Adelanto Potosí

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DAVID

LOZANO GARBALA POTOSÍ



DAVID

LOZANO GARBALA POTOSÍ


Colección del Bicentenario

Dirección general: Marco Carrascal Herrera Dirección editorial: José Castro Lovera Dirección de proyecto: Juan Manuel Chávez Potosí © David Lozano Garbala © De esta edición: Editorial Arcángel San Miguel S. A. C. RUC: 20523712285 Av. Héroes del Alto Cenepa 803, Lima 7 Telf.: 507 4044 planlector@arsam.pe publicaciones@arsam.pe Primera edición, mayo de 2017 Tiraje: 1 000 ejemplares Edición: May Rivas de la Vega Ilustración de cubierta: María Torres Fanola Ilustraciones de interiores: Gabriela Macchi Varela Diagramación: María Torres Fanola Impresión: Luis Guillermo Izaguirre Candamo RUC: 10062759556 Av. Argentina 144, int. 22, Lima Mayo de 2017 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.° 2017-06063 www.arsam.pe Impreso en Perú / Printed in Peru Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo escrito de los titulares del copyright.


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—Ve a avisar a los hombres —susurró Bolea, sin bajar la guardia—. Alguien merodea sin permiso por nuestra mina. Anael titubeó. —¿Y si me necesita aquí, señor? Tal como estaban las cosas últimamente, un español solo en un sitio así, sin testigos, podía ser un bocado demasiado apetecible para algunos independentistas radicales. —Lo que necesito es que avises a los demás —respondió el caballero, sin desviar la mirada de la zona oscura—. Ten cuidado. Sí, Anael lo tendría. Los túneles eran muy traicioneros, con su suelo siempre húmedo y las grietas que se abrían como fauces hambrientas a cada paso. Para muchos, el infierno comenzaba en las entrañas del cerro. —Vete ya. 5


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Cada uno sostenía su antorcha, que multiplicaba las sombras frente a ellos. Anael acató la orden. Tras consultar el plano que le había facilitado el caballero al nombrarlo su asistente, se apresuró a seguir una ruta rápida hacia los niveles superiores. Bolea se mantuvo quieto hasta que dejó de oír el movimiento del muchacho. Entonces, comenzó a avanzar en dirección a los sonidos. Él mismo albergaba serias dudas sobre el origen de aquellos ruidos; no acertaba a imaginar a qué se enfrentaba. Nadie en su sano juicio se aventuraría en ese sector tan intrincado de la mina sin autorización, cuando además la población de Potosí estaba convencida de que poco quedaba ya de plata en Cerro Rico. ¿Para qué iba alguien a llegar hasta esas profundidades? Nadie se jugaba la vida sin un motivo. La posibilidad de una trampa de independentistas tampoco era factible, no tanto porque nadie controlaba sus movimientos discretos —Bolea procuraba no llamar la atención en la 6


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comunidad indígena— sino sobre todo porque jamás comunicaba sus planes por anticipado. Ninguna persona estaba al corriente de que ese día iba a visitar aquellas galerías. No, la hipótesis de una emboscada tampoco se sostenía. ¿Entonces? No era la primera vez que ruidos extraños brotaban en las profundidades de las minas de Cerro Rico. Cada cierto tiempo, los indios y los esclavos huían despavoridos de alguna galería por culpa de episodios inexplicables como aquel, como si fuera la muerte la que avisara de su proximidad con aquellos golpes que parecían provenir de las entrañas más recónditas de la Tierra. Ni siquiera la amenaza del castigo de los capataces conseguía hacerles volver al trabajo. Al final, el pueblo terminaba barajando teorías mucho más inquietantes, alimentadas por los testimonios siempre exagerados de los mineros. —Los seres humanos necesitan adornar la muerte —murmuró el español para sí mismo—, revestirla de un halo solemne. Y es que era mucho más triste asumir que uno había muerto por un simple accidente, por una 7


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torpeza, que víctima de los perversos designios de alguna criatura sobrenatural. Al menos un final así otorgaba dignidad. —Se trata de supervivencia —concluyó. En los lugares como las minas, donde la muerte acecha en cada rincón, se necesitaba creer que morir no era tan fácil, que hacía falta algo más que una inundación, un derrumbe o un extravío. Pero es mentira, pensó Bolea. Una mina puede convertirse en tu sepultura al menor error. No hay magia en eso, ni siquiera el consuelo de un enemigo monstruoso. El español conocía la leyenda de los mukis, una especie de duendes mineros que la tradición andina había creado. El «Uku Pacha», o «mundo de abajo», era su reino y si algo los molestaba eran capaces de conducir a la muerte a quien los hubiera perturbado. Bolea se mostraba escéptico ante tales supersticiones, pero debía reconocer que él mismo había sido testigo de episodios extraños como el que estaba presenciando en ese momento, para los que no tenía una justificación. 8


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«La naturaleza no golpea las paredes», se dijo. Continuó recorriendo metros de túnel hasta que un tercer impacto lo detuvo. Esta vez había sonado verdaderamente cerca, tanto que él había frenado de un respingo. Recuperó el aliento. Hubo de admitir que el miedo había empezado a alojarse en su interior. Casi agradeció que Anael no estuviese allí, junto a él, para asistir a su creciente inseguridad. Y es que la peor amenaza era la invisible, la desconocida. Yo quiero un adversario de carne y hueso, pensó. Al que pueda atravesar con una espada o con la munición de mi arma. —¿Hay alguien ahí? —gritó, procurando aparentar firmeza—. ¡Será mejor que se deje ver! Nadie respondió. Bolea, que tampoco lo esperaba, dio nuevos pasos. Inclinaba la antorcha en todas las direcciones, atento a cualquier recodo que sirviera de escondite a un hipotético enemigo. Su impaciencia le hacía rozar con el dedo el gatillo de la pistola, presto a disparar al menor indicio. En

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situaciones de peligro, tardar en la reacción solía equivaler a la muerte. No obstante, conforme recorría los metros de túnel hacia mayores profundidades se iba convenciendo de que no iba a encontrar nada. Su inspección solo confirmaba la existencia de rincones vacíos y pasadizos sin indicios sospechosos. A su alrededor, bajo la penumbra reinante, percibía un ambiente de serenidad tensa, un silencio frágil que daba la impresión de estar a punto de estallar. Resultaba agotador avanzar así. Por fin, bajó el arma. Se concedió un respiro; si no comprobaba la trayectoria de sus pasos en el plano de la mina corría el riesgo de extraviarse. Tal vez era eso, precisamente, lo que pretendía el misterioso autor de los ruidos. Bolea no quería dejarse llevar por las habladurías pero, según había oído, una de las estrategias de los mukis consistía en arrastrar a sus víctimas hasta enclaves tan profundos que ya jamás lograban encontrar el camino de regreso a la superficie. 10


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Como el canto de las sirenas, pensó. Estos pequeños seres también saben cómo atraerte hacia la perdición. En otras circunstancias habría soltado una carcajada ante aquella ocurrencia pero allí en medio, solo, envuelto en la oscuridad e intuyendo la proximidad de una presencia hostil que no distinguía, le pareció un riesgo incluso razonable. —Tengo que largarme de aquí o me acabaré volviendo loco —decidió—. Basta de mina por hoy. Regresaría al día siguiente con más hombres. Además, era esa zona la que pretendía inspeccionar mejor para buscar vetas vírgenes. No iba a permitir que ningún fenómeno extraño retrasara sus planes de explotación.

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La riqueza legendariamente asombrosa que cobijaba las entrañas de Cerro Rico, Potosí, deslumbran a Ramiro de Bolea, un aventurero español que, pese a sus muy definidas ambiciones, resulta mucho más liberal, justo e inteligente que la mayoría de sus pares que se asentaron allí tiempo atrás, en las mejores épocas

del virreinato. No es insólita, por eso, su

amistad con Anael, el joven indio que comienza a admirarlo y a lamentar, después de enrolarse en las tropas patriotas, el adverso origen de su amigo. La encrucijada de luchar por la libertad de la patria versus el deseo de poner a salvo a un amigo en peligro desafía a dos hombres de culturas diferentes, pero no tan lejanos en cuanto a principios.

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