El
Buen Juglar Mario Formisano
El Cuento De El Buen Juglar Fragmento de la Séptima Partida «Otro sí son infamados los juglares, y los remedadores y los que hacen los zaharrones, que públicamente ante el pueblo cantan o bailan o hacen juegos por precio que les den; y esto es porque se envilecen antes todos por aquello que les dan. Mas lo que tañasen instrumentos o cantasen por solazar a sí mismos o por facer placer a sus amigos o dar alegría a los reyes o a los otros señores, no serían por ello infamados».
Alfonso X el Sabio
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I —Estas fueron las hazañas de mío Cid Campeador:
«En llegando a este lugar se ha acabado esta canción». Terminaba así el extravagante juglar gallego de recitar el Cantar de mío Cid, con el que terminaba la mayoría de sus actuaciones. El salón de la posada estaba medio vacío, puede que medio lleno. Había aplausos tímidos, pero aplausos, al fin y al cabo. Aunque eso le daba igual. Se relamía ya pensando en el pago prometido, cena y jergón, y es que de dinero iba corto, pero no así de hambre. Marchaba ya el posadero, cuya hija era la más complacida espectadora del entretenimiento ofrecido por aquel curioso personaje, a cumplir su parte del trato. —Muy bien juglar, has cumplido. Aquí tienes comida y una jarra de vino. Puedes dormir en la parte de atrás del salón. Eso sí, al amanecer quiero verte salir de mi posada. 5
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—No te preocupes, no tenía pensado quedarme aquí mucho. Al amanecer partiré. Después de retirarse el posadero, nuestro hombre itinerante dio buena cuenta de su recompensa y, habiendo acabado con dicha comida y con el vino (sobre todo con el vino), apareció la hija del posadero para sentarse a su lado. Comenzaron a hablar: ella fascinada con su verba, él fascinado con su belleza. La conversación la cortó un intimidante grito del padre mandando a su hija a dormir, completándolo con una amenaza al juglar no muy sutil. Sin embargo, antes de irse la joven moza tuvo tiempo de decirle algo al oído: —Duermo arriba, al fondo y a la derecha. La joven se retiró e hizo lo propio su errante interlocutor, quedando al poco rato la posada en penumbra. Lo que pasó después no es difícil de imaginar. Y no es que el juglar partiera al amanecer como deseaba el posadero, sino que salió mucho antes. Concretamente salió corriendo, para ahorrarse problemas, ante la colérica mirada de su anfitrión y los dos hijos varones de este, que no estaban contentos con que marchara de aquella forma. Aunque para ser fieles a la verdad, esto se debía al hecho de haber descubierto a su parlanchín huésped haciendo una pequeña parada antes de partir. Arriba, al fondo y a la derecha. —Qué tristeza de anfitriones —se decía el prófugo juglar a sí mismo, ya en la distancia. 6
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Otro lugar al que mejor no volver, otro camino que emprender con prisas. No le quedaba más que intentar llegar cuanto antes a su destino. Allí donde pretendía continuar con su actividad, al menos de momento. Allí donde esperaba encontrar a una persona y poder cambiar su suerte. Sus esperanzas estaban intactas. De la esperanza no se come sin embargo, sí alimenta. Esperanzas de amor, esperanzas de riqueza, puede que de poder. Esperanzas de gloria y de paz, quizás. De guerra, tal vez. De ir a nuevos sitios o de regresar al inicio. Esperanzas de verte junto a mí, o de no verte nunca más. La esperanza alimenta, sí, mas no vale solo con esperar. Tras una dura y larga caminata, al llegar el mediodía por fin se encontraba a las puertas de la urbe hacia la que había marchado desde tierras toledanas, realizan7
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do algunas paradas. Ante sí se levantaba espléndida, aquella primavera de 1481, la ciudad de Sevilla. Nada más entrar se dispuso a cumplir los dos objetivos que tenía en mente: encontrar a un mercader genovés llamado Fabio Parodi afincado en la ciudad y, por supuesto, comer, pues llevaba desde la noche anterior sin catar plato alguno. Sin noción alguna de la ciudad comenzó a deambular hasta cruzarse abruptamente con un joven que andaba algo despistado. —Anda con más cuidado, muchacho. —Eso tú. —La culpa ha sido tuya, ¿es que no sabes quién soy? —¿Acaso debería saberlo? —Deberías si un hombre de bien te consideras. Mi nombre es Ruy Gálvez, el mejor y más afamado juglar de todo el reino de Castilla y de León. —Me parece que no me suenas, juglar. Sintiéndolo mucho, tengo prisa. —Antes de irte al menos ten la decencia de indicarme cómo llegar a la casa del mercader Fabio Parodi, ¿lo conoces? Claro que lo conocía, el muchacho estaba perdidamente enamorado de la hija de aquel mercader italiano. —Sí, y si así podemos acabar con esta absurda conversación… Debes cruzar el río y bordearlo hacia el 8
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lado izquierdo hasta encontrar la casa, grande y con la cruz de San Jorge en la puerta principal. —Entendido, muchacho, puedes seguir tu camino. —Sea pues. Antes de cruzar el río como le había indicado el muchacho, Gálvez avistó una plaza concurrida y decidió improvisar una actuación en busca de obtener algunas monedas para conseguir comida y saciar su hambre. No dudó en poner en marcha su capacidad para llamar la atención y enseguida había reunido a un considerable grupo de personas a su alrededor, escuchando la historia que el juglar contaba sobre príncipes y sus princesas. Hasta puso a bailar a algunos de sus espectadores haciéndoles simular que estaban en una lejana corte. Bien recibida la actuación, Gálvez consiguió algunas monedas con las que compró algo de comer. Ya con el estómago lleno se dirigió hacia la casa de Parodi. Mientras tanto, Gonzalo Ramos, pues así se llamaba el joven de diecinueve años con el que el juglar había topado, compartía ya mesa con los mismos de siempre y como casi todos los días de los últimos dos años en la taberna del Vizcaíno, dueño de la misma. Allí se juntaba con un grupo muy variopinto conformado por: su amigo de toda la vida, Tristán Gómez (de veinte años), junto al que trabajaba cargando y descargando mercancías para mercaderes y comerciantes en el puerto de Sevilla 9
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(lugar de trabajo donde había conocido a su amada); el padre Alonso (superaba los cuarenta años), clérigo secular aficionado al vino muy cercano a sus convecinos y que había procurado el bien de los dos jóvenes amigos desde que quedaron huérfanos; Juan de la Cruz, hijodalgo y poeta al que a sus treinta y un años se le tenía en cierta estima en la ciudad; y el propio Vizcaíno, de nombre Íñigo y de apellido Arrizabalaga, llamado así por ser originario de esa región, aunque llevaba ya tiempo en Sevilla donde su esposa y él se sostenían a duras penas con su taberna, contando con esta treinta y seis primaveras. Así pues, solo Tristán y Gonzalo eran naturales de Sevilla, ya que de la Cruz venía de Cádiz y el padre Alonso había nacido en un pequeño pueblo de La Mancha de cuyo nombre ya ni podía acordarse. —Cada día que pasa, tu taberna está peor, Vizcaíno —le decía de la Cruz. —Si me pagaras lo que me debes, igual podría estar mejor. —Siempre te vas a lo mismo, recuerda que somos amigos. —Qué amigo más caro te has echado, Vizcaíno, te ha caído la cruz. —Reían todos. —Tú calla, Gonzalo. Oye, este vino sabe raro, ¿no le habrás echado algo? —preguntaba el trovador al tabernero bromeando. 10
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—A quien voy a echar es a ti como sigas diciendo tonterías. —Veo que seguís sin saber comportaros. —Y usted sigue sin saber soltar la jarra de vino, padre —contestaba de la Cruz, provocando las risas de los demás. —Mmm, te voy a perdonar ese comentario porque sé que en realidad no tienes malicia —decía el clérigo, sin soltar la jarra. —Amén, padre. Por cierto, Tristán, veo que sigues tan parlanchín como siempre —ironizaba don Juan. —No creo que pueda decir algo más interesante que tú —respondió el muchacho también de forma irónica. —Mejor callado, definitivamente. —Está callado porque está esperando a que el padre Alonso suelte por fin la jarra —dijo Gonzalo. —Creo que exageráis conmigo, queridos. —Diga que sí, padre, aunque me voy a tener que levantar a por más vino —sentenció el Vizcaíno. Al otro lado del río, Marozia Parodi se encontraba peinándose su fantástica melena morena en el interior de su alcoba, mirando por la ventana desde la que tenía una preciosa vista de la otra parte de la ciudad, cuando de repente se fijó en un curioso hombre de barba descuidada y atuendo llamativo. No era 11
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otro que Ruy Gálvez, interpelado al acercarse a la entrada de la casa por una criada. —Disculpe, señor, ¿viene buscando algo? —Deseo hablar con don Fabio Parodi, si es posible. —¿Y quién le debo decir a don Fabio que quiere hablarle? —El ilustre y afamado juglar Martín Gálvez. —Ese era el verdadero nombre de Ruy Gálvez. —De acuerdo, espéreme aquí mientras informo. Quedaba el juglar, por tanto, a las puertas de la gran casa, con la cruz de San Jorge en la puerta, esperando a que aquella criada cumpliera su función y el mercader lo recibiera. La mujer se disponía a informar cuando se cruzó con Marozia, que salía de su cuarto curiosa. —Fina, ¿quién es ese que está en la puerta? —Un juglar que quiere hablar con su padre, señorita. —¿Cómo te ha dicho que se llama? —Martín Gálvez, señorita. Quedaba pensativa la chica, imaginando qué querría aquel tipo, mientras Fina marchaba a informar a su padre. Al llegar al despacho de don Fabio, la criada llamó primero a la puerta recibiendo la correspondiente respuesta. —Adelante. Entró Fina y se colocó frente a su amo. —¿Qué ocurre, Fina? 12
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—Perdón que le moleste, señor. Pero hay un hombre en la puerta que dice querer hablar con vos. —¿De quién se trata?— preguntó el mercader sin levantar la vista de los papeles que tenía encima de la mesa. —Dice ser juglar y llamarse Martín Gálvez. En ese momento alzó la mirada Parodi, pues sabía quién era aquel juglar. Le había conocido algunos años atrás en Medina del Campo, ciudad que el mercader había visitado por sus ferias, aunque no pensaba que le volvería a ver. El enriquecido Fabio recordó instantáneamente la promesa que le hizo al juglar al separarse sus caminos aquella noche dantesca, cuando Leonardo y el mercader se vieron envueltos en una trifulca con dos mercaderes portugueses a cuenta de una valiosa obra de arte. Gálvez, que había discutido previamente con esos mercaderes decidió interceder en favor del genovés y su sirviente, ayudándoles a mantener la obra de arte en su poder y a escapar de allí, ocultando desde entonces el hecho (a parte de la indebida apropiación de la obra) de que Fabio Parodi asesinó a esos mercaderes portugueses aquella noche. —Hazle entrar y llévale al salón. —Como mande, señor. —Y dile a tu marido que vaya al salón también. —De acuerdo, don Fabio. 13
La historia de unaljuglar que pretende Fina bajó almacén donde su marido Leonardo, tamevitar su propio fin se convertirá en
bién criado de la familia Parodi, se encontraba trabajando. doneste Fabio cosas—Leonardo, que confesar. Con libro,ha mandado que vayas al Hay un juglar en sus la puerta que quiere hablar con elsalón. autor ha querido expresar ideas y sentimientos más profundos él y ha dicho que lo recibirá allí. combinando narrativa y poesía. —¿Un juglar? ¿Te ha dicho su nombre? —Sí, Martín Gálvez. ¿Por qué? —Creo que sé quién es. —Leonardo experimentó la misma sensación de sorpresa al oír el nombre que su señor. —Bueno, tú deja lo que estés haciendo y ve al salón. Leonardo abandonó inmediatamente su tarea y subió al salón donde Fabio Parodi solía organizar pequeños banquetes para determinada gente, y donde le gustaba recibir a sus visitas. Mientras, Fina volvió a la entrada de la casa en busca del juglar. —Puede pasar. Sígame. —Excelente. —El juglar había conseguido que Parodi le recibiera, por la cuenta que le traía. La criada le acompañó hasta el salón donde ya esperaban Leonardo y Fabio Parodi. —Señor Parodi, es un placer que me reciba. Leonardo, qué alegría. —Gálvez se mostraba amistoso, cercano y efusivo. —Buenas —contestó el criado. —El placer es mío, Gálvez, puedes sentarte. 649110 788418 9
ISBN 978-84-18649-11-0
algo totalmente distinto. Hay muchas