Colección del Bicentenario
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ALEJANDRO
NEYRA
HISTORIA DE DOS BERNARDOS
Colección del Bicentenario
Dirección general: Marco Carrascal Herrera Dirección editorial: José Castro Lovera Dirección de proyecto: Juan Manuel Chávez Historia de dos Bernardos © Alejandro Neyra © De esta edición: Editorial Arcángel San Miguel S. A. C. RUC: 20523712285 Av. Héroes del Alto Cenepa 803, Lima 7 Telf.: 507 4044 planlector@arsam.pe publicaciones@arsam.pe Primera edición, diciembre de 2016 Tiraje: 1 000 ejemplares Edición: Rosalí León-Ciliotta Ilustración de cubierta: Jorge Noriega Rojas Ilustraciones de interiores: Gerardo Espinoza Diagramación: María Torres Fanola Impresión: Luis Guillermo Izaguirre Candamo RUC: 10062759556 Av. Argentina 144, int. 22, Lima Diciembre de 2016 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.° 2016-17067 www.arsam.pe Impreso en Perú / Printed in Peru Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo escrito de los titulares del copyright.
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—Lo que escribí en mi manifiesto con la ayuda de Berindoaga en mayo del año pasado es lo mismo que he dicho hace algunos días frente a cinco testigos aquí en el Callao y lo que repetiré hasta mi muerte, que ya siento muy próxima, amigo Bernardo. Y puedo repetírtelo casi de memoria porque lo he grabado en mi corazón: »Nunca busqué algo que no fuera la independencia del Perú. Si alguien —Terón, Aliaga, mi propio tío o quien fuere— se quiso valer de mi nombre para llevar adelante otras negociaciones, lo hizo sin mi consentimiento, y el único pecado que se me puede imputar es el de pasividad o quizás hasta ingenuidad. Pero que quede claro que todo no fue sino una farsa de Bolívar, quien me mandó a hacer algo de buena fe para ganar tiempo antes de partir a destruir a Riva Agüero, a quien, dicho sea también, engatusó, pues
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primero quiso hacer negociar y luego asesinar, como ha sido siempre el actuar de ese hipócrita caribeño». »Yo jamás me puse del lado de los españoles, ni cuando se dio el motín de Moyano, ni cuando busqué negociar el armisticio en Jauja, ni cuando Monet me ofreció guardia de honor y el cargo de mayor de la ciudad. Nadie podrá decir jamás que José Bernardo de Tagle y Portocarrero dejó su honor y su amor por la patria para hacerse realista». »Si me acogí al bando de amnistía y solicité finalmente el asilo en este puerto, fue para proteger a mi familia, harto de una lucha fratricida. Lo hice para no morir en manos de ese gran traidor, que busca solo convertirse en rey —y quizás hasta en dios— y a quien interesan solo los remilgos y las alabanzas de esos cortesanos limeños siempre tan dispuestos a lisonjear al extranjero, y a quien además interesa su propia fama antes que el prestigio y destino de este Perú por el que morimos y seguiremos muriendo tantos. Los peruanos se darán cuenta algún día de quién fue de verdad Bolívar, y mi blasón quedará graba6
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do como símbolo de la dignidad y del amor al Perú». Y, haciendo una pausa, resoplando, Tagle hizo un esfuerzo más para decirle a su amigo: «Oh, amigo Bernardo, que me conoces desde la tierna e ingenua infancia; cuando mi cuerpo sea comido por estas ratas que como tantos limeños se alimentan de la carroña que dejan los privilegiados, y cuando mi memoria sea vilipendiada por aquel colombiano, me quedará al menos el privilegio de saber que tendré la gloria de ser el primer presidente del Perú que deja la vida en su tierra. Ve y dile esto a Bolívar y a quien quiera escucharlo. Y dile a mi familia que más vale morir con honor que vivir arrodillado frente a un falso Augusto». Bernardo O’Higgins se sorprendió él mismo del aplomo de su tocayo Tagle para darle aquella lección de humanidad, que le sorprendía más cuanto venía de un homúnculo empequeñecido, cubierto de harapos y suciedad. No sabía ya qué pensar de aquel amigo y hermano, convertido en presidente y vuelto a la más abyecta situación sin perder la dignidad. Ya no sabía qué decir. Ape7
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nas fue capaz de sacar del bolsillo de su almilla el rosario que le mandaba su hermana y que fue recibido con una reverencia, un gracias apenas musitado y una exageradamente farsesca señal de la cruz. Aquel discurso había agotado a Tagle, cuyos signos exteriores eran evidentes muestras de que el escorbuto —casi un eufemismo del hambre y la mala alimentación— estaba próximo a llevarse, como él mismo decía, al primer expresidente del Perú. —Te deseo lo mejor —dijo O’Higgins—.Y lo mejor para tu familia, a la cual respeté siempre. —Mi mujer y mi hijo murieron, Bernardo. Sus cuerpos están allí —dijo, señalando un montículo de tierra en una esquina de su casucha. Los enterré allí para protegerlos de las ratas. Cuando quise encontrar algo de humanidad para salvar sus vidas, solo encontré el rechazo de Blanco Encalada, tu compatriota que asedia el puerto, quien se negó a llevarlos a Chile y envió mi solicitud de apoyo al traidor máximo. »Ya lo ves, amigo, después de todo, tuviste suerte. Aún conservas la vida y a tu familia, aun8
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que estés lejos de la patria. A mí no me queda nada. Aunque digan que fui un vano marqués o un diletante apocado, moriré pronto en esta tierra que siempre quise y defendí, a la cual tú sabes que entregué mis mejores años y hasta mis bienes con el fin de lograr su independencia. Pero ya ves, mi familia y mis amigos ahora son las ratas, Bernardo». Bernardo O’Higgins no tenía palabras. Sabía que sería la última vez que vería a Tagle. Más aún, no podría decir a nadie más que a su hermana que lo había visto. Trataría de olvidarlo para siempre. Aquel joven veleidoso y elegante que fue su compañero en el convictorio; el noble que fue capaz de dejar los privilegios de su marquesado y hasta fue presidente del Perú, no merecía morir así. Un amigo que había gozado de lo mejor de su tiempo y que, ciertamente, júzguese como se juzgue, no había hecho sino poner en riesgo todo su patrimonio y su futuro dedicándose a la política, luchando a su manera por la independencia del Perú. No, él no debía compartir el destino de las ratas. Pero así le pagaba su propio pueblo y su propia patria. 9
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Era cierto; él había sufrido la misma venganza y el desdén de sus compatriotas en Chile, pero al menos conservaba una vida digna y propiedades que el generoso Perú le había concedido. No. Ciertamente no era ese el mejor inicio de la vida independiente del Perú. Y, sin embargo, quién era él para condenar a los peruanos. Volvería a Cañete, donde el sol es permanente y la gente sonríe más que en Lima, alegrada con el pisco que se produce en aquellas tierras. Quizá jamás volvería a Chile. Después de todo, si Blanco Encalada había cerrado a Torre Tagle la posibilidad de huir al sur —esa posibilidad que el Perú al menos le había dado— nada había que esperar de su patria querida.
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