Relatos al anochecer

Page 1

Relatos al anochecer Daniel Ebaro



LA BRUJA LONTA

Me llamo Lonta Sabena, pero todo el mundo me conoce

como la bruja Lonta. Mucho se ha especulado y comentado acerca de mis orígenes. Casi todo mentira. Se ha dicho que nací en una mísera aldea de los montes Opacos, que mi familia era pobre de solemnidad, que mi padre nos abandonó cuando yo tenía dos años, y mi madre se tuvo que prostituir para criarnos a mí y a mis seis hermanos, que mi asistencia a la escuela fue escasa y esporádica, etc. Todo mentira. Nací en la hermosa y noble ciudad de Pantaleón de la Sierra, mis padres eran los condes de Futrera, y mi familia era propietaria de cientos de hectáreas de viñedo y olivo cuyos beneficios nos permitían vivir con holgura e incluso disfrutar de ciertos lujos. Probablemente los vecinos envidiosos nunca nos 9


Daniel Ebaro

perdonaron que gozáramos de una existencia más elevada y pingüe que la suya, lo cual explica la maledicencia y las falsedades extendidas, sin duda alguna, para ensuciar el buen nombre y el prestigio de mi familia. Mi padre pasó con nosotros toda su vida hasta que recientemente una neumonía mal curada nos lo arrebató. Al igual que mis dos hermanas, acudí a la escuela de la Anunciación, dirigida por las santas monjas agustinas, que nos dieron una educación exquisita y una instrucción sin parangón. Por su parte, mi único hermano varón fue educado en el prestigioso colegio de los Hermanos Píos, reconocidos mundialmente por su erudición y su excelsa labor en el ámbito de la infancia. De todo guardo constancia en documentos, partidas y registros que reflejan la veracidad de mis afirmaciones. No crean nada de lo que se diga en los medios de comunicación y mucho menos en las redes sociales, que no hacen más que difundir bulos, embustes y calumnias. Siempre he sabido que había algo en mí que me hacía especial. Ya de niña todos lo notaban y se sorprendían de mis habilidades y mi capacidad para percibir cuanto se situaba más allá de los sentidos. Por ejemplo, los animales heridos se acercaban a mí para que los curara. Recuerdo una anécdota que marcó el inicio de mi vocación, con apenas seis años. Una mañana fui con mi madre a recoger agua al pilón del pueblo porque ese día había que limpiar los platos. Mientras mi madre llenaba las garrafas, me dediqué a inspeccionar los alrededores y me topé con una pobre paloma que se afanaba por escapar, pero apenas podía moverse. Me acerqué a ella 10


Relatos al anochecer

e inmediatamente la criatura se entregó a mí. Dejó que la tomara en mis manos. Yo levanté la cabeza, miré al cielo extasiada, y con piadosa calma hice la señal de la cruz en el pecho del ave herida. Al instante ella desplegó sus alas y levantó el vuelo. Desde el aire, se volvió hacia mí y me sonrió. Una luz dorada rodeó su cabeza y se perdió en la inmensidad del horizonte. Corrí hacia mi madre, que seguía llenando de agua los recipientes, y le pregunté si había visto el milagro que se había producido. Ella me contestó que no, que estaba demasiado cansada para ver más allá de sus narices. Entonces le relaté el suceso. Ella me acarició la nuca y me pidió que reprimiera mi imaginación. Su falta de fe le impedía observar mis poderes extrasensoriales. No se lo reprocho. Tras la partida de mi padre unos años antes se encontraba sola y perdida. Durante una temporada traté de ignorar mi don, ser una niña ordinaria y pasar desapercibida para no disgustar a mi madre. Poco tiempo duró mi empeño. El impactante suceso de la curación de la paloma se extendió como la pólvora por todo el pueblo, luego por toda la comarca y toda la región. Pronto todo el mundo hablaba de la niña prodigiosa que era capaz de curar las dolencias, aliviar las penas y redimir a los pecadores. En definitiva, mi gracia alcanzó tal fama que no tuve más remedio que atender a todos los afligidos que poco a poco empezaron a acudir a mí en busca de salud, paz y cariño. La primera en pedir mi ayuda fue mi vecina Chunda. Era una mujer ya mayor que había quedado sola en el pueblo des11


Daniel Ebaro

pués de que su marido falleciera en extrañas circunstancias, y sus tres hijos se marcharan a la capital en pos de un futuro mejor. Chunda llevaba una vida solitaria y triste. Apenas salía de su casa, tan solo para comprar y asistir a misa los domingos. Fue a la salida de una misa cuando escuchó comentarios acerca del milagro de la paloma y, según ella misma me confesó más tarde, desde que lo escuchó, creyó. No podía dejar de pensar en mí y, de alguna manera, en su fuero interno, sabía que yo podía liberarla de esa carga tan pesada que sentía sobre sus espaldas y que no sabía cómo explicar. Un día por fin, ni corta ni perezosa, se acercó a mi casa, llamó a la puerta y pidió a mi madre permiso para verme y hablar conmigo de sus problemas. Mi madre, perpleja, no daba crédito. Primero se negó, pero luego una luz se encendió en su alma y decidió dejarla pasar. Juntas entraron en la cocina, donde me encontraba barriendo, y Chunda se postró de rodillas ante mí. Me suplicó que la escuchara y la ayudara. Me contó que llevaba meses sin poder conciliar el sueño, las noches le resultaban eternas. Le dolía todo el cuerpo y no podía comer ni distraerse con nada. Se sentía vacía, y las lágrimas inundaban su insípida vida. Su cabeza quedaba a la altura de mis ojos, y sin saber muy bien por qué, agarré el palo de la escoba y le aticé un golpe tremendo en plena frente. Un fino reguero de sangre empezó a correr por su cara. Se hizo el silencio en la cocina y Chunda, confusa y asustada, se llevó las manos a la cara. Miró después detenidamente sus manos llenas de sangre con una extraña expresión y, por fin, extendió los brazos y empezó a reír a carcajadas, pi12


Relatos al anochecer

diéndome que siguiera. Le propiné no menos de treinta golpes con el palo de mi escoba en cabeza, espalda, brazos y piernas. La mujer susurraba palabras incomprensibles, gemía, se retorcía de dolor y placer hasta que calló rendida y exhausta a mis pies. Había logrado sacar unos cuantos demonios del cuerpo de aquella pobre posesa, aunque todavía le quedaban infinidad de malos espíritus en su interior. Chunda se convirtió así en mi primera discípula, adoradora y seguidora, y hasta que falleció tres años más tarde, no dejó de visitarme una o dos veces a la semana para que le diera lo suyo. Al salir de mi casa aquel día, Chunda le ofreció un billete a mi madre, pero ella lo rechazó, sin duda porque no estaba acostumbrada a recibir dinero de otras mujeres. Al final, tanto insistió Chunda, que mi madre lo agarró y se lo guardó en el bolsillo de la bata. Ya a solas las dos, mi madre me miró con curiosidad. Parecía que empezaba a creer en mi don. Tras reflexionar unos instantes, me dijo que ya no hacía falta que reprimiera mi imaginación, que podía hacer mucho bien a los demás y que no dejara de actuar siguiendo siempre mis instintos, ya que eso seguramente nos traería mucha prosperidad y felicidad. Sus palabras fueron ley para mí, y desde entonces, nunca he reprimido mis impulsos y he permitido que la gracia que se me concedió brotara de mí como una cascada impetuosa, sin límites ni condicionamientos. La notable mejoría en el ánimo de Chunda se extendió rápidamente por todo el pueblo, y a las pocas semanas se presentó ante mí otro caso delicado que expondré a continuación. Se trataba de un caso de invasión animal del espacio 13


Daniel Ebaro

vital humano. Por entonces, que como he señalado, contaba con solo seis años, desconocía el término exacto de la dolencia, pero intuía el mal y, de manera innata, sabía cuál era el remedio. La pobre víctima se llamaba Feliciano. Era un agricultor muy callado y sencillo, al que le gustaba poco relacionarse con otros aldeanos. Un domingo muy de noche acudió a mi casa sudoroso y extenuado. Golpeó la puerta de entrada, y mi madre salió para ver quién era. Hablaron durante breves instantes y a continuación mi madre acompañó a ese nuevo feligrés hasta mi habitación. Yo estaba despierta, atenta a lo que estaba ocurriendo, mientras que mi hermana Casilda siguió durmiendo como un ceporro y no se enteró de nada de lo que allí ocurrió. Nada más entrar, Feliciano me pidió disculpas por presentarse a horas tan intempestivas y despertarnos. Se postró a los pies de mi cama y me imploró que lo ayudara. Había escuchado que tenía poderes sobrenaturales, a lo cual yo asentí, y creía sin ningún género de dudas que sabría encontrar una cura para su afección. Yo lo tranquilicé y lo animé a que me contara cuál era su problema. Me explicó que llevaba meses aterrado porque en su casa escuchaba ruidos espeluznantes, a veces incluso voces de ultratumba, risas y llantos. De vez en cuando los objetos volaban por los aires, y era incapaz de encontrar nunca nada porque todo cambiaba de lugar constantemente. Estaba desesperado. Pasaba las noches en vela acurrucado en su cama sin saber qué hacer. Inmediatamente recordé que Feliciano tenía un chucho de mala muerte, feo y maloliente, que siempre iba a su lado. En alguna 14


Relatos al anochecer

ocasión había pensado que esa relación tan estrecha no era sana. Aquel animal que miraba a su amo con devoción, que lo seguía sin tregua a todas partes y que cumplía todas sus órdenes sin rechistar no podía esconder nada bueno. Interrumpí el relato de Feliciano, que no paraba de explicar de forma pormenorizada todos los extraños sucesos que se estaban produciendo en su casa, y le pregunté cómo se llamaba su perro. Feliciano quedó muy sorprendido por semejante pregunta, al parecer muy alejada en su mente del problema que le aquejaba. Tras un breve silencio, me dijo que se llamaba Sebas, ya que ese ese el nombre que habría querido dar al hijo que nunca tuvo. Al instante entendí lo que le estaba ocurriendo al desdichado Feliciano y procedí a explicárselo. Su perro no era un animal corriente, sino la encarnación del demonio Saseb, que era uno de los más crueles y peligrosos seres que poblaban el infierno. Esa mala bestia había logrado infiltrarse en su casa y poseer todo su espacio vital. El siguiente paso sería poseerlo a él. Feliciano me miraba incrédulo. Me contestó que eso no era posible, puesto que tenía a Sebas (mejor dicho, Saseb) desde que era un cachorrito y llevaba haciéndole compañía ya seis años. El muy infeliz pensaba que era un perro fiel, cariñoso y alegre que jamás le haría daño. Según él, era la única alegría que tenía en su vida dura, gris y monótona. Lo miré fijamente a los ojos y con toda firmeza le volví a explicar su situación. Precisamente seis (el número de la bestia) eran los años que llevaba ganándose su confianza aquel malvado. Le hice ver que su vida corría grave peligro y que solo se 15


Daniel Ebaro

salvaría si quemaba vivo a ese demonio camuflado. Tenía que hacerlo cuanto antes, a poder ser aquella misma madrugada a las seis horas y seis minutos de la mañana. Detallé la manera en que debía untar al energúmeno con manteca de cerdo, que a buen seguro, tendría en su despensa, atarle las cuatro patas con un alambre de espino, como el que usaba en su huerto, y prenderle fuego. Él intentó replicarme, pero no se lo permití. Le tapé la boca y le pedí que se marchara a cumplir su misión. Feliciano se levantó y se dirigió a la salida con la cabeza gacha. Sin duda mis palabras le habían calado hondo, y estaba segura de que pronto se convencería de que mi consejo era apropiado, justo y oportuno. Mi madre le pidió la voluntad, y Feliciano se marchó por donde había venido. Pocas horas más tarde, unos aullidos despertaron a medio pueblo. Duraron unos minutos y por fin se desvanecieron. Más tarde, apareció de nuevo Feliciano en mi casa con una caja rebosante de verduras, que entregó a mi madre. Se acercó a mí con una sonrisa beatífica en la boca, se arrodilló ante mí y me besó la mano con devoción. Sin levantar la mirada, me agradeció la ayuda que le había prestado y me contó cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Cuando regresó a su casa después de hablar conmigo, miró a la bestia, que lo esperaba en la puerta, e inmediatamente se dio cuenta de que tenía toda la razón. Aquel maldito demonio se había adueñado de su espacio vital, de su hogar, y ahora planeaba poseer su cuerpo. Un profundo odio lo invadió y molió al ser inmundo a palos. A pesar de la paliza, el infecto ser seguía a su lado, no 16


Relatos al anochecer

huía. Aquel demonio estaba determinado a acabar con él, así que era uno o el otro. Lo untó con manteca de cerdo, lo ató con alambre de espino, conforme le había recomendado, y lo soltó en un rincón de la cocina a la espera de que amaneciera. Esa noche no escuchó ruidos, ni voces, ni susurros. Solo el lamento de Saseb, que, sin duda, sabía que pronto estaría de vuelta en el infierno. A las seis horas lo sacó al patio y seis minutos después le prendió fuego. Los aullidos de ese espíritu del mal inundaron todo el espacio. Según me contó Feliciano, parecía que nunca iba a terminar de arder. El muy malvado quiso engañarlo y confundirlo mirándolo con ternura, como si de verdad fuera un pobre perro que pidiera ayuda a su amo, pero no lo consiguió. Feliciano se mantuvo firme y esperó hasta que concluyó su misión. Enterró los restos en el monte y acudió a recoger algunas verduras para agasajarme. Me confesó que se sentía en paz, incluso feliz, dispuesto a iniciar una nueva etapa de su vida, libre ya de la influencia maligna que había ejercido sobre él aquel ser de ultratumba. Le di la bendición, le sonreí y le pedí que siguiera viniendo a verme para asegurarnos de que no volvía a verse amenazado por otra presencia demoníaca. Así fue. Feliciano siguió acudiendo a mí para mantener a raya a los malos espíritus. A los pocos días empezó a escuchar de nuevo voces, pero ya no le asustaban porque su casa estaba bendecida por mí y no eran sino intentos del maligno por desequilibrarlo y hacerle creer que estaba en peligro. Evidentemente no lo estaba porque en su casa no había nadie más. Se había quedado solo. 17


Daniel Ebaro

A Chunda y Feliciano se le fueron agregando muchos fieles más. Al principio podía atenderlos sin descuidar mis obligaciones escolares, pero al cabo de un tiempo me resultó imposible compaginar ambas tareas, y mi madre decidió que abandonara la escuela temporalmente para poder dedicarme a cuidar a todos los que me necesitaban. Con doce años contaba ya con una legión de seguidores que acudían a mí para recibir las atenciones más dispares que puedan imaginarse. Antes de seguir avanzando en mis memorias, quisiera dedicar unas palabras a mis queridos hermanos y hermanas, a los que siempre he llevado en mi corazón y a los que profeso un profundo cariño. Mis hermanos varones nunca fueron demasiado espabilados. Me parecían bastante lerdos. Creo que dos de ellos murieron de tuberculosis algunos años después de que me marchara del pueblo. El tercero, que era el mayor de todos, se llamaba Hermenegildo y era grande y pesado. Con trece años medía ya un metro y ochenta y dos centímetros. Cuando lo veía desayunar por las mañanas, me preguntaba hasta cuándo pensaba seguir creciendo. Era una auténtica pesadilla tener en la familia a un ser que engullía alimentos sin parar. Siempre creí que era injusto que él consumiera el doble que cualquiera de sus hermanos y hermanas. ¿Acaso teníamos que pasar necesidad los demás solo porque él había nacido con semejante tara? Mi madre nunca respaldó mi reclamación de racionar la comida de Hermenegildo, lo cual nunca le perdoné. Sin duda, la muy mentecata se sentía culpable de haber engendrado aquel monstruo. No sé a cien18


Relatos al anochecer

cia cierta cuál fue su destino. Me llegaron rumores de que había caído en la droga y había acabado mal sus días. No me extrañaría nada, teniendo en cuenta su escasa capacidad de discernimiento. A mis dos hermanas también las he querido siempre mucho. De las dos, mi preferida era Casilda, que era dos años mayor que yo. Ella me ayudaba en las ceremonias especiales cuando se requería contar con un testigo o realizar algún ritual más complejo de lo habitual. La llamaba y ella acudía rauda a participar, siempre embutida en su vestido de pana verde y sus pendientes de aro a juego. Algunos vecinos decían que ella era la más guapa de toda la familia. Permitidme que lo dude. Tenía los ojos más bien chicos y algo estrábicos de un color indefinido. Su cara era basta y ordinaria, su pelo, ralo y sin brillo, y su cuerpo no era nada esbelto, más bien grueso y fofo. A mí me resultaba bastante desgarbada y sosa, por no mencionar su escaso cociente intelectual. Aun así, era obediente y acomodaticia, así que contaba con ella para esos actos más formales. Casilda permanecía sentada en una silla a la puerta de mi habitación, que compartía con ella, a la espera de mi llamada. Si escuchaba su nombre, entraba lentamente, sin hacer ruido, y seguía mis indicaciones al pie de la letra. Nada quedaba a la improvisación porque ella nada sabía ni entendía de aquellos tratos míos con el mundo de la espiritualidad, y si por ella hubiera sido, todos los males que aquejaban a quienes acudían a mí se habría solucionado con un vaso de vino y un bocadillo de chorizo. Un día tuve necesidad de Casilda para que encendiera unas velas cuya cera 19


En este conjunto de relatos las consecuencias de los comportamientos irracionales de sus protagonistas llegan a ser nefastas. En ocasiones es la alienación provocada por un ambiente hostil y deshumanizado la que nubla la razón. Ahora bien, la razón por sí misma no basta. Ha de estar guiada por un sistema bien cimentado de valores como la empatía, la moderación y el sentido crítico frente al

996429 788418 9

ISBN 978-84-18996-42-9

egoísmo y el abuso.

mirahadas.com


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.