MARCIA COLLAZO Amores cimarrones. Las mujeres de Artigas
Fragmento I La madre: Francisca Antonia Asnar
“Sobre la cocina, enorme y cálida, ya había caído la noche, ella rumiaba para sus adentros, ¿en qué lances habrá andado enredado? Y cuanto más meditaba, más se enfurecía consigo misma, demasiado bien sabía que el primer pacto de toda mujer con el mundo era echar tierra sobre ciertas preguntas, si no quería hacer de su vida un infierno y correr el riesgo de caerse por el despeñadero, no fue capaz, sin embargo, de cambiar de rumbo, como si toda su maternidad en llamas se quedara sentada porfiadamente en medio del camino: - ¿Cómo te lleva el cargo, José? - Vamos tirando, madre… vamos tirando, trabajo es lo que sobra contestaba él, procurando sobrevolar el asunto. Pero ella apretaba el nudo: - Pero dime, ¿estás contento de veras, Pepe? Entonces él sacó una moneda de su bolsillo de cuero y la tiró al aire, volviendo a atraparla. - Cara, estoy contento. Ceca, no lo estoy, usted decida, viejita, pero algo voy a decirle, y no se le vaya a olvidar, primero, tengo el cuero más duro y curtido que un chancho. Segundo, mi gente es conocedora, es la única que se le anima
y se le habrá de animar al malevaje, y encima tiene conchabo seguro. Tercero, hay que servir al común, como dice el viejo. - Pero Pepe saltaba la madre mira que la campaña está brava de veras… El la escuchaba y se reía, meneando la cabeza, intentó distraerlos, le anunció al padre que le mostraría las armas que en su oficio de blandengue usaba, lanza, sable, mosquete y pistola, a la madre le prometió que mandaría a Lorenzo a atraparle un cardenal y un jilguero, para que le hicieran compañía y le cantaran a la mañana temprano. El padre carraspeaba, se atusaba el bigote y miraba al suelo, como rumiando el sermón que el mismo hijo había pedido momentos antes, y que no por demorado sería menos efectivo, la madre se había puesto a escuchar como de lejos, con la mejilla recostada en la mano y la mirada sumergida en la chaqueta azul con botones de cobre y puños colorados, en el vistoso pantalón rojo y en las botas de polainas. - Estás tan compuesto como un general… La negra Concepción se balanceaba sobre sí misma, con los ciegos ojos abiertos en la penumbra. - ¿De qué color es tu uniforme, Pepe? le preguntó. -¿Es verdad que tienes dos sombreros, uno de gala y otro de diario? Seguirás destrozando corazones, pensó pero se guardó de decir, y sin embargo, no has de librarte de que te haga ciertas preguntas, porque ya hace rato que tengo fama de bruja y eso me da el derecho de buscarte la lengua. Esos hijos tuyos con la moza de la villa de Soriano, de los que tan poco hablas, son también los nietos de mis amos, que es como decir que fueran míos… y ya me llegará el turno de preguntarte por ellos. Se había mandado buscar a Martina y a Pedro Mónico, que
andaban de visita en lo de Manuel, estarían ya al caer porque desde temprano estaban avisados y se los aguardaba para la cena, sin embargo todo el mundo andaba caviloso y extraño aquella noche, y tanto, que la madre también se olvidaba de darle conversación. No había caso, a pesar de todos los buenos deseos del padre, a pesar de las mismas esperanzas del hijo y de las expectativas de las autoridades, que lo mimaban y no dejaban de ascenderlo, Pepe no podría estar jamás a gusto en aquel cargo. Para sus adentros sospechaba la madre que en cualquier momento la pólvora habría de estallar, porque José se había formado a monte desde la edad más tierna, y sencillamente no había tenido tiempo de aprender la rutina, los plantones, los arrestos y demás artes de amansamiento que sufren los militares ya en los primeros tiempos de su mocedad, como para irles bajando los humos, domándoles el alma y metiéndolos en caja. Muy por el contrario, Pepe Artigas era hijo de la más absoluta libertad, móvil, errante y rotundamente viva, ésa que sólo puede surgir entre las sierras y los ríos, las islas de talas y de molles, las noches de oscuridad cerrada en las que se duerme con el recado de almohada y las armas en la mano. - Esos dos mundos llevas a tu espalda se dijo Francisca mirándolo y el que lo olvide, corre el doble riesgo de no conocerte y de no andar precavido. Te he de ver o no te he de ver, rumió por último, concluida ya la cena y antes de darle el beso de las buenas noches, pero ese potro endemoniado que te caracolea por adentro del pecho, se te saldrá dientes afuera el día menos pensado. Y guarda, Pepe, guarda, que es tu madre quien te lo dice”.
Fragmento II Melchora Cuenca
“Fue en la pulpería de Vega allá en Entre Ríos, ella venía en la carreta de su padre, la vi cuando se bajó por la parte de atrás, revoleando la pierna a lo indio, no tendría ni veinte años por entonces, llevaba un pantalón gris muy ceñido por debajo de la pollera, y de entrada me llamó la atención aquello, lo mismo que su desenvoltura. Entró en la pulpería y se sentó sobre unas bolsas de grano, se sacó las botas a talonazos y hasta se desató el peinado, el pelo negro y lacio le rodó hasta las caderas, yo hacía como que barría con la escoba de chilcas pero en verdad no le quitaba ojo. Al rato, aprovechando que el padre estaba afuera descargando provisiones, sacó un cigarro de una especie de cartuchera de cuero crudo que llevaba colgada a la cintura y lo encendió con una brasa, enseguida me ofreció otro, insistió con gesto imperioso hasta que se lo acepté, entonces la miré mejor, era una muchacha de pelo y ojos negros, bastante bien parecida y con cierta palidez en la piel que le daba un aire como desmayado. Más tarde pude apreciar que era además lenguaraz y entrometida, peleadora, cantora de décimas y amiga de soldados y tahúres. Sabía tirar la taba y era muy diestra con los naipes, jugaba al truco, al monte, al tute y al tresillo, en todos tenía suerte, tal vez porque al aplastar aquellos naipes contra sus pechos o al inclinarse para tomar una carta los hacía resaltar y moverse con la morbidez de frutos pendientes, y con eso distraía deliberadamente a los otros jugadores. Apostaba también a la
mosqueta que se hacía con cáscaras de nuez, yo me admiraba de su desparpajo y de los gritos que pegaba. Como ya he dicho era común que ganara, por algo tenía de su lado la gracia de la belleza, el ojo de águila y aquel talante rápido y decidido. Todo el mundo la llamaba la Paraguaya, ella se reía, soy nacida en el Guayrá pero mi patria está por donde la voy haciendo, así que paraguayos lo serán mis padres, don Gaspar Cuenca y doña Martina Pañera, pero no esta cristiana. Y era como si el aire enrarecido por el humo se quedara en suspenso de pronto, alrededor de la risa de ella. Por qué Melchora trabó amistad conmigo, no se ha de saber nunca, porque no podían existir dos seres más desiguales, ella tenía familia y bienes, y era muy sabedora, así como jugaba y apostaba, también bordaba que era un primor, tejía en un telar muy grande que cargaba en la carreta y hasta tenía letras, cosa que yo mucho le admiraba. Sus padres abastecían desde hacía largos años a las pulperías y barracas de los alrededores, más tarde pasaron a proveer también a las tropas revolucionarias, y con esto llegaron a guardar incontables doblones en la bolsa, hasta tenían trato con el gobierno y era fama que don Gaspar se tuteaba con más de un alto personaje del Paraguay. Yo en cambio no era más que una peona de posada por aquel entonces, para todo servicio como quien dice, siempre que la paga fuera buena, y sin embargo la Melchora compartió con esta miserable sus pesares, su mesa y hasta su propia cama, en tiempos que eran ya violentos y bravíos. A su lado, cosa rara, yo aprendí a ser un poco menos mansa, y ella más levantisca, si eso fuera posible, como si el fuego de la revolución le hubiera incendiado el alma, de modo que más
de una vez me tocó soportar sus formidables arrebatos de furia contra todo lo que según ella conspiraba para que el mundo estuviera así, tan precisamente salido de madre. De labios de Melchora escuché también las más grandes blasfemias contra la revolución, aunque me esté mal el decirlo, blasfemias no son, me gritaba ella, la boca se te haga a un lado, bruja, y yo porfiaba que sí, que son blasfemias, lo que pasa es que tú eres y serás siempre una hereje. Y sin embargo yo sabía muy bien que no era cierto, lo decía por ese poco de maldad que todos precisamos llevar dentro para no caernos del todo, porque Melchora renegaba solamente en los momentos de aflicción, cuando la sangre le llegaba a los ojos y tenía que cortarse las puntas de las trenzas para arrancarse los cuajarones pegados. Cuando los labios le quedaban en llagas de tanto morder tacos de pólvora para rellenarlos. Sobre todo cuando veía morirse a los compañeros. Ella no podía pasarse sin querer al prójimo casi con rabia, cuánto lloró cuando se murió la Josefa, un tiro perdido le voló los sesos, cuando se disipó el humo de la pólvora la hallamos tirada sobre el pasto, la punta de su vestido colorado fue lo primero que vimos y Melchora no paraba de llorar, el dolor era como si esa pólvora le estallara adentro, eso decía y eso había de ser. En cambio, cuando sentía el clarín de guerra se le agitaban las greñas negras y se le encorvaba la mirada, otra mujer parecía, y cuidado con ella según pude comprobar más tarde. Desde el día que la vi montar a pelo sobre un caballo, con más de seis meses de embarazo, para arengar a sus lanceras y marchar a la zaga de Artigas, me di cuenta de que Melchora había nacido para aquello, y para venir a dar en el preciso sitio en que la encontraron los ojos celestes de aquel hombre”.