IY o era virgen cuando la conocí, ahora soy adicta al sexo. No puedo pasar un solo día sin rozarme con su cuerpo, sin mojar mis bragas. Y si ella no puede tocarme, lo hago yo sola. Hace un año llegaba a mi nueva casa en Valencia con mis padres, y hoy, justo un año y veinte días después, me dicen que volvemos al pueblo, ahora que he encontrado mi hueco aquí, ahora que ya no me quiero ir.
Había pasado toda mi vida en un precioso pueblo de la costa de Alicante, y justo cuando iba a empezar el segundo año del ciclo que estaba cursando, por motivos de trabajo, mis padres se tuvieron que mudar a la ciudad, los dos, y claro, yo con ellos. Tenía toda mi vida en el pueblo, mi familia, mis amigos, la mayoría de mis recuerdos. Así que dejarlo todo atrás, de manera indefinida, y más en un año que se me hacía cuesta arriba, me plantaba bastante cara, la verdad. Para más inri, mis padres empezaron a viajar muchísimo, casi todas las semanas prácticamente, por lo que pasaba mucho tiempo sola; «ya eres mayor» me decían, sin embargo, no era tan mayor como para quedarme en el pueblo, ni siquiera con mis abuelos…
Al menos, estábamos bastante cerca de casa, así que podía bajar a pasar los fines de semana y las vacaciones.
La casa nueva no se encontraba nada mal, de hecho, estaba muy bien, en una zona muy tranquila, cerca del «río», justo enfrente del Mestalla, el campo de fútbol donde jugaba el equipo de la ciudad.
Ese verano, consciente de lo que me venía, reparé la bicicleta de mi abuela, ya que mi nuevo instituto quedaba algo lejos de casa. En parte, tenía ganas de verlo, y a la gente con quien compartiría el año, pero a la vez no me apetecía nada empezar de cero. Me aterraba la idea de verme sola. Yo, que siempre me las había apañado muy bien por mi cuenta.
Una amiga de toda la vida se había mudado a Valencia también hacía un par de años con su familia, pero justo este año se iba a trabajar fuera del país. Justo este año que no me apetecía estar sola, necesitaba algún apoyo cerca, y no lo encontraba por ningún lado. Se me caía el mundo encima.
El 16 de septiembre empezaban las clases, tenía horario de tardes, dormí poco y mal, y me levanté con un avispero en el estómago.
—Todo irá bien —me animaba mi madre.
—Seguro —contestaba sarcástica, y quizá algo condescendiente.
Así pues, tras lograr comer un poco, con la ayuda de Google Maps, empecé mi ruta, y después de equivocarme de calle al menos tres veces, llegué al centro.
La entrada era monumental, unos pilares de al menos seis metros formaban una gigantesca entrada, que daba paso a un inmenso y abierto recinto con varios edificios, y zonas para dejar la bicicleta. En la misma entrada se encontraba la conserjería, de modo que pregunté por el camino que debía tomar para dirigirme a mi aula. No supieron guiarme con precisión, pero al menos me indicaron el edificio, cosa que disminuyó considerablemente las posibilidades.
Siguiendo sus señales, entré en el primer edificio que quedaba a la derecha. En la planta baja había gente que estudiaba panadería, según me dijeron, así que subí a la primera planta, donde había un gran grupo de gente esperando fuera de un aula, tampoco eran mis compañeros, y un poco más adelante encontré mi grupo, también esperando a que alguien les abriese la puerta.
Hablaban entre ellos, pues ya se conocían todos del año pasado, yo esperé en silencio, hasta que llegó la profesora que tendríamos como tutora. Fui directa a sentarme a la última fila, cerca de la ventana, como solía hacer, y donde más cómoda me sentía.
Éramos un grupo bastante grande, si no llegábamos, estábamos cerca de los treinta. Al parecer, la tutora también era nueva ese año, así que tras presentarse, pasó un papel a los de la primera fila, para que lo hicieran marchar apuntando cada uno su correo electrónico. Al llegar a mí, la última de la columna de la izquierda, me vi en la obligación de levantarme para dárselo a los compañeros que quedaban al otro lado del aula.
Entonces la vi por primera vez, la última del otro costado de la clase era ella, ese tipo de casualidades que componen la vida. Le di el papel, y con una voz melódica y dulce me dijo: —Gracias.
Yo no contesté, no pude, y en silencio volví a mi asiento pensando en ese tierno hilo de voz, y en sus ojos que me atraparon. No pude dejar de mirarla el resto del día. Lanzaba miradas fugaces, que poco a poco iba alargando para poder contemplarla mejor.
Vestía una falda de vuelo corta, de color verde, una camiseta ceñida sin mangas, blanca, con una mariposa bordada en el centro, y calzaba unas zapatillas negras. No era alta, más bien todo lo contrario, nos separaba una cabeza, eso me encantó. Era muy delgada, muy fina, pero con unas notables curvas que recorrían su cuerpo, y un culo en el que me podría perder por horas, toda la vida si me dejase.
Su melena ondulada morena caía sobre sus hombros, hasta un poco por encima de sus pechos; sus cejas tupidas y espesas, sensualmente altas, despejaban unos ojos grandes, del color de un mar revuelto, un azul profundo que invitaba a sumergirse en ellos. Unas pestañas largas y rizadas, abundantes, me llamaban con descaro, en un inconsciente guiño que alteraba todas mis hormonas. Su boquita pequeña, conjugaba perfectamente con el resto de su faz, escondiendo la sonrisa más única y preciosa que jamás veré. Y su nariz picassiana, a escala con el resto de su ser, era la guinda del pastel, creando una cara tan linda como
única; un conjunto de facciones que junto a un pequeño cuerpo, me hicieron creerla más pequeña que yo. Era una muñequita.
Ese día fue breve, algunas indicaciones para los materiales que necesitaríamos, o referencias de libros, poco más. Fuera como fuese, si dijeron poco, yo me enteré de menos, ocupé toda esa jornada en contemplarla.
Me sentí abrumada por mis propias emociones, no podía concebir sentirme tan atraída en tan poco tiempo, sin embargo, a la vez me sentí en un ensueño, por el simple hecho de pensar en ella.
—¿Cómo ha ido el día, cariño? —preguntó mi madre a mi regreso.
—Bastante bien, la verdad. —Pensando en una sola cosa, no quise entrar en más detalles, y eso satisfizo a mi madre.
Al día siguiente desperté con ganas. Era viernes, y no quería llegar tarde, de hecho, cuanto antes llegase mejor, a pesar de no haber sido yo nunca demasiado puntual.
Ese día subimos a la segunda planta, nos dirigimos a la sala de ordenadores y, para variar, me senté al fondo, al lado de la ventana. Cada fila solo tenía tres ordenadores, bastante separados. Una chica llamada Paula se sentó a mi lado, y a su lado, ella, Lorena.
Tras más explicaciones de la dinámica del curso, nos repartieron una especie de examen para comprobar cuánto recordábamos del curso pasado. Casi al momento, todos empe-
zamos a mirarnos entre nosotros desconcertados, haciendo muecas perdidos.
Entonces, ella me miró, directamente hacia mí, y yo la miré, por detrás de la otra chica. Alzó las cejas confirmándome que estaba tan perdida como yo.
—No sé si me acuerdo ni de la mitad —me atreví a bromear.
Ella rio, y yo me sentí feliz.
—Estoy igual, como no me lo invente… —respondió ella.
Esa fue nuestra primera conversación, no hablamos más en lo que quedaba de día, aunque sí compartimos alguna mirada, y eso para mí fue más que suficiente.
Los viernes acabábamos antes que el resto de días, lo cual se agradecía, sobre todo si quería irme al pueblo. Acabó la jornada, y ella se reunió con otros tres compañeros, Saúl, Marina y Alba. Salimos de clase, yo andaba por detrás de ellos, y antes de llegar a las escaleras, se detuvieron en los baños, rutina que luego descubrí habitual. Yo salí del edificio, y fui a recoger mi bicicleta, dispuesta a volver a casa.
Pasé el fin de semana en el pueblo, pensando de manera intermitente en la ciudad, y en lo que a ella me atraía.
El lunes empezamos las clases en serio, llegué puntual, así que tomé asiento donde me pareció, en una nueva aula. Ella todavía no había aparecido, y no me di cuenta, pero al parecer Marina y Alba tampoco. Al poco llegaron, quedando menos opciones para elegir, con la gran suerte de que ella se sentó a mi lado, a pocos centímetros de mí.
Me sentí tan afortunada, parecía que tuviese que pasar, eso ya me aseguraba estar a su lado cada vez que nos tocase en esa aula, empezando por las tres primeras horas de cada lunes. Lo cual hacía que ansiase el comienzo de la semana.
—Esta profesora me la tiene jurada —me informó bromeando.
—¿En serio?
—Sí, exagerado —dijo más seria.
—Pues igual no debería juntarme contigo —bromeé yo.
Ella se lo tomó bien, y pasamos las horas que quedaban hablando joviales, con una confianza y un hormigueo en la tripa como no había sentido antes.
Había repetido el primer curso, por eso conocía a la profesora. En la línea de agua del ojo derecho, mirando con atención, se observaba una pequeña verruga, algo que jamás había visto, y en el párpado inferior izquierdo, una peca diminuta que lo adornaba, lo que la hacía todavía más especial. Era dos años mayor que yo, cosa que me gustó, no tenía nada que ver con cómo me la había imaginado, su personalidad era totalmente distinta a la de aquella niña tímida e inocente que pensaba. No era como la imaginaba, era mucho mejor. Su descaro me imponía, y su chulería me encantaba.
Volví a casa cantando, alegre e ilusionada.
Al día siguiente la busqué ansiosa entre los demás de clase, pero no apareció, y me preocupé ligeramente. No apareció tampoco el resto de semana, ni el inicio de la siguiente, y eso
sí me asustó un poco más, porque si hay algo que se me ha dado siempre bien es dramatizar las situaciones.
Quedé embelesada desde el primer momento, quería verla otra vez, quería conocerla. «¿Y si lo ha dejado?, ¿y si no volvía a verla nunca más?». Un sinfín de dudas exageradas me empezó a angustiar; esos pocos días parecieron una eternidad, hasta que al fin el jueves apareció, regresó a clase, y yo volví a respirar tranquila.
Después del recreo de ese día, no aparecía la profesora, y tras esperarla casi la hora entera en los bancos de la segunda planta, dedujimos que no iba a aparecer.
—¿Qué hacemos? —murmuraban.
—¿Nos vamos?
—¿Vamos a tomar algo?
—Venga.
Así, Saúl, Marina, Alba y Lorena empezaron a ponerse de pie dispuestos a irse. Yo estaba justo a su lado, y me invitaron.
—Es que ya solo faltan diez minutos para entrar a la siguiente clase.
Lo entendieron, y comenzaron a bajar las escaleras; entonces, Lorena, mirándome fijamente, dijo:
—Pues queda pendiente.
Yo asentí, por supuesto que lo hice. Así quedó pendiente, y yo, en mi ilusa ingenuidad, me sentí correspondida, por un simple gesto de amabilidad.
El siguiente lunes falló la misma profesora, y cumplimos lo dicho. Fuimos bastantes de clase a tomar algo, la mesa
por mí era grande, y nos separaba mucha gente por ambos lados; al menos, quedábamos justo enfrente, cada una en una punta.
Me sentí muy cómoda conversando con todos, y en especial escuchándola a ella contar anécdotas de sus mascotas de la infancia. Anécdotas en las que intervenía toda su familia, la cual quise instantáneamente conocer. Quise formar parte de la conversación, y les conté sobre mis mascotas, que reconozco que no eran las más comunes, y menos en la ciudad. Les dije que, cuando era pequeña, teníamos una vaca.
—¿Qué dices? —replicaron asombrados, y yo reía.
No quedaba mucho para la siguiente clase, y algunos se fueron, ella se iba a quedar con Saúl, Marina y Alba, como siempre.
—Venga, Irene, quédate —me decían, y yo me sentía halagada.
—No quiero empezar faltando a clase.
—Ya ves tú, para lo que hacemos. —Reía Alba.
—Ya, pero prefiero guardarme las faltas para más adelante.
—Bueno, pues otro día.
Me despedí satisfecha, y volví, muy a mi pesar, a clase.
Al poco, llegó el día que quería aprovechar las faltas de clase, así que después del patio, tenía pensado irme a casa, pero Alba y Lorena se quedaron tomando un café en el bar, y me invitaron a acompañarlas; sin dudar, fui con ellas.
La conversación se hacía muy amena, aunque yo fuese la que menos hablaba, no por vergüenza, sino por nervios, los que ella me provocaba.