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La atalaya. Las pestes y su relación con el entorno, por L. Bacáicoa

Las pestes y su relación con el entorno (I)

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Aunque saturados con el serio asunto del “COVID” con el que a todos de una u otra manera toca afrontar, parece ser que lo adecuado procedería el soslayar el tema en lo posible y no sobrecargar las tintas, ni torturar los espíritus más de lo debido; tratar de ver horizontes de positividad (no en las PCR, por supuesto) sino de cargar los ánimos en vez de torturarlos, como así parece la actitud y la tónica acusatoria de tanto agorero. La pretensión es presentar unos trazos históricos sobre ciertas pandemias, y siempre y en lo posible, en relación con el entorno.

De entrada, referir que las pestes son como un sello siempre adherido a la historia de la humanidad desde que el hombre es hombre, aunque como decía el escritor A. Camus: “difícilmente se cree en las pestes hasta que la misma invade sobre nuestras cabezas”. Pero lo real es que no ha habido generación en la historia de la humanidad donde no haya habido dos lacras destructivas: las guerras y las pestes (y a veces no sólo una por generación sino más de una, e incluso a la vez); con números inconmensurables y horripilantes de muerte. De las primeras está en voluntad y potestad ser humano su puesta a cero; de las pestes conviene destacar que el número de fallecimientos ocasionados por las mismas a lo largo de la historia ha sido mayor que el producido por las guerras, siendo este número inconmensurable. Y el poder del hombre para con las pestes es más limitado pero, aún así, la sanidad, medicina y ciencia aligera los medios y la esperanza de su deplorable difusión, por lo que a los de a pie nos toca el arrimar el hombro en lo que nos concierne porque así sea.

Aniz, precioso monumento, un eslabón entre Mañeru y Cirauqui

Centrándonos en algunas pestes más notables y cuyas huellas dejaron signos muy notables para con nuestros entornos, he aquí estas referencias.

Al parecer, la más notable fue la ocurrida hace siglos, la reiteradamente nombrada como “peste negra” o la “gran peste” y como al mal no conviene citarlo por su nombre se le denomina con el eufemismo de “el mal que corre”.

Por ponerle una fecha se data en 1348 aunque tuvo sus años precedentes y posteriores (incluso décadas con fuertes impactos, incluso con secuelas por más de un siglo). No hay libro o tratado sobre el tema que no haga referencia a la repercusión catastrófica tan impresionante para con la población y su poblamiento. En Navarra fallece entre un tercio y un cuarto de la población, y en cuanto al poblamiento en aquellos tiempos había alrededor de 1.000 poblados y tras la devastación de la misma quedaron reducidos entre un cuarto o un tercio de los mismos.

Así, por ejemplo, en el entorno acaban por desaparecer los poblados ya tocados de Ahe, Gomacin, Larrain y Zubiurrutia; quedan muy tocados los de Agós, Aniz, Basongaiz, Ipasate, Soracoiz, Sotés, Urbe, Villanueva o Iriberri, Viloria y Zurindoain; y otros quedaron fuertemente mermados para ir desapareciendo en fechas posteriores como Aquiturrain, Auriz, Bargota, Ecoyen, Elordi, Gorriza, Olandain, Orendain o Soracoiz.

Ermita de Echano

De toda esta lista en muchos casos apenas tenemos hoy constancia, tan sólo como términos en la toponimia de nuestros pueblos, términos hoy sin movida poblacional pero con una historia viva en su tiempo y que como jirones van adosados a la vida de nuestro entorno.

Su desaparición es el fruto de los hachazos de las pandemias que acaban por un lado con la vida de las personas y por otro con la desaparición de tales pueblos; muchas aldeas quedan despobladas y no volverán a resurgir. En algunos queda la constancia de algún casón, tapial o Iglesia; en este caso algunas artísticamente reconstruidas que invitan, por un lado a visitarlos, por el disfrute de la naturaleza, y por otro lado visita cultural por el goce añadido de los restos artísticos. Y por poner un ejemplo muy concreto, en la zona tenemos el lugar de Aniz perteneciente a Cirauqui y en la muga con Mañeru. El caso fue que el prior de Aniz no puede mantenerse con la escasez de familias lo que obliga a hacer la fusión con el vicario de San Román en Cirauqui, y así el pueblo queda unida a esta parroquia en concreto.

Y saliéndonos un poco una interesante visita a la que podemos adjetivar de cultural tenemos a las espaldas del entorno bajo la peña Unzué al pueblo de Echano, pueblo que se pone como ejemplo de su desaparición debido a esta peste y en cuyos parajes perdura una bellísima iglesia románica: S. Pedro de Echano. Y ya que al parecer y debido al confinamiento se demandan otros alicientes para ocupar tiempos, buen motivo sería el acercarse a estos históricos enclaves que nos gratifican con sus complementos culturales.

En aquellos tiempos la llegada de una peste no venía de repente, sin más (quizá hoy también pero que resultan más ocultos incluso para los científicos)). Siempre había unos precedentes muy notorios: malas cosechas, falta de alimentos, mala higiene en general… por lo que el hachazo es más rotundo para con el más desprotegido (en esto sí es similar el golpazo actual, afectando con dureza al mermado ya por la salud, edad y demás). Pues bien, refiriéndonos a esta gran peste de mediados del siglo XIV ya dos años antes, y ateniéndonos a la zona, en 1346 hay quejas sonadas en Puente la Reina en que las malas cosechas provocan un aumento incontrolado en el precio de los productos, lo que añadido a su pobre rendimiento no da para exportar y, como consecuencia, la miseria. Desaparece la actividad económica porque la debacle en la salud ha roto cualquier soporte en la economía.

En Cirauqui la cosecha era tan raquítica que se dejó de segar y, para más inri, fue un año climático desastroso (al infeliz siempre le crece todo tipo de cuernos). Fue año lluvioso por demás y cuyo ambiente facilitaba la propagación de la peste. En cuanto a la uva, a la pobre cosecha se agrava debido a los hielos tempranos, por lo que no se llega ni a vendimiar en nuestros pueblos En aquella época la vida se basaba en una austera agricultura de cuyas tierras muy pocos eran propietarios y cuyo rendimiento apenas daba para subsistir una vez deducidas rentas, diezmos y otras mil deducciones. La ganadería, tan solo casera, necesitaba lugares de pasto que se infectan por la peste, por lo que se da carestía total en producciones agrícolas y ganaderas. Las únicas industrias rurales en aquel entonces eran las ferrerías y los molinos; la falta de personal tras la peste hace que los molinos queden abandonados e incluso perderán hasta el nombre. Cuando tiempos después aparecerán otros nuevos, a los antiguos tan sólo les resta el antiguo nombre de: “errotazarra” (molino viejo) errotazarra o molino viejo (Enériz) errotabidea (Legarda), errotaburua (Mañeru), errotaldea (Adios), errotasiar- rotasiar (Artazu), errotagaña (Obanos) y otros.

Consecuencias de la miseria serán, además de la gran pérdida de personal, las deudas que persiguen a cualquier familia, lo que obliga a la emigración en masa de las gentes; la gente huye de los lugares apestados. El personal se endeuda, no se pagan rentas; se vende lo poco que se tiene, se vende la vaca o el buey y se acaba en pobreza y penuria masiva, y la consecuencia es emigrar, mendigar abandonando las tierras de labor. Aparecen pobres por los caminos, robos (así se hace constar por ejemplo en “Muruarte ederreta (precioso)” y en Añorbe; aumenta el bandolerismo por doquier, la muerte por inanición y la criminalidad. Problemas que en muchos casos ni se pueden atajar ni solucionar, por lo que llega a afectar a la gobernanza de los pueblos; en Puente la Reina todos los cargos reales quedan en suspenso.

En cuanto al origen y ruta de la peste, se afirma que proviene de Sicilia, sube por Italia, pasa al sur de Francia y sigue a través de la ruta del camino de Santiago. Se va extendiendo por los lugares donde pasa, así que en el caso de nuestro entorno no solo confluyen los caminos y personal en Puente la Reina (tan bien venidos casi siempre) pero en este caso con la mochila bien cargada de equipaje pernicioso. La propagación es a través de las pulgas, su rápida expansión es sobre animales y personas.

En cuanto a los remedios, en aquel entonces no sólo eran escasos, por no decir nulos; apenas algunas indicaciones en cuanto al aseo y con poco alcance científico. Algunos amparos semibrujeriles y curanderismos; ciertas restricciones y órdenes municipales en cuanto a la vigilancia (en esto un algo parecido a la situación actual) de entradas de personal sospechoso o portador de la peste. Por lo que el mayor remedio se traducía en rogar a lo alto. Por un lado desde los púlpitos se reitera el que la peste es un castigo de Dios, amenaza divina provocada por la maldad de los hombres. Pero aún así se clama y ruega por el auxilio divino traducido de forma clamorosa a base de procesiones, peregrinaciones y, sobre todo, implorar la intercesión de los santos. Y en este caso concreto sobresale la mediación de dos santos: por un lado San Sebastián y, de forma más concreta en cuestiones de pandemia, el santo prototipo es San Roque, patrón contra la peste, siempre representado y a la vez mostrando la pierna y la imagen de su herida apestosa y a su lado el perro. En Mendigorria es muy notoria la fecha de este santo en el fragor de sus fiestas, pero también era muy agradecido este día para los puentesinos que dejaban la dura faena de la trilla para celebrar con sus vecinos no tanto por la cuestión procesional sino por la juerga en medio de tanta jornada sudorosa, de tanta parva en la ardua y larga recolección de la mies.

Y como el espacio reservado a esta atalaya se agota, nos remitimos al siguiente escrito.

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