MALDITO CAFÉ (del Starbucks)
REBECA BAÑUELOS
1. MALDITO CAFÉ DEL STARBUCKS “A veces los sueños cobran vida y se materializan”.
A
na había escuchado muchas veces esa frase de boca de su amiga Isabel, pero no supo cuánta verdad escondían esas palabras hasta aquella mañana de finales de
septiembre. Estaba nerviosa porque era la primera vez que llegaba tarde al trabajo y la reunión prefijada a primera hora era muy importante. Ese día les presentarían al nuevo jefe del bufete porque su querido Robin había decidido jubilarse. No era normal en ella retrasarse y aunque había salido pronto de casa, un atasco en la ciudad de Glasgow le había impedido llegar a su hora. Apresurada con un café del Starbucks en la mano, entró en la recepción del edificio de oficinas en el que estaba ubicado el bufete en el que trabajaba como abogada, cuando el protagonista de sus sueños más tórridos se materializó frente a ella. Él salía del ascensor y ella entraba con tanta prisa que no lo vio. Tropezó con su pecho musculado y acabó derramándole parte de su cappuccino en la inmaculada camisa blanca. Cuando alzó los ojos y lo reconoció su corazón se saltó un latido para después caminar a trompicones. Tenía frente a ella a Niklaus Morgan, el sobrino de su jefe, mirándola con cara de perro. —¡Serás idiota! ¡Ten más cuidado! ¡joder! —espetó el joven, malhumorado. —Lo siento, llego tarde y… —intentó explicarse ella, mientras frotaba con las yemas de los dedos aquella mancha marrón claro sobre su camisa rogando que desapareciese. Él, más cabreado con su intromisión y toqueteo, la agarró de la mano y de un gesto airado, la soltó. —Déjalo, ¿no ves que lo estás poniendo peor? —la regañó—. A ver si la próxima vez te fijas más por donde vas…¡idiota! —Idiota ¿yo? A ver si aprendes modales, ¡imbécil!
Girándose sobre sus talones, a golpe de coleta, lo dejó plantado con una respuesta sobre su educación en la punta de la lengua. El hombre la miró con furia llameante en sus ojos pero la muchacha no se amilanó y lo taladró con la mirada. Iba a reprocharla su actitud cuando las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse y Ana no pudo evitar hacer gala de su sangre rebelde y latina para despedirse. Alzó el dedo corazón de su mano derecha y lo miró de forma pícara sacándole la lengua, antes de que el ascensor comenzara a elevarse, salvándola así de nuevos improperios por parte del joven. Aquel gesto de ella acabó de enfurecerlo. Parecía que aquella mañana la suerte no estaba de su parte porque todo le salía mal. A su última conquista le estaba costando demasiado afrontar su ruptura y que no quisiera saber nada más de ella, y no solo lo llamaba a todas horas, sino que lo había amenazado con contar sus intimidades en las revistas de cotilleos si no regresaba a sus brazos. De haber podido le hubiera dado a aquella trajeada con pintas de bibliotecaria aburrida un buen par de azotes en el trasero para pagar con ella toda su frustración, por maleducada y torpe. Totalmente fuera de sí, Niklaus dio un golpe en las puertas del ascensor bajo la atenta mirada de los presentes en la recepción del edificio, y al escucharlo, Ana sonrió orgullosa. «¿Qué narices hará él aquí?» pensó dubitativa en el mismo momento en el que un montón de imágenes de sus fantasías con el joven de protagonista invadieron su mente convirtiéndola en un gigante tomate andante. La primera vez que había sido invitada a casa de su jefe, poco después de su llegada a Escocia desde su país natal, España, había visto una foto del hombre en una de las baldas del salón. Con cara sonriente, barba de unos cuantos días y su pelo negro ondulado y despeinado cayendo sobre sus hombros, posaba seductor para la fotografía que le había robado completamente el corazón. Saber de boca de su tío que había conseguido llegar a dónde estaba luchando con uñas y dientes para ser el mejor abogado de Londres sin utilizar su apellido familiar de linaje de abogados, la había hecho sentirse orgullosa y admirarlo. Niklaus era el abogado más temido en el estrado y un auténtico rompecorazones fuera de él, porque según su tía Meribeth, no había actriz o modelo que se resistiese a sus encantos. «¿Qué mujer cuerda podría resistirse?» pensó al evocar sus labios marcados y ese aire de inocencia escondida tras un perfil griego de facciones angelicales.
Su mirada profunda de ojos negros era capaz de robar el aliento a cualquiera que entrara en contacto con él y cuando estaba cabreado, como en su pequeño encontronazo, sus pupilas eran capaces de convertir en piedra a cualquiera y congelar hasta el fuego más candente. Aunque en esos instantes su corazón latiese a mil por hora y sus mejillas ardiesen como nunca por su culpa, había sido un prepotente y un maleducado y le había encantado ponerle en su sitio. No era así como siempre pensó que se encontrarían la primera vez, pero no pudo evitar sonreír al rememorarlo mientras el ascensor seguía su destino: La planta más alta del edificio donde se encontraban las oficinas de “Patterson and Co”. Antes de llegar a la sala de reuniones, dio un sorbo a las dos gotas de café que quedaban en el vaso y se olió la ropa. En su blusa y en su chaqueta también había restos de cafeína y él ni siquiera se había dado cuenta. Tiró el cartón decorado con el logo tan característico de la cadena fundada en Seattle, y recolocándose la ropa iba a entrar en la sala donde estaban reunidos todos sus compañeros, cuando tropezó con su actual jefe. Parecía que ese día iba a estar lleno de choques inesperados. —Siento llegar tarde, el autobús se retrasó. —No pasa nada, preciosa. La reunión ha sido aplazada para dentro de unos minutos. El nuevo jefe tenía que arreglar unos asuntos urgentes. —¡Salvada, entonces! Robin sonrió antes de asentir. Su actual jefe era como un padre para ella. Desde que le conociese dos años atrás, el hombre canoso y fortachón que ahora tenía delante, no solo le había ofrecido un puesto de trabajo sino que además la había invitado en numerosas ocasiones a su casa, a comer y cenar con su familia, haciéndola sentir siempre como un miembro más de ella, como una hija. En el trabajo era un jefe estricto, de modales rectos, al que le gustaba que todo estuviese en orden y que no se saliese ni un ápice de lo que él tenía planeado. Pero ella y todos los allí presentes sabían que en el fondo los quería como a sus hijos. Por eso sabía
que el nuevo jefe que hubiera decidido contratar para remplazarlo tendría sus mismos valores. Todos pensaban que su sucesor sería John Scott, incluso él mismo John ya se veía en el despacho del jefe, porque era el que más tiempo llevaba en el bufete, pero Robin no les había contado nada sobre su decisión final. Ana esperaba que fuese quién fuese su sucesor al menos siguiese reinando en la oficina la cercanía entre sus miembros y el buen ambiente. Entendía que Robin quisiera jubilarse para pasar más tiempo con su mujer y con sus hijos, pero en el fondo le daba muchísima pena pensar que ya no lo tendría a su lado, día a día. Era un punto de apoyo muy fuerte para ella, al igual que cada uno de sus compañeros. Más que un bufete de abogados siempre había tenido la sensación de que eran como una gran familia que se dedicaban a ayudar a sus clientes y a hacer de este mundo algo mejor, más justo e igualitario. Era una idea demasiado romántica de su trabajo, pero a ella le gustaba pensar así para no desanimarse. Al pasar por su lado en la sala de reuniones, Robin percibió un intenso olor y le preguntó. —¿Y ese olor a café? —Tropecé y me manché, menos mal que la blusa también era negra… —Tú y tus pequeños accidentes… —dijo el viejo sonriente. —Yo y mis torpezas, puedes decirlo libremente. Soy un pato mareado. —Solo cuando te pones nerviosa —dijo su compañero John. —¿Alguien te ha puesto nerviosa? —le interrogó Leslie divertida. Al ver a un atractivo hombretón de piel blanca, ojos negros y pelo ondeado y largo sobre los hombros, con una mancha de café en la perfecta camisa blanca de su traje negro, Leslie alzó las cejas entre sonrisas, cuando Ana escuchó a su jefe hablar a sus espaldas con alguien cuya voz ya no olvidaría nunca. —¿Y eso? —preguntó Robin intrigado aunque creía que ya conocía la respuesta. —Un adefesio con prisas vació su capuccino sobre mí.
Al oírlo ella se giró y lo retó con la mirada, consiguiendo que el joven por primera vez en toda su vida sintiese pánico y vergüenza. Aquello no lo esperaba. «¿Qué hace ella aquí?» pensó. Robin se deshizo en carcajadas mientras hacía un gesto a todos los presentes para que se sentaran a la mesa. —Entonces ya conoces a nuestra querida Ana Lawrence. Su sobrino se quedó mudo y en ese momento deseó que le tragase la tierra. La mujer poco femenina con pintas de bibliotecaria aburrida no era ninguna becaria ni secretaria como él había imaginado. Sino que era la empleada favorita de su tío, y la mejor abogada del bufete. «Ana es tan dulce como fría e implacable. Desde que la contraté hemos ganado todos los casos que ella ha llevado» recordó para sí mismo que le había dicho su tío alguna vez.
2. EL NUEVO JEFE
C
uando Niklaus Morgan fue presentado como el nuevo director del bufete, todos se quedaron asombrados. Una perpleja Ana no acababa de creérselo por más
que se lo repetía una y otra vez a su confundido cerebro. Ella que había deseado llevarse bien con su nuevo jefe y que reinara la paz en la oficina, ahora veía como algo imposible que eso sucediera. Con esa prepotencia y chulería que desprendía el recién llegado, no se iba a ganar las simpatías de sus compañeros así como así. Todavía recordaba su mirada glacial cuando les advirtió aquello que deberían tratar de evitar para que todo fluyese correctamente. No iba a tolerar bajo ningún concepto: la impuntualidad, la torpeza, y los capuccinos sobre su ropa. Ante ese último comentario todos rieron, menos Ana, que sintió como toda su sangre cosquilleaba bajo su piel y se arremolinaba en su rostro dejándola en evidencia. Con el paso de los días se dio cuenta de que el joven los tenía a todos comiendo de su mano, igual que a las actrices y modelos que revoloteaban en Londres cerca de él. Algunos de sus compañeros le envidiaban, como era el caso de John, porque ya se había imaginado en el puesto del jefe y con un sueldo mayor, pero en el fondo no dejaba de reconocer que era un gran estratega y un inteligente abogado. Y sobraba decir que todas las féminas del bufete estaban más que encantadas con el bombonazo de su jefe, que encima había resultado simpático, atento y cordial en las distancias cortas. Ana no tenía muy claro si el día de su accidente en el ascensor solo había tenido un mal día, o que el resto de sus compañeras al ser más atractivas que ella sacaban el lado seductor y coqueto de su jefe, porque con ella la relación era nula. La primera mañana de trabajo coincidieron en el ascensor y no lo compartieron con nadie más. Para Ana fue el viaje en ascensor más largo e incómodo de toda su vida. Encima una maldita vocecita dentro de su cabeza decidió darle el coñazo y recordarle una imagen que había soñado la noche anterior. Niklaus entrando en el ascensor antes de que las puertas se cerrasen, plantándole un beso agresivo como respuesta a su gesto con el dedito corazón.
Intentó desterrarlo de su mente pero no pudo, y al mirarlo de reojo todo su cuerpo reaccionó. Un montón de mariposas se instalaron en su estómago y un latigazo de lujuria la acarició bajo su ombligo poniéndola aún más temblorosa. «Trabajar juntos va a ser una auténtica pesadilla» pensó la joven en el mismo instante en el que las puertas del ascensor se abrieron y él le ofreció salir primero con la galantería de un gentleman. Cada mañana que coincidían en el ascensor la misma imagen invadía sus retinas, y Ana no volvía a respirar hasta que salían del ascensor de camino a sus despachos. Ni siquiera lo miraba. Y cuando tenían que hablar por motivos de trabajo intentaba que no se le notase su turbación siendo lo más escueta y diligente posible. Algo que no había pasado desapercibido para Niklaus, que veía molesto como era dulce y cariñosa con todos sus compañeros de trabajo menos con él. Incluso coqueteaba con uno de sus compañeros, un rubio de ojos azules alto y fornido que había llegado de Noruega buscando un cambio de aires, y que se había enfrentado a Ana en uno de sus antiguos casos. Se lo había puesto tan difícil que ella misma le había hablado de él a Robin como futuro empleado del bufete. El hombre no había dudado ni un solo segundo en subirle a su barco y a la semana siguiente de ese caso ya estaba trabajando con ellos. «Si me hubiera conocido a mí primero» pensó sorprendiéndose así mismo con ese pensamiento. «¿No decías que era un adefesio?» le recordó una vocecita burlona dentro de su cerebro. A primera vista era lo que le había parecido. Con esas gafas de pasta negra tan hipster, su pelo negro y liso anudado en una alta coleta tan rígida que estaba seguro de que le estaba martirizando las sienes de lo prieta que la llevaba. Con ese flequillo recto que junto a sus gafas ocultaban casi al completo su mirada, parecía un ratón de biblioteca que pretendía esconderse del mundo tras sus libros. Y qué decir de ese traje de chaqueta y pantalón una talla más grande que la que debería llevar y que ocultaba todas sus curvas femeninas, convirtiéndola en un ejemplo de anti feminidad para alguien acostumbrado a otro tipo de mujer. Sin embargo después de semanas en las que vio cómo trabajaba y cómo se enfrentaba a sus oponentes, su opinión sobre ella había cambiado tanto que le
desconcertaba. No era el tipo de mujer que solía gustarle, pero se sorprendía a sí mismo cada mañana al despertar cuando su subconsciente lo había traicionado durante sus fantasías oníricas, queriendo descubrir esas largas pestañas negras que intuía escondidas bajo las gafas de pasta. Intentando acaparar solo para él la intensa mirada de esos hermosos ojos verdes que lo habían dejado temblando por su frialdad en más de una ocasión. En el estrado era una arpía, fría y directa, calculadora e inteligente, que no se amilanaba ante nada y que por más que se complicaran las cosas, siempre salía de la batalla vencedora.
3. LA PESADILLA CONTINÚA
A
na llevaba semanas volviendo loca a su amiga Isabel. Cada noche antes de la cena la llamaba por teléfono a su casa de Barcelona para ponerla al día de los
pocos avances con el bombonazo de su jefe. Relataba a su amiga todas las miradas y sonrisas del hombre con sus empleados, su frialdad en los juzgados y con ella misma. El movimiento de su cuerpo al caminar, cómo se le tensaban los músculos de su cuello y de su mandíbula cuando algo le disgustaba, cómo pestañeaba sin cesar cuando algo le preocupaba. Ella lo vigilaba de reojo como si en realidad no lo estuviese mirando y se sabía todos sus gestos de memoria. Aunque más de uno de sus compañeros ya se había dado cuenta de que le ignoraba cuando lo tenía frente a ella, pero después no dejaba de mirarlo y de suspirar como una adolescente. Incluso Leslie se lo hizo saber una mañana durante el descanso para el almuerzo. —Se tiene que sentir observado. Sabe que le estás mirando. No es idiota. —¿Seguro que no es idiota? Me da igual que lo sepa. ¿Qué va a hacer… despedirme por mirarlo? —Un idiota muy guapo que podría denunciarte por acoso. —Eso no te lo discuto… —y se quedó pensativa barajando la posibilidad de que la denunciase. Tendría que dejar de mirarlo aunque le costase una gran batalla consigo misma. Isabel la había instado a lanzarse, a acercarse más al joven y no ser tan fría con él, a vestir más provocativa para que fuese él quien se lanzase, pero ella no estaba segura de poder hacerlo. Tontear con Anders se le daba de maravilla, incluso en más de una ocasión la había alegrado el fin de semana con mimos y besos salvajes entre sábanas y sudor. Pero Niklaus era distinto. Era un hombre complicado, su mirada de ojos negros le decía que dentro de su alma había algo desconocido que podría traerle muchos problemas si llegaba a acercarse a él más de lo recomendado. Además estaba segura de que su jefe era un sueño inalcanzable que jamás se fijaría en alguien como ella.
Niklaus no solo se había fijado en ella, sino que desde que la había conocido no tenía la necesidad de buscar una nueva mujer que sumar a su lista de conquistas. Desde que se había chocado con ella y habían sido presentados en la sala de reuniones, desde que la había visto cada mañana de esos últimos meses, no podía dejar de pensar en ella. Intentaba acercarse, le preguntaba sobre antiguos casos, pudiendo interrogar a su tío, con el único propósito de tenerla unos minutos más a su lado, aunque ni siquiera lo mirase. Le bastaba con sentir el calor de su cuerpo a escasos centímetros del suyo cuando ella se inclinaba sobre la mesa para revisar junto a él algún documento. Sentir su perfume Angel de Victoria’s Secret envolviendo la atmosfera de su despacho una vez que ella ya se había marchado. Al cerrar los ojos y oler ese almizcle floral con pinceladas frutales no podía evitar que su entrepierna se tensara, que su mente la imaginase sentada sobre aquella misma mesa con sus piernas abiertas solo para él, mientras tras las cortinas cerradas los demás compañeros seguían trabajando y ellos debían gemir bajito para que nadie supiera lo que estaba pasando entre las paredes del despacho. Pero solo eran sueños y fantasías que seguro se debían al rol de jefeempleada. Unos sueños que lo volvieron loco durante meses. Aunque cuando lo pensaba fríamente, jamás la había visto como una empleada. De hecho era incapaz de ver de esa forma a la troupe. Era el jefe, sí, pero al igual que su tío los veía como si fueran una gran familia. Pensando en sus sueños, mientras veía la ciudad de Glasgow fulgurar a través del cristal, recordó esa bonita frase de que los sueños siempre acaban por hacerse realidad, pero Niklaus no lo tenía muy claro. Jamás le había costado tanto que una mujer se fijase en él. De hecho nunca le había sucedido porque a un chasquido de dedos tenía a la que quería, y en una sola mirada coqueta caían fulminadas en sus brazos. Algo que nunca había llegado a entender del todo, porque siempre se había sentido inferior a los demás. Ese poder sobrenatural que parecía tener con el sexo opuesto no le estaba funcionando de nada con ella, y tampoco le había servido de nada en el pasado con su madre. Si de verdad hubiese tenido ese poder de fulminar con sus encantos a cualquier mujer, su madre no lo hubiera abandonado dejándolo a cargo de sus tíos para vivir la vida que había desperdiciado al casarse demasiado pronto. Todos esos sentimientos encerrados en su corazón provocaron que sacara todas sus armas de fiera en el estrado para arrinconarla hasta conseguir una sola de sus
miradas. Una de esas que ella le lanzaba cuando creía que él no se estaba dando cuenta. Además había escuchado parte de algunas conversaciones entre ella y Leslie en las que Ana confesaba tras una pregunta de su amiga y compañera que había soñado con él desde que había visto una foto suya en casa de su tío. Que alguna vez cuando subía con él en el ascensor imaginaba que se miraban fijamente, que se besaban… Harto de esperar algo que parecía que no iba a llegar nunca y de verla parlotear con el sueco entre confidencias, risitas y miradas que dejaban claro que entre aquellos dos había habido más que palabras, decidió actuar y romperle todos los esquemas. Necesitaba saber de una vez por todas si seguía suspirando por él o al conocerle, al sentirse despreciada por él durante su primer encontronazo, había cambiado de opinión y ya no lo veía de esa manera. Muchas habían sido las mujeres que tras conocerlo, tras descubrir su taciturnidad tras las sonrisas de coqueteo, habían salido disparadas de su vida. Esa era una de las razones por la que sus ligues no duraban tanto como a él le hubiera gustado. Tenía miedo a cómo ella pudiese reaccionar pero siempre había sido un hombre que se enfrentaba a sus batallas con la cabeza alta y mucho coraje. Escribió unas palabras tras una de sus tarjetas personales y la dejó sobre la mesa del despacho de ella junto a un capuccino del Starbucks. Mañanas antes de la que Niklaus decidió lanzarse, no compartieron ascensor. El hombre había decidido hacerla reaccionar para saber si lo echaba de menos, sin saber que ella podría reaccionar de la forma contraria a la que él esperaba. Ana se extrañó al no verlo en la recepción esperando a subir como todas las mañanas desde finales de septiembre. Y echó de menos no subir hacia la última planta en su compañía, porque imaginar que la besaba sin él a su lado, sin la tensión que se respiraba entre aquellas paredes de metal, no provocaba las mismas sensaciones en su cuerpo. Se sintió distinta, incluso vacía, cuando la realidad la sacudió. Los sueños siguen siendo pinceladas oníricas si no se hace nada para atraerlos y aferrarlos con todas las fuerzas posibles. «¿Le habrá sucedido algo?» pensó el primer día. Pensamiento que descartó en cuanto salió del ascensor y lo encontró hablando con su secretaria, Mary. Al día siguiente sucedió exactamente lo mismo, y tras una semana sin coincidir se dio por vencida y se percató de que simplemente había decidido que ya no quería volver a compartir ni unos escasos instantes con ella. Había dejado de llamarla a su despacho
para preguntarle por antiguos casos, de intentar entablar conversaciones y se limitó a dirigirse a ella solo cuando era estrictamente necesario. Aquella última mañana Ana percibió algo raro en su interior. Algo se rompió dentro de su sangre, y tras cavilarlo se dio cuenta de que el puzle de sus sueños, aquel que ella había juntado durante noches y noches, pieza a pieza, se había roto en mil fragmentos. Su puzle nunca se completaría. Niklaus nunca sería un sueño hecho realidad. Ella ya se lo había metido en la cabeza desde siempre, pero ser más consciente de no la gustó demasiado. —Hoy necesitaré otro café… —suspiró para el cuello de su camisa granate cuando frente a ella, sobre la mesa de su despacho, se materializó su deseo. Asió el vaso de cartón con una mano y dio un sorbo al café, cuyo aroma invadió sus fosas nasales haciéndola temblar. Cuando agarró la tarjeta que estaba posada al lado del vaso y la leyó casi se atraganta con el capuccino. «¿Cuándo vas a dejar de mirarme de reojo? ¿Cuándo vas a dejar de soñar en el ascensor?» Niklaus. A Ana se le paró el corazón al leer aquellas dos líneas. «¿Cómo narices sabe él acerca de mis sueños?» pensó intrigada. —¿Leslie…? —imaginó—. No, no puede ser una traidora… La llamó por una línea segura de la oficina y tras constatar que su compañera y amiga no había abierto la boca, solo le quedó la posibilidad de que él las hubiese escuchado alguna vez. Con toda su sangre alterada al igual que su respiración, y un ataque de pánico mezclado con furia desprendiéndose de sus pupilas, decidió dejar de hacer el idiota y coger al toro por los cuernos. «¿Acaso este imbécil está tratando reírse de mí?» Cabreada, hasta límites que ella misma desconocía en su carácter, se presentó en su despacho al tiempo que él entraba y cerró la puerta tras su entrada. Aquel hombre la sacaba de sus casillas y no iba a permitirle que le hiciese sentir como una tarada.
Posó el café sobre su mesa con un ademán de hastío, y le lanzó la tarjeta sobre los documentos que tenía delante, provocándole una carcajada que logró ponerla más furiosa aún. Niklaus se dio cuenta en ese instante de que le encantaba la fuerza arrolladora que la joven desprendía cuando estaba enfadada. Entre ellos todo había comenzado con un café, y acabaría de la misma manera. —¿Se puede saber de qué vas con esta notita? —Al menos hoy no me has tirado el café encima. ¡Vamos mejorando! Incrédula alzó las cejas por sus ganas de bromear. Jamás lo había hecho con ella, y aunque le resultaba encantador y en otras circunstancias la hubiese entusiasmado tontear como tantas veces había soñado, tenía la sensación de que quería divertirse a su costa y eso no se lo permitiría ni a él ni a nadie. —La nota. Explícate. —No tengo nada que explicar. Quiero que dejes de mirarme a escondidas. Ella enmudeció al recordar las palabras de Leslie sobre el acoso y tembló. ¿Y si la despedía? Al ver el rictus preocupado de su cara, Niklaus decidió seguir con la conversación antes de que ella pensara lo que él no había querido decir en aquella nota. —Y respecto a tus sueños conmigo…La próxima vez que hables de mí con tus amigas, preocúpate de mirar alrededor porque las paredes de esta oficina son de papel. Ana se sonrojó tanto que por unos instantes le pareció verse sacudida por un ataque de fiebre repentino. Sus rodillas temblaron amenazándola con no sostenerla y sus manos comenzaron a sudar. No pudo enfrentarlo. Era la primera vez que se miraban a los ojos tan profundamente y durante tanto tiempo, que su voz simplemente se esfumó. Aquellos intensos ojos negros se le clavaron en el alma y supo desde ese instante que ya no se los sacaría de la cabeza ni del corazón, jamás. Asintió con tristeza y salió disparada del despacho de su jefe. Jamás se había sentido así. Ella, la implacable abogada que hacía temblar a sus contrarios había sido convertida en cenizas por el hombre de hielo. Las palabras se la habían atascado en la garganta. Ella que había decidido enfrentarse a él había sido derrotada. Las piezas del
puzle que se escondía dentro de su corazón bailotearon entre el eco de su alma cuando dos lágrimas furtivas se precipitaron desde sus pestañas, más roto que nunca. Él la vio secarse las gotas saladas con el dorso de su mano y sintió una sensación devastadora en su interior. —¿Qué narices ha pasado? Cuando pensó que todo acabaría con un café, no pensó que lo haría de aquella manera. No eran dos órdenes que ella debía cumplir, sino dos bromas a las que debería replicar con ese carácter hispano que tenía para que por fin se acercara a él y le mirase de frente, y todo había salido al revés. «¿Es que nada puede salirme bien en esta jodida ciudad?» pensó. Se levantó de su despacho con el café en la mano dispuesto a plantarse ante ella y aclarar las cosas, cuando la joven salió atropelladamente hacia la salida. Con el bolso en el codo, y las gafas en su mano mientras limpiaba los rastros de lágrimas, no pudo evitar tropezar de nuevo con su pecho y el interior del vaso se derramó sobre la camisa blanca de él. —Lo siento —dijeron ambos al unísono. Cuando ella alzó la vista y sus ojos negros se perdieron en sus preciosos ojos verdes supo que su imaginación se había quedado corta respecto a sus pestañas. Aquella mirada tímida y dulce, pero fría a la vez, le hizo temblar y sentir un escalofrío en su espina dorsal. Intentó explicarse, cuando ella le cortó con un gesto de su mano y le dijo: —Tengo prisa. —Pero yo… Ella aceleró el paso y bajó las escaleras como alma que llevaba el diablo sin esperar al ascensor. A lo lejos pudo escuchar como él gritaba algo acerca del café.
Pasaron los días y la situación entre ellos se enfrió tanto que parecían dos fragmentos de hielo perdidos en mitad del mar revuelto. Ella no volvió a mirarlo de reojo, no volvió a hablar de él con nadie, y el hombre no volvió a sentirse observado por ella. Mientras que con todos sus compañeros era de lo más dulce y atenta, fiel a su carácter, a él lo trataba como si no existiera y aquello le destrozó por dentro. Tras hablar una tarde con su tío Robin, y contarle todo lo que había sucedido, su idea de reconciliarse con ella, sus pensamientos, sus sueños, decidió que tenía que hacer algo para volver al principio. A Robin nunca le habían pasado desapercibidas las sonrisitas de Ana cuando le hablaba de su sobrino, la mirada que la joven echaba a la fotografía cada vez que caminaba por su salón, incluso después de haberse conocido y trabajar juntos. Ella no había mencionado una sola palabra, pero Meribeth como mujer que era sabía que ella sentía algo muy fuerte por el joven pero que no se atrevía a dar el paso siguiente. Y le quedó aún más claro después de escuchar a escondidas la conversación de su marido y su querido sobrino. Aquellos dos tenían que acabar juntos y ella haría todo lo necesario para que eso ocurriera. Su sobrino se merecía a una mujer que lo entendiese y lo hiciese feliz, y ella necesitaba encontrar su sitio en Glasgow de una vez por todas. Sentirse parte de la ciudad tan lejos de su casa. —Algo se me ocurrirá… —maquinó.
Una semana antes de las fiestas de Navidad, Ana salía con prisa de su despacho para ir a buscar a su amiga Isabel al aeropuerto, que llegaba de Barcelona para pasar unos días con ella y acompañarla a la fiesta de la empresa que tendría lugar en casa de Robin. Cuando esperaba que nada le sorprendiese, un gesto inesperado lo cambió todo.
4. ASCENSOR
N
iklaus había decidido jugar todas sus cartas antes de esa fiesta, y salió detrás de ella, de camino a casa. Cuando las puertas del elevador ya se estaban cerrando, Ana estaba tan inmersa
en sus pensamientos, con sus ojos verdes perdidos en la moqueta del ascensor, que no se percató de que una mano y un pie impedían que las puertas se cerrasen del todo. Cuando levantó la vista se encontró con sus ojos negros y toda ella tembló. No habían vuelto a compartir ascensor desde su último encuentro café-camisa, porque ella utilizaba las escaleras, pero esa tarde tenía tanta prisa que había decidido cogerlo sin darse cuenta de que su jefe no había dejado de vigilarla. Se apartó hacia uno de los rincones para no estar cerca de él, y volvió a fijarse en la desgastada moqueta en un intento desesperado de concentrar sus pensamientos en algo que no fuese él y la soledad que les rodeaba. Niklaus se acercó a ella y la sorprendió, al sentir sus pasos aproximándose lo miró y se encontró con algo que no esperaba. El hombre pulsó el botón de pausa del ascensor y se acercó a escasos centímetros de su rostro. Con una mirada fría impregnada de algo más que ella no había visto nunca en sus ojos, le susurró: —Deja de soñarme… —No estaba…—intentó rebatirle cuando el hombre la besó. La agarró de sus manos y las posó sobre su cabeza para que no pudiera moverse. La arrinconó contra la pared y le impidió moverse con el peso de su cuerpo, colocando sus musculadas piernas a cada lado de su cuerpo. Cuando mordió su labio inferior con delicadeza deslizando después la punta de su lengua sobre la presión que sus dientes habían provocado, consiguió que las piernas de la mujer temblaran y que su cerebro se licuase al completo. Ana no pudo evitar que de la sorpresa un gemido traicionero escapara de su garganta, algo que él aprovechó para introducir su lengua en el interior de su boca y torturarla con sus movimientos salvajes. Aquel beso fue mucho mejor que todos los que ella había soñado durante año y medio. Una mezcla entre dulzura y agresividad, entre ternura y pasión desenfrenada que la dejó completamente atontada.
Cuando él volvió a pulsar el botón y el ascensor prosiguió con su camino, ella intentó desasirse de su amarre para besarlo con más intensidad, y cogiéndolo por la nuca lo acercó a ella y le devolvió el besó. Pero él la apartó de su lado en el mismo momento en el que las puertas del ascensor pronunciaron el tintineo de llegada al piso inferior. Las puertas se abrieron y él salió disparado hacia a la calle, y Ana todavía temblorosa se llevó las manos a su boca en un intento de retener la huella de su sabor. —Los sueños a veces se hacen realidad —recordó entre hipidos Ana, de camino al aeropuerto. Sin embargo a veces la realidad es mucho más dolorosa que aquellos sueños que no se pueden alcanzar. Porque Niklaus había detenido el ascensor, la había besado, ¡sus labios hinchados eran la prueba de ello!, pero cuando ella lo había besado a él, el hombre la había apartado para que nadie los viera al abrirse el ascensor. O eso era lo que ella creía que había sucedido, ya que Niklaus había salido disparado por el temor a todas las sensaciones que habían sacudido su sangre en tan solo un beso y no porque no quisiera que nadie los viese. Cuando se lo contó minutos después a su amiga Isabel, la barcelonesa de pelo castaño rojizo y preciosos ojos azules, comenzó a trazar una venganza contra aquel capullo para el día de la fiesta familiar en casa de Robin.
5. CENA DE EMPRESA
I
sabel había escuchado atentamente a su amiga durante meses. Había grabado en su retina cada gesto del arrogante hombre de negocios que era el jefe de su amiga,
tanto que cuando fueron presentados por Robin no lograba encontrar en él al hombre que su amiga le había descrito y así se lo hizo saber a ella. —¿En serio que estamos hablando del mismo hombre? —preguntó intrigada Isabel—. Es muy simpático y cordial. —¿Tú también has caído en sus redes? ¡Esto es increíble! Para no pensar más en que su jefe parecía abducir a todas las féminas del universo, y que era ella a la única que parecía ignorar, se puso a ayudar a Meribeth a preparar la mesa para la cena. Mientras lo hacía, estaba tan atenta a la conversación de su amiga con Niklaus, y tan crispada de los nervios porque hubiesen conectado tanto, que cuando se quiso percatar de que una de las copas de cristal iba a chocar con el perfil de uno de los platos, el vidrio se partió en dos al rozar uno de los platos, profiriéndole un pequeño corte en la mano. En cuanto se oyeron los chasquidos del vidrio, Meribeth asomó la cabeza de la cabeza desde la cocina, y todos los asistentes dejaron sus conversaciones. Azorada por ser el centro de atención, Ana respondió de forma borde cuando Niklaus se acercó a ella para saber si estaba bien. —¿Te has cortado? —Sí, pero es solo un rasguño. — A ver… Deja que te lo limpie… —¡Quita! Ya puedo yo sola. —¡Pero mira que eres borde, guapa! —le lanzó el joven con hastío antes de rematarla con nuevas palabras—. A ver si echas un polvo y te relajas un poquito…
Mientras todos sus compañeros rieron la pulla de su jefe, Ana, echando humo por las orejas fue a contestarle cuando Isabel se adelantó y dejó claro a todos los presentes que a su amiga no se la tocaba nadie. —Lo haría si en esta ciudad hubiese hombres decentes. Pero últimamente se rodea de mucho gilipollas... Ana no pudo evitar sonreír tras una mirada agradecida, a la que Isabel contestó con un susurro en castellano: —Ven, vamos a desinfectar esa herida, mi chica.
La cena transcurrió en una charla prácticamente amistosa donde Isabel les contó a todos a qué se dedicaba, cómo conoció a Ana y donde las sonrisas y las bromas provocaron que la noche aconteciese sin que apenas se dieran cuenta. Isabel, al igual que su amiga, se sintió a gusto y totalmente integrada en la familia, y es que Robin y su mujer siempre conseguían eso con sus invitados. Aunque en algunos momentos la tensión entre Niklaus y Ana pudo palparse en el ambiente, y no pasó desapercibida para ninguno de los presentes, lo sobrellevaron. El hombre había pretendido acercarse a su amiga para sonsacarle algo acerca de la joven, e incluso resultar gracioso con ese comentario, y había conseguido todo lo contrario. Desde que la española de ojos glaciales se le tirase a la yugular ya no había habido más sonrisitas con ella ni momentos de confidencias. Estaba claro que la palabra gilipollas iba dirigida a él. Y en el fondo había definido a la perfección cómo se sentía el joven, que acostumbrado a tenerlo todo con Ana no hacía más que dar pasos hacia atrás, y cuando creía que avanzaría y ella se acercaría a él lo suficiente para tenerla donde quería, todos sus planes se desvanecían y sus fuerzas se esfumaban. Por no hablar de ese miedo irracional que le había entrado al besarla. Niklaus, abatido y cansado de perder, había salido al porche de la casa familiar de sus tíos para admirar el paisaje navideño que lo rodeaba en aquella casa de las afueras e intentar poner en orden sus pensamientos, que desde el beso en el ascensor se confundían unos con otros.
Refugiado bajo una gruesa manta y sentado en un amplio sofá de mimbre, intentaba no pensar en nada sin conseguirlo. Mientras admiraba la nieve que había caído horas antes, vio a su tía Meribeth acercarse y sentarse a su lado. Solo con mirarlo a los ojos pudo sentir que algo lo atormentaba. —Escupe. Niklaus alzó las cejas, y tras una sonrisa le dijo: —No te vas a ir hasta que te lo cuente ¿verdad? Su tía sonrió como una única respuesta y el joven procedió a sincerarse con ella. Creía que no habría hombre que entendiese a las mujeres y no veía a nadie más capacitado que a su propia tía para aconsejarle sobre Ana. —No sé llegar a ella. Cada vez que pretendo acercarme, que intento formar parte de su mundo, sus amigos, la cago. —Es que tu comentario ha sido desafortunado. —Muy desafortunado. Lo sé. —¿Por qué? —Porque me cabrea. Me hierve la sangre que se deje ayudar por todos excepto por mí. Que sonría a todos con esa dulzura que la caracteriza y que cuando yo me acerco, me trate con tanta frialdad o huya enfadada. Ni siquiera me da la oportunidad de conocerla. Hastiado suspiró antes de taparse y arrebujarse un poco más sobre la cálida tela gris, sin saber que unos oídos indiscretos habían escuchado toda la conversación. Ana había salido para hablar por teléfono con su madre, cuando escuchó lo que no debía. Apresurada entró en el salón de nuevo sin llegar a marcar el número, y tras una mirada inquisitiva de Isabel le contó lo que había escuchado. —Tienes que lanzarte, amiga —le instó Isabel—. Has de preguntarle porque salió corriendo. —No sé si voy a ser capaz…
—Tú verás, entonces. Ana la miró e Isabel sentenció: —Te tenía por una mujer que luchaba por todo aquello que soñaba. Aunque lo mismo no eres tan valiente como yo creo que eres… —¡Soy valiente! —¡Demuéstramelo! Y después de respirar hondo un par de veces, salió apresurada hacia el porche para hacer la llamada que había intentado hacer minutos antes. Cuando Niklaus y su tía la vieron salir, el joven no pudo evitar tensarse. Si hubiera salido unos minutos antes se hubiera enterado de todo. El vértigo a ser descubierto le atenazó la garganta y provocó que tosiera. Su tía, tras sentir su nerviosismo decidió que ya era hora de que aquellos dos hablaran, y tras pellizcarle y susurrarle palabras de ánimo, le recomendó hablar con ella en cuanto pudiera. Cuando Ana colgó el teléfono, Niklaus estaba buscando las palabras correctas que decirle en algún lugar de su cerebro cuando se vio sorprendido por unas palabras que no esperaba. —¿Por qué saliste corriendo cuando intenté besarte de nuevo? Él alzó las cejas asombrado porque por nada en el mundo se hubiera imaginado que ella le hablase claramente sobre su momento en el ascensor. Calló intentando encontrar la respuesta adecuada, y Ana se tomó su silencio como indicativo de que no quería contestar o que simplemente no tenía nada que decir. La joven giró sobre sus talones dispuesta a entrar de nuevo en la casa cuando la voz del joven le sorprendió. —Porque no estaba preparado para sentir las cosas que nuestro beso me hizo sentir.
Se quedó muda tras su respuesta y se volteó para enfrentar sus ojos e intentar descifrar si se estaba riendo de ella o le estaba diciendo la verdad. Cuando se encontró con los ojos negros del joven, todo su mundo se puso patas arriba. No solo veía sinceridad en su mirada, sino que además él le hizo un gesto pidiendo que se sentara a su lado y compartiesen la gruesa manta gris. Ella le obedeció, y tras una sonrisa devastadora del hombre que le fundió todos los circuitos de su cerebro, tragó saliva dispuesta a enfrentar lo que parecía que sería un gran momento de sinceridad. —Pensé que no te había gustado mi beso… —Por lo visto a ti si te gustó el mío y te quedaste con ganas de más. Ana se sonrojó de pies a cabeza y lo miró con el ceño fruncido simulando un enfado que esta vez no sentía. Tras una carcajada que la hizo temblar y un montón de mariposas que se alteraron en su estómago, se envalentonó y le lanzó: —Todas las mujeres caen rendidas a tus pies ¿Por qué yo iba a ser diferente? —No importan el resto de las mujeres, me interesas tú. Y hasta ese beso creo que me has dejado bastante claro que te era indiferente. Ana resopló. —¿No era así? —preguntó ante el silencio de ella. —¡Venga ya! Si incluso tuviste que pedirme que dejara de mirarte. Niklaus la miró como si fuera un bicho un raro y cansado de malos entendidos y de dudas, decidió ser lo más claro posible con ella, para que no quedase nada por resolver entre ellos tras esa noche, y se sinceró. —Me encantaba que me mirases. Esas palabras fueron una broma, una manera de acercarme a ti y dejarte claro que me gustabas y que sí, quería que dejases de mirarme y de pensar en mí, sin hacer nada más que eso al respecto. Pero ni siquiera eso me salió bien contigo. —¿Querías que me lanzase?
—¿Tan extraño te parece? Quería picarte y que con tu carácter latino como la primera vez que nos vimos, me reprocharas mis palabras… Ana sorprendida tras su confesión, le hizo un gesto con las manos señalándolos a ambos. —No voy dejando a la gente con la boca abierta a mi paso, tú sí. Y no me parezco a las modelos con las que sales ni en el blanco de los ojos. —Serías como ellas si no te dedicaras a llevar una talla más grande de la que deberías utilizar. No tienes nada que envidiar a nadie y esta noche lo has dejado más claro que nunca con ese vestido y tu melena suelta... Y respecto a lo de dejar con la boca abierta…quizá deberías preguntarle a tu amigo el rubito. Ana sonrió sin poder evitarlo y le preguntó: —¿Celoso? Ya esperaba un no por respuesta cuando el hombre volvió a sorprenderla. —¡Pues sí! Con él coqueteas, sonríes, no tienes problema ninguno en dejarlo acercarse a ti, os miráis de forma cómplice y me consta que entre los dos ha habido algo. Y a mí ni siquiera me soportas, ni siquiera eres capaz de compartir cinco minutos de ascensor. —Lo dijo el hombre que decidió cambiar de horario para no cruzarse conmigo. —Creí que después de nuestra conversación…yo… Suspiró y calló porque no sabía cómo continuar la conversación. —Me llamaste adefesio. —Me tiraste un café encima y me hiciste un gestito con el dedo ¿recuerdas? Además ese día estaba muy cabreado por otros asuntos, y quizá lo pagué contigo. —¿Quizá? —Valeee. ¡Me excedí!
Ana sonrió y regresó en su mente a aquella mañana que lo había comenzado todo y no pudo evitar sonreír con mirada nostálgica, mientras sus ojos verdes de pestañas espesas se perdían en la noche estrellada que refulgía sobre la nieve blanca. Y en un ataque de sinceridad que no había previsto, dejó que su corazón hablase sin filtros racionales. —Me gustas desde que vi una de tus fotos ahí dentro —dijo señalando el salón—. Cuando supe por Robin que todo lo que tenías era fruto de tu esfuerzo, te admiré. Y sí, he tenido sueños contigo bastante subidos de tono como ya sabrás al escuchar conversaciones ajenas. Él sonrió al recordar esa conversación antes de que sus miedos hicieran acto de presencia entristeciendo su voz. —Y al conocerme perdiste todo tu interés… Ana estalló en una carcajada sincera y el hombre tembló. Ahora era cuando ella, en otro arranque de sinceridad, afirmaba lo que todas las mujeres acababan pronunciando: «No eres lo que creía que eras, eres demasiado complicado». —Y al conocerte de verdad me gustas mucho más —susurró mirándole intensamente. Niklaus se quedó embobado tras su respuesta, sin dejar de mirar sus labios, sus pestañas, su blanca piel…deseando romper la distancia entre los dos. —Hay algo en ti que no sé lo que es. Cuando te miro percibo que no solo eres el niño bonito que muchos creen. Tienes algo oscuro, demonios que te hacen parecer frío, miedos… «Ahora viene el pero…» pensó él. —Pero al contrario de perder el interés, creo que te hace mucho más interesante. Te he visto siempre como un imposible. Y cuando tras tu beso, saliste corriendo y me apartaste para que nadie nos viera, yo… En ese momento fue ella la que se quedó en silencio.
Niklaus sintió todo su cuerpo arder tras su confesión. Era la única mujer que no veía algo malo en él. Aceptaba sus demonios y quería conocerlo. Quiso tocarla, acercarse, besarla, pero todo su cuerpo se había quedado paralizado, mientras que su corazón latía desbocado agitando su respiración. No sabía si debía dar un paso más o no… Ana incómoda se revolvió en el asiento de mimbre, y él pensando que se iba a levantar para marcharse no pudo hacer otra cosa más que lanzarse a por ella de una vez por todas. La agarró por su rostro, se perdió en sus esmeraldas brillantes y se aproximó para confesarle su verdad. —No me aparté para que no nos vieran... Me separé de ti porque cuando te besé algo hizo clic aquí —le explicó cogiendo una de sus manos y colocándola sobre su corazón. —Yo… —intentó balbucear Ana entre tanta honestidad. Él la miró entrecortando la poca distancia que los separaba y se detuvo pidiendo permiso. Ana no pudo seguir haciéndose la fuerte y agarrándolo de la nuca, devoró sus labios y se desquitó por su interrupción en el ascensor. La manta gris pasó a ser un estorbo entre los dos. Sus labios se rozaron, sus lenguas aceleradas se entremezclaron descubriéndose detenidamente en un intento de memorizar cada rincón de la boca del otro, cada gota de saliva almizclada con el sabor que les caracterizaba. Tras un jadeo que tintineó al unísono, se separaron para coger aliento y tras mirarse a los ojos y reconocerse, sonrieron y él la besó en la frente sin dejar de sostener las manos que ella había posado sobre su cuello. —Ya has conseguido tu beso, ¿sigues teniendo ganas de más? Ella sonrió y con fuerzas renovadas, sintiéndose más segura de sí misma de lo que había estado en toda su vida, contestó: —Creo que contigo siempre voy a tener ganas de más.
—¿Estás insinuando que soy mal amante, que no sé besar…? Lo mismo deberías volver con el noruego… Ella se echó a reír al descubrir esa ínfima huella de inseguridad en él, y silenció sus argumentos al posar un dedo sobre sus dedos. —Lo digo porque besas de maravilla. Me pones nerviosa y me fundes el cerebro con tan solo tenerte cerca, y creo que nunca voy a tener suficiente ni de ti ni de las sensaciones que provocas en mí. Quieres dejar al noruego en paz… —Noruego… ¿qué noruego? —sonrió Niklaus antes de lanzarse a su boca de nuevo y mordisquear sus finos labios para después acariciarlos con la punta de su lengua consiguiendo que ella se estremeciera entre cosquillas que calentaron toda su sangre. Esta vez se besaron de forma más pausada, sin prisas, con todos sus sentidos atentos a cada reacción, a cada segundo latido en el corazón, entre sonrisas y caricias de manos inquietas bajo la manta. Cuando Isabel y Meribeth salieron al porche temiendo que hubiesen acabado lanzándose alguna maceta a la cabeza, se encontraron con la pareja besándose entre arrumacos y no pudieron evitar mirarse y sonreírse, antes de toser al unísono para dejarlos en evidencia. Cuando los jóvenes miraron en su dirección sus rostros ardieron de la vergüenza, y Meribeth les explicó: —Nosotras pensando que estaríais discutiendo, muertos de frío…y parece ser que hace bastante calor en este porche, ¿verdad, Isabel? Isabel se carcajeó frente a ellos, y Ana y Niklaus tras mirarse cómplices, estallaron en sonrisas también. El hombre la cogió por la mano y se levantó del sofá atrayéndola a su cuerpo. E hizo un gesto con la cabeza para indicar que ya entraban para el salón. Meribeth se acercó a su sobrino y le abrazó, e Isabel hizo lo mismo con su amiga antes de susurrarle:
—¡Ya era hora!
6. NUEVO AÑO
E
l nuevo año comenzó para Ana y Niklaus como una oportunidad de ser felices en el amor. Desde aquella cena en casa de Robin y Meribeth y las confesiones
pertinentes en el porche, los jóvenes no se habían vuelto a separar aprovechando para recuperar todo el tiempo que habían perdido con malos entendidos y discusiones. A veces los sueños que soñamos se hacen realidad y cuando los sostenemos entre los dedos de las manos, mientras se escurren, es momento para reflexionar, girar nuestras manos y volver a asirnos a ellos para no perderlos. Ana lo sabía. Sabía de sueños perdidos. Sin embargo ahora, gracias a Niklaus, también sabía de sueños que aunque puedan parecer imposibles acaban por convertirse en vivencias muy reales. Y para la joven, ninguno de los sueños que había tenido con el hombretón de ojos negros podía compararse con la realidad. Una vez más la realidad superaba a la ficción dejándola a ras del suelo. Esa era la única razón por la que desde aquella cena no había dejado de sonreír como una idiota por todas las esquinas. A momentos sentía miedo. Miedo de no ser suficiente para él, de ser solo un capricho, la mujer a la que parecía no poder conseguir y que ahora tenía. Pero el joven sabía muy bien como quitarle esos miedos, como hacerla sonreír sin tinieblas turbias en la mirada, sabía cómo ponerla nerviosa y cómo hacerla sentir única. Y comenzó a derribar sus miedos el mismo día que llegaron a casa de la joven después de dejar a Isabel en el aeropuerto. Tras su primera vez juntos, Ana miraba por la ventana con la mirada perdida, la mandíbula temblorosa y su espalda tensa. El joven la vigiló desde la puerta del baño y pudo imaginar cómo se sentía. Él mismo tenía miedo de que tras una tarde de sexo fascinante ella se lo hubiera pensado mejor y decidiera poner fin a esa pasión que les había dominado. Niklaus se consideraba testarudo y guerrero, y por ello se acercó sigiloso y la abrazó desde su espalda.
—Una libra escocesa por tus pensamientos. Ella le sonrió y tras mirarle a los ojos le espetó: —¿Tan poco valen para ti mis pensamientos más oscuros? El silencio volvió a reinar la habitación tras aquellas palabras. Él la miró mientras la giraba, y después de sujetarla y alzar su barbilla, con su corazón en la mano, la susurró. —Yo también tengo miedo, pero no pienso irme a ningún lado. Dicen que los ojos son el espejo del alma y Niklaus había sabido descifrar lo que la atormentaba. Quizá porque tras los suyos, los mismos demonios intentaban hacerlo tambalear. Por ello la joven decidió que era hora de luchar. Ana comprendió que había sido capaz de leer dentro de ella y la sensación que le produjo fue indescriptible. Algo se descongeló dentro de su alma para no volver a escarcharse nunca más. Se sintió liberada de las cadenas que la oprimían y decidió dejarse llevar de una vez por todas. Y que sucediera lo que tuviera que suceder. —¿Los vencemos juntos? —preguntó ella. —Juntos —le prometió él. Y a Ana le bastó esa sentencia para cerrar los ojos, respirar profundamente y dejar volar las nubes negras que intentaban abrazarla. Se miraron a los ojos, se sonrieron, y siguieron pronunciando sueños, sueños que cobraban vida y se materializaban al instante, entre sonrisas, caricias, besos, mordiscos y jadeos.
FIN