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POSITIVISMO ECLESIOLÓGICO: ¿Es la hipertrofia operativa de una iglesia un signo de salud?

1. POSITIVISMO ECLESIOLÓGICO:

¿Es la hipertrofia operativa de una iglesia un signo de salud?

Hanz Gutiérrez

Profesor de Teología Sistemática Facultad de Teología, Istituto Avventista di Cultura Biblica “Villa Aurora”, Florencia, Italia

El primer problema, en relación con la iglesia y su misión, es lo que podemos llamar el «positivismo eclesiológico» moderno. Para entenderlo mejor, empecemos con una figura bíblica: el profeta Jonás. A pesar de las dificultades e imperfecciones percibidas en su carácter y en el cumplimiento de su misión, Jonás sigue siendo un profeta de éxito. Nadie lo ha hecho tan bien como él. No solo su mensaje de advertencia es percibido y acogido, sino que, lo que es más sorprendente, lo es por toda una importante ciudad de la antigüedad, incluidos sus dirigentes y gestores, Nínive. El rey y su corte se arrepiente y se convierten. Y para subrayar aún más el alcance de esta conversión transversal, se dice que hasta los animales participan. Las vacilaciones y el desconcierto iniciales del profeta son totalmente absorbidos por el éxito de esta empresa misionera de entrega y sacrificio.

Sin embargo, este éxito misionero de Jonás coexiste paradójicamente con una anomalía poco visible al principio, pero que se vuelve embarazosa en el curso de la narración. Jonás es un típico «manager» de la fe. Tiene un enorme éxito, pero al mismo tiempo no se preocupa por la gente ni por su destino. Esta paradójica combinación de éxito e indiferencia, de laboriosidad y apatía emocional, de formalismo y desencanto es lo que yo llamo «positivismo religioso», del que el «positivismo eclesiológico» es una de sus principales formas.

Toda reflexión sobre la iglesia debe ser siempre también un intento de describir, corregir y limitar las anomalías que la afectan. Las anomalías eclesiológicas son de varios tipos. La creación de iglesias se enfrenta a menudo a la falta de implicación, la falta de coherencia, el exceso de idealismo o el fanatismo religioso. Tratando de agruparlas, podríamos hablar de dos formas principales de anomalías. En primer lugar, las anomalías por «déficit». En esta categoría se incluirían todas las situaciones y actitudes que muestran un cierto tipo de indiferencia o desapego que impide el nacimiento de una experiencia comunitaria, precisamente por la falta de interés e implicación. En segundo lugar, en el otro extremo encontramos las anomalías por «exceso», que son aquellas que distorsionan y deforman la pertenencia a la comunidad por un exceso de euforia y de motivación religiosa. Solemos estar más atentos a las anomalías por déficit porque pensamos que ser activo, diligente, entusiasta y militante en la iglesia es siempre algo bueno. Justamente este es el mecanismo que caracteriza al «positivismo eclesiológico». El positivismo eclesiológico presupone una fe religiosa que solo se mide por el grado de compromiso, de militancia y por los resultados alcanzados, sin tener en cuenta otras dimensionen menos visibles de la fe, y sin la capacidad de percibir los efectos secundarios de este unilateralismo religioso.

En este diálogo sobre el tema de la iglesia, hay que definir claramente el punto de partida. La iglesia, en su naturaleza, misión y vocación, puede ciertamente ser considerada desde varias perspectivas. No hay ninguna que nos permita captar, por sí sola, todos los niveles, dimensiones o matices de lo que es y representa la iglesia. Por lo tanto, tampoco la nuestra lo será. Por lo tanto, vale la pena señalar nuestro punto de partida, que es al mismo tiempo

un espacio donde probar a problematizar el tema de la iglesia. Para nosotros, este punto de partida es el positivismo eclesiológico moderno. El positivismo eclesiológico no es solo un problema teológico, sino también cultural, y atraviesa todas las iglesias y confesiones religiosas. Empecemos describiendo brevemente su dimensión más secular y cultural.

1. Positivismo cultural

El positivismo es un movimiento filosófico y cultural que se originó en Francia en la primera mitad del siglo XIX y se inspiró en ciertas ideas rectoras fundamentales relacionadas generalmente con la exaltación del progreso científico. Esta corriente de pensamiento, impulsada por la Revolución Industrial, piensa que la realidad natural y humana puede ser organizada meticulosamente por una razón invencible que da cuenta en modo exhaustivo de lo que es la vida y la realidad. El positivismo no se presenta como un pensamiento filosófico organizado en un sistema definido, como lo seria por ejemplo la filosofía idealista, sino como un movimiento en algunos aspectos similar a la Ilustración, cuya fe en la ciencia y en el progreso científico-tecnológico comparte, y en otros, afín a la concepción romántica de la historia, que ve en la afirmación progresiva de la razón la base del progreso o evolución social. Algunos representantes típicos son Auguste Comte y Henri de Saint Simon. Aunque ha sido criticado por su radicalismo, el positivismo ha sobrevivido en gran medida en formas actualizadas y culturalmente más aceptables que no son menos incisivas y decisivas en la dirección de la cultura contemporánea. Describamos brevemente tres de estas formas que están muy presentes entre nosotros y que condicionan también la vida de las iglesias y determinan lo que hemos llamado positivismo eclesiológico.

La primera forma de positivismo templado y blando es descrita por Max Weber como Zweckrationalität6 (racionalidad intencional), que es la

6 Max Weber, Wirtschaft Und Gesellschaft. Grundriss Der Verstehenden Soziologie (Tübingen: J.C.B. Mohr, 1984). En particular, la última parte del capítulo IX. Ed. esp.: Economía y sociedad: Esbozo de economía comprensiva (México: Fondo de Cultura Económica, 1964). racionalidad que procede únicamente con el objetivo y el resultado en mente. Según Weber, esta racionalidad intencional ha eclipsado y se ha impuesto a otros tipos de racionalidad como la que pone los valores en el centro (Wertrationalität), y como tal se ha convertido en el paradigma del mundo contemporáneo que se extiende y arraiga cada vez más entre nosotros. Esta racionalidad del objetivo y del resultado no solo esquematiza la realidad, sino que es inseparable de un segundo proceso que Weber denomina Entzäuberung der Welt (desencanto del mundo). Cuanto más racional se vuelve una cultura, más desencantada se hace al mismo tiempo, y por lo tanto cancela todo sentido del misterio. Esto la transforma inmediatamente en una realidad mecánica, fría y previsible sometida solo a la «razón instrumental».

La segunda forma de positivismo blando y templado es la que Charles Taylor denomina «razón instrumental». Taylor cree que el mundo moderno, por un lado, ha introducido un gran dinamismo en la sociedad y, por tanto, ha producido un progreso sin precedentes, pero, por otro lado, también ha producido un malestar estructural que no logramos contener. Este «malestar estructural de la modernidad»7 se ha hecho crónico y se caracteriza por tres componentes: el individualismo ilimitado, un autoritarismo democrático y la omnipresencia de la razón instrumental. Detengámonos brevemente solo en esto último. Por razón instrumental Taylor entiende el tipo de racionalidad al que nos referimos cuando calculamos la aplicación más económica de los medios disponibles para un fin determinado. Su medida del éxito es la máxima eficiencia, la mejor relación producción-costo. Este tipo de racionalidad acaba manipulando no solo la realidad material o la economía, sino también las relaciones humanas. Es decir, aquellas esferas humanas, afectivas o íntimas que en el pasado estaban fuera del alcance del cálculo y la programación.

7 Charles Taylor, Il disagio della modernità (Roma: Laterza, 1999), pp. 10-25. Ed. esp.: La ética de la autenticidad (Barcelona: Paidós, 1994).

La tercera forma de positivismo blando y templado es lo que Hartmut Rosa llama «aceleración».8 La vida moderna se acelera constantemente. Las herramientas para ahorrar tiempo han alcanzado un enorme nivel de desarrollo gracias a las tecnologías de producción y comunicación, pero la sensación de no tener suficiente tiempo nunca ha estado tan extendida. En todas las sociedades occidentales, la gente sufre de falta de tiempo y se siente obligada a correr aún más rápido, no tanto para alcanzar un objetivo, sino para no perder posiciones. Rosa examina las causas y los efectos de los procesos de aceleración de nuestro tiempo identificando tres aspectos: el técnico, el social y el individual. Según Rosa, la combinación de estos procesos conduce a graves formas de patología social vinculadas a la relación con el tiempo y el espacio, las cosas y las acciones, y la percepción de uno mismo y de los demás. Sometidos a la presión de un ritmo inexorable, cada uno de nosotros se enfrenta al mundo sin poder contener esa compulsión impersonal a la velocidad y la competencia que es inseparable del malestar y la insatisfacción. En resumen, la aceleración se ha convertido en un «poder» que domina la sociedad moderna de forma totalitaria. Devora nuestros «sueños, metas, deseos y proyectos de vida», aplastándolos en el engranaje de su imparable movimiento. ¿Qué podemos hacer para recuperar momentos de experiencia humana no alienada, de una «buena vida» de acuerdo con nuestras aspiraciones y deseos más verdaderos?

La racionalización, la manipulación instrumental y la aceleración son tres características y actitudes muy extendidas entre nosotros, que permiten concluir que la cultura y las sociedades contemporáneas son a todos los efectos hijas y encarnación del positivismo del siglo XIX cuyas formas más extremas y caricaturescas han ciertamente criticado, pero cuya esencia y espíritu han heredado a todos los efectos.

8 Hartmut Rosa, Alienation and Acceleration: Towards a Critical Theory of Late-Modern Temporality (Kobenhavn: NSU, 2010), pp. 13-25. Ed. esp.: Alienación y aceleración: Hacia una

2. Positivismo eclesiológico

Este positivismo cultural se ha filtrado en las iglesias. Las iglesias han criticado y combatido duramente la cultura contemporánea, pero no lo han hecho en cuestiones importantes. Para combatir un fenómeno, primero hay que conocerlo y luego saber distinguir los elementos de ese fenómeno que, por ser positivos, no deben ser combatidos. El pragmatismo eclesiológico, en cambio, ha llevado a las iglesias a pensar que era fácil conocer la cultura fuera de la iglesia e igualmente fácil saber qué es la iglesia. En cambio, nos damos cuenta a duras penas de que no es fácil ni inmediato entender qué es la cultura y la sociedad fuera de la iglesia, ni tampoco entender bien lo qué es la iglesia. Por ejemplo, esta división «dentro de la iglesia» y «fuera de la iglesia» es muy artificial y conduce fácilmente al error. Porque la iglesia ya es la sociedad, y la sociedad es siempre expresión de una religiosidad confesional o civil.

Definimos el positivismo eclesiológico como aquella comprensión y práctica religiosa que olvida el misterio, la complejidad y la paradoja de la iglesia y la concibe en un sentido puramente pragmático, eficientista y cuantitativo. Los datos y componentes de ser iglesia pueden estar todos presentes. Así, desde el punto de vista formal y de la ortodoxia de la fe puede no faltar nada, pero la esencia, el ritmo y la articulación del hacer iglesia están comprometidos porque son incapaces de reproducir cualitativamente el sentido del hacer iglesia.

Si bien es cierto que los problemas eclesiológicos han existido siempre, este tipo particular de disfunción eclesial es típico de nuestro tiempo. Y esta disfunción no solo produce efectos discutibles. El positivismo eclesiológico ha permitido que las iglesias de hoy sean comunidades más informadas, más heterogéneas, más tolerantes y, sobre todo, más eficaces. En virtud de este positivismo eclesiológico, las iglesias cristianas han podido organizarse hoy como nunca antes, interactuar con las instituciones públicas y tener una influencia significativa en ciertos ámbitos de la vida común, como la filantropía, el

teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía (Buenos Aires: Katz Editores, 2016).

respeto de los derechos humanos y la conciencia ecológica.

Pero con respecto a dos experiencias fundadoras de la iglesia, ha habido una involución. Se trata, por un lado, de una mayor dificultad para promover y proponer experiencias espirituales y, por otro, de una creciente incapacidad para crear grupos y vínculos sociales. Las iglesias de hoy se caracterizan por un éxito organizativo, de gestión y ético, pero al mismo tiempo por una pérdida del sentido del misterio y la espiritualidad. En otras palabras, el típico proceso de racionalización y formalización de la cultura moderna parece haber llegado de lleno a las iglesias. En este sentido, las iglesias contemporáneas intentan ofrecer aparentes alternativas teológicas, pero al mismo tiempo es como si simplemente prolongaran este racionalismo y formalismo cultural en clave espiritual.

Max Weber ya había dado a principios del siglo XX una interpretación de este proceso que invadía la cultura moderna y que, por tanto, no podía dejar indemne a las iglesias. Según Weber, la Zweckrationalität (racionalidad intencional), esa racionalidad que procede únicamente en función de metas, objetivos y resultados, es inseparable de un proceso paralelo e inverso al del Entzäuberung der Welt (desencanto del mundo). Cuanto más racional se vuelve una cultura, más desencantada esta se hace. Este doble proceso de racionalización y desencanto que nosotros pensábamos describir solo en la sociedad secular, desafortunadamente se percibe en un modo claro y evidente también dentro las iglesias. La fe del creyente moderno es de un lado una fe racional y de otro lado una fe desencantada y sin misterio. ¿Cómo se manifiesta esta racionalización y desencanto en la concepción de la iglesia? La racionalidad presente en las iglesias no es especulativa ni filosófica. Es sobre todo la racionalidad práctica la que ha invadido las iglesias cristianas y es responsable de la formalización de la vida espiritual. El desencanto, como fenómeno paralelo, es visible en la pérdida del sentido del misterio, en la aceleración de los ritmos comunitarios, en el pragmatismo de la fe y en la pérdida de los lazos comunitarios.

Este positivismo eclesiológico puede adoptar diversas formas. En los países del Sur suele acompañar a la misión y determina su pragmatismo compulsivo. Por otro lado, cuando la iglesia no crece numéricamente, adopta una forma burocrática y organizativa. Pero en esencia encontramos la misma tendencia: una acentuación del aspecto formal sobre todo lo demás.

El positivismo es anómalo, pero no se nota. Da la impresión que todo funciona muy bien. Es una forma eficiente porque crea resultados que no se pueden desconocer. Sería más fácil estar frente a una iglesia que fracasa. En ese caso una alternativa se vería incluso como necesaria. Pero si todo aparentemente funciona bien es ciertamente mucho más difícil, sino imposible, sugerir un cambio. En la euforia del éxito no se siente la necesidad de cambiar.

3. Positivismo bíblico

El problema adicional es que este «positivismo eclesiológico» nunca va solo. Se refuerza con el paralelo y concomitante, «positivismo bíblico». Son dos formas gemelas de positivismo. La visión simplificadora y pragmática que se aplica a la iglesia se aplica simultáneamente también a la lectura de la Biblia. El resultado es un enfoque unilateral y manipulador de la iglesia y la Biblia. Se presupone que en la iglesia como en la Biblia todo está claro. La única anomalía reside en la falta de coherencia y aplicación inmediata de lo que por voluntad de Dios es perfectamente evidente y transparente.

El positivismo eclesiológico se vuelve más peligroso precisamente porque pretende encontrar su fundamento en la Biblia. En una Biblia leída de forma igualmente reductora. Solo se lee en la Biblia lo que refuerza la propia visión y orientación religiosa. Se pretende dar un respaldo y justificación divina a las propias posiciones a partir de la Biblia, por encima de cualquier consideración crítica. Se crea así una «cadena positivista» formada no solo por una «eclesiología positivista» sino también por una «hermenéutica positivista», que dará lugar también a una «ética positivista», cuyo rasgo común será una lectura lineal y esquemática de la realidad y de la fe.

Nuestro «positivismo eclesiológico basado en la Biblia» es una expresión clásica de un «trastorno espiritual hipertrófico». Pero una iglesia grande, fuerte y eficiente no significa necesariamente una iglesia mejor. Un «cuerpo hipertrófico» es un cuerpo grande y disfuncional. Impresionante, pero en última instancia inútil, porque es incapaz de tratar adecuadamente situaciones cualitativas que muy a menudo no son inmediatamente visibles y no crean un gran consenso. Y, por último, esta concepción positivista de la iglesia como una extensión natural de la Biblia, conduce a atribuir a la iglesia las mismas características sagradas que se atribuyen a la Biblia, haciéndola de este modo inmune a cualquier consideración critica de sentido común.

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