Lara vivía con su madre, su hermano y su abuela en un pequeño pueblo al lado del río. Vestía siempre ropa rota y zapatos que le venían dos tallas más grandes. Iba a la escuela por las mañanas y por las tardes ayudaba a su hermano en la granja.
¿Cuál era la mejor parte del día? ¡La noche! ¡Siempre la noche!
Después de cenar, salía al porche y se quedaba embelesada mirando las estrellas.
—Cuidado, ¡que las vas a desgastar de tanto mirarlas! —dijo su abuela con un guiño pícaro al pasar a su lado.
—Algún día tocaré las estrellas —dijo emocionada.
Lara soñaba con ser astronauta. Se imaginaba pisando la Luna, mirando la Tierra desde ella y dando volteretas en el espacio. Se imaginaba los océanos, las montañas y el silencio en el vacío. Le encantaba la ciencia y soñaba con ser investigadora.
«¡Qué divertido tiene que ser!», pensó, aunque sabía que lo tenía difícil.
—¿Otra vez soñando? —le susurró una voz mientras una mano con una moneda entre los dedos se deslizaba frente a sus narices.
Era Daniel, aquel niño bobalicón que no paraba de hacer trucos de magia. Pasaba por su casa todas las noches porque decía que seguir el río era el camino más corto entre el garaje y su casa. Ella sabía que no era así, pero disfrutaba con su visita y siempre le esperaba.
—No, no estoy soñando. Estoy viendo lo que voy a ser de mayor —dijo un poco enfadada.
—Bueno, tendrás que seguir estudiando y aprendiendo.
A Daniel le gustaba la magia. Quería crear el espectáculo de magia más grande del mundo. Le gustaba ser el centro de atención y disfrutaba dejando a todos boquiabiertos.
A Lara le encantaban sus trucos, pero le molestaba enormemente cuando desaparecía en medio de algún juego y tenía que buscarlo después. Eran buenos amigos, aunque muy diferentes. A Lara le gustaba descubrir el significado de las cosas reales, mientras que Daniel parecía que nunca tenía los pies en la Tierra, literalmente.
—Ven —le susurró con una sonrisa pícara.
—Este es el bosque de las mil oportunidades. Si te fijas bien, puedes escoger entre cientos de caminos que te llevarán a un destino distinto.
—A mí solo me interesan las estrellas —dijo ella, un poco molesta.
—Ven, te voy a presentar a alguien —Daniel le tendió la mano.
Se dirigieron hacia el río y vieron la luna reflejada en él. El agua estaba tranquila y se oía el cantar de los grillos. El cielo era de un negro intenso y las estrellas brillaban de una manera muy especial. Siguieron caminando, pero allí no había nadie. Lara sabía que Daniel siempre guardaba un as en la manga. Tuvo la sensación de que algo iba a suceder.
—¿A dónde vamos?
Daniel no contestó, la miró con una mirada dulce.
Siguieron andando por la orilla del río. Todo estaba desierto y cada vez más tranquilo.