El día no le hacía prever nada fuera de lo normal. Excepto por la angustia que lo embargaba ante lo que podía haber sido una fatal negligencia. Adrián llegó justo a tiempo de cerrar la ventana y evitar una vaharada asfixiante, propia de un verano prematuro, al tiempo que oía el chasquido inconfundible de la tostada al saltar. Se dirigió a la cocina entre bostezos, creyendo oír todavía junto a él unos pasos presurosos, y el ladrido de entusiasmo con que Francis celebraba la hora de su primer pienso. Ignoraba cómo ocurrió, pero estaba seguro de no poder perdonarse nunca el despiste que provocó la huida de su noble amigo, tal vez tras un gato. Había dado parte de su pérdida, pero seguía sin noticias, comenzando ya a temerse lo peor. Desayunó casi a la fuerza, desconsolado aún por el enorme vacío dejado por el animal. Desayunó sin prisas y usando los utensilios estrictamente imprescindibles, pues siempre procuraba dejar la cocina en las mejores condiciones para evitarse trabajo al regresar. Era solo uno de los muchos hábitos adquiridos tras su separación. No había rehecho su vida en el sentido en que suele usarse esa expresión, pero sí la había reestructurado. En líneas generales, no había en su vida más sombras que las que conlleva la propia vida. Sombras más oscurecidas recientemente por la sospecha surgida durante una revisión médica y por la desaparición del único ser que le alegraba sus horas bajas. Tal vez fue el ensimismamiento, la obsesión por cuál pudiera ser el diagnóstico, lo que le hizo bajar la guardia mientras paseaba con Francis durante una salida al campo unos días atrás.
Sonrió al observar en sí mismo las mismas manías de su padre: la taza sin llenar del todo, poco azúcar y capa de mantequilla muy superficial. Ignoraba si era el recuerdo de estas nimiedades lo que le había remitido a la fecha, o viceversa, el caso es que reparó en que faltaban pocos días para que se cumpliera el trigésimo aniversario del fallecimiento de su viejo. Puso fin al desayuno antes de que los recuerdos escaparan a su control, cosa que ocurría con frecuencia desde que se instaló de nuevo en la casa familiar. Se levantó de súbito y, tras el inefable «cómo pasa el tiempo», exclamado para sus adentros, se dispuso a aprovechar el espléndido día que se desplegaba ante él. Su itinerario rara vez variaba. Un paseo sosegado culminaba en la plaza de Canalejas donde se deleitaba bajo los enormes ficus. Su sombra parecía intensificar la brisa del mar. Allí solía sentarse a leer, largo rato, hasta que el estómago le recordaba la hora con más precisión que el propio reloj. Entonces, sin abandonar la plazuela, buscaba sitio en la terraza de algún bar, y se regalaba un refrigerio que lo eximiese de usar su propia cocina. A estos sencillos placeres dedicaba su tiempo tras la jubilación. Tiempo atrás, así transcurría la fase urbana de sus vacaciones, no siempre seguida ni precedida de mayores ajetreos. Así pues, ya solo restaba comprobar que llevaba en la mochila sus pertrechos habituales, y elegir el libro que sustituyera al recién terminado.
Tal vez por el recuerdo avivado a raíz del desayuno, sintió el impulso de elegir alguno de los clásicos de aventuras que tanto entusiasmaban a su padre y que tanto le había recomendado. Alguno recordaba haber leído. Pero la infancia y la juventud solo se valoran de pleno en la vejez. Por tanto, ahora era el momento de sentirse corsario, espadachín o indio de las praderas. Digno homenaje a su progenitor en vísperas del aniversario de su muerte. Se dirigió a la biblioteca, y en la estantería compartida por Emilio Salgari y James Oliver Curwood, extrajo un volumen al azar. Resultó ser Los tigres de Mompracem, unos tigres en apariencia harto inofensivos al cabo de tantos años: fatigados, deslucidos y medio desencuadernados. Pero, como no tardó en constatar, capaces aún de infligir
graves mordeduras y zarpazos al espíritu. Todo lo que pudo hacer fue contemplar la tapa, soplar el polvo acumulado y apoyarlo sobre la palma de su mano para hojearlo despacio. Comenzaba a invadirle la melancolía cuando algo salió disparado de entre las hojas, sobrevoló un momento las baldosas y cayó a sus pies. Se agachó, dispuesto a restituirlo, tomando aquel trozo de papel por algo usado en su día como marcapáginas, cuando distinguió la letra de su madre en una frase escrita a mano, con pluma. Una letra picuda, regular e impecable, propia de la caligrafía de otros tiempos, resaltaba sobre una hoja pequeña de agenda. Dejó el libro y se acercó a la ventana. La extrema brevedad de la frase, reducida, casi a una sola palabra, facilitó la lectura. Decía, simplemente: «Recuerda: a las 23:30». El detalle en el que reparó después le produjo un impacto indefinible. La hoja de la agenda correspondía al día 14 de agosto de 1989, la fecha en que falleció su padre. Pero ¿y la hora? Adrián recordaba vagamente que el deceso se había producido al filo de la medianoche. Dejó la nota en el libro, corrió hacia el secreter donde la familia, desde siempre, guardaba los documentos, y escarbó largo rato hasta dar con el certificado de defunción. Hora de la muerte: 23:45. Entonces, ¿qué significaba esa nota? ¿Una premonición? ¿Una cita macabra? Su padre había muerto en la cama, en su casa, a consecuencia de una enfermedad de desenlace rápido. Nada sospechoso. Por tanto, no se le había practicado la autopsia. Esa nota, sin embargo, parecía sugerir un conocimiento previo de los acontecimientos. ¿O no? También podía estar recordando la hora a la que debía administrársele al enfermo algún medicamento. Pero, de ser así, solo podía haberla escrito su madre, quien fue su única cuidadora, que él supiera, y si uno escribe en la agenda para sí mismo, no inicia la frase diciendo: «Recuerda». Simplemente anota lo que haya que recordar. El texto era demasiado escueto y ambiguo como para levantar sospechas. Pensó que, de haber sido más explícito, hubiera sido eliminado. Su cerebro era, de repente, un torbellino de conjeturas a cuál más inconexa y disparatada. ¿Cómo averiguar el significado del mensaje? ¿Por qué
se hallaba en uno de los libros icónicos de su padre? Pero aún había más: el azar lo había puesto en su conocimiento y a su alcance, pocos días antes del triste aniversario.
Ya había empezado a marcar el número de su hermano, pero se detuvo. ¿Qué iba a decirle que no le hiciera quedar como un demente? ¿Cómo abordar el tema? ¿Cómo hacerle entender que quizá hubiera que analizar a la luz de nuevos datos aquella extraña amistad surgida entre su madre y el doctor? Más bien, aquella intimidad que entonces todos atribuyeron a las circunstancias. ¿Adquiría ahora nuevo significado la palabra «complicidad»? Guardó el móvil. Dudó. Lo extrajo de nuevo. Sí, sí tenía una buena excusa para llamar, aunque no iba a cometer la indelicadeza de entrar en conjeturas sin fundamento, cuando Ernesto pasaba por una situación tan difícil como real. Marcó de nuevo. Saltó el contestador y dejó un mensaje interesándose por la salud de su cuñada. Tal vez, pensó, Ernesto vivía uno de los últimos momentos junto a su mujer. Él, por su parte, había perdido todo interés en el paseo. Era propenso a las obsesiones, y a tratar de hallarle una explicación a todo. Pensó en el deterioro del libro elegido al azar, nada raro después de tantos años, y esto le sugirió una ocupación que desplazara la sombra de duda que invadía su mente. Así concibió la ardua tarea de revisarlos, seleccionar los más dañados y afanarse en restaurarlos. Siempre atento al móvil por si su hermano respondía, regresó a la biblioteca. En pilas de tres o cuatro, fue depositando con cuidado los libros sobre la mesa. Apenas había comenzado a hojearlos, cuando sonó el teléfono.
—Bueno, parece que hay una ligera mejoría. Está reaccionando bien al tratamiento —dijo Ernesto con voz jovial.
—No sabes cómo me alegra oír eso, Ernes. Y tú, ¿qué tal?
—Bien, dentro de lo que cabe. Tratando de llevarlo todo adelante. ¿Qué cuentas?
—Mira, quería saber si tú recuerdas... ¿fue mamá la única persona que cuidó a nuestro padre durante su enfermedad?
—Pues... —, titubeó, tras un breve silencio que delataba su perplejidad —. Aparte de aquel médico vecino nuestro, sí. ¿A qué viene eso ahora?
—No sé. Me ha dado por pensar. ¿Fue él quien certificó la defunción?
—Sí, claro. Pero Adrián, ¿se puede saber qué pasa? No me digas que ya estás con otra de tus neuras. Llevabas una temporada muy calmadito.
—Oye, no te chotees.
—Vale, no me choteo. Pero algún motivo tiene que haber para estas preguntas, así sin más.
Adrián resumió el hecho en pocas palabras. Tras una pausa, que se le antojó eterna, oyó las carcajadas de su hermano al otro lado del hilo.
—A ver, dime. ¿Qué novela te has montado?
—Ninguna. Solo quisiera saber a qué puede referirse esa nota.
—Pues no tengo ni idea. ¡Tantas cosas pueden ser!
—¿Y la coincidencia del día y la hora? ¿Y por qué en uno de esos libros? Tú tuviste más ocasiones que yo de acercarte por allí. ¿Recuerdas algún detalle que concuerde con todo esto?
—A ver. Lo de los libros, me suena. Parece que papá, hasta el último momento, intentó distraerse con los clásicos de su juventud. Como si hubiera querido volver a sus primeros años. El círculo se cierra, ¿sabes?, y mamá le leía algunos párrafos cuando él ya no podía sujetar el libro. Es todo lo que recuerdo. ¿Te sirve?
—No sé. No mucho.
—Sobre todo, porque no tienes ni idea de lo que buscas, ni de a dónde quieres ir a parar.
—Pues no. Pero me intriga, no lo puedo evitar. ¿Puedes decirme algo más de aquel médico?
—Por lo visto frecuentaba mucho nuestra casa incluso desde antes de la enfermedad del padre. Fue de gran ayuda para mamá durante aquel trance y parece que hicieron mucha amistad.
—¡Vaya! Otra casualidad.
—¡Adrián, por favor!
—Vale, vale, no he dicho nada. Y ¿sabes si vive alguno de los suyos?
Supongo que tenía familia.
—No sé si por entonces andaba en trámites de separación. De hecho, creo que llegó a irse de casa unos días. Se largó, sin más, a un hotel del centro. Tenía a su única hija estudiando fuera y quizá no pudo soportar el ambiente de la casa.
—Vivían por aquí cerca. ¿Recuerdas dónde?
—No, no lo recuerdo. Era una familia muy corta y lo más probable es que ya no quede nadie ahí. A saber dónde estarán los descendientes.
—De acuerdo, Ernes. No te entretengo más. Y, de veras, me alegro de notarte optimista con el tema de tu mujer. Dale un abrazo de mi parte y tenme al tanto, por favor.
—Descuida. Pero hazme un favor: distráete. Vete por ahí. Haz un viaje, aunque sea a la vuelta de la esquina, ¿vale? Y deja de ver fantasmas.
—¿No necesitarás mi ayuda? —preguntó, con delicadeza, para no preguntar: «¿y si tengo que volver pitando para un entierro?».
—¡Tranquilo! Te avisaría —. Respondió Ernesto, fingiendo serenidad al leer entre líneas la verdadera pregunta de su hermano.
Apenas había apretado el icono rojo, cuando cayó en la cuenta de que no había preguntado el nombre del médico. Pero no tenía por qué dar a su hermano más motivos de preocupación. En el certificado constaría.
Sí: Antón Abades. Guardó el documento, se mesó los cabellos como tratando de retirar todo tipo de pensamientos desasosegantes y decidió seguir el consejo de Ernesto: «Aunque sea a la vuelta de la esquina». Prescindió esta vez de mochila, de libro, de todo aquello que pudiera entorpecer un simple paseo. «¿Por qué no?», pensó. Por qué no acercarse a otra vuelta de la esquina, a la provincia de al lado, donde vivía la hija de Carmen, aquella amiga de su madre que tan gran ayuda representó cuando Ernesto y él eran pequeños. El contacto entre ambas familias nunca se había perdido. Cambió a lo largo del tiempo, pero seguía siendo igual de estrecho. Así pues, en previsión de cuáles podrían ser los resultados
de las pruebas, y a qué limitaciones lo someterían, buscó el nombre de Paqui en su teléfono. El involuntario recorrido por esa letra, pasó, en algún instante, por otro nombre de gratos recuerdos: Pedro, un amigo de juventud del que llevaba tiempo sin tener noticias. Bien. De uno en uno, pensó. Y señaló el número de Paqui.
El hotel no distaba mucho de la estación. Llegó en el último tren porque quiso llegar cansado, en plena noche, cuando ya no hubiera más opción que el recogimiento. Al menos para alguien en sus circunstancias. Quiso llegar cansado para conciliar el sueño, para evitar pensar. Extrajo de la maleta lo justo. Solo deseaba una ducha caliente y meterse en una cama de nadie, en una habitación acogedora y limpia pero impersonal, donde nada le despertaba ningún recuerdo. Porque solo el exterior estaba cuajado de recuerdos, de fragmentos de su vida esparcidos por toda la ciudad. Su ciudad, ahora oscura, como si velara cuanto le estuviese reservando para el día siguiente. Se cuidaría mucho de dejar entrar esa oscuridad porque nunca penetraba sola, bien lo sabía. Por el contrario, traía consigo todos los temores, obsesiones y delirios que ella, más que nadie, sabe provocar. Era bien consciente de ello desde que su médico de cabecera lo alertara sobre los síntomas expuestos. Su cita con el especialista no era inmediata. Tenía cierto margen de tiempo para darse una última oportunidad, en previsión de lo que pudiera depararle el diagnóstico. Libre también de ataduras familiares, a veces muy a su pesar, decidió reencontrarse con sus orígenes, a los que ya solo le unía un corto pedúnculo. Temía la noche y procuró que algún resquicio de la cortina dejara pasar siquiera la luz de las farolas. Un resplandor tenue y mortecino invadió la habitación creando una penumbra más llevadera. Como siempre, antes de apagar el móvil, echó un vistazo a los últimos mensajes. Carlos, uno de los pocos amigos que le quedaban de sus tiempos de universidad, lo saludaba desde San Juan de la Peña. Al parecer, se hallaba realizando la ruta del Santo Cáliz en compañía de su mujer. Adrián correspondió con un cariñoso saludo
y un sincero deseo de contactar para verse cuando regresaran. Sin embargo, los mensajes más habituales que recibía eran de su hija, Isabel, y de su yerno. Alfonso había heredado el negocio familiar, una tienda de fotografía y la pasión de Isabel por estas actividades le había supuesto una rápida aceptación de la que sería su nueva vida, pese a haberse tenido que adaptar al clima leonés. Les iba bien, aunque era una actividad que esclavizaba mucho. Más de una vez habían comentado que ellos solo viajaban a través de las fotos de sus clientes, especialmente en lo que ella llamaba la «Era Analógica». Imaginativa y soñadora por naturaleza, reconstruía en su mente la totalidad de cada viaje que le fuera mostrado en escenas aisladas de las que la gente solicitaba copias. El mensaje, esta vez, también incluía una foto de los hijos, dos mocetones adolescentes a los que Adrián había visto en ocasiones muy contadas. Sin embargo, era feliz con estas tomas de contacto, aún a costa de saber tan lejana a su hija, con quien mantenía una estrecha comunicación. Quizá, algún día... pero no. Sabía que ningún pensamiento suyo debía empezar con esas tres palabras. Nunca quiso ser una carga, y nunca lo sería. Ese era su argumento, el eterno y único motivo de discusión entre padre e hija. Pasara lo que pasara, fuera cual fuera el diagnóstico, eso y solo eso, era cuanto Isabel sabría, es decir, que su padre se negaba a interferir en su vida. En cuanto a Luis, bien había observado que su hermana nunca lo mencionaba, respetando, al parecer, algún tipo de acuerdo tácito. Ignoraba si había algún contacto entre los hermanos; ignoraba si se lo ocultarían, en caso de haberlo. No obstante, en sus nuevas circunstancias, en el trance en que se hallaba, Adrián no lograba eludir el recuerdo de su hijo, más ausente y ajeno que si hubiese muerto. La muerte es irreversible y como tal se asume. Pero esto... ¿cuántos años hacía? Se negó a responderse.
Apagó el móvil y trató de centrarse en el objeto de su visita. En esos lazos que, no siendo de sangre, ataban más que si lo fueran. Así había ocurrido con Carmen. Casi una segunda madre para Ernesto y para él. De alguna habitación cercana le llegaba un rumor apagado. Quienquie -
ra que fuese, el huésped era discreto y respetuoso, puesto que tenía la televisión a un volumen moderado. Adrián agradeció ese sonido difuso del que no captaba el contenido. Le servía de arrullo. Y en la penumbra amarillenta de la habitación fue adormeciéndose. Vencido por la pérdida de consciencia, parecía sumirse en un descanso que no fue tal. Entre bruscos cambios de postura y respiración agitada, creyó distinguir una cordillera nevada y un cuerpo precipitándose al vacío. Él trataba de alcanzarlo, tropezando con las raíces de los ficus, corriendo sin aliento, pues, para reunirse con el accidentado, había de subir a un tren. El último tren. La última oportunidad.
De entre todas las enseñanzas que la vida es capaz de brindar, una había calado en Adrián hasta lo más profundo: las cosas nunca se aprecian cuando se está en disposición de disfrutarlas. El grupo que se había formado frente a la catedral le trajo este pensamiento a la memoria. Era una de las visitas que se había propuesto. Recordó el sinfín de veces que sus padres los habían llevado a él y a su hermano a la capilla del Santo Cáliz. Cuántas veces les habían hablado de las cadenas que un día cerraran el puerto de Marsella y de otros episodios, ya fueran históricos o legendarios. Ellos no distinguían y sus padres, a fin de inculcarles el interés por la historia y el arte, tampoco hacían mucho por distinguir. Sonrió, recordando el mensaje de Carlos. En todo caso, esa visita sería posterior. Ahora se dirigía a casa de Paqui. Ella y su marido lo esperaban para comer.
La parada del autobús era compartida por varias líneas, entre ellas la 40, que comunicaba con el distrito universitario. Evitó pensar que había transcurrido más de medio siglo desde su ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras. Evitó pensar en antiguas amistades, en juergas, sinsabores y amoríos. Y en coyunturas políticas de tanta relevancia como incertidumbre. Situaciones críticas que marcaron un antes y un después en la vida de su país y, por tanto, en la suya propia. En definitiva, trató de no pensar en sí mismo como alguien a quien ahora veía como otra persona distinta. Esta era otra de sus máximas: a lo largo de la vida, somos diferentes