escolar mágico Un curso
Rodríguez oliva

Ilustrado por Claudia Barros Borrego (odi Mori)
Ilustrado por Claudia Barros Borrego (odi Mori)
A
ntes de salir de la cama apresuradamente y empezar con nuestras rutinas mañaneras, me tomaba unos minutos para agudizar el oído y percibir cualquier ruido familiar procedente de la cocina. Cuando me cercioraba de que la zona estaba en calma, me levantaba con suavidad y comenzaba a trastear con la mano en la cama de al lado, en busca de una pierna para moverla descontroladamente. Esa pierna era la de mi hermano, que seguía durmiendo, y lo hacía para despertarlo.
—¡Vamos, Iker! —le decía susurrando.
—¡Cinco minutos más! —respondía, dándose la vuelta y haciéndose de nuevo la croqueta.
Mientras escuchaba la voz ronca de mi hermano, me levantaba de la cama y, sin encender la luz, con la habitación completamente a oscuras, estiraba los brazos al frente y me ponía a caminar como un zombi, intentando palpar con las manos cualquier cosa que me encontrara delante y así no darme un castañazo con algo en toda la cara.
Llegaba al escritorio, que estaba justamente enfrente de nuestras camas, y desenchufaba mi tableta, cargada de toda la noche. En ese justo momento, mi hermano ya estaba sentado en su cama, con sus brazos zombis estirados, intentando hacer justamente lo mismo que yo.
Cuando teníamos los dos el objetivo en nuestras manos, volvíamos sobre nuestros pasos en dirección hacia la puerta. Nuestros andares ahora eran de puntillas, intentando hacer el menor ruido posible.
Teníamos que atravesar la entrada de la casa y pasar por delante de la puerta de la cocina. Nuestra intención era llegar al salón y, cuando al fin lo conseguíamos, cerrábamos la puerta tras nosotros muy despacio y nos desparramábamos sobre el sofá, mientras suspirábamos aliviados por haber conseguido nuestra hazaña.
Otras veces, en cambio, antes de levantarme y nada más agudizar el oído, me daba cuenta de que estaban ahí los ruidos familiares de mi madre, desayunando en la cocina. ¡Ahora la cosa cambiaba! Con sumo cuidado teníamos que asomarnos por el umbral de la puerta y mirar hacia la puerta de la cocina. Cuando veíamos que estaba distraída y no nos veía, los dos nos hacíamos con la mano una señal de «¡ahora es el momento!», y con rápidos y audaces movimientos ninjas, cruzábamos por delante de ella sin que se diera cuenta, cerrando la puerta del salón y tirándonos en plancha en el sofá, mientras suspirábamos del susto y comenzábamos nuestra nueva partida.
Cuando mamá terminaba su último sorbo de café, se dirigía directamente hacia el salón, entraba y se nos quedaba mirando desde la puerta, mientras movía la cabeza hacia un lado y el otro en señal de enfado. Nosotros, nada más verla, escondíamos inmediatamente las tabletas debajo de los cojines que teníamos a mano y poníamos los ojos muy abiertos, como si no hubiéramos roto ningún plato. Inmediatamente, mamá empezaba a andar hacia nosotros con los brazos en jarra, como si nos fuese a regañar, pero de inmediato
su cara se iluminaba y se sentaba en medio de los dos y nos comía a besos, dándonos los buenos días. En ese justo momento de abrazos, carantoñas y cosquillas, sabíamos que la mañana comenzaba para todos.
—Estas eran nuestras rutinas mañaneras, antes de ir al colegio.
D
espués de los besos y arrumacos de mamá, teníamos dos formas de hacer las cosas, según cómo nos hubiésemos levantado y lo remolones que estuviésemos esa mañana antes de ir al cole. El nuevo curso acababa de empezar y quedaban por delante tres meses para las vacaciones de Navidad.
La primera de las formas era estar enfadados, gritones y no dejábamos de correr por toda la casa, escapando de mamá. Nos escondíamos debajo de las camas, detrás de las cortinas; cualquier sitio era bueno para que no nos encontrara. No nos queríamos vestir, ni desayunar, ni hacer nada que conllevara empezar el nuevo día.
Luego estaba la segunda de las formas: hacíamos las cosas sin rechistar, antes de que ella nos dijera nada, ya estábamos listos y preparados, sorprendiéndola con una gran sonrisa.
Cuando ya estábamos preparados para salir: desayunados, vestidos, lavados, etc., teníamos que esperar sentados en el suelo de la entrada, porque le faltaba por terminar los desayunos, que nos lo colocaba en nuestras fiambreras de superhéroes.
Mientras esperábamos que terminara, sacábamos nuestros libros de Naturales y Sociales y comenzábamos a leer el tema nuevo que nos tocaba dar esa mañana en clase.
—Estas dos asignaturas se dan totalmente en inglés y son bastante difíciles para nosotros.
Cuando ya estaban nuestros desayunos y botellas de agua preparadas y metidas en nuestras mochilas, se le escuchaba decir siempre a mamá.
—¡Primera parte superada!
—¡No me había acordado! ¡Soy un mal educado! ¡Tengo que hacer las presentaciones!
Somos Hugo e Iker. Tenemos nueve y siete años. Vamos a 4.º y 2.º de Primaria.
—¡Yo soy Hugo! Un niño muy sereno, sensato, buenazo y tranquilote. Sé que hay veces que a mi
madre le gustaría que fuese más avispado. ¡Solo un poquito! Y que hiciera las cosas un poco más rápido. Pero... ¡Yo soy así! ¡Es mi forma de ser!, y por más que lo intente no puedo cambiar.
Luego está el pequeño Iker.
—¡Hola, soy Iker! Soy todo lo contrario a mi hermano Hugo. Un terremoto, superenérgico, no paro quieto y sé que mi madre siempre está buscándome con el rabillo del ojo. Lo mismo me encuentras a su lado, que de repente me da una venada y estoy encima de la mesa o enganchado al televisor haciendo el tonto. Soy un niño que cuando está tranquilo y en silencio, en un cuarto jugando, mamá me tiene que buscar para ver qué estoy haciendo, por no fiarse de mí.
—¡Lo sé! ¡Soy nerviosillo! ¿Y qué? ¿Pasa algo?
También tenemos un perro, un Yorkshire Terrier de 3 añitos. Negro como el tizón, tiene las patitas y la barriga color fuego. Es un buen compañero y no nos separamos de él.
Hugo e Iker, dos hermanos con una curiosidad insaciable, convierten su año escolar en una extraordinaria aventura de aprendizaje desde casa, debido a las circunstancias impuestas por el COVID-19. Con la guía creativa de su madre, quien se disfraza de personajes mágicos como Delfinburón, y el Sabio del Bosque, los hermanos navegan a través de lecciones vivas en geometría, música y más, descubriendo la magia oculta en el conocimiento. Cada día se convierte en una nueva exploración, donde la imaginación es la llave y cada lección, una puerta a mundos fantásticos. Juntos aprenden que el verdadero encanto del aprendizaje radica en la aventura de descubrir.
Esta historia destaca la importancia de la creatividad y la curiosidad como pilares del aprendizaje, transformando la educación en una aventura de descubrimientos. Resalta la perseverancia frente a retos, promoviendo la importancia de la conciencia ambiental y la apreciación por nuestro planeta. Enseña que aprender puede ser una fuente inagotable de alegría, fomentando la exploración y el crecimiento personal en cada experiencia vivida, mientras inculca valores de respeto y cuidado hacia la naturaleza.