Oporto: miradas literarias

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En cierto modo continuación de nuestra visita a Guimarâes, viajamos dos años después a Oporto. Y digo continuación porque Eça de Queirós, Camilo y Miguel Torga nos acompañarán también estos días en los que se trata de respirar Oporto, de descubrir los lugares menos conocidos y la historia de una ciudad que es, en sí misma, un auténtico museo al aire libre. Como es bueno dejarse aconsejar por ilustres y pasados viajeros, será Miguel de Unamuno, el gran enamorado de Portugal, quien nos acompañará más o menos veladamente en el viaje. Por ello, he incluido, a modo de prólogo necesario, un texto de otro gran lusista, el poeta César Antonio Molina, que repasa la relación entre los intelectuales españoles y portugueses desde finales del siglo XIX a nuestros días La información está organizada en dos bloques. El primero, intenta ofrecer una visión general de los lugares que vamos a visitar, elegidos por sus reminiscencias literarias o su vinculación con alguno de los escritores portuenses. Soy consciente de que se quedan muchos en el tintero: Raúl Brandâo o el gran Antero de Quental, Mario de Sá Carneiro o Eugenio Andrade… No se necesita, pero siempre es bueno tener una excusa para volver a Oporto. Precisamente ha sido la selección de autores, al final completamente personal, la mayor dificultad que he encontrado a la hora de planificar el viaje. Aquí va incluida también la información necesaria para sacar el máximo provecho a los recorridos que haremos por Oporto, diseñados con el objetivo de ofrecer una pequeña cata de las diferentes etapas históricas que ha vivido la ciudad. Así, el primer día nos centraremos en la parte más antigua, el burgo medieval y su expansión hacia el oeste con el correr de los siglos. El segundo día, nos centraremos en la ciudad comercial y burguesa, con una incursión en la calle más animada y artística del presente: la Rua Miguel Bombarda. En la segunda parte, se recogen textos sobre la vida y la obra de Almeida Garret, el introductor del romanticismo en Portugal; Abilio Guerra Junqueiro, uno de los grandes amigos portugueses de Unamuno, poeta, destacado político republicano, viticultor y gran coleccionista de obras de arte; Manuel Laranjeira, el médico y escritor de Espinho, también buen amigo de Unamuno; Teixeira de Pascoâes, el enorme poeta creador del saudosismo, que mantuvo una estrechísima relación, de discípulo a maestro, con el Rector de Salamanca; Sophia de Mello Breyner Andresen, descubierta por mí hace muy poco gracias a la amable recomendación de la librera de Leya na Latina, en Rua Santa Catarina, muy cerca ya de la iglesia de San Ildefonso, y la prolífica y multifacética Agustina Bessa-Luís, ya retirada de la vida pública debido a su avanzada edad, que revolucionó las letras portuguesas con A Sibila. He tenido que renunciar a incluir antologías de todos los escritores para no hacer estas páginas interminables, así que, este año, viajará con nosotros una Mini Biblioteca Ambulante Portuense, para que podamos, según apetencias, tener a mano una muestra de todos ellos. La mayoría están en portugués, lengua tan cercana a la nuestra que os animo a que os adentréis en ella sin temor, aunque no deja de ser triste que en España sea tan difícil encontrar traducciones de estos autores. El esfuerzo tendrá como premio reconocer, en más de una ocasión, expresiones nuestras y suyas que nos recuerdan que tenemos la misma lengua materna, como esta de Almeida Garret, que escribe en O Arco d’Santana: E que farâo os nosso juízes e vereadores? O costume: dar vivas a quem vencer. O sea, algo así como ¿Y qué harán nuestros jueces y ediles? Lo de siempre: andar a viva quien vence, preciosa expresión ya en desuso que se utilizaba como censura de aquellos se apartan del que está caído, para seguir y adular a los que prosperan.

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En el capítulo de agradecimientos, esta antología debe mucho al libro de Agustín Remesal Por tierras de Portugal: un viaje con Unamuno y a Caminhar pelo Porto: 7 percusos pelas histórias e segredos da cidade, de Germano Silva, también periodista y profundo conocedor y amante de Oporto y su historia. El resto de las fuentes utilizadas están reseñadas donde corresponde. Agradezco también vuestras sugerencias, que he procurado incorporar al plan del viaje y especialmente a Benjamín que haya localizado el poema de los callos de Pessoa. A falta de dos meses escasos, sólo queda relajarse y disfrutar de la lectura y de Oporto.

Cristina Jerez Prado Bibliotecaria

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César Antonio Molina sobre iberismo1 Luis Buñuel en su libro de memorias, Mi último suspiro, se refiere a Portugal como ese país que para los españoles estaba más lejos que la India. El poeta luso Ruy Bello afirmaba que Madrid era una de las ciudades del mundo más distantes de Lisboa. Durante siglos, debido a numerosos desencuentros, ambos países vivieron absolutamente de espaldas ignorándose. Sin embargo, este distanciamiento secular no siempre fue así de manera tan categórica. Los ciudadanos continuaban dándose la espalda, mientras que una pequeña pero inquieta élite intelectual, ya desde mediados del siglo XIX, trataba de poner las bases de un entendimiento mucho más amplio. La presencia de autores portugueses en la prensa literaria española del siglo XIX y XX, las labores extraordinarias de Emilia Pardo Bazán, Clarín, Unamuno, Valle-Inclán o Ramón Gómez de la Serna y algunos otros corresponsales lusos como Almada Negreiros ayudaron mucho a esto, aunque el gran paréntesis de nuestra guerra civil y ambas dictaduras lo enterraron todo de nuevo, prácticamente hasta nuestros días. Durante las últimas décadas del siglo XIX, publicaciones como: La España Moderna, Vida Nueva, La Lectura, Electra, Helios, Renacimiento Latino, Nuevo Mercurio, y ya en el siglo XX: Cosmópolis, Grecia, Cervantes, Alfar o La Gaceta Literaria se hicieron eco de forma desigual de lo que acontecía culturalmente en Portugal. Por parte portuguesa algunas de estas cabeceras que incluyeron a colaboradores y temas españoles fueron: Revista Nova, Atlántida, Seara Nova, Arte Peninsular (bilingüe), Presença, Contemporânea, etcétera. Una de las mayores divulgadoras de la literatura portuguesa fue Carmen de Burgos2 (Colombine) por muchos años compañera sentimental de Ramón3 y de su aventura portuguesa. En Cosmópolis escribió sobre todos los grandes poetas y narradores portugueses y se aventuró a apostar por poetas prácticamente desconocidos, incluso en su propio ámbito, como Camilo Pessanha o Mário de Sá-Carneiro. Durante el año 1880, en su ciudad natal de La Coruña, la Pardo Bazán editó la Revista de Galicia, lugar en donde se produjo una riquísima confrontación entre los naturalistas y antinaturalistas hispano-luso-galos. Esta escritora fue siempre una gran promotora de la literatura vecina, como también lo serían sus coterráneos, Manuel Curros Enríquez —autor de la Lira lusitana: poemas portugueses originales de los mejores vates contemporáneos— y ValleInclán, traductor de muchas de las novelas de Eça de Queiroz. Valle compartió con Juan Ramón Jiménez esta admiración por el autor de El crimen del padre Amaro. Valle fue más allá de esta labor de traductor y divulgador de la literatura portuguesa adentrándose también en el terreno político. Para el autor de La pipa de Kif la península ibérica debía dividirse en cuatro grandes zonas: Cantabria, Bética, Tarraconense y Lusitana. Sus capitales serían: Bilbao, Sevilla, Barcelona y Lisboa, “atribúyanse a esas regiones, históricamente racionales, la autonomía necesaria, y entonces Madrid tendría el valor y la fuerza de un verdadero centro federal. Cataluña vería así cumplidas sus aspiraciones máximas dentro de la gran lberia”. Valle había 1

En el blog Ibéricos: um olhar parcial sobre quem sâo: Racó Catalá, 23 de junio de 2005, https://ibericos.wordpress.com/2008/04/01/cesar-antonio-molina-sobre-iberismo/. Consultado el 26-12018. 2 Carmen de Burgos y Seguí (1867-1932) fue la primera periodista profesional en España, escritora, traductora y activista a favor de los derechos de las mujeres. Además del seudónimo de Colombine, utilizó otros como Gabriel Luna, Perico el de los Palotes, Raquel, Honorine o Marianela. Miembro de la generación del 98, su obra fue prohibida y silenciada por la dictadura franquista. Sólo en estos últimos años se comienza a reeditar su extensa obra y a reivindicar su figura. 3 Ramón Gómez de la Serna.

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firmado su apoyo al programa de la Federación Ibérica de 1916, y añadía: “Portugal, acrecido en sus límites naturales con Galicia, aportaría a la federación la fuerza económica de su imperio colonial. Lo que habría es que encargar a geógrafos e historiadores la delimitación racional de esas grandes comarcas ibéricas. Entonces, y sólo entonces, podría España aspirar a restaurar su influencia moral en América. No habría manera de construir un gran partido federalista?” Valle arrojaba toda la culpa del distanciamiento entre ambos países a los Reyes Católicos y, especialmente, a la reina Isabel que usurpó el trono a la Beltraneja, “su legítima heredera, por quien, defendiéndola, se encendieron los primeros y muy hondos desafectos de los portugueses contra la unidad ibérica”. Clarín publicó varios artículos en El Porvenir, hace más de un siglo, de tema lusitano. Escribió sobre diferentes autores y desplegó toda una teoría sobre las futuras relaciones culturales entre ambos países. La literatura, para el autor de La Regenta, podía ser un medio de conseguir esta comunicación intelectual, mucho más fecunda y más urgente que la política. “Podrá ser discutible si España y Portugal deben juntarse en un solo Estado en breve término; pero no cabe discutir si conviene que dos pueblos hermanos y vecinos se conozcan mejor y, por consiguiente, se estimen más que hasta ahora”. Ante los dos polos opuestos en que siempre han devenido los encuentros y desencuentros, Clarín opta por una postura intermedia basada en los siguientes puntos: acercamiento cultural, relegar a un segundo plano los aspectos políticos y obligarse al conocimiento lingüístico. Con su habitual ironía escribe: “Aquí, si no se sabe nada o casi nada de Portugal, es, ante todo, porque se sabe poco de cualquier parte”. Para llevar a cabo los principios anteriormente enumerados, Clarín proponía una lista de medidas: creación de una revista bilingüe, difusión de la cultura de ambos países en los periódicos y la formación de una liga literaria hispano-portuguesa. Desde el fondo de su pensamiento iberista, Clarín cree que España, Portugal y la América española y portuguesa deberían ser “una sola nación intercontinental”. Si de parte española Clarín pensaba contar para su liga con gentes como Ortega Munilla, Galdós, Campoamor, Giner de los Ríos, Palacio Valdés, Núñez de Arce o Echegaray, de parte portuguesa tenía como contacto a Joaquín Araújo y a poetas tan importantes como Antero de Quental. La Liga Literaria Hispano-Portuguesa tuvo otros intentos anteriores que fueron desde un iberismo liberal decimonónico, de clara tendencia monárquica, que tiene como ejemplo La lberia, de Sinibaldo de Más, hasta otros diversos como la Liga Hispano-Lusitana de Facundo Infante, presidente de las Cortes Constituyentes quien pretendió la unión de ambos países, o también El Porvenir Hispano-Lusitano (l858). La Asociación Peninsular tuvo como presidente al de la I República, Nicolás Sálmerón. La Asociación Hispano-Portuguesa de Salustiano Olózaga, ofreció nada menos que la Corona de España al ex rey de Portugal, Fernando de Coburgo, después de la revolución de 1868. En dicha asociación estuvieron Castelar, Cánovas, Núñez de Arce, Pi i Margall o Valera. Este último fue primero un ferviente lusista —llegó a ser embajador en Lisboa—, pero luego ante el desinterés que observó por parte portuguesa, se convirtió en lo contrario.

Durante los años veinte y treinta, el escritor portugués que estuvo omnipresente en las publicaciones literarias españolas y uno de los más traducidos fue Teixeira de Pascoaes. Viene a Madrid a hablar en la Residencia de Estudiantes y conoce a Lorca, e invitado por Eugenio D’Ors viaja a Cataluña. Pascoaes mantuvo una estrecha relación con los escritores nacionalistas gallegos de la generación Nós, y fue quien comentó que “Galicia é un bocado de

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Portugal sob as patas do leao de Castella. A Galiza é a nossa Alsaçia4!”. En Portugal jamás se formó un movimiento político de índole anexionista, ni siquiera federalista, mientras que en Galicia desde finales del siglo XIX y XX, en diferentes oleadas, el lusitanismo o la lusofilia contaron con importantes valedores. Castelao, en Sempre en Galicia, resumía esta contradicción de amor y desamor al hablar de “à dúvida amorosa” que históricamente mantuvo Galicia entre Portugal y Castilla. Pascoaes dijo de Unamuno que era el escritor español más leído y más amado. La correspondencia entre ambos fue abundante. En Por tierras de Portugal y de España, Unamuno retrató algunas de las características idiosincráticas más importantes de nuestros vecinos, muchas veces basado en la personalidad de su gran amigo el médico y escritor suicida Manuel Laranjeira. Hay un paralelismo entre las dos generaciones de escritores peninsulares separadas apenas por muy pocos años de diferencia. Me refiero a la lusitana de 1870 y a la española del 98. Durante las décadas finales del siglo pasado, ambos países rondan parecidos problemas. España pierde sus últimas colonias de ultramar, mientras Portugal recibe el Ultimátum inglés de 18905 por el que tiene que ceder el hinterland6 africano entre Angola y Mozambique y queda prácticamente en manos del imperialismo británico. A la sombra de estos acontecimientos surgieron la generación española (Valle y Unamuno, entre otros) y la de Os vencidos da vida, formada por Queiroz, Oliveira Martins, Junqueiro, Ortigão e incluso Camilo Castelo Branco. Os vencidos da vida, como sus compañeros del 98, lucharon por modernizar la sociedad portuguesa desde el cambio de sus estructuras morales y políticas. La mayor parte de los mismos sucumbieron a su esfuerzo. Las críticas que hacen a su país son casi las mismas en ambas fronteras. En la revista Anathema, que fue una publicación coyuntural de “intervención política” en desagravio por el Ultimátum inglés de 1890, colaboraron autores italianos, rumanos, franceses y españoles tales como la Pardo Bazán, Pi i Margall, Gumersindo Azcárate o Campoamor. El iberismo de Unamuno tiene mucho que ver con el de Clarín. Pero Unamuno, a diferencia del escritor asturiano, tiene en cuenta a las otras lenguas peninsulares, aunque es contrario a las divisiones nacionales de España así como también es antimonárquico. Unamuno habla de desconocimiento mutuo y de la influencia enemiga de Francia e Inglaterra sobre Portugal, defiende la comunicación lingüística y el acercamiento peninsular a América. De la misma manera que Clarín se refería a la prensa, revistas y la liga, Unamuno habla de una creación de medios de cooperación cultural y difusión de las ideas iberistas a través de una revista que se llamaría Iberia, redactada en castellano, catalán y portugués (omite el gallego y el euskera). El autor de Por tierras de Portugal y España, defendió la independencia política de Portugal en momentos en los cuales por parte germana, durante la I Guerra Mundial, se había ofrecido a nuestro país, como elemento propagandístico, la anexión de Portugal caso de que este bando saliera vencedor.

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En alusión a la histórica disputa entre Francia y Alemania por este territorio, que en la actualidad pertenece a Francia. 5 Dado por el gobierno británico de Lord Salisbury al gobierno portugués, conminándole a retirar sus fuerzas militares del territorio comprendido entre las colonias de Mozambique y Angola, en las actuales Zambia y Zimbabue. Sus consecuencias fueron determinantes en la proclamación de la República en 1910. 6 Territorio bajo la influencia de una gran ciudad o país, como es en este caso.

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Las ideas unionistas de España y Portugal fueron promovidas desde instancias monárquicas, federalistas y culturales. Defensores del federalismo en Portugal lo fueron Antero de Quental y Teófilo Braga. Por parte española tuvo cierto eco entre los regionalistas catalanes. Por el contrario, Oliveira Martins, en su Historia de Portugal, optaba por una unidad de pensamiento. En esta misma línea estarían Menéndez y Pelayo y Ganivet que habla de una unidad intelectual y sentimental ibérica. D’Ors también insiste en “una libre federación” en pie de igualdad y sin absorciones. Ramón Gómez de la Serna teorizó menos sobre todo esto y puso en práctica su amor por el país vecino. En 1915 lo descubre al no poder ir a Paris a causa de la guerra. Entiende así la admiración que le tuvo su tía Carolina Coronado y otros románticos como Larra y Espronceda. En 1923, Ramón iniciaba la construcción en Estoril, del chalé ideal al que nombra como El Ventanal. En esta construcción gasta su herencia familiar y el dinero que le tocó en la lotería. En El Ventanal vivirá con Carmen de Burgos. Ramón conoce a todos los más importantes escritores portugueses —entre ellos a Pessoa, citado en Pombo— y frecuenta los cafés literarios de Lisboa. Entre sus amigos más íntimos estarán Almada Negreiros y Fidelino de Figueiredo quien, en 1928, se exilia a España. Tres años después, acuciado por las deudas, Ramón tiene que venderlo todo, incluso su biblioteca. En Portugal, Ramón escribió El novelista (cinco capítulos están dedicados a Lisboa), Cinelandia, Seis falsas novelas y preparaba La Quinta de Palmyra. A diferencia de Leopoldo Alas, Valle o Unamuno, Ramón no desarrolló teoría alguna sobre ambos Estados y culturas, él es un enamorado de Portugal. La Gaceta Literaria, de Ernesto Giménez Caballero, incidió sobre la idea cultural ibérica, pero con tan mala fortuna que provoco disputas por todas partes. Los homenajes a Cataluña, Portugal o Hispanoamérica quedaron truncados por las acusaciones centralistas al citar a Madrid como “meridiano intelectual” de todos ellos. La labor de acercamiento entre España y Portugal, en el caso de E. G. Caballero, tendría una continuidad en el libro titulado Amar a Portugal que no deja de ser un alocado pero bien informado discurso sobre los orígenes históricos y culturales del iberismo. Las síntesis confluyen siempre en un descarado patrocinio del salazarismo y del franquismo. Mientras Ramón andaba por Portugal, el pintor Almada Negreiros caía por Madrid. De 1927 a 1932, Almada vivío y trabajó en la capital de España. La Gaceta Literaria apadrinó una gran exposición de su obra siendo sus grandes valedores Ramón y Antonio Espina. Durante su estancia en nuestro país, Almada llegó a colaborar en periódicos y revistas como El Sol, Abc, Blanco y Negro, La Esfera o en la Revista de Occidente. También decoró numerosos edificios. Su anterior estancia en Paris sólo le proporciono una “conciencia nacional”, mientras que en Madrid, a decir de José Augusto França, le dio una especie de “conciencia cultural ibérica”. Los vanguardistas portugueses: Almada, Carneiro, Pessoa, entre otros, mantuvieron epistolar y editorialmente – aunque de manera esporádica- relación con los ultraístas españoles tales como Adriano del Valle, Buendía o del Vando Villar. Pessoa y Carneiro también trataron de atraerse a su causa a Unamuno, pero el silencio de éste fue total. No sería raro que el autor de La agonía del cristianismo hubiera sido prevenido por alguno de sus habituales corresponsales, fundamentalmente Pascoaes, enemigo de ellos. La revista Contemporânea, en los años veinte, proponía la fundación de una sociedade dos amigos da Espanha, y como socio honorario al conde de Romanones. En esta publicación colaboraron con ilustraciones Daniel Vázquez Díaz, y con diversos textos Ramón, José Francés, Buendía, Del Valle, Corpus Barga o el gallego Antonio Rey Soto. En el número inicial de Contemporánea, Antonio Sardinha escribía sobre O Panhispanismo. Fue este pensador al que E. G. Caballero, en Amor a Portugal, ponía como uno de los tres portugueses que entendieron la necesidad de esa comunión peninsular con América. Los otros dos eran: Oliveira Martins en su Historia de la civilización ibérica (1879) y 6


Moniz Barreto. Sardinha, amigo personal de poetas del 27 como Alberti, fue el autor del libro Aliança Peninsular (1924). Gaspar Simôes, uno de los promotores de Presença, el biógrafo primero de Pessoa, inicialmente ensalzó la estética de Góngora que la enlazaba con la poesía pura del 27 a través de Mallarmé y Valéry, para años después atacar al poeta cordobés en cuya tradición había bebido la nueva generación de poetas lusos reunidos en torno a Poesía 61. Simôes oponía la poesía de Camoens (maestro de claridades) a la de Góngora (maestro de oscuridades). Tras la guerra civil española, todos aquellos esfuerzos culturales por unir o relacionar a toda la Península e incluso ir más allá involucrando a toda lberoamérica, cayeron dentro de una vacía retórica fascista. Sin embargo, hay revistas portuguesas como Vértice (Coimbra, 1942) o Bandarra (Porto, 1953-1964) en donde los neorrealistas lusos hablan de Lorca o Machado, mientras que surrealistas como Mário Cesarin reivindican a Dali, Buñuel o Larrea. Bandarra se subtitulaba, ‘Artes e Letras Ibéricas’, y en ella colaboraron desde Ángel Crespo7 a Celaya. Por esas mismas fechas, en España, Cuadernos de Literatura Contemporánea daba por primera vez a la luz poemas de Pessoa y sus heterónimos, pero poco más. Mientras que este asunto de los amores y desamores entre españoles y portugueses va quedando como una pieza retórica en desuso, unos y otros hemos ido aprendiendo a ser cada vez más pragmáticos. Se han establecido contactos personales (fueron muy importantes las reuniones de Cuenca organizadas por Crespo, cuya labor fue ingente), realizando el esfuerzo por aprender y comprendernos en nuestras lenguas peninsulares, traduciendo cada vez más a nuestros autores y editando revistas comunes. Se ha pasado de la excepcionalidad a cierta normalidad. En los últimos años, autores como Saramago y ensayistas como Eduardo Lourenço o Natalia Correia se han distinguido por clarificar cuál debería ser esa convivencia común en el futuro. Si los destinos de Portugal y España fueron casi siempre paralelos o cruzados, jamás lo fueron opuestos, por qué no ahora entrecruzarlos? La España como “enemigo natural”, tema sobre el que ha reflexionado irónicamente el autor de La balsa de piedra, es visto por Lourenço como “a doença infantil do nosso nacionalismo”. Natalia Correia afirmaba que España y Portugal frente a Europa debían replantearse su identidad. En un poema inédito publicado en Hablar / Falar de Poesía, Pessoa escribe: “Para cuándo la nueva tarea, / madre Iberia, para cuándo? / Dos pueblos vienen de la misma raza / de la madre común dos hijos natos, / España, gloria, orgullo y gracia. / Portugal, la saudade y la espada, / pero hoy… clama en el yermo insulso / quienes fuimos por quienes somos, llamando. / Para cuándo el nuevo impulso, / madre Iberia, para cuándo?”.

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Ángel Crespo Pérez de Madrid, (Ciudad Real, 1926-Barcelona, 1995), poeta, ensayista, traductor y crítico.

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PAISAJES

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ESPINHO Antes disso íamos para Espinho, que era Praia de espanholas. As espanholas meio irreverentes que eram tratadas pelos criados do hotel por “minha senhora”. E diziam elas: “me voy porque estoy harta de ser la señora del camarero”. Minha avó ria-se porque todas diziam que eram de Madrid. O libro de Agustina Bessa-Luís

Espinho8 tiene su origen en las familias de pescadores de Ovar que, a partir del último cuarto del siglo XVIII, se desplazaban hasta esa zona costera para pescar, principalmente sardina, en un tiempo en que, además de venderse, se utilizaba como abono en el campo y fuente de alimento para la propia familia. Intentaban encontrar un lugar, lo suficientemente cerca de Oporto, que les permitiera llevar allí el pescado en buenas condiciones, pues aún se desconocían los procesos de conservación. Al principio, estos “ovareiros” (de ahí el nombre de vareiro9) se instalaban sólo durante la temporada de pesca, volviendo a sus casas en invierno, cuando el mal estado de la mar impedía pescar con seguridad. En cierto sentido nómadas, estos primeros colonos no levantaban edificaciones. Se resguardaban, de noche, bajo sus barcos. Para comprar, registrar nacimientos o enterrar a los muertos, era a Ovar dónde iban. Y era allí también donde, en invierno, cuando no se pesca, se dedicaban a una agricultura de subsistencia. La situación cambió cuando se descubrieron nuevos métodos de trabajo. En 1776, Jean Pierre Mijaule, natural de Languedoc, instaló en Furadouro un almacén de conservación en salmuera, lo que permitía mantener el pescado en buenas condiciones durante varios meses y venderlo durante el invierno a precios muy superiores a los que se vendían los excedentes a los agricultores, que los utilizaban como abono. Aprendida la nueva técnica, algunas familias decidieron quedarse definitivamente en las zonas donde se instalaban en época de pesca. A comienzos del siglo XX, la población de Espinho estaba formada por unas ciento veinte familias que vivían en casas de madera, articuladas en

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Traducción libre y resumida de los textos de Carlos Morais Gaiola en la web del Ayuntamiento de Espinho: http://portal.cm-espinho.pt/pt/equipamentos-municipais/museu-municipal/historia-dasorigens-a-criacao-do-concelho/a-colonia-piscatoria/ 99 Vareiro, gentilicio de Ovar.

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torno a una plaza y unidas por calles estrechas, mientras que junto al mar se levantaban barracones, para guardar los aparejos pesqueros e instalación de los almacenes de salazón. En 1809, se concluye la construcción de una capilla, dedicada al Nuestra Señora de la Guía, devoción muy extendida en Galicia, cuya iniciativa cabe a Eugénio Nunes, de origen gallego y residente en el lugar, donde había heredado varios bienes (casas, almacenes, una finca y el único pozo de agua del lugar). El templo, que pasó a ser conocido como "Capela dos Galegos"10, albergaba también unas tallas setecentistas de San Francisco y Santa Rita, traídas de un convento de Gaia. El hecho de que hubiera familias de origen gallego, con propiedades heredadas de sus antepasados, refuerza la idea de que la costa de Espinho haya sido colonizada también por individuos procedentes de esa región, que mantenía comercio con Gaia desde varios siglos antes, especialmente en materia de pesca. Así, es más fácil establecer alguna relación lógica con la leyenda de los dos gallegos, cuya discusión, en torno a la naturaleza de un pedazo de madera ("Es piño!"), sería la explicación etimológica de "Espinho", si se le pudiera dar algo de credibilidad a esta explicación. A partir del siglo XIX, entre las clases sociales con mayor poder económico, nobleza y burguesía, se empieza a poner de moda disfrutar de largas estancias fuera de casa, es decir, veranear, ya fuera en el campo o en la playa. Espinho empezó a recibir familias de Feira, de Oliveira, de Azeméis, de Anadia, de Arouca y también de Oporto. Esta práctica trajo consigo la aparición de nuevas fuentes de riqueza (alquiler de casetas, paseos en barca, bañeros…) y contribuyó a la construcción de viviendas, principalmente para uso vacacional, algunas de madera, otras de piedra y cal. La primera de éstas fue levantada, en 1843, por un industrial de Oleiros, fabricante de papel, llamado José de Sá Couto. El comercio empieza a desarrollarse de forma incipiente. En 1864, no había ni tahona, el pan se llevaba de Oporto o Feira, sólo algunas tiendas, trece tabernas, una farmacia, una ferretería, una carnicería y una asociación para la organización de bailes y otras diversiones. Los beneficios del tren aún no se hacían sentir porque los viajeros tenían que apearse en A Granja o en Esmoriz, desde donde llegaban, con maletas y equipajes, en carros empujados por bueyes. Cuando, en 1863, la línea férrea entre Ovar y Gaia entró en funcionamiento, en Espinho no se construyó apeadero, a pesar de ser la población marítima más próxima a la vía entre Aveiro y Oporto, pues la distancia del paso a nivel a la primera casa era de cien metros. Los trenes paraban únicamente para cargar cajas de pescado. Para solucionar la situación, se iniciaron negociaciones con la Companhia Real dos Caminhos-de-ferro, por iniciativa de tres influyentes 10

En esta capilla se celebraron las primeras fiestas, en 1869, en honor de Santa Rita, pero ya al año siguiente se dedicaron a Nossa Senhora da Ajuda, muy popular entre los oriundos de Ovar, por lo que, en fecha incierta, pasó a tener esta advocación en detrimento de la original Nossa Senhora da Guia. La capilla se quedaba pequeña y estaba en muy mal estado, así que, tras retirar los objetos de culto, fue quemada y demolida para construir otra, consagrada en 1883, que fue elevada a la categoría de iglesia parroquial en 1889. Dada la cercanía al mar de la construcción, fue destruida por éste y reedificada hasta cuatro veces. Mientras tanto, las élites locales habían empezado a levantar otra, lejos de los envites de las olas, dedicada a Santa Maria Maior, consagrada en 1877, aún hoy abierta al culto, en la actual Rua 8, entre las Ruas 25 y 23. Aquí se conserva la imagen de la patrona, por lo que es conocida como Capela de Nossa Senhora da Ajuda.

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veraneantes: Joaquim de Sá Couto, el Marquês da Graciosa y Joaquim Correia Leal. El apeadero se instaló en 1870 y la estación fue inaugurada en 1874. En ese año, se calculaba que la población oscilaba entre las tres mil personas de la temporada alta y las seiscientas que residían todo el año. A partir de este momento, empezaron a aparecer sucursales de las tiendas de Oporto, los primeros hoteles (“Bragança”, "Particular", "Nova Estrela") y se multiplicaron los cafés y los bares. En algunos de estos locales funcionaban casinos que, a pesar de no estar permitidos por la ley, eran tolerados por las autoridades, atendiendo a que eran fuente de negocio y entretenimiento. Entre esta variada tipología de establecimientos, destacaron durante décadas, dos edificios11, que se convirtieron en símbolos de una cierta forma de ser. La Assembleia Recreativa, que se comenzó a construir en 1864, sede de las élites de Espinho, entre ellas Sá Couto, estaba pensada para dar fiestas y funcionaba como espacio de entretenimiento, con salas de juego y billar. En la esquina con la actual Rua 19, estaba el Hotel y Café Chinês, inaugurado en 1888 bajo la dirección del fotógrafo Carlos Evaristo, que también tenía sala de juego y orquesta, pasando a la historia como el local preferido de las tertulias más populares. En la década de los noventa del siglo XIX, Espinho tenía también un casino, Grande Casino de Espinho, cines, teatro y plaza de toros. Era en resumen, un lugar completamente transformado, con una actividad económica regular y rentable, una serie de equipamientos poco frecuentes y varias asociaciones y colectivos dinámicos y muy activos que nos hablan de una realidad muy diferente del entorno rural que rodeaba la localidad. Este ambiente fue descrito por Ramalho Ortigão12 en As Praias de Portugal13 (1876) y As Farpas14 (1872/1882). Hablaba Ortigâo de dos tipos de lugares de veraneo: los “aristocráticos”, donde acudían las élites (Costa de Estoril o Granja), y los “democráticos”, con afluencia de personas de extracción social muy diversa (Nazaré, Figueira da Foz, Póvoa de Varzim o Espinho). Aquí acudían gentes de todas partes, en un ambiente animado en el que no faltaba el estruendo de los voladores en la estación a la llegada de los trenes con nuevos turistas: familias lisboetas o españolas procedentes de 11

En el lugar en que hoy se levanta el Casino de Espinho. José Duarte Ramalho Ortigão (Oporto, 24 de noviembre de 1836 - 27 de septiembre de 1915), escritor y polemista portugués, íntimo amigo de Eça de Queirós y miembro como él del “Cenáculo” o generación del 70, que reunía a los jóvenes intelectuales de vanguardia. Representaron la entrada en Portugal de las nuevas ideas que venían de Europa: el realismo en el arte y la creencia de que el progreso de la sociedad sólo se podía conseguir a través de la ciencia. Cerca de dos décadas más tarde, algunos de ellos formaron el grupo “Vencidos da Vida.” 13 Disponible en https://archive.org/details/aspraiasdeportu00pimegoog. Consultado el 23/01/2018. 14 Disponible en https://www.luso-livros.net/Livro/farpas/. Consultado el 23/01/2018. 12

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Salamanca, Madrid y Extremadura en su mayoría, propietarios de Régua o de Viseu, comerciantes de Penafiel o Porto, agricultores del Miño o trasmontanos, empleados públicos y magistrados. En el plano administrativo, la costa de Espinho perteneció a Ovar hasta 1855, pasando a formar parte de la parroquia de Anta por decreto de 24 de octubre de ese año. Se constituyó en parroquia independiente en 1889 y en concejo en 1899. La costa occidental portuguesa15, por su situación geográfica, se encuentra particularmente expuesta a la violencia de los temporales marítimos, con particular incidencia en la zona costera entre Espinho y Nazaré, donde las características geomorfológicas de las playas, litorales bajos y arenosos, facilitan la penetración de las aguas. En el caso de Espinho, empiezan a ser documentadas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, en concreto a partir de 1869, y se repiten hasta la actualidad, con una frecuencia prácticamente anual hasta 1912. El retroceso de la línea de la costa, en esos años, fue de 350 metros. Las causas, además de las condiciones naturales de la zona, hay que buscarlas en la acción del hombre: la disminución de aporte sedimentario al litoral debido a la construcción de los embalses del Duero y sus afluentes; las grandes obras de ingeniería costera, en concreto el puerto de Leixôes, los muelles de Oporto y los espigones de Espinho, y la intensa ocupación de toda esta franja costera. Para paliar el problema de las inundaciones, se construyeron diques y empalizadas, primero de madera y luego de materiales cada vez más robustos hasta el punto de que, hoy, los once kilómetros de costa que separan Espinho de Cortegaça se encuentran completamente alterados por estas construcciones, que deben ser reparadas cada año para garantizar la seguridad de la población. Los más afectados por las invasiones del mar fueron los pescadores, cuyas casas, palheiros, fueron las primeras en desaparecer, por ser las que estaban más cerca del mar, pero también se destruían los almacenes, tiendas, iglesias y casas de veraneo. Para resarcir a la población de estos desastres, se llevaron a cabo varias iniciativas y se construyeron nuevos barrios para los pescadores. En 1891, la reina Maria Pia, de vacaciones en Granja, visitó Espinho y aportó el dinero para construir treinta y seis nuevas casas para los pescadores, en un terreno cedido por la parroquia, que pasó a ser conocido como Barrio de la Reina.

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En “O caso de Espinho (Portugal): um exemplo das consequências das accçôes antrópicas nas zonas costeiras, Joana Gaspar de Freitas y Joâo Alveirinho Dias”, disponible en línea en: https://www.researchgate.net/profile/Joao_Dias3/publication/257527275_O_caso_de_Espinho_Portug al_um_exemplo_das_consequencias_das_accoes_antropicas_nas_zonas_costeiras/links/0deec5255de0 83cde3000000/O-caso-de-Espinho-Portugal-um-exemplo-das-consequencias-das-accoes-antropicas-naszonas-costeiras.pdf, consultado el 23/01/2018.

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Hoy Espinho es una ciudad moderna, destino turístico de primer orden, que acoge miles de visitantes, nacionales y extranjeros, a lo lardo del año. Forma parte del área metropolitana de Oporto, está bien comunicada por carretera y por tren y tiene una oferta cultural y deportiva de gran calidad a lo largo de todo el año.

Por tierras de Portugal: un viaje con Unamuno, Agustín Remesal, La Raya Quebrada, 2015, p. 303-306 No hay prólogo de viaje más útil y sabroso que la crónica cercana de quienes ya lo hicieron. (…) Cuentan esos papeles que, cuando él [Miguel de Unamuno] pasó, aquí tenían elegantes residencias veraniegas los ricos industriales de Oporto y que centenares de españoles, llegados en tren desde Salamanca y Madrid, acudían a esta costa durante la canícula veraniega en busca de solaz y descanso cada año. De esa colonia estival, alojada en hoteles de lujo, pensiones baratas, fondas familiares o casas de alquiler, las mujeres y los niños pasaban el día jugando en la arena, aunque raramente se metían en el mar. Los hábitos de los jefes de familia, que el Rector detestaba tanto cuanto evitaba su relación, se resumían en muy escasos y vulgares rituales celebrados en manada: pasear por la Avenida, comer sardinas asadas, asomarse al mar, jugar en el casino y, si se terciaba, visitar en pandilla el barrio de las prostitutas cuando la familia se recogía tras la jornada playera. En público, los españoles adulaban la tradición de la cocina portuguesa que luego detestaban en privado. Sin otro ejercicio intelectual que practicar y faltos de conocimiento, esos veraneantes mesetarios defendían en las tertulias de café la superioridad de España y la mísera condición de la raza portuguesa sumida en la ignorancia, según su entender analfabeto.

En la crónica mundana de aquellos días, encontró sin embargo el viajero en el Archivo Municipal algunos nombres y circunstancias cuyo decoro redime de esa imbecilidad balnearia en Espinho. El periódico La Gazeta se hace lenguas de la simpatía y refinamiento de la colonia española cuando refiere la presencia de escritores músicos y catedráticos, entre otros el Rector de Salamanca. Algunos dejaron huella en la crónica de sociedad y también en los abundantes epistolarios que mantuvieron con el poeta Laranjeira y otros notables de la ciudad. En Espinho vivió jornadas de mucha creatividad teatral el matrimonio Martínez Sierra, Gregorio y María de la O Lejárraga, huidos de la maledicencia madrileña, escondiendo también su matrimonio homosexual y de conveniencia. Manuel Laranjeira insinúa en su Diario íntimo haber vivido con ellos una escena de amor perverso a trío, un clímax erótico del médico devoto de las putas que hubiera dado mucho juego en el diván de Sigmund Freud.

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A las playas de Espinho también acudían por entonces aristócratas españoles como el Conde de Locatelli, dueño del yate Esmeralda y el Conde de la Camorra, terrateniente de Antequera. Pero la flor y nata de la colonia hispana eran los músicos. Los recitales del pianista leonés Pedro Blanco en el Café Peninsular marcaban el punto álgido de las veladas veraniegas y los conciertos del violinista Teodoro Quílez con su sexteto de cuerda lograron tanta fama como sus líos de faldas. Espinho adquiría durante la temporada estival ese aire romántico y presuntuosos que los españoles suponían parejo al de Mónaco o Deauville; (…) Cayó hace tiempo el telón de ese teatro breve, otra ensoñación ibérica con más paradojas que gloria. Todos los edificios que albergaban aquellos cafés, hoteles y casinos fueron destruidos y sobre ellos se han levantado los de una nueva época más parecida a Las Vegas que a BadenBaden. El viajero no debe dejarse llevar nunca por la melancolía, pues ha de permanecer siempre fuera del paisaje, pero se pone triste al no encontrar ni farola, ni cartel, ni quiosco en el cruce de las calles 8 y 19, que le darían noticia del Café Chinés o del Hotel Bragança. Además, Espinho es, como Nueva York, una ciudad dividida en cuadrículas numeradas; esa fue, según las crónicas, la penúltima picia de la monarquía moribunda, al dar número a las calles de la ciudad y enterrar las placas con los nombres ilustres que antes las designaban16. (…) Las pescaderas pregonan a voces el saldo de su mercancía: ¡Sardinhas, sardinhas, um euro um kilo! Este mercadillo pesquero, instalado sobre carricoches y endebles remolques cubiertos con sombrillas playeras, ocupa un centenar de metros sobre la acera. A ratos se forma un griterío con el pique de precios entre las vendedoras: bichas, ameijoas, camarâos, caranguejos, navalhas, casulos, coreanas, sardinhas… La diversidad de peces del océano portugués es inagotable. Al otro lado de la calle, se recorta en el cielo blanquecino la ermita de Nossa Señora da Ajuda, imán de la devoción marinera que se representa con espontaneidad en el azulejo de la fachada: la Virgen y el Niño Jesús tiran de un cabo y sacan de entre el remolino de las olas a un pescador con cara de niño. Otra bendición financiera llegada de Bruselas ha permitido recuperar en Espinho uno de sus edificios emblemáticos, la antigua fábrica de conservas Brandâo y Gomes, orgullo de la industria conservera lusa. Consultando su archivo fotográfico, el viajero echa en falta el blasón y el rótulo de la vieja fachada. Sobre una ruina fabril y con un puñado de euros se ha levantado un complejo museístico, el Fórum de Arte y Cultura de Espinho, contenedor de su memoria histórica. Una interesante colección de fotografías antiguas (industriales y etnográficas) es la parte esencial de la oferta documental ordenada en torno a una barca usada hace un siglo en la pesca a xávega. La exposición rinde 16

Hasta la llegada de la República, las calles de Espinho tenían los nombres de personajes ilustres que frecuentaban la playa, miembros del gobierno vigente en cada época o de la familia real. Los historiadores locales atribuyen la decisión de sustituir los nombres de las calles por números al entusiasta recibimiento que el nuevo régimen republicano tuvo en Espinho pues los la mayoría de los nombres de las calles estaban ligadas a destacados monárquicos. El acuerdo fue adoptado, por unanimidad de los miembros de la corporación municipal, en la sesión del 5 de enero de 1911.

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homenaje a la famosa factoría de conservas que llegó a expedir en un solo días más de 100.000 latas en su época de mayor esplendor, los años de la Gran Guerra. Siguen las olas batiendo la arena solitaria a la puesta del sol, las gaviotas alimentan el hambre de la tarde con sus graznidos y los bañistas han regresado a casa. Hasta que las tres barcas de pesca, varadas en la arena, decidan salir a faenar de madrugada, los únicos pobladores del mar con los surfistas, felices en sus vuelos acuáticos porque la nortada les sirve enormes lomos de agua que los desplazan poderosamente hasta la playa desierta. Camina ahora el viajero calle arriba por 19 (antes Rua Bandeira Coelho) en busca del número 277. Allí está, en el primer piso, la casa del poeta Manuel de Laranjeira, con sus tres ventanas veladas por visillos blancos de antaño. Una placa municipal recuerda al que fue alcalde circunstancial, médico sin inclinación y escritor en secreto. Poco es permitido sentir hoy en esta calle peatonal por donde regresa desde la playa la última manada de turistas, algunos de los cuales se paran ante la puerta del poeta tentados por los nuevos diseños de ropa interior femenina que se ofrecen en el bajo del edificio. El viajero prefiere contemplar de lejos la fachada blanca de la residencia Alves Riveiro que fue antes bodega, bazar y tostadero de café, en la esquina de la Rua 14, y su cornisa rematada con la estatua de un ángel anunciador. (…)

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“La pesca de Espinho”, en Por tierras de Portugal y de España, Miguel de Unamuno, Alianza, 2014, p. 75-85 La costa portuguesa en este distrito de Aveiro, al sur de Oporto, es de una triste monotonía. Una larga playa baja, de fina arena, y cadenas de dunas coronadas a veces por los pinos, que llegan a mirarse en las aguas. Trechos hay, como éste de Espinho, en que el mar avanza, o mejor, la costa se hunde. A este pueblecito se le está tragando el mar, y muy de prisa. El canal tiene aquí, por otra parte, algo de campesino; parece como que se ruraliza. Sus lindes se confunden muchas partes; penetra en la tierra por lenguas de agua. Hacia Estarreja suelen verse velámenes de barcas cruzando un maizal, y en éste, al pie de los árboles, junto a los bueyes, remiendan y arreglan las redes de pesca las mujeres. El campo y el mar verdes, como que se abrazan y mezclan bajo el cielo azul, ofreciéndonos la más fiel imagen de este Portugal campesino y marinero que con los leños de sus bosques aró los más remotos océanos. Y estas sus largas odiseas por mares nunca de antes navegados [Os Lusiadas, canto I, 1] empezaron, sin duda, por las pesquerías. A los pescadores fue a quienes enseñaron a marear los genoveses, maestros en el arte de los rumbos. Hay algo de dulce y de manso en este mar, que, aunque a menudo bravío, viene blandamente a besar la tierra y a mezclarse con ella, que no le opone erguidas rocas ni abruptos acantilados. Desembocan en él ríos mansos como el Vouga, y recuerda uno el atrevidamente poético rasgo de Tomás Ribeiro cuando, en su lamentable D. Jaime, decía que el mar viene a ahogar su sed angustiosa en el sabroso néctar de los ríos portugueses. O mar, na eterna lida porfiosa, cansado de correr largos desvios, vem afogar a sede angustiosa no saboroso néctar de teus ríos. [Prólogo de D. Jaime] En esta parte de la costa portuguesa, junto al labrador vive el pescador. Aquél siembra el lino y hace las cuerdas de las redes con que éste pesca, le provee de las maderas para sus barcas. Aquí, en las arenas de esta playa de Espinho, se ven descansar, de proa al mar, las barcas pescadoras. Recuérdanme lo que debieron ser las naves con que los aqueos arribaron a Troya, las naves homéricas. Son, de hecho, como ejemplares sobrevivientes de una especie ya en otras partes extinguida. Tienen, en efecto, algo de primitivo estas barcas sin quilla, fondo plano como el de las chalanas, con su apuntada proa al modo de las góndolas, y en ella una cruz de remate. Viéndolas en tropa, cual extraña bandada de aves en reposo, diseñarse sobre el cielo, acuérdase uno de aquellos 18


esqueletos das galeras que foram descobrir mundos e mares. [íbid] Hay algo de solemne en la suprema sencillez de esta visión para quien lo mira con ojos que recorrieron la historia tragicomarítima de este Jardim da Europa á beira-mar plantado [íbid] Luego son puestas las barcas en movimiento. Llénalas con las redes y, haciéndolas resbalar sobre rodillos, las empujan a las espumosas olas, playa abajo. Los tostados dorsos van apretando contra los costillares de las barcas. Dejan sujeto en la arena el cabo de una de las dos cuerdas de la red. Montan en cada barca unos treinta tripulantes, media docena para tender la red y demás menesteres, y diez o doce a cada uno de los dos grandes remos. Pues dos tiene cada barca, como dos aletas, con un gran ensanchamiento central que hace de estrobo. Y allá van, bogando a alta mar, para arrancarle su sustento, brillando al sol sus bronceadas espaldas, cogidos del remo, como los galeotes dándose cara media a media docena de hombres en cada uno de los dos remos. Aléjanse de uno a dos kilómetros —en invierno más, pues en verano la sardina se acerca a la costa—, y antes de echar la red rezan todos piadosamente. En otro tiempo, los tripulantes de las diversas barcas se peleaban por el sitio en que habían de tender la red, y volvían algunos descalabrados de la refriega. A las tres horas de haber salido, vuelven, trayendo el cabo de la otra cuerda. Y es un espectáculo emocionante, y a las veces solemne, ver a las barcas de levantada proa esperar, con el cuello erguido, olas favorables y embestir luego a la arena entre cascadas de espuma y gritería de los que las esperan. Y luego, a tirar de las dos cuerdas de la red para recogerla. Tiran desde la playa con parejas de bueyes. Esto de sacar las redes con parejas de bueyes es lo que más carácter da a la pesca en Espinho, asemejándola a una labor agrícola y prestando asidero a la imaginación para cotejar con la labor de los campos en esta región en que, como digo, el mar parece se ruraliza. En otro tiempo sacaban las redes a brazo, y los que del campo bajaban a esta penosísima labor estaban exentos del servicio militar. Bien decía el que dijo: «Bendigamos al que primero domó el caballo; pues, si no, la mitad del género humano estaría llevando a cuestas a la otra mitad». (Y, a pesar del caballo, algo así sucede.) Durante cosa de dos horas tiran, pues, de cada una de las dos cuerdas de cada red unas diez parejas de bueyecitos rubios, de larga y abierta cornamenta, ocho tirando a la vez y dos de reveza. Y allá los veis caminar pausados por la fina arena que se les hunde bajo las hendidas pezuñas, mansos y sufridos, aguijados por estas mujeres descalzas con su ceñidor a medio vientre y su sombrerito de labradoras, un rodete. Ese ceñidor, una faja que se ponen sobre el 19


vientre, bajo la cintura, es característico de las mujeres del Aveiro; sírveles acaso de apoyo en sus esfuerzos. Y el sombrero responde a la costumbre de llevar las cargas sobre la cabeza. Y allá van los bueyes, arando el mar —y así le llaman lavrar o mar—, uncidos con estos curiosos yugos del norte y centro de Portugal. No tiran con el testuz, como en Castilla, sino con el cuello y la cruz de las espaldas, sobre las cuales se inclina el yugo, una pieza cuadrangular, de madera de alcornoque, llena de dibujos y tallados decorativos, en cuyo centro se destacan a menudo las armas de Portugal pesando sobre los bueyes. Tales yugos son una de las cosas más curiosas que hay que ver por aquí. Varían sus motivos ornamentales, de trazado geométrico casi siempre, y en los que el señor Joaquín de Vasconcelos quiere ver un reflejo de la decoración románica de las portadas de los templos. En Oporto vi el otro día que ha empezado a formarse una colección de estos yugos, lo cual es muy plausible, pero tiene a la larga un peligro, y es que, empezando a coleccionarse yugos en un museo, se acabe por construir nuevos modelos de ellos con destino a él. ¿No se hace acaso, con ocasión de un centenario, sellos para los coleccionistas? En cuanto el hombre da en coleccionar algo, ya este algo tiende a hacerse artificial y destinado a colecciones, sin que falte quien suponga si habrá un oculto dios marino entretenido en fraguar nuevos tipos de diatomeas para los que las coleccionan, un dios Silvano fabricando nuevos insectos para los entomólogos. ¿No se hacen acaso tipos de perros para los aperrados? Y entretanto los bueyecitos rubios, cabizbajos al peso de sus ornamentados yugos, soportando las armas de Portugal, siguen playa arriba, trillando la arena y tirando de las cuerdas de la red. Cuando ésta aparece ya a la vista, aflorando las cercanas olas sus flotadores, empieza un vocerío rítmico y se van reuniendo hombres y mujeres. El vocerío este tiene, como el que levantan al botar al mar las barcas, algo de rítmico, en efecto. Oyéndolo y oyendo sobre todo el canto con que acompañan el remo, he llegado a sospechar si el fado, ese melancólico y quejumbroso canto portugués, que parece pedido de limosna al Todopoderoso, nació al compás del golpe del remo sobre las olas del saudoso mar. Por fin aparece la red sobre la arena, arremolínanse en su torno, y al abrirla chispea al sol la plateada masa, palpitante, más que de vida de agonía. Y es un espectáculo trágico el de aquel montón de vidas expirantes que se agitan al sol, junto a las olas de que salieron, al rumor del fado eterno del mar. Traen sustento de vida a los hombres, y una vez más se nos aparece como un vasto cementerio ese océano donde acaso se inició la vida y en cuyo seno palpita poderosa. Pero ¿es que estas arenas mismas, lecho de muerte, no son en su mayor parte, acaso, restos de caparazones de seres en un tiempo vivos? La arena misma ¿no es un vasto cementerio? ¿No lo es el mar? Y como hombre que lee lleva, quieras que no, un pedante dentro, recordaba yo las teorías de Quinton17 sobre la cuna de la vida y cómo del mar salimos. ¿Volveremos al mar? Métense hombres en la masa palpitante, hundiendo en ella sus bronceados pies, y a paladas, separando acá y allá algún pescado, van llenando los rapicheles o redenhos, especie de cestos de red en que dos hombres para cada uno llevan la cosecha a tenderla en la arena, donde se hace el cernimiento por mujeres.

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René Quinton (1866-1925), naturalista, fisiólogo y biólogo, conocido como el Darwin francés.

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No puede ser mayor la analogía con una labor agrícola. Los bueyes sacaron del mar la mies del pescado, apareció en la arena como en la era la parva, y ahora viene el aventarla. Sentadas en la arena van las mujeres haciendo el apartado. Lo más de lo que sacan es espadilha, mezclada de cangrejos, y no vale más que para abono de las tierras; de veinticinco a treinta mil réis la redada, es decir, de ciento treinta a ciento sesenta pesetas. Si es sardina, llega a valer hasta trescientos mil réis, esto es, unas seiscientas pesetas. Y como cosa extraordinaria, de esas que se recuerdan diciéndose «en tal día de tal año...», se habla de una redada que valió un conto, mil duros. Las gentes que del interior de Portugal y de España vienen a baños, escudriñan maravilladas la cosecha del mar, admirando las extrañas cataduras de tantos peces que nunca vieron, por lo menos vivos. Son de oír los comentarios de los de tierra adentro. La multiformidad de la vida es un espectáculo de interés inagotable, y un placer de los más puros ver al natural, y en vivo, lo que acaso se vio en estampa, sin acabar de dar crédito a su existencia. Hacen la selección de la pesca, y luego se subasta allí mismo, en la playa, y en el momento de la subasta aparece el hombre fatídico de uniforme, el odiado ministro del Estado, el implacable representante del Fisco. ¡Lo que cuesta ser nación, y nación pobre! En una charla que tuve con uno de los pescadores, las dos palabras que más se le venían a los labios eran la de contribución y la de hambre. Por donde quiera les persigue el Fisco, forma la más concreta que para ellos toma el Estado. Parte de la pesca va a la fábrica de conservas, y allí se les ve descabezando y destripando sardinas, cuyos sanguinolentos despojos quedan en la arena para las gaviotas, parte va a la venta al detalle y una parte mayor en carretas celtas para abono de los campos. Los cangrejos no tienen otro destino. Y aquellos mismos bueyecitos rubios, de larga y abierta cornamenta, que tiraron de la red, llevan a los campos, en unos carritos del más antiguo tipo, en unos carritos célticos, de ruedas macizas, haciendo una sola pieza con el eje, y con dos aberturas para aliviarles el peso, el abono sacado al mar. Así vuelve la muerte a dar vida, y así devuelve el mar a la tierra algo de lo mucho, de lo muchísimo que de ella los ríos llevan a su seno. Y luego veis en el campo, junto a un maizal, o junto a un linar de donde salen las redes, un montón de cangrejos o de espadillas, pudriéndose al sol para enriquecer la tierra. Días pasados estaba yo en la playa viendo sacar las redes a la hora en que iba el sol a acostarse en sábanas de niebla sobre las aguas. Me aparté un poco del sitio donde vaciaban la red, para mejor gozar de la puesta del sol. Una puesta de una solemne majestad religiosa. Al ir a acostarse entre las leves brumas del ocaso, iba cambiando de forma el globo de fuego, como bajo el toque de los dedos de algún invisible alfarero. Era, en efecto, como cuando la masa de arcilla va trasformándose dentro de 21


un tipo general de vasija al toque del alfarero. Luego empezó a hundirse en las aguas, y cuando parecía flotar sobre éstas un pequeño lago de oro encendido, recorríanlo de extremo a extremo vagas sombras. Cruzaban el cielo, sobre las olas, algunas gaviotas avizorando los despojos de la cosecha, y en la arena tendidas las parejas de bueyes, mientras los hombres subastaban la pesca, rumiando aquéllos, afanándose éstos, veían indiferentes, sin mirar, la puesta del sol en el seno del océano. En sus grandes ojos mansos, ojos homéricos, se ponía también el sol en un mar tenebroso. ¡Hermosa evocación! El sol muriendo en las aguas eternas y los peces en la arena, los hombres mercando su cosecha marina, el mar cantando su perdurable fado, los bueyes rumiando lentamente bajo sus ornamentados yugos, y allá a lo lejos, las oscuras copas de los pinos empezando a diluirse en el cielo de la extrema tarde. Y junto a los pinos, en la costa, unos cuantos molinos de viento sobrevivientes también de una especie industrial que empieza a ser fósil, moviendo lenta y tristemente sus cuatro brazos de lienzo. Esta contemplación de la puesta del sol marino brizado por la canción oceánica es una de las más puras refrigeraciones del espíritu; pero, al detenerme así a mirarle con interés, temo que saque de entre las olas un brazo de luz y, extendiéndomelo, exclame quejumbroso: dez reisinhos, senhor! No he presenciado, gracias a Dios, tormenta alguna que haya cogido a los pescadores en el mar, pero me dicen que es imponente espectáculo. Las mujeres chillan y lloran —aquí el canto es lloro y el lloro chillido— acuden a la ermita de Nuestra Señora de la Ayuda, y allí, de rodillas ante el templo cerrado, mezclan ruegos con imprecaciones. ¡Cuán diferente el espectáculo de la pesca aquí y en la costa de mi tierra, en la brava costa cantábrica! La botadura al mar de estas barcas seculares y la salida de las traineras de Bermeo, verbigracia, son dos cosas que apenas se parecen. Como no se parece aquella costa de ásperas rocas a esta de blanda arena. Del siglo XII al XVI progresó la industria pesquera en Portugal. De las colmenas de pescadores salieron los navegantes, y las grandes navegaciones acabaron con las pesquerías. A mediados del siglo XIV las ciudades de Lisboa y Oporto celebraban con Eduardo III de Inglaterra un tratado para el derecho recíproco de pesca en ambos países durante cincuenta años. Eran tiempos en que iban a la pesca de la ballena. A principios del siglo XVI se acusa la decadencia, como efecto de los grandes y gloriosísimos viajes. De ochenta barcas de pesca que había en Viana en 1580, no quedaba ni una sola en 1619: todo lo arrastró la navegación al Brasil. Lo único que estas navegaciones les trajo para la industria pesquera fue el ir a los mares del Norte a pescar bacalao, lo cual perdieron luego, recobrándolo posteriormente. Iban los navíos portugueses en el siglo XVI a pescar bacalao en Terranova, y según el Tratado das ilhas novas, escrito por Francisco de Sousa en 1570, cuando esos navíos fueron entre 1520 y 1525 por primera vez allá, se perdieron, sin que se supiera de ellos sino por via de biscainhos que continuam na dita costa a buscar e a resgatar muitas cosas que na dita costa há. Hay quien dice —el P. Carvalho en su Chorographia portuguesa por lo menos— que los portugueses descubrieron Terranova; en mi tierra se oye decir que los balleneros vascos llegaban allá antes del primer viaje de Colón a América.

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¡Qué tristeza infunde, después de recorrer con la memoria la espléndida historia de las glorias marinas de Portugal, la patria de los más grandes navegantes, fijar la vista en estos pobres mansos bueyecitos rubios tirando playa arriba las cuerdas de las redes, sumidos sus astados testuces bajo los ornamentados yugos, en cuyo centro brilla el blasón, un tiempo resplandeciente de gloria, de Portugal!

Espinho, agosto de 1908

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DE ESPINHO A OPORTO

“Se junta con el río que llaman Duero...”, en Viaje a Portugal, José Saramago, Alfaguara, El viajero va camino del sur. Atravesó el Duero en Vilanova de Gaia, entra en tierras que realmente son distintas, pero esta vez no lanzó a los peces una nueva pieza de su sermonario. Desde tan alto puente no le oirían, sin contar con que estos peces son de ciudad y no se rinden a sermones. En esta margen izquierda del río hay enterrados grandes tesoros: son los que vienen de aquellas vistas laderas talladas en bancales, de las cepas que en estos días de enero han perdido todas las hojas y son negras como raíces quemadas. En esta ladera de Vilanova de Gaia desaguan los grandes afluentes de las uvas aplastadas y del mosto, aquí se filtran, decantan y duermen los espíritus sutiles del vino, cavernas donde los hombres vienen a guardar el sol. Menos mal que no lo guardan todo. Por la carretera que va a Espinho no hay más sombras que no sean las de los árboles. El cielo está limpio, no se ve ni una hilacha de nube, sería un día de verano si la brisa no fuera tan viva. En Espinho, el viajero no paró. Miró de lejos la playa desierta, las olas atropellándose, la espuma que el viento arrastra convertida en polvareda, y siguió directo hasta Esmoriz. Son minucias sin interés en este itinerario, pero no hay que olvidar que el viajero no tiene alas, viaja por el suelo como cualquier otro pedestre, y no estaría bien pasar sin decir siquiera por dónde pasa.

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CAPELA DO NOSSO SENHOR DA PEDRA En el límite justo entre la tierra y el mar, en la playa de Miramar, parroquia de Gulpilhares, lugar de culto desde tiempos immemoriales, se encuentra la Capela do Senhor da Pedra. Contruida en 1686, se dice que los vecinos habían elegido otro emplazamiento para construir su capilla. Mientras hacían acopio de materiales y se organizaban para la construcción, comenzó a aparececer una luz en las rocas de la playa. Cada noche se repetía el mismo fenómeno, que los fieles interpretaron como una señal de que la capilla había de construirse sobre ellas.

Otras leyendas cuentan fue levantada por un marinero que salvó su vida de forma milagrosa. Cuando pensaba que iba a morir en el mar, prometió que, si se salvaba, levantaría una capilla en honor a Cristo donde pisara tierra firme.

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OPORTO

“Oporto”, en Portugal, Miguel Torga, Alianza, 2005. Me gusta Oporto. No ese Oporto erudito de Sampaio Bruno18 ni el burgués y literario de Ramalho19. A mí me gusta un Oporto muy mío, del que voy a hablar ahora, y lo quiero con un amor platónico, que se reaviva cada año cuando paso por él hacia mi tierra natal en esas fechas en que el Niño Jesús me llama desde las urces. Entro entonces en él tiritando de frío, lo cruzo mojado por la niebla, busco habitación y me acuesto al calor de esa vieja y casta pasión que nos une. Al día siguiente, por la mañana, me levanto, compro un periódico, sigo viaje y mi visita anual y discreta se acaba. De vez en cuando pierdo la cabeza, altero los horarios habituales y voy al museo Soares dos Reis a ver a Pousâo20, paso por la iglesia de San Francisco, o cojo un tranvía y doy la vuelta al mundo, bajando a la Foz por el paseo marítimo y subiendo por Boavista. Pero es raro. Lo normal, lo que está siempre en el programa, es pasar sólo la noche, como he dicho. En el tren, dos o tres amonestaciones de la razón crítica me van recordando, camino arriba, que tal vez debería exteriorizar de otra manera el calor de mi amistad. Reconozco honestamente que esta observación es pertinente. Pero como yo sé que esas señales casi invisibles de afecto proceden de mi interior más profundo, sigo mi viaje, sereno, pensando que si más allá de la muerte hubiese una ventana desde la que se pudiese ver la vida, una de las cosas que me gustaría sería asomarme a ella un día, a ver si el futuro conservaba intactas esas virtudes esenciales que me hacen querer a esta tierra desde el fondo de mi corazón. La vieja y libre ciudad de Oporto, en la que hasta hace poco tiempo sólo se podía entrar temblando sobre puentes, previo pago del impuesto de paso, por un túnel, o registrado por la guardia de arriba abajo —modos, como se ve, difíciles y reticentes—, y cuyo fuero no permitía que hidalgo, ni poderoso, ni clérigo ordenado, pasase en ella más de tres días, es mucho más 18

Ensayista portuense de finales del siglo XIX, autor de numerosas páginas de crítica de estética literaria. Ramalho Ortigâo, ver nota 10. 20 Henrique Pousâo (1859-1884), el más prometedor de los pintores portugueses de finales del siglo XIX. Las características innovadoras de su obra, depuradas en sus estancias en el extranjero, quedaron interrumpidas con su prematura muerte por tuberculosis a los veinticinco años. 19

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vieja en mi sangre y en mi conciencia. Todo lo que en mi es instinto y comprensión sabe desde hace mucho que los valores auténticos de la vida tienen que ser sólidos com la plaza de la Libertad y altos como la torre de los Clérigos. El primer Oporto de mi vida era nebuloso y distante. Mis abuelos, que eran arrieros, me lo enseñaron cubierto de sudor, durante una caminata semanal que incluía sopa de calabaza en Valongo y lobos el resto del camino. Y el señor Botelho, en una escuela donde se aprendían cosas que tenían sentido, me lo explicó como una simiente del nombre de este nuestro Portugal. —Treinta leguas de camino, hijo, para traer a la montaña el bacalao, el arroz y el jabón que hiciera falta... —oía yo con seis años. —Pues bien, como en la orilla derecha del Duero había una población llamada Portucale... -me iba explicando mi maestro. Esa gran piedra de ara de mi niñez, el Marâo, dividía al mundo en dos. Y en la mitad que no se veía estaba ese Oporto que yo sólo podía adivinar pero del que venía ya, positivo y genuino, lo que esa ciudad tenía para mí: la sólida alimentación del cuerpo, conquistada a base de mortificación, y la levadura para que el pan creciera más. Con los años, este primer descubrimiento que de él hice en el cansancio de mis mayores y en las lecciones de mi profesor se fue ampliando. Y un Oporto de carne y hueso, complejo como todas las realidades, entró en el candor de mis doce años. En Cedofeita, cavando surcos que los que me dieron la vida habían dejado a medias, y en la catedral, mirando pasmado aquellas piedras labradas, lo negativo y lo positivo llegaron a la armonía en la misma visión que me lo reveló. El Oporto real y maravilloso era una suma de trabajo y de sueños. Trabajo duro, continuo, con lágrimas amargas para darle frescor, y domingos y festivos de libertad, con permiso de huida hacia esas alamedas de lo intemporal. Por las rendijas de la vida cotidiana, mis ojos curiosos de niño iban descubriendo al mismo tiempo cómo el ultraje de una vida elegante, fastuosa, convencional y fácil se integraba en esa vida21. Parásito cruel de ese enjambre que trabajaba y hacía proyectos, gente sin corazón, desenraizada, posesa del demonio de la pereza y del desprecio, bebía, sin saborearlo, el zumo 21

En el primero y segundo días de La creación del mundo evoca Miguel Torga su humillante experiencia de ser criado de una familia burguesa de Oporto y la aventura de embarcarse solo, a los doce años, para trabajar varios años en la hacienda de Santa Cruz, en Minas Gerais, propiedad de su tío paterno: Con curiosidad por todo y capaz de orientarme en el mayor laberinto, pocos días después de mi llegada ya conocía las principales calles de la ciudad. Azorado y taciturno dentro del palacete de mis amos, la vida me sabía fuera de él como en Agarez. Las pescaderas decían las mismas burradas, el Duero, al que de vez en cuando cortejaba, era el mismo que se veía desde Sâo Leonardo —solo que más ancho—, y la ropa tendida en los balcones de los barrios pobres tenía también remiendos. Y me perdía por avenidas y callejones mirando los escaparates, observando el movimiento, y, principalmente, sobreponiendo a la propia realidad lo que ya sabía de memoria: el Pedro IV de la Historia, identificado en la Plaza de la Libertad, el novelista Julio Dinis de mi libro de lectura, admirado con figura humana, la casa donde había nacido el Infante de Sagres… Entre tanto, mi visión de la ciudad y de la gente se iba ampliando. Sabía que por detrás de las calles de fachadas imponentes, existían islas donde la miseria se escondía avergonzada, que esa gente estirada que frecuentaba la casa valía a veces menos que la otra, y que, al lado de las fiestas particulares de los ricos, el pueblo se divertía también a lo grande, con música y cohetes. La fiesta de San Juan en las Fontainhas me alegró el corazón y los sentidos. Ninguna verbena de las que antes había conocido se le podía comparar. Bailes, albahaca, aglomeraciones… ¡Hasta tascas había!

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agridulce del sacrificio y de la ilusión de los demás. Era triste y descorazonador. Pero una verdad mayor velaba. Y poco después, por sus calles, San António arriba, Sá da Bandeira abajo, Fernándes Tomás más lejos, tranquila, bonachona, con su cadena de oro al pecho, la vieja urbe recuperaba su humana dignidad. No volví a ver esta vieja ciudad hasta mucho tiempo después, cuando ya la triste sabiduría de los años me había explicado las cosas con otra profundidad. Regresaba yo entonces de tierras lejanas, después de haber sufrido la experiencia de una emigración a Brasil, y revestía todos mis recuerdos de esa nostalgia consoladora que les confiere cualquier infancia interrumpida. Y Oporto era uno de estos recuerdos. Y desde el trepidante puente de doña María, sobre aquel abismo fluvial y tan emotivo para mí, comprobé, deslumbrado, que ante mis ojos estaba el mismo Oporto de siempre, extendido en una ladera, firme, amplio, de colores afrutados, humeante y desgraciado en la Ribeira, espiritual y feliz en las cumbres de sus torres. La edad, los libros y esa ciencia innegable que nos da el sufrimiento ya me habían dado fuerzas para concebir símbolos y descifrar enigmas. Y así fui capaz de descubrir el huevo de Colón. Si todas las regiones del mundo disponían de un cartel gastronómico —queijadas, ovos moles, arrufadas, murcelas y pào de ló22, por poner algunos ejemplos—, Oporto tenía dos. Uno, pesado, terroso, tan sucio como la trivialidad de la naturaleza: los callos; otro, sutil, etéreo, tan imponderable como la propia magia: el vino fino23. El uno para saciar los exigentes estómagos lusitanos; el otro, para apagar la infinita sed universal. Ya sé que ni los callos son la comida fundamental de esta tierra, ni ese vino generoso nace en sus calles. Pero, como Portugal y el mundo relacionan esos dos nombres con el nombre que designa a este burgo, me ha parecido justo hacer esta aclaración. Bien visto estaba que una dualidad permanente, dialéctica como la vida misma, se estaba perpetuando aquí, en un flujo y reflujo que le conferían grandeza y naturalidad. Espíritu y materia, la suma esencial de la Vida. Unirlos, darles el sustento que necesitan, ambrosía a uno, callos al otro, no es una vergüenza, ¡es autenticidad! Así fue como yo entendí el Oporto de mis veinte años, y, desde entonces, poco he avanzado. Lo único que he conseguido ha sido ampliar su mítico horizonte mediante una limpia y honesta meditación. En este sentido, lo que más me ayudó fue la actitud del señor Agostinho Peixoto, que tenía una tienda de comestibles en mi aldea. Otros hombres más sabios y más ilustres me dijeron también, evidentemente, cosas bonitas y profundas sobre esta ciudad y su gente. Pero eran hombres sabios e ilustrados, los menos indicados para hacer ciertas aclaraciones. Por eso mis oídos se abrieron más a las sencillas palabras del tendero. — ¿Es de confianza? —le preguntaban los parroquianos. — ¡Es de Oporto, coño! —contestaba él, enfadado. Policía jubilado como consecuencia del Treinta y uno de enero24, este honrado comerciante mantenía en su destierro rural, religiosamente encendida, una brasa de la hoguera donde habían ardido tantos corazones. Y por la noche, cuando los compañeros venían a echar una

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Dulces representativos de la repostería del país. Es así como los trasmontanos denominan al vino de Oporto, que, aunque almacenado y comercializado en las inmediaciones de esta ciudad, se cultiva en los viñedos de la región del Duero. 24 El 31 de enero de 1891 se produjo en Oporto la primera revuelta republicana, rápidamente dominada. 23

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brisca, le preguntaba a su mujer si el té era de berzas, para tener que hervir tanto, y empezaba su interminable historia: –Bueno, pues, empezó a decirnos el sargento: «Muchachos, en este mundo no hay más que vida y muerte. Pero yo creo que por la libertad vale la pena arriesgarlo todo... » Estábamos firmes, en formación. Y yo pierdo la cabeza y le digo: «¡Que sea lo que Dios quiera! ¡A por ella, mi sargento!». —¿A por ella? ¿A por quién? —preguntaba invariablemente Pinto cuando el relato llegaba a esta heroica y dramática decisión. —¡A por la libertad, hombre! ¿A por qué iba a ser? Gordo, bajo, calvo, midiendo vasos de jeropiga25, no era la mejor imagen de los mártires de 1828, de los héroes del rey Pedro IV, o de los que se sintieron iluminados en un minuto de fe por el alma de Antero26. Pero en esa encarnación vulgar estaba retratado Oporto, por una razón muy simple: porque todo lo que en sí mismo es espíritu santo, en vez de elegir la habitual y alada paloma, toma cuerpo obstinadamente en una desmañada y más terrena ave familiar. Y esa maravillosa sencillez e íntimo pudor habían revestido siempre los actos significativos de esta tierra. Siempre ha sido así: pareciendo que no tiene alas y casi negándolas, no dejó de tenerlas, ágiles, albas e insumisas. Después del vuelo, cada policía se jubila, cada Treinta y uno de enero entra en la historia, y Oporto se va a una de esas cenas opíparas que todos conocemos. A la mañana siguiente, embotado por la comilona, parece abúlico y vencido. Y es el Duero, esa arteria que desde el corazón de Iberia le viene a traer la sangre, el que lo fecunda con nueva savia. Días después el sueño empieza de nuevo, entrelazado en la prosaica rutina cotidiana de las transacciones comerciales con pago a la vista. — ¡Cuentas de Oporto, amigos! Y esto que hoy se dice en todo Portugal para cosas tan sencillas como marcar la individualidad económica en la mesa ocasional de un café, en el fondo significa algo realmente dignificante y poco común: cada uno es responsable y solvente. Pero en nuestro tiempo ni analogías como ésta se libran de la corrupción, y se extiende por el mundo ese fuego de la letra sin fondos, y corre por los despeñaderos de las conciencias esa lava de la moneda falsa. Gracias a Dios, nos queda la protesta viva de esa expresión oral, confesado homenaje colectivo a esa peculiar realidad que le dio origen. Los grandes sentimientos son como las grandes alturas: nos atraen demasiado. Nos obligan a una tensión continua, ilimitada, que sólo se mantiene a costa de mortificación y lucha. Por eso, minados por esta anemia moral que nos corrompe, no falcan quienes hayan perdido la esperanza de conservar su antigua nobleza y empiecen a comprar en ese mercado que es la vida a treinta o a noventa días. Es una pena. Ese Oporto de cuenta corriente que el señor Agostinho añadió al mío, pagaba al contado y en moneda fuerte.

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Bebida alcohólica muy popular, de tradicional elaboración casera, hoy ya comercializada. Está hecha de mosto cuya fermentación se interrumpe añadiendo aguardiente. 26 Alude a los enfrentamientos armados entre liberales, partidarios de este rey, y absolutistas, defensores de don Miguel. Llegaron a provocar un estado de guerra civil (1832-1834). Los sonetos de Antero de Quental (1842-1891), tan admirado por Unamuno, transmiten una filosofía religiosa cercana al misticismo.

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Después de ese oráculo que había llevado uniforme y cinturón, y que seguramente está en el cielo deshaciéndose en elogios a la ciudad invicta, acabó de iluminar el resto de mi oscuridad una pobre criadita que vi en una finca del Miño. — ¿Oporto? —me decía—. ¿Ya ha visto usted tierra más bonita y gente más sería? Debo confesar que le contesté: «Tierras, las he visto más bonitas; ahora, en lo de la seriedad, estoy de acuerdo». Y añado ahora que sólo si queremos negar lo que es evidente y apagar la antorcha de muchas generaciones podemos dejar de luchar para que esta tierra siga siendo el reducto de nuestras viejas virtudes, y de ellas, las que corren el riesgo de perderse: esa que don Joâo de Castro27 sabía que se llamaba honradez. La vieja y hoy, para muchos, ridícula escena de la barba, allá en aquellas tierras donde cosas como ésta ya nos hicieron grandes, viene al caso como algo más que una simple metáfora de adorno. Echo mano de ella precisamente porque encaja en este marco de madera sólida y porque quiero extraerle el significado profundo que tiene. Un hombre que pone en un pelo el valor de todo el cuerpo es un ser completo. De la cabeza a los pies, pasando por el alma, su unidad no tiene brechas, y reacciona como un bloque macizo. Es una fuerza invencible. Pues bien, si éste, en vez de encarnarse en un simple pelo de la cara, polariza aquello que él es en su tierra, entonces lo perfecto se hace ejemplar y surgen fenómenos como los del ciudadano de Oporto, el hombre portugués más libre, más progresista, más responsable y más capacitado que ha dado nuestra patria. Formado en la escuela del trabajo remunerado, de la solidaridad correspondida, de la libertad conquistada y de los derechos adquiridos, ha sido siempre y al mismo tiempo —desde los orígenes hasta ahora— algo sin par y ubicuo en la historia de Portugal. A semejanza de ese antiguo virrey, que no era de aquí pero que podía haberlo sido, cada portuense ha sabido siempre empeñarse ofreciendo a Oporto como prenda y aval de sus actos. Ofrecerlo y rescatarlo honradamente. Toda inquietud aspira a expresarse con serena y lapidaria fuerza. En las sociedades, como en el arte, ese ideal se alcanza pocas veces, y, cuando esto sucede, cada uno de esos triunfos es una piedra miliar en el camino de la vida colectiva. En la historia portuguesa, los momentos cumbre, no de nuestro genio, sino de una plenitud lograda, tuvieron lugar aquí. Una saludable conciencia gregaria, una solidez de procesos de conducta y de relación le han dado a este conglomerado humano fueros de única gran ciudad castizamente nuestra. Le han dado lo que yo llamo clasicismo social portugués. Hasta el mar, que siempre se le ha negado, manteniéndose insistentemente indócil a todas sus demandas, apartando a la ciudad de la gran gesta que llevó a cabo Lisboa, la ha hecho más nuestra, más nacional, agraria y comercial en ese terroso e íntimo destino que nos aguardaba. La aventura de los descubrimientos fue un espasmo en el que la savia del Miño, de Tras-osMontes y de la Beira —el verdadero semen de la patria—, entró sin convicción. Por eso,

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Científico, gobernador, capitán general y virrey del imperio oriental portugués (Lisboa, 1500-Goa, 1548), es una de las más gloriosas figuras de la historia peninsular. Se cuenta de su proverbial honradez que llegó a empeñar la barba, el único bien que poseía, como prenda del préstamo financiero que pidió a las autoridades indias de la isla de Diu para reconstruir la fortaleza de esta plaza.

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Oporto mandó a esta hazaña al infante de Sagres28 y a Pêro Vaz de Caminha, hijos suyos, uno para que empujase las carabelas, el otro para que mandase noticias de la llegada de éstas a Brasil29, y, como madre que cumplió su deber, lejos de la empresa, siguió desempeñando su papel de capital telúrica de Portugal. Ya sé que está Ceuta, en donde Oporto lo dio todo30. Pero una cosa es un gesto y otra una obstinación continua. No es que el hecho de haber ido a la India le quite a Lisboa significado y sentido. ¡Ojalá pudiésemos nosotros ir a esas Indias de nuestro tiempo! Pero es que, como ciudad lusa, la capital oficial del país es una especie de doña Filipa de Lencastre que parió, por cuenta de nuestra grey, portugueses forasteros31. Éste es el fértil suelo de nuestros defectos y virtudes caseros. Éste es el Oporto de Portugal, no de Europa ni del mundo, y quien lo enmarque, como yo estoy haciendo ahora, en una visión espectral de la patria tiene forzosamente que sentirlo también arrullado por esa canción de cuna antigua y diligente que componen los zuecos al desmoronar el granito. Pues bien, esa nana antigua y diligente que cantan los zuecos sobre el granito viene a ser exactamente Portugal. Es ese roquedal de la Estrela produciendo centeno, el de Barroso produciendo patata y el de Gerês32 produciendo maíz. Es una existencia dura, arrancada de una parcela de terreno duro. Hasta en el ritmo del progreso, y en la forma material en que éste se plasma, me parece ver al Oporto con más carácter portugués. Es tierra en que se practica una cierta manera de cortar con generosidad, con medidas exageradas para nuestras fuerzas, al estilo de las embajadas del rey Manuel I y del convento de Mafra, aunque con un poco más de sentido común33. Sin que le falte después nuestra habitual renuncia, de apariencia sentimental y, en el fondo, trágicamente fatal. Lo recorre ese mismo ímpetu descomunal que irrumpe en su avenida de los Aliados y que poco después se para, boquiabierto, ante la iglesia de la Trinidad. 28

Sobrenombre de don Enrique el Navegante (1394-1460), que, desde el promontorio de Sagres, en el extremo suroccidental del país, donde fundó una escuela naútica, fue el gran impulsor de la primera fase de los descubrimientos portugueses: bajo su orientación, además de «redescubrirse» y poblarse Madeira y Azores, se dobló el cabo Bojador (1444), se descubrió el archipiélago de Cabo Verde y se rodeó la costa africana hasta Sierra Leona. 29 Le escribió al rey Manuel I (1495-1521) una larga misiva («Carta del hallamiento») —mezcla de epístola, crónica, relato y diario— en la que de manera precisa y colorista le daba nuevas del descubrimiento de Brasil. 30 La conquistaron los portugueses en 1415 durante el reinado de Joâo I y bajo la dirección militar del condestable Nuno Álvarez Pereira. Oporto nunca concedió prerrogativas a la nobleza, surgiendo así, ya durante la Edad Media, una burguesía enriquecida con el comercio que no sólo prestó apoyo financiero a la ascensión al trono de Joâo I, sino que también aportó dinero y bienes para que se realizase la expedición a Ceuta. 31 Procedente de la familia de los Lancaster ingleses, se casó en Oporto con Joâo I. Sus hijos formaron la llamada Ínclita Generación, insistentemente invocada por Pessoa en su Mensaje. Lo que Torga sigue defendiendo aquí es la autenticidad del casticismo de Oporto frente al cosmopolitismo que identifica a la «extranjerizada» Lisboa. 32 La Estrela en la Beira interior, el Barroso en Tras-os Montes y Gerês en el Miño: las tres sierras que le dan personalidad propia al Portugal telúrico de Miguel Torga. 33 Tuvo enorme repercusión histórica la fabulosa embajada que el rey Manuel I (1469-1521) envió al papa León XIII, en 1514, con muestras de todas las riquezas orientales. El descomunal convento de Mafra y su suntuosa basílica, cuyo lento y costoso proceso de construcción constituyen el fondo ambiental del Memorial del convento, de José Saramago, fueron fundados por Joâo V en 1717.

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No me preocupa en este momento saber si las avenidas tienen que quedar totalmente terminadas o no. Lo que quiero es, simplemente, ofrecer a los portugueses, sobre todo a los de Oporto, esta parábola contemporánea para que mediten sobre ella. Después de la muerte del señor Agostinho y de haber perdido de vista a aquella criada del Miño, no he vuelto a ver a nadie que me diga algo realmente interesante sobre Oporto. Y como yo lo amaba con un amor que no requería explicaciones urgentes, he dejado pasar el tiempo. Ahora, sin embargo, he querido saber las razones de mi afecto. Y de mi lejana y difícil infancia, de los dos testimonios citados y de la certeza que se respira en estas calles me ha llegado la solución del problema. Raíces: ésta es la clave mágica del enigma. Raíces de Portugal y de aquello que en nosotros significa apego al terruño. Y que Oporto me perdone si vengo a interrumpir ese pudor extático que acompaña a todo parto fecundo. Pero como estoy dándole vueltas a las razones de esta querencia y lo veo como cepa de esta viña que es Portugal, debo rasgar su cuerpo progenitor y hacerle la disección de unos nervios que, a veces, confundo con los hilos de ese baile de marionetas que, como todos los pueblos, bailamos en el mundo. Finos, flojos, casi siempre de una fibra de segunda, nadie puede servirse de esos cordelillos como amarras de civilización, ni para arar grandes brazadas de obras fundamentales. Pero para filigranas de poesía, guita34 de cometas aladas y telas de un ajuar ideológico tejidas al calor del hogar, no los hay mejores. Y Oporto ha sabido siempre hilar con esos hilos. Duro cuando tiene que luchar por la vida, como él dice, bajo el caparazón del hombre de negocios, que hasta de los cafés hace bolsa —una especie de mercado libre en donde compra y vende como en una tienda—, habita un hombre que se bate de vez en cuando por una idea, que sabe el valor de un verso y que acuna a un hijo llorón toda una noche si es necesario. Al colocar junto a la catedral, segregada a golpes de inspiración, esa locura de nuevos ricos que es el salón de la Bolsa35, al meter en la misma caja fuerte los millones de escudos y el corazón del rey liberal36, al sentar la misma mesa a cualquier relamido y a Basílio Teles37, el Portugal imaginativo, presumido y tosco se revela aquí al completo. Los años nos dan la admirable convicción de que todo tiende al equilibrio. Pero no al equilibrio de un cuerpo rendido en el ataúd, sino al de la perpendicular que se ampara en su propio aplomo. Los altos y vertiginosos picos se redondean, los ríos se adaptan a sus lechos, los volcanes se quedan dormidos. Oporto, en muchos aspectos de su vida, ha sabido encontrar ese equilibrio. Por eso mismo, cuando me encuentro con alguien que no cree en esta grandeza y en esta pureza, le digo:

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Cuerda delgada de cáñamo. De ostentoso estilo árabe, está situado en el Palacio de la Bolsa, edificio de línea arquitectónica inglesa con suntuosos patios, escalinatas y salones de estilos diferentes, construido a mediados del siglo XIX gracias a la aportación financiera de diferentes gremios comerciales de la ciudad. 36 Legado solemne y romántico del ya mencionado Pedro IV a esta ciudad por ser un símbolo de su causa frente al absolutismo. Se encuentra en la capilla mayor de la iglesia de la Lapa (siglos XVIII-XIX), dentro de un relicario de cristal y plata. 37 Profesor y ensayista portuense de la segunda mitad del siglo XIX, fue un republicano combativo que se exilió después de la primera revuelta en 1891. 35

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— Si las grandes inquietudes sociales llamaron a esta puerca y la abrieron, si aquí quedaron cercadas las libertades y rompieron el cerco, si la junta de la Patuleia38 se instaló en estas calles, si el Treinta y uno de enero explotó en su alma, si, mientras quemaban a sus semejantes a diestro y siniestro en Lisboa, en Oporto no hubo más que un auto de fe, y si la primera voz que clamó contra la pena de muerte en Portugal39 salió de su corazón, ¡podemos tener confianza! El chabolismo, la miseria, la falta de higiene y lo demás forman parte de esas debilidades humanas que sólo duran hasta que se hace un examen de conciencia profundo. Y yo estoy seguro de que los verdaderos hijos de Oporto van a librarlo de estas manchas, porque no forman parte de la esencia de su ciudad. Y yo les pido ahora que respeten y amen esa esencia. Que sepan apreciar ese bendito palacio de Cristal40, cuyo nombre ya es transparente y de cuentos de hadas, y sus jardines asomados a ese Duero que, a ciertas horas, parece un río de luz fluyente; que no destruyan el paseo de las Virtudes, recorrido seguramente por Soares de Passos41 en sus cándidos paseos galantes; que no maten al Señor de Matosinhos, ni olviden la Rabela42 del Señor de la Piedra. Y, sobre todo, ¡que Oporto mantenga intacta, lusitana y pagana, la báquica fiesta de San Juan! Repenica, repenica, repenica43… Durante esa caliente noche de verano, que la Iglesia ha intentado en vano enfriar colocándola en el calendario bajo la invocación de ese asceta, Oporto encarna sin máscaras cristianas al viejo y sanguíneo Portugal, con bombo, triángulo y cavaquinho, comiendo, bebiendo, cantando, bailando y extrapolando en semen su alegría: Repapiola, repapoila, repapoila, E arroz doce na minha caçoila44… ¡Es salvaje, es incluso brutal, pero es sano, es sincero, y es nuestro! Ciertos teólogos sutiles condenan esta saturnal, negándose a comprender estas explosiones de la gente del campo, bronca y primaria, en una población urbana y civilizada. Yo pienso lo contrario. Siempre me ha parecido fecunda y prometedora la total solidaridad de sentimientos y pasiones entre todos los hijos de una patria. Lo maravilloso no es Sampaio Bruno: es ser él mismo vendiendo pan en la calle Bonjardim, cuando Unamuno viene a verlo45. Un Oporto formal y anémico, que reprimiese sus impulsos,

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Levantamiento popular (1846) que aglutinó a varias tendencias políticas contra el despotismo de Costa Cabral, ministro de Justicia de la reina Maria II, y que constituyó el primer foco de la guerra civil. Su segunda fase tuvo lugar en Oporto. 39 Su abolición fue muy temprana en Portugal: 1868. 40 El edificio inicial fue demolido en 1954 para ser sustituido por el palacio de los Deportes. Sus jardines se conservan. 41 Poeta posromántico de Oporto (1826-1868). Débil y enfermo, se mantuvo años enteros sin salir de su habitación. Uno de sus poemas, “O Noivado do Sepulcro” (Los desposorios del sepulcro), es extraordinariamente popular. 42 Nombre popular con que se designa a la capilla de Nosso Senhor da Pedra, en la playa de Miramar, parroquia de Gulpilhares, al norte de Espinho. 43 Repica, repica, repica…, fragmento del estribillo de una canción tradicional cantada en estas fiestas y cuya traducción no consigue reproducir las connotaciones eróticas impresas en la fonética del verbo. 44 Reamapola, reamapola, reamapola y arroz con leche en mi cacerola. En la traducción de este fragmento ya están más claras las resonancias sexuales de la tonadilla.

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donde no fuera posible confundir a una verdulera con una vizcondesa, ni a un pensador con un panadero, no era digno de haberle dado nombre a Portugal. Burgués y plebeyo al mismo tiempo, necesita siempre tener un genio en la reserva, que a veces puede ser Basílio Teles y a veces una persona mediocre; malhumorado ahora y chistoso acto seguido, meditando en sus plazoletas románticas o durmiendo en sus cementerios familiares, parece tener el aroma de la esencia de nuestra alma. Y es precisamente este Oporto el que muchos de sus habitantes pretenden desfigurar. Como esos hijos que se avergüenzan de la honradez rechoncha y provinciana de sus padres, ciertos portuenses apuñalan el corazón de su tierra, sonando con una ciudad diferente y desnaturalizada. — ¡Oporto! ¡Oporto! — gritan a su vez otros, a diestro y siniestro, con un chovinismo agresivo que esconde un insensato complejo. Y tampoco es eso. Lo que se pretende es un amor consciente y discreto que no salpique a nadie en sus arrebatos y que esas reales y poco comunes virtudes privadas, libres de despecho y emulación, sigan creciendo de manera natural, al margen de polémicas e ideas preconcebidas. Cuando se quiere imitar y suplantar lo ajeno, lo que se consigue es reducir lo propio. Sólo es grande la multiplicación incansable de lo auténtico. Un paseo por Oporto es, por otra parte, una lección de suficiencia triunfadora. Bajamos del tren en la estación de San Bento, nos fijamos en esos murales que son una de las muchas pruebas de la miopía nacional y, ya subamos por la calle de San Antonio o bajemos por la de las Flores, siempre se nos impone la misma conclusión: trabajo honrado, interés bancario al cinco por ciento y cada conciencia vieja, cimentada en el pedregoso enlosado de su tienda, pidiéndole al aprendiz de dependiente la renovación de las cualidades tradicionales. Pero andemos un poco más. Y sobre sus melancólicas peanas, los poetas, los novelistas, los héroes y los políticos proclaman esto mismo. Y el calor de la transpiración, la medianía de la ganancia, el sueño de metempsicosis46, el lirismo excesivo, los argumentos sentimentales, los hechos sublimados y los éxtasis idealistas constituyen el fondo del paisaje social en el que tiene que florecer siempre una rama de esa realidad humana que somos. No digo toda la copa, porque no sería sincero. Nuestra unidad, como todas las unidades, está hecha de fuerzas múltiples y variadas. Los perezosos de Coimbra, los manirrotos de Lisboa, los libros de Eça de Queiroz y el escepticismo rural sobre la eficiencia de los reformadores también son portugueses. Oporto, como es obvio, no representa más que un retazo valioso de este pequeño mapa que nos tocó en esa lotería del globo terráqueo. Ese poco, sin embargo, llega y sobra. El granito es feldespato, cuarzo y mica, pero es granito. Basta que cada uno de sus componentes sea puro para que la roca resultante tenga esa belleza, esa dureza y esa nobleza que todos sabemos. Pues bien, con los elementos que posee, no parece que a Oporto le esté reservado un caballeresco destino cosmopolita. Puede y debe ser, por sus dimensiones físicas y por su solidez moral, la segunda ciudad de Portugal y la primera del Portugal peninsular.

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En la panadería que la familia poseía en la calle citada. Unamuno, que había mantenido una sonada disputa literaria con Sampaio, lo visitó para firmar las paces, a iniciativa de Guerra Junqueiro, cuando visitó Oporto en 1906. 46 Doctrina religiosa y filosófica de varias escuelas orientales, y renovada por otras de Occidente, según la cual las almas transmigran después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior.

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Y que nadie vea esto como un estigma de condena. Los designios de la naturaleza son tan altos y tan misteriosos como los de Dios. Lo que a veces parece limitarlo le da un significado luminoso. Lisboa es un muestrario coloreado y barroco de una parte aventurera de nuestra sangre. Es, sobre todo, un muelle para que embarque y desembarque esa prisa que recorre el mundo. Ciudad de muchas y variadas gentes, como la llamó el otro47. Pues bien, a mí Oporto me parece más una seria y tranquila citania lusitana, cercada por nuestra altivez de labradores. Si, por otra parte, Garrett48 pudo nacer al calor de su corazón, si António Nobre49 pudo vivir en paz entre sus muros y si incluso en una de sus cárceles alguien pudo escribir Amor de perdición50, ¿qué demonios hace falta para reconocerle su abolengo? ¡Ah! ¡Cómo me gusta Oporto! Nunca me había detenido a pensarlo así, analizarlo, y tal vez todas estas conclusiones a que he llegado se deban a mi gran ignorancia y a mi mucho afecto. ¡Qué le vamos a hacer! Son cosas mías, y no quiero otras. No me impacientan esas pesadas digestiones que a veces lo entorpecen, ni ese pasmo infantil con que contempla los fuegos artificiales que Viana do Castelo le manda por San Juan. Quien muere por la libertad todos los siglos es capaz de esos grandes y espontáneos entusiasmos que recogen las crónicas, sin abdicar de su personalidad, y quien consigue, con su entusiasmo, derretir un protocolo real para hacer que una reina de Inglaterra se pasee en un coche vulgar por sus calles51, tiene forzosamente que sentirse bien en ese Portugal que deseamos tener. Evidentemente, es necesario sanearle ciertos rincones del alma y del bolsillo y actualizar algunas de sus instituciones. Pero nada de tocarle esa viga maestra que es el corazón. Aquí, tónicos, si es que se presentan síntomas de cansancio. Como les ocurre a esas viejas casas solariegas nuestras que, al quitarles las telarañas, hacen sonrojar a cualquier rascacielos que se construya al lado, a Oporto sólo hay que sacudirle el polvo para poder competir con cualquier tierra que se quiera medir con él. Encaladlo con esa modernidad histórica que no desluce la cara de las cosas sino que les da más sentido, alegrad su cara percudida de tristeza, alimentad su hambre de justicia, dadle esos valores sociales por los que siempre ha luchado, y tendréis en él esa imagen soñada del futuro: un enjambre de fraternidad que se afana y progresa dignamente en un jardín de camelias.

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Camôes, en Los lusiadas. Nacido en Oporto, Almeida Garret (1799-1854) es el poeta, ensayista y novelista y dramaturgo más representativo del romanticismo portugués. 49 Nacido en Oporto, (1867-1900) poeta renovador (Solo) junto con Cesario Verde y Gomes Leal de la poesía romántica. 50 Camilo Castelo Branco. 51 Alude a un hecho histórico: movida por la entusiasta acogida de los portuenses en la visita que hizo al país en 1957, la reina Isabel II de Inglaterra abandonó el coche diplomático para desfilar en otro no oficial descubierto, proporcionado por los bomberos de Oporto. 48

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“Se junta con el río que llaman Duero...”, en Viaje a Portugal, José Saramago, Alfaguara, El viajero está en el Largo da Sé, contemplando la ciudad. Es de mañana, y temprano. Vino aquí para escoger camino, para decidir un itinerario. La catedral aún está cerrada, el palacio episcopal parece ausente. Del río viene una brisa fría. El viajero echó cuentas de tiempo y pasos, trazó mentalmente un arco de círculo cuyo centro es esta plaza, y halló que cuanto quería ver en Porto estaba delimitado por él. No tiene en general tantas preocupaciones de rigor, y probablemente acabará infringiendo esta primera regla. En el fondo, acepta los principios básicos que mandan prestar atención a lo antiguo y pintoresco y despreciar lo moderno y banal. Viajar de esta manera por ciudades y otros lugares acaba por ser una disciplina tan conservadora como visitar museos: se sigue por este pasillo, se da la vuelta a esta sala, se para uno ante esta vitrina o este cuadro durante un tiempo que a los observadores les parezca suficiente y demostrativo de las bases culturales del visitante y se sigue: corredor, sala, vitrina, corredor. A los barrios de construcción reciente no vale la pena ir a hacer preguntas; a los suburbios de malvivir no es agradable ni cómodo ir a buscar respuestas. Tiene el viajero, y quien dice éste dice el otro, la buena justificación de ser de bellezas grandes su búsqueda. Busque entonces, pero con la reserva de no olvidar que en el mundo no faltan fealdades ni miserias. Fiado en estos pensares, decidió comenzar su vuelta bajando las Escadas das Verdades, escaleras que por detrás del palacio episcopal van bajando empinadas hasta el río. Son altos los peldaños, malos de bajar, aún peores de subir. Cuál haya sido la razón de este bautismo es algo que no sabe el viajero, tan curioso de los nombres y de los orígenes de ello que aún ayer, en la carretera del Paço de Sousa, se regalaba con las sílabas de don Troicosendo Galendiz. Por estas laderas suben y bajan gentes desde los tiempos del conde Vimara Perez. El río está en su mismo lugar, apretado entre las piedras de aquí y las de allá, entre Porto y Gaia, y el viajero nota cómo también entre piedras fueron abiertos estos peldaños, cómo las casas fueron poco a poco empujando el roquedal o acomodándose entre él. Bajan con el viajero regueros de agua sucia, y, ahora, cuando se ha abierto por completo la mañana, vienen mujeres a lavar los barreños en las terrazas y los chiquillos juegan a lo que pueden. Hay grandes flámulas de ropa rendida en los edificios que pudieron crecer hasta el primer piso, y el viajero se siente como si estuviera bajando una escalera triunfal, como si fuera Radamés después de la batalla contra los etíopes. Aquí abajo está la Ribeira. El viajero pasa bajo el arco de la Travessa dos Canastreiros, buena sombra para el verano, pero ahora gélido pasaje, y se pasará media mañana andando por este barrio de Barredo, a ver si de una vez aprende lo que son calles húmedas y viscosas, olores de fosa, entradas negras de las casas. No se atreve a hablarle a nadie. Lleva al hombro la cámara fotográfica, pero no la usa. Siente en sus espaldas la mirada de los que le ven pasar, o quizá sólo sea impresión suya, tal vez desde dentro de sí mismo haya alguien que lo observa con curiosidad. Cuando se ensanchan un poco las calles, el viajero mira hacia los pisos altos: ha dejado de ser Radamés, es un estudioso que examina la curiosa cuestión urbanística de la amplitud de las ventanas que en esta ciudad ocupan toda la anchura de las fachadas. Allá, más arriba, la Rua Escura, que contradictoriamente, se ilumina al abrirse hacia los peldaños que dan a Ia plaza de la Catedral, donde hay un mercadillo popular de esos de quita y pon. Menos mal que los frutos naturales y las verduras se prodigan, que los fabricantes de plásticos tienen una firme predilección por los colores vivos. La Rua Escura es un pedazo de arco iris, y de todas las ventanas penden ropas a secar, arco iris, o como aquí dicen arcos-de-la-vieja, o también de la joven que todo esto lavó. 37


El viajero está decidido a no andar de iglesia en iglesia como si de ello dependiera la salvación de su alma. Irá a San Francisco, pese a las constantes quejas que viene haciendo sobre la talla barroca, que lo persigue desde que ha entrado en Portugal. En San Francisco terminan todas las puntadas de un inmenso zurcido de oro labrado que se repite en recetas, en fórmulas, en copias de copias. El viajero no es autoridad, ve este esplendor que no deja un centímetro cuadrado de piedra desnuda, le aturde la magnificencia del espectáculo y cree que ésta es la mejor talla dorada que hay en el país. No recuerda si lo ha dicho ya alguien, pero, por su parce, está dispuesto a jurarlo: realmente, quien aquí entre no tiene más remedio que rendirse. Pero el viajero quisiera saber también qué paredes son esas que la talla esconde, qué piedra merecedora fue condenada a permanecer en la ceguera. Da la vuelta a la iglesia, incomodado primero por el sadismo verista del altar de los Santos Mártires de Marruecos, distraído luego con las bifurcaciones genealógicas del Árbol de Jessé, escultura amanerada y teatral que hace pensar en un coro de ópera. Uno de los ascendientes de Cristo lleva incluso calzones acuchillados, como una figurilla palaciega del siglo XVII. Y el viajero, mirando al patriarca Jessé allí dormido, encuentra natural la representación fálica que se ve en aquel tronco de árbol que del cuerpo le crece, hasta Jesucristo, al fin sin mácula carnal nacido. Colocado en el centro de la iglesia, el viajero se siente aplastado, todo el oro del mundo le cae encima. Pide aire libre, y la mujer de la llave, comprensiva ante este ataque de claustrofobia, abre la puerta. Mientras sale el viajero, rueda una cabeza más de los mártires de Marruecos. Allí mismo, al lado, tras unas rejas de hierro está la Bolsa. Medica un poco el viajero sobre las dificultades de este mundo, tantas que ni fue posible rescatar en buena y debida moneda a los pobres degollados. Siguió desde allí hacia las calles principales, pero por travesías y rampas desviadas. Porto, ante todo, y para honrar el nombre que lleva, es este largo regazo abierto hacia el río, pero que sólo desde el río se ve, o, por estrechas bocas cerradas por muretes, puede el viajero inclinarse hacia el aire libre y tener la ilusión de que todo Porto es Ribeira. La ladera se cubre de casas, las casas dibujan calles, y, como todo el suelo es granito sobre granito cree el viajero que anda recorriendo senderos de montaña. Pero el río llega aquí arriba. Esta población no es piscatoria, no van a lanzar sus redes entre el puente de don Luís y el de la Arrábida, pero pueden tanto las tradiciones que el viajero es capaz de adivinarle antepasados pescadores a esta mujer que pasa, y si no han sido pescadores habrán sido calafates, carpinteros de ribera, tejedores de lonas y velas, cordeleros, o, como allá más arriba, donde la calle se identifica, Travessa dos Canastreiros, de los cesteros. Mudan los tiempos, mudan las profesiones, y basta un cartel de un comercio nuevo para ver deshecha toda la poesía artesanal que el viajero ha venido contando con los dedos. Aquí está esta tienda de ortopedia, como demuestra la opulenta mujer pintada en chapa de hierro y armada en el aire, tan inocente en su desnudez integral como estaba nuestra madre Eva antes de que le empezaran las hernias intestinales y las quebraduras. 38


Le gusta al viajero contemplar el interior de esos establecimientos hondos, tan hondos que antes de llegar el cliente al mostrador tiene tiempo de cambiar de opinión tres veces sobre lo que va a comprar. Se adivina que allá atrás hay huertos, frutales, nísperos por ejemplo, llamados aquí magnórios. Y el viajero no puede olvidar los colores con que se pintan las casas, estos ocres rojizos o amarillos, estos tonos en castaño denso. Porto es un estilo de color, un acierto, un acuerdo entre el granito y los colores de la tierra, que él acepta, con una excepción para el azul si con el blanco se equilibra en el azulejo. El viajero entró en la iglesia del monasterio de San Benito da Vitória, dio una vuelta por ella y salió. Este frío estilo benedictino nada tiene que ver con la ciudad. Aquí se requieren los granitos barrocos entendiendo el barroco como exuberancia, piedra que de tan trabajada acaba recobrando su expresión natural. Al viajero le satisface llevar en la memoria las tres esculturas de barro que están en la fachada de los atlantes y que cargan a cuestas con los órganos. Teme que de todo lo demás se olvide, pero no le apena. No para de subir y bajar. Va a ver San Joâo Novo, donde está uno de los primeros palacios que Nasoni construyó en la ciudad. Aquí está el Museo Etnográfico, que visitará con una gula de la que no puede ni quiere curarse. Bien dispuesto, bien clasificado este museo. Hay, en el entresuelo, una bodega reconstruida a la que sólo le falta el olor del mosto. En las salas superiores, aparte de las cerámicas, de las hachas de piedra o de bronce, de las pinturas, de las imágenes sacras populares, de los estaños, de las monedas (el viajero tiene conciencia de que está mezclando épocas y especies con la mayor carencia de ceremonia), se encuentra la reconstrucción preciosísima de una cocina rural que bien se merece una hora de contemplación y examen. Y tiene más el museo: hasta juguetes, hasta un gigantón, hasta unas marionetas de formidable poder expresivo por las que el viajero volvería a dar la Venus de Milo. Si tuviera ahora tiempo, juntaría esta lección a la que le daría el Museo de Arqueología y Prehistoria. Queda para otra vez. Por más escaleras y calles, Belomonte, Taipas, fue al fin el viajero a reposar en Os Mártires da Pátria. Allí se sentó un poco, y, cobradas fuerzas, avanzó hacia la iglesia de los Carmelitas y la del Carmen. Calcula que debe haber entre estas dos vecinas, allí puerta por puerta, rivalidad y emulación. Comparando cara a cara, gana el Carmen. Si la primera planta no tiene particular interés, las otras dos son una bella armonía que acaban de definir las estatuas de los cuatro evangelistas en lo alto. Sin esas estatuas, la fachada del Carmen perdería buena parte de su magnificencia. En cuanto al interior, valga imparcialmente cada uno lo que valga, el viajero se queda con los Carmelitas. Es una iglesia que hace todo lo que puede por la fe, mientras el Carmen hace obviamente de más. A no ser que todo esto tenga que ver más con la disposición del espíritu del viajero que con juicios objetivos. Con todo, entrar en la iglesia del Carmen en este día de invierno, fue para el viajero una experiencia que no olvidará. A la izquierda según se entra, en una capilla honda, está el Señor do Bom Sucesso, bajo una apoteosis de luces, muchas decenas de velas, fortísimas lámparas, innumerables retratos de beneficiarios de mercedes, ceras varias en cirio, cabeza, mano, pie, como si aquí estuviera ardiendo una violenta hoguera de luz blanca, en brasas. Una de dos: o cae uno de rodillas, derrotado por el escenario, o retrocede. El viajero sintió que esto no iba consigo y se alejó. En los bancos de la 39


iglesia están sentados viejos y viejas de extrema antigüedad, tosiendo desesperadamente, ahora uno, luego el otro, son los grandes catarros y constipados de este húmedo tiempo, y en la capilla mayor está de rodillas en un peldaño un cura, que apoya dramáticamente la cabeza en una esquina del altar. Nunca vio el viajero nada igual, y no le faltan iglesias ni el respeto que merecen. Es la hora de comer, pero el apetito se ha apagado de repente. El viajero come, sin mayor entusiasmo, una posta de bacalhau, bebe un vino verde, un vinagrillo, y en habiendo comido, baja la Rua da Cedofeita hasta la iglesia del mismo nombre. Va un poco por obligación. Este románico es de sustitución, y ha de decir el viajero que aquí las restauraciones no son triunfales. No llegó a saber cómo es la iglesia por dentro, porque un vecino solícito acudió a informarle de que abre sólo los sábados, para bodas, los otros días está cerrada. Avanza entonces hasta el Museo Soares dos Reis, súbitamente necesitado de silencio y resguardo. Huye el viajero del mundo para encontrar el mundo en formas particulares: las del arte, de la proporción, de la armonía, de la continuada herencia que de mano en mano va pasando. No es la sala de arte religioso del Museo Soares dos Reis especialmente rica, pero es aquí donde el viajero piensa si estará hecho, o más o menos iniciado, el estudio de la imaginería sacra popular. Teme que cuando tal se haga se encuentren rasgos de particular originalidad, quién sabe si capaces, sin caer en resurrecciones medievalizantes o barrocas, de dar nueva vida a la desfallecida escultura portuguesa. Es una impresión que el viajero tiene, y que, y perdónele la memoria del gran escultor que fue Soares dos Reis, vuelve a sentir ante el Desterrado, ese mármol helenístico, sin duda hermoso, pero tan lejos de la fuerza expresiva de las piedras de Ançâ, a las que el viajero infatigablemente vuelve. Abunda el museo en pinturas: el viajero distingue entre ellas La Virgen de la Leche, de Fray Carlos, tal vez la obra más importante que se guarda aquí. Pero hay en su corazón un espacio muy particular para las pinturas de Henrique Pousâo y de Marques de Oliveira, sin que esta inclinación signifique menosprecio de los excelentes Dordio Gomes, Eduardo Viana o Resende. La colección de cerámica merece nota alta, pero el viajero recuerda aún lo que vio en Viana do Castelo, de ahí que no haga comparaciones ni conceda privilegios a lo que está viendo. Se inclina hacia los esmaltes de Limoges, entiende sin dificultad que son obras excepcionales, pero ahí se queda. No es el esmalte arte que rinda al viajero. Ahora se encamina a la Sé, a la catedral. De paso entra en los Clérigos, los mira de fuera, piensa en lo que deben Porto y el norte a Nicolau Nasoni, y entiende que es mezquina paga el haber puesto su nombre en una esquina de una calle que tan pronto empieza como acaba. El viajero sabe que raramente estas distinciones están en proporción con la deuda que pretenden pagar, pero Porto debiera tener otros modos de señalar la influencia capital que el arquitecto italiano tuvo en la definición de la propia fisonomía de la ciudad. Justo es que Fernâo de Magalhâes tenga aquella avenida, no merecía menos quien navegó en vuelta al mundo, pero Nicolau Nasoni dibujó en el papel viajes no menos azarosos: el rostro en el que una ciudad se reconoce. ¿Cómo sería la catedral de Porto en sus tiempos primeros? Poco menos que un castillo, en robustez y orgullo militar. Lo dicen las torres, los gigantes que van 40


hasta la altura superior del vuelo del rosetón. Hoy, los ojos se han acostumbrado de tal modo a esta mezclada construcción que apenas repara uno en la excentricidad del portal rococó y en la incongruencia de las cúpulas y balaustres de las torres. Aun así, el pórtico de Nasoni parece más que bien integrado en el conjunto: este italiano, criado y educado por maestros de otro hablar y entender, vino aquí a escuchar profundamente qué lengua se hablaba en el norte portugués, y después la pasó a la piedra. Perdónese la insistencia: no comprender esto es delito grave y muestra de poca sensibilidad. El interior de la iglesia sorprende por la amplitud de las pilastras, por el vuelo de las bóvedas apuntadas. En contrapartida, el claustro, felizmente restaurado, y que viene de 1385, es pequeño, de impecable geometrismo que subraya la piedra nueva de la arquería. El crucero, en el centro, tiene mutilada la cabeza de Cristo. Todo el rostro ha desaparecido, y en la superficie lisa intentan ahora los líquenes dibujar nuevas facciones. Al lado del claustro hay un antiguo cementerio. Aquí se enterraba a los judíos, al lado mismo del templo cristiano, lo que confunde al viajero, que a sí mismo se promete sacar algo limpio de esta inesperada vecindad. Saliendo de la catedral, va el viajero a contemplar los tejados de Barredo. Baja de la plaza para ver de más cerca, para intentar adivinar las calles entre lo poco que sobresale de las fachadas, y, cuando regresa, ve una singular fuente adosada al muro de soporte de la terraza. Tiene en lo alto un pelícano en actitud de arrancarse del propio cuerpo un bocado de carne. De la bacía superior saldría el agua por cuatro canalillos que apenas sobresalen del contorno de la piedra. La bacía está sustentada por dos figuras de niño, de medio tronco, que irrumpen de dentro de lo que el viajero cree ser una corola floral. No tiene certeza alguna, dice sólo lo que ve o cree ver, pero lo que para él es indiscutible es la expresión amenazadora de las figuras de mujer, también de medio tronco, asentadas en estípites, sosteniendo cada una su urna. El conjunto es una ruina. Preguntando a las gentes de la vecindad, oyó el viajero decir que aquélla es la Fonte do Pássaro, la fuente del pájaro, o pajarillo, ya no recuerda bien. Lo que nadie fue capaz de decirle es la razón de aquel mirar colérico con que las mujeres se desafían, ni a quién servía el agua que en tiempos aquí corrió. En el pecho del pelícano52 hay un orificio: de allí manaba el agua. Los tres hijos del pelícano, esbozados abajo, padecían de eterna sed. Como la fuente ahora, toda ella sucia, maculada, sin nadie que la defienda. Si un día vuelve el viajero a Porto y va por esa fuente y no la encuentra, tendrá una gran tristeza. Dirá entonces que se cometió un crimen a la luz del día, sin que al asesinado le valiera la proximidad de la catedral, que está allí arriba, o el pueblo de Barreda, que está abajo. Cuando, al día siguiente, esté de partida, luego de visitar esa joya verdadera que es la iglesia de Santa Clara, con su portal donde el Renacimiento aflora, con su talla barroca que concilia otra vez el bienamar del viajero, con aquel su patio resguardado y antiguo al que da la antigua entrada del convento, cuando el viajero esté de partida, volverá a ir a la Fuente del Pelícano, mirará a aquellas airadas mujeres que presas a la piedra se desafían, sabrá que hay allí un secreto que nadie le explicó, y es eso lo que se lleva de Porto, un duro misterio de calles 52

El pelícano es símbolo, desde los orígenes de la iconografía cristiana, de Cristo. Así como el pelícano alimenta a sus hijos de su propia sangre, así Cristo dio la suya para redimirnos del pecado original.

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sombrías y casas de color terroso, tan fascinante todo eso como al anochecer las luces que se van encendiendo en las laderas, ciudad junto a un río que llaman Duero.

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Por tierras de Portugal: un viaje con Unamuno, Agustín Remesal, La Raya Quebrada, 2015, p. 109-113 (…) Ha bajado ya la solanera cuando el viajero se echa a la calle respondiendo a la llamada irresistible del Duero. Si toma la Rua das Flores y empalma con la de los Mercaderes, con la ayuda del diablo que empuja en las cuestas abajo llegará al Cais da Ribeira en media hora. No tiene prisa, pero bien está echar el cálculo de los trayectos de bajada, porque esa ventaja de la fuerza de gravedad da mucha moral a quien se dispone a marchar sobre el asfalto incandescente. Enseguida se pierde en compañía de gatos apacibles por las callejuelas que huelen a sardina frita y a bacalao en salmuera. El rostro verdadero de esta ciudad se encuentra en cada una de las plazuelas, esquinas y callejas que suben o bajan para proteger y acotar a los monumentos de mayor renombre. El placer en Oporto nace en la mirada lenta, en el oído atento a un acordeón que brota de la ropa tendida a la ventana. Aquí se pueden encontrar sonoridades de Nápoles y colores de los Países Bajos; sólo se exige silencio. Y mucha aplicación. Recuerda el viajero los calamitosos días que padeció aquí en el año 2002, cuando la municipalidad levantó de cuajo las calles y las plazas, como si se hubiera declarado un final del mundo repentino que sacó a la luz las entrañas de la ciudad. Habían pasado siglos sin que una ruina se moviera en Oporto por otra fuerza que no fuera la del viento y el color de las fachadas sólo se había alterado con la acumulación de musgos alimentados por las nieblas rigurosas del río. Ascender aquellos días desde el paseo fluvial hasta los barrios altos era una hazaña notable, pero el viajero, entonces como ahora, resuelve los percances aplicándose a la emoción del hallazgo y gozando la maravilla, la visión de la ciudad desde el puente Don Luis l. Las crecidas del río amenazan algunos inviernos su pasarela metálica, pero ningún portuense osaría poner en duda la fortaleza de esta torre Eiffel tumbada sobre las aguas del Duero. Esta audacia en hierro se convirtió con el paso del tiempo en el emblema de Oporto. Desde el agua, a bordo de un rabelo que transportaba pipas de vino noble hasta hace apenas medio siglo, se percibe mejor la catarata urbana de la ciudad: torres en la cima, palacios en las laderas verdes, casas marineras rojizas y amarillas cerca del agua, calles de granito, adustos campanarios y torres barrocas por doquier. (…) De regreso al Cais da Ribeira, el viajero se suma a la congregación de hambrientos formada por vecinos, transeúntes y turistas, al asalto de las mesas en los restaurantes que miran al río. (…) En Oporto se deseca el mejor bacalao del mundo, cocinado casi siempre con tanto arte y sabiduría que afirman sus habitantes poseer recetas suficientes para no tener que repetirlas diariamente durante un año. El viajero pide cuando se presenta la ocasión el bacalhau espiritual, un pastel de bacalao sin espinas servido entre dos capas de puré de patatas y zanahoria. Se populariza estos días en la ciudad, con el fin de evitar la invasión de la hamburguesa americana, un viejo plato local portuense, rápido y barato, llamado francesinha: sobre una salsa con especias varias (la receta es un secreto ancestral) se colocan, entre panes y en distintos niveles, filetitos tiernos de ternera a la brasa, queso fundido, embutidos varios y, coronando la torre, un huevo frito. Aquí la gastronomía siempre ha sido asunto de interés público. Con cierto desdén llaman a los portuenses tripeiros porque, afirman los habitantes de las regiones más secas, se alimentaron durante siglos con los despojos de animales cuya carne salada se destinaba a la manutención de los marineros que zarpaban de este puerto al descubrimiento de nuevos mundos. Desde esta costa ponían rumbo las carabelas lusas de panza redonda hacia mares ignotos, enviadas por príncipes, condestables y arzobispos 43


empeñados en ganar la guerra al infiel y conquistar Arzila, Goa y Tombuctú. Así se hizo Oporto, así se fraguó Portugal.

CALLOS A LA MANERA DE OPORTO53 Un día, en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo, me sirvieron el amor como callos fríos. Le dije con delicadeza al misionero de la cocina que los prefería calientes, que los callos(y eran a la manera de Oporto) nunca se comen fríos. Se impacientaron conmigo. Nunca se puede tener razón, ni en un restaurante. No los comí, no pedí otra cosa, pagué la cuenta y me fui a dar una vuelta por la calle. No lo sé yo, y fue a mí a quién sucedió... (Sé muy bien que en la infancia de todo el mundo hubo un jardín particular, o público, o del vecino. Sé muy bien que nuestro jugar era su dueño. Y que la tristeza es de hoy.) Lo sé de sobra, pero si pedí amor, ¿ por qué me trajeron callos a la manera de Oporto fríos? No es plato que se pueda comer frío, pero me lo trajeron frío. No protesté, pero estaba frío. Nunca se puede comer frío, pero llegó frío.

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Versos de Fernando Pessoa, firmando como Álvaro de Campos, en Revista ilustrada de información poética, n. 7-8, 1980, p. 189.

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CRONOLOGÍA 800-500 a.c.

Vestigios de asentamientos protohistóricos en el morro de Pena Ventosa.

500-200 a.c.

Cultura castreña en Oporto y noroeste ibérico.

s. II a.c.-s. I Llegada de los romanos y desarrollo urbanístico. Portus Cale tiene un d.c. importante papel en la calzada que une Olisipo (Lisboa) con Bracara Augusta (Braga). s. V

Invasión de los suevos, con Braga como capital.

584

Los visigodos de Teodorico II conquistan la ciudad.

868

Vimara Peres, vasallo de Alfonso III de Asturias y primer conde de Portucale, expulsa a los moros.

1123

El obispo Dom Hugo concede la carta foral a los habitantes de la ciudad, que impulsa un gran desarrollo del burgo.

1370

Conclusión de la Muralla Fernandina, iniciada durante el reinado de Alfonso IV y terminada con Fernando I

1386

Tratado de Windsor entre portugueses e ingleses, el más antiguo del mundo en vigor. Juan I crea la judería del Olival.

1394

Nace en Oporto Enrique el Navegante, hijo de Juan I y Felipa de Lancaster.

1415

Enrique el Navegante invade Ceuta.

1496

Manuel I decreta la conversión de los judíos.

s. XV-XVI

Las órdenes religiosas siembran la ciudad de iglesias y conventos.

1703

Tratado de Methuen, con el que los portugueses se comprometen a consumir los tejidos ingleses, y en contrapartida, los ingleses, el vino de Portugal.

1725

Nicolau Nasoni, el arquitecto del barroco portuense, llega a la ciudad.

1807

Primera invasión napoleónica dirigida por el general Junot.

1809

Segunda invasión napoleónica al mando del mariscal Soult, que provoca la tragedia del Ponte das Barcas. Batalla del Duero, donde las tropas del general Wellesltey expulsan a los franceses.

1820

Revolución Liberal de Oporto. La primera constitución portuguesa se firma en 1822.

1828-1834

Guerras liberales. Los absolutistas de Miguel I cercan Oporto ante la resistencia de los liberales comandados por Pedro IV de Portugal. La victoria liberal hace que María II proclame la ciudad como “Muy noble, invicta y siempre leal”.

1834

Vila Nova de Gaia se constituye en municipio independiente de Oporto.

1835

A su muerte, Pedro IV dona su corazón a la ciudad de Oporto, que lo conserva

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como reliquia en la iglesia de Lapa. 1842

Golpe de Costa Cabral en Oporto.

1856

Una epidemia de cólera causa estragos en la ciudad.

1891

Primera revolución republicana, el 31 de enero.

1895

Circula el primer tranvía en Oporto y se abre el Porto de Leixôes en Matosinhos.

1899

Epidemia de peste bubónica.

1910

Caída de la monarquía y proclamación de la república.

1917

Apertura de la Avenida de los Aliados tras las reformas de Barry Parker y después del Marqués da Silva, influido por la escuela francesa.

1926

Golpe de estado militar de Gomes da Costa.

1931

El cineasta Manoel de Oliveira graba su primera película, Douro, faina fluvial.

1932

Salazar llega al poder en Portugal.

1955

Portugal se convierte en miembro de pleno derecho de la ONU.

1974

Revolución de los claveles.

1985

Portugal entra en la CEE.

1990

El arquitecto Siza Vieira gana el Pritzker, el nobel de la arquitectura.

1996

El centro histórico de Oporto, el monasterio de la Serra do Pilar y el puente de Luis I son declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

1999

El euro sustituye al escudo.

2001

Oporto es capital europea de la cultura, lo que impulsa grandes obras como la Casa da Música y el metro.

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ITINERARIOS

Primer día Bajo de A Coruña a Oporto, la primera ciudad “extranjera” que conocí de niño. Hace unos días tan luminosos que las fachadas de la Ribeira parecen haber sido pintadas recientemente sobre todo rojas, pero también amarillas y azul intenso, mientras que otras lucen azulejos que les dan más singularidad. Terrazas, tabernas, buenos restaurantes con festines marinos y las ropas tendidas como velas al viento. El río Duero bajo los puentes. El de Luis I, por encima del muelle, de dos pisos y todo de hierro. El de Maria Pia o el de Sâo Joâo, más reciente, fino, etéreo. En el primero, Seyrig interpretó a Eiffel: un sueño largo, un tiovivo, un funambulismo seguro. Unos pilares, junto al Luis I, nos recuerdan que allí estuvo otro anterior a todos éstos, el puente Pênsil, que en 1841 sustituyó al puente de las Barcas. Desde los muelles, desde el Postigo do Carvâo, la única puerta monumental que se conserva de las dieciocho que tenía la muralla fernandina (siglo XIV), observo el Funicular dos Guindais, que sube hasta la rua Augusto Rosa; es decir, que va desde el muelle de la Ribeira al barrio de Batalha. Oporto es dura de caminar, tiene cuestas por doquier. Ahora lo revisito todo. La Casa do Infante, donde supuestamente vino al mundo don Enrique el Navegante y hoy es archivo histórico municipal después de ser casa de la moneda o aduana, el mercado Ferreira Borges, el Palacio de la Bolsa, las iglesias de San Francisco y de San Nicolás, una barroca y la otra de azulejos azules. Aparte de las vistas que se contemplan desde la plaza de la Catedral, lo más interesante para mí de esta fortaleza medieval es el claustro de azulejería. En la plaza de la Libertad me entristece ver el antiguo Café Imperial convertido en un McDonald’s. Sin embargo el Café Majestic resiste y apenas hay sitio para sentarse. Pocas veces he visto colocadas tantas mesas por metro cuadrado. Mejor esto que la comida basura. En la estación de San Bento me encuentro como en casa. Está igual que siempre. Paseo por ella como si lo hiciera, en viajes anteriores, con familiares que ya tomaron el tren sin retorno. Muy cerca, entro en la Capilla de las Almas, un pequeño templo también con fachada de azulejos que reproducen las vidas de San Francisco de Asís y Santa Catalina54.

Firmino reflexionó e intentó tomar aliento. Hubiera querido decir que a él Oporto no le gustaba, que en Oporto se comían sobre todo callos al estilo de Oporto y que a él los callos le provocaban nauseas, que en Oporto hacía un calor muy húmedo, que la pensión que le habían reservado sería sin duda un lugar miserable con el baño en el rellano y que se iba a morir de melancolía55.

54 55

“Donde el amor de perdición”, César Antonio Molina en Todo se arregla caminando, Destino, 2017. La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Antonio Tabucchi, Anagrama, 2012.

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Praça da Batalha El taxi estaba cruzando la Praça da Batalha. Una plaza noble, austera de estilo inglés. La verdad es que Oporto tenía un aire inglés, con sus fachadas victorianas de piedra gris y la gente caminando ordenadamente por la calle56.

Urbanizada en 1861, debe su nombre a la batalla librada, en el siglo X, entre los habitantes de Oporto y las tropas de Almanzor, que terminó con la derrota de los primeros y la destrucción de la ciudad. En el lado sur de la plaza estaba la una de las puertas de la Muralla Fernandina57, demolida en el siglo XVIII, y, junto a ella, la capilla de Nossa Senhora da Batalha. La plaza está dominada por la estatua de Pedro V58, obra del escultor Teixeira Lopes (18371918) en 1862. Realizada en bronce, está sobre un pedestal de mármol en el que aparecen grabados motivos que hacen referencia a la biografía del rey. Destacan también la Igreja de Santo Ildefonso, de estilo barroco y construida entre 1709 y 1739, cuya fachada está decorada con once mil azulejos con escenas de la vida de San Ildefonso y alegorías de la Eucaristía, obra de Jorge Colaça (1931); el palacio de Batalha, hoy hotel perteneciente a la cadena NH, edificado a finales del siglo XVIII por José Anastácio da Silva da Fonseca, que funcionó como oficina Central dos Correios, Telégrafos e Telefones durante gran parte del siglo XX, y el Teatro Nacional Sâo Joâo, construido en 1911 por el arquitecto Marques da Silva, cuya fachada se adorna con cuatro figuras alegóricas de la Bondad, el Dolor, el Odio y el Amor. Este nuevo edificio se levantó para sustituir al primitivo, proyectado por el arquitecto italiano Vicenzo Mazzoneschi en 1796, que fue destruido por un incendio en 1908. 56

La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Antonio Tabucchi, Anagrama, 2012. Así llamada porque terminó de construirse en tiempos del rey Fernando I, aunque las obras habían comenzado en 1336, por orden del rey Alfonso IV, en un momento en que obispos y corona disputaban por la jurisdicción de la ciudad. La muralla tenía un perímetro de dos mil seiscientos metros, encerraba una superficie de 44,5 hectáreas y su altura era de nueve metros. Estaba reforzada con almenas y torres de planta cuadrada que superaban en tres metros y medio la altura de las murallas, excepto las que defendían las puertas de Cimo da Vila y de Olival que las doblaban en altura. Se abrían en ella un total de diecisiete puertas. Durante el siglo XIX, se fueron derribando partes de la muralla para permitir el desarrollo de la ciudad. Los restos fueron declarados Monumento Nacional en 1926 y Patrimonio de la Humanidad, como parte del centro histórico, en 1996. 58 Uno de los reyes más queridos por los portugueses, hijo de la reina María II, nació en el año 1837, y comenzó a reinar en 1851. Murió en 1861, a los 24 años, de fiebres palúdicas. Intentó modernizar el país, y a él se deben la introducción del telégrafo eléctrico, la implantación de la licenciatura en artes, el ferrocarril entre Lisboa y la localidad de Carregado o la fundación de varios hospitales e instituciones de beneficencia pública. 57

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Rua de Cimo de Vila Una de las salidas del burgo medieval, es una de las calles más antiguas de Oporto, con viviendas populares, en su mayoría del siglo XVIII. Aquí está la Igreja da Ordem do Terço, levantada entre 1756 y 1759, en sustitución de un pequeño oratorio en el que se reunían, cada noche, los devotos a rezar el “tercio”, es decir, cinco misterios, del Rosario. De estilo barroco, en su fachada sobresale un óculo ovalado, a modo de gigantesca custodia, con un gran ventanal a cada lado. Junto a ella se edificó, en 1781, el Hospital da Ordem do Terço, aún hoy en funcionamiento. De la tradición comercial de esta calle apenas queda la Casa Crocodilo, fundada en 1948 y especializada en artículos de piel.

Rua Châ También conocida como Rua Châ das Eiras, por ser en origen un terreno llano dedicado a plantíos. En el siglo XIII ya existía y fue una de las zonas más importantes de la ciudad en la Edad Media, con casas-torre y la cárcel de la ciudad.

Calçada de Vandoma Su nombre remite a la puerta de la ciudad medieval que aquí existió, la Porta de Vandoma, donde estaba una imagen de Nossa Senhora de Vandoma, que, según una antigua tradición, fue traída de la ciudad francesa de Vendôme por un grupo de gascones que llegaron a Oporto, en el siglo X, para liberar la ciudad que entonces estaba en manos de los árabes. La imagen que se ve en el escudo de la ciudad alude a esta tradición. La estatua ecuestre que domina este espacio, obra del escultor Barata Feyo, en 1968, está dedicada a Vimara Peres, muerto en Vama en 873. Era hijo de Pedro Theón o Pedro de Pravia, posiblemente hijo del rey Bermudo I de Asturias, y miembro destacado de la curia regia del rey Alfonso III pues aparece, en enero de 867, confirmando un diploma real con otros nobles. Se le identifica con el Pedro que expulsó a los vikingos en 858, bajo el reinado de Ordoño I, según la crónica Albeldense: En su tiempo los normandos, que vinieron por segunda vez, fueron exterminados en la costa de Galicia por el conde Pedro. Aparte de Vimara, Pedro también tuvo otro hijo llamado Hermenegildo Pérez. Alfonso III envió a Vimara a las tierras del sur del Miño con el encargo de reconquistar el valle del Duero para los cristianos, asegurando así la defensa del reino de Asturias. En 868 es nombrado primer conde del condado Portucalense y fue el fundador de Guimarâes.

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Rua de Dom Hugo Muy cerca de la estatua de Vimares está el Chafariz de Sâo Miguel-o-Anjo, mandado hacer por los canónigos de la catedral en el siglo XVIII y atribuido a Nicolás Nasoni, que en esas fechas trabajaba en las obras de la catedral. El Dom Hugo que da nombre a esta antiquísima calle fue el primer obispo de Oporto. De origen francés, fue designado como tal en 1113 por el poderoso obispo Gelmírez de Santiago de Compostela. La condesa Teresa, madre del que sería el primer rey de Portugal, Afonso Henriques, le donó, en 1120, la ciudad y su coto. Tres años después don Hugo concede carta foral en la que los vecinos ven su estatuto reconocido y define las instituciones municipales que los habían de regir. La ciudad de este primer cuarto del siglo XII era pequeña, estaba poco poblada y era necesario hacerla atractiva para atraer población. Por eso, don Hugo redacta un texto que, entre otras cosas, recoge la inviolabilidad de los domicilios y muchas exenciones de impuestos, en un momento de reafirmación del poder eclesiástico frente al real59. Antes de morir, en 1136, aún le dio tiempo a comenzar la construcción de la catedral sobre una antigua ermita y la muralla medieval, que sabemos se superpuso a otra anterior de época romana. Algunos restos de esta antiquísima ocupación se pueden ver en el Arqueositio. Esta calle se llamó también Rua dos Cónegos, debido a la gran cantidad de canónigos que tenían aquí su residencia. Es el caso del edificio que alberga la Casa Museu de Guerra Junqueiro, una construcción setecentista, una vez más atribuida a Nasoni, que fue residencia del Dr. Domingo Barbosa, o el de la Fundación María Isabel Guerra Junqueiro, en la Casa dos Freires de Andrade. Merece la pena asomarse al Arco das Verdades, que toma su nombre de una capilla cercana dedicada a Nossa Senhora das Verdades, y es lo que queda de un acueducto utilizado para llevar agua al Colegio de Sâo Lourenço, de la Compañía de Jesús. Ya al final de la calle, se encuentra el Paço Episcopal, residencia del Obispo de Oporto y centro administrativo de la diócesis. Se trata de un edificio barroco, obra del omnipresente Nicolau Nasoni, que sustituyó a otro, mucho más antiguo, cuyos orígenes se remontaban al siglo XIII, donde estuvo hospedada Filipa de Lencastre cuando llego a Oporto para casarse con Joâo I. El que hoy podemos ver se comenzó a construir en tiempos del obispo Joâo Rafael de Mendonça (1771-1793), que no llegó a verlo terminado. Los frailes agustinos descalzos, que ocupaban la Iglesia de San Lorenzo, hicieron todo lo posible para impedir su construcción pues el palacio, desde su privilegiada posición dominando todo el burgo, dejaba en lugar secundario la fachada de su templo. La edificación sufrió severos daños durante el Cerco do Porto (1832-1833). Tras la proclamación de la República pasó a manos del estado y, entre 1916 y 1957, fue sede de la Câmara Municipal do Porto. 59

En 1517, con el llamado Foral Novo del rey Manuel I, vemos el fenómeno opuesto: es uno de los centenares de forales “novos”, dados entre 1504 y 1522, que buscaban la afirmación del poder real y la unificación administrativa del territorio y se trata de una detalladísima lista de obligaciones tributarias.

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Desde aquí se accede al Terreiro da Sé, una imponente plaza de granito y extraordinario mirador, resultado de una remodelación llevada a cabo entre 1939 y 1940 que destruyó varias manzanas del burgo medieval. El pelourinho, colocado en 1945, no tiene ningún significado histórico. Delante de la catedral, un monumento de piedra recuerda el llamamiento que, el 17 de junio de 1147, el entonces obispo de Oporto, Pedro Pitôes, hizo en nombre del rey Afonso Henriques a un grupo de cruzados franceses, alemanes, ingleses y escandinavos para que lo ayudaran a conquistar Lisboa a los árabes. Los cruzados, que de camino a Tierra Santa habían entrado en el Duero para reparar los destrozos causados en parte de las naves por una tempestad que los había alcanzado en el golfo de Vizcaya y para reabastecerse, aceptaron la propuesta del rey, originándose aquí la reconquista de Lisboa. A la izquierda de la catedral se encuentra la Casa da Câmara, moderno edificio construido en el año 2000 por el arquitecto portuense Fernando Távora que pretende ser un homenaje al poder municipal del viejo burgo. Se levanta sobre las ruinas del primitivo edificio utilizado como sede municipal entre el siglo XV y el XIX. El arquitecto tuvo cuidado de señalar en la fachada la altura original del edificio, cem palmos, unos 22 metros. La catedral es una construcción del siglo XII, cuyas torres evidencian también su carácter defensivo, que fue objeto de sucesivas transformaciones, especialmente durante los siglos XVII y XVIII. En la torre de la derecha están grabados los patrones lineales de los tiempos en que aquí se celebraba el mercado, cuya fiscalización correspondía al obispo. Junto a la catedral está la Casa do Cabido, lugar de reunión de los canónigos, construida entre 1717 y 1722 en sustitución de otro del siglo XVI.

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De Morro da Sé a Praça da Ribeira

Baja a la calle, toma un taxi y pide que le lleven a la Ribeira, a Rua dos Canastreiros. Y allí se abre otro escenario de la alegre y laboriosa ciudad de Oporto, para el que la pluma de este enviado es inadecuada, haría falta un sociólogo, un antropólogo, algo que este periodista obviamente no es. Esta Ribeira, la zona más popular de la ciudad, la gloriosa Ribeira que pertenece a los artesanos, a los toneleros, al pueblo humilde de los siglos pasados, reclinada a orillas del Duero; esta Ribeira, que algunas guías superficiales intentan hacer pasar por el lugar más pintoresco de la ciudad; pues bien, ¿qué es, de verdad, esta Ribeira?60

Desde la Catedral, bajamos la Calçada de D. Pedro Pitôes, que desemboca en el Largo do Dr. Pedro Vitorino, prestigioso arqueólogo portuense. Antiguamente se conocía como Largo do Açougue porque aquí estuvo el matadero desde el siglo XIII hasta el año 1851, en que fue demolido. A la derecha, está la Torre Medieval do Porto o Torre da Cidade, reconstrucción de mediados del siglo XX que nos permite hacernos una idea de cómo eran las casas de las clases más pudientes durante la Edad Media. A la izquierda, adosado al muro que soporta el Terreiro da Sé, vemos el Chafariz de Sâo Sebastiâo o da Rua Escura, por haber estado, en origen, cerca de ella. También es conocida como Fonte do Pelicano y data del siglo XVII. Sigue la Rua de Pena Ventosa, antes llamada Rua dos Palhais, en referencia a la paja con que se hacían las cubiertas de las casas. La calle mantiene el trazado característico de las vías medievales, con las casas del lado derecho adosadas a la muralla medieval o Cerca Velha. Estas calles eran el centro de la vida social cuando Oporto era una ciudad episcopal. Un poco más abajo, en el Largo de Pena Ventosa, funcionó el forno de Pena Ventosa, donde se cocía el pan para toda la ciudad. Al final de la Travessa de Pena Ventosa alcanzamos las Escadas do Colegio, que salvan la escarpada roca que separa el Largo do Colegio de la Catedral. Fueron hechas por los jesuitas que se establecieron aquí en el siglo XVI, a pesar de la oposición de la burguesía mercantil, que temía que sus hijos se apartaran de los negocios atraídos por la vida religiosa. Apoyados por el obispo, comenzaron la construcción del Colegio en 1573. El día de San Lorenzo de 1577, comenzó la construcción de la iglesia, por lo que se convirtió en patrono del Colegio y del templo. Los jesuitas ocuparon las instalaciones hasta su expulsión de Portugal, en 1759. Colegio e Iglesia de San Lorenzo pasaron a manos de la Universidad de Coimbra hasta 1780, año en que se vendió a los agustinos descalzos, más conocidos por Frades Grilos, porque su sede en Lisboa estaba en Rua dos Grilos. Los frailes abandonaron los Grilos, como es

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La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Antonio Tabucchi, Anagrama, 2012.

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popularmente conocido, definitivamente en 1834. En la actualidad está ocupado por el Seminario y el Museu de Arte Sacra. Durante el Cerco do Porto, 1832-1833, el convento fue ocupado por O Batalhão Académico, que formaba parte de las tropas liberales de don Pedro e integrado, entre otros notables, por el escritor Almeida Garret. Éste escribió O Arco de Santana, que narra un episodio de la Crónica de D. Pedro I, de Fernão Lopes. La novela recrea el Oporto medieval, donde los vecinos, pidiendo ayuda al rey se enfrentan a los abusos del obispo, estableciendo Garret un paralelismo entre la ficción y los conflictos políticos y religiosos de su tiempo, especialmente la reacción cabralista que, apoyada por la Iglesia, pretendía acabar con el liberalismo. En la Rua de Santana, antiguamente llamada Rua das Aldas, estaba una de las puertas de la ciudad medieval, la Porta de Santana. Hasta mediados del XIX, se celebraba la fiesta de la patrona, protectora de las embarazadas. Al final de ésta, encontramos la de Bainharia, así llamada porque se concentraban aquí los artesanos que hacían vainas para las espadas. En el siglo XVIII, se llamó de los Violeiros, por ser muchos los luthiers que tenían en ella sus talleres. Desembocamos en la Rua dos Mercadores, que fue, en la Edad Media, eje principal de comunicación entre la zona ribereña y la parte alta del viejo burgo. Fue una de las calles más ricas de la ciudad, con varias casas-torre y otras con fachadas bellamente decoradas. A los lados de la calle se abren, en los muros de los edificios, varios nichos, oratorios y pequeños altares que, antiguamente, guardaban imágenes de santos iluminadas por velas ante los que era costumbre pararse a rezar. Quizás su origen se pueda rastrear en la presencia de “cristianos nuevos”, judíos convertidos al cristianismo a raíz de su expulsión por Manuel I, en 1496. Los judíos conversos fueron obligados a trasladarse de la judería del Olival a la rua dos Mercadores, donde permanecieron hasta 1539 cuando se les autorizó a regresar al Olival. Los cristianos que ocuparon de nuevo el lugar presumían de exhibir públicamente su fe para hacer patente que allí ya no había judíos.

Igreja de Sâo Francisco Perteneció al antiguo Mosteiro dos Frades Mendicantes da Ordem de Sâo Francisco y es el único templo gótico de la ciudad, construido entre 1383 y 1410. Sufrió numerosas remodelaciones, entre ellas la de la fachada que es barroca, aunque sí parece ser original el rosetón. Se cerró al culto tras la extinción de las órdenes religiosas y se utilizó como establo y almacén. Incluso se pensó en derruirla cuando se proyectó la construcción de la Rua de Ferreira Borges. Los cofrades de la Irmandade dos Terceiros de Sâo Francisco pidieron ayuda a la reina Maria II, que entregó la iglesia al cuidado de los hermanos. Es conocida como la “iglesia de oro” debido a la espectacularidad de sus retablos.

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Palácio da Bolsa Está adosado a la Igreja de Sâo Francisco, pues ocupa el lugar del primitivo monasterio, destruido por un incendio en los comienzos de las guerras liberales, según algunos cuentan originado por los propios monjes, que eran miguelistas, antes de huir. La Associaçâo Comercial do Porto, fundada en 1834, solicitó los terrenos, en 1839, a la reina Maria II para construir allí su sede social. Aceptó la reina y la entidad compró los terrenos circundantes para luego cedérselos al municipio con la intención de que se construyera una plaza, la actual Praça do Infante D. Henrique, que realzara el proyectado edificio. La estatua del infante es de 1900, obra del escultor Tomás Costa y en su pedestal vemos dos alegorías: una de los Descubrimientos, representada por una mujer, y otra del triunfo de la navegación portuguesa, representada por una victoria. La edificación del palacio propiamente dicho comenzó en 1842 y fue inaugurado en 1891 por el rey Carlos y la reina Amelia.

Largo de Sâo Domingo Así llamado porque en él estaba el desaparecido Mosteiro de Sâo Domingos, construido en el siglo XIII. Sus restos están hoy ocupados por el Palácio das Artes. Importante centro ciudadano en la Edad Media, en el claustro del monasterio se celebraban las reuniones más importantes de los regidores municipales.

Rua das Flores Iba bajando por Rua das Flores. Era una calle bonita, elegante y popular a la vez. El tono popular lo daban los alféizares con geranios en flor, que quizás fueran el origen de su nombre, y la elegancia, las tiendas de joyeros con riquísimos escaparates61.

Una de las calles más bellas de Oporto, se llamó también Rua de Santa Catarina das Flores. Fue construida entre 1521 y 1525 por iniciativa del rey Manuel I, en terrenos que eran propiedad del obispo o del cabildo, por lo que algunas casas muestran en sus fachadas las marcas de posesión de aquellas entidades: la rueda de cuchillos con que fue martirizada Santa Catalina en las casas de los obispos (números 60, 130,259 y 279) y San Miguel Arcángel en las del cabildo (números 192, 206 y 228). También se la conoció como Rua de Ouro, por la gran cantidad de talleres de orfebrería que en ella había y que se situaban al lado izquierdo de la calle subiendo desde Santo Domingo. Del otro lado quedaban las tiendas de los comerciantes. Destaca la fachada barroca, obra de Nicolau Nasoni, de la Igreja da Santa Casa da Misericórdia do Porto y enfrente, la Casa dos Cunhas Pimentéis. Son muchas las casas de esta calle que 61

La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Antonio Tabucchi, Anagrama, 2012.

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tienen innegable valor arquitectónico: la Casa dos Maias, números 25 a 37, del siglo XVI, con una capilla octogonal en su interior atribuida a Nasoni; la Casa da Companhia, número 69, del siglo XVII, así llamada porque fue sede de la Real Companhia dos Vinhos do Alto Douro, o la Casa dos Constantinos, número 139, edificio de cinco pisos del siglo XVIII. Poco más adelante, a la derecha, está la Rua de Afonso Martins Alho, la más pequeña de Oporto, que lleva el nombre de un rico mercader que, en 1353 y en nombre del rey portugués, firmó en Londres, con Eduardo III, el primer tratado de comercio y pesca entre Portugal e Inglaterra. La Rua das Flores desemboca en la Praça de Almeida Garrett y justo enfrente está la Estaçâo de Sâo Bento, así llamada porque fue construida en el lugar donde se levantaba el Mosteiro de Sâo Bento de Ave-Maria de Freiras Benedictinas. El primer tren llegó a Oporto en 1896 y la estación se levantó entre 1900 y 1915. Los paneles de azulejos que decoran el vestíbulo son obra del pintor Jorge Colaço, se instalaron en 1916 y representan escenas de la vida rural y episodios de la historia de Portugal.

Praça da Liberdade Escenario de la proclamación de la libertad y la República, de protestas, mercados, bailes populares, paradas militares y, en general, de todos los acontecimientos de la ciudad, ocupa un amplio espacio que en origen pertenecía al obispo y se dedicaba al cultivo hortofrutícula, llevando el nombre, a comienzos del siglo XVIII, de Praça das Hortas. En el centro se encuentra la estatua ecuestre de D. Pedro IV, que sostiene en su mano derecha la Constitución que dio a Portugal. Por eso, la plaza se llamó, entre 1820 y 1823, Praça da Constituiçâo. La estatua, de bronce, es obra del escultor francés Anatole Calmels y fue inaugurada en 1866. A cada uno de los lados del basamento hay dos placas que hacen referencia, una, al desembarco de las tropas liberales en la Praia da Arenosa, en Pampelido, Matosinhos, y otra, la entrega a la ciudad de Oporto del corazón del monarca que lo donó a la ciudad poco antes de morir, como símbolo de gratitud por los servicios prestados a la causa liberal y en defensa de su hija, la reina Maria II. Fue ella quien decidió conservarlo en la Igreja da Lapa, por ser allí donde su padre asistía a los oficios religiosos cuando estaba en Oporto. Para ello se construyó un monumental mausoleo en granito, que está a la derecha del altar mayor de esa iglesia. Las cinco llaves que lo abren se guardan en el Ayuntamiento. La Avenida dos Aliados fue inaugurada en 1917, así bautizada en homenaje a los aliados de la Primera Guerra Mundial y su apertura supuso el derribo de los antiguos Paços do Concelho, más o menos en mitad de la plaza actual y sustituidos por un nuevo edificio cuya construcción empezó en 1920, aunque no fue inaugurado hasta 1957.

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Segundo día

La Torre de los Clérigos es otro faro de la ciudad. A mí me sirve de referencia, pero también lo hacía para los barcos que navegaban por el Duero. En la plaza de Gomes Teixeira está la universidad, la iglesia del Carmen, la librería Lello e Irmâo y la Casa Oriental. A los dependientes de la librería, desbordados por los visitantes, que no compradores de libros, les animo a que cobren entrada. Harry Potter no les ha hecho ningún bien y a este paso las multitudes la derrumbarán. (…) El vecino jardín de Joâo Chagas está dedicado a algunos poetas portugueses como, por ejemplo, António Nobre, autor de Só, para Pessoa el libro más triste de la literatura portuguesa, o no sé si incluso universal. Entre los plátanos centenarios, hay también varias esculturas de Jacobo Muñoz y el jardín está flanqueado por tres grandes edificios: el Palacio de Justicia, de aires neorromanos, el Hospital de San Antonio, del siglo XVIII, y la antigua Cadeia da Relaçâo (el tribunal de justicia y prisión), que hoy es el Centro Portugués de Fotografía y cuyo proyecto de rehabilitación se debe a los arquitectos Eduardo Soto Moura y Humberto Vieira. Aquí estuvieron presos Camilo Castelo Branco y Ana Plácido, acusados de adulterio, en unos calabozos que tenían nombres de santos: San Antonio y santa Ana para los hombres, santa Teresa para las mujeres y santa Rita para los menores. La cárcel taller estaba bajo la protección del Senhor de Matosinhos y las cárceles de castigo tenían como patrono a san Víctor. Además, había los salones del Carmo y de San José (para hombres y mujeres), que se distinguían de las celdas porque tenían suelo de madera, pero se pagaba un dinero para quedarse en ellas. Y la sala del tribunal tenía una capilla. Camilo ocupó el cuarto de san Juan (1860), mientras que su amante permaneció en el pabellón de las mujeres. Delante de lo que fue cárcel, y ahora centro cultura, se levanta una gran estatua del escritor portugués62.

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“Donde el amor de perdición”, César Antonio Molina en Todo se arregla caminando, Destino, 2017.

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Jardim Botánico

—Y en el jardín botánico —preguntó Dona Rosa—, ¿qué encontró de interesante?, yo nunca he estado allí, vivo entre estas cuatro paredes. —Un drago centenario —respondió Firmino—, es un árbol tropical enorme, en Portugal hay poquísimos ejemplares, parece que lo plantó Salabert en el diecinueve63.

Dependiente de la Facultad de Ciencias de Oporto y el Instituto de Botánica Dr. Gonçalo Sampaio, se instaló en la Quinta do Campo Alegre en 1951, tras su compra por el estado portugués dos años antes. La Quinta de Campo Alegre había sido adquirida, en 1895, por João Henrique Andresen, rico comerciante de vino de Oporto, de ascendencia danesa y padre de la escritora Sophia de Mello Breyner Andresen. Él restauró los jardines según el gusto romántico imperante en la época. Sophia de Mello habla de la casa en una entrevista64: A casa onde vivi no Porto, em criança, foi sobretudo a casa do Campo Alegre. O jardim foi cortado pela ponte. Arrancaram os plátanos. A casa ainda existe, mas muito desfigurada. O espaço da cozinha era o quarto mais escuro. Tudo era negro de carvão do fogão a lenha: havia pouca luz, e era uma divisão virada a norte. Toda a casa dava uma grande impressão de claridade, excepto precisamente a cozinha. E, depois, havia uma cozinheira que era uma mulher fabulosa. Em primeiro lugar, era uma espantosa65 cozinheira. Não sabia ler nem escrever, mas sabia tudo. Tinha um conhecimento profundo das pessoas e das coisas. Era um oráculo. El jardín de la Quinta de Campo Alegre es el escenario del cuento O rapaz de bronce que Sophia de Mello publicó en 1965: Era uma vez um jardín maravilhoso, cheio de grandes tílias66, bétulas67, carvalhos68, magnólias e plátanos. Havia nele roseirais, jardins de buxo69 e pomares. E ruas muito compridas, entre muros de camélias talhadas. E havia nele uma estufa70 cheia de avencas71 onde cresciam plantas extraordinárias que tinham, atada ao pé, uma placa de metal onde o seu nome estaba escrito em latim. 63

La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Antonio Tabucchi, Anagrama, 2012. En http://purl.pt/19841/1/1920/1920-2.html, consultado el 7-3-2018. 65 Extraordinaria, fabulosa. 66 Tilos 67 Abedules 68 Robles 69 Boj 70 Invernadero 71 Vincas 64

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E havia um grande parque com plátanos altísimos, lagos, grutas e morangos selvagens72. E havia um campo com trigo e papoilas73, e um pinhal onde entre mimosas e pinheiros cresciam urzes74 e fetos75. También frecuentaba la Quinta de Campo Alegre su primo Ruben A., seudónimo de Ruben Alfredo Andresen Leitâo, también escritor, que cuenta esos tiempos en sus memorias: O Mundo à Minha Procura. La finca perdió ocho de sus doce hectáreas con la construcción de nuevos accesos a la ciudad, aunque, como compensación, se le añadió la llamada Quinta dos Burmester, con cerca de dos hectáreas más de arbolado.

Cemitério de Agramonte A mediados del siglo XIX, el consistorio portuense empezó a buscar terrenos para instalar un cementerio que diera servicio a la zona oeste de la ciudad en el barrio de Cedofeita. La búsqueda se tornó urgente debido a la epidemia de cólera que asoló Oporto en 1855. El 17 de julio de ese año, se elige el terreno ocupado por la Quinta de Agramonte, propiedad de la familia Pinto e Sousa. En septiembre se bendice e inaugura el nuevo cementerio. En 1869 se acometen obras de embellecimiento y acondicionamiento del cementerio, superada la urgencia de los primeros tiempos. En 1870, se inicia la construcción de la capilla, obra de Gustavo Gonçalves e Sousa, decorada, ya en 1910, con frescos de estilo bizantino de Silvestro Silvestri. Se inauguró en 1874. El Ayuntamiento consiguió que las hermandades religiosas no reabrieran sus cementerios privados y comenzaran a adquirir terrenos para sus enterramientos y a construir todo tipo de monumentos funerarios, primero la Misericórdia do Porto y después las órdenes terceras del Carmo, de S. Francisco, Trindade, de la Ordem do Terço e Caridade y de la Confraria do Santíssimo Sacramento de Santo Ildefonso. Después fueron varias las familias pudientes e ilustres de Oporto las que fueron construyendo panteones en las que se puede contemplar obras de artistas como José Joaquim Teixeira Lopes y António Teixeira Lopes. En este cementerio está el mausoleo en homenaje a las víctimas del incendio del teatro Baquet. El túmulo está decorado con los restos del teatro, que se quemó durante una función, en 1888.

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Fresas salvajes Amapolas 74 Brezos 75 Helechos 73

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En Agramonte, en un panteón familiar con el número 58, en el cementerio privado de la Ordem Terceira de S. Francisco, reposan también los restos del escritor Julio Dinis. Joaquim Guilherme Gomes Coelho, que ese era su nombre real, nació en Oporto el 14 de noviembre de 1839 y murió el 12 de septiembre de 1871. Fue hijo del médico José Joaquim Gomes Coelho y de Ana Constança Potter Pereira Gomes Coelho, de ascendencia irlandesa que falleció de tuberculosis, cuando el escritor tenía solo seis años. Julio Dinis terminó la carrera de medicina en 1861, ya entonces enfermo también de tuberculosis. Buscando climas más favorables a su enfermedad, vivió durante un tiempo en Ovar, de donde era su padre, y pasó dos temporadas en Madeira. Pero su salud no tenía remedio y murió de tuberculosis, igual que su madre y sus ocho hermanos. Calificado como el más “suave e terno romancista76 português, cronista de afectos puros, paixões simples, prosa limpa.” Su primera novela, Uma familia inglesa: escenas da vida do Porto, fue publicada en 1868 y recrea la vida cotidiana y relaciones de una familia de la alta burguesía portuense dedicada al comercio de vino. Le siguieron As Pupilas do Senhor Reitor, de 1869, y al año siguiente Serões da Província. El año de su fallecimiento, 1871, ve la luz Os Fidalgos da Casa Mourisca y, ya póstumos, se publicaron Inéditos y Esparsos, en dos volúmenes, así como sus Poesias, dadas a imprenta entre 1873 y 1874. Considerado un autor de transición entre el romanticismo y el realismo, la mayor parte de su obra transcurre en escenarios rurales y sus personajes están inspirados en personas de su entorno, por ejemplo, la tía Doroteia, de A Morgadinha dos Canaviais, en su tía Rosa Zagalo, en cuya casa vivió en Ovar, o la Margarida de As Pupilas do Senhor Reitor, que quizás retrate a una Ana Simôes que conoció también en Ovar Julio Dinis utilizó también el seudónimo de Diana de Aveleda, con el que firma Os Novelos da Tia Filomena y el Espólio do Senhor Cipriano, publicados en 1862 y 1863, respectivamente. Fue con este nombre con el que empezó su carrera literaria con pequeñas crónicas en el Diário do Porto. Su obra ha sido adaptada al cine en múltiples ocasiones.

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Novelista

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Jardim do Cordoaria Así llamado porque, entre los siglos XV y XVIII, trabajaron aquí los fabricantes de cuerdas, aunque lleva el nombre de Joâo Chagas, periodista, escritor y político republicano, que sufrió cárcel a causa de sus ideas. La zona se transformó en jardín, en el siglo XIX, diseñado por el paisajista francés Emile David. Los plátanos que bordean el paseo se plantaron en 1860. En 2001, se renovó el espacio por obra del arquitecto Camilo Cortesâo. El jardín tiene algunas esculturas notables como la de Ramalho Ortigâo, obra de Leopoldo de Almeida; el busto de António Nobre, de Tomás Costa; la Flora, un bronce de Teixeira Lopes hijo, homenaje al marqués de Loureiro, y O Rapto de Ganimedes, de A. Fernandes de Sá.

Centro Português de Fotografia Cruzando el Campo dos Mártires da Patria, así llamado en memoria del puñado de liberales ahorcados, en la Praça da Liberdade, por el régimen absolutista de don Miguel en 1829, llegamos a la antigua Cadeia da Relaçâo, hoy Centro Português de Fotografía. El edificio fue construido entre 1765 y 1796, en sustitución de otro anterior que había sido destruido por un incendio en 1630. De sólido granito, su fachada principal da a la Rua de Sâo Bento da Vitória y destacan en ella las alegorías de la Justicia, el Derecho y la Razón. El Tribunal da Relaçâo do Porto fue instituido por Felipe I, II de España. Delante tenía un parque donde los magistrados paseaban para no mezclarse con el pueblo. El Tribunal ocupó este edificio hasta mediados del siglo XX, cuando se trasladó al Palácio da Justiça, inaugurado en 1961.

Igreja e Torre dos Cérigos El conjunto, además de del edificio que se encuentra entre ambas y que sirvió como hospital para clérigos pobres, fue contruido, entre 1732 y 1763, por iniciativa de la Irmandade dos Clérigos Pobres de Nossa Senhora da Misericórdia, Sâo Pedro ad Víncula e Sâo Felipe de Nery, más conocida como Confraria dos Clérigos. El emplazamiento elegido era conocido por Sítio da Cruz da Cossoa o Campo das Malvas, y era el lugar donde se enterraban los que eran ajusticiados en la horca. El autor de la monumental obra fue el arquitecto italiano Nicolau Nasoni, que supo sacar partido de las pésimas condiciones del terreno, largo y estrecho. Esto se puede ver muy bien si observamos la iglesia desde el comienzo de la Rua do Conde Vizela. En el interior destacan su infrecuente planta ovalada y el retablo de la capilla mayor, de mármoles de cuatro colores con las imágenes de San Pedro y San Pablo en jaspe. Nicolau Nasoni fue enterrado en la iglesia, pero hasta hoy nadie ha podido localizar sus restos mortales. Iglesia, torre y hospital constituyen uno de las mejores y más bellas muestras del barroco, no ya de la ciudad, sino del país entero. Nasoni había proyectado, como era usual, dos torres, una a cada lado de la fachada de la iglesia, pero la estrechez del terreno lo obligó a cambiar de planes y terminó por construir una sola torre, que se convirtió en seña de identidad de Oporto. 61


En la fecha de su construcción fue reconocida como el monumento más alto de Portugal, superando también, según algunos cronistas, a las famoses torres de Hamburgo y de Notre Dame. Tiene 75,6 metros de altura y desde ella se contempla un impresionante panorama de Oporto y sus alrededores. A lo largo de sus 250 años de existencia prestó muchos servicios a la población, especialmente a los comerciantes. La Associaçâo Comercial do Porto, tras un acuerdo con los frailes, colocaba un mástil con dos banderas para avisar de la llegada de los barcos en los que se llegaban sus encargos y mercancías. Por su altura, era vista se veía desde alta mar a una gran distancia, por lo que servía como faro y guía a los barcos que se dirigían al puerto del Duero. También se usó como reloj, gracias a un mecanismo que fue instalado en la parte más alta de la torre. Cuando el sol del mediodía incidía sobre una lente, quemaba un hilo que desprendía un gatillo que hacía detonar un revólver. La explosión se escuchaba en toda la ciudad, que comprendía que era llegada la hora del almuerzo. La torre se utilizó también con fines publicitarios. En 1917, dos gallegos, José y Miguel Puertollano la escalaron y, allí sentados, tomaron té para publicitar una conocida marca de galletas de la época. La hazaña fue filmada por Raúl Caldevilla77 y fue el primer anuncio que se hizo en Portugal.

Rua dos Carmelitas Debe su nombre al antiguo convento que allí existía de religiosas Carmelitas Descalças da Invocaçâo de Sâo José e Santa Teresa. Aquí se encuentra la famosa Livraria Lello, inaugurada en 1906.

Praça de Gomes Teixeira Dedicada al matemático Gomes Teixeira, es popularmente conocida como Praça dos Leôes, por la fuente ornamental que hay en su centro. La fuente se construyó, en 1887, por exigencias de la instalación de la red de abastecimiento de agua a los domicilios. Destaca en ella también el edificio de la Reitoria da Universidade do Porto, que comenzó a levantarse en 1807, según planos del ingeniero Carlos Cruz Amarante, donde estaba, desde 1651, el Colegio dos Órfâos. Fue sede de la Academia de Marinha e Comércio, origen de la Academia Politécnica. Desde 1911, está ocupado por la Universidad de Oporto y el Museu de História Natural. Enfrente, al otro lado de la plaza, se puede ver un conjunto de edificios comerciales, en los que destaca el de Armazéns Cunhas (1933-1936), cuya fachada, influida por el art decó, recuerda a la de un teatro.

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Se puede ver en https://www.youtube.com/watch?v=PWjqTwsGFD8, consultado el 13-3-2018.

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Igreja dos Carmelitas e Igreja do Carmo Estas dos iglesias, separadas apenas por una verja que da entrada al edificio más estrecho de Oporto, están ligadas al culto de Nossa Senhora do Carmo. La de la izquierda, formaba parte del Mosteiro dos Carmelitas Descalços y fue construida entre 1619 y 1628. A la derecha, la Igreja do Carmo, ejemplo del barroco portuense en cuya fachada colaboró Nicolau Nasoni. En 1912, sus paredes exteriores se revistieron con azulejos del italiano Silvestre Silvestri.

Praça da Parada Leitâo Dedicada a Parada Leitâo, profesor de física que luchó con los liberales durante el cerco de Oporto. Aquí se encuentra uno de los más típicos cafés de Oporto, el Âncora D’Ouro, más conocido como Piolho.

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AMARANTE

“Casa Grande” y “La guarida del lobo manso”, en Viaje a Portugal, José Saramago, Alfaguara, 1995, p. 42-44 (…) Ahora está el viajero entrando en Amarante, ciudad que parece italiana o española, el puente y las casas que en la orilla izquierda del Támega se inclinan, el balcón de los reyes vuelto hacia la plaza, y este hotel modernísimo cuyos miradores traseros dan al río, donde a esta hora del atardecer se lanza una neblina, tal vez sólo polvareda de agua precipitada en los rápidos, rumor que poblará los sueños del viajero para felicidad suya. Pero, antes, cenará en el Zé da Calçada, con provecho y gusto. Y al atravesar el puente, no echará otro sermón, sino que pensará: “Lo que habrá visto este”. Más habría visto el que en este lugar existió, construido en el siglo XIII por el San Gonzalo78 de aquí y pueblos de Ribatámega. Buenos tiempos aquellos en los que el santo llevaba la argamasa al albañil y quedaba muy agradecido. (…)

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San Gonzalo de Amarante es el patrón de la localidad y se festeja dos veces al año: el 10 de enero, fecha de su fallecimiento, y el primer fin de semana de junio. Nació en Tagilde, cerca de Guimarâes, en 1187, en el seno de una familia noble. Hizo la carrera eclesiástica, fue canónigo de la Colegiata de Guimarâes y peregrinó durante catorce años en Roma y Tierra Santa. A su regreso, decide dejar la vida parroquial e ingresa en la orden de los dominicos. Decidido a llevar una vida de oración y entrega a los demás se retira al valle del Támega y se instala en una ermita casi derruida, dedicada a Nossa Senhora da Assunção, junto a un río y cerca de un puente que ya no se usaba. Junto a otro fraile, Lourenço Mendes, recorre la región ejerciendo su ministerio y ayudando y protegiendo a los más desfavorecidos. Percatándose de lo peligroso del estado del puente, especialmente cuando el río bajaba con más caudal, se decidió a reparar o reedificar del viejo puente romano, en torno a 1250. Bajo su dirección, toda la población contribuyó, los más pudientes con dinero y los menos ricos con su trabajo. El puente medieval de Amarante estuvo en pie hasta 1763, cuando fue destruido por una riada. San Gonzalo de Amarante murió el 10 de enero de 1259 y pronto su tumba, en la misma ermita donde vivió, se convirtió en lugar de peregrinación. Es Joâo III quien, en 1540, manda construir, en el lugar del viejo edificio medieval, un convento que entrega a los dominicos. En 1651, Gonzalo de Amarante fue beatificado por el papa Pio IV, pero no llegó a ser santificado.

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La primera visita es al Museo Albano Sardoeira, donde hay algunas piezas arqueológicas de interés, unas tablas quinientistas que merecen atención, pero, por encima de eso y de lo demás, están los Amadeu, soberbias telas del período 1909-1918 con un oficio que se muestra en el esplendor de la última pincelada, como si el pintor, acabada la obra, hubiera salido a toda prisa para su casa de Manhufe, donde lo estaba esperando la vendimia. Tiene además el museo unos Eloi, unos Dacosta, unos Cargaleiro, pero es Amadeu de Sousa Cardoso lo que atrae la atención demorada del viajero, que contempla aquella prodigiosa materia, suculenta pintura que se desquita del exotismo orientalista y medievalizante de los dibujos que, en reproducción reducida, ha comprado el viajero humildemente. Está visto que la paciencia es una gran virtud. Dígalo, si no, San Gonzalo, que en el siglo XIII construyó el puente anterior a este y tuvo que esperar cinco siglos para que le dejaran lugar en una tumba en la que no está, pero donde no faltan las ofrendas. El viajero dice esto con cierto aire de broma, manera conocida de compensar el susto que pasó cuando, al entrar en una capilla de teco bajísimo, dio con la gran estatua yacente, coloreada como de persona viva. Estaba el lugar medio a oscuras y el susto fue de muerte. Están pulidos los pies del milagroso santo con las caricias y tocamientos que le hacen y con los besos que en ellos depositan las bocas que vienen a implorar mercedes. Es de suponer que las peticiones serán satisfechas, pues no faltan las ofrendas, piernas, brazos, cabezas de cera, equilibradas sobre el túmulo, cierto es que huecas, que los tiempos son malos y es cara la cera maciza, y bien se ve que ésta es adulterada. Se salva la fe, que es mucha, en este San Gonzalo de Amarante que tiene reputación de casar a las viejas con la misma facilidad con que lo hace San Antonio, que por casamentero pasó a la historia. El viajero recorre la iglesia y el claustro de lo que fue el convento, y, en su corazón, empieza a amar a Amarante, sabiendo que es ya un amor para siempre. No lo afligen los tres malos reyes portugueses que en el mirador están, y el otro, español, peor que todos: don Joâo III, don Sebastián y don Enrique, el cardenal, y el primero de los Felipes españoles. Amarante es tan graciosa ciudad que se le perdona el pervertido gusto histórico. En fin, ahí están estos reyes, porque fue durante sus reinados cuando se hizo la construcción. Razón suficiente.

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“El cartujo de Amarante”, César Antonio Molina en Esperando los años que no vuelven, Destino, 2007, p. 138-140

(…) A la hora de comer, y con la diferencia de una hora a nuestro favor, llegamos a Amarante. El mariscal Soult, que entró en A Coruña tras la muerte de Moore, luchó aquí contra la columna de Beresford, que subía por Portugal para unirse con el resto de las tropas británicas. Dejamos el coche a la entrada de la población y bordeamos el río Támega hasta llegar junto a los pilares del gran puente de San Gonzalo que defendió el general Silveira contra los napoleónicos militares Loison y Delaborde. Unas escaleras nos ascienden hasta el nivel de la ciudad. Y lo primero que nos encontramos en una plaza es con la estatua de Teixeira. Esta sentado con las piernas cruzadas y en actitud de pensador. Detrás se encuentra el museo de Amadeo de Souza Cardoso, uno de los más grandes pintores de la vanguardia histórica portuguesa, junto con Almada Negreiros y el malogrado Santa Rita Pintor. Amarante está entre las Terras de Basto, Tras-os-Montes y las del Duero. Hemos rozado las sierras del Marâo y la Aboboreira entre bosques y campos repletos de viñedos. Por aquí pasa el camino de Santiago rodeado de iglesias románicas y monasterios como el de Travanca. Grandes vinos dio esta tierra y escritores y artistas como, además de los ya mencionados, Agustina Bessa Luis. Comemos en un restaurante en la plaza de la República y vemos luego la iglesia de San Gonzalo de Amarante, el muy venerado santo local cuyo mausoleo está dentro del recinto, bajo una capilla junto al altar. Uno tras otro los feligreses besan el rostro de la estatua yacente, que ha perdido todo color. Amadeo estudió en el Liceo que alijaban las instalaciones conventuales pertenecientes a la iglesia de San Gonzalo, donde hoy está el museo. La mansión de los padres, donde nació y murió a la jovencísima edad de treinta años, estaba a pocos kilómetros de Amarante, en Manhufe. Era una familia rica —como la de Teixeira— de propietarios de viñas. Amadeo vino al mundo en 1887 y desapareció en 1916. Fue en París, en 1906, cuando nació al arte pictórico. Llegó a la capital francesa en las mismas fechas que lo hicieron sus amigos Juan Gris, Severini o Modigliani. También se relacionó con escritores como Max Jacob y el matrimonio Delaunay, que se refugiaron en Portugal durante la primera guerra mundial. Participó en múltiples exposiciones y en la Armony Show (1913), una muestra itinerante del mejor arte europeo de vanguardia exhibida en Nueva York, Chicago y Boston. No tuvo la misma recepción en su patria a pesar del apoyo de Manuel Laranjeira, el médico e intelectual suicida a quien tanto respetó Unamuno. Fernando Pessoa, Almada Negreiros o Santa Rita Pintor lo jalearon, así como las revistas manejadas por ellos: Orpheu y Portugal Futurista, refugio de “poetas paranoicos” y pintores que defienden la “inmoralidad esteticista”, según un crítico reaccionario de la época. La exposición que hizo en Oporto y Lisboa bajo el título de “Abstraccionismo” provocó una gran reacción en contra a su regreso a Portugal, en 1914, poco antes de fallecer. Sólo Pessoa y Almada salieron en su defensa proclamándolo “el más célebre pintor avanzado portugués”. Y en verdad lo fue: un puente entre la anquilosada pintura tradicional realista lusitana y las nuevas tendencias expresivas internacionales. Amadeo ensayó de todo un poco. Desde el art nouveau hasta la abstracción, pasando por el futurismo, el expresionismo, el cubismo… En Portugal a la vanguardia se la denominó modernismo y Amadeo fue el mayor modernista portugués. Moría justo al cumplir, brillantemente, esa etapa de aprendizaje, cuando su estilo estaba a punto de fructificar. En este museo Amadeo sólo tiene una gran sala y compartiendo el resto con otros pintores, escultores e instaladores variopintos. En esta pequeña colección podemos admirar la evolución de su pintura y deslumbrarnos con el color de algunas piezas significativas como: 67


Capilla de la montaña (1919), Luto cabeza boquilla (1914-1915), Crimen abismo azul, remordimiento físico (1915) o Música sorda (1915-1916), casi todas ellas cedidas por la familia del artista. Mário Claudio79 le dedicó la novela Amadeo. (…)

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Mário Cláudio (Oporto, 1941) seudónimo del escritor Rui Manuel Pinto Barbot Costa.

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PAISANAJES

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ALMEIDA GARRETT (1799-1854)

Por favor, nâo me chamen “Garré”. Se o meu apelido tem dois tês, leiam ao menos um deles.

“Rostros de Almeida Garrett”, Martín López-Vega, prólogo de su traducción de Viajes por mi tierra, Pre-Textos, 2004

Decía un humorista inglés que la humanidad se divide en dos mitades; la de quienes dividen la humanidad en dos mitades y la de quienes no. Seamos por una vez de los primeros y aceptemos que hay dos clases de escritores, a saber: aquellos a los que, vistos en la cercanía del día o en la lejanía delas centurias, sólo es posible reconocer en su obra; y esos otros en los que la tarea de escritor es una más entre otras muchas. Almeida Garrett, el dandi que dictaba la moda del Chiado, el hombre galante que engatusaba a las mujeres del siglo, a las que dedicó un periódico "sin política", O Toucador (El Tocador), a quien Agustina Bessa-Luís dedicó una obra teatral titulada El eremita del Chiado, fue también un intelectual sin el que no sería posible comprender las transformaciones sociales, ideológicas y políticas que se dan en el Portugal del siglo XIX y uno de los promotores de la aparición y desarrollo de la literatura romántica lusa, modernez que compaginó, sin contradicción, con el hecho de ser el primero en ponerse a la tarea de recoger la literatura oral de su país en el justamente célebre Romanceiro. Es posible que sus enredos galantes y sus ajetreos políticos, que incluyeron más de un exilio, le impidiesen dejar una obra más importante. El poeta Afonso Lopes Vieira, uno de los grandes admiradores de Garrett, afirma, no sin algo de razón, aunque no con entera justicia, que fue "genial, pero mucho más por lo que descubrió y señaló que por lo que finalmente hizo". Almeida Garrett fue un "poeta ciudadano" que supo, en medio de aquel camino que salía del Siglo de las Luces y llegaba al romanticismo, quedarse en medio, con un pie a cada lado del abismo temporal, y unir lo mejor de un lado con lo mejor del otro para crear una obra singular como pocas, irónica con las novedades que él mismo importaba y respetuosa con las tradiciones que nadie como él conocía. Fue Almeida Garrett quien abrió Portugal al espíritu europeo. De él escribió el otras veces furibundo Ramalho Ortigâo de las Farpas: "Garrett aparece como un mensajero del nuevo espíritu europeo. Fue él quien, con sombrero blanco, pantalones a cuadros, corbata roja, monóculo, un cigarro en los labios y una fusta en el puño, azotó las orejas del viejo mundo portugués y lo obligó a abrir la primera botella de champán. Nosotros no éramos más que unos pobres vejetes, chochos, insignificantes. Fue el primero que, por medio de sus libros, echó en nuestros vasos y nos hizo beber el vino de la juventud. Y una vez reconfortados por ese generoso licor de poesía aprendimos a estimar la belleza, a amar la libertad, a comprender las artes y a desear el progreso".

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Garrett introdujo el romanticismo en Portugal, pero no se dejó deslumbrar por el nuevo estilo, y en su memoria estaban también los que luego serían llamados pre-románticos portugueses, Tomás António Gonzaga, José Anastácio da Cunha, Filinto Elísio, Bocage, la marquesa de Alorna... En esto no deja de recordarnos a aquel Sá de Miranda, que, introductor en Portugal del petrarquismo y de las nuevas formas métricas, escribió hasta el final de su vida lo que llamó trovas à maneira antiga, demostrando que se puede ser a la vez antiguo y moderno, porque, bien entendidas, ambas cosas son la misma. Tradicionalmente los estudiosos portugueses han venido aceptando como fecha de introducción del romanticismo en Portugal la de 1825, cuando se publicó en París, de forma anónima, el poema Camôes de Garrett. Junto a Garrett, el otro gran introductor del nuevo estilo sería Alexandre Herculano (1810-1877), primer recopilador de las leyendas tradicionales en prosa. Camilo Castelo Branco (1825-1890) es, por su parte, quien llevará el nuevo estilo a su punto más alto con la publicación, en 1861, de la novela Amor de perdiçâo. El romanticismo portugués muestra, sin embargo y desde muy temprano, características de "contrarromanticismo", como señaló muy atinadamente Jorge de Sena y como resulta evidente en las páginas de estos Viajes por mi tierra, sembradas de ironía garrettiana contra el nuevo estilo que él mismo introduce de forma, eso sí, muy peculiar: no con un libro de viajes exóticos, como exigiría la moda romántica, sino con uno de trayectos de cercanías. Ya en su prólogo a la primera edición del Camôes escribía Garrett que él no era ni clásico ni romántico, y afirmaba no poco engoladamente que “la índole de este poema es absolutamente nueva, y no tuve adónde arrimarme ni norte que seguir, por mares nunca antes navegados”. Joâo Baptista da Silva Leitâo, que tal era el verdadero nombre de Almeida Garrett (apellidos buscados en el tronco familiar durante su etapa de estudiante en Coimbra para evitar el Leitâo, "Lechón", al que debió el sobrenombre de Bacorinho, " Cochinillo"), nació en Oporto en 1799, en el seno de una familia burguesa "rica en todas las virtudes religiosas y civiles", como él mismo recuerda en un escrito autobiográfico. Pasó la infancia entre Oporto y las quintas familiares de Castelo y Sardâo, y la adolescencia en la isla Terceira, en las Azores, donde se instala en 1809, cuando el ejército francés mandado por Soult amenaza Oporto. Allí recibe la educación de un tío paterno, fray Alexandre, obispo de Angra, que había sido poeta arcádico y a quien recordará como "verdadero maestro, educador y segundo padre" hasta que en 1816 ingresa en la Universidad de Coimbra, contrariando los deseos de su familia, que deseaba que siguiera una carrera eclesiástica, pero con la comprensión, paradójicamente, de su tío el obispo80. Ya en Angra había iniciado sus tentativas literarias: comenzó una epopeya, escribió algunas odas y algunos fragmentos trágicos. En Oporto escuchaba los romances que cantaban las dos criadas de la familia, experiencia que daría más tarde sus frutos: Garrett sería el primer portugués preocupado por la recolección del patrimonio cultural del pueblo, decidiéndose a organizar el Romanceiro. La Coimbra de aquellos años veinte no era lo que se dice feliz, sino turbulenta a más no poder. Joâo VI estaba en Brasil y el inglés Beresford era quien dominaba el país, mientras las ideas liberales y jacobinas agitaban a la juventud académica. Garrett, estudiante de derecho, se 80

Almeida Garret alude a sus días de estudiante en Coimbra en O Arco de Sant’Ana: Deixa-lo ir seu camino, o senhor estudante: camino que eu fiz tantas vezes, em muito menos generosas cabalgaduras e me mais moderada andadura, quando, morto de saudades pelo meu pátrio Douro, ia choitando no proverbial macho de arriero para as doces margens do Mondego que tento praguejava este ingrato coraçâo, como se em toda a minha vida neste mundo eu houvesse nunca de ter días mais felices do que tantos, tantos que ali passei na inocente e descuidada seguridade da vida de estudante.

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convierte en caudillo del clan liberal y lucha por extirpar los cánceres de la sociedad portuguesa de entonces, como testimonian sus escritos de la época. Pero esta lucha por la mejora de la sociedad no es incompatible con la bohemia, y frecuenta tanto a los masones como a los taberneros y a las jóvenes de mejor o peor vivir. Se sabe que colaboró en la preparación del pronunciamiento ventista, y que participó activamente en el teatro estudiantil que propagaba los ideales "filosóficos", mientras amaba, al menos en verso, a Análias y Lílias... Tras el triunfo liberal pasa a ocupar distintos cargos públicos que le permiten empeñarse en la defensa del nuevo régimen, pero no se libra de la persecución de los sectores reaccionarios. Acaba el curso con notas mediocres y sufre un proceso por atentado a la libertad de prensa, tras la aparición de un poema suyo titulado El retrato de Venus, que se considera que atenta contra la fe cristiana y las buenas costumbres (Garrett saldría airoso del juicio). Además de ese poema, de esa época datan también un breve Ensayo sobre la historia de la pintura, algunas tragedias y multitud de poemas que irán a parar, andados los años, a la Lírica de Joâo Mínimo. En 1822 se casa, según cuentan las crónicas, por amor, con Luísa Midosi, único evento feliz en un entorno en que a la inoperancia del gobierno constitucional va sumándose el progreso de la reacción capitaneada por el infante don Miguel. El triunfo absolutista de Vila Franca (1823) y de Abril (1824) le obliga al exilio. De 1823 a 1826 encontramos a Garrett en Inglaterra y Francia. Sin dejar de preocuparse en ningún momento por la situación de su país, se centra en la creación literaria, y publica en París dos de sus obras más importantes, los patrióticos y desalentados poemas Camôes (1825) y Dona Branca (1826). Pese a lo doloroso del exilio, la experiencia le servirá para completar su formación. En Inglaterra entra en contacto con el movimiento romántico inglés, lee a Byron y a Walter Scott, y gracias a ellos se contagia del nuevo espíritu nacido en Alemania, triunfante en Inglaterra y recién llegado a Francia. Es en ese momento cuando comienza a mezclar las viejas normas de su formación clásica con las nuevas formas de expresión en boga. Muerto el rey don Joâo VI, en 1826, su primogénito, don Pedro, concede una moderada Carta Constitucional que permitirá, entre otras cosas, el regreso de Garrett a Lisboa, donde defenderá decididamente el nuevo régimen en un intento por equilibrar las fuerzas que se enfrentan en el país. En 1826 escribe una Carta de guía para electores. En 1827 promueve la aparición de O cronista, atrevido "Semanario de política, literatura, ciencia y arte" que sale casi enteramente de su pluma. No tardará en ser víctima de la censura, en medio de las luchas políticas favorecidas por la ambigüedad de la Carta Constitucional. Don Pedro (convertido en emperador del recién independiente Brasil) abdica en su hija doña Maria II. Ante la inminencia de un nuevo triunfo miguelista, Garrett toma de nuevo el camino del exilio, después de pasar tres meses en prisión. Vuelve a Inglaterra, pero ahora, ya conocido escritor y hombre público, se mueve en la órbita de los exiliados ilustres. En 1829 recoge su poesía de adolescencia en la ya citada Lírica de Joâo Mínimo. En 1831 Garrett se incorpora a la expedición militar preparada por don Pedro (que renuncia al trono de Brasil) para combatir el régimen absolutista instalado en Portugal, y en julio de 1832 llega a Mindelo. Tanto en la isla Terceira, donde las tropas constitucionales habían permanecido algún tiempo, como en Oporto, tras el desembarco, colabora activamente en la reorganización del país, trabajando junto a Mouzinho da Silveira en la preparación de las reformas radicales destinadas a cambiar la estructura socioeconómica del viejo Portugal. 73


Sin embargo, no es fácil el camino que le espera. Su empeño en conseguir reformas efectivas hace que le aparten mediante una misión diplomática que le lleva de nuevo a París y Londres. A su regreso, casi un año después, descubre que el estado de discordia triunfa entre los liberales, entregados, tras la victoria constitucional de 1834, a la ambición desenfrenada. En 1834 será apartado de nuevo, esta vez destinado a Bruselas. Cuando regresa a Lisboa, a pesar del cansancio de las luchas continuas, pelea por un lugar en el Parlamento y crea un nuevo periódico, O Português Constitucional, que ayuda a preparar a la opinión pública para la llamada Revolución de Septiembre, en 1836, que lleva al poder a amigos de Garrett. El periódico defendía una libertad "con leyes, sin anarquía, sin inmoralidad, con religión, con reformas, con economía”, como se lee en el editorial que presenta el periódico en su primer número, obra de Garrett. Ese triunfo setembrista es visto, con todo, con cierto recelo por Garrett, sobre todo cuando se proclama de nuevo la Constitución de 1822. Garrett colabora, de todas formas, con la campaña de educación nacional, y se involucra sobre todo en el desarrollo de un teatro portugués. En 1841, sin embargo, pasará a la oposición, enfrentado al cariz autoritarista y reaccionario que tomaba el gobierno. A principios de 1842 un movimiento revolucionario encabezado por Costa Cabral proclama de nuevo la vieja constitución que deroga la de 1838. Durante el periodo de vigencia del "cabralismo" la voz de Garrett será una de las que más enérgicamente se opongan al gobierno. Pocas dudas caben sobre el talante democrático de Garrett. En una conferencia en el Conservatorio Real de Lisboa en 1843 afirmaba que "éste es un siglo democrático; todo lo que haya de hacerse se hará por el pueblo y con el pueblo, o no se hará. Los príncipes dejaron de ser, ni pueden ya ser, Augustos. Los poetas se hicieron ciudadanos, tomaron parte en la cosa pública como suya”. En las obras que publica en esos años, entre ellas algunas de la importancia de Fray Luis de Sousa (1843), O Arco de Sant'Ana (1845) o Viajes por mi tierra (que aparece en 1843 en revista y en 1846 en volumen), intenta despertar el espíritu nacional que se iba perdiendo entre el oportunismo y el sectarismo. Acaba por alejarse de la vida pública, y en 1849, aquejado de mal de amores (de amores lo supo todo, de sus bienes y de sus males), se recluye en la casa de Alexandre Herculano en Ajuda, deja a un lado el mundo de la política y se dedica a cultivar la vida de los salones lisboetas. Sólo reaparecerá con el triunfo de la Regeneraçâo, movimiento militar encabezado por Saldanha que derroca a Costa Cabral y busca el progreso material del país. Garrett es llamado a desempeñar nuevas tareas políticas y en 1852 pasa a ocupar la cartera de ministro de Asuntos Exteriores. Sin embargo, es obligado a dimitir por disensiones con el gobierno. A pesar de ello sigue presentando en el Parlamento proyectos reformistas. Morirá el 9 de diciembre de 1854, a las seis y veinticinco de la tarde, según su biógrafo, Francisco Gomes de Amorim, víctima de un cáncer hepático, poco después de publicar su más emblemático libro de poemas, Folhas caídas, reflejo de sus últimos amores con una joven española casada con un oficial del ejército, y mientras trabajaba en la novela Helena, que no pudo terminar81. Sí había terminado, meses antes, su último poema, fechado el 3 de agosto de 1953, que comienza diciendo: "Le dije a Dios: ¿qué importa, / Señor, a tu gloria / que sobre mí se cierre la eterna puerta / del sepulcro, y no quede más memoria / de este gusano de un día en la tierra que lo acoge?"

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La obra Almeida Garrett está disponible, en portugués, por la Biblioteca Nacional de Portugal: http://purl.pt/96/1/obras/index.html, consultado el 1 de marzo de 2018.

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ABILIO GUERRA JUNQUEIRO (1850-1923)

Os políticos consideram-me um poeta; os poetas, um político; os católicos julgam-me um ímpio; os ateus, um crente.

Guerra Junqueiro, la voz poética del Portugal republicano82

(…) Abílio Manuel Guerra Junqueiro nació en la parroquia de Ligares, en Freixo de Espada à Cinta, el 15 de septiembre de 1850. Huérfano de madre, Ana Guerra, a los tres años, creció en el seno de una familia pudiente, cuyo padre, José António Junqueiro, era un acomodado agricultor y comerciante. En 1866 se instaló en Coimbra para seguir estudios de Teología, pero no tenía suficiente vocación y los abandonó para cursar los de Derecho, que terminó en 1873. Comenzó a trabajar en la función pública, como secretario del gobierno civil, primero en Viana do Casteloy luego en Angra de Heroísmo, entre otros. Como consecuencia del Ultimatum británico de 1890, al que expresa su rechazo en Finis Patriae, abrazó la causa republicana. Mientras tanto, desarrolló su carrera literaria, se ocupó de la administración de la finca familiar del Duero y coleccionó innumerables obras de arte. Guerra Junqueiro empezó a escribir muy pronto. Aún en Coimbra, publicó Lira dos Catorze Anos, Vitória de França (1870, reeditado en 1873) y escribió O Aristarco Português y Baptismo de Amor. En Oporto contó con el apoyó de las importantes editoriales Casa Chardron y Casa Moré. Atento a la realidad internacional, poco después de la proclamación de la primera república en España, en 1873, escribió À Espanha Livre. Elogiado públicamente por los prestigiosos Camilo Castelo Branco y Oliveira Martins por su poema “A Morte de D. João” (1874), empezó a colaborar con diferentes revistas de arte y literatura, como Renascença (1878-79), Branco e Negro (1896-98), Serões (1901-11), Azulejos (1907-09), A Republica Portugueza (1910-11), y Atlantida (1915-20). También colaboró en Gazeta do Dia, donde escribía crónicas satíricas con el periodista Guilherme de Azevedo, firmando como Gil Vaz. En 1876, ambos y bajo ese mismo seudónimo publicaron la comedia satírica Viagem à Roda da Parvónia. En esta época se traslada a vivir a Lisboa, donde empieza a colaborar en prensa política A Lanterna Mágica (1879-85) y O António Maria (1891-98). Allí conoció y trabajó junto al ilustrador Rafael Bordalo Pinheiro83. No olvidó la narración, escribiendo Crime (1875) y sátiras. Gran parte de su obra poética esta reunida en el volumen A Musa em Férias (1879). 82

Traducción libre y resumida de https://www.comunidadeculturaearte.com/guerra-junqueiro-a-vozpoetica-do-portugal-republicano/, consultado el 12-3-2018. 83 Raphael Augusto Bordallo Pinheiro (1846-1905), dibujante e ilustrador, con una importante obra dispersa en libros y publicaciones periódicas, su nombre está unido a la caricatura, de la que fue un gran

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Se trasladó a París para curar una dolencia gástrica y allí escribió artículos de actualidad científica para el periódico Revue. Aquí entró en contacto con la obra de Víctor Hugo, con quien fue frecuentemente comparado, con los versos de Baudelaire, con la filosofía de Jules Michelet y el anarquismo de Pierre-Joseph Proudhon. A su regreso a Oporto traía con él A Velhice do Padre Eterno, una crítica a la iglesia que fue objeto de un duro ataque por los sectores más conservadores. En lo que se refiere a su vida personal y familiar, se casó, en 1880 con Filomena Augusta da Silva Neves, a la que había conocido en su época en Viana do Castelo, con la que tuvo dos hijas, Maria Isabel (1880) y Júlia (1881). En 1889, murió su esposa. Hacia 1883 empieza la construcción, en Barca de Alva, de la Quinta da Batoca, donde pasaba largas temporadas y donde combatió sin tregua la filoxera que amenazaba toda la uva del Duero. En 1911, un año después de la proclamación de la República, es enviado a Suiza como miembro del cuerpo diplomático donde permaneció cuatro años. A su regreso, a comienzos de 1914, se aparta de la vida política y se centra en la escritura. Murió, en Lisboa, el 7 de julio de 1923 y fue enterrado en el Monasterio de los Jerónimos84. Sus restos fueron trasladados, en 1963, al Panteón Nacional.

impulsor. Es el autor de la representación popular de Zé Povinho, que llegó a ser un símbolo del pueblo portugués. 84 Su funeral fue multitudinario: https://www.youtube.com/watch?v=e7BOZuwL628, consultado el 12-32018.

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“En memoria de Guerra Junqueiro”, Miguel de Unamuno en La Nación, Buenos Aires, 3 de octubre de 1923.

Al morir ahora el gran poeta portugués o, mejor, ibérico, Guerra Junqueiro, mi antiguo y buen amigo, hemos tenido que soportar epitafios semejantes a los que se pone a los más poetas o artistas que actuaron más o menos, en política, algo parecido a lo que se dijo al morir Carducci85, el poeta civil —como si todo poeta, sólo por serlo, no lo fuese— o aquí cuando murió Pérez Galdós. Y al oir los ditiramos de esos de la “novela roja” o de la “poesía democrática” recordé lo que una vez me dijo el mismo Guerra Junqueiro refiriéndose a nuestrocomún amigo el famoso republicano don Nicolás Salmerón, a quien el poeta admirabay quería; y fue así: “¿Ha conocido usted un hombre que junte a una más grande inteligencia una más absoluta incoprensión del arte? Divide los poetas en republicanos y monárquicos. Ha querido convencerme de que Quintana86 fue el poeta más grande, no de España, sino de Europa entera, en el primer tercio del siglo: me hizo leer su oda a la vacuna y ¡claro! quedé vacunado de Quintana. Aquello es elocuencia rimada, abogacía, pero ¿poesía?, ¡no!”. Y había que oir el tono despectivo con que el poeta pronunciaba la palabra “abogacía”. Y en general el cargo que hacía a la poesía castellana es su didactismo, su tono de sermón. Porque él, Guerra Junqueiro, era un puro poeta, nada menos que todo un poeta. No era otra cosa y poeta además.No se es poeta verdadero “además”. Era además lo otro que fuese. Cuando hace poco, al saberse su muerte, uno que sabía mi larga y estrecha amistad con el gran poeta y nuestras últimas conversaciones, aquí, en Salamanca, y en Portugal, me preguntaba si fue incrédulo o creyente, le contesté: “Fue incrédulo y creyente a la vez, no alternativamente, pero como lo es un poeta y no como suele serlo un político, que es también las dos cosas. Según la inspiración, la musa, o, mejor, según la belleza de la expresión —la expresión misma— lo pidiera, escribía una oración o una blasfemia. Sus oraciones eran blasfemias y sus blasfemias eran oraciones, y no mezlado lo uno con lo otro, sino fundido. Y si usted, señor mío, no lo entiende, tanto peor para usted, pues quiere decir que carece de sentido estético y de gusto literario.” ¿Sinceridad? Sí, tenía la suprema sinceridad poética. Guerra Junqueiro era un “causeur” extraordinario. ¿Conversador? Conversador propiamente, no. Era un monologuista. Y si dialogaba era con Dios. Y es que necesitaba hablar, tomando a su oyente —no interlocutor— de, ¡oh amado Teótimo!, para ir limando, modelando, plasmando sus poemas. Se le ocurrían las metáforas, las antítesis, los epifonemas, las paradojas poéticas, mientras hablaba. Y tomaba una observación, una interrupción del oyente y la transformaba. Le he oído frases poéticas que no eran sino la regeneración de otras que me había oído a mí. Y nuestra amistad nació el día mosmo en que queriendo tomarme de oyente se encontró con un interlocutor y nos pusimos al nivel. Y nunca olvidaré cuando me enseñó el ejemplar que de la primera edición de mi novela Paz en la Guerra le había dedicado, lleno de notas con lápiz al margen y las finísimas reflexiones críticas que sobre esa obra de mi mocedad me hizo. Porque era un crítico formidable y muy seguro, sobre todo si se hacía caso omiso de ciertos excesos — mucho más inocentes que se dice— a que su cáustica mordacidad le llevaba. Algún día he de publicar los juicios que le oí, no sólo sobre escritores portugueses contemporáneos, sino sobre los nuestros, los españoles —conocía muy bien nuestra literatura 85

Giosuè Carducci (1835-1906), poeta italiano, galardonado con el Nobel de Literatura en 1906. Manuel José Quintana y Lorenzo (1772- 1857), poeta ilustrado, figura importante en la transición al romanticismo. 86

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y nuestra lengua, él, que era fronterizo y con un apellido, Guerra, genuinamente español— entre otros Azorín, Pérez Galdós, etc. Una vez comentaba unos versos que admiraba mucho, y son aquellos de Manuel Machado en su poemita “Castilla”, donde dice: Por la terrible estepa castellana al destierro con doce de los suyos, —polvo, sudor y hierro—el Cid cabalga. ¡Qué cosas se le ocurrían repitiendo: “polvo, sudor y hierro”. Esta frase poética era poética, es decir, creativa, de verdad. Sembraba nuevas frases en la fantasía del otro poeta. Él, Guerra, habría preferido: “polvo, sudor y sangre”, pues decía que “sangre” será la última palabra que muera en español, como en portugués será “saudade”, pero era un poeta, todo un poeta, y no se le podía ocurrir la necedad de puro sentido común artístico de que algo que un poeta creó de un modo debía haberlo creado de otro. Esta insigne tontería no le puede ocurrir más que a un mero crítico, es decir, a un crítico no poético, no poeta, no creativo, a un… no crítico. Para Guerra Junqueiro, como para Maragall, la forma era el fondo, la expresión, la substancia. A uno y a otro les debo las más felices observaciones sobre expresiones mías. Ni uno ni otro se dejaban desviar por consideraciones de doctrina, de moral, de ciencia o psicológicas. Su crítica era estrictamente literaria, como la que pide Saintsbury87. Ni en uno ni en otro había podido prender ese criticismo cientificista cuya vanidad y ramplonería no pudo encubrir ni el poderoso talento de Taine, uno de los más peligrosos maestros de críticas literaria e histórica. Guerra Junqueiro vivía, con un relativo desahogo económico; no necesitaba de la pluma para ayudarse en el sustento material. Y esto, librándole de tener que escribir para el mercado literario, le permitió no hacer abortar poemas. Apenas escribió sino poesía. No sintió la pena del que al ver un pema abortado, reducido a la prosa —más o menos literaria— de un artículo o un pequeño ensayo prosaico, se dice: “¡Ah! si no hubiese necesitado la plata que me valió y hubiese tenido tiempo de gestarlo y darlo a la luz en cuerpo de poesía…!” Siempre que se trate, claro está, de materia no didáctica. Y en ésta la filosofía de Guerra Junqueiro era deplorable. Tan deplorable como la de Víctor Hugo, con quien se le ha comparado. Sólo que el poeta portugués no tuvo la necesidad de escribir una cosa como Los Miserables. Últimamente proyectaba escribir un libro de filosofía, a base de una química fantasmagórica, y yo le decía: “No haga usted eso, por Dios; o un poema o nada”. De los suyos, el mejor, poéticamente, ¡claro!, nos parece “Patria”. Y así les parece a todos los finos espíritus portugueses, incluso a los monárquicos. Le creemos muy superior a “Los castigos”, de Víctor Hugo, obra del rencor personal de éste hacia Napoleón III. En “Patria”, el rey don Carlos, el que luego suicidó Buiça88 —estaba aquí, en Salamanca, conmigo, Guerra Junqueiro, cuando lo supimos— desaparece; es una obra profética, apocalíptica, que recuerda los acentos de Jeremías —del verdadero, no del legendario, no del de las lágrimas— y en que encontramos la confesión y el acto de contrición de todo un pueblo. Allí, el patriotismo es poético, es creativo, es creador; allí la poesía es el más alto patriotismo. Cuando aparece al final el loco, “o doído”, el pueblo portugués, y llora sus glorias pasadas, y exclama: O Dor, filha de Deus, mâe do universo 87

George Saintsbury (1845-1933), escritor y crítico literario autor de una célebre Historia de la literatura inglesa. 88 Manuel dos Reis da Silva Buíça, que disparó mortalmente al rey Carlos I y a su hijo y heredero Luis Filipe.

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y cuandoaparece dibujado crucificado y en la cabecera de la cruz, dibujada con sangre, esta ironía: Portugal, rei do Oriente, la poesía alcanza la más alta cumbre y a la vez la más honda sima de la profecía. El final del poema insoportable para ese bárbaro y destructor patriotismo que ha salido de la la última guerra, es el triunfo del patriotismo poético o creador. Creador de patrias del espíritu. Es la culminación del poeta. Poeta, esto es: creador, no sólo de poemas sino de almas. De almas a su vez poéticas o creativas. Hay portugués del rebaño del sentido común que nos ha hecho a esa elevada poesía las mismas pobres objeciones que al soneto de Antonio Nobre que termina: “Qué desgraça nascer em Portugal!”, o a ciertas páginas de Oliveira Martins, y nos ha sacado el cristo del pesimismo —no hay tonto a quien se le caiga de la boca esta palabreja— sin comprender, o, mejor, sin sentir que el más alto y noble y fecundo patriotismo es el de un verdadero poeta. No de un poeta republicano o monárquico, aristócrata o demócrata, ortodoxo o heterodoxo, patriota o antipatriota, sino de un poeta sin además ni adjetivo, de un poeta sustantivo. Ni ese pobre hombre se percató de que al ponerle en la cruz a Portugal le ponía el poeta en el más alto trono, le hacía el redentor de los pueblos. Porque Guerra Junqueiro era, a su modo—un modo poético— un imperialista. ¡Las cosas que le he oído sobre la misión universal de Portugal en la historia! No, claro, recobranso su Imperio ultramarino, ni siquiera volviendo a dominar en Tánger. Y esto de Tánger me vuelve a hundir, abatiéndome de las alturas en que el recuerdo de mi querido amigo me tenía, en esta hórrida actualidad de la patriotería destructiva de nuestros trogloditas de casa89.

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En 1923 se firma el Estatuto de Tánger, que convierte a la ciudad un protectorado ejercido por varios países. En agosto, Unamuno publicó en la revista España un artículo sobre ello: “La solución del problema de Tánger”.

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MANUEL LARANJEIRA (1877-1912)90 “En Espinho conocí a un hombre interesante, muy simpático y muy culto: el Dr. Laranjeira. Salí prendado de él y me enseñó muchas cosas. No les faltan a ustedes hombres, lo que les falta es cohesión, espíritu de solidaridad, fe en sí mismos y en su pueblo y pueblo mismo”. Carta de Unamuno a Teixeira de Pascoaes, 30/09/1908

Manuel Fernandes Laranjeira nació en Vergada, parroquia de Mozelos, concejo de Santa Maria da Feira, el 17 de Agosto de 1877. Era uno de los siete hijos de Domingos Fernandes da Silva, cantero, que falleció de tuberculosis. En 1884, comenzó sus estudios primarios en la antigua casa rectoral de São Martinho de Argoncilhe. Fue un alumno brillante, cuya inteligencia fue rápidamente descubierta por su maestro, João Carlos Pereira de Amorim que auguraba un futuro prometedor para su pupilo. Los escasos recursos económicos de la familia obligan a los cuatro hermanos mayores de Manuel (António, Joaquim, Francisco y Salvador) a emigrar a Brasil en busca de mejor fortuna. Allí, fueron acogidos por su ya rico tío, farmaceútico, con cuya hija se casó Salvador tras la muerte del padre, en la década de los ochenta del siglo XIX. Poco después, el matrimonio regresa a Portugal y le prestan a Manuel la ayuda económica necesaria para continuar sus estudios. Ya con dieciocho años, Manuel se matricula en un instituto de Oporto y comienza a escribir. De esta época datan el poema "Tenho inveja de Cristo…" (1898) y O Filósofo. En 1899, ingresó en la Escola Médico-Cirúrgica de Oporto, para estudiar medicina. Fue un estudiante aplicado y participativo. Se interesó por cuestiones de carácter social, moral y político, se integró en un grupo antimonárquico y sus artículos de opinión se publicaron en casi toda la prensa periódica de la época: O Campeão, Teatro Português, Revista Musical, Porto Médico, Serões, Ilustração Transmontana, Jornal de Notícias, Voz Pública, Norte, Pátria... A partir de 1901 adoptó el apellido materno: Laranjeira. Al año siguiente, en 1902, publicó Amanhã y nació su primer hijo, Flávio, futo de la relación que mantuvo con Maria Rosa de Jesus Neves, una criada de Espinho. En 1903, realizó su primer y único viaje fuera del país, a Madrid, donde visitó el Museo del Prado. La segunda visita a la capital de España, prevista para 1906, nunca llegó a materializarse debido a la muerte del padre de su íntimo amigo, António Patrício, que iba a acompañarlo. Al año siguiente, 1904, termina la carrera y obtiene la cátedra de Biología. Ese mismo año asume también la gestión de la herencia de su sobrino Joaquim, hijo de Salvador. Su administración fue desastrosa, pues invirtió todo el dinero en una farmacia que quebró. La sífilis, enfermedad que padecía desde 1899, se agravó, afectándolo mentalmente y ahondando su estado de depresión. 90

El texto sobre Laranjeira es traducción libre y resumida de: https://sigarra.up.pt/up/pt/web_base.gera_pagina?p_pagina=antigos%20estudantes%20ilustres%20%20manuel%20laranjeira. Consultado el 26 de enero de 2018.

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Mientras tanto, siguió publicando textos sobre medicina y se interesó por el misticismo. En el plano personal, experimentó un periodo de gran inestabilidad sentimental. Tras la muerte de la madre de su hijo Flavio, mantuvo relaciones con una pescadora y, más tarde, con Augusta, la amante a la que evocó constante y contradictoriamente en sus diarios. En 1907, consiguió el doctorado con su tesis A doença da santidade: ensaio psychopathologico sobre o mysticismo de forma religiosa. Un año más tarde, conoció a Miguel de Unamuno y participó activamente en política, formó parte de la Liga da Educação Nacional y fue elegido para la Comissão Municipal del Partido Republicano de Espinho. Entre 1909 y 1910 nació su segundo hijo, Manuel. Al año siguiente, pronunció una conferencia sobre la forma de proteger a la localidad de las embestidas del mar en el Teatro Aliança, en Espinho. Elegido para la Comissão de Propaganda do Centro Democrático de Espinho, fue nombrado Alcalde, pero renunció al cargo por motivos de salud. A estas alturas, vivía enfermo y solo, obsesionado con el suicidio, que consideraba la “forma perfecta de redención moral”. En 1912 publicó Commigo: Versos de um solitario. El 22 de febrero de ese mismo año, se suicidó de un tiro en la cabeza.

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“Por tierras de suicidas”, en Sobre el iberismo y otros escritos de literatura portuguesa, César Antonio Molina, Akal, 199091 (…) Pero, paralelamente, esa efeméride cronológica [el cincuentenario del fallecimiento de Unamuno] sirvió para releer y analizar, desde una nueva óptica, la obra y la personalidad de algunos de aquellos amigos lusitanos del autor de Niebla, que más influyeron en su manera de ver y entender el ser pesimista y angustiado del alma portuguesa. Me refiero de manera especial al médico Manuel Laranjeira (…). No voy a referirme aquí profundamente a la relación del antiguo rector de la Universidad de Salamanca con Portugal, sino fundamentalmente a la que mantuvo con el Dr. Laranjeira (personaje tan importante y tan desconocido para el lector español), y a través de él analizar brevemente su preocupación por el tema del suicidio, camino de auto-omisión que eligieron numerosos e importantes escritores lusitanos de finales y comienzos de siglo. (…) [Hay que subrayar] el paralelismo existente entre dos generaciones de escritores peninsulares separadas apenas por muy pocos años de diferencia. Me refiero a la generación lusitana de 1870 y a la nuestra de 1898. Durante las décadas finales del siglo pasado, ambos países rondan parecidos problemas. El más trágico es la pérdida, por parte española, de las pocas colonias ultramarinas que nos quedaban, mientas que por parte portuguesa la conservación física de un núcleo importante de las mismas (en el año 1890 se produce el famoso ultimátum inglés del 11 de enero, por el que el gobierno portugués tuvo que ceder el hinterland africano entre Angola y Mozambique) hasta casi nuestros días, quedará subordinada al imperialismo británico y a la prepotencia de su desarrollo industrial. La generación de “Os vencidos da vida” que, casi cuatro décadas después tendrá un tenue reflejo en la gallega de “Os inadaptados”, más conocida como Generación de Nós92. El grupo de “Os vencidos da vida” estaba formado fundamentalmente por Eça de Queirós, Oliveira Martins, Guerra Junqueiro, Ramalho Ortigâo e incluso Camilo Castelo Branco. En una de las cartas de Laranjeira a Unamuno, el médico y escritor de Espinho menciona a alguno de estos antecedentes suyos más famosos: Antero de Quental, Camilo Castelo Branco (autor de esa magnífica novela que tanto gustaba a Unamuno: Amor de perdición93), el escultor Soares dos Reis, e incluso “el mismo Herculano (que se suicidó por el aislamiento de los monjes)”. La lista la amplía el autor de Por tierras de Portugal y de España en un artículo que incluye en este mismo libro titulado “Un pueblo suicida”. “Portugal es un pueblo triste, y lo es hasta cuando sonríe. Su literatura, incluso su literatura cómica y jocosa, es una literatura triste”, escribía Unamuno en su artículo fechado en el mes de noviembre de 1908, después de haber conocido, en el verano de 1908, a Laranjeira. Unamuno incluye la carta. Sin saberlo, escribía entre los nombres suicidas el del médico, quedando por anotar a esta lista otro posteriormente tan conocido como el de Mário de Sá 91

De todos los amigos portugueses de Unamuno, quizás los más queridos fueron Guerra Junqueiro, Teixeira de Pascoaes y Manuel Laranjeria. Aquí se recogen fragmentos del texto citado de César Antonio Molina sobre la relación entre Miguel de Unamuno y Manuel Laranjeria. 92 O Grupo Nos, así se conoce a un grupo de escritores gallegos, nacidos entre 1880 y 1890, con una formación literaria basada en el simbolismo francés y en las corrientes de finales del XIX que evolucionó hacia un galleguismo universal. Son, entre otros, Vicente Risco, Ramón Otero Pedrayo, Antón Losada Diéguez y Florentino López Cuevillas. Castelao también colaboró con ellos. 93 De Camilo Castelo Branco.

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Carneiro, autoinmolado en París cuatro años después que Laranjeira. Diversas circunstancias acabarían también con Oliveira Martíns y Antonio Nobre. (…) Laranjeira, nacido en el 1877, participa en ese proceso de degradación de la política nacional e internacional de su país. Asiste al regicidio de 1908 que acabaría con la monarquía y el poder omnímodo del dictador Juan Franco94. Proclamada la República, dos años después, este régimen inestable tendría uno de sus talones de Aquiles al participar en la conflagración europea de 1914 a 1918. En el año 1926 se instauraba nuevamente una dictadura militar y, en el 1933, se institucionalizaba un régimen fascista. Los del grupo “Os vencidos da vida” lucharon por modernizar la sociedad portuguesa desde el cambio de sus estructuras morales y políticas. La mayor parte de los mismos sucumbieron a su esfuerzo que se prolongaría por varias generaciones más. Las críticas que hacen a su país son casi las mismas que los componentes de la generación del 98 harán de su sociedad. Laranjeira, como veremos, se encuentra justo en medio de todo este proceso. (…) (…) Ambos [Unamuno y Laranjeira] “agonistas” se encontraron el nueve de agosto de 1908, cuando el español estaba veraneando con su familia en el pueblo costero de Espinho, a pocos kilómetros de Oporto, en donde Laranjeira ejercía su carrera médica. Tras varios días de intensas conversaciones (así quedan reflejadas en el Diario íntimo del portugués), Unamuno tuvo que partir precipitadamente hacia Bilbao para asistir al entierro de su madre. (…) La desesperación, el pesimismo, el tedio y la melancolía de este joven médico (Unamuno había nacido en el año 1864 y Laranjeira en el 1877, por lo tanto, existía una diferencia de trece años) podría tener otros orígenes. Uno inmediato y otro más remoto e íntimo. El primero era una herencia proveniente de la generación anteriormente mencionada, mientras que el segundo tenía que ver con un estado de salud (tuberculosis) decrépito. Parte de su familia había muerto de este mal. Laranjerira combatió también por cambiar a su país, y su fracaso, sin ello persistir, le había hecho retirarse a este pueblo solitario. Entre otras acciones, Laranjeria había denunciado el reparto caciquil de diferentes puestos en la Facultad de Medicina de Oporto, así como defenderá a Joâo de Deus95 por sus esfuerzos de renovación pedagógica. A doença da santidade (1907), su tesis, es un ensayo en el que aplica interpretaciones piscológicas para explicar el misticismo. Laranjeira escribió también alguna obra dramática como Amanha, ensayos y el libro de poemas Conmigo. Aunque donde quedó realmente reflejada su personalidad fue en las Cartas y el Diario íntimo. Este último que abarca los años 1908 y 1909, refleja cuatro grandes preocupaciones resumidas por António Soares Amora. La angustia frente al amor carnal representado por Augusta (…); la angustia profesional como médico; la derivada de su incapacidad por cambiar el entorno y, finalmente, la incomprensión a la que se ve sometido. La correspondencia entre Miguel de Unamuno y Manuel Laranjeira duró desde el 19 de agosto de 1908 hasta el 15 de febrero de 1912. Tanto las cartas de éste como las de Camilo Castelo Branco, Antero de Quental, António Nobre o Mário de Sá Carneiro, dejan en evidencia la asfixia vital a la que estaba sometido su país. (…)

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João Ferreira Franco Pinto Castelo Branco, Joâo Franco, (1855–1929) era el primer ministro de la dictadura parlamentaria implantada por Carlos I en 1906. Tras el asesinato de Carlos I y Luis Filipe, en 1908, el nuevo rey, Manuel II, lo culpo de no haber sido capaz de prevenir el magnicidio. Perdida la confianza del nuevo monarca, Joâo Franco dimitió y se retiró de la política. 95 João de Deus Ramos, (1830-1896), poeta y pedagogo.

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En todos estos escritores —de una manera muy acusada en el médico de Espinho— existe una gran nostalgia cósmica indescifrable. El Dr. Laranjeria, si bien no aportó obras magistrales a la historia de la literatura portuguesa o a su pensamiento filosófico, sí lo hizo a ese género fragmentario, tan poco considerado entre nuestros creadores, como es el de la espistolografía. (…) Miguel de Unamuno obtuvo de su relación personal y epistolar con el médico suicida algunas de sus ideas sobre el alma trágica portuguesa. Manuel Laranjeira encontró a un confesor, quizá a un psicoanalista que en nada pudo aminorar su anunciado fin tantas veces meditado. Dos almas gemelas, quizá una mucho más fuerte que la otra, una con mayor esperanza y fe, pero amabas a la búsqueda de un absoluto inencontrable. En Laranjeira, como en otros de los varios escritores mencionados, existen todavía muchos rescoldos románticos.

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TEIXEIRA DE PASCOÂES (1877-1952)

Tenho, às vezes, saudades do futuro Como se ele já fora decorrido... Um sentimento escuro De quem, antes da vida, houvesse já vivido.

“Teixeira de Pascoaes o la modernidad de la saudade”, prólogo de Antonio Sáez Delgado a Saudade: antología poética 1898-1953, Teixeira de Pascoaes, Trea, 2006, p. 13-30. 1 Teixeira de Pascoaes —cuyo nombre de bautismo era Joaquim Pereira Teixeira de Vasconcelos— nació en Sâo Gonçalo de Amarante (en la zona del Duero, cerca de Tras-osMontes) en 1877, el mismo año en que muere Herculano y tan sólo dos antes de que Oliveira Martins publique su Historia de la civilización ibérica. Entre esa fecha y 1952, Pascoaes vive más de siete décadas de uno de los períodos más importantes de la historia reciente de la Península, marcado en Portugal por la expansión colonial, la agitación republicana, el regicidio, la vida de la República y un cuarto de siglo del régimen fascista, todo ello atravesado por las dos grandes guerras europeas y por la guerra civil española. Desde muy joven, el padre del poeta (Joâo Pereira Teixeria de Vasconcelos), hombre culto y buen conversador, agricultor acomodado y diputado a las Cortes por Amarante, fue su orientador espiritual, despertando el interés del joven por algunas de las grandes figuras de la historia. Su infancia se desarrolla en la casa paterna —Quinta de Pascoaes—, de donde toma su nombre literario, viviendo experiencias íntimas, visitas de amigos y lecturas de cuentos o leyendas que marcarán toda su vida y producción literaria, como narra en varios fragmentos del Libro de memorias, un cuaderno plagado de referencias emotivas al mundo de la infancia perdida y de las presencias de aquel tiempo, transformadas en apariciones en el contexto de su poesía. Durante su adolescencia el poeta estudia en Amarante y lee apasionadamente la Biblia, que se convierte en uno de los referentes inmediatos de su trabajo poético. En 1896, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Coimbra, donde obtiene su título universitario en 1901, año en que regresa a Amarante. Su estancia en Coimbra le sirve para entablar amistad con los poetas Augusto Gil y Afonso Lopes Vierira, y para sentir la presencia furtiva de los fantasmas de Camôes, Antero de Quental, Joâo de Deus y António Nobre. En ese contexto, en 1898, publica Siempre, su primer libro de poemas. 87


Durante diez años trabaja Pascoaes (el Dr. Joaquim Teixeira, cmo era conocido en los ambientes comerciales) como abogado, primero en Amarante y después en Oporto, en una fase de su vida en la que continúa publicando libros y que culmina, en 1911, con la fundación, en Oporto, de la Sociedad Renascença Portuguesa, junto al escritor Jaime Cortesâo y al filósofo Leonardo Coimbra, entre otros. La pasión demostrada por Pascoaes en su tarea pública de animador cultural y, sobre todo, la vocación irrecusable que le conduce a querer dedicarse en cuerpo y alma a la literatura, propician que el joven abogado abandone su carrera profesional para consagrarse a la escritura, siendo una de las figuras más notables e influyentes del ambiente intelectual portugués de las primeras décadas del siglo. En 1912 publica la conferencia El espíritu lusitano y el Saudosismo, texto que sirve de marco teórico a la escuela sau dosista que se genera alrededor de la Renascença Portuguesa y de la actividad editorial de su órgano, la revista A Águia, de la que fue director. Por medio del saudosismo, que otorga al concepto de saudade un lugar privilegiado en el imaginario cultural portugués, Pascoaes intenta encontrar la raíz y el tronco del árbol de la literatura portuguesa. Son años de un prolífico y fecundo esfuerzo literario, publicando poesía en verso o en prosa a un ritmo que crece con la misma intensidad con que disminuyen sus viajes y su actividad pública. Así, Pascoaes, que llega a ser candidato al Premio Nobel en 1931, va culminando una vida entregada a sus convicciones filosóficas y a su obra literaria, una de las más singulares de la literatura portuguesa del siglo XX, construyendo un universo plenamente original y uniforme en la propia multiplicidad de su discurso. En 1952, el poeta muere en la casa familiar de Sao Joâo de Gatâo, dejando una amplísima producción que supera los setenta títulos (algunos de ellos refundidos) y que se desdobla en una extraordinaria variedad de géneros y registros: poemas extensos, conjuntos y colecciones de poemas breves, aforismos, poemas en prosa, conferencias sobre historia de la literatura o filosofía, ensayos de doctrina cultural, crítica o moral, piezas de teatro, novelas, biografías de personajes célebres... Fue también pintor y conferenciante, algo así como un artista total dentro del contexto de la poesía portuguesa moderna. Todo un universo literario marcado por el signo inequívoco de la saudade, motor de su producción poética y de su pulsión vital. 2 Fernando Pessoa, en 1912 y en la revista A Águia, reconoce las “intuiciones proféticas del poeta Teixeira de Pascoaes sobre la futura civilización lusitana, sobre el futuro glorioso de la Patria portuguesa”, circunscribiendo sus conocidos artículos, publicados en ese mismo año bajo el título La nueva poesía portuguesa, a las visionarias propuestas del poeta de Amarante, al que considera, en un texto probablemente fechado en ese mismo año, “uno de los mayores poetas vivos y el mayor poeta lírico de la Europa actual.” Pero el mismo Pessoa que defiende en aquellas páginas que la elevación de los versos de Pascoaes “La hoja que caía / era alma que se alzaba”, no conocía igual “en ninguna literatura del mundo”, pasa, sin embargo, a afirmar años después que con los poemas de Pascoaes “se hartaba de reír”. En medio, la negativa de A Águia (de Pascoaes) a publicar en sus páginas El marinero, como revela la correspondencia intercambiada entre el autor de Mensaje y Alvaro Pinto, que propicia un cambio radical en la actitud de Pessoa con respecto a Pascoaes y el saudosismo y, en cierto modo, la aparición de las nuevas propuestas estéticas capitaneadas por Alberto Caeiro. En no demasiado tiempo, Pascoaes pasa por las páginas de la literatura portuguesa, como por las opiniones de Pessoa, de la profusión de libros, presencia pública y reconocimiento a cierto 88


silencio y desinterés de una parte de la crítica y de los historiadores de la literatura lusa, muchos de los cuales, como Georg Rudolf Lind o Óscar Lopes, no han dudado en minimizar la poesía del autor de Las sombras. Surgida en un tiempo en el que las tendencias estéticas se debatían entre la preocupación metafísica de Antero de Quental, el simbolismo de Eugénio de Castro —tan importante en el modernismo hispánico— y el lirismo profundo de Guerra Junqueiro, la poesía meditativa del primer Pascoaes (en la que se dejan ver algunos ecos del propio Junqueiro o de António Nobre) sobrevive con dificultades, a los ojos de la crítica oficial, ante los envites de la primera vanguardia portuguesa vinculada a la revista Orpheu y, posteriormente, durante décadas, a la alargada sombra de Femando Pessoa, por mucho que Mário Cesariny, el gran poeta surrealista, se haya empeñado en repetir que Pascoaes es el mayor poeta portugués del siglo XX. Su poesía, lejos de ser entendida como un elemento más en el continuum de la modernidad portuguesa, fue tachada no pocas veces de antigua, en un contexto vanguardista y posvanguardista propicio, no pocas veces, al fuego de artificio estético, tan lejano al carácter inmutable y metafísico de la poesía de Pascoaes, que fue durante años algo así como una corriente subterránea, nunca olvidada, dentro del río de la historia de la literatura en Portugal. Sin embargo, el paso del tiempo vino a situar su obra en el lugar que merecía, e incluso algunos de los autores del segundo modernismo (de la segunda vanguardia) portugués, los vinculados a la revista Presença, defensores a ultranza de la figura de Femando Pessoa, acaban reconociendo a Pascoaes como uno de los poetas fundamentales de la modernidad. Entre estos, José Régio afirmó que la poesía de Pascoaes constituye «una de nuestras fisonomías poéticas más individualizadas y originales», mientras que Adolfo Casais Monteiro lo sitúa en un lugar de privilegio en la poesía portuguesa de todos los tiempos: “Podrá [parecer] extraño que, a pesar de ese divorcio, haya sido nustra generación la primera que haya sabido dar a Pascoaes el lugar al que su poesía tiene derecho. Por mi parte, lo situé un día entre los más grandes nuestros, en una reducida lista de cuatro poetas: Camôes, antero, Fernando Pessoa y él.” ¿Cómo es posible que un poeta como Pascoaes, venerado por el primer Pessoa y reconocido —tal vez demasiado tarde— por algunos de los poetas críticos de la segunda vanguardia portuguesa, autor de una obra importantísima en género y número, haya sido durante décadas objeto del olvido y de la insidia de una buena parte de la crítica? Probablemente algo de la respuesta a esta pregunta se halle, también, en las palabras que Casais Monteiro dedica al poeta, cuando se refiere a la incomprensión que suscitó, entre sus propios compañeros de generación, el sentido moderno representado por Pascoaes. Ahí podría encontrarse la clave de este proceso, en esa extraña y profunda presencia de lo moderno en el poeta, incomprendido por los vanguardistas y martirizado por una parte de la crítica, que no supo atisbar en sus poemas el arraigado germen de futuro que contenían, aferrándose (esa misma crítica) a la triste y superficial defensa de conceptos como patria, saudade o dolor (de claras connotaciones crepusculares) y recurriendo a su fácil catalogación como poeta fin de siglo en tiempos de innovadores, implosivo en época de explosiones, profundo e introvertido, tal vez, en años proclives a ciertas frivolidades y extroversiones. Durante mucho tiempo, es verdad, no se ha sabido leer a Pascoaes en clave moderna, concediendo a este adjetivo el verdadero peso de su valor en la historia de la literatura europea, como un elemento más, e inequívoco, de esa tradición de la modernidad que Octavio Paz definió como tradición de la ruptura . La poesía de Pascoaes, es como la de muchos modernistas españoles, una pieza indispensable en el ensamblaje de la poesía moderna portuguesa, del mismo modo que lo son, salvadas las 89


distancias, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Miguel de Unamuno en la española. Solo que, en Pascoaes, como afirma António Candido Franco, lo moderno es ricamente contradictorio, sin recelos del pasado ni dolores de cabeza ante la afirmación del futuro. Es cierto que la progresión lineal, siempre en busca de la novedad, está lejos de las concepciones modernas de Pascoaes, que sitúa su poesía en la dimensión extática de un tiempo paradisíaco, lejano a los afanes de ruptura temporal defendidos por los incansables buscadores de lo nuevo absoluto. Pero es, sin duda, un preámbulo, un paso, parte de los materiales con los que se construirá el edificio de la vanguardia (parte de la misma modernidad) literaria portuguesa. De hecho, el padre del saudosismo alcanzó una notable difusión no sólo dentro de sus fronteras, pues gozó de un prestigio exterior sólo comparable, entre sus contemporáneos, con el de Eugénio de Castro, piedra esencial en la construcción del simbolismo europeo y del modernismo hispánico. Rápidamente traducido en España, Francia, Holanda, Alemania y Hungría, curiosamente, el autor tildado de provinciano, tradicional o localista consiguió sobrepasar sus fronteras y transformarse en una de las referencias inequívocas de la poesía portuguesa ante el mundo. Su provincianismo, digámoslo así, se hacía universal, se transformaba a los ojos del lector en una de las más cosmopolitas indagaciones estéticas. Su poesía meditativa, anclada en unos referentes reales concretos, el mínimo universo poético constituido por su tierra natal, la sierra de Marâo y el río Tamega, producirían una metamorfosis en los lectores de media Europa, que aplauden al de Amarante como una de las más altas cimas de la lírica de inicios del siglo XX, dueño de una síntesis originalísima, como indica Jorge de Sena, de las diversas voces de la poesía portuguesa inmediatamente anterior – Antero, Junqueiro, Cesário Verde, Joâo de Deus, António Nobre o el propio Camilo Pessanha—. Sólo desde esta perspectiva podemos comprender que Aubrey Bell, en 1914, escriba que si Pascoaes corrigiese su tendencia a la profusión, podría ser “el poeta vivo más grande del mundo”, que Phileas Lebesgue lo incluya en la familia de los mayores poetas inspirados de la historia, entre Dante, Milton o Goethe, con una imaginación comparable a la de Hugo, o que Unamuno y Maristany lo ocnsideren el poeta ibérico más importante de su tiempo. En Portugal, mientras tanto, Vitonino Nemésio se afana en definirlo como “uno de los más grandes poetas de hoy” por su “lirismo depurado, impregnado de nebulosas y secretas correspondencias”, y Jacinto de Prado Coelho publica en 1945 La poesía de Texeira de Pascoaes, obra que se convierte en el lugar de encuentro crítico necesario para el desarrollo histórico del poeta en su contexto nacional, ofreciendo una lectura neutra que ensalza la “experiencia de lo inefable” que atraviesa su poesía. Prado Coelho pone de relieve algunas de las causas que originaron el silencio existente alrededor de su obra, siendo especialmente crítico con las tentativas de los saudosistas de intentar imponer los criterios idealistas de su escuela, en un proceso (centrado en Arte de ser portugués) que acabó por sepultar su propia poesía en una tumba tachada de involutiva, de antiprogresista, en la que la propia escuela acabó devorando a su autor. Un antiprogresista moderno, tal vez eso fuese —también— Teixeira de Pascoaes. 3 En los años en que dirige la revista A Águia, en la segunda década del siglo XX, Teixeira de Pascoaes profetiza la revelación del alma portuguesa, del espíritu de la raza, a través de los poetas vinculados al saudosismo, algo así, en sus propias palabras, como la «religión de la saudade». En 1912, y tomando como ejemplo las obras de Guerra Junqueiro, António Corrêa d'Oliveira, Afonso Lopes Vieira, Jaime Cortesâo, Mario Beirâo y otros, escribe: 90


“La saudade se buscó en el periodo quinientista, se sebastianizó en el período de la decadencia y se encontró en el período actual. El pueblo portugués, en gran parte desnacionalizado por el catolicismo romano y por el constitucionalismo francés, necesita leer y meditar las obras de estos poetas, para comulgar así con su propio espíritu y recuperar la antigua energía dominadora y creadora.” Al saudosismo, como esencia del alma portuguesa, sumaría Pascoaes la obra filosófica de Leonardo Coimbra —el creacionismo— y la pintura de António Cameiro, protagonistas también de esta apasionante aventura vital y estética, de sólido compromiso ideológico con la República, que pretende elevar el concepto de armonía, “la hermana gemela de la saudade”, a través del matrimonio de elementos en contraste, como luz y sombra, alegría y tristeza o vida y muerte. Duarte Nunes de Leâo había afirmado que “saudade es recuerdo de algo y su deseo”, en una definición en la que Pascoaes vislumbra el equilibrio entre el espíritu y el cuerpo, entre el cristianismo y el paganismo, según la unión producida, en el pueblo lusitano, de la sangre romana y la semita. La saudade sería, para Coimbra y para Pascoaes, “la forma lusitana de la creación”, y se convierte en centro neurálgico de toda su producción, en un proceso de regeneración literaria que intenta abrazar a buena parte de sus contemporáneos, desempeñando un papel esencial, de fondo platónico, en su proyecto de armonización y de humanización del hombre y el universo. La poesía de Pascoaes está, en ese contexto, marcada por el trazo inequívoco del amor, pero no del amor concreto hacia una persona concreta, sino del amor como valor metafísico encaminado a responder a la experiencia de lo inefable. El amor presente en su literatura va dirigido a la tierra, a la naturaleza, al silencio, al misterio de la vida, y la saudade se transforma en un valioso medio de conocimiento metafísico, un sistema para indagar en lo indescifrable, en lo indecible, en lo impalpable. Se trata de una poseía difícil en ocasiones, siempre trascendente, cercana a la intensidad mística de los clásicos (“No améis las cosas en las propias cosas; amadlas en su presencia de saudade”), que se aproxima a veces al tono de la meditación bíblica y que pretende un intenso equilibrio emocional con la naturaleza, con la creación. Para ello, por tensar las acuerdas de su instrumento hasta el extremo para conseguir la melodía de su universo poético, la poesía de Pascoaes puede adolecer (en toda la variedad de sus metros y rimas) de una excesiva profusión lírica y, en ocasiones, de un acentuado sentimentalismo. Porque Pascoaes es ese poeta, y también otros muchos, y siempre el mismo. Es el poeta de la preocupación dramática y de la búsqueda de Dios (“Dios se esconde en su obra: el mundo es su persona, su máscara. Y el mundo es el mal, el pecado, la tiniebla, porque es la existencia; el mundo es Satanás, la Presencia, así como Dios es la gran Ausencia”), que tanto agradó a Unamuno; es el poeta que canta a la monotonía (“la monotonía es la repetición del mismo milagro”), a la búsqueda de la infancia perdida, a las cosas sencillas de un entorno rural y comprensible ; es, también, el poeta de fondo filosófico, el poeta de la memoria, lúcidamente resignado ante la certeza de la muerte, entendida como un camino de alegría trascendente; es, de algún modo, un poeta clásico, que hace presentes elementos mitológicos en el entorno conocido de su obra, próximo a los simbolistas en su utilización de las alegorías y de las mayúsculas y a los místicos en la hondura de su sistema dogmático (“el último místico ibérico”, lo llama Albert Vigoleis Thelen , su traductor alemán); es el poeta asombrado por su visión de Londres y próximo a ciertos límites sociales en poemas como “La fábrica”; pero es, sobre todo, y aquí radica su extraordinaria originalidad, un poeta plenamente moderno, de ambientación sonambulista y visionaria, que se sitúa en el centro subjetivo de la vida, transfigura la realidad 91


y fecunda sus versos con la imaginación de lo abstracto. Porque el mayor logro de su poesía debe ser exactamente ese: el haber logrado subvertir la figuración de los elementos reales de su poesía (la casa familiar, los montes y los ríos, los paisajes reales y las presencias pasadas o presentes) a un entorno abstracto, mágico, de una ensoñación tan moderna como, por la propia complejidad de elementos que la hacen posible, clásica. Un clásico y un moderno, Pascoaes. Autor de miles de versos en los que las visiones fantasmagóricas y la presencia de figuras extrañas habitan ese espacio extraordinario de revelaciones que es la saudade, transformada en el centro del mundo desde la subjetividad sonámbula y oscura del poeta, que pretende alcanzar la armonía paradisíaca que corresponde al hombre cuando reconoce, con Novalis, que “todo lo visible reposa en un fondo invisible”. 4 Teixeira de Pascoaes fue, junto con Eugénio de Castro, el escritor portugués más presente en las revistas españolas vinculadas al modernismo y en las imprentas españolas de aquel tiempo, que ven salir de sus máquinas una antología del poeta dentro de la colección Las Mejores Poesías (Líricas) de los Mejores Poetas (1920?) de la Editorial Cervantes, Tierra prohibida (1920) y Regreso al paraíso (1934?). En tomo a estas publicaciones, así como a las visitas que Pascoaes realizó a Barcelona y Madrid en 1918 y 1923, respectivamente, se fue generando un acercamiento de numerosos escritores españoles a su obra poética que, posteriormente, se vería complementada con la traducción de su San Pablo que prologa Miguel de Unamuno. La revista Vértice se hacía eco de la presencia de Pascoaes entre los escritores españoles: “En el Ateneo de Madrid, por donde pasaban Unamuno, Baroja, Valle Inclán, Manuel y Antonio Machado, Ortega y Gasset y, más tarde, en la Residencia de Estudiantes, con Lorca, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Díaz Plaja, Dámaso Alonso, Ángel Barrios, entre otros, su poesía fue, muchas veces, motivo de vivo diálogo entre los poetas españoles.” Entre los amigos españoles de Pascoaes, el que ocupa un lugar más destacado, y cuyas relaciones han sido bien estudiadas, es Unamuno, a quien conoce en Salamanca en 1905, por mediación de Eugénio de Castro. Unamuno y Pascoaes comparten, entre otras preocupaciones vitales y estéticas, su rechazo al futurismo marinettiano o la pasión por Guerra Junqueiro, que les conduce a embarcarse en una amistad de la que tenemos rastro hasta el mes de mayo de 1934, en que se produce su último encuentro en el Hotel Palace Avenida de Lisboa. En medio, varias visitas, un amplio e interesante epistolario y los elogios sinceros que ambos escritores se dedican, y que quedan bien patentes, como señala José Bento, en ese “Queridísimo maestro” con que iniciaba Pascoaes sus cartas. Unamuno, en Por tierras de Portugal y España, dedica fecundas páginas a la poesía de su amigo, entre las que vale la pena destacar el pasaje dedicado al libro Las sombras, uno de los más hermosos y que mejor nos dan el tono de su poesía. En 1918, Pascoaes visita Barcelona gracias a una invitación de Eugenio d'Ors para realizar unas conferencias al abrigo del Instituto de Estudios Catalanes, donde realiza una sugerente y personal lectura de la poesía portuguesa, desde su origen hasta la escuela saudosista, que recoge un año más tarde en el volumen Los poetas lusíadas. En Cataluña, el poeta goza de la compañía del lusista Ignasi de Ribera i Rovira, corresponsal de A Águia y autor de numerosas obras de creación, ensayo y antologías dedicadas a la cultura y al arte portugués, así como de la profunda amistad de Fernando Maristany, su principal traductor al español (junto con Valentín de Pedro), que le profesó una rotunda admiración durante varios años, hasta su temprana muerte en 1924, siendo su antólogo, traductor y divulgador en diversos medios 92


editoriales españoles. Maristany, que dejó inconclusa una amplia antología de Pascoaes, lo define como “el más sublime poeta lírico de Portugal”, y subraya esa pasión cuando le pide un prólogo para su poemario En el azul, convirtiéndose en su más firme valedor entre nuestros escritores, como deja de manifiesto en la revista Alfar: “Alma de la saudade, [Pascoaes] es alma del alma de Portugal. Por su visión cósmica, alza el vuelo a las más altas regiones, donde sueña con la liberación de la humanidad doliente. Es, digamos para concluir, un revolucionario en el sentido de sacudir y despertar el espíritu del hombre, y a pesar de su temperamento trágico, no es un pesimista; al contrario, infunde esperanza para más tarde y nos aconseja que por de pronto recemos, cantemos y trabajemos.” A esta necesaria visita a Cataluña (“la saudade es portuguesa como es gallega y catalana”, escribe Pascoaes), a la comunión espiritual y política existente entre el poeta y sus interlocutores catalanes, se refiere con alguna amplitud d'Ors en las páginas de Nuevo Glosario, donde realiza su particular crónica de aquellos días compartidos alrededor de las conferencias de Barcelona: “No olvidaremos nunca, Teixeira de Pascoaes, que en la primavera de 1918 vivimos unas semanas en tu compañía. Viniste a profesar en nuestro Seminario filosófico un curso sobre los poetas portugueses. Te tuvimos al lado, como padrino de rumbo, en ocasión del bautizo de nuestra primogénita Biblioteca Popular. Nos recitaste tus elegías y las elegías de tus hermanos de raza. Una tarde nos hiciste llorar con cantos populares y con los de frei Agostinho da Cruz. Otra tarde lloraste tú, porque subías al tren, en la asfixia apesadumbrada del mes de julio. Entonces nosotros corrimos a encerrarnos en la sala del Seminario joven, todavía oloroso a madera. Y al pie de tu retrato, antes de prenderlo sobre el muro, escribimos unas palabras de nostalgia.” Un año antes de las conferencias, en 1917, otro encendido lusófilo, Andrés González Blanco, traductor de poetas como Antero de Quental, Gomes Leal, Eugénio de Castro o el mismísimo Camôes, dedica un amplio artículo a Pascoaes y el saudosismo en la revista Estudio, en el que establece un diálogo entre el futurismo de Marinetti y el saudosismo. De este, presenta sus fundamentos étnicos, históricos y filológicos, así como su presencia en la literatura y la política y sus vínculos con España, en un amplio texto por el que circulan los nombres de Francisco Villaespesa (tan próximo al espíritu lusitano en libros como Saudades) o el del propio Fernando Pessoa, por primera vez impreso en España. La visita de Pascoaes a Barcelona origina, en cierto modo, las colaboraciones que el poeta publica en La Vanguardia en 1920, entre las que destaca el artículo “Saudade y quijotismo”, encuadrado en las reflexiones del poeta portugués sobre el espíritu del “alma ibérica”, asunto al que dedica más de un texto ensayístico a lo largo de su vida. De este modo, no es extraño que la visita, en 1923, a la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde habla sobre un tema similar (“Don Quijote y la Saudade”), alcanzase alguna notoriedad pública entre los escritores españoles vinculados a la Residencia, entre los cuales aparece Federico García Lorca, con quien Pascoaes intercambia postales y libros dedicados. Su firma, de hecho, se había hecho habitual en revistas como Prisma, Nós, Alfar o Cosmópolis, donde Valentín de Pedro le dedica un extenso artículo en 1921. Incluso Juan Ramón Jiménez había enviado un ejemplar de Verbo oscuro (1914) a Gabriel Alomar, definiéndolo como un “hermosísimo libro” en la dedicatoria. Con estos preámbulos no es de extrañar que su conferencia consiguiese algún eco en Madrid, que la revista A Águia cifra en estas palabras: 93


“La acogida que Madrid dio al poeta muestra una vez más cómo los verdaderos representantes de las letras portuguesas son queridos fuera… Ministros, representantes diplomáticos, escritores, todos fueron a oír al Poeta y a manifestarle la admiración que sienten por su obra.” Dejando de lado el inequívoco tono de época de este fragmento, es bien cierto que el de Amarante fue un autor pertinente en el contexto de la literatura española modernista, actuando en paralelo al simbolista Eugénio de Castro como motor de las relaciones literarias hispanoportuguesas en las primeras décadas del siglo. Hasta 1935, fecha en que aparece en España la traducción de San Pablo, la presencia de Pascoaes se hace, también, plenamente visible en Galicia, tierra con la que el poeta comparte un sentimiento de hermandad heredado de un espíritu común de raza, como llega a afirmar en su conferencia de 1923: “El alma ibérica tiene dos caras diferentes e inconfundibles, la cara «saudosa» y la cara quijotesca; una profundamente dramática, creada en las estepas castellanas; y la otra esencialmente elegíaca, ajena a los yermos sombríos de Portugal y Galicia.” Este sentido de comunión espiritual fue siempre objeto de admiración y complicidad entre los escritores gallegos, como queda de manifiesto cuando la revista Nós indica que “tenemos a Teixeira de Pascoaes como algo nuestro, y en nuestras devociones internas lo tenemos muy cerca de Santa Rosalía y de Pondal”, o cuando, a la muerte del poeta en 1952, afirma Vicente Risco que “Galicia lo ha llorado como suyo y no ha hecho de más, pues le debe la revelación de la saudade, en la que se cifra el sentido profundo de nuestra intimidad poética”. No es de extrañar este sentimiento cuando Pascoaes había escrito que “el único pueblo que siente la saudade es el pueblo portugués, incluyendo quizás al gallego, porque Galicia es un poco de Portugal bajo las zarpas del león de Castilla” y había dedicado a Galicia la segunda edición de su poema Marânus, de 1920. Pascoaes se convierte en algo así como un símbolo de patria única entre Portugal y Galicia, existiendo unos lazos estrechos y sólidos entre el movimiento generado alrededor de la revista Nós y el propiciado por la Renascença Portuguesa y A Águia en Oporto. El poeta del alma ibérica, el preocupado por Don Quijote y la saudade, pero también el que imagina en su aldea la eclosión de un nuevo paraíso terrenal, fruto del equilibrio armónico entre los contrarios de origen cósmico, se transforma en el elemento sobre el cual gravitan los diferentes puntos de diálogo (de encuentro) originados en ese poliedro que conforman Amarante —la tierra del poeta, origen y final de su poesía—, Oporto —foco generador de la Renascença Portuguesa—, Galicia —su otra patria, la otra patria de la saudade—, Cataluña — donde, al abrigo de d'Ors y Ribera i Rovira, divulga su saudosismo— y Madrid —cuya Residencia de Estudiantes le sirve como escenario para la reflexión sobre los conceptos nucleares de su alma ibérica y para conocer personalmente a Lorca. Teixeira de Pascoaes, profusamente traducido al español en los años veinte, visitado después en su tierra natal por Adriano del Valle, D'Ors, Unamuno o Maristany, olvidado durante décadas en España y casi completamente desconocido hoy en día entre los lectores españoles, es, a pesar de todo, un autor vivo, cuya poesía, deudora inequívoca de unos rasgos de época tenazmente marcados, exige hoy una relectura neutra, distanciada, capaz de atisbar, cuando menos, la profundidad de su discurso teórico y la perseverante originalidad de su voz poética, que sobrevive a un tiempo (su tiempo) plagado de corredores de fondo de la literatura.

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“«Las sombras», de Teixeira de Pascoaes”, en Por tierras de Portugal y de España, Miguel de Unamuno, Alianza, 2014, p. 31-44 Cuanto yo viva vivirá en mí la visión del Támega cruzando el encantado rincón de Amarante en tierras de Portugal. Guardaré para siempre —Dios quiera que para después de muerto— la memoria de aquellos días arrancados al tiempo en compañía de Teixeira de Pascoaes, y en el íntimo ambiente de su casa natal y solariega, y de aquella subida con él y su generoso padre Teixeira de Vasconcelos a la cima del Marâo, que tiende, como rendida cola, una falda dulce hacia las rientes tierras del Miño y se asoma, sobre escarpadas garras, a los campos de Trás-osMontes. Me he asomado a aquella santa ventana —minha santa janela— donde el poeta medita y dice adiós al sol, y habla al viento y saluda a la aurora, y lee en el infinito; me he asomado con él a aquella ventana, a beber con los ojos el agua del Támega, que va compondo versos de neblina ás árvores do monte, á dura frágua... elegias d'orvalho á luz divina, endeixas de remanso e cantos de água [A sombra do Támega] Y con él, con el poeta dulcísimo, con Teixeira de Pascoaes, me he detenido en su Amarante, a ver la entrada de la noche, el ojo de luz del Támega, bajo el arco del puente, y le he visto bajo el nocturno cielo. Ó meu Támega obscuro, água dormente... ó rio, á noite, a arder todo estrelado! água meditativa ao luar nascente, água coberta de asas ao sol nado! [Sombras] Sí, también lo he visto al nacer el sol, cubierto de alas de neblina. Y este río es todo él poeta, río también de aguas refrescadoras y musicales. Conocí a Teixeira de Pascoaes aquí, en esta ciudad de Salamanca, recibiendo él el deslumbramiento de estas doradas torres. Después leí su Sempre, su Vida Etérea, y se me confirmó el poeta. Volví a verle en la ciudad de Oporto, cuando su padre estaba allí de gobernador, y hablamos, hablamos largo y tendido, de literatura portuguesa, sobre todo, en una de aquellas cervecerías de la plaza del Rey Don Pedro. Fue el ardor con que me habló del Amor de Perdiçâo, de Camilo Castelo Branco, lo que me hizo leer ese eterno modelo de obras de pasión, muy superior, a mi juicio, al Manon Lescaut, del abate Prévost, aunque el ser aquel libro portugués le tenga oscurecido junto al francés. El Amor de perdición, de Camilo, es uno de los libros fundamentales de la literatura ibérica (castellana, portuguesa y catalana). Y luego volví, no ya a departir, a convivir con Teixeira de Pascoaes, en aquel rincón de su Amarante, en medio del Portugal campesino y sencillo, padre del Portugal navegante y heroico.

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Un día Ulises dejó la esteva del arado para ir a la guerra, hizo del leño de sus bosques un corvo navío de negra proa, convirtió la esteva en remo y partió a luchar, y rendida Troya volvió a sus lares, y de nuevo el remo se hizo esteva, y por las noches, cabe el hogar, contemplando el onduleo de las llamas de fuego que le recordaban el vaivén de las olas marinas, contaba a sus hijos y nietos los trances de la guerra y de sus errabundas navegaciones. Así Portugal. Pero aún más que memorias de sus tiempos de gloria, nos dan sus poetas suspiros y quejas, saudades y dulzuras líricas. Y nos las dan en una lengua que es un halago, sobre todo para los que tenemos hechos los oídos al recio martilleo del huesudo castellano. Dijo Cervantes del idioma portugués que es el castellano sin huesos, y, retrucándole, cabría decir que el castellano es el portugués osificado. En el encanto que ese idioma nos produce entra por otra parte el que creemos oír los frescos balbuceos infantiles del nuestro propio, sin que quiera yo decir con esto que el portugués no ha progresado. Hay en él para nosotros algo de juvenil: nos produce un efecto parecido al del habla de nuestros primitivos: Berceo, el Arcipreste de Hita, Don Juan Manuel. Y tiene voces que nos acarician los oídos y la imaginación: saudades, soturno, luar, nevoeiro, mágoa, noivado..., voces cuya alma es intraducible. Y esta lengua engendra una poesía campesina profundamente lírica, erótica o elegíaca, naturalista o soñadora. Los poetas portugueses son, en general, poco eruditos, ni aun en letras. Su lectura no es mucha ni muy variada, y su cultura mucho más vernácula que lo que ellos mismos creen. La enorme influencia que en la formación del ingenio de Guerra Junqueiro, el primero de los poetas portugueses de hoy y uno de los mayores del mundo, tuvo Víctor Hugo, prueba lo que digo. Todo poeta, decía Coleridge, es músico y es filósofo, y hace pocos días me decía Junqueiro que la poesía es cristal musical. El cristal, la cristalización de sensaciones, ideas y sentimientos bellos, es la filosofía poética. Y toda la filosofía portuguesa hay que ir a buscarla en sus poetas; porque en cuanto a la otra, a la que más específicamente llamamos filosofía, el pueblo portugués es aún más infilosófico que el español, y cuidado que éste lo es mucho. Vamos, pues, a extraer la filosofía poética del último libro de Teixeira de Pascoaes As sombras, de este su canto que es luz de sol en él filtrada: Meu canto é luz do sol em mim filtrada; vou a cantar… e canta a luz do céu. [Uma ave e o poeta] Ya su título As sombras, las sombras, es un hallazgo, y así se lo dije al autor cuando me lo leyó, antes de enviarlo a la prensa en Amarante. La filosofía poética de Teixeira de Pascoaes es una filosofía sombrosa —no sombría—. Las realidades se diluyen y disuelven en sombra en ellas, y las sombras se cuajan y consolidan en realidades. El sueño y la vela pierden sus linderos derritiéndose uno en otro; la vida se convierte en sueño y el sueño en vida. Y así resulta una filosofía infantil y antigua, de la infancia del hombre y de la infancia de la Humanidad, de cuando el poeta era algo sagrado y espontáneo. Para Teixeira de Pascoaes, la obra del hombre tiene más realidad que el hombre mismo. Juan Valjean sobrevive a Víctor Hugo y Ofelia a Shakespeare. Doctrina ésta expuesta varias veces — 96


yo mismo la he desarrollado en mi Vida de Don Quijote y Sancho—, pero que aquí el poeta la convierte en sustancia poética. Y esto da a la poesía de Teixeira de Pascoaes la vaguedad que tanto la caracteriza, y con ella cierta difusión que es su defecto capital. Defecto sin el cual no sería lo que es ni valdría lo que vale. No hallaréis en sus composiciones esas estrofas densas, compactas, de espesísimo cristal, esculpidas, diamantinas, tales como se encuentran en Carducci y como yo me he esforzado por hacer en mis propias poesías; las de Teixeira de Pascoaes se alargan y desvanecen como sombras de crepúsculo. Pero ¡qué hermosamente! Encerrado en su “torre de bruma y silencio”, es un corazón sonámbulo: Deste meu coraçâo, profundo rio que desliza, sonámbulo, entre outeiros de matéria que sofre e sonha e reza… e se derrama, em formas espectrais… [A uma árvore] Un corazón que busca la noche cuando todo es alma, y el cielo recuerda el cuerpo de Cristo ensangrentado, y los montes son Calvarios donde los árboles, con su largo cabello desgreñado, de hinojos en tierra y ojos en el cielo, orvallados de luz, piadosamente, enjugan a las estrellas, de donde mana sangre de vida y dolor eternamente. [Y perdónenme el que haya reducido a prosa castellana el verso portugués.] [A sombra da Noite.] Ese amor a lo vago, a lo sombroso, le hace desear nâo ser a estrela e ser a claridade, ser apenas o Amor, nâo ser quem ama, [Uma ave e o poeta], y, en su anhelo de perder toda materialidad grosera y asidera, le hace exclamar hermosísimamente: Assim a flor jamais poderá ser o seu perfume, e o coraçâo jamais será o Amor! [Além mundo] Y otra vez, hablando de Jesús, dice: era vida sem corpo, era só Vida! [A sombra de Jesus] Y este idealismo no es el idealismo terrible de la terrible sentencia pindárica de que el hombre es sólo sueño de una sombra, es un idealismo manso. Su anhelo práctico, purificarse del cuerpo, platónicamente, del cuerpo, al que decía el poeta: Tu és a imperfeiçâo de que sou feito, a noite que meu corpo solitario derrama sobre as coisas por que passa..., [A minha sombra], 97


hablando de su pobre sombra inseparable, que nació cuando él vino al mundo y con él ha de bajar a la sepultura. Y esto le lleva a desear fundirse en la naturaleza, a perder su cuerpo, su sombra, en el cuerpo, la sombra universal. La exaltación de idealismo le lleva a la naturaleza. Un panteísmo naturalista, vago e informe, instintivo más que reflexivo, poético más que filosófico, transpira de las mejores páginas de esta obra. Es un panteísmo que le lleva al amor a los animales, como puede, entre otras composiciones, verse en los sonetos hermosísimos Os olhos dos animais y Buda —en que narra cómo el Buda, encontrando a un perro lleno de gusanos, le libró de éstos, mas luego, compadecido de los gusanos, se volvió, cortó un pedazo de carne de su brazo y, bendiciéndoles, dioles de comer—; Freí Joâo Bernardes —el ermitaño de la sierra de Sintra, que vivía con una gacela a la que leía los versos místicos que iba componiendo, en cuyos ojos veía la luz primera de la aurora, y ella, la gacela, en los ojos del santo la estrella vespertina que le mandaba recogerse, en paz y amor, en la gruta—; Marco Aurelio —cuando, meditabundo, aplastó, sin querer, un bicho—. Cuatro espléndidos sonetos rebosantes de poesía. Y con el amor a los animales, el amor a las plantas —¡bellísima la composición A uma árvore e a minha irmâ, su hermana María, dulce y hermosa planta humana!— y a la tierra toda. Una vez exclama: Antes fosses, ó triste sombra minha, como a sombra pacífica dos montes; sombra profunda e grave, que se alonga, conforme o sol declina, e se avizinha a noite dos sombríos horizontes, num alvorar de paz e solidâo... [A minha sombra], otra, Montes da minha aldeia, ai, quem me dra ser, como vós, de tera e solidâo! [Sombras] pero, sobre todo, egregiamente: pois se me sinto irmâo dos que sâo vivos, também me sinto irmâo dos que morreran das pedras e dos montes pensativos. [A sombra do Amor] Y este panteísmo le lleva a querer juntar a Jesús con Pan —así, Jesus e Pâ, se titula otro de sus libros—y otra vez a hablarnos del sempiterno casamiento de Venus con Jesús, cosa que hará horrorizarse a algún timorato que no tenga de Jesús idea más clara que de Venus. Y por debajo de ello, un cierto franciscanismo algo budista, pero no del San Francisco español, el del Greco y Alonso Cano, hosco y huraño, sino de un San Francisco portugués, cuyo cristianismo no es el nuestro.

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El Cristo español —me decía una vez Guerra Junqueiro— nació en Tánger; es un Cristo africano, y jamás se aparta de la cruz, donde está lleno de sangre; el Cristo portugués juega por los campos con los campesinos y merienda con ellos, y sólo a ciertas horas, cuando tiene que cumplir con los deberes de su cargo, se cuelga de la cruz. ¿Es que no hay dolor en este panteísmo portugués? Lo hay, y mayor aún que en el recio ascetismo castellano. La cuerda del dolor es la que más y mejor suena en la poesía portuguesa, que es poesía doliente y dolorida. En el primero de los ascéticos portugueses, Frei Tomé de Jesus, brilla un sutilísimo ingenio para refinar los dolores —véase sus Trabalhos de Jesus—; el poema de Guerra Junqueiro Pátria es un poema de dolor, y un poema de dolor es la Constança de Eugénio de Castro. Entre las composiciones del libro de Teixeira de Pascoaes hay una, A sombra da Dor, la sombra del dolor, profundamente portuguesa. Es dolor, pero dolor hecho sombra, dilatado, mas, a la vez, dulcificado. para que esteja em cada ser humano, sempre presente a dor da Humanidade! Y este dolor es lo que une el pasado al porvenir. (Por no reproducir la composición toda, no prosigo en esto.) Y este dolor se abraza al amor. El abrazo del amor y la muerte ha sido fuente perenne de poesía, aun siglos antes del estupendo canto de Leopardi. En Portugal mismo, uno de los más hermosos de los sonetos de Antero de Quental es El amor y la muerte. Y ¿quién no recuerda la celebérrima poesía de Swinburne a Nuestra Señora de los Dolores, es decir, a Venus, la diosa del amor? La tal poesía recuerda —aunque habida diferencia de lo que va del ingenio inglés al lusitano y que Teixeira sospecho no ha leído a Swinburne— aquel pasaje de A sombra do Amor, que reza así: E Vénus Dolorosa, Mâe das Dores, dum negro véu cobriu a branca face! Ó Vénus da Afliçâo e dos Amores, Ó Vénus da Tristeza e da Alegria! E seus olhos de sol, ei-los que choram! Vede-lhe o branco seio trespassado por sete espadas, que primeiro foram sete raios da estrela da manhâ! Y no sólo sufre el Amor, no sólo Venus sufre, sufre Dios mismo en el universo, […] e nele está pregado e ensanguentado; os astros sâo os cravos que o sustentam sobre a Cruz, o seu corpo divino é escuridâo! o seu sangue divino é luz de estrela que de suas feridas, sempre abertas escorre, e se derrama, e se congela em arvoredo, em ave o lírio triste!

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[A sombra de Deus] Y después de esto, aún me queda mucho, muchísimo por decir respecto a esta poesía de las sombras. ¿Voy a reproducir aquí el libro? No; leedlo. Y leedlo empezando por las poesías más cortas: A queda (La caída), los sonetos Cançâo de Névoa, Cançâo duma sombra. Y deteneos también en aquellos pasajes en que el autor evoca, envueltas en nevoeiro de sombra, recuerdos personales, como aquel de su santa abuela que viene de allende el mundo a visitar la tierra de sus sueños y viene con cuerpo de niebla, aureola esplendorosa que contempla y habla al poeta, su nieto; que busca sus manos para besárselas y éstas se alejan como rastro de sol al declinar. E na tristeza pálida da ausencia meu triste coraçâo fica a chorar… [Alem mundo] Y según vayáis leyendo estas poesías sombrosas, lentas, difusas como la niebla, irán como niebla resbalando sobre vuestro corazón y dejándooslo más blando, más dulce, más sosegado. Y unas veces os herirán metáforas osadas, que surgen del rodante río de niebla, como aquello de la nebulosa que se sente já grávida de Deus! [A sombra da Dor] y luego tal cual verso suelto, de esos que se nos quedan agarrados al hondón de la memoria y se nos ponen a cortar en ella cuando menos lo esperábamos; versos sueltos que suelen no ser sino pura música, enlace de palabras que andaban buscándose desde que el idioma nació; de esos versos en que, quien nació poeta, se complace a las veces más que en una composición entera. Una vez os herirá aquel para o teu verde coraçâo divino; luego será lo de no líquido horizonte da tua boca [A sombra do pasado]; más adelante os pararán las sete lágrimas frias do silêncio… [A sombra do Vento], y así una y otra y otra vez, porque el libro pulula en versos de éstos que son transparentes perlas musicales. Un libro, en fin, de hondísima poesía y un libro hondamente portugués. Y, por serlo, hondamente universal. Teixeira de Pascoaes une el nombre de su Támega a los nombres del Sena, el Eurotas, el Tíber, y hace bien, como hace bien en exclamar: Virgínia, Heloísa, Ofélia, Mariana! [Sombras] 100


uniendo el nombre de la hija del herrador del Amor de perdición de Camilo a los nombres de heroínas de ficción cuya fama es universal. Hubiérase este libro publicado en francés por cualquier artífice literario —aunque uno de éstos no podría haberlo hecho— del bulevar, con amigos en el cotarro del Mercure que se lo hubiesen jaleado, y a estas horas empezaría a tener imitadores por estas tierras. Pero se trata de un oscuro poeta portugués que vive su vida y sus cantos a orillas del humilde Támega, en el dulce retiro de Amarante. Pero yo, como gusto de estas flores casi ignoradas, que nacen y florecen lejos de los grandes caminos de los pueblos y donde el polvo de ellos no las aja, voy a buscarlas para luego llamar a otros a que de ellas también gocen. La sombra de estas poesías de Teixeira de Pascoaes no se disipará de mi alma sino cuando se disipe de ella la sombra de aquel dulce Támega, que va componiendo versos de neblina a los árboles, al mundo y a la dura roca, elegías de orvallo a la luz divina y endechas de remanso y cantos de agua…; es decir, nunca. Salamanca, febrero de 1908

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Por tierras de Portugal: un viaje con Unamuno, Agustín Remesal, La Raya Quebrada, 2015, p. 147-156 No le gusta a la anciana hablar de António ni de las otras sombras que pueblan los salones y corredores en la Quinta de Pascoaes. Guarda en un armario de la biblioteca una cajita rudimentaria con incrustaciones de marfil y un tesoro en su interior: las fotos de la familia Teixeira. Le muestra al viajero la de un niño sentado en una sillita baja vestido de blanco, el primogénito. Murió antes de cumplir los dos años sin dar tiempo a que su madre Carlota avisara al fotógrafo mientras estuvo vivo; esta foto es la de un cadáver. En otra se ve a un joven esbelto de pie con un libro bajo el brazo, que luce los pelillos de un bigote incipiente y el brillo de una tragedia en los ojos; es el hermano pequeño del poeta que se suicidó en Coimbra hace ciento cinco años, un diecinueve de febrero, precisa dona Amélia. Los dos se llamaban António. El viajero llegó a media tarde a la quinta y ha visto ya, antes de conmoverse con estas fotografías pálidas, algunos rincones donde quizás tienen cobijo los fantasmas de quienes ellas retratan, memoria triste de tanto amor familiar acechado por el dolor. También podría seguir aquí la huella del Rector de Salamanca. Maria Amélia es la anciana adorable que un nieto exigente soñaría tener por abuela. El viajero, al llegar, cruzó el patio de la quinta con precaución, porque sabe que en ese espacio en apariencia yermo, rodeado de silencio y muros de granito, al que se accede bajo un arco colmado por una cruz y escudo nobiliario, nada podría librarle de algún pesar. Caminando con cautela sobre la sequedad del terreiro, alcanzó el rellano de la escalera adornada de azulejos, golpeó con los nudillos el portón de madera cuarteada y se le apareció el pasado en cuerpo y alma, la sobrina del patriarca Teixeira y ama de la mansión Maria Amélia Abrantes de Sampaio e Castro Teixeira de Vasconcelhos. El viajero tiene anotado con precisión en su cuaderno de bitácora, y así lo refiere, el nombre y la prosapia de la anfitriona, por si fuera preciso determinar el alcance de tanta nobleza y el cruce de alcurnias y linajes, práctica común entre estas familias del norte de Portugal. El primer gesto de la anciana es de bienvenida e invitación a entrar en la casa con una elegancia heredada de siglos, porque ya conoce ella qué sombras del pasado anda explorando el viajero. A sus ochenta años, se mueve con una vitalidad forjada en la vida feliz y la sencillez de quien recorre gozoso sus dominios domésticos honrando a la familia y su recuerdo. Un pasillo, decorado con una fuente de granito que vomita el agua por la boca de una máscara humana, conduce a la cocina y la huerta. María Amélia sonríe al percibir la inquietud curiosa del viajero y promete una explicación exhaustiva. Le invita a asomarse a la cocina, una estancia semejante al obrador de una tahona con el hogar sobre el muro del fondo y la gran chimenea de granito estribada en dos columnas. En el centro, una roca pulida sobre poyos sirve como mesa de servicio. Hay un pote de hierro sobre la ceniza, sartenes y calderos de cobre colgados de las paredes y, sobre una mesilla lateral, un cristo con dos velas junto al fogón. El viajero se queda mirando asombrado ese adorno insólito en una mansión de tanta paz. En el pasillo, colgadas de la pared en aparente desequilibrio, hay una decena de armas de fuego junto a un teléfono contemporáneo de Alexander Graham Bell. 102


— Pertenecieron a dos notables miembros de la familia. El teléfono, al bisabuelo Joâo Teixeira de Vasconcelhos; las armas fueron de mi suegro Joao, «el cazador de elefantes» y hermano del poeta. (…) A la altura de la fuente rodeada de armas, arranca un pasillo largo cuyo final anuncia al fondo la luz violácea de una cristalera de colores que filtra el sol fulgente en la tarde estival. Diez habitaciones abren sus puertas a ambos lados del corredor, la primera de ellas, el dormitorio noble. Chirría el manillar cuando María Amélia abre la puerta girando el pomo con un punto de devoción. — Vea usted el secreter sobre el que escribía sus notas y la cama donde descansó. Sí, en ella durmió Don Miguel de Unamuno durante la semana que vivió en la quinta con toda la familia, al final de la primavera de 1907, los días más largos del año, también los más luminosos aquí en el valle del Támega. Ya lo ve, el mobiliario es sencillo, rústico. Todo lo diseñó el poeta, las sillas, las mesas, las estanterías y las cómodas de las demás habitaciones, el comedor, la sala de estar, el salón noble. Era la morada de los Pascoaes durante las cuatro estaciones del año y de la vida. Sólo una vez, cuando falleció su padre y llegó el invierno, el poeta no pudo aguantar la soledad de la casa y se marchó a Lisboa con sus hermanas y la madre. Aquí la vida era bucólica; los miembros de la familia, padre, hijos, hermanos y nietos, hasta una decena de personas, eran servidos por tres cocineras. Aunque Dom Joaquim vivía de una manera casi monacal; comía solamente los platos de la tierra, muy sencillos. Los invitados sí comían bien, así que Unamuno, que gustaba mucho de estar en este ambiente campestre, pudo probar esa comida sencilla pero muy sabrosa: bacalao de Oporto, cabrito de la sierra, carnes asadas y al horno... Ya vio usted la cocina, inmensa, más grande que el salón recibidor y con una chimenea digna de un cuartel de romanos. El rey Don Carlos vino dos veces a almorzar en la quinta, la segunda el mes siguiente a la visita de Unamuno; debieron organizarle una bacanal, porque él sí era glotón. Luego la madre de Dom Joaquim le mandaba pastelitos a su Palacio de Ajuda, en Lisboa, todas las semanas. Al poeta no le gustaba la política, y por eso Unamuno sólo hablaba con él de literatura y de los amigos; pero Dom Joaquim tenía alma de republicano. Abre Doña Amélia despacio una puerta acristalada con la ceremonia requerida para dar paso a un sanctasanctórum. El sombrío gabinete de estudio, las ventanas cerradas, la luz velada por cortinas gruesas, la biblioteca intacta, el escritorio en orden y el lavabo dispuesto con agua, toalla y jabón, guardan tanta vida que convocan al retorno del poeta en cualquier instante. Con el permiso de Doña Amélia, el viajero no resiste la tentación de husmear entre los papeles metidos en carpetas cerradas con gomas rotas y apiladas sobre una cómoda. Son cartas, escritos y dibujos de los colaboradores de la revista A Águia. Guardan también las fotografías africanas del hermano aventurero. El viajero toma en sus manos un cuadrito, con marco tosco pintado de rojo y amarillo, que está sobre la mesa. Se queda sorprendido por el hallazgo y otra vez la anciana acude en su auxilio. — Este autorretrato de Unamuno fue un regalo. Teixeira anotó bajo esa caricatura del catedrático, que más parece por el sombrero, la perilla y el mostacho un pescador de Terranova: «Dibujado por él mismo en mi casa en 1907». En esta mesa escribía Teixeira durante la mañana, desde muy temprano. Estas plumas, el palillero, este papel rayado, el tintero, el secante, son los utensilios que solo él usaba. Exigía que a esas horas no se oyera en casa ni una mosca, porque buscaba la mayor concentración. Así que inventó un signo muy sencillo para persuadir a todos, familiares y criados, de observar silencio: se calaba esta boina negra; era el aviso de que nadie podía ni siquiera dirigirle la palabra en caso de urgencia. Cuando llegó Don Miguel, se acabaron las horas de escritura, porque le parecían pocas las que 103


empleaban en hablar los dos. Unamuno paseaba mucho por el jardín y la huerta, solitario. A veces se sentaba en el escaño, junto a la ventana que mira a la sierra, en esta habitación al fondo de la biblioteca, cerca del hogar. El fogón se enciende sólo durante el invierno, pero en primavera es mejor abrir la ventana y dejar que entren los olores del jardín y el rumor de las viñas. Los muebles del estudio y de la biblioteca también fueron diseñados por Dom Joaquín, mesas, sillas, armarios, hornacinas, estanterías y cómodas. Le gustaba el diseño modernista que se llevaba a principios del siglo XX, mucha línea recta en los perfiles y geometría rigurosa en las formas. Los muebles son robustos obra de un carpintero del pueblo; él los decoraba con triángulos masones, signos cabalísticos, letras enigmáticas y cruces de Cristo repartidas por doquier. (…) Bajan al jardín por una escalera de piedra, apoyada Doña Amélia en el brazo del viajero. Los peldaños agrietados conservan las manchas de musgo del invierno. La anciana acelera el paso hasta llegar a una pequeña estancia en forma de gruta abierta hacia el valle y la montaña. La piedra cobija la Fuente del Silencio, una pila de granito semiesférica rodeada de grandes macetas de helechos. En lo alto del muro interior hay una pequeña hornacina vacía en torno a la cual se leen, clavadas en la piedra, diez placas de cobre, una con la inscripción «Miguel de Unamuno 1907». — Teixeira de Pascoaes traía aquí a sus amigos en los momentos de mayor confidencia y en esta pequeña cueva abierta al jardín hablaban de cosas personales, además de literatura. Aquí están los nombres de todos ellos, grabados en estas pequeñas placas —señala Dona Amelia—. Me gusta siempre tener flores frescas cerca del muro, sobre todo begonias. Con el paso del tiempo, todo se ha vuelto silencioso en este confesionario colectivo, porque todos los penitentes han muerto. No lejos de esta gruta, el muro trasero de la quinta esconde una estancia acristalada y estrecha, un invernadero humano instalado en el extremo del jardín donde Teixeira, trágico y frenético, se ponía a escribir en días de tormenta. Aquí dejó garrapateados estos versos un atardecer, quizás fruto de un arrebato desesperado con ecos de quijote: Marânos, esse triste vagabundo Aqui, neste mirante Donde se avista o mundo Compôs en verso pobre A sua Historia Andante. No dispone el viajero de claves precisas para desentrañar el misterio de esta estrofa que Teixeira arañó sobre una puerta azul, cerca de la Fuente del Silencio y frente a la huerta de naranjos donde el joven poeta lagrimeó sus pesares a Unamuno. Los caminos de la poesía son a veces inescrutables. Siguiendo los pasos del ama de la casa, llega el viajero a la pequeña capilla de la quinta, una estancia alta y rectangular convertida en oratorio, con su pequeño retablo, media docena de bancos de madera, dos reclinatorios y tribuna en el altillo. El artesonado, como quilla invertida de navío, protege el recinto con su tablazón geométrico firme y hermoso. Dona Amélia arregla las flores del altar colocadas bajo el retablo barroco 104


decorado con pinturas exuberantes de ángeles y santos que rodean el rostro áureo de un sol humanizado. — No, él no era ateo, pero nunca fue a misa. Tenía un amigo clérigo, un jesuita muy inteligente, el padre Magalhaes, que debió presentarle a Unamuno, porque venía mucho por casa. Cuando conocí a Dom Joa quim poco antes de su muerte, yo era novia de Joâo, mi futuro marido, el hijo del cazador de elefantes. Acababa de cumplir 20 años. Estudiaba entonces filosofía en Lisboa y me interesaba mucho por la literatura. A Pascoaes le gustaba hablar con la gente joven. Era afectuoso y lleno de curiosidad; sus ojos eran bonitos y brillantes. Me impresionó su mirada. Cuántas horas han debido pasar juntos el catedrático de Salamanca y mi tío ante esta ventana que los dos llamaban «A Santa Janella», frente al Marâo... A Don Miguel le preocupaban el celibato y el suicidio, y con mi tío tuvo oportunidad de comentar esos asuntos, porque él era soltero y había sufrido también el horror de perder a un ser querido que se quitó la vida, la desesperación radical. Su hermano António dejó escrita una carta en la que decía que se suicidaba porque la familia Pascoaes no debía sufrir el oprobio de su fracaso escolar, ya que no podía perpetrar el asesinato de un profesor malvado. Mire, aquí tengo una carta que le escribió Unamuno unos meses después de su visita, desde Salamanca. Le pregunta por qué los portugueses se suicidan tanto y le hace alguna confidencia. Don Miguel dejó en Salamanca a su esposa y siete hijos cuando vino aquí. Fue siempre un esposo enamorado mientras que mi tío era un solterón empedernido; nunca consintió en casarse a pesar del acoso reiterado de ciertas pretendientes notables. Había tomado de joven la rotunda determinación de mantener su soltería. Bueno, se sabe que corrió aventuras con alguna moza de Amarante, eso sí. Hasta el párroco de Gatâo conocía y comprendía esos deslices. Tuvo también algunas novias, pero sólo dos de ellas le dejaron huella: una joven bellísima, Fernanda, de la Casa da Faia, que le devolvió sus cartas de amor antes de casarse con un marqués, y una rubia inglesa llamada Leonor, que conoció en la Foz. La encontró en el tranvía y su pasión por ella le llevó a viajar a Inglaterra. La fue a ver a Londres y mantuvieron luego un carteo apasionado, hasta que ella murió de tuberculosis. Teixeira de Pascoaes no se enamoró nunca más, decidido a profesar el celibato civil en su monasterio particular. (…) Encerrado en el estudio solitario, el viajero pone manos a la obra. En un cartapacio escondido bajo un montón de libros desmembrados, descubre algunos dibujos y acuarelas sin firma reproducidos en un catálogo que el viajero ya conoce: «Teixeira de Pascoaes, obra plástica». El poeta del Marao también fue un visionario con los pinceles en la mano. Sobre esta luna sonriente, como quilla de barco dibujada con trazo infantil, navegan dos personajes de similar apariencia y desigual estatura, dos caminantes quizás como Teixeira y Unamuno, iluminados por un torbellino cósmico. (…)

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SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN (1919-2004) Ha mucho que dejé yo aquella playa De grandes olas y grandes arenales Más soy yo quien respira aún en la brisa Y es a mí a quien aguarda brillando la marea. “Ha mucho”, en Dual

Sophia de Mello es una de las escritoras portuguesas más importantes del siglo XX. Publicó catorce libros de poemas (Poesia, O Dia do Mar, Coral, No Tempo Dividido, Mar Novo, O Cristo Cigano, Livro Sexto, Geografía, 11 Poemas, Dual, O Nome das Coisas, Navegações, Ilhas, Musa, O Búzio de Cós e outros poemas), dos libros de prosa (Contos exemplares y Histórias da Terra e do Mar), siete cuentos para niños (A menina do mar, A fada Oriana, A noite de Natal, O cavaleiro da Dinamarca, O rapaz de bronze, A Floresta, A Árvore), dos obras de teatro (O Bojador y O Colar) y el ensayo O nu na antiguidade classica. Fue la primera mujer portuguesa en recibir el Premio Camôes, en 1999. También le fueron otorgados el Premio Max Jacob, en 2001, y el Premio Reina Sofía de Poesía Ibero-Americana, en 2003, entre otros.

Prólogo de Carlos Clementson a Antología poética, Sophia de Mello Breyner Andresen, Huerga y Fierro editores, 2000, p. 9-13.

Sophia de Mello Breyner Andresen nació en Oporto en 1919, en el seno de una familia aristocrática. En la Universidad de Lisboa inició sus estudios de Filología Clásica, que hubo de interrumpir al casarse96 y comenzar a dedicarse al cuidado de los hijos. No obstante, su profunda vocación y sensibilización estética por el mundo de la tradición grecolatina y la seducción iluminadora de sus mitos será fundamental en el desarrollo de su poesía. De esta tradición Sophia de Mello no sólo extrae referencias, temas y motivos inspiradores sino un modelo de finura y contención expresivas, de severa y lineal simplicidad, de la que es desterrado todo lo accesorio para conseguir una poesía cristalina, pura y esencial, llena a la vez de sensibilidad, emoción e inteligencia. Su obra comienza cantando el mundo idílico de la infancia, en brazos “de la naturaleza y de los dioses” según ha señalado Ángel Crespo, o ante el cálido deslumbramiento del mar; en una 96

Se casó en 1946, con el periodista, político y abogado Francisco Sousa Tavares, con quien tuvo cinco hijos. Es a partir de entonces cuando su obra adquiere un tono más comprometido. La propia Sophia reconoce la influencia de su marido en la dedicatoria del libro Contos Exemplares (1967): Para o Francisco que me ensinou a coragem e a alegria do combate desigual.

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sutil y esbelta transfiguración de la realidad y el recuerdo a través de una lectura simbolista, de la lírica de estirpe "saudosista”, en la estela de Teixeira de Pascoaes, a la que hay que añadir ciertas aportaciones de las varias voces de Pessoa, y muy en especial del clasicismo “a la portuguesa” de Ricardo Reis, que volverá a aflorar en libros posteriores, teñidos de un elegante paganismo literario. En 1944 publica su primer libro, Poesía, en el que la escritora se nos aparece inmersa en el orbe de una naturaleza finamente estilizada, al tiempo que muestra una cierta actitud de huida y aversión con respecto a la realidad social en torno a la hostil inmediatez de una vida y de una cotidianeidad decaída. Ante este mundo erizado y arisco, la poeta se refugia en la torre de marfil de su “casa blanca ante el mar enorme”, en la que llega a encontrarse a sí misma, en una delicada atmósfera de intimismo personal, expresado en un lenguaje aéreo y transparente, mientras se recrea en el latido del mar, del tiempo y del amor: un femenino refugio de orden y armonía frente a la tumultuosa y sórdida confusión del mundo. Como afirman A. J. Saraiva y O. Lopes, en su História da Literatura Portuguesa, nos hallamos ante un mundo poético depurado, en el que las imágenes se organizan según sus propias fuerzas de cohesión, sin la argamasa de una retórica analizable. Esa cohesión es, finalmente, la de la unidad del poeta con las cosas, o mejor (y ella así lo dice), “con el milagro de las cosas que eran mías”: una cierta casa, un cierto jardín, batidos por los vientos de un cierto mar, la noche, la luna, las imágenes positivas de esa atmósfera, imágenes subsistentes por sí, colocadas en el poema hasta aparecérsenos en su posición ideal y definitiva. El segundo libro, Día del mar (1947), contiene ciertas regresiones a un “paganismo” invocativo de dioses y figuras clásicas. Pero en Coral (1950), En el tiempo dividido (1954) y Mar nuevo (1958) asistimos a una especie de “sobresalto que viene a perturbar el jardín”, a una situación en que ya “caen las imágenes” y en la que “la raíz del paisaje fue cortada” (“Terror de amarte en un sitio tan frágil como el mundo”), pues donde hay encuentro hay también despedida, para desembocar en la conciencia de que “éste es el tiempo de la selva más oscura”. Así, paulatinamente la poeta va advirtiendo la estéril perfección de su mundo privado atrapada por el grito de dolor que se levanta de la “ciudad sucia” y de la sociedad portuguesa de su tiempo, sometida a la dictadura, a la injusticia y el oprobio. Su poesía se va alineando en una actitud ética de resistencia y compromiso, aunque sin perder la pureza, la delicadeza y la exigencia de su primitivo estilo: “No me queda / sino mirar a la cara / a este país de dolor e incertidumbre. / Aquí he elegido permanecer / en donde la visión es más dura y difícil”. Y entonces aquella poesía aristocráticamente exquisita y encerrada confortablemente en sus interiores jardines frente al mar, en la casa familiar guarnecida de todas sus cosas bellas y amables, se abre a una dimensión social y a los requerimientos colectivos de la realidad en torno; acoge, aunque sin perder su discreta y refinada postura, el murmullo y el grito de la protesta, se hace voz colectivamente humana como una más de las han de sufrir la Historia y las penosas condiciones de un país sometido a la dictadura y la pobreza. Pues la poesía para Sophia de Mello tiene una inesquivable dimensión moral, más aún —y como nos recuerda Ángel Crespo— ya había ella declarado explícitamente en 1964 que “la poesía es una moral”, para terminar concluyendo en su manifiesto “Poesía y revolución”, de 1975, que “en una sociedad como en la que vivimos [la poesía] es manifiestamente revolucionaria”, pero dejando siempre en claro que esta dimensión comprometida y solidaria no le lleva a obviar nunca su honda preocupación estética ni a supeditar el rigor del estilo y la pureza clásica de su dicción a otros intereses que los de la vida y la poesía. “Antes al contrario —como reconoce Ángel Crespo—, su no aceptación de la cultura burguesa es el estímulo que le induce a fundir sus 108


propias vivencias con las sugerencias de los mitos clásicos en cuanto presupuestos de una civilización más humanista que la presente". Como de igual modo podemos apreciar en su libro Dual (1972), en el que de nuevo, y según Saraiva-Lopes, "en imágenes clásicas mediterráneas, asistimos a la identificación de lo divino con la realidad humana y sus aspiraciones a la justicia". De este modo, la intensa concentración, la severa sobriedad y alada transparencia de sus primeros libros, en los que cantaba al amor; a la naturaleza y muy en particular al mar, se trasfunden a su honda sensibilización cívica por el difícil presente y el destino de su pueblo para retoñar en una serie de composiciones llenas de contenida emoción, adusta belleza y plural sentido solidario. Este compromiso ético y estético con la realidad histórica inmediata y con las víctimas de la Historia le llevará en los decisivos momentos de la “revolución de los claveles" y la transición democrática a intervenir personalmente en la vida pública de su país como diputada por el partido socialista y al frente de la presidencia de la Asociación de Escritores Portugueses, en cuyo Primer Congreso, en mayo de 1975, leyó su importante manifiesto "Poesía y revolución”. Hay, pues, en la obra de Sophia de Mello una permanente búsqueda de la unidad, de lo que ella llama la integridad o la "entereza”, una unidad en la que el hombre, la naturaleza y la historia vuelvan a encontrar una armonía que anteriormente sólo si ha existido en el mito, pero cuya idea, fecundando toda su aventura poética, le sirve como hermoso y utópico horizonte de plenitud personal y colectiva. De ahí la fecunda autenticidad tanto del empleo de los mitos clásicos en su obra como de su palpitante atención por la dura historia que le toca vivir; y que en el espacio del poema viene a reencontrar la armonía perdida. (…)

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Casa branca em frente ao mar enorme, Com o teu jardim de areia e flocos marinhas E o teu silêncio intacto em que dorme O milagre das coisas que eram minhas.

Casa blanca frente al mar enorme, Con tu jardín de arena y flores marinas Y tu silencio intacto en el que duerme El milagro de las cosas que eran mías.

A ti eu voltarei após o incerto Calor de tantos gestos recebidos Passados os tumultos e o deserto Beijados os fantasmas, percorridos Os murmúrios da terra indefinida.

A ti he de volver tras el incierto Calor de tantos gestos recibidos Pasados los tumultos y el desierto Besados los fantasmas, recorridos Los murmullos de la tierra indefinida.

Em ti renascerei num mundo meu E a redenção virá nas tuas linhas Onde nenhuma coisa se perdeu Do milagre das coisas que eram minhas.

En ti renaceré en un mundo mío Y la redención vendrá en tus líneas En donde nada se perdió Del milagro de las cosas que eran mías. “Casa branca”97, Poesia, 1944

Aquí nesta Praia onde Nâo há nenhum vestigio de impureza Aquí onde há somente Ondas tombando ininterrumptamente, Puro espaço e lúcida unidade, Aquí o tempo apaixonadamente Encontra a propia liberdade.

Aquí en esta playa donde No hay vestigio ninguno de impureza Aquí en donde hay solamente Olas que caen incesantemente Espacio puro y lúcida unidad, El tiempo aquí apasionadamente Halla su propia libertad. “Liberdade”, Mar Novo, 1958

Os que avançam de frente para o mar E nele enterram como uma aguda faca A proa negra dos seus barcos Vivem de pocu pâo e de luar.

Los que avanzan de frente hacia la mar Y en ella entierran como un agudo acero La negra proa de sus barcos Viven de luz de luna y poco pan. “Lusitania”, Mar Novo, 1958

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Se refiere a la casa de la playa de A Granja, donde pasó las vacaciones de niña. Esa casa es motivo también del poema “Jardim do mar” (O Dia do mar) y de los relatos “A Casa do Mar” (Histórias da Terra e do Mar), “Era uma Vez uma Praia Atlántica” (Quatro Contos Dispersos) y el cuento A Menina do Mar.

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Quando a pátria que temos nâo a temos Perdida por silêncio e por renúncia Até a voz do mar se torna exílio E a luz que nos rodeia e como grades.

Cuando esta patria nuestra no es ya nuestra Perdida por renuncia y por silencio Hasta la voz del mar se torna exilio Y la luz que nos cerca es como rejas. “Exilio”, Libro Sexto, 1962

Por um país de pedra e vento duro Por um país de luz perfeita e clara Pelo negro da terra e pelo branco do muro

Por un país de piedra y viento duro Por un país de luz perfecta y clara Por lo negro de la tierra y lo blanco del muro

Pelos rostros de silêncio e de paciencia Que a miseria longamente desenhou Rente aos ossos com toda a exactidâo Dum longo relatório irrecusável E pelos rostos iguais ao sol e ao vento

Por los rostros de silencio y de paciencia Que dibujó largamente la miseria A ras del hueso con la exactitud De un largo relato irrecusable Y por los rostros como el sol y el viento

E pela limpidez das tâo amadas Palavras sempre ditas com Paixâo Pela cor e pelo peso das palavras Pelo concreto silêncio limpo das palabras Donde se erguem as coisas nomeadas Pela nudez das palabras deslumbradas:

Y por la limpidez de las amadas Palabras dichas siempre con pasión Por el peso y color de las palabras Por el concreto silencio limpio de las palabras Desde donde se yerguen las cosas nombradas Por la desnudez de las palabras deslumbradas:

—Pedra rio vento casa Pranto dia canto alentó Espaço raiz e água Ó meu país e meu centro Me dói a lua me soluça o mar E o exílio se inscreve em pleno tempo

—Piedra río viento casa Llanto día canto aliento Espacio raíz y agua O mi país y mi centro Me duele la luna me solloza el mar Y el exilio se inscribe en pleno tiempo “Patria”, Libro Sexto, 1962

Esta gente cujo rosto As vezes luminoso E outras vezes tosco Ora me lembra escravos Ora me lembra reis Faz renascer meu gosto De luta e de combate Contra o abutre e a cobra O porco e o milhafre

Esta gente cuyo rostro A veces luminoso Y otras veces tosco Ya me recuerda a esclavos Ya me recuerda a reyes Renacer hace en mí el gusto Por la lucha y el combate Contra el buitre y la serpiente Contra el cerdo y el azor 111


Pois a gente que tem O rosto desenhado Por paciência e fome É a gente em quem Um país ocupado Escreve o seu nombre E em frente desta gente Ignorada e pisada Como a pedra do châo E mais do que a pedra Humilhada e calcada Meu canto se renova E recomeço a busca Dum país liberto De uma vida limpa E de um tempo justo

Pues esta gente que tiene El semblante dibujado Por el hambre y la paciencia Esa es la gente en la que Un país ocupado Escribe su nombre Y frente a esta gente Ignorada y pisada Cual la piedra del suelo Y aún más que las piedras Humillada y hollada Se renueva mi canto y retorno a la búsqueda De un país liberado De una vida limpia Y de un tiempo justo

“Esta gente”, Libro Sexto, 1962

O mar azul e branco e as luzidias Pedras — O arfado espaço Onde o que está lavado se relava Para o rito do espanto e do começo Onde sou a mim mesma devolviva Em sal espuma e concha regressada À Praia inicial da minha vida.

El mar azul y blanco y las lucientes Piedras. El palpitante espacio En donde lo lavado se relava Para el rito del terror y del origen Donde soy a mí misma retornada En sal espuma y concha regresada A la playa inicial de mi existencia. “Inicial”, Dual, 1972

Este búzio nâo o encontrei eu própria numa Praia Mas na mediterrânica noite azul e preta Comprei-o em Cós numa venda junto ao casi Rente aos mastros baloiçantes dos navios E comigo trouxe o ressoar dos temporais Porém nele nâo oiço Nem o marulho de Cós nem o de Egina Mas sim o cântico da longa vasta Praia Atlântica e sagrada Onde para sempre minha alma foi criada

Esta caracola no la encontré en ninguna playa sino que en la mediterránea noche azul y negra La compré en una tienda junto al muelle Y los balanceantes palos de los barcos Con ella aquí me traje el fragor de las borrascas Sin embargo no oigo en ella Ni las marejadas de Cos ni las de Egina Sino el cántico de la vasta y larga playa Atlántica y sagrada Donde por siempre mi alma fue creada

“O búzio de Cós”, O Búzio de Cós e outros poemas, 1997

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Esse que humano foi como um deus grego Que harmonia do cosmos manifesta Não só em sua mão e sua testa Mas em seu pensamento e seu apego

El que hermano me fue como un dios griego Que la armonía del cosmos manifiesta Y no sólo en su mano o en su testa Sino en su pensamiento y en su apego

Àquele amor inteiro e nunca cego Que emergia da praia e da floresta Na secreta nostalgia de uma festa Trespassada de espanto e de segredo

Aquel amor entero y nunca ciego Que emergía de la playa y la floresta En la íntima nostalgia de una fiesta Traspasada de espanto y de secreto

Agora jaz sem fonte e sem projecto Quebrou-se o templo actual antigo e puro De que ele foi medida e arquitecto

Yace ahora sin fuente y sin proyecto El templo actual rompióse antiguo y puro Del cual él fue medida y arquitecto

Python venceu Apolo num frontão obscuro Quebrada foi desde seu eixo recto A construção possível do futuro

Venció a Apolo Pithón —frontón oscuro— Y quebrose desde su recto eje La construcción posible del futuro.

[Poema escrito a la muerte de su hermano Joâo Andresen] Dual, 1972

Para finalizar esta brevísima muestra de la obra poética de Sophia de Mello, recogemos un poema inédito, dedicado a su hija María, cuando la escritora ya estaba muy enferma, escrito la noche del 11 de agosto de 2002, en Lagos, Meia-Praia. Maria Andresen Sousa Tavares es profesora universitaria de literatura, organizadora del legado de su madre y autora del sitio que la Biblioteca Nacional de Portugal dedica a la obra de Sophia de Mello: http://purl.pt/19841/1/index.html.

O espírito da vida estremeceu quando No escuro percebi que eras tu, Maria, A minha filha adorada, boa como o pão e fonte de alegria (ilegível) Pareceu-me que era felicidade a mais ficares Até altas horas decifrando o azul escuro Dos rostos da noite e era para mim a inteira Maria, bela, misteriosa, boa E tudo em mim ficou confiança e amor partilhado E Deus tinha derramado sobre nós A benção da sua mais alta estrela E a beleza da noite nos acompanha Hoje onze de Agosto E a noite parecia encantada

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AGUSTINA BESSA-LUÍS (1922- ) Como herança genética devo muito a regiâo de Amarante. Sâo lugares de misteriosa convivência, onde tudo se aprende e pouco se condena. … Todo acontecia como se tivesse precedido por um aviso. … sou um produto da regiâo, como o vinho verde, que nâo embriaga mas alegra. O livro de Agustina Bessa-Luís, Guerra e Paz, 2007

Maria Agustina Ferreira Teixeira Bessa-Luís nació el 15 de octubre de 1922 en Vila Meã, Amarante. El Duero, donde pasó su infancia y donde, durante la adolescencia, volverá en los periodos de vacaciones escolares, deja huella indeleble en su imaginario novelesco. Su padre, Artur Teixeira Bessa, que provenía de una familia de labradores de Vila-Meâ, emigró a Brasil a los doce años por “causa de la ruina de la casa de labranza y un pleito perdido en los tribunales”98. Estuvo allí veinticinco años e hizo una considerable fortuna. A su vuelta, se dedicó a la gestión de empresas de juego y espectáculos no siempre exitosas. Las raíces familiares paternas, y especialmente su tía Amélia que inspiró a Quina, fueron noveladas en su obra más reconocida: La Sibila. Su madre, Laura Jurado Ferreira, era hija de una zamorana casada con un Lourenço Guedes Ferreira, trabajador del ferrocarril, oriundo de Loureiro, en Peso da Régua. Además de Agustina, el matrimonio tuvo otro hijo, José Artur Teixeira Bessa, fallecido en 1978. Fue en la biblioteca del abuelo materno donde Agustina se aficionó a la lectura y tomó contacto con los clásicos: “Desde muy pronto descubría mis compañías en los libros. Cuando aprendí a leer, en el mundo se hizo la luz y pasé a entenderlo todo.99” Muy joven escribió dos novelas con el seudónimo de Maria Ordoñes. Una, Ídolo de Barro, que no publica, y Deuses de Barro, cuyo manuscrito se perdió pero se conserva la copia mecanografiada. En O livro de Agustina Bessa-Luís, la escritora recuerda a la “señora Champollion100 que descifró lo que yo escribí”. En julio de 1945 se casa con Alberto Luís, a quien había conocido a través de un anuncio por palabras puesto por la escritora buscando una persona culta con quien cartearse. Alberto Luís era entonces estudiante de Derecho en Coimbra, donde residieron hasta que él terminó la carrera. En 1948, publica Mundo Fechado y en 1950, recién establecidos en Oporto, Agustina publica Os Super-Homens. La edición fue costeada por su padre, “no porque creyese mucho en mí, sino porque no perdía la ocasión de apostar por un posible ganador. Cuando La Sibila se

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O livro de Agustina Bessa-Luís, Guerra e Paz, 2007, p. 12. Íd., p. 40 100 Alude a Jean-François Champollion, que descifró los jeroglíficos tras estudiar la piedra Rosetta. 99

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convirtió en un éxito de ventas y me asenté en las letras por derecho propio, parecía un poco desilusionado. A los jugadores no les gusta ganar.”101 Sin dejar de escribir, dirigió el periódico O Primeiro de janeiro y, más tarde, el Teatro Nacional D. Maria II. Perteneció también a la Academia de Ciências de Lisboa y fue miembro de la Alta Autoridade para a Comunicação Social, de la Academie Européenne des Sciences, des Arts et des Lettres de Paris y de la Academia Brasileira de Letras. Sus obras son una profunda reflexión sobre la condición humana, como en el caso de A Sibila (1954), que obtuvo un considerable éxito y la consagró como figura cimera de la narrativa contemporánea. Por ella recibió el Prémio Delfim Guimarães y el Prémio Eça de Queirós. El personaje de Quina está lleno de misterio, aparentemente ignorante, moviéndose en un espacio ambiguo permite una mirada unas veces crítica, otras ingenua e incluso sarcástica de la sociedad portuguesa, sus tabúes y sus fragilidades. Desde sus comienzos, su obra mereció el reconocimiento de escritores y críticos como José Régio, Óscar Lopes, Eugénio de Andrade, Vitorino Nemésio ou Jorge de Sena y fue distinguida con los más importantes premios nacionales. Su vastísima obra, calificada de neorromántica, se compone de unas cincuenta obras en las que cultiva la novela, el teatro, la crónica y la literatura infantil. Mención aparte merece su estrecha y larga colaboración con el cineasta Manoel de Oliveira escribiendo para él guiones o adaptando sus propios textos para el cine. La primera colaboración fue Francisca, en 1980, la adaptación cinematográfica de Fanny Owen, una historia basada en textos de Camilo Castelo Branco. Siguieron Vale Abraâo (1991/1992), O Convento, inspirado en Terras do Risco (1995), Party (1996), Inquietude (1998) inspirado en el cuento A Mâe de um Rio, O Princípio da Incerteza (2001), basado en Joia de Familia, y O Espelho Mágico, adaptación de la novela A Alma dos Ricos. Otros títulos son O Manto (1966), Canção diante de Uma Porta Fechada (1966), As Fúrias (1977), O Mosteiro (1981), que obtuvo el premio D. Dinis da Casa de Mateus, y Os Meninos de Ouro (1983), que recibió el Prémio da Associação Portuguesa de Escritores. El conjunto de su obra mereció el Prémio Nacional de Novelística, en 1967, y el Prémio União Latina, en 1997. En mayo de 2002, recibió por segunda vez el Prémio da Associação Portuguesa de Escritores por Joia de Família (2001). También fue distinguida con los premios Vergílio Ferreira 2004, otorgado por la Universidade de Évora, por su carrera como novelista y el Prémio Camões 2004. En ese mismo año, publicó Antes do Degelo. En 2005 fue distinguida, junto al poeta Eugénio de Andrade, con el doctorado honoris causa por la Universidade do Porto con motivo del nonagésimo cuarto aniversario de su fundación.

101

O livro de Agustina Bessa-Luís, Guerra e Paz, 2007, p. 39.

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“Los ojos de Agustina Bessa-Luís”, Carmen Martín Gaite en Diario 16, 4 de abril de 1977 Ha pasado fugazmente por Madrid, y he tenido ocasión de conocerla personalmente, Agustina Bessa-Luís, considerada, después de Fernando Pessoa, como la más importante revelación de la literatura portuguesa del siglo XX. Nació en Amarante, en 1922, de madre española y padre portugués, y empezó a demostrar sus excepcionales dotes de narradora en la década de los cuarenta. Su novela A Sibila, que, al parecer, será traducida en breve por la editorial Alfaguara, ejerció hace dos años sobre mí un extraño poder de seducción. El que, ya muy de tarde en tarde, proporcionan las voces que en el seno mimético y artificioso de nuestro entorno cultural aciertan a sonar de otra manera y poner ante los ojos del lector la presencia viva de lo narrado. Historia que enlaza con la epopeya rural, con el tema de las mujeres aparentemente sometidas pero indomables de la raza galaico-portuguesa, con lo mágico, lo intemporal y lo sagrado. A través de una exuberancia de evocaciones, turbulenta e indisciplinada, de una aportación de versiones orales hechas por personajes tan de carne y hueso como simbólicos, el lector se adentra en un paisaje y unas estancias donde todo lo ve y todo lo toca. Nada es postizo ni afectado, aunque sea literario en el más puro sentido del término. Es decir, la transposición literaria no ha quitado sangre, colores ni respiración a los seres que habitan el libro ni ha traicionado su lenguaje, al transformarlo. Recuerdo que al terminar aquella lectura pensé, entre otras muchas cosas, que el instinto literario de aquella mujer debía de residir en su capacidad de mirada. Ya otras veces, al enferntarme con un texto que consigue traerme a los sentidos con tanta eficacia lo narado por algún escritor, he imaginado cómo sería la mirada que recogió previamente aquellas imágenes que sirvieron de humus a su narración. Y suelo acordarme de aquella frase tan certera de Valle-Inclán: “En ningún momento del mundo pudo el hombre deducir de su mente una sola forma que antes no estuviera en sus ojos.” Lo cual viene a significar que sólo puede contar bien el que ha mirado bien, que el que no haya albergado en sus ojos casas, árboles, montañas y otros ojos, nunca podrá transmitir una riqueza que fueron incapaces de poseer. Ahora, al conocer a Agustina Bessa-Luís y hablar con ella, sus ojos me dieron pie sobrado para recordar la frase de Valle-Inclán, estuve a punto de recitársela. Porque esta mujer menuda, discreta y de aspecto tan sencillo que casi podría pasar inadvertida si no nos mirara, destila a través de sus ojos penetrantes el secreto de su sabiduría antigua, lenta y misteriosa. Escucha y habla con los ojos, nos invita desde ellos a compartir todas sus visiones. Una mrada que casi da miedo de puro profunda, como dan miedo los pozos sin fondo. Podría parecerse a la que nos lanza desde sus retratos Rosalía de Castro. Mirada de sibila, claro. Porque —ahora lo he comprendido— ella misma es la sibila.

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Portugal fue un reino desde la proclamación de Afonso Henriques en 1139 hasta la partida al exilio de Manuel II, el 5 de octubre de 1910. La nueva República afrontó unos comienzos marcados por la crisis política y económica, cuando el golpe militar de 1926 sentó las bases del estado novo, de carácter fascista, que se funda en 1933, un año después del nombramiento de Antonio Salazar como primer ministro. La Revolución de los claveles puso fin, el 25 de abril de 1974, a la dictadura salazarista.

CASA DE BORGOÑA Afonso Henriques (Afonso I) 1139-1185 Sancho I 1185-1211 Afonso II 1211-1223 Sancho II 1223-1248 Alfonso III 1248-1279 Dinis 1279-1325 Afonso IV 1325-1357 Pedro I 1357-1367 Fernando I 1367-1383

AFONSO HENRIQUES 1139-1185

FERNANDO I 1367-1383

Batalla de San Mamede, batalla de Ourique, Tratado de Zamora, reconquista, Monasterio de Alcobaça, de Coimbra a Lisboa, don Dinis, Pedro I e Inés de Castro

CASA DE AVIS

CASA DE HABSBURGO

Joâo I 1385-1433 Duarte 1433-1438 Afonso V 1438-1481 Joâo II 1481-1495 Manuel I 1495-1521 Joâo III 1521-1557 Sebastiâo 1557-1578

JOÂO I 1385-1433

Felipe I 15801598 (Felipe II) Felipe II 15981621 (Felipe III) Felipe III 16211640 (Felipe IV)

SEBASTIÂO 1557-1578

Batalla de Aljubarrota, Enrique el Navegante, manuelino, Batalha, Monasterio de los Jerónimos, Gôa, batalla de Alcácer-Quibir

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“FILIPES” 1598-1640 Batalla de Alcántara, guerra de la independencia portuguesa, pérdida de colonias, António Vieira

CASA DE BRAGANÇA Joâo IV 1640-1656 Afonso VI 1656-1683 Pedro II 1683-1706 Joâo V 1706-1750 José I 1750-1777 Maria I y Pedro III 1777-1816 Pedro IV 1826-1828 Maria II 1828-1853 Pedro V 1853-1861 Luis I 1861-1889 Carlos I 1889-1908 JOÂO IV Manuel II 1908-1910 1640-1656

MANUEL II 1908-1910

Restauración, Joâo IV, Catarina de Bragança, reconocimiento de la independencia de Portugal, el absolutismo, tratado de Methuen con Inglaterra, Mafra, marqués de Pombal, invasión francesa, pérdida de Brasil, “guerra de los hermanos”, regeneración, desarrollo industrial, descontento con la monarquía, asesinato de Carlos I y su heredero, derrocamiento de Manuel II


REPÚBLICA PORTUGUESA: DE 1910 A NUESTROS DÍAS

PRIMEROS AÑOS DE LA REPÚBLICA 1910-1926

1911 Derecho al voto femenino 1916 Portugal entra en la I Guerra Mundial con franceses y británicos 1917 Apariciones de Fátima 1918 Asesinato del presidente Sidónio Pais. La posguerra es un periodo de agitación social con frecuentes huelgas y cambios de gobierno. 1922 Primer vuelo al sur del Atlántico de Gago Coutinho y Sacadura Cabral.

LA DICTADURA MILITAR Y EL ESTADO NOVO 1926-1974 1926 Pronunciamiento del general Gomes da Costa en Braga. Dictadura militar. 1928 El general Carmona es elegido presidente de la República. António Salazar se convierte en ministro de Hacienda e impone medidas de austeridad. 1932 António Salazar, primer ministro. 1933 Instauración del estado novo. Se prohíben las huelgas, hay censura de prensa y se aplasta a la oposición con la policía política: la PIDE. 1935 Muere Fernando Pessoa. 1939 Firma de pacto de no agresión entre Salazar y Franco. 1949 Entra en la OTAN como miembro fundador y se concede el Nobel de Medicina a António Egas Moniz.

DE 1974 HASTA NUESTROS DÍAS 1974 Revolución de los claveles. El régimen de Marcello Caetano es derrocado de forma pacífica por el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA). El general Spínola ocupa la presidencia. A finales de año es sustituido por el general Costa Gomes. 1975 Periodo de gran inestabilidad política. Todas las colonias portuguesas excepto Macao se independizan poniendo fin a las guerras en África. 1976 El general António Ramalho Eanes es elegido presidente. 1986 Entrada de Portugal en la Comunidad Europea. El socialista Mario Soares se convierte en el primer civil jefe de gobierno desde 1926. 1992 Aprobación del Tratado de Maastricht.

1955 Portugal entra en la ONU. 1961 Comienza la guerra de Angola. 1968 Salazar se retira y es sustituido por Marcello Caetano.

1998 Exposición Internacional de Lisboa. 1999 Fin de la administración portuguesa en Macao. 2000 El euro sustituye al escudo.

1970 Muere António Salazar. 120


MIS NOTAS ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………………………………………………… 121


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