

1. El espíritu de Júpiter

Al alba, como cada domingo, Amadeo acompaña a su madre, Mercedes, a faenar. Pero esta mañana no es una mañana cualquiera. La tormenta de anoche dejó un mar blanco como la leche, quieto como un felino durmiendo a la sombra de una higuera.
Madre e hijo repiten los gestos de siempre, los que sus antepasados les transmitieron a lo largo de los siglos. Un ritual, un baile casi perfecto: comprobar las redes, pero también los cebos y los anzuelos, asegurarse de que no falte nada a bordo. Este domingo, en Conil de la Frontera, el baile se repite, pero algo imprevisto está a punto de ocurrir y cambiar para siempre la vida de un niño aventurero.
Ya a unas cuantas millas de la costa, se ven algunas sombras en la superficie.

—Qué raro —dice Mercedes.
—¿No serán boyas? —pregunta su hijo. Su madre contesta que no pueden ser boyas porque nunca fueron rectangulares y, además, no pueden estar esparcidas así.
El niño se asoma a la proa y no puede creer lo que está viendo: cinco cofres. Cinco cofres llenos de misterios, igual de misteriosos que la tormenta de anoche, tan inhabitual aquí, en la costa gaditana.
Amadeo no tarda en descubrir que cada uno de esos cofres contiene un objeto.
Todos aquellos objetos llevan más de dos siglos en las profundidades, después de que se hundieran los galeones franceses, ingleses y españoles en la mítica batalla naval de Trafalgar.…

El mar aún no se ha despertado de su siesta y ya se acercan unas gaviotas, como si fuesen conscientes del increíble descubrimiento. A una de ellas, Amadeo la llama Cíclope porque tiene solo un ojo abierto. No vuela como las demás y siempre se choca con el costado del barco de Mercedes, como si la aturdiesen el harmatán o uno de esos vientos del desierto que nos vuelven locos. Al niño le hace gracia y le tiene mucho cariño. Siempre guarda unas sardinas para ella porque sabe que le cuesta pescar tan bien como lo hacen sus hermanas. Cíclope ha puesto sus patitas amarillas encima del segundo cofre, agarrada a la aventura.
Amadeo consigue llevar el misterioso cofre a bordo sin que se mueva la gaviota, imperturbable. Lo abre y dentro encuentra una pequeña estatua de bronce de un hombre con barba:
—¡Mamá, mira esto! Zeus, Aquiles, Poseidón… —lanza Amadeo.
—¿No será Júpiter? —pregunta Mercedes—. Casi aciertas con Zeus, pero Zeus es el equivalente griego de Júpiter, el nombre que escogieron los romanos.
Amadeo no se da cuenta del tesoro que tiene entre sus manos cándidas: Júpiter, cierto, hecho por unos artistas romanos hace siglos, por no decir milenios, en la antigua ciudad de Baelo Claudia.
Júpiter, hijo de Saturno y de Ops, «padre de la luz», dios del cielo, del clima y de los ciclos agrarios. Un nombre que invita a soñar con epopeyas, filosofía, ánforas llenas de aceite, trigo y vino… ¡AVENTURAS!
En cuanto a Baelo Claudia, debe su nombre al emperador Claudio, que vivió en el siglo I después de Cristo. Esa ciudad mítica se construyó muy cerca del estrecho de Gibraltar y se enriqueció gracias a los miles de atunes que pasaban por allí para encontrar refugio entre junio y septiembre. Baelo Claudia, ahora museo al aire libre, que solemos recorrer antes o después de bañarnos en la orilla de la playa Bolonia.
Baelo Claudia: dos palabras que nos arropan como el viento cálido que sopla en la costa de Cádiz.

—Baelo, para soñar y mirar hacia el pasado —dice Mercedes—. Claudia, para pensar en una amiga o una prima con quien hemos jugado debajo de los pinos.
—En aquella época ya se utilizaba la famosa técnica pesquera llamada la almadraba —le cuenta Mercedes a su hijo—. Almadraba, otra bonita palabra llena de significado, de origen árabe: «lugar donde se golpea». La madre de Amadeo la conoce muy bien, dado que su familia sigue siendo una de las pocas que la usan hoy en día. Doscientos kilos pesa un atún rojo, y hacen falta decenas de hombres y mujeres para sacarlo de la red. Allí, por la costa de Cádiz, Barbate, Tarifa o Trafalgar, concluye una de sus dos migraciones para desovar. El atún vuelve en primavera al lugar donde nació, en el mar Mediterráneo. Vuelve a sus orígenes, como los exploradores del siglo XV. Después de meses en el Atlántico, necesita esas aguas más templadas. Los fenicios ya lo sabían hace tres mil años, y los pescadores de hoy en día siguen observando este viaje a Ítaca.
Baelo Claudia: Amadeo conoce esa ciudad, o por lo menos las ruinas que visitó con su clase durante el curso pasado. De aquella visita, recuerda sobre todo las columnas que desafían las mareas. Recuerda las prisas de sus amigos por que terminase la visita guiada para poder ir a jugar en la arena. Pero también recuerda los objetos expuestos en una vitrina del museo, cada uno con su numerito y, debajo, una frase explicando su origen.

—¿Y cómo esa estatua de Júpiter llegó a uno de esos barcos de la batalla de Trafalgar? —se pregunta el niño, que sigue incrédulo delante de semejante hallazgo.
¿Un robo? ¿Un regalo al capitán por parte de un coleccionista? En todo caso, se trata de una réplica de la del museo, una que el escultor romano dejó en algún lugar de la ciudad.
—Vaya misterio —dice Amadeo.

Un misterio que no carece de sentido, sabiendo lo que representaba Júpiter para los romanos: truenos, tormentas… ¡todo lo que puede temer y querer un marinero!
Un aprendiz marinero como el joven Amadeo.
—Mamá, ¿podemos ir a Baelo Claudia, por favor? Seguro que no tardamos nada en llegar.
La madre, todavía en shock delante de lo que acaba de ver, tarda en contestar. Desafortunadamente, no tiene la candidez de un niño de nueve años. La razón domina los sentimientos.
Amadeo se pone a pensar. Se acuerda de lo que les explicaron a él y a sus compañeros de clase cuando fueron a visitar la ciudad romana, antes fenicia. Encontrar esa estatua tampoco carece de sentido. Los habitantes de Baelo Claudia vivían principalmente de la pesca, pero también de la venta del pescado a los pueblos de alrededor y de una salsa llamada «garum». Todo eso se conservaba en ánforas, esas que vemos en museos. Por eso el mar era clave para los habitantes, y ha-
bía que respetarlo y pedir protección a Poseidón, dios griego del mar y de los océanos, pero también a Júpiter, dios del cielo y de la tierra. Por eso algunos artesanos se dedicaban a hacer esculturas de bronce como la que acaba de encontrar el joven Amadeo. Algunas de ellas fueron descubiertas a principios del siglo XX, en plena Primera Guerra Mundial en Europa, por un grupo de arqueólogos, pero parece que mucho antes alguien ya había estado en esa ciudad romana que nadie conocía.
—¡Ya está! Enigma resuelto —dice Amadeo.
—¿Cómo que ya está? —añade Mercedes—. Entonces explícame qué es este cofre, y los cuatro cofres que lo rodean.
Amadeo tiene una gran ventaja para empezar su investigación. Algo que un niño de nueve años cimenta cada día en el colegio, con sus mejores amigos y con todos esos libros que lee antes de dormir. Ese algo es su IMAGINACIÓN. Será su mejor aliada para entender cómo una estatua romana llegó en un cofre de finales del siglo XVIII, principios del XIX.
—Creo que sé lo que pasó de verdad —dice el niño—. ¿Quieres que te lo cuente, mamá?
—Claro, Amadeo, dímelo —contesta Mercedes.
—Los cofres llevaban más de dos siglos en las profundidades. Combatieron centenares de hombres en esa batalla, algunos por la gloria, otros por la aventura o para huir de un pasado turbio. Uno de ellos se llamaba Rafael, el benjamín de la Armada Española. Un joven marinero, un poco más mayor que yo. Rafael era de un pueblo pesquero, Pedro Valiente. Cuando no faenaba con sus primos, le gustaba ir a las playas de Bolonia, mirar el horizonte y soñar con alistarse. Para viajar, vivir aventuras. Como todos sus compañeros de viaje, Rafael se llevó un recuerdo de su vida en tierra, una especie de amuleto, de objeto protector. Algo que pudiese caber en su mano para apretarlo fuerte en caso de peligro.
Ese objeto era la estatua de Júpiter…. La había encontrado por casualidad paseando por la playa. Su pie descalzo se había chocado con la cabecita que salía de la arena. Era de bronce, y Rafael no tenía
idea de su valor, ni siquiera sabía quién era Júpiter… La guardó meses debajo de su cama hasta que un día, al cumplir dieciséis años, se la llevó a bordo del Neptuno, uno de los navíos de la flota española. Por fin, se cumplía su sueño: navegar en un barco gigante, conquistar el mundo, ir más allá del horizonte que veía desde la ventana de su habitación en Pedro Valiente. Él también lo era, valiente. Y su pequeña estatua era como su amuleto de la suerte. Júpiter lo protegía. Cuando tuvo que abandonar el barco, cayó al agua. Afortunadamente, el joven Rafael, a pesar de sus brazos flacos, consiguió nadar hasta la orilla, siguiendo la corriente como lo hacen los miles de atunes que dan de comer a tu familia desde hace milenios.

Al despertarse, estaba vivo, pero Júpiter había desaparecido. Las olas o alguna criatura marina se lo habían llevado hasta el misterioso cofre de madera, metal y oro.
Hasta que otro niño, igual de soñador que Rafael, lo encontrase, más de dos siglos después.

