PAISAJES PASADAS Y PRESENTES
Trabajos elaborados por el club de lectura partiendo de la lectura de Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazรกn, donde la naturaleza y su influencia sobre las personas es un elemento central.
Irene Cela, 3ยบA
María Díaz Pardo, 3ºA
Noelia Cartoy Pacín, 1º BAC
El paso del tiempo La curiosidad es uno de los puntos más relevantes de mi personalidad, por lo que no debería resultar extraño que reconozca mi continuo afán por conocer el pasado de todo aquello que me rodea. En las tardes más lluviosas de los meses primaverales, hurgar en los álbumes de fotografías familiares o inspeccionar las antiquísimas escrituras que conserva mi abuelo en su despacho custodiadas bajo la atenta mirada de un batallón de plumas de coleccionista, se convierte en una de mis actividades favoritas para evadirme del mundo exterior, entristecido por la inercia y las malas condiciones meteorológicas. Es por eso que aquel domingo de abril me encontraba allí, sentada sobre la alfombra persa del salón de casa de mis abuelos maternos, harta de las historias familiares repetidas que estaban siendo narradas a doble voz por mi tía y mi madre en la mesa del comedor, buscando papeles que aún contaran con la cualidad de ser inéditos, libros vueltos ya ilegibles por el desgaste que el tiempo había causado sobre ellos o cuadernos con anotaciones sobre cualquier aspecto que había tenido cabida algún día en la mente de uno de mis antepasados. Así, poco a poco se me iba pasando la tarde, entre fotografías y bocetos, entre borradores y documentos. Fue entonces cuando en el tercer estante de la gran estantería que presidía la sala, escondido entre dos volúmenes poco utilizados de la Enciclopedia Larousse, encontré un sobre cuya tonalidad se había oscurecido a causa de la humedad y otros factores que se convierten en muestras materiales de lo que el tiempo provoca en lo que nos rodea, siendo así objetos tales como esa carta un punto de encuentro entre pasado, presente y futuro que no hace distinción alguna de animal, cosa o persona. No fue otra que mi ambición de saber, lo que me llevó a abrirlo y sumergirme, como quien dice sin querer, en una cuestión en la que, a pesar de mi pasión por el pasado y la historia, nunca había pensado verme envuelta, el paso del tiempo. El sobre avejentado era únicamente una especie de portada de lo que dentro me iba a encontrar, pues atesoraba una colección de fotografías tomadas durante las fiestas locales laurentinas de gentes llegadas desde lugares próximos al pueblo para dejarse ver en los festejos celebrados en honor al fundador de la villa, Osorio Gutiérrez, el Conde Santo, que para mí, ajena a sus nombres, personalidades y procedencias, se volvían no más que meros testimonios de lo que algún día fue y ahora no es este pueblo mariñano. Las manecillas de los relojes de muñeca que algunos de esos individuos portaban se habían quedado paradas, encerradas para siempre en unas instantáneas realizadas por un pariente de mi abuelo que había sido a mediados del siglo XX el fotógrafo de la localidad. Contemplando tales instantes congelados se podía observar en los ojos de esas personas la ignorancia que guardaban sobre la idea de llegar a perdurar de alguna manera para ser vistos por una loca de los minutos lejanos como era yo; aun más desconocedores de que tendrían la capacidad de llegar a hacerme reflexionar sobre el trepidante ritmo que lleva el tiempo en la vida cotidiana alcanzando velocidades a menudo estresantes, provocando angustias en todo lo que nos rodea, tanto en lo material como en lo personal.
Los muros y paredes que ocupaban espacio al fondo de los retratos que años después no se movieron de su lugar habitual, que únicamente muestran algunas grietas incorregibles ahora con pintura, apesadumbradas por ser conocedoras de que carecen de la posibilidad de frenar los días que pasan cada vez con mayor apresuramiento convirtiéndolas en corazón desapasionado de daños provocados por recuerdos longevos. Los árboles que adornaban la plaza con su
verdor, sin saber que algún día alcanzarían un tamaño lo suficientemente elevado como para no poder continuar en su puesto usual y ser reemplazados. En cada una de las piedras que conforman los paredones de la iglesia, que encabeza la explanada con su altura sobresaliente, se veía de una manera subjetiva cómo podían llegar a sufrir por tratar de hacerse a la idea de que el tiempo correría y serían ellas y el resto de elementos de su calaña los que ahí continuarían de forma indefinida, pudiendo ser considerados estos en algún momento lo más similar a la inmortalidad que nosotros somos capaces de ver. Los seres humanos podemos llegar en algunas ocasiones a desesperarnos esperándolo, a angustiarnos mientras nos sentimos impotentes ante su celeridad y a obsesionarnos con disfrutar de la facultad de detener el tiempo a su paso. Mas lo que no solemos detenernos a reflexionar es qué pasaría si no nos afectase a las personas, si siguiese existiendo, pero sin significar nada, semejante abstracción que nos somete a su voluntad y condiciona nuestras acciones desde el momento que nacemos hasta que morimos. ¿Nos gustaría de verdad ser inmortales? ¿Ser como esos muros, árboles o paredones que permanecen intactos en nuestro entorno pasados siglos? Realmente lo que sucede es que un día te levantas y te das cuenta de que tal vez el paso del tiempo no es algo malo, simplemente está ahí, haciendo acto de presencia, constituido por todos y cada uno de los movimientos que llevamos a cabo durante nuestras vidas, los sentimientos que nos permitimos y no experimentar, nuestros fallos y nuestros aciertos. Entonces piensas que lo realmente difícil no es darse cuenta de que algún día el tiempo será el causante de que se terminen nuestros momentos de felicidad, tristeza, euforia, amor... sino percatarse de que no podemos visualizarlo como nuestro enemigo. Debemos asimilarlo como un instrumento que nos ayuda a aceptar lentamente la idea de que debemos aprovechar los días que pasamos en este mundo, porque llegará el momento de dejar paso a otros, confiando en que estos sean a su vez capaces de aplicar la cordura y se dejen llevar. Cada milésima de segundo encierra una verdad en su interior, que a corto plazo será manifestada en los seres humanos, pero que a la larga únicamente podrá ser contemplada en los edificios que subsisten a nuestro alrededor. Es naturaleza, el día viene seguido de la noche y esta otra vez del día, las flores de la primavera esperan ansiosas las melodías de los pajarillos veraniegos, que vuelan hasta toparse en un momento concreto con las hojas que se precipitan al vacío desde las copas de los árboles en otoño, deseando que llegue el día en que en su caída sea menos dolorosa gracias a la fina capa de nieve invernal. Y nosotros, inmóviles en el centro del carrusel que constituye el tiempo, esperamos a notar, entre este círculo interminable de elementos que se suceden unos a otros, la mínima muestra de que también nosotros formamos parte de él, rememorando en ese segundo todo aquello que algún día nos sucedió, madurando en cuerpo, pensamiento y conducta. Debiendo todo esto a nadie más que no sea el tan repugnado paso del tiempo. Fátima Reino, 1ºBAC