Julen A. CarreĂąo
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de formas
La Merindad Al sur de la gélida tundra de Nahlin, entre las inhóspitas
tierras volcánicas del oeste y el estuario de Usla, se alza el pueblo de Dhin, el último reducto de humanidad conocido desde que el hombre dejara de habitar la tierra para vivir sobre ella. Dhin es un pueblo avanzado y próspero al que sus súbditos se refieren como Merindad, en honor al nombre que recibía la gran civilización a la que perteneció en otro tiempo. No hay mares en Dhin, pero los extensos bosques de Arousal y las imponentes cordilleras del Seol, al norte, así como los fértiles campos de cultivo, al sur, proporcionan a sus tierras una riqueza natural encomiable y más que suficiente para garantizar la supervivencia de sus vecinos, afincados casi todos en la meseta central del territorio. Solo un pequeño grupo de hombres liderados por el merino Rabbuní se asientan en humildes jaimas nómadas 3
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desperdigadas a lo largo del desierto de Alambil y en las faldas de los cañones de Fern. Allí, entre los ancestrales gigantes de cal, emergiendo de interminables galerías subterráneas inexploradas, nace el río que bañaba las tierras de Dhin: el Avra, bravo y terroso en los cañones, manso y cristalino en los campos, quieto y misterioso a su muerte en el Pantano Verde. En Dhin hay solo dos estaciones, ambas portadoras de climas extremos. El verano, que llega puntual en el mes de abril y no sucumbe hasta bien entrado el de octubre, fríe los bosques y esquilma los campos en días que traen diecinueve horas de luz. En ese tiempo, el río Avra se convierte en un arroyo sucio e intermitente y las gentes de Dhin se ven obligadas a recurrir a las reservas de agua que ofrece el deshielo en las montañas del Seol. Allí, en el majestuoso y temible Ben Nevis, el pico más elevado de la tierra conocida, los neveros se eternizan en cegadores e inexpugnables glaciares. Con la llegada del mes de noviembre, la escena da un vuelco radical. El día acorta paulatinamente hasta arrojar no más de cinco o seis horas de luz y las temperaturas descienden dramáticamente, pero las tormentas y los temporales se dan únicamente en las montañas. El desierto y los cañones traen a la ciudad un viento sur denso y seco que casi puede masticarse y que es especialmente violento durante la noche; al norte, los fantasmales hayedos de Arousal filtran el azote de los indómitos venda4
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vales provenientes de la tundra de Nahlin, interpretando una partitura de silbidos milenarios. En semejante lugar y bajo las condiciones descritas vivieron los protagonistas de esta historia, que tuvo lugar durante un invierno especialmente crudo.
La peor de las noticias —¿Para qué quieres vivir si no puedes acordarte de nada? Pronto ni siquiera sabrá cómo nos llamamos. —A Eva se le humedecieron los ojos de pura rabia y agachó la cabeza para ocultarlo. A su lado, Manuel caminaba en silencio, ajeno al alboroto de coches, motos y autobuses que subían y bajaban la avenida, con la mirada perdida en los escaparates abarrotados de los comercios. Este año, ningún juguete podía llamar su atención. Ninguna tienda vendía lo que más deseaba: que los médicos se hubieran equivocado, que su abuelo no estuviera gravemente enfermo y que no fuera a perder pronto la memoria. «¿Cómo les contaría ahora sus emocionantes historias? ¿De qué podrían hablar cada tarde, mientras merendaban? ¿Quién les ayudaría con la tarea y les consolaría cuando mamá y papá se gritaran? ¿Cuánto tiempo tardaría en olvidarse de ellos, y en olvidarlo todo?». 7
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Manuel no era como la mayoría de los chicos de su edad, antipáticos, burlones y ceñudos; él era alto y delgado —tal vez demasiado—, y hasta empezaba a asomarle la sombra de un inminente bigote, pero seguía siendo un niño, en cualquier caso. Un niño cariñoso hasta el cansancio que anhelaba la protección de su abuelo. La cabeza de Manuel estaba llena de fantasmas y no conseguía ahuyentarlos. Un escalofrío le recorrió la espalda y le hizo sacudirse en un espasmo. El frío de la noche dibujaba chimeneas de aliento en las pocas personas que seguían en la calle y los adornos de Navidad tendían puentes de luz entre las fachadas de los edificios, inventando un sinfín de sombras en la acera. Sombras negras como el ánimo de Manuel y su hermana. Eva no era, para nada, una segunda edición de su hermano. Gruesa y menuda, cualquiera a quien se le preguntara por su edad habría necesitado cuatro intentos para acertar si tenía diez o trece años. Desde que tenía uso de razón, había creído que quería más a su abuelo que a sus propios padres y se había sentido culpable por ello. Pero Manuel la consolaba explicándole que no era así, que lo que sentían por su abuelo era un respeto y una admiración que no encontraban en sus padres porque ellos parecían alimentarse de problemas. Siempre ocupados en cosas urgentes que a Manuel y a su hermana rara vez les parecían así. En cambio, el abuelo jamás tenía entre manos una tarea urgente o extraordinaria, pero cada cosa que hacía 8
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estaba adornada de una deliciosa ceremoniosidad que la hacía parecer vital e improrrogable. Nunca tenía prisa. Era como si las manecillas del reloj no tuvieran autoridad alguna sobre él; así que elegía divertirse con las alegrías de sus nietos y desvelarse con sus preocupaciones y sus miedos. Y es que los padres a veces hacen como que no oyen cuando no quieren escuchar, y olvidan que los hijos también tienen sus propios problemas, casi siempre más importantes que los de los adultos. Pero eso, el abuelo de Manuel y Eva lo tenía muy presente, porque él también había sido una vez un niño al que con el paso de los años volvía a parecerse. Los médicos habían sido tajantes: el abuelo, reconocido por familia y amigos como un conversador y contador de historias inimitable, padecía una enfermedad para la que no se conocía cura y que le iba a arrebatar progresivamente la capacidad de moverse y de hablar, hasta dejarle postrado como una planta. Manuel y Eva no se hacían a la idea de que iban a perder a su abuelo. Desde que sus padres se divorciaron cuatro años atrás, ambos pasaban las tardes con él. Les esperaba puntual a la salida del colegio, agarrado a los barrotes de la verja igual que un preso, siempre esbozando una arrugada sonrisa a boca abierta, como si no pudiera con el peso de la mandíbula. Estaba encorvado como un interrogante y caminaba como si cargara un gran peso 9
invisible. Parecía que alguien le hubiera destaponado el ombligo para sacarle todo el aire de los pulmones, pero, aun así, se resistía a usar bastón. A menudo, Manuel y Eva cenaban e incluso dormían en casa del abuelo. A su padre, que trabajaba como ingeniero agrónomo para una multinacional, le habían encomendado un importante proyecto en Helgoland. Importantes que pasaba largas temporadas supervisando cultivos de fresas en los invernaderos del norte. Su madre, vendedora de perfumes, acudía a ferias al menos cuatro días a la semana y se veía obligada a dormir cada noche en un extremo del país. El año que Manuel repitió tercero de Primaria sus padres discutían cada noche, el único momento del día en el que los cinco miembros de la familia coincidían en casa. Al principio lo hacían poniendo el grito en el cielo, pero eran tormentas de verano que acababan casi tan pronto como empezaban y a las que seguían siempre risas y caricias. Después vino la muerte de Fernando, el más pequeño, que una mañana decidió no despertarse y se quedó dormido para siempre. Eva conservaba vagos recuerdos de todo eso, pues tenía que rebobinar casi la mitad de su vida, hasta cuando ni siquiera sabía leer, y le costaba mucho hacerlo. En cambio, Manuel tenía grabados aquellos días en la memoria: los gritos de dolor, su padre corriendo por el pasillo con Fernando en los brazos, aún dormido; el hospital, el olor a flores del tanatorio. Después de 10
aquello las discusiones se hicieron menos frecuentes y estruendosas, pero más cargadas de amargura y reproches. En ellas, sus padres se hacían cada vez más daño, hasta que al cabo de unos meses ambos parecían envejecidos y enfermos. El médico que veía habitualmente a Manuel dijo a sus padres que el niño tenía «déficit de atención» y que por eso le costaba tanto concentrarse en el colegio, pero lo cierto es que él fue el único en darse cuenta de que sus padres no podrían superar la pérdida del pequeño de la casa. Todos sabían que mamá lloraba siempre mientras cocinaba, y que papá aprovechaba para encenderse un cigarro cada vez que salía a tirar la basura. Pero nunca había mondas de cebolla en la tabla de cortar y el coche amanecía aún tibio y nevado de cenizas. La familia se estaba descomponiendo poco a poco y Manu fue el único atento a las señales: la culpabilidad por la muerte de su hermano recién nacido distanció a sus padres hasta congelar su amor. Y el día en que olvidaron por qué habían prometido pasar sus vidas juntos, su padre decidió irse de casa para empezar de nuevo en otra ciudad. —No me parece bien que el abuelo os lo haya soltado así, sin más. —La madre de Manuel ponía una lavadora con los uniformes sucios de su último viaje, mientras trataba de consolarse a sí misma a través de sus hijos—. Debió haberme dejado a mí hablarlo con vosotros primero, sobre todo, con tu hermana. 11
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Eva era muy despierta y brillante en las cosas del colegio, pero le costaba entender lo que estaba pasando. «¿Qué clase de enfermedad hace que cada vez puedas moverte menos, hasta no poder ni hablar, para acabar muriéndote sin remedio alguno?». —Voy a ayudar a tu hermana con el pelo, hijo. ¿Todo bien en el cole? —Para cuando Manuel quiso contestar, su madre ya había desaparecido en la niebla del cuarto de baño. Se dejó resbalar por el mueble hasta el suelo y abrazándose las rodillas, apoyó en ellas la barbilla y durante un buen rato perdió la mirada en su propio reflejo inmóvil en la puerta del tambor de la lavadora, mientras todo alrededor daba vueltas descontroladamente. Tarde o temprano, la máquina dejaría de zumbar y cuando el piloto rojo se apagase, la carga volvería a caer por su propio peso. Húmeda y pesada, pero limpia. Al día siguiente, el abuelo no fue a buscarlos al colegio. Cuando sonó el timbre, Eva esperó a Manuel en el aparcamiento y juntos subieron andando a casa del abuelo. Por primera vez en sus vidas, subieron las crujientes escaleras del edificio de una en una y sin colgarse en los pasamanos. Las tres plantas se les antojaron un ochomil de los Himalayas: cada paso les costaba una eternidad y sentían las mochilas llenas de piedras. Ninguno quería abrir la vía, pues ambos temían qué podrían encontrar al llegar a la cima. Fue una alegría comprobar que era el abuelo quien les abría la puerta. Los dos se abalanzaron sobre el anciano 12
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para llenarle de besos. Eva siempre se quejaba de que el abuelo pinchaba al besar, pero en esta ocasión no lo hizo. Se limitó a escurrirse del abrazo para frotarse la mejilla a escondidas, al tiempo que avanzaba por el pasillo hacia el salón. Cuando terminaron de merendar, el abuelo les invitó a sentarse en el suelo. Manuel y Eva se arrodillaron junto a la estufa, expectantes. El corazón les latía tan fuerte que resonaba en sus oídos. —Chavales, no tenemos mucho tiempo… —comenzó, guiñando un ojo en una mueca de complicidad hasta fundirlo en una arruga más de su cara—. Antes de que esta maldita enfermedad se me lleve por delante, debo contaros una última historia, diferente de las que hayáis podido oír. Una historia que no he contado nunca a nadie y que cambiará vuestras vidas para siempre. Pero antes de empezar quiero asegurarme de que estáis preparados para asumir los retos que conlleva, pues no esperaba tener que contárosla tan pronto y temo que no estéis listos todavía. El abuelo frunció el ceño y se ajustó las gafas en un gesto de concentración, como buscando en el revoltijo de su cabeza la información que necesitaba transmitir a sus nietos. A Manuel le apasionaban los previos a una gran historia. Siempre había pensado que cuando las personas se concentran, se les suele poner cara de tontos enfadados, pero con su abuelo no pasaba. Cuando él preparaba una historia, podías sentir cómo amasaba y paladeaba 13
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cada palabra antes de dejarla salir entre sus labios. A menudo, incluso asomaba un poco la lengua y tragaba saliva tras cada frase, como si sus propias tripas estuvieran fabricando las palabras. Manuel y Eva aguardaban ansiosos, hasta que, por fin, el abuelo se lanzĂł.
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El abuelo Arturo ha sido siempre un excepcional narrador de historias y ha enseñado a sus nietos todo lo que saben sobre mitos y leyendas. Pero una grave enfermedad para la que no se conoce cura le está haciendo perder la memoria. Por ello ha citado a Manuel y Eva, con el fin de contarles una última historia, una que incluye una aventura y una misión cuyo cumplimiento les revelará un gran poder. Siete formas custodiadas por siete Señores aguardan ser reunidas por unos buscadores que devuelvan a la Merindad el ancestral poder del Tangram. ¿Son Eva y Manuel los elegidos? Su abuelo les ha revelado los secretos del mapa milenario y ha encomendado a los chicos una peligrosa misión que les llevará a adentrarse en gélidas tundras, escalar abruptas montañas y atravesar inhóspitos desiertos. En su viaje, los buscadores deberán enfrentarse a los arcanos, unos terribles monstruos gobernados por Abrahel, el demonio encargado de mantener las formas dispersas para impedir que la Merindad recupere su esplendor. O, ¿acaso Abrahel ha urdido un plan aún más perverso? Los jóvenes buscadores aprenderán que, a menudo, en nuestros mayores temores reside también nuestra última esperanza. ISBN 978-84-18017-10-0
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