a solamente un paso de la muerte. Si había algo de miedo en su actitud no era su culpa. Ese temor se remontaba hacia el lejano pasado cuando vivió muy de cerca la muerte de sus abuelos y la de una tía que fue muy especial con él: la tía Esneda. Todos ellos murieron de cáncer. Recordó entonces el mensaje revertido, el que estaba embutido en la canción del día anterior. Era sin duda el Querubín quien estaba detrás de todo el drama. El bastardo intentaba aniquilarlo de una vez por todas y, para lograrlo, lo estaba llevando a conocer las personas, los instrumentos y los procedimientos que lo llevarían a tomar erróneas decisiones y le harían desaparecer del escenario. Como era de esperarse también, el iluso Ángel Negro había diseñado la escenografía ideal para esa pantomima. Lo enfrentó a un burocrático sistema de ley de la salud lleno de oportunismo, egoísmo, deshumanización, indolencia y ambición: el de su país. Era una mañana de mayo. Bajo el brazo llevaba Antonio un largo sobre con los resultados de la primera biopsia que se mandó tomar. Entró al consultorio del primer urólogo que conoció y que fue también el primero que atendió su caso. El hombre también era cirujano. La mayoría de ellos lo son. —Si quiere, lo opero personalmente mañana mismo —Escondió el profesional la mirada tras sus lentes. — ¿Tengo otra opción? —Manifestó abiertamente el músico su ignorancia frente al tema. —No. No existe un tratamiento alternativo; no conmigo.
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— ¿Qué me dice de la radiación? ¿No es una alternativa de curación para este tipo de cáncer? El galeno le obsequió con una mueca de desprecio. —Si no se opera —le advirtió verticalmente—, no cuente conmigo para nada. ¿Está claro? El Querubín había venido trabajando duro en todo el país para que los dueños de las entidades privadas de salud asumiesen el control absoluto del problema de atención médica y de suministros, y de pasada se adueñasen de billones —no simplemente de millones, sino de billones— de pesos de los aportes de seguridad social de la clase trabajadora que no podía luchar contra las enfermedades terminales que enfrentaban ellos, o sus padres o sus hijos. El sistema simplemente jugaba con las esperanzas de curación de los pacientes que no estaban en condiciones de solventar de manera particular el costo de facultativos, cirujanos o especialistas extranjeros. Desapareció el Seguro Social, entidad oficial, con sus médicos, enfermeras y hospitales. Lo absorbió el monopolio capitalista. En consecuencia, el cien por ciento de las empresas de la nación —fábricas, universidades, colegios, almacenes, compañías privadas, centros de comunicaciones, organizaciones de servicios generales—, tuvieron que ajustarse a una ley mediante la cual ningún ciudadano podía laborar en firma alguna si no se le comprobaba estar cancelando mensualmente los aportes a las entidades privadas que habían quedado a cargo de la salud. La mayoría de esas empresas optaron por descontarle al empleado, a través de nómina, el pago de esos aportes, y se hicieron cargo de la transacción. Otras no lo hicieron así, pero asumieron que podían sencillamente dar por terminado el contrato del empleado que no pagase por su cuenta y muy puntualmente esas mensualidades o que no mostrase el recibo de cancelación de las mismas el día del desembolso de sus honorarios. Nació La Tutela —así la llamaron—, una figura jurídico humanística que apoyaría al pueblo e intentaría contrarrestar el abuso de aquellas EPS que no prestasen el servicio adecuado a sus afiliados o que no les suministrasen los medicamentos a tiempo. Sin embargo, la vigencia de esa ley magnánima no duró mucho. Empezó a ser desvirtuada por los cabecillas de la burocracia, y terminó siendo enterrada para siempre ante la indiferencia del gobierno central. Cosas como ésa jamás fueron extrañas en Colombia. Era un hecho que cualquier tipo de ley que no favoreciese a los dueños del dinero, a los propulsores de la corrupción, no tendría mucha continuidad en el legado gubernamental de la nación. El término “No Pos” —no cubre—, empezó entonces a ser parte importante de la manipulación de los servicios y de la no entrega de medicamentos. Fue como camuflar como legales la negativa de suministro de apósitos irremplazables y el aplazamiento deshumanizado de tratamiento médico apremiante. El acetaminofén se convirtió en la cura universal de todas las enfermedades, pero había que hacer innumerables colas para que te lo suministrasen. Los ancianos y los enfermos terminales empezaron a ser repudiados. Empezó a morir la
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gente pobre, incluso algunos niños, en la puerta o en los corredores de los pabellones de urgencias. No obstante, algo le decía a Antonio que pronto tendría que depositar la oscuridad de ese obstáculo en un lugar exacto de su alma en el cual no prevalecía el sistema del dolo, sino el milagro de la fe. Deambuló entonces durante varios días por las calles, pensando en un procedimiento que no lo enfrentase directamente a una prostatectomía radical, allá, en el quirófano. Le estremecía creer en la posibilidad que tendría el cáncer de diseminarse en su organismo si durante la operación se generaba una metástasis. Había escuchado casos muy cercanos de familiares, de conocidos, de amigos, cuyo deceso acaeció a los pocos meses de someterse a la extirpación total de algún órgano. Concentró entonces su atención en las opciones de curación definitiva que ofrecía la radioterapia. Y allí fue cuando se equivocó de plano, pero cuando — paradójicamente— vivió uno de los capítulos más tristes pero más hermosamente impredecibles y edificantes que jamás antes hubo experimentado su existencia. La radioterapia involucró dos procedimientos que se complementaban clínicamente. El primero, el de la radioterapia interna, consistió en una sola sesión incómoda y dolorosa durante la cual él tuvo que estar despierto durante varias horas mientras un grupo de jóvenes practicantes —estudiantes de la Universidad de San Ignacio— bombardeaba su próstata con altas dosis de iridio a través del recto, valiéndose de una fuente de radiación que terminaba en unos inyectores en forma de saetas que eran igual de largas a las antiguas agujas de tejer de las abuelas. Fue, todo, una especie de cirugía ambulatoria enajenante —ejecutada por manos inexpertas— cuyo resultado a corto plazo llegó a ser desastroso para su tracto gastrointestinal. Ese mismo procedimiento, efectuado por manos expertas, habría costado en ese entonces más de tres millones de pesos. Él no los tenía. Por su parte, el rito de la radioterapia externa se fundamentó en doce sesiones de bombardeo de un tipo de radiación algo más fuerte que la de los Rayos X. El bombazo descendía desde una descomunal máquina cetrina que estaba allí, suspendida sobre su cuerpo. Durante el procedimiento, el cual duraba unos veinte minutos cada vez, tenía él que permanecer acostado boca arriba sobre una plataforma metálica. Se suponía que el disparo prodigioso tenía que ser dirigido milimétricamente al tumor que estaba atrincherado entre su próstata, cosa que pasó a ser utopía. De otra parte, durante esa terapia, y en la manipulación de semejante máquina, siempre fue asistido por un estudiante o una estudiante; tan sólo aprendices. Y ese estudiante o esa estudiante, jamás fue el mismo; o la misma. Las consecuencias del azaroso método de curación de su cáncer no se hicieron esperar. Su cuerpo empezó a colapsar. No pudo someterse a más sesiones. Hasta ahí llegó todo. Terminó sobre una fría camilla del hospital universitario, lleno de incertidumbre y de dolor, en un rincón del corredor que llevaba a la sala de cuidados intensivos. No tenía ni idea de
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qué era lo que realmente le estaba pasando. Entonces, dos días después lo trasladaron al sexto piso, al pabellón de gastroenterología. Allá descubrieron que no era ya el cáncer el que lo iba a fulminar, sino las graves consecuencias de la radiación externa mal dirigida y la radiación interna mal administrada. Su vida comenzó a extinguirse. Dos semanas después, los médicos no sabían qué hacer con él. Su organismo ya no soportaba ninguna clase de alimento. Defecaba sólo los escasos residuos de agua que aún deambulaban por su cuerpo. Había perdido más de doce kilos. Sin embargo, no estuvo nunca solo. Allí estuvo su madre, día tras día —afligida pero quizás resignada—, creyendo tristemente que él iba a morir en ese hospital. Tal vez, la presencia de Mercedes no le permitió al Querubín dar el golpe de gracia, tal y como lo había planeado. Eso encajaba con algo que a Antonio le había advertido muchos años atrás El Pianista de Alas Blancas: “Es importante que recuerdes que, cuando tu madre ya no esté cerca, cuando el Querubín la haya vencido, él podrá fulminarte sin mucho esfuerzo”. Una mañana muy temprano, cuando le llegó el día diecisiete de estar interno en ese piso del universitario, una radióloga que trabajaba en gastroenterología y que ya lo distinguía se detuvo frente a su cama. Venía empujando una silla de ruedas. Lo saludó con reserva. Miró luego hacia la mesita auxiliar que estaba allí, a la izquierda del músico, cerca del atril del suero que lo mantenía con vida. — ¿Ha estado orando? —Los ojos de la mujer habían enfocado el lomo azul rectangular del pequeño libro que Antonio conservaba sobre la mesa auxiliar, al alcance de su mano. —Sí, señora — confesó él mansamente. —Hace bien —Ella dibujó sobre su rostro un gesto maternal—. Usted está bastante grave. Lo voy a llevar a radiología para que miremos algo. Llegaron al laboratorio. La doctora encendió un computador. El músico permanecía parqueado frente al monitor, no muy lejos de la puerta, sobre la silla de ruedas. —Lo que voy a mostrarle es su tracto digestivo —Empezó ella a dejar correr un archivo de video que estaba guardado en el disco duro del procesador—. Este es el resultado de la endoscopia que se le practicó hace dos días. Observe bien: todas esas llagas oscuras que ve usted allí, como si alguien le hubiese escaldado el intestino, fueron hechas por la radioterapia externa. Las otras, las de color pardo, son pozos de infección causados por la braquiterapia que le practicaron. Nosotros estamos haciendo lo posible por sacarlo adelante, pero hace bien pidiéndole a Dios para que lo tenga con vida. El músico se estremeció hasta el fondo de su alma. Sintió mucho más borrascosa toda esa borrachera que lo había venido acompañando durante los últimos días. Se sintió también más débil que nunca; más vulnerable. Miró hacia la pantalla de nuevo. Observó por última vez los cráteres de la batalla desigual que, aparentemente, le estaba ganando el Querubín. Sin embargo, no lloró. Simplemente, apretó con fe contra su
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vientre la bolsa del suero que había llevado entre sus manos hasta el laboratorio. Esa noche se arrodilló sobre la cama, bien tarde, cuando todos dormían. Le habló al Pianista de Alas Blancas: “Maestro del universo —le dijo—: Permíteme sobrevivir esta batalla. Permíteme ganarla, si es que he de trazar un camino recto en tu nombre y he de construir un edificio inmaterial valioso que lleve tu mensaje en cada ladrillo. Permíteme vivir unos años más para la gente que amo. De manera muy particular, permíteme sobrevivir para mi madre y mis hijos”. A la mañana siguiente —muy temprano—, a la hora de la ronda acostumbrada de los internistas, enfermeras y estudiantes del pabellón, Antonio observó que entre el grupo venía un facultativo que él no había visto antes allí. Su blanco semblante era tranquilo, reflexivo; relajado. Lo vio detenerse frente a su cama. — ¿Qué le están suministrando? —Lo escuchó preguntar. El joven residente que había estado llevando el caso hasta ese instante levantó la tablilla a la cual estaba sujeta la hoja que contenía la historia clínica del músico, la cual permanecía enganchada a un lado de la cabecera. Luego se la entregó al recién llegado sin decir palabra. —Esto no lo va a curar —Extrajo el facultativo un lápiz del bolsillo de su blusa blanca después de leer, y empezó a escribir algo a un costado del margen de la historia—. ¡Empiecen a darle este medicamento ahora mismo! —No existe ese comprimido en el hospital, señor —argumentó el residente—. Es un fármaco no pos. —Sí existe —refutó él—. En un cajón de mi escritorio tengo cinco cajas. Mande a alguien a mi oficina inmediatamente por una de esas cajas. Increíblemente, aunque aún estaba algo débil, dos días después Antonio bajó caminando a buscar en los pisos subyacentes del hospital universitario a ese médico que le había salvado la vida. Se suponía que iba ya camino a casa, pues le acababan de autorizar la salida. Ubicó sin problema la oficina. Lo encontró muy atareado. Mientras esperaba a que se desocupase un poco, escuchó decir a otros pacientes que estaban por allí que él era el nuevo encargado del pabellón de Gastroenterología de la San Ignacio. También escuchó decir su nombre. El facultativo lo recibió media hora más tarde. Lo saludó cálidamente desde su asiento. — ¿Cómo se siente, amigo? —le preguntó, y empezó a elaborar una prescripción. —Gracias a usted, ya voy de salida —Sonrió Antonio con inocultable alegría—. ¡Qué enorme bendición fue haberlo conocido, doctor!
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— ¿Tiene dinero para comprar un par de cajas del comprimido que le estamos suministrando? —El galeno extendió hacia él la mano con la prescripción—. Es un poco costoso. —Me temo que el dinero con el que cuento no me alcanza —El músico recibió el papel—. No tengo en este momento un buen empleo. Entonces, el doctor abrió un cajón de su escritorio. —Tome —Extendió una vez más su mano para obsequiarle tres cajas con el fármaco— Esto le alcanzará para treinta días. Será suficiente. Todo eso parecía inverosímil, a primera vista. No obstante, en los ojos de aquel hombre Antonio ya había percibido a un mensajero del Zahorí de la cabaña. —Quisiera obsequiarle también algo —Buscó entre las cosas que llevaba en su mochila. Sacó una copia en rústico de su primer libro de relatos cortos. Media hora antes, en la primera página había escrito una nota de agradecimiento. Se lo entregó. — ¿Es para mí? —El doctor fue muy espontáneo al recibirlo—. Trataré de leerlo pronto. —Que el Señor le bendiga siempre, mi doctor. Gracias a una bendición del Cielo, Antonio acababa de ganar una de las batallas más difíciles de su vida.
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25 No se trataba de decir que no debíamos morir, o que no queríamos morir. Eso habría sido tan inútil como pretender decir que nunca quisimos nacer en este mundo. Lo inaguantable de la filosofía de estos dos hechos convergentes era saber que El Querubín se divertía viéndonos nacer, sufrir y morir. Se entretenía, haciendo pedazos nuestra historia y nuestra familia, y agregándole dolor y miseria a cada deceso. Del Querubín era de quien los asesinos que torturaban antes de matar habían aprendido para sentirse dueños de la vida que no habían creado y para empaparse de soberbia cuando la sangre del que estaba muriendo les salpicaba el rostro y el alma. Al demonio y a sus esbirros les fascinaba que su víctima suplicara por lo que ellos jamás habían tenido: Misericordia. Cuando su víctima los enfrentaba, se asustaban. Optaban por acabar rápido su miserable tarea. Pero cuando la víctima suplicaba, ellos alargaban el proceso de tortura para recrearse y poder así alcanzar el clímax de su goce infernal. No eran ellos simplemente los observadores del dolor. Iban mucho más allá, pues el dolor ajeno era caviar al paladar de su torcido hedonismo. Antonio puso muy pronto en el centro de esta reflexión a Mercedes y la manera brutal y humillante como el Querubín se la arrebató. Y si hubiese sido tan sólo eso, pero la verdad iba mucho más allá. Esa verdad que iba mucho más allá, le hacía recordar las palabras del Zahorí de la cabaña: “A medida que pasen los años, él deseará llevarte hacia la desesperación, la desazón y la soledad. Te arrebatará uno a uno a todos los que te amen o te apoyen. Su objetivo es lograr que tú mismo te pulverices, para así poder arrastrar tu alma al infierno”. Si el músico le hubiese preguntado al Zahorí esa tarde en el cañaveral de qué manera el Querubín iba a intentar arrastrarlo a la desesperación y a la búsqueda de su auto-eliminación, tal vez Él le habría respondido esto: “Haciéndote sentir culpable del sufrimiento y de la muerte de los que has amado”. No era fácil afrontar el deterioro total de una persona a quien habías admirado y amado desde que naciste, así también la hubieses defraudado. Nada sencillo era ver como poco a poco esa persona perdía su capacidad para reconocer las cosas, la familia, los caminos; los peligros. El sólo hecho de ver la dulce expresión de su rostro colapsar, producía un sufrimiento emocional supremamente intenso: Alzheimer. Una de las artimañas más perversas que poseía el Querubín era la degradación de aquellos a quienes él detestaba, la humillación abierta. Él hacía de la vejación una obra de arte, una ciencia maestra de la burla. Eso quedó abiertamente desglosado para la historia en la manera como los romanos y los nazis apocaban a sus víctimas antes de asesinarlas. Los
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esbirros de Hitler, por mencionar tan sólo una de esas infectas ignominias —según testimonios aportados ante el Tribunal de Núremberg—, asaltaban los cadáveres de los judíos segundos antes de su incineración en masa para desvalijar el oro de los empastes de sus muelas. Por su parte, algunos césares romanos como Nerón, Calígula y Domiciano, en particular el matricida y suicida Nerón, ordenaban a sus soldados empalar y prender fuego a los cuerpos aún con vida de los cristianos, mas no a campo traviesa sino formando una hilera a lo largo de los corredores de los suntuosos jardines del palacio. El objetivo de esta degradación era tener iluminación en los paseos nocturnos que ellos hacían con sus más perversas meretrices y cortesanas. Para satisfacción total de su placer y de la risa que su muy probablemente prosaica conversación les generaba en la caminata, los restos humanos de los que en esa época dieron su vida por El Ángel Blanco se iban consumiendo lentamente en las estacas, a pocos metros de ellos, de las flores y los pinos. Y bien, después de vivir el comienzo de una vejez holgada, sin privaciones —gracias a la pensión que le había asignado el gobierno canadiense—, después de engrandecer su propio corazón con esa generosidad sin límite que la llevaba a aliviar necesidades básicas de propios y extraños —a Antonio y a su pequeño hijo les obsequiaba un mercado semanal y los llenaba de abundancia y de obsequios en la noche de Navidad—, Mercedes terminó sola, aislada, lejos del apartamento que su pensión costeaba. El Alzheimer había empezado a hacer estragos en su cerebro y en su comportamiento. Los hermanos de Antonio, los que administraban su pensión, decidieron que no era aconsejable dejarla sola por mucho tiempo. Tenían razón. Absolutamente. En consecuencia, la internaron en un frío, metálico y desolado hogar geriátrico. Fue entonces cuando el músico cometió uno de los peores errores de su vida, sin medir las consecuencias: se la trajo a vivir con él. Los problemas aparecieron, pero ella jamás tuvo la culpa. Era el Alzheimer, que ya estaba devorando el canal normal de su existencia. Antonio no tenía suficiente dinero como para costearle una enfermera, alguien que la cuidase mientras él iba a trabajar, que la bañase, que le cocinase sus alimentos y la sacase a caminar, porque a ella le fascinaba salir a pasear en las tardes. Entonces un día, regresando de su trabajo, el músico encontró que ella no estaba en casa. Se estremeció. Mercedes se había llevado al pequeño Michael con ella. Empezó a perder la compostura. Salió a buscarlos. Deambuló como un loco por los alrededores. Afortunadamente, la rescató a pocas cuadras del apartamento, divagando, de la mano del niño. Se veía errante, dispersa, imprecisa, incapaz de encontrar el camino de regreso. Otro día, en circunstancias similares —regresando también de su trabajo—, notó él con espanto que las llaves del gas de la cocina estaban abiertas. El olor a propano en todo el apartamento era asfixiante. Abrió de inmediato las ventanas. Se sentó. Intentó reflexionar. Pensó que tal vez ella había sentido hambre y había decidido prepararse algo de comer o que había querido hacerse un café, pues desde que se había separado
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de Don Carlos acostumbraba tomarlo con pan y queso a media tarde. Venturosamente, nada grave había aún sucedido con el gas. Le preparó su almuerzo y su café. Empezó a sentir miedo. Ésa era la verdad. Temía por la seguridad de ella y por su vida, y por las de su pequeño hijo. Dialogó de inmediato con sus hermanos, pero nada se pudo hacer. No iba a ser posible pagar una enfermera o una auxiliar, alguien que la cuidase en la vivienda en tanto él se iba al trabajo. Quizás ellos no querían que él se hiciese cargo. Alcanzó entonces ese punto de desesperación que es causado por la impotencia y que no es para nada aconsejable. Los presionó, al día siguiente, específicamente a su hermano mayor —el que solía vivir con ella— y a su sobrina, para que la llevasen de vuelta al confortable apartamento que se estaba rentando con el dinero de la pensión canadiense. Pensó que ellos sí podían cuidarla y podían estar con ella sin mucho pereque. No tenían niños pequeños. El departamento estaba dentro de un complejo residencial. Había allí guardias de seguridad de día y de noche. ¿Fue sensato? ¿Fui cruel? Nunca lo supo. Pero, tal vez esa incertidumbre fue la que hizo reír al Querubín por más de una década cada vez que lo observó llorar en esas noches en las cuales a Antonio le invadía el recuerdo de la tristeza y la desesperanza que había en los ojos de su vieja el día que tuvo que irse de su lado y que adivinó que nunca más podría volver a ver a Michael. Una vez más, Mercedes no duró mucho tiempo en su propia vivienda. En efecto, no había transcurrido ni siquiera una semana cuando los familiares de Antonio la llevaron a otro geriátrico. Afortunadamente, ese sitio quedaba cerca de donde él dictaba sus clases, pues los años pasados en Canadá le habían heredado un muy buen Inglés y estaba trabajando como profesor en un instituto. Pudo entonces ir a visitar a su madre con más frecuencia. Todo pareció normalizarse. Pero esa sensación de paz fue otra utopía; una más. El Querubín estaba al acecho. El Ángel Negro planeaba miserias entre su pervertida mente. Seguía atacándolos cobardemente. Había decidido no conformarse con atormentar sólo a Mercedes. Procedió entonces a hurgar con saña en el fondo de la familia. Una de las hermanas de Antonio, Ligia, la que lo llamó a Canadá aquel día de la muerte de Príncipe, la que muchos años atrás luego de la muerte de Everest sugirió comprar para él los pequineses, cayó de unas escaleras en el edificio en el cual tenía su apartamento, y se golpeó gravemente el cráneo. Su cerebro se maltrató irreversiblemente. Quedó limitada a una silla de ruedas. Jamás volvería a ser la misma, esa mujer dinámica y guerrera que a todos los seres humanos amaba por igual y que llevaba entre su alma un ángel noble. Empezó a perder gradualmente la normal locomoción de sus manos y sus piernas, la función natural de su mente y la habilidad para comunicarse verbalmente. Sin embargo, gracias a su pequeña pensión, en el gerontológico en el cual estaba Mercedes se hicieron también cargo de ella. La vida del músico se estaba convirtiendo en un interrogante indescifrable. Cada dos o tres días, al término de sus clases de la
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mañana, caminaba hasta el hogar para ir a visitarlas. No las trataban mal allá, por supuesto, pero hubiese querido él cerrar sus ojos en algún instante y tener el poder para cambiar ese final solitario y drástico de sus vidas. Hubiese deseado en lo más hondo de su alma no tener memoria para no haber guardado allí, en un resquicio amargo de la mente, todas las escenas del dolor conjunto de las dos mujeres, todas sus limitaciones y todos los ahogos de su propia impotencia, ante la falta de dinero. Llegó el día de la última visita que pudo hacerle allá a Mercedes. Si le hubiese sido dado tener en ese momento al Querubín ante sus ojos cuando la vio al llegar, cuando se paró a observarla —estático allí, en la puerta del cuarto— lo habría confrontado sin el menor temor. Así lo matase el demonio en ese instante, así lo pulverizase y lo convirtiese en la antorcha de las noches de los jardines de su búnker, lo habría querido ver allí, al otro lado de esa puerta, para masacrarlo, para sacarle los serpenteantes globos oculares de sus cuencas y exprimirlos, y para luego estrangularlos entre sus dedos. El rostro paranoide y delirante de Mercedes esa mañana, sus ojos desencajados y alienados, las correas de lona gris que ataban su cuerpo a una silla estrecha y vertical, la pincelada irreverente del cuadro final que el Alzheimer estaba terminando de trazar sobre la expresión de la mujer, sobre su mente, acompañaron por años a Antonio, lo acecharon, le alimentaron el deseo de hacer pedazos no sólo al Querubín, sino también su propia vida. Tres días después, en la mañana del cuatro de mayo del 2.010 — a las once—, timbró el celular que María le había obsequiado un par de meses atrás. Era la enfermera-jefe del hogar. Su nombre era Doris. —Señor Antonio, es mejor que venga inmediatamente— le advirtió Doris, con voz apesadumbrada—. Su mamita está muriendo. Salió corriendo de su cuarto hacia la avenida. Quiso detener un taxi, pero descubrió que el dinero que tenía en el bolsillo en ese momento sólo le alcanzaba para pagar un pasaje de bus. Se bloqueó su mente de inmediato. Caminó por tres minutos como un zombi. No supo a quién recurrir. No encontró una solución inmediata entre el vértigo de su confusión. Tomó entonces un autobús. En el camino al geriátrico, un recorrido de más o menos treinta minutos desesperantemente lentos, dolorosos, inútiles, deseó poder volar como lo había hecho tantas veces en el espíritu o sobre las alas de la Parálisis del Sueño. Le era necesario llegar allá antes de que su madre muriese. No fue posible. Cuando se encontró frente a la cama, notó que acababa de fallecer. Le quedó debiendo cinco minutos. Le quedó debiendo todo. Le acarició su rostro tranquilo. Ella tenía los ojos cerrados. La besó en las mejillas. Su piel aún estaba tibia. Se desdibujó el alma de Antonio en un segundo. Luego, lloró en silencio. Esos cinco minutos acababan de taladrar un foso terrible en el fondo de su ser; uno más. No obstante, se olvidó de sí mismo y de sus desatinos. Bendijo al Pianista de Alas Blancas por haberle permitido a ella ir a descansar y por tenerla allá, en su abrigo. Luego, maldijo al Querubín por utilizar su herramienta favorita —el dinero— para pisotearlo, para hacerlo sentir miserable. Esa
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forma de ver las cosas nunca fue para él un síntoma de locura. Si así hubiese sido, a su mente habrían saltado las palabras que escuchó algún día decir a alguien y con las cuales jamás él contendió: “El dinero es el estiércol del demonio, y el mundo es el estercolero”. Hubiese deseado llegar a tiempo al geriátrico para pedirle perdón por no haberla amado como ella lo amó, para arrodillarse ante ella y suplicarle lo comprendiese por haberla corrido de su lado debido a su falta de fe y de inteligencia, y para decirle que cerrara sus ojos y descansase serena, pues no existía duda alguna de que su nombre ya estaba inscrito en un cálido lugar de la ciudad del Ángel Blanco. Dos horas más tarde se la llevaron en una vagoneta de la funeraria, con el fin de preparar su cuerpo para el oficio religioso y la cremación del día siguiente. Ella había expresado años atrás el deseo de que su cadáver fuese incinerado y sus cenizas esparcidas al viento, lejos de la ciudad, en la montaña, sobre las aguas de un río. Así lo había exigido abiertamente. El músico salió del geriátrico. Empezó a caminar sin rumbo fijo. Mientras deambulaba aletargado, enmarañado, notó que en la galería de los recuerdos relevantes de su alma resonaban estas palabras del Zahorí: “Es importante que recuerdes que, cuando tu madre ya no esté cerca, cuando el Querubín la haya vencido, él podrá fulminarte también a ti sin mucho esfuerzo”. No le importaba nada ya. Siguió caminando. Una ambulancia subió rauda la avenida. Su sirena resonó glacial y reticente en el solitario salón auditorio de la mente desmoronada de Antonio. Reverberaron entonces en ese mismo sitio estas otras palabras del Zahorí: “No le temas al Querubín, pero acostúmbrate a saber que de hoy en adelante él se divertirá pateando tu cabeza sobre el césped, se sentirá feliz, tratando de empujarte al abismo de la locura”. En tanto así divagaba, enclaustrado en el recuerdo de esta última advertencia, vibró de pronto el teléfono celular en su bolsillo. Lo sacó, para mirar de qué se trataba. Tenía un correo de voz. Oprimió el mando. Escuchó el mensaje:
“¡Ahora…, ya estás solo!” El estupor lo hizo detenerse, mas, no sintió temor. En ese instante sólo quería vengarse. Luchar. Vencer. Nada más tenía relevancia. Sabía que la batalla final estaba por librarse. La voz en el celular era la misma, una voz infrahumana que albergaba el timbre exacto de aquélla que estaba plasmada en el mensaje revertido que el Querubín le había enviado días atrás durante la grabación de la canción del Ángel Blanco. Continuó deambulando por esas calles. Tres cuadras más adelante se detuvo una vez más. Pulsó el mando del inalámbrico de nuevo. Quería volver a escuchar esa voz cavernosa, irreal; conocida. Y quería borrar aquel correo. Sin embargo, esto último no fue necesario. El
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mensaje ya no existía más entre los chips de la memoria del aparato. Simplemente, ya no estaba allí.
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26 Había historias que se inventaba el que las contaba, y parecían reales. Había otras que, siendo reales, sonaban cual si hubiesen sido improbables, inadmisibles; tramadas. Era la mente humana la que engañaba o se dejaba engañar. Y era también la mente humana la que entendía y se dejaba enseñar, o la que rechazaba y dejaba de aprender. La hermana de Antonio, Ligia, no murió en el gerontológico en el cual murió Mercedes. La amargura que le ocasionó la pérdida de su vieja surgió de inmediato en su corazón, y empezó a crecer de una manera devastadora; definitiva. La llevaron entonces a otro hogar, a uno mucho más grande, uno con hermosos jardines y mejor iluminación, un sitio lleno de enfermeras, de monjas, de actividades, de sonido, de televisores y de pacientes extrovertidos y aún llenos de deseos de vivir. Sin embargo, para Ligia todo eso no significó nada. Fue igual que como cuando a un niño se le aleja de su amiguito de siempre y se le rodea de veinte niños que no hablan su mismo idioma ni juegan sus mismos juegos ni sonríen con la sonrisa que solía sonreír aquel otro chiquillo. Había perdido totalmente el deseo de comunicarse, de reír, de comer, de descansar, de escuchar y de existir. Estaba muerta en vida. Extrañaba sin remedio a Mercedes. Y es que ella había sido la única que la vio morir y, por lo tanto, la única de quien la madre de Antonio se pudo despedir. ¿Qué hablaron? Jamás nadie lo supo. Cada vez que Ligia veía al músico llegar a visitarla, arrancaba a llorar. No se detenía sino cuando él se sentaba a su lado y le acariciaba su cabello y sus manos; y cuando le hablaba tiernamente. Luego, cuando ella presentía que él iba a marcharse, arrancaba nuevamente a llorar y sólo le decía: “¡No te vayas!”. Hubiese él querido quedarse al lado de Ligia para siempre, pero era más lo que la inquietaba y la acongojaba con el rostro de su propia tristeza, que lo que le aportaba para ayudarla a olvidar su íntima confusión. Jamás el músico dudó, debido a eso, que nunca habría logrado ser un buen médico ni un buen enfermero ni un buen terapeuta, y menos un buen cirujano, así hubiese deseado serlo. Jamás tuvo esa forma de amor o de sacrificio, de vocación, entre su corazón. Siempre le huyó ignorantemente —o cobardemente— al dolor de los demás, al llanto, al gemido; a la sangre. Aunque también siempre le huyó a la risa estruendosa, burlona, grosera, y al chiste imbécil, irreverente; soez. — ¿Es la vida un juego de mesa caprichoso en el cual las piezas son movidas al azar? —le preguntó al Pianista de Alas Blancas una tarde mientras observaba a unos niños jugar entre los árboles, sentado en la banca de un parque, solo, pretendiendo creer que Él estaba allí, a su lado.
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—Cuando el Querubín recuerda que yo existo —creyó escuchar al Ángel Blanco responderle—, se siente en la mitad de una batalla universal sin tregua en la cual las fichas deben ser arrebatadas y guardadas en la alforja del que gane cada partida. No obstante, cuando él piensa solamente en el hombre, la mujer y los niños, cuando recuerda que a él le fue entregado el mundo con todo su conglomerado, se siente dueño del tablero y de todas las fichas. Él sabe que no está jugando contra nadie que pueda derrotarlo. El hombre, por sí mismo, no puede derrotarlo. Entonces, es cuando el demonio manipula todo a su manera e impone su anárquica estrategia para hacer del juego una masacre caprichosa, sangrienta y cruel. — ¿Podré derrotarlo con tu piano? —Cambió Antonio con melancolía el prisma de la conversación. —Querrás decir, con el solo de piano que me escuchaste interpretar. —Sí, eso quise decir. —Inténtalo —El Zahorí lo envolvió en su aura—. Es tu fe la que hace el milagro. El músico dejó escapar una lágrima. Miró hacia el sendero de adoquines que rodeaba el parque. —Llegué a soñar un día que me sería posible curar a mi hermana con sólo retener su mano entre las mías —sollozó. —La fe, cuando es verdadera, arrebata de su tumba y te devuelve al que ya ha muerto —advirtió el Ángel Blanco—. Pero la falta total de esa fe termina por llevarse de tu lado al que aún no ha sucumbido.
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27 Cuando Antonio le formuló al Pianista de Alas Blancas allá en el parque la pregunta del juego de mesa con sus piezas movidas al azar, estaba pensando no solamente en Ligia, sino también en su tío y en su padre. Al tío Luís —el mismo que recogió el cuerpo muerto de Everest de la carretera que pasaba por el poblado del trapiche el día que el perro fue arrollado por ese camión cuando el músico era sólo un niño— le había sido detectado el mismo cáncer que él tenía, claro que unos años antes de que se lo diagnosticasen a él. Entonces, al cabo de ese tiempo, cuando el tío supo que Antonio estaba en las mismas, le telefoneó. Lo invitó a su casa. —Mira sobrino que yo tampoco acepté que me operaran — Estaban sentados en la sala ante una taza de café—. Sin embargo, debemos estar alerta y no descuidar el tratamiento. — ¿Qué le están formulando, tío? Luis se puso de pie. Subió hasta su alcoba. Regresó casi que inmediatamente. Traía una caja de comprimidos en su mano derecha. —Esto es lo que estoy tomando —Le alcanzó el cartón con el medicamento para que el músico lo mirase—. Es una especie de quimioterapia, pero no tiene efectos colaterales pesados. Con esta droga, mi antígeno prostático ha descendido hasta ceros prácticamente. — ¿En cuánto estaba su antígeno cuando le diagnosticaron el cáncer? —Más o menos en quince. Era hora de hacer algo. Ocho años después una mañana, la prima Amparo, una mujer noble, sencilla, hija de Luís y unos años menor que Antonio, llamó al músico a través del celular. —Papá está muy grave —La escuchó él bastante deprimida—. Nos ha preguntado por ti. Parece que quiere verte. ¿Podrías venir a visitarlo primito, por favor? —Por supuesto —Recogió él sus llaves—. Voy para allá. Llegó a la casa del tío una hora más tarde. Luis estaba solo en su cuarto, recostado en su cama, dormido, aunque quizás no profundamente. Antonio le echó un vistazo. Se dirigió entonces a la sala. Se senté a dialogar con Amparo y con los otros primos. A los quince minutos más o menos, el tío despertó. Oyó la voz de Antonio. Lo llamó desde su cuarto. El músico se dirigió hacia allá al instante. —Hola tío. ¿Cómo se siente? —Ayúdame, Antonio —Luis intentó enderezarse contra la almohada—. Tú puedes ayudarme. ¡Sálvame!
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Antonio lo apoyó en sus brazos para que se sentase, mientras pensaba con respeto que él no era quien podía salvarlo, eso jamás, pero sí que era alguien que entendía sus palabras absolutamente. Lo miró entonces al rostro, con mucha ternura. Se fijó en el escaso cabello que le quedaba, ya blanco y débil. Le miró los lentes, que casi nunca se quitaba. Observó sus dedos temblorosos, sus uñas pálidas, sus labios macilentos y sus ojos angustiados. Se sentó a su lado, a la orilla de la cama. Le tomó las manos entre las suyas. —Tío —le habló muy suavemente—, es usted quien puede salvarse a sí mismo. Es su propio ser el que puede corregirlo todo en este instante. Es su alma la que tiene la última palabra. Es definitivamente usted quien ahora mismo puede dirigir sus palabras al Ángel Blanco, que no es otro sino Jesucristo, el Dios en el que siempre hemos creído todos en la familia. Dígale que usted le agradece esta oportunidad que Él le ha dado hoy, de poder hablarle antes de emprender su viaje, de poder decirle que no se siente bien por haberle fallado en algún momento a lo largo del camino de la vida, y de poder pedirle que bendiga el giro que hará su espíritu hacia la dimensión de su Luz Universal. Pídale que lo bautice en este instante con su mano sagrada. Entréguele con gratitud esta existencia que ya usted ha completado. Pídale que bendiga a sus hijos, a sus nietos y a su mujer. Usted ha sido un buen hombre. El tío se apaciguó rápidamente. Se tranquilizó. Cerró los ojos. Se adormeció. Murió cuarenta y ocho horas después, debido a una complicación de sus riñones. El Querubín debió revolcarse entre su ira por varios días al percatarse de que Luis había entregado su alma a Dios antes de morir. Pero supongo también que luego se le aplacó el furor y preparó la cruda y doble escena de su venganza. Un día que Antonio fue a visitar a Ligia, unos meses antes de perderla para siempre, encontró a su padre allá, en ese gerontológico pleno de jardines y de algarabía en el cual estaba ella. Encontró también que, al igual que ella, Don Carlos estaba confinado a una silla de ruedas. Era una estampa de él sin precedente para sus pupilas. Jamás había el músico siquiera imaginado que algún día lo vería así, en una silla de ruedas. Y no era que su padre estuviese allí visitando a Ligia. No. Él estaba ese día allá, porque su segunda esposa y su hija habían decidido descargarlo de sus vidas e internarlo en ese sitio. Para ellas, el que Ligia estuviese en ese geriátrico se convertía en un comodín de excelente lance para hacer creer a Don Carlos que jamás iba a estar solo. Enduraba él también un cáncer, pero ya muy avanzado, tenaz, inmisericorde; incurable. Sin embargo, no se veía tan mal. Hablaba normalmente. Pedía o, mejor, exigía su comida a tiempo. Preguntaba cuándo lo iban a llevar de vuelta a casa. En fin, se veía jovial, lleno de vida. A Antonio se le antojaba estarlo viendo representar magistralmente un rol bizarro en la mitad del estrado de la triste tragicomedia de la vida. Parecía, todo, una película increíble; una burla del Querubín. Empezó entonces el músico a ir al hogar con más frecuencia. Les compraba helado a los dos cuando llevaba dinero en su bolsillo. Don
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Carlos lo devoraba sin ayuda alguna. A Ligia había que dárselo despacio. Antonio se lo daba. El día de su cuarta visita conjunta, los encontró tan cerca el uno del otro, tan unidos, que no llegó a sospechar siquiera que ésa era la última vez que los vería así. Los tres estaban sentados en el sendero del jardín frontal del albergue, ellos en sus sillas de ruedas y él en una banca de listones de madera. La mañana estaba clara, abierta. Eran las once. El sol no estaba calentando fuerte. Una suave brisa se columpiaba entre ellos. Se trasladaron a la plataforma de la memoria los minutos. — ¡Vamos para la casa! —Propuso Don Carlos de súbito, ronca la voz, sabiendo bien que su hijo lo estaba observando con mucho amor. Antonio no supo qué contestarle. Se sintió miserable una vez más. Aborreció irremediablemente a la segunda esposa de su padre y a la hija de ese matrimonio. Las imaginó vegetando cómodamente en la muy bien equipada casa que era también la de Don Carlos. Pero pronto olvidó el asunto al recordar que él tampoco había sido muy grato con él. A la madrugada siguiente, su viejo falleció. El músico se halló nuevamente atado al fantasma de la muerte, y sin remedio.
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28 Muy temprano esa mañana en la cual Don Carlos murió, Ana, Michael y Antonio se percataron de que no habían logrado dormir bien en toda la noche, pero no sabían por qué. Se habían acostado tarde en la alcoba más amplia del apartamento, la de Ana. La otra alcoba, que era en la que Antonio dormía casi a diario y en la cual guardaba sus cachivaches, su música, sus libros y sus escritos, había quedado sola durante todas esas horas. Entonces, a las siete y cuarto, cuando estaban intentando recuperar algo de sueño, timbró el celular del músico. Contestó, algo extrañado. Nadie solía llamarlo tan temprano. Era su hermano mayor, el mismo que siempre se había hecho cargo de los asuntos de Mercedes. —Papá murió esta madrugada —Sonó metálica su voz. — ¿Cómo sucedió? —Antonio trató de asimilar el mal momento. Había supuesto que su padre viviría muchos meses más y que tal vez tendría él durante ese intervalo la oportunidad de hablarle de un par de cosas que estaban pendientes entre los dos. —Le falló el corazón. Terminó la llamada. Ana había alcanzado a escuchar gran parte de la conversación. El músico dejó el móvil sobre la mesita de noche. — ¿Qué pasó? —Se sentó ella cerca de la almohada— ¿Murió su papá? —Murió antes del amanecer —murmuró él. Ella se estremeció. — ¿Usted se levantó y fue a su cuarto en la madrugada, como a las tres de la mañana? La miró, estupefacto. —Yo no me levanté en toda la noche —Se puso de pie—. No que yo me acuerde, y no soy sonámbulo. ¿Por qué me preguntas eso? —Porque escuché que alguien abría y cerraba los cajones del armario de tu cuarto repetidamente cual si buscase algo. Antonio se sacudió de pies a cabeza. Se sintió mal. Se dirigió allá, a su recámara. Miró hacia el enorme armario y los cajones. No vio nada anormal. Todo parecía estar en su sitio. Todo, excepto su alma. Don Carlos se había dedicado a escribir poemas durante los últimos años de su vida. Era quizás la única herramienta crucial que le quedaba para mitigar su vejez, su enfermedad y su soledad, allá, en la casa donde había vivido sus mejores tiempos con su segunda esposa y su última hija. Nunca lo había hecho antes, a lo largo de los días de su juventud o los de su plenitud. Escribir sus poesías fue algo que le llegó cuando ya no pudo seguir trabajando y se pensionó, algo que probablemente le llenó el corazón de nuevas cosas y le mantuvo su autoestima en un resguardo privativo y pragmático de la mente. Era supremamente inteligente, muy conservador también, y muy religioso.
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Antonio y él diferían en algunos conceptos filosóficos, políticos, escatológicos y éticos, pero se respetaban. Un día, años atrás, cuando Don Carlos estaba a punto de terminar el borrador de su primer libro de poemas, llamó a Antonio. Le pidió que lo revisase y que lo trascribiese al computador en formato Word, pero que no le cambiase nada. Quería publicarlo. El músico hizo lo que él le pidió. Respetó cada línea de sus escritos. No era literatura de su gusto, pero entendió que su padre sólo pretendía que la familia y sus amigos no lo echasen al olvido. Buscaba quizás que su orgullo no se desmoronase sino que, por el contrario, se proyectase hacia otro episodio de la vida en el cual su poesía establecería un vínculo entre el papel que él había desarrollado por muchos años en la sociedad de su preferencia, y el rol de su nueva, ostentosa y elevada manifestación de amor hacia esa imagen de mujer que su segunda esposa y sus hijas de los dos matrimonios habían cincelado en su mente y en su alma cual impronta inamovible de su vida. Don Carlos mandó entonces a imprimir y empastar cien ejemplares de su pequeña obra en una tipografía cercana a su casa. Luego los obsequió, uno a uno. Cada miembro de la familia y cada amigo de su presente y de su pasado recibieron un ejemplar. Envió también algunos originales a San Juan de Pasto, allá, a la ciudad en la cual había pasado los más fértiles años de su existencia. Envió también otros a Ciudad de Méjico donde vivía la mayor de sus hijas, su favorita. Todos acogieron con cariño el libro, y casi todos lo leyeron. Eso lo ayudó a sentirse bien, a revivir, a renacer. Siguió escribiendo, siempre en manuscrito. Volvió a llamar a Antonio unos meses después de la divulgación de ese primer tomo. Lo invitó a que se sentase frente a él en su estudio y a que leyese su último trabajo. —Papá —dejó Antonio escapar de una vez por todas su desacuerdo, mientras leía—. ¿Por qué nunca menciona usted el nombre del Ángel Blanco en sus poemas? ¿Por qué sólo habla del amor material del pasado, de sus mujeres, de sus hijas y de la belleza de las cosas irrelevantes o de las nimiedades y los logros que ya perdieron trascendencia en su vida? —Eso a usted no le importa —Don Carlos se sintió naturalmente contrariado, molesto—. Lo que usted piense no es relevante tampoco. Es mi trabajo. Son mis poemas. Lo único que quiero es que los lea y los transcriba como hizo con el otro libro. El músico miró hacia las ventanas que estaban al espaldar del sillón que ocupaba su padre, y más allá. Se sintió perdiendo el tiempo y la calma. No iba a ser jamás posible cambiar, así fuese en un solo rasgo, la imagen que su viejo se había trazado de todo, de absolutamente todo en este mundo. —Está bien —Respiró profundo—. Los voy a leer y a transcribir, si es que eso es lo que usted quiere. No es que no quiera hacerlo. Lo que me inquieta es saber que, con su manera de escribir, con esa imaginación que usted posee, se podría haber hablado de cosas más significativas, ¿no cree?
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—Eso a usted no le importa —Don Carlos abandonó la silla. Salió del estudio y dejó a Antonio hablando solo. El músico se llevó el borrador para su casa. Estaba tan pulcro ese manuscrito que tal vez llegó a creer erróneamente que lo que su padre le había entregado era una segunda versión de los poemas, es decir, que él conservaba el primer bosquejo del trabajo en su escritorio. Pasaron los días. Antonio archivó entre sus papeles, en el armario de su recámara, la segunda serie de poemas. No los leyó en seguida. No los volvió a ojear por un buen tiempo. Su padre tampoco pareció preocuparse por eso. No se hablaron por varios meses. Sin embargo, una mañana, en medio de los preparativos de trasteo que el músico estaba haciendo con Ana y con Michael, puesta la mira en un sencillo apartamento que iba a ser algún día para ellos, se dedicó a inspeccionar sus libros, sus cachivaches y sus papeles, y a clasificarlos en dos pilas: La primera, la de aquellas cosas que conservaría y llevaría. La segunda, la de aquellas que en ese momento consideraría no imprescindibles y que, por lo tanto, podían ser desechadas en bien de reducir la carga, el tiempo y la organización del trasteo y, de pronto también, el recuerdo de lo que debía quedar de una vez por todas atrás en su existencia. Se topó entonces con el cuadernillo de los últimos poemas de su padre. Se quedó estupefacto, mirándolo por un buen rato. Lo ojeó. Empezó a leer. Se disgustó de nuevo, sin remedio. Decidió —no sabrá nunca por qué razón exacta— que ese proyecto le era ajeno e improcedente, y que no era un buen legado para su futuro o para su familia. Lo desechó. Por supuesto que el error fue enorme; imperdonable. Jamás debió llegar a pensar que tenía el derecho de hacer semejante cosa. Fue una canallada. Debió haberse asegurado antes de que lo que estaba haciendo en ese instante no heriría jamás a su padre. Debió haber ido a visitarlo. Debió haberle preguntado si tenía otra copia. Debió telefonearle al menos. A los pocos días del trasteo, recibió la llamada de Don Carlos. — ¿Usted tiene mi segundo libro de poemas, cierto? —Su padre parecía no estar seguro de que así fuese. Antonio sintió el piso hundirse bajo sus pies. Recordó el manuscrito que había desechado unos días atrás. En ese instante aprendió con certeza absoluta que ésa había sido la única copia que Don Carlos siempre había tenido de ese manuscrito. También se atrevió a imaginar por un segundo, cual si quisiese pescar al azar alguna disculpa que minimizase su error, que él mismo, su padre, o alguien más se había deshecho de los verdaderos originales enmendados, los de la primera inspiración de esos poemas, si es que algún día esos originales existieron. — ¿De qué libro me está hablando? —No supo qué más decir. Realmente, fue un canalla. — ¡No se haga el imbécil! —Estalló Don Carlos—. ¡El libro que le di para que me lo revisara y lo transcribiera! ¡De eso estoy hablando! Antonio tragó de su propia respiración. Supo que él tenía toda la razón para tratarlo así, porque él sí le había entregado una copia de sus últimos poemas. Se encontró en un callejón sin salida. Si le decía que los
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había desechado, lo iba a herir profundamente. Su conciencia parecía estar queriéndole decir que no había actuado de mala fe, es decir, que no había excluido de su vida ese cuadernillo riéndose y diciendo para sus adentros: “Lo vas a hacer sufrir por no escucharte y por insultarte”. No. Lo que había él decidido hacer con el borrador del libro días atrás estaba lejos de ser una retaliación, una humillación o un agravio. Había sido, definitivamente, un error imperdonable pero jamás planeado; jamás maquinado. —Lo siento, papá —Se refugió en la malla desprotegida de la vergüenza—. No sé realmente dónde está ese libro. — ¡Cómo que no sabe! —La ira de Don Carlos retumbó en su oído— ¡Usted se lo robó! ¡Usted me quiere robar mis poemas! — ¡Por supuesto que no le quiero robar nada! —Antonio se sintió realmente idiota y, una vez más, absolutamente mezquino. Esa madrugada en la cual su padre murió allá, en el gerontológico donde también estaba Ligia, fue cuando Ana escuchó que alguien abría y cerraba los cajones del armario, aquellos en los cuales alguna vez el músico hubo archivado esos poemas. ¿Estuvo Don Carlos despidiéndose de él de esa manera? ¿Vino su espíritu inquieto, en el momento de abandonar el cuerpo moribundo, a buscar en el armario el manuscrito con sus poesías? ¿Fue él mismo, Antonio —su propio astral— quien estuvo rebujando entre los cajones para tratar de hallar lo que allí ya no estaba, en el instante en el cual todo su ser percibió que su padre estaba muriendo y que él algo le debía? Nunca se sabrá. Por la tarde el día siguiente, el músico fue con su hijo a la funeraria. Se acercó al féretro. Miró a su padre al rostro. Se estremeció entre la nostalgia, la culpa y el miedo. La cara de su viejo estaba insoportablemente adusta, violácea; sesgada. O era que él la veía así. Recordó, sin el más pequeño agrado, los bocetos de las caras de los cadáveres que a menudo acompañaban las historias de terror de Poe. Sintió pavor, pero logró esconderlo sólo para su alma. Cogió a su hijo de la mano. Se fue pronto para la casa. Por supuesto que esa noche no logró dormir. La Parálisis del Sueño quiso apoderarse de su mente a cada minuto, hundirlo en un abismo, ahogarlo, castigarlo quizás. Veía el rostro cadavérico de su padre en todo lado, en todos los rincones de su cuarto. Escuchaba su voz en su cerebro, mezclada con otras voces extrañas. Luchaba para no caer en la inconsciencia. Se negaba a perder para siempre la conexión de su ser con la realidad; con la razón. Catorce horas después, asistió al sepelio. La tumba de Don Carlos había quedado muy cerca de la de Jorge. Oró por ellos. Tal vez, lloró en silencio. Decidió aceptar la realidad y la culpabilidad. Decidió olvidar las diferencias que su padre y él habían tenido desde que se opuso a seguir todas sus reglas. Le pidió perdón, entre un nuevo par de lágrimas. Regresó a casa. Pronto, todo se normalizó. Colgó una hermosa foto de su viejo en la sala. Jamás volvió a sentir miedo ante su recuerdo. Su amor y
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su respeto por él volvieron a ser los que alguna vez sintió a sus cinco años, allá, en el poblado del trapiche.
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29 Su deseo de enfrentar al Querubín, de descender hasta el búnker, de volar hasta la torre del islote y arrebatarle todo lo que él le había quitado, se desvaneció por un corto tiempo. No obstante, ese deseo regresó hasta su mente con mucha más fuerza, con inalterable obstinación, cuando murió Ligia. Habían transcurrido sólo dos meses luego del deceso de su padre. Ella había empezado a colapsar. Había durado prácticamente inconsciente por dos semanas, luchando contra la muerte. Cuando su cerebro decidió renunciar, la trasladaron a una UCI — Unidad de Cuidados Intensivos. Allí logró Antonio verla un par de veces antes del final. La primera vez tan sólo se detuvo a observarla con ternura, de pie frente a la cama. Siempre le había inspirado ella esa melancólica ternura, tal vez porque siempre supo que nunca fue feliz. Parecía dormir profundamente. Estaba conectada de manera inquietante a tres aparatos: un ventilador mecánico, una bomba de infusión y un monitor de signos vitales. Sus ojos permanecían cerrados normalmente, pero su respiración era difícil y entrecortada. Tan sólo le fue dado estar al lado de ella por media hora. Cuando cumplió su tiempo, le dio un beso en la frente. Salió de la unidad, hundido en la tristeza. Unos días después, regresó. Se paró de nuevo al lado de la cama. Le acarició el cabello y la cara, como solía hacerlo cuando iba a visitarla al geriátrico. Ella se veía igual que la semana anterior, remota, aunque su rostro estaba tibio y algo encarnado. Seguía prácticamente inconsciente, como en una especie de coma. No obstante, Antonio tenía sus dudas. Por supuesto que no era esa situación la de un coma cerebral pero, a su manera de ver, el estado de Ligia guardaba ciertas similitudes con el de la desconexión irreversible entre tejido neuronal y estructura muscular. — ¿Ella escucha? —Decidió entonces preguntarle a la internista de turno que deambulaba por allí. —Por supuesto —La joven le sonrió amablemente—. Háblele suavemente al oído. Ella lo escucha. Esa sugerencia fue para él casi que el reflejo de un inmenso y muy íntimo anhelo. Siendo así, cuando la enfermera se hubo alejado se acercó al costado derecho de la cabecera de la cama. Ligia continuaba respirando con algo de dificultad. —No sufras más —le susurró, sabiendo que no habría otra ocasión para expresarle cuanto la amaba—. Has cumplido un papel difícil y verraco a lo largo de tu vida. Has sido una madre excelente, una hija amorosa, una hermana excepcional. No temas ahora. No tienes por qué temer. Pronto verás una luz cálida y hermosa frente a ti y no volverás a sentir frío, incertidumbre o soledad. Tampoco volverás a sentir oscuridad, tristeza o dolor. Te vas a sentir muy feliz, estoy seguro. Es Él, el Ángel
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Blanco, quien te está esperando allá. No sufras más, por favor. Descansa ya. Se enderezó un poco. La miró de nuevo al rostro apacible. Entonces, notó que una pequeña lágrima resbalaba por el vértice de sus ojos. Esa noche se sentó ante el pequeño teclado que tenía en su apartamento. Se colocó los audífonos para no entorpecer el sueño de nadie. Empezó a obligarle a su cerebro a recordar la melodía central de Atresia, el solo que alguna vez le escuchó interpretar al Pianista de Alas Blancas, allá, en el castillo de su sueño. Tenía papel de partitura sobre la mesa. Fue escribiendo lenta, pero fielmente, cada nota del motivo principal de aquel estudio incomparable. Luego, lo practicó durante horas. Al borde de la madrugada, incierto y agotado, apagó el teclado. Dejó la partitura a un lado; y los audífonos. Se puso de pie. Se recostó sobre el sofá. Antes de que hubiesen transcurrido diez minutos, empezó a sentir esos sonidos en su oído; esos ruidos y chasquidos adimensionales. Empezó a percibir también la presencia de unos pocos seres intangibles a su lado. Respiró profundo un par de veces. Cayó en seguida en el túnel de la Parálisis del Sueño. No sintió temor alguno. Se dejó llevar hacia el espacio circundante. Salió libre su espíritu. Presintió el sinfín del universo. Enfiló en seguida hacia la entrada del volcán. Cuando la tuvo frente a su etéreo, se zambulló en la oscuridad. Descendió raudo y veloz en dirección de la playa de Danna, sin detenerse en el búnker para nada. No había tiempo que perder. En un parpadeo tuvo el islote frente a él. Descendió una vez más sobre la arena. Dio algunos pasos y empezó a ascender de nuevo a lo largo del puente, en el navío de dos piernas de su conciencia nómada. Le seguía siendo imposible volar en ese tramo, y él seguía sin saber por qué. Al hacer contacto con la torre, atravesó inmediatamente el muro de ladrillo y argamasa. Ingresó al salón de las antorchas. Allí estaba Danna, sola, pero esta vez sentada frente a un piano. Estaba interpretando una dulce melodía en el auditorio circular de su encierro. El Querubín la había avasallado a la cadena, y la cadena estaba engrillada a los soportes del teclado de cola. Se saludaron con mucho amor. Él la abrazó. Ella sonrió. Lo estrechó con fuerza. —Hoy sí te voy a llevar lejos de aquí —Antonio se sintió optimista— El piano nos va a ayudar a conseguir ese objetivo. —Sólo hasta ayer pude lograr que me lo trajera —Retomó Danna la suave melodía que había venido tocando, aunque sólo con su mano derecha—. Pero, ahora sí, cuéntame qué es lo que tienes planeado hacer, señor loco y soñador. —Ven —Él le dio un beso en la frente—. Córrete un poco. Debo sentarme a tu lado. Se acomodó junto a ella. —Escucha esto —Abanicó sus dedos en el aire, quizás con el ánimo de imprimirles energía—. Pon atención a lo que voy a mostrarte. Quiero que, después de que lo hayas escuchado, lo interpretes como sólo
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tú puedes hacerlo. Quiero que lo magnifiques, que le añadas la armonía que sólo tu mente puede crear, y quiero que me regales luego la mejor variación que puedas hacer del tema. ¿De acuerdo? Ella asintió con la cabeza. Se dispuso a escuchar. Antonio tocó entonces muy serenamente la melodía desnuda, simple, del hermoso solo del Pianista de Alas Blancas. Ella observaba sus manos, muy atenta. Cuando él se disponía a repetir todo el motivo, Danna levantó su mano derecha. —Ya lo tengo, déjame intentarlo ahora —La hermosa mujer abrió sus brazos para relajarse. Antonio se puso de pie. La dejó sola sobre el asiento frente al piano. Se situó cerca del muro del salón para apreciar la interpretación sin ejercer presión alguna. Entonces, el solo del Pianista de Alas Blancas empezó a inundar el aire frente al músico, pero en toda su estructura polifónica. Era realmente imponente; magnífico. Se escuchaba maravilloso en las manos de Danna. Era como si el Zahorí de la cabaña se lo hubiese alguna vez enseñado sin esconderle ni la más breve nota de su perfecta armonía. De pronto, Antonio se sintió intranquilo. Se acercó nuevamente al piano. Le pidió que se detuviese. — ¿Qué sucede? —Ella lo miró, inquieta—. ¿No lo estoy haciendo bien? —Está perfecto, pero tal vez no tenemos ahora tiempo para degustarlo. Escúchame. Cuando el Querubín esté aquí, cuando veas que me va a atacar, vuelve a tocar y no te detengas por nada. No pienses en el miedo. Ponle toda tu fuerza a la versión que acabas de hacer. Hazla igual, o mejor. Haz vibrar estos muros sin el más pequeño respeto. ¿Está bien? —Está bien— Sonrió ella una vez más. En ese preciso instante, el demonio se manifestó frente a la pareja. No obstante, no lo hizo bajo su patrimonial figura, la que Antonio ya creía conocer bien. Tampoco lo hizo bajo otra estampa corporal o etérea visible. En verdad, no se materializó ante los ojos de ellos. Lo que hizo fue… cambiar su faceta; variar su estrategia. Primero, se escuchó el despertar de un chisporroteo, allí, sobre la superficie interior de un fragmento del muro que estaba frente a los músicos, algo lejos de la tarima. Danna y Antonio voltearon a mirar hacia allá. Lo que vieron era sorprendente: Una lengua de fuego del tamaño de la mano de un niño, una sola, se acababa de desprender de una de las antorchas y empezó a escribir un mensaje sobre la piedra a la altura de las cabezas de la pareja. Avanzaba rápidamente, cual si persiguiese los caracteres que ella misma iba plasmando. Luego, cada palabra que quedaba tallada sobre la superficie rojiza se iba apagando lentamente, dejando impresa una huella oscura, pero absolutamente legible, bajo el relieve de cada uno de los trazos. Cuando Antonio entendió que el mensaje había sido pirograbado en su totalidad, se acercó al muro. Leyó en voz alta:
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“Problema resuelto. Nos vemos en el concierto. La hermosa Danna va a tocar”.
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30 — ¿De qué está hablando ese desheredado? —Antonio volteó a mirar a su pianista con un interrogante en las pupilas, logrando a medias evitar sentirse atrapado una vez más en el foco de la marisma de esos ojos dorados. —Hay un concierto que se realiza siempre en el sexto día del sexto mes del calendario negro. Ese día, con las llaves que lleva en su pecho el Querubín abre los vórtices de las dimensiones cósmicas sobre las cuales él tiene dominio. — ¿Y tú qué tienes que ver con todo eso? —Estoy invitada a tocar en ese concierto. — ¿Tú vas a tocar en ese concierto? —Sí —Danna giró su astral hacia el teclado—. Él tiene programado un duelo de guitarras para la primera sesión de la noche. Luego, un duelo de guitarra y piano para el duelo final. Por casi medio minuto, Antonio se quedó callado, sorprendido; estupefacto. Luego, sonrió. —Magnífico— Caminó hacia el piano. Se estacionó muy cerca de ella—. Eso viene a pedir de boca para lo que he planeado hacer. Supongo que tú harás parte de ese duelo final. —Sí. Ya te lo dije. Estoy invitada a tocar en ese concierto. —Perfecto. ¿Y quiénes se enfrentarán en el duelo de guitarras? —Tú y él —La apacible voz de la pianista vibró vertical e inamovible entre las aristas de su mente—. Si pierdes, estaremos en problemas. Luego se llevará a cabo la segunda parte. Y si al final de ella yo pierdo también, él se apoderará de nuestras almas. Se zarandeó cada veta del etéreo del músico. No obstante, reaccionó una vez más. — ¿Y si ganamos? —No será fácil que ganemos —Los dedos de Danna se deslizaron sobre las teclas de cápsula de marfil sin hacer presión alguna—. Para empezar, él es tan rápido e impredecible en la guitarra como sólo él puede serlo. Además, él tendrá todo el auditorio a su favor. Ahora bien, si ganamos podremos liberar a nuestra gente y podremos salir hacia una dimensión superior. Huiremos de su presencia para siempre. Estas palabras llenaron de ilusión a Antonio. Se sentó una vez más al lado de ella. Le tomó las manos entre las suyas. —Cuando hablas de una dimensión superior, ¿te refieres a la dimensión del Ángel Blanco? —Sí. De esa dimensión es de la cual te estoy hablando. Él miró hacia el muro. El fuego de las últimas letras del correo del Querubín se iba consumiendo poco a poco.
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— ¿Cuándo es el concierto? —Creyó estar experimentando en ese instante un déjà-vu lleno de llamas y de rizos de oro. —Mañana, a la caída del sol terrestre, a la sexta hora del reloj de arena del planeta. Cuando el Querubín abra los vórtices de las dimensiones, decenas de músicos que fueron famosos en vida emergerán hacia la luz del ocaso desde un portal cósmico situado en el Lago del Atitlán, en Guatemala. Ése será el sitio de la primera parte del duelo. Ese lago, El Atitlán, es imponente pero misterioso. Cuando te dirijas hacia allá mañana, cuando lo divises desde lo alto de tu vuelo, tendrás ante tus ojos la panorámica que de él captó alguna vez el trasbordador espacial. Notarás entonces que la silueta del estuario tiene la forma de un águila que parece estar flotando sobre el agua con sus alas totalmente abiertas y su cabeza mirando hacia los tres volcanes que lo resguardan. — ¿Tres volcanes? —Sí. El emplazamiento espacial de esos volcanes es ligeramente similar a la alineación que tienen las Pirámides de Gizeh. —Suena fantástico todo eso —Antonio dejó francos los abismos de su imaginación—. ¿Pero, qué podrá el Querubín tocar con una guitarra en ese sitio que impresione a semejante auditorio? ¿Y, lo que es más inquietante aún, qué podré yo tocar que por lo menos ponga a esos músicos geniales a bostezar? —Creo haberle oído decir que va a hacer una versión inédita de un tema de un guitarrista de color que saltó a la fama en el festival de Woodstock —Con su pie derecho, Danna acarició el pedal del piano—. Quizás tengas que echar mano de tu mejor guitarra y construir un solo que logre inquietar de verdad a ese auditorio. —Lo veo difícil —Recostó él su mejilla sobre esos rizos de plata, sin poder ocultar su escepticismo—. Tú sabes bien que no soy un gran guitarrista. Sólo soy un músico más, uno que hace figuras muy narrativas quizás con la guitarra, pero nada más. No soy rápido. No impacto. La agilidad que se basa en la velocidad no fue jamás mi mejor rasgo. Ella sonrió dulcemente. Levantó sus manos, que habían permanecido todo ese tiempo abrigando las de Antonio. Giró las muñecas. Observó la yema de cada uno de los dedos del músico. —Debes tener fe en ti mismo. Debes olvidar el hecho de que nunca fuiste un genio de la música. Tienes que dejar de pensar que él es invencible. Tal vez tenía razón. Antonio le agradeció con la mirada. La besó en el borde de los labios. Se puso de pie. —Regálame una vez más el solo del Pianista de Alas Blancas, por favor —Algo le decía que el Querubín ya no les interrumpiría ese mágico momento. Ella asintió. Empezó a tocar. Sus dedos se deslizaron libres sobre el teclado, transparentes, como tal vez el agua del riachuelo de cristal se deslizó sobre el valle del Edén un buen día y, a medida que el estudio avanzaba, el alma del joven se llenó de paz, de ilusión, de enorme certidumbre.
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— ¡Tal vez yo pierda el duelo —expresó con fuerza cuando ella hubo terminado—, pero tú lo harás pedazos! — ¿Estás reclinando tu fe en mí? —Impregnó Danna el aire con el tenue aroma de su astral. —Posiblemente. Pero también estoy atrapando esa certeza desde lo que mis oídos acaban de escuchar. Ese solo, en tus manos, no es un solo cualquiera. Es majestuoso. Además, ese solo es la creación musical del más impredecible forjador de la armonía de las constelaciones, y esas constelaciones trazan música que aún no hemos logrado escuchar en nuestra dimensión. Ese solo tiene la partitura para piano escrita por el único ser perfecto que haya conocido el universo. —Ojalá podamos vencer al Querubín —Danna siempre fue mucho más pragmática que él—. Ojalá podamos liberar a los que amas, a tus amigos, a tu hijo, a toda tu familia. Así no me agrade mucho el lugar en donde tengo que tocar si es que tú pierdes y se alarga el duelo, te prometo que haré lo que esté a mi alcance para derrotarlo. — ¿Y dónde se supone que tienes que tocar? —En el valle rojo de la muralla, allá, a la entrada del averno. Toda la élite del ejército del Querubín estará allí presente, aullando. Y cuando el duelo acabe, todo el mundo regresará a su sitio. Se cerrarán entonces los vórtices de las dimensiones. Tendremos que darnos prisa en ese intervalo, si es que queremos pintarle la cara a ese payaso.
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31 Unos minutos antes del atardecer del día siguiente, Antonio se transportó hasta el Atitlán. Llevaba en su pensamiento una canción muy melódica, una cuyo motivo central se prestaba enormemente para la variación y la improvisación. La había escrito unos meses después de la muerte de Mercedes. En el transcurrir de unos segundos, llegó hasta su destino. Tal y como Danna lo había señalado, los tres cráteres dormían muy cerca uno del otro. También, de acuerdo a las palabras de la pianista, el trazo de la periferia del lago dibujaba una enorme águila con sus alas abiertas y su cabeza mirando hacia la cadena volcánica desde un punto no muy alejado de la orilla. El músico descendió por la margen opuesta, exactamente frente a los tetraedros. El lago relampagueaba entre ellos y él. Desde allí, el cuadro que tenía ante sus ojos era casi celestial a esa hora del atardecer. Lo observó todo con un casi místico ensimismamiento. Los pináculos erguían majestuosos el vértice de sus biseles hacia el cielo cual pirámides de una Gizeh perdida entre el intenso verde del espectro de un prodigio de la naturaleza misma. El perfil de su geometría contrastaba perfectamente con las caprichosas formas que trazaban las siluetas de plata de las nubes que reptaban casi estáticas entre la base de la falda montañosa y la superficie del delta. El sol descendía como Titán de oro al lado izquierdo de la perspectiva. La luna ascendía cual Ganimedes bruñido a la derecha. Y a prudente distancia de la orilla del estuario, sobre la playa que se extendía hacia el volcán que más alejado estaba de la cabeza del águila, se encontraba ya dispuesta la tarima para el concierto. Se intranquilizó su alma. Entonces, antes de que pudiese obturar la lente de la cámara fotográfica de su memoria, hacia la planicie vio dirigirse en informal secuencia, uno tras otro —o dialogando en parejas— los gnomos de los pianistas clásicos que habían sido invitados al evento. Iban emergiendo sin ninguna prisa desde un vórtice dimensional que El Querubín había franqueado hacia el centro del lago. Estaban vestidos de etiqueta negra, a la usanza de los músicos de cámara del siglo diecinueve. Y cinco minutos después, empezó el concierto. Era la sexta hora del sexto día del sexto mes del calendario negro. El ángel de la oscuridad, ostentando piel morena, cabello largo en rizos sombríos y gafas nebulosas, se paró en medio de la tarima. Entre sus manos encajaba una guitarra de fuego. Vestía al igual que los músicos del festival de Woodstock del 69. Sus alas se proyectaban hacia el firmamento. Dibujaban una V soberbia, crepuscular, sobre el papel de seda del viento y el pergamino de sulfuro que el lago respiraba. Sin decir palabra, hizo estallar en el aire una sola nota, aguda, metálica, como
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puñal atómico proyectado al infinito. La sostuvo, la alargó por varios segundos. Luego la abrió en un solo de velocidad impresionante que no duró más de dos minutos, pero que arrancó aplausos por parte del auditorio. Antonio entendió que ése era solamente el preludio del espectáculo que se avecinaba. Siendo así, no se movió de su posición a este lado del lago. Algo le decía que todavía no era su turno pero que el Querubín ya sabía dónde estaba él. Entonces, con voz cavernosa, grave, vibrante, empezó el demonio a invitar al escenario, con nombres propios —uno tras otro—, a los pianistas allí presentes. Antonio vio con asombro desfilar ante sus ojos a los compositores favoritos de su niñez: Debussy, Beethoven, Mozart, Grieg, Chopin, Massenet y Tchaikovski, entre otros. Durante dos horas se transmutaron irreverentemente las coordenadas del espacio-tiempo frente a él, mientras cada uno de ellos interpretaba el que quizás pudo llegar a ser más de cien años atrás su mejor solo para piano. Fue impresionante verlos compartir un mismo escenario. Fue absolutamente inédito, fue un obsequio sin precedentes para la imaginación, un recital gratuito e irrepetible, una odisea musical encadenada a los prófugos enlaces de la máquina virtual del tiempo. Se desvanecieron los minutos. Al final de tan genial demostración, el Querubín regresó a la tarima. Sin decir palabra, miró a Antonio desde esa distancia. El joven comprendió que había llegado su turno. Atravesó el lago en un segundo. Descendió sobre el extremo derecho del tablado. El Ángel Negro lo seguía mirando con burla desde el costado opuesto. Antonio decidió ignorarlo. Notó entonces que había tres guitarras a su disposición: una Gibson Les Paul de color blanco, una Soul Power dorada y una Stratocaster carmesí. Escogió la Les Paul. Se la terció sobre el hombro derecho. La sintió liviana, volátil. Hizo a continuación una corta figura para calibrar el sonido. La afinación y la intensidad del instrumento eran perfectas. Seleccionó entonces un pedal que mezclase reverberación y distorsión de una forma sutil pero sostenida. Luego, miró al auditorio y empezó sin más demora su solo, con nostalgia, con ira, con tristeza y con sus ojos húmedos. Cerró los párpados. Se zambulló a su manera en el río de un tema suave y lleno de matiz y de figura, mas no de velocidad. Era una canción embriagada del lenguaje musical de esa cadencia de suave rock que él había aprendido a desgajar muchos años atrás en Canadá, la cual facilitaba la improvisación que se podía efectuar sobre una base tonal fundamental. Nada del otro mundo, y duró cinco minutos; nada más. Al cabo de ellos, miró hacia el lago. La élite genial de la música inmortal guardaba silencio. No obtuvo ni el más pequeño aplauso. El Querubín sonrió con desprecio, y luego encaró a ese mismo auditorio. Empezó primero a mover los dedos de su mano izquierda velozmente en el aire, sin llegar a rozar siquiera las cuerdas de fuego de su guitarra, cual si le estuviese anunciando al diapasón que en un instante lo abrazaría entre la zarpa totalmente. Tres segundos después, esa mano descendió hasta el mástil, y la derecha ascendió a la altura de las cuerdas. El diabólico
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cerebro del ángel de la oscuridad se enfrascó entonces en un solo de vertiginosa locura que, de haber sido interpretado en un Madison Square Garden de cien veces su capacidad normal, habría hecho enmudecer, alucinar y alcanzar el paroxismo a todos los hippies, rockeros y drogos de las cuatro últimas décadas del siglo veinte y de las dos primeras del veintiuno. Se evadieron hacia la nada más de diez minutos. Al cabo de ellos, el demonio aulló de dicha en el umbral del apogeo de su ejecución. Entonces, el fuego de su guitarra se liberó de la prisión de las cuerdas, voló sobre el aire y se extendió por toda la superficie del lago como escarcha maléfica de incendio. El auditorio estalló en un aplauso interminable. La primera justa del duelo musical se acababa de cerrar con broche de pavesa. No tuvo Antonio que hacer un gran esfuerzo para saber que su canción había perdido el duelo.
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32 El amo de la oscuridad y de la guitarra de fuego dispuso de un zeppelín de helio para transportar a los músicos invitados hasta la muralla del búnker. Se acercaba la segunda parte del enfrentamiento. El dirigible, con su excelso grupo de pasajeros a bordo, se sumergió en la mitad del lago y atravesó el vórtice de las dimensiones. El piano que había sido utilizado para abrir el concierto antes del duelo de guitarras, que no era otro que aquél que Danna había tenido durante varios días en la torre, también hizo parte del convoy. Antonio siguió la comitiva, atravesando el cráter del volcán que pernoctaba en el fondo del estero. Llegó hasta el mamotreto. La mole de piedra se elevaba una vez más entre la penumbra de las luces mortecinas, buscando el vértice espacial del valle del infierno. Por encima de la figura, sobrevolando los muros gigantescos, los lugartenientes del Ángel Negro habían estado esperando por horas el cortejo en estridente algarabía. La visión no tenía nada de celestial. Nunca la tuvo. Los cuerpos reptantes de los demonios, sus alas espectrales, sus risas estentóreas, paralizaron el alma de Antonio una vez más. Odió de inmediato sus ojos de ascuas, sus desdentadas bocas y su piel de babaza. Oró, y optó por desviar la mirada. En la fuga de otro instante, el zeppelín de helio se posó serenamente sobre la grava carmesí del rellano del vestíbulo del averno. De él descendieron uno a uno los inolvidables de la historia de la música. Se fueron sentando sobre un palco de piedra de seis escalones que yacía frente a la fortificación. A continuación, el piano de Danna fue colocado en el centro mismo del arco de la enorme torre sobre una tarima de oro macizo que flotaba libre —sin base alguna— a sesenta centímetros del suelo. Un par de minutos más tarde, el Querubín hizo su aparición. Traía consigo a la teclista astral de Antonio. Al verlo, los chillidos vehementes de los diabólicos reptiles alados se multiplicaron hasta ensordecer al joven. Él luchó por olvidarse de ellos de una vez por todas. Miró a Danna a los ojos. Se había situado muy cerca del piano. Ella también lo miró. Se saludaron en silencio, con un movimiento de hilos intangibles que los demás jamás percibieron. Y empezó el segundo duelo. Esta vez, el introito que el Querubín ejecutó por trescientos sesenta segundos en su guitarra de fuego, fue absolutamente diferente de aquél que abrió el concierto, allá, en el lago del Atitlán. Desde la primera nota, el instrumento adquirió el timbre de un simulador sobrenatural y el rango de frecuencia de un sintetizador infrasónico. La inusual vibración retumbó a todo lo largo del universo de la oscuridad. Antonio tuvo que refrenar sus sentidos para no caer en la locura y, hacia la mitad de la ejecución, supo que las agujas del reloj de
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la muralla se estaban congelando; también la respiración de los genios del auditorio. Y es que, a pesar de la variación fundamental de la eufonía de su aparejo ígneo, la velocidad que el ángel negro le estaba imprimiendo a la figura melódica que estaba creando en ese instante iba creciendo como una tromba, en medio de un vértigo envolvente que superó de lejos el de la guitarra que había ofrecido en el duelo que sostuvo contra él, allá, frente a los volcanes. Dedujo que Danna le había dicho lo que en realidad ella ya había captado: El Querubín era inigualablemente ágil con su diabólica vihuela. Tanto así, que sólo la voz distorsionada y ondulante de sus cuerdas se hizo escuchar por más de un tiempo. Todo lo demás quedó en silencio a lo largo del desierto de la llanura del infierno. Le asaltó el fantasma de la duda. Deseó no estar allí. Sin embargo, el final del tema llegó, aunque no habría podido ser menos siniestro. Entre el eco reverberante y presuntuoso de la última nota, las almas de los muertos geniales se pusieron de pie para retomar el aire y lanzar, al unísono, un murmullo de exaltación. Por su parte, los feudatarios de la tarasca del búnker estallaron como locos en desigual algazara. Algunos de ellos, los más enajenados, se lanzaron desde el techo de la muralla. Otros empezaron a revolotear como murciélagos sin radar alrededor de la ciclópea caverna, esparciendo a lado y lado sus graznidos de irritante ultra frecuencia. Entonces, el Querubín enfocó a Antonio. Rió estruendosamente con vulgar desprecio. Su carcajada diagramó sobre la atmósfera virulenta del valle de la muralla la propagación de su odio eterno. Luego, sin permitirle a nadie elaborar el más fugaz suspiro, anunció a Danna. El joven respiró profundo. Había llegado su momento. Limpió la lente de sus ojos con el pensamiento. Enfocó al demonio hasta en el más pequeño detalle de su apariencia metalera. Aferradas a una gruesa cadena de oro, Las Llaves de los Vórtices de la Muerte colgaban ostentosamente sobre su pecho. Las manos de Antonio apretaron el aire hirviente del socavón entre los dedos. Danna se sentó al teclado, pensando en El Pianista de Alas Blancas. Lo llamó, desde lo más profundo de su alma. Una elipsis con mensajes de sepulcro flotó durante unos segundos por varios kilómetros a la redonda, más allá del pináculo de la muralla. Ella levantó el rostro. Los miró a todos. A los famosos de la platea, a los sirvientes asquerosos que colgaban en el muro o que reptaban por el suelo, al Querubín, y a Antonio. Sus dedos entonces iniciaron con dulzura el más mágico momento de la vida. Y si la magia no era suficiente concepto para calificar ese momento, entonces la fe sí que lo fue. El solo del Pianista de Alas Blancas irrumpió firmemente en el total de esa dimensión tenebrosa del cosmos. Fue como si el láser supremo de la estrella de la mañana hubiese penetrado el cuerpo pesado del éter pegajoso del infierno para desmembrar el olor del azufre y arrollar el espíritu de la maldad del Querubín y sus demonios. Antonio sintió, con el paso de los cuarenta y ocho primeros compases del concierto, una fuerza inmaterial volcarse
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entre su ser, alimentarlo; galvanizarlo. Supo que no estaba solo, supo que El Ángel Blanco iba a cumplir su promesa, aquélla que le había hecho en la cabaña del trapiche: “No estarás solo. De vez en cuando apareceré en tu realidad o entre tus sueños. Poco a poco irás adquiriendo conciencia de mí para que me recuerdes completamente en el instante de librar tu batalla contra el Querubín y para que puedas luego regresar acá, con Las Llaves de los Vórtices de la Muerte entre tus manos”. Súbitamente, una luz sobrenatural envolvió a Danna y al piano. El ángel negro y sus reptiles cayeron a tierra. Él, sobre su tarima de oro, ellos, sobre la roja planicie de la muralla. Empezaron a lanzar alaridos y maldiciones incomprensibles entre la desesperación y la locura bajo las cuales se estaban estrangulando sus asquerosos espíritus. Parecía como si estuviesen sintiendo en ese instante un dolor inmanejable, allí, en lo más profundo de sus infames etéreos. Antonio los vio serpentear sobre su propio y repugnante espumarajo. Era cual si le hubiese sido dado asistir a un exorcismo en masa. Comprendió de inmediato que la música del solo de piano que estaba ejecutando Danna, al ser envuelta en esa luz celestial, se había convertido en la voz lacerante e inmisericorde del látigo perfecto del Ángel Blanco, se había transmutado en un Arca de Alianza imperturbable. Entendió que, ante el dictamen inmaterial de esa voz, el ejército del infierno había perdido todo su poder. Estaban en sus manos.
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33 Se abalanzó de inmediato sobre el Querubín. Sus demonios no le interesaban en lo más mínimo. Sólo él. Pero cuando hizo contacto con ese cuerpo de bestia infernal, sintió arder su propio ser. La boca fétida del demonio, ese abismo maldito y asfixiante, quiso devorarlo entre su fuego en tanto esas zarpas monstruosas garfeaban su alma. Un dolor sin límites se apoderó de Antonio. Miró hacia aquella Luz. Gritó con todas sus fuerzas el nombre ancestral del Pianista de Alas Blancas, el que enseñaba el Libro Sagrado. Luchó, para enfocarse totalmente en la fe que había adquirido durante todos esos años. Reflexionó en una milésima de segundo en torno a la necesidad inaplazable de liberar a los suyos y a muchos otros. Se concentró en los sonidos del solo de Danna. Repitió, frente a la cara monstruosa del Querubín, pero con mucha más intensidad, el nombre hebreo del Zahorí. Luego, de un solo y magistral empellón, se hizo a las llaves de las dimensiones. El demonio lanzó un aullido de física tortura, de ira irremediable, que debió estremecer todo el planeta. Mientras tanto, ajena a todo, sin enterarse siquiera del horror de la escena que la rodeaba, y sin percibir la vibración de los alaridos que explotaban contra el piano —llena quizás de esa Luz y de ese amor real que luchaba por la libertad de su alma—, Danna ya había alcanzado ese instante del solo en el cual la figura melódica se abría en formatos adimensionales; se multiplicaba. La música parecía estar fusionándose con el tiempo, con el viento sideral y con la voz universal de La Creación. Era como si no sólo uno sino tres teclados estuviesen sobrepuestos allí, bajo sus dedos, alineando las galaxias a partir de la asociación de decenas de frases polifónicas que entrelazaban perfectamente sobre el aire sus vínculos armónicos inexpugnables. Era posible ver más allá del sonido. Era posible vislumbrar el ancho mar de la ilusión en movimiento. Era posible observar la primera tormenta apaciguarse y el desierto renacer. Era posible ver el púlsar del Big Bang detonar en el silencio del vacío de la eternidad y expandirse hacia el infinito. El Querubín no pudo soportarlo ni por un segundo más. Perdió el sentido sobre la tarima. Sus ángeles habían huido segundos antes para esconderse entre los laberintos de la cueva del búnker. — ¡Danna! —Antonio se puso de pie, esgrimiendo la fuerza del espíritu del cíclope—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir cuanto antes de aquí a través del cráter del volcán! ¡Tenemos que llegar hasta la torre! — ¡No es necesario que atravieses el volcán! —Sin suspender el solo, ella volteó a mirarlo—. ¡Aquí no más, a mis espaldas, debe haber un vórtice que puedes abrir con las llaves que le acabas de arrebatar al
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Querubín, si es que no está aún abierto! ¡Ve a través de él! ¡Ve por todos! ¡Llévalos con El Barquero del Lago! ¡Corre! ¡Allá nos vemos! — ¡No! ¡No me iré sin ti! — ¡Vete ya, por favor! —Enarboló ella su más firme y absoluta convicción—. ¡Si dejo de tocar ahora y voy contigo, él se recuperará, nos alcanzará y habremos perdido todo! El joven comprendió que su pianista tenía razón. Se dirigió de inmediato hasta el corazón de la muralla. Al llegar a ese punto notó que, equidistante de cada una de las dos columnas centrales del mamotreto y flotando en el vacío, a la altura de su etéreo, había una mampara sobrenatural, un vórtice inter-dimensional, algo así como una losa de mármol gris de fondo fluctuante, materialmente inexistente, absorbente, como jamás antes él había visto. Y parecía estar abierta. Sin pensarlo dos veces, se lanzó por allí hacia el túnel cósmico. En dos segundos logró llegar hasta el islote. Se detuvo frente a los muros de la torre. Miró a todo lado. Sonrió. Se percató de que acababa de sobrevolar ese trozo de mar. Dedujo que, muy probablemente, las llaves que llevaba consigo le habían dado poder para planear sobre ese lugar y remontar esa distancia. Sin embargo, no avistó mampara alguna sobre la base de la babel. Se elevó entonces hasta la cúspide, hasta el punto mismo donde terminaba el caracol de escalinatas que circundaba la pared. Volvió a sonreír. Allí había también una losa gris, fluctuante. Era la entrada que estaba buscando. No obstante, parecía estar sellada. Su mano saltó de prisa hacia el manojo de llaves que le acababa de arrebatar al Querubín. Lo extrajo por encima de su cabeza. Introdujo al azar una de las llaves en el triángulo de la aldaba. El vórtice se abrió inmediatamente. Se desvaneció la sombra gris de la fluctuación. Un haz de luz difusa salió del interior de la torre y escapó hacia la playa. Antonio escuchó voces. Sí. Como si hubiesen estado esperándolo, las almas de sus seres amados, las de sus amigos y las de algunos conocidos cuyas facciones su memoria aún conservaba en algún resquicio del pasado, se agolparon allí no más, a pocos pasos de la puerta. Aprendió que no tendría necesidad de bajar a buscar a su gente hasta las mazmorras de la fortaleza. Se fundieron entre lágrimas, pero sólo por un segundo del reloj de arena de la eternidad. — ¡Vamos! —Dijo Antonio, y supo que los estaba amando mucho más que nunca antes—. ¡Tenemos que darnos prisa! ¡El Barquero nos está aguardando al otro lado del islote! Abandonaron rápidamente la torre. Volaron hacia la orilla opuesta de la isla. Allí estaba la barca. De pie sobre ella, muy cerca de la proa, los esperaba un ángel albo, radiante, sereno —el Barquero Celestial—, uno de los veteranos serafines de las huestes del Zahorí. Antonio acechó a todo lado. No divisó al Querubín ni a sus demonios por los alrededores. Entonces se tranquilizó. Volteó a mirar a todos. Notó que ellos lo estaban también mirando, que le estaban sonriendo, llenos de una dicha inexpugnable. Se acercó a John Paul. Su
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hermano renacuajo se les acercó también. Se abrazaron. Estrecharon sus manos. Dialogaron durante un mágico momento. —Me alegra saber que aprendiste algo valioso entre tus sueños — fueron las primeras palabras de Jorge. —Sí —Antonio refrenó una lágrima—. Gracias por cumplir con la promesa que alguna vez hicimos. — ¿Y a mí no me agradeces? —Terció John Paul. —Jamás repitas eso, hijo —Se dieron un abrazo inmortal—. Me has hecho sufrir a morir. No me fue fácil entender que sólo entre el dolor de tu partida lograría moldear mi camino. No aprenderé a aceptar este vacío hasta ese día en el cual estemos juntos para siempre. Me dejaste un piélago inmanejable. No debiste irte de esa manera. No, no tan pronto. —No fue mi decisión. —John Paul apretó a su padre con más fuerza—. Yo no hubiera querido perder así la vida, pero tenía que suceder. Sin embargo, no desfallezcas hasta que nos veamos de nuevo. No olvides la promesa que está escrita allí, en el Libro de Dios. Vamos a estar muy pronto juntos. No solamente tú y yo, sino todos. Vamos a compartir tareas inimaginables. Vamos a existir allí, junto al Creador. Será realmente hermoso, sabio, absolutamente comprensible, y todos olvidaremos el dolor del pasado. El músico asintió con resignación. Se preparó para despedirse. Mercedes se les acercó. — ¡Estaremos esperándote, hijo! —Lo abrazó de prisa, cuando vio que los demás ya estaban subiendo a la cubierta del navío—. ¡Cuídate mucho! ¡Cuida a mis nietos! Antonio la observó remontar la quilla, aferrada de la mano del Barquero. Retrocedió un par de pasos. Los encerré a todos —a su padre, a Príncipe, a Sebastián, al tío Luís, a Jaime, a Flor Marina, a la tía Esneda, a los abuelos, a todos— en una última visión. Los ojos de Ligia se cruzaron con los de él. El afecto que siempre en vida fluyó de forma natural entre ellos dos, marcó en ese instante sobre la popa de la barca una prolongación de fraternidad que habría de extenderse mucho más allá de la nostalgia incierta del mundo material. Él levantó su mano derecha. Aprisionó una a una a todas esas almas en una sola diapositiva. Se dijeron “Hasta luego”, húmedos los ojos. Observó cómo se impulsaba lenta la nave con su invaluable carga hacia el estero de aguas transparentes. Desde lo alto del firmamento, las lunas gemelas diagramaron sobre las olas el sendero que los viajeros tenían que recorrer para alcanzar su destino diáfano y celestial, ese destino que empezaba allá, a lo lejos, en un punto del universo en el cual una Luz Suprema, imponderable, abriría para ellos el bastidor de una nueva dimensión de eterna paz. El músico siempre supo que así sería. Se fortalecieron las fibras de su alma. Suspiró profundo. Rápidamente entonces, giró sobre su cuerpo para iniciar el vuelo hacia la muralla del búnker del averno y rescatar a Danna. Aún tenía consigo las llaves de los vórtices anudadas a su cuello. Pero entonces lo vio, en la distancia.
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Un solo de piano
Álvaro Hernando Burbano
Estaba sentado sobre un tronco de árbol muy parecido a aquél sobre el que algún día él encontró a Danna, entre los médanos de arena de la playa del cocotero. Era el Zahorí de la cabaña. Sus ojos miraban hacia el borde de la isla. — ¡Ven! —La voz del anciano vibró firme, pero benévola. Antonio caminó hacia él. Cuando lo tuvo cerca, se sentó sobre la sílice de plata. Los luceros empezaron a bañarlos con su resplandor entre el crisol esférico de millones de diamantes gigantescos que parpadearon bajo un cielo parecido al de la Noche Estrellada de Van Gogh. —Veo que traes las llaves contigo —El Zahorí lo miró a los ojos con un gesto de paternal aprobación. —Sí —El músico se sintió lleno de orgullo. Extrajo el manojo por encima de su cabeza. Se lo entregó. —Liberaste a los tuyos. Y a tus amigos. Y a otros. Siempre supe que lo lograrías. —No habría sido posible sin tu ayuda, Señor —Antonio se puso de pie—. Gracias por todo. Quisiera quedarme aquí a tu lado siempre, pero debo irme. Debo liberar a Danna antes de que el Querubín tome revancha sobre ella. —No te preocupes por Danna. Ella ya está a salvo. — ¿De verdad? —El joven sonrió. —Por supuesto. Alcanzó a huir, justo antes de que se cerrasen las puertas de los vórtices de las dimensiones. En este mismo instante debe ir navegando sobre el sendero de luz de las lunas gemelas hacia su nuevo hogar. — ¿Hacia la ciudad celestial? —Sí —El Zahorí se enderezó sobre la arena. Antonio supo entonces que se marcharía una vez más. —Llévame contigo —Percibió encarcelado su pensamiento en el fondo del bastidor de un temor inexplicable. —En verdad sí que me gustaría llevarte ahora conmigo, pero aún tienes que ocuparte de otras cosas. No temas. No desmayes en el camino. Guarda la fe que has alcanzado a lo largo de tu lucha contra el Querubín. No te dejes vencer jamás. Él sabe ya que no le será fácil derrotarte, pero no le permitas que te engañe. Su espíritu degenerado jamás se resigna a sentirse rechazado o sometido. Sin embargo, te repito lo que te dije en la cabaña: Yo estaré cerca de ti. Siempre estaré cerca de ti, especialmente en ese día en el cual tu cuerpo empiece a colapsar.
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Un solo de piano
Álvaro Hernando Burbano
Epílogo Antonio regresó a la dimensión normal del mundo. Se sumergió en su cuerpo. Se sentía feliz, libre, importante quizás. Sabía que jamás volvería a sufrir la muerte de los suyos, tal vez sólo su ausencia. Sabía también que le sería dado verlos pronto, al final del breve pero duro conflicto de la vida material. Sonrió. Se arrodilló. Evocó al Pianista de Alas Blancas. Le agradeció la victoria obtenida. Le pidió por todos ellos y por Danna. Mientras así lo hacía, sintió la presencia de alguien a su espalda. Volteó a mirar. Era Michael. Estaba muy cerca de él. Se acababa de levantar. — ¿Cómo te fue? —Quiso saber el niño—. ¿Lo venciste en el duelo de guitarras? —Claro que no —Antonio recordó que ya le había narrado a su hijo toda la historia, aunque no el final—. No pude vencerlo. Su guitarra de fuego me hizo trizas. Pero Danna sí que lo revolcó. Y logramos rescatar a todos. Michael se acercó a él. —Es importante que pienses que en verdad sí lograste rescatarlos —Lo abrazó—. Yo sé que así fue. Tú los rescataste. Jamás lo dudes. No fue un sueño. —Jamás lo dudaré. — ¿Me lo prometes? —Te lo prometo. Estrechó a su hijo contra su ser. Le agradeció sus palabras. Luego, se dirigió hasta el armario de su cuarto. Buscó entre los cajones un aerosol manual de alta presión y de barniz azul que guardaba por allí. Lo encontró entre sus cachivaches. Se dirigió con él hacia el baño. Michael lo siguió. El músico limpió el espejo con la toalla. Luego, escribió un mensaje allí, con caracteres bien visibles, aunque sabía muy bien que el texto no iba a durar sobre el rectángulo de cristal más de un minuto. Pero lo escribió. Decía así:
No vuelvas a entrar en mi casa. Si lo haces, regresaré a tu búnker y te sumiré en tu propio infierno antes de que tu tiempo se haya cumplido. Michael se quedó mirándolo. —Tal parece que ya no le tienes miedo —Sonrió. Antonio lo miró también, al foco exacto de sus ojos pardos.
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Un solo de piano
Álvaro Hernando Burbano
—No hay por qué temerle —afirmó—. Su poder es limitado, si lo comparamos con el poder supremo del Pianista de Alas Blancas. En tanto Jesús nos acompañe, no hay razón para temerle al Querubín. Se dirigieron a la sala. Un diáfano rayo de luz acababa de penetrar a través de la ventana. Se sentaron sobre el suelo de madera, en el centro de la corona del destello. Los envolvió un suave calor y una tranquilidad inmensa. Supieron que el Zahorí del Universo estaba en ese instante junto a ellos. La muerte jamás dejó de golpear a la familia de Antonio. No obstante, sus seres queridos, luego de partir, no sufrieron nunca más el encierro, allá, en la torre de la isla de los vórtices. Cada uno de ellos siguió su camino y cruzó el lago tranquilamente sobre el pequeño navío del barquero.
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