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CRECIMIENTO Y DESARROLLO: ¿Puede la iglesia sustituir al Reino de Dios?
3. CRECIMIENTO Y DESARROLLO:
¿Puede la iglesia sustituir al Reino de Dios?
Hanz Gutiérrez
Profesor de Teología Sistemática Facultad de Teología, Istituto Avventista di Cultura Biblica “Villa Aurora”, Florencia, Italia
Un segundo paso que nos permite ir más allá del positivismo eclesiológico es poder diferenciar entre crecimiento y desarrollo de la fe. Al igual que en la economía, también podemos hablar de crecimiento y desarrollo en la vida espiritual. Estas dos dimensiones ciertamente están relacionadas, pero no se superponen ni son intercambiables. Aunque ambas describen un proceso de mejora y maduración, no lo hacen de la misma manera. El crecimiento expresa una mejora cuantitativa, que es importante y necesaria, pero todavía insuficiente para explicar y fomentar una más orgánica y cualitativa. Desarrollo, en cambio, expresa una mejora cualitativa que debe tenerse en cuenta para poder hablar realmente de un proceso económico o espiritual digno de ese nombre.
En economía, por ejemplo, el sorprendente y continuo crecimiento de los países BRIC (Brasil, Rusia, India, China), desgraciadamente no es directamente proporcional a su desarrollo. 1 El indudable crecimiento espiritual de algunas comunidades religiosas no siempre parece ir acompañado de un desarrollo espiritual paralelo y necesario. Los criterios de desarrollo son diferentes de los que determinan el crecimiento. En economía, un criterio esencial para determinar el crecimiento es la medición del PIB anual. Sin embargo, los criterios para determinar el desarrollo son otros como, por ejemplo, la fiabilidad de las instituciones, la división de poderes, el respeto a las minorías… Los criterios de
1 Paul Krugman, Arguing with Zombies. Economics, Politics, and the Fight for a Better Future (Nueva York: W.W. Norton & Co Inc, 2020), pp. 14-28. Ed. esp.: Contra los zombis: crecimiento espiritual son los bautismos, la programación, las construcciones de edificios y programas nuevos, los libros publicados y distribuidos… Los criterios para el desarrollo espiritual son, por otro lado, la garantía de alternativas internas, el respeto a los distintos niveles de gobierno de la iglesia, el grado de satisfacción personal, el reconocimiento de la misión y los ministerios de otras iglesias, una hermenéutica bíblica inclusiva y abierta…
1. Crecimiento y desarrollo en el Antiguo
Testamento
No siempre es fácil determinar cuándo uno se ha quedado atrapado en una dimensión solo de crecimiento. Los signos de desarrollo espiritual son, por ejemplo, la percepción de un cambio de registro en la fe, la percepción de los límites de las virtudes, un cambio cultural que afecta a nuestra afiliación religiosa o la posible unilateralidad de nuestras convicciones, los valores a los que nos referimos o las verdades que profesamos. Ante este dilema, me gustaría citar el ejemplo de los profetas.
Una idea común y extendida es que los profetas se limitaron a aplicar la teología de la Torá con fidelidad y con mucha coherencia. En realidad, los profetas introducen una gran innovación teológica. Ellos escogen una «teología reflexiva» que va más allá de una simple «teología aplicativa». Su teología no es una simple extensión de la teología canónica del Pentateuco. De frente a una situación histórica
Economía, política y la lucha por un futuro mejor (Barcelona: Editorial Crítica, 2020).
diferente y única, intentan proponer una nueva interpretación de la Torá a la luz de los nuevos acontecimientos. Esto crea resistencia y oposición, no en los que no creen, sino más bien en los que creen y tratan de seguir a Dios con fidelidad. Los profetas recuerdan al pueblo la necesidad de reflexionar y no solo de aplicar lo aprendido en la Torá. Recuerdan que de una dimensión de crecimiento y afirmación de la fe hay que necesariamente pasar a una dimensión de reflexión y desarrollo de la fe, no esclerosando las viejas categorías, sino más bien flexibilizándolas a la luz de los nuevos acontecimientos que nos obligan a articular nuevas respuestas.
El clásico versículo de Amós 3:7 que dice que «Dios no hace nada sin revelar sus palabras a los profetas» y que aplicamos como prueba de la validez de la Biblia, en realidad significa todo lo contrario. Este versículo quiere convencer a los hebreos de ese período histórico que Dios no solo ha hablado a través de la Torá, sino que tiene una nueva palabra representada por la palabra de los profetas y que no era todavía en ese entonces una palabra canónica. Así que este verso es una legitimación de lo nuevo, de la innovación, de la reflexión que no repite el pasado.
Pero, en esencia, los profetas optan por la reflexión en lugar de una simple aplicación simplemente porque se enfrentan a una situación nueva que nunca había existido. Y esta nueva situación es la caída del Reino del Norte. Diez de las doce tribus han desaparecido para siempre. Después de esta tragedia, ¿cómo se podría pensar, adorar, orar, planificar la propia vida de la misma manera que antes, como si nada hubiese sucedido? La caída del Reino del Norte es un terremoto no solo humano sino teológico. El discurso, las palabras, las categorías no pueden ser las mismas. Lo mismo ocurriría con una familia que pierde a un hijo o a uno de los padres. La vida de esa familia ya no puede ser la misma. Del mismo modo el pueblo de Israel ya no es el mismo. Algo ha cambiado para siempre. La teología de la Torá no es suficiente. Se construyó en un período distinto. Esto no significa que ya no sea válida. Por
2 André Neher, Prophetes et prophéties (París: Payot, 2004), pp. 226-231. el contrario, será siempre necesario, pero al mismo tiempo es insuficiente. La teología de los profetas introduce un cambio y un complemento que tiene en cuenta algo que no existía antes.
En este sentido la teología de los profetas es una teología de la catástrofe. Catástrofe no como un acontecimiento secundario, sino como un acontecimiento fundador, estructural. Y como tal no podía existir antes. Entendemos mejor esto cuando comprendemos mejor la forma y la naturaleza del profetismo bíblico. André Neher nos dice en su libro Prophètes et prophéties2 que en la Biblia encontramos dos tipos de profetas. Por un lado, los profetas de la tradición oral y, por otro, los profetas escritores. Ambos son importantes. Al primer grupo pertenecen, por ejemplo, el profeta Elías y el profeta Eliseo. Nadie dudaría de la ortodoxia de su trabajo y de su misión, también porque todo esto está validado por la Biblia misma. Elías actuó en la cuarta dinastía del Reino de Norte, la dinastía de los omridas a la que pertenecía el rey Acab, mientras que Eliseo actuó principalmente en la quinta dinastía, la dinastía iniciada por Jehú. Pero no es este grupo de profetas de la tradición oral la que ha prevalecido en la Biblia, sino los profetas escritores. Todos los profetas de la Biblia, mayores y menores pertenecen a esta segunda tradición.
Y la diferencia más importante no radica ciertamente en el hecho de que hayan escrito o no, sino en un concepto más fundamental: los profetas de la tradición oral favorecieron y trabajaron en la perspectiva del concepto de reforma. La categoría de reforma presupone ciertamente una anomalía en el sistema, un bloqueo, un escollo, pero al mismo tiempo cree que el sistema es reformable, y por tanto recuperable. Los profetas, por tanto, harán todo lo posible para recomponer el sistema religioso de Israel. Los profetas escritores, en cambio, trabajan con el concepto de redención. Este concepto, a diferencia del primero, implica una falla, un fracaso del sistema. Por lo tanto, la reforma o la reparación ya no es suficiente. Ha habido un colapso inevitable. Algo se rompe y se pierde para siempre.
Esto no significa que el sistema no pueda renacer. Exactamente es lo que ocurre. No una reforma sino más bien un renacimiento. Esto es la redención, el renacimiento de un sistema que ha fracasado y que lleva las huellas de este fracaso como signo indeleble.
La esperanza de los profetas es una esperanza diferente. No es la esperanza optimista del que se pone en marcha y sueña con alcanzar sus objetivos. La de los profetas es una esperanza resistente que toca fondo y parte de nuevo. Paul Ricoeur resume muy bien el nuevo elemento que los profetas introducen en el Antiguo Testamento y que crea una tensión con la teología del Pentateuco: en la Torá hay dificultades y vicisitudes, pero los hebreos de esa época no han vivido todavía la experiencia de una pérdida irreversible que subyace en la teología de los profetas. Dice Ricoeur:
«En este sentido, la tensión entre narración y profecía es ejemplar: la oposición entre crónica (Pentateuco) y formas literarias oraculares (profetas) se prolonga hasta la percepción del tiempo, que la primera consolida y la otra agita, e incluso en el sentido de lo divino: por un lado, la certeza confiada de los acontecimientos que fundan la historia del pueblo, por otro la amenaza del acontecimiento mortal. En la profecía, la dimensión creativa solo puede captarse más allá de un abismo de oscuridad: para seguir siendo el Dios del futuro y no solo el Dios del recuerdo, el Dios del Éxodo debe convertirse en el Dios del Exilio».3
La teología de los profetas basada en lo que hemos descrito puede caracterizarse, por lo tanto, con tres rasgos esenciales. En primer lugar, la reflexión sobre una pérdida irreversible. En segundo lugar, la elaboración de una teología kenótica, que reconozca e integre la parcialidad, el límite y la vulnerabilidad como esencia de la fe misma. En tercer lugar, una teología de la confianza. Porque cuando uno se reconoce incompleto, parcial, limitado, la única salida es el camino de la relación que nos conecta con
3 Paul Ricoeur, Ermeneutica filosofica ed ermeneutica biblica (Brescia: Paideia, 1983). 4 Oscar Cullmann, Le salut dans l'histoire: L'existence chrétienne selon le Nouveau Testament (Neuchâtel: Delachaux et el Otro, Dios o el prójimo, con confianza. La teología de los profetas es una típica teología del desarrollo espiritual que rechaza de mantenerse nostálgicamente aferrada a criterios puramente de crecimiento espiritual cuantitativo.
2. Crecimiento y desarrollo en la iglesia primitiva
La iglesia primitiva también se enfrenta al mismo dilema, aunque la articulación de este se produce de forma diferente. Mientras que la transición de una religiosidad lineal a una compleja sorprende a los judíos, los cristianos de origen pagano se encuentran espontáneamente en el lado correcto, hasta el punto que se podría pensar que la iglesia primitiva obvia el problema. En realidad, no es así, porque la relación entre Israel y el cristianismo primitivo no puede leerse de forma lineal, como recuerda Pablo en la epístola a los Romanos, capítulo 9-11. Además, la transición del crecimiento al desarrollo espiritual en el cristianismo primitivo se experimentará con el retraso de la Parusía. El regreso de Jesús, predicho al principio como inminente, no llega y, por tanto, la iglesia se ve obligada a reajustar su teología. Esta acomodación y rearticulación teológica se produce ya con el libro de los Hechos4, pero será más evidente en el pasaje entre la primera y la segunda epístola a los Tesalonicenses. En la segunda epístola a los Tesalonicenses, el regreso de Cristo ya no es tan inmediato. El tiempo de la iglesia nace como un tiempo intermedio con el que la comunidad cristiana debe aprender a convivir sin dejar de predicar el inminente retorno.
Pero la transición del crecimiento al desarrollo se hará con más fuerza por la distinción entre iglesia y Reino de Dios. La iglesia y el Reino de Dios no son antitéticos, pero tampoco se superponen por completo. Por el contrario, una lectura puramente lineal tiende a solaparlas o incluso a dar prioridad a la iglesia. De hecho, el Nuevo Testamento se lee a menudo de esta manera, en una óptica de evolución histórica. Primero sería el anuncio genérico del
Niestlé, 1966), pp. 8-58. Ed. esp.: La historia de la salvación (Barcelona: Península, 1967).
Reino de los Cielos en los evangelios como anuncio introductorio, y luego la presencia masiva de las iglesias como manifestaciones concretas de este Reino en su forma más organizada y definitiva. Esta lectura es una lectura unilateral que debe ir acompañada de una lectura en sentido contrario en la que las iglesias representan la concreción de la experiencia de la fe, que, sin embargo, nunca podrá sustituir al Reino de los Cielos predicado en los evangelios. En otras palabras, no la iglesia, sino el Reino de los Cielos es el centro de la fe y debe seguir siéndolo.
La iglesia puede ser, en el mejor de los casos, un lugar donde se realiza el Reino de los Cielos, pero no puede realizarlo plenamente ni mucho menos sustituirlo. El Reino de los Cielos sigue y seguirá siendo más grande e inclusivo que cualquier iglesia. Superponer cualquier iglesia al Reino de los Cielos no solo es injustificado, sino también grotesco. La consecuencia de esta paradoja, que invita a entrar en la iglesia y al mismo tiempo a salir de ella para entrar en el Reino de los Cielos, obliga al creyente a pensar la fe no solo desde el punto de vista del crecimiento sino también del punto de vista del desarrollo espiritual con todas las paradojas que esto implica.
3. Crecimiento y desarrollo en la modernidad
Pasar de una dimensión de crecimiento a una dimensión de desarrollo no es, por tanto, un proceso inmediato o asegurado automáticamente. No es el resultado de una evolución cronológica. No es un automatismo histórico. Al igual que la edad y la madurez psicológica no vienen dadas por la edad cronológica, tampoco el grado de desarrollo espiritual viene dado por una suma o potenciación de elementos de crecimiento. Hay un salto cualitativo que hay que buscar, desear y cuidar. En otras palabras, la capacidad de problematizar situaciones, acontecimientos y experiencias forma parte de la esencia de una experiencia de desarrollo. La problematización no es un ejercicio superfluo que complica innecesariamente la vida espiritual, sino un proceso
5 Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century (Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2014), necesario para garantizar una supervivencia honorable y digna de la fe.
Lo difícil que resulta a veces distinguir el desarrollo del crecimiento, en todos los ámbitos de la vida y no solo en el espiritual, lo ilustra una tendencia preocupante de la economía mundial que el economista francés Thomas Piketty analiza en su texto El capital en el siglo XXI5. Piketty articula una cuestión fundamental que hoy nos cuesta formular. Es como si, en economía, hubiéramos perdido la capacidad de problematizar una situación que nos parece normal y evidente. La cuestión del incontrovertible crecimiento económico actual. El paso del crecimiento al desarrollo es siempre difícil en cualquier ámbito. ¿Cómo podríamos formular la paradoja de un mundo que nunca ha crecido económicamente como el nuestro pero que al mismo tiempo está creando una desigualdad nunca vista antes? ¿Cómo se determina la situación actual de desigualdad creciente? ¿Cuál es la relación entre la desigualdad y el crecimiento económico? La tesis del libro puede articularse en dos puntos esenciales:
1. El retorno del capitalismo patrimonial se debe al bajo crecimiento de la economía, y está condicionado por la misma «paradoja fundamental del capitalismo», según la cual la renta de un capital invertido tiende a ser mayor que el crecimiento que propicia ese mismo capitalismo.
2 - El mercado libre genera automáticamente más ingresos por riqueza patrimonial que por crecimiento, especialmente cuando el crecimiento es bajo. La intervención pública es necesaria para redistribuir la riqueza e invertir el mecanismo. El capitalismo sufre de esta contradicción original y esto genera desigualdad, en la medida en que la acumulación se hace más fuerte en los períodos de crisis y de bajo crecimiento, que según Piketty son la norma en la historia del capitalismo, concentrando de esta manera la riqueza en manos de los que ya poseen mucho y alejándola de la clase media y de las clases más pobres. Existe una relación fisiológica entre el
pp. 1-35. Ed. esp.: El capital en el siglo XXI (México: Fondo de Cultura Económica, 2014).
bajo crecimiento del PIB y el aumento de la desigualdad. En general, por tanto, podemos decir que Piketty encuentra una tendencia histórica en el capitalismo a aumentar la desigualdad. Entonces, si esto es cierto, ¿cómo es posible que en los años que van de 1945 a 1970 la desigualdad, al menos en las sociedades occidentales, se haya reducido objetivamente? ¿Y por qué esta se dispara hoy en día? Porque el crecimiento económico y demográfico es un factor de igualación, que reduce la importancia de la riqueza heredada y aumenta el valor de la riqueza adquirida a través del trabajo. En todo caso, el punto fundamental que hace que la ley central del capitalismo sea problemática y peligrosa es que la historia del capitalismo es una historia de crecimiento lento, salvo algunos períodos de auge. Acabamos de salir, según Piketty, de un período de alto crecimiento que redujo la desigualdad y creó una sociedad más meritocrática, pero ahora estamos entrando en un período de menor crecimiento y, por tanto, de aumento exponencial de la desigualdad.
Piketty esboza las características de una sociedad muy desigual, dividida básicamente en cuatro partes: el 50% de las personas que no poseen prácticamente nada, el 40% de la clase media relativamente rica, el 9% de los ricos que poseen mucho y el famoso 1% de los muy ricos que poseen mucho. La tesis de esta parte del libro es que la diferencia causada por la riqueza crea más desigualdad que la causada por el trabajo. Por ejemplo, Piketty muestra que mientras que en las sociedades más desiguales el 10% de los asalariados más altos se lleva el 45% del total de los salarios pagados, en esas mismas sociedades el 10% de los más ricos tiene el 90% de la riqueza total.
El continuo paralelismo del economista francés entre nuestra situación y la de finales del siglo XIX y principios del XX (la llamada Belle Époque) es importante en la tesis del texto: la desigualdad social que caracteriza ahora a nuestras sociedades las acerca más a la Francia de 1910 que a la de 1970. Las guerras mundiales y las crisis económicas entre 1920 y 1945, durante lo que Hobsbawm denomina la «Era de las catástrofes», destruyeron el capital y las rentas de la tierra y sentaron así las bases de la sociedad más igualitaria que se ha construido desde 1945 mediante el crecimiento económico. Sin embargo, hoy en día, debido a la depresión económica desde la década de 1980, la brecha de la desigualdad social va a aumentar indefinidamente a menos que se tomen medidas pronto. Pero, de hecho, nuestras sociedades son menos desiguales que en 1910, aunque la tendencia parece ser la reconstrucción de ese orden. ¿Por qué? Según Piketty, la verdadera diferencia actual la marca la clase media creada después de la Segunda Guerra Mundial, que posee una gran parte (en torno al 40%) de la riqueza y, por tanto, afecta y limita seriamente a la riqueza del 10% más rico. En 1900 había un 10% de la población muy rico y un 90% miserable o casi miserable.
La última parte del libro está dedicada a la propuesta de Piketty, que consiste básicamente en un impuesto progresivo sobre el capital. Este impuesto persigue las siguientes tareas. En primer lugar, regular el capitalismo reduciendo la diferencia entre la riqueza y las rentas del trabajo. En segundo lugar, detener el crecimiento indefinido de la desigualdad con políticas ad hoc. En tercer lugar, regular los mercados. En cuarto lugar, garantizar la transparencia mediante controles de los capitales para recaudar los impuestos correspondientes. Este breve excurso sobre la actual tendencia económica mundial muestra que la economía tampoco es lineal y sumativa. Tiene que ver con elementos y procesos aleatorios y complejos que siempre deben ser verificados. Las buenas decisiones pueden crear efectos adversos que se vuelven incontrolables con el tiempo.
Del mismo modo, el crecimiento y la afirmación del cristianismo en la actualidad y su amplia difusión no son necesariamente sinónimos de desarrollo espiritual. Hay que saber captar el verdadero significado de las transiciones, los cambios de planes, los cambios de perspectiva, el desgaste del tiempo. El cristianismo de hoy es diferente al de hace dos mil años. Después de dos mil años, la historia del cristianismo está lastrada de vicisitudes desgastantes, de fracasos inesperados, de ideologización crónica, de errores de percepción, de miopía organizativa, de interpretaciones abusivas de la historia, de cortocircuitos espirituales e incluso de verdaderas aberraciones espirituales. No solo una parte, sino todo
el cristianismo actual está comprometido. Es necesario, con la sabiduría y la sobriedad de una reflexión lúcida, percibir el valor de un cristianismo posconfesional. Desarrollo más allá del crecimiento implica, como para los profetas del exilio o como para la economía política de hoy, saber ir más lento. Saber renunciar a algo, limitar la velocidad, resistir a la tentación del número para corregir un derrotero y crear la posibilidad de salvar la esencia incluso con la pérdida de algunas cosas preciosas e importantes. De alguna manera la religiosidad de los profetas es una religiosidad posconfesional que en ese momento requirió del pueblo una cosa teológicamente aberrante: entregarse a los babilonios e ir al exilio.
De la misma manera el cristianismo posconfesional de hoy, debe ser capaz de centrarse en la esencia de la fe y no perderse en las formas externas de la misma. Como bien describe el sociólogo Luca Diotallevi, el cristianismo identificado con ciertas categorías culturales y religiosas clásicas se encuentra al «final del carril».6 La fórmula adventismo posconfesional inquieta y puede inducir un cierto temor y resistencia. No es este el camino que el adventismo mainline está siguiendo. El adventismo actual, el institucional y el de la base, es un adventismo solo hecho de militancia y certezas. Es un adventismo que se ha vuelto temerario e incluso prepotente. Pero, en realidad, ¿qué se perdería con la llegada de un adventismo posconfesional? En realidad, nada de esencial. La confesionalidad como modo de pertenencia no desaparecería. Las confesiones religiosas son ciertamente útiles y deben permanecer porque ofrecen un horizonte, una concreción, indicaciones preciosas, un grupo de referencia, una secuencialidad a la fe, pero ciertamente no pueden ser hoy un fin en sí mismas. El adventismo, como las demás confesiones, no es un fin sino un medio que está subordinado en todo y por todo a la difusión del Reino de Dios que no es un reino adventista.
La verdadera nobleza y la grandeza del adventismo se manifiesta solo en la medida que logramos hacer avanzar el Reino de Dios y el bien común que
6 Luca Diotallevi, Fine corsia. La crisi del cristianesimo come religione confessionale (Bolonia: EDB, 2017), pp. 12-25. es la esencia de ese reino. El valor del adventismo no reside en lo que se logra decir o no decir, hacer o no hacer, sino en el hecho de transmitir –a través de las palabras y acciones incompletas, incluso ambivalentes, de nuestro testimonio, a través de nuestros gestos, nuestra respiración, nuestra mirada, incluso de manera inconsciente a través nuestro natural estar en el mundo– no el sentido de la distancia que nos separa de los demás, sino, por el contrario, un profundo sentido de cercanía y convergencia en la pertenencia común a una humanidad que Dios nos ofrece gratuitamente a todos.
Es la confianza lo que necesitamos urgentemente hoy. No una confianza autoorientada, sino una confianza heteroorientada. Una confianza en nosotros mismos, por supuesto, que parte de lo mejor de lo que somos, pero que luego se extiende y se vuelve en confianza en los demás, en la tierra y en un Dios que garantiza y se esfuerza por el bienestar de todo ser humano
Las iglesias cristianas de hoy están llamadas a ser misionales, es decir, a ir a buscar a la humanidad allí donde está, en su territorio, en sus incertidumbres, en sus perplejidades, en sus necesidades. La grandeza de las comunidades cristianas no reside en hacerse grandes, ni en sus ideas ni en sus acciones. Los cristianos debemos resistir la tentación de aprovecharnos de la pandemia para aumentar nuestra influencia y nuestro influjo sobre la gente. Como bien nos recuerda el Salmo 113, estableciendo así un nuevo modelo antropológico y eclesiológico, Dios es grande no porque sea superior «a las naciones», porque «domine los cielos» o porque mire desde «su gloria, sentado en su trono» a todo lo que sucede en la tierra (v. 4,5), sino porque hace grandes a los demás. Dios es grande porque hace grande a los otros. Engrandece al «pobre» sacándolo «del estiércol» y «sentándolo con los príncipes» (v. 7,8) y hace «fecunda a la mujer estéril», permitiéndole así «habitar en su casa, feliz entre sus hijos» (v. 9). Engrandecer a los demás es el sello del testimonio cristiano. El mundo necesita una iglesia kenótica
que sepa renunciar al afán de protagonismo que amenaza toda religión salvífica.
La naturaleza, por tanto, del ministerio de las iglesias cristianas en este tiempo de pandemia consiste en retomar y dar forma a este modelo centrífugo encarnado en un Dios kenótico, que se vacía de sí mismo y se rebaja, para estar con los que tienen miedo y experimentan el temor en un momento incierto. Al fin y al cabo, este es el espíritu de la alianza entre un Dios que se cuestiona a sí mismo en su relación con la humanidad. Ninguna relación es fácil y gratuita si la entendemos en su reciprocidad. El ideal de la alianza no es fácil para Dios, ni es fácil para la iglesia. Es por amor que Dios creó a la humanidad, eligiendo así ser vulnerable a ese amor y dotándonos a nosotros los humanos de la capacidad de amarlo a nuestra vez. El amor así entendido no es una virtud ética, sino una relación, y como tal impulsa a Dios no solo a actuar con generosidad, sino también a dejarse influir por las acciones y decisiones humanas. En la alianza Dios no es solo sujeto y protagonista de la historia del mundo, sino también receptor de las iniciativas y reacciones humanas. Por lo tanto, la misma fórmula se aplica a las comunidades cristianas en su relación con el mundo. El servicio que ofrecemos a los demás transforma no solo a los que son objeto de nuestra atención, sino que también nos transforma a nosotros mismos en virtud de esta reciprocidad indeleble presente en toda experiencia de amor sincero. La fuerza de este amor reciproco presente en una misión verdadera puede permitirnos decir esto en forma paradójica a través de la fórmula: hoy, el mundo, o lo que llamamos tal, puede salvar a la iglesia de su narcisismo y de su persistente y crónico solipsismo espiritual y humano.