"El vuelo de Lila" de Ana Pérez Zaldívar

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El vuelo de Lila Ana Pérez Zaldívar Ilustración: Karin

Elí

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Ana Pérez Zaldívar Ilustración: Karin

Elí

Ana Pérez Zaldívar

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El vuelo de Lila

El vuelo de Lila

Lila, una joven con talento musical, vive en una montaña. Una chispa muy curiosa viaja por los cables de la corriente eléctrica, y así conoce a Lila y a su hermano. Entonces decide seguirlos. Así se inicia un viaje que llevará a la chispa a la ciudad donde Lila escribe canciones que denuncian la desigualdad en el mundo. Su hermano le advierte sobre el riesgo de convertirse en una cantante conocida y peligrosa para algunos. Pero, a pesar de las dificultades, Lila no se rinde y la chispa la ayuda para que su voz y su determinación la lleven más lejos de lo que nunca imaginó.

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Título original: El vuelo de Lila © 2016, Ana Pérez Zaldívar © De esta edición: 2016, Santillana Infantil y Juvenil, S. A. 26 avenida 2-20, zona 14, ciudad de Guatemala. Guatemala, C. A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343

ISBN: 978-9929-723-31-3 Impreso en: Primera edición: abril de 2016 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. El vuelo de Lila fue escrito por Ana Pérez Zaldívar e ilustrado por Karin Elí. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval , Julio Santizo Coronado y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fue realizada por Julio Santizo Coronado y Amado Monzón. Diseño de cubierta: Karin Elí. Coordinación de arte y diagramación: Sonia Pérez. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


El vuelo de Lila Ana Pérez Zaldívar



Si llegas al final del libro, quizá vas a saber quién soy, quizá no. O quizá no te va a importar, ya que la verdadera protagonista de este cuento es Lila. Yo la conocí en una pequeña aldea al lado de una montaña. Y la seguí. Esta es la historia de su entusiasmo y de su determinación por reflejar un mundo injusto y desigual a través de la música.



1 La vida en los cables El hombre salió de su taxi y pasó corriendo debajo de mí. Se detuvo. Sacó algo del bolsillo, que intentó leer, pero estaba tan oscuro que volvió a guardarlo. Me revolví en el interior de mi cable negro buscando la manera de acercarme a la farola más próxima. Pero el interior de estos cables de plástico sucio es siempre un lío. Está lleno de un montón de hilos de metal enredados que nunca sé bien cómo se conectan. Había uno amarillo, uno rojo y uno verde. ¿Cuál sería? Elegí el verde, que ya había funcionado otras veces. Lo agité más y más y más, y en un instante, ese instan-

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te que solo da la velocidad de la luz, alcanzó la farola más cercana. La farola se encendió. «Menos mal que la bombilla no está fundida», pensé. El hombre miró hacia arriba y los dos respiramos aliviados. Yo me muevo dentro de estos cables feos y desordenados que se ven colgados en las calles. Generalmente son negros, siempre se atan a un poste o a una farola y, luego, con un tiro más o menos largo, llegan a una casa o a un edificio. La vida me ha enseñado que hay lugares llenos de cables que tienen tantas luces y farolas que tienes que cerrar los ojos para que no te deslumbren. Pero hay otros donde no hay ni una luz, aunque haya muchos cables. Por eso hay personas que viven a oscuras cuando llega la noche, como yo dentro de mis cables; que caminan por calles que están a oscuras; que viven en una casa que también está a oscuras; y que incluso creen que la vida es oscura. Una vez, hace ya tiempo, no me quedó otro remedio que conocer a estas personas,


observarlas y sobre todo escucharlas en la oscuridad. Y aprendí también que muchas de esas vidas que parecían oscuras estaban llenas de color. Enseguida me van a entender. El hombre que pasó corriendo debajo de mí, ese que caminaba en la oscuridad, lo conozco muy bien. Es el hermano de Lila Méndez. Vive en este barrio. Yo realmente estaba allí siguiéndolo. No me malinterpreten. No soy metiche. Tenía una razón. El problema es que, en esta parte de la ciudad, los cables suelen estar muy enredados y es casi imposible hacer un trayecto en línea recta. Así que, después de un callejón y otro en el que no veía nada, dejé de sentir el ruido de sus pasos y lo perdí. Allí me quedé suspendido en mi cable, apoyado en la pared de una casa. Veía una lámpara encendida en la cocina. Oía voces y por ese mismo cable negro que entraba en la casa me escurrí adentro. El ambiente era muy húmedo a pesar de que se sentía un fogón encendido. A mí, calorífico como soy, la humedad me agra-

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da. Me imaginé una cocina de paredes descoloridas con su mesa y sus cuatro sillas, una estantería ordenada y un dormitorio donde dormía probablemente toda la familia. No necesitaba asomarme a la bombilla para saberlo. Me quedé allí en lo alto, escuchando. Aquellas voces hablaban de lo mismo que todo el barrio: del secuestro de Lila Méndez. —Sí, esa es, la que canta. Sus canciones suenan a todas horas en la radio estos días —decía una voz. —Ya —contestaba otra voz más joven —Pobrecita, pero ¿qué pasó? —Pues asaltaron el autobús donde iba. O eso parece. Eso fue lo que salió en las noticias —respondió la primera voz. —Bueno, no se sabe. No asaltaron al piloto, que es lo que suele pasar. Iban por ella porque… pues porque la secuestraron allí mismo. —Pero ¿por qué? ¿Por qué a ella? Ella es una joven muy linda que solo cantaba —continuó la voz joven.


—Linda, sí. Pues sería por eso, sí. Por linda se la llevaron, digo yo —respondió la primera voz. —Pero esos hermanos no tienen dinero. ¿Cómo van a pagar? —oyó decir. Las dos vecinas se quedaron en silencio. Las vecinas del barrio tenían razón. Los hermanos Méndez no eran ricos. El hermano trabajaba de taxista y no ganaba mucho, pero su trabajo le permitía vivir. ¿Y Lila? Lila estudiaba. Y trabajaba. Pero, sobre todo, Lila cantaba. Estos hilos de metal se me erizan al recordar cuando los conocí. Fue hace bastante tiempo. Ellos eran más jóvenes; y yo, supongo que también. En aquella época yo acababa de salir, como quien dice, al mundo. Al principio vivía en unos cables bastante estrechos en los que no podía moverme mucho. Iba y venía varios metros hasta que el cable se estrechaba en una curva y tenía que dar la vuelta. Mi vida era bastante aburrida. Pero un día unos señores con cascos y chalecos fosforescentes

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unieron mi cable con uno muy ancho. ¡Y entonces vi la luz! El cable ancho se unía con otros muchos, con miles, y yo podía moverme de un sitio a otro a gran velocidad. Cuanto más rápido, mejor me sentía calentando su plástico negro y duro casi sin tocarme. Escogía recorridos con grandes subidas y bajadas, y eso me permitía recorrerlos cada vez más rápido. Solo quería correr sin que nada ni nadie me interrumpiese. Aprendí a hacer tumbadas sorteando bombillas e interruptores porque me desgastaban. Iba a lo mío. De vez en cuando veía algo y a alguien. Escuchaba y casi nunca me interesaba. Pero un día, sin darme cuenta, uno de los cables se volvió estrecho de repente y, al intentar pasar por él a toda velocidad, me calenté tanto que salí despedido. Sin control y fuera del cable, vi que se hizo un fuego. Casi me muero del susto. El accidente de mi vida, como lo bauticé más tarde, ocurrió en una zona de montaña que no había visto nunca. Por suerte había mucha niebla y todo estaba húmedo, así que el fuego

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que ocasioné duró muy poco. Lila Méndez vivía en una casa cercana. Salió corriendo con otros vecinos. Cuando vi sus caras me imaginé cómo habría sido la mía. Aparecieron cubos de agua de varios tamaños. Después de un rato de gritos e instrucciones, el fuego se apagó. Yo lo miraba todo aterrorizado desde el palo de metal al que me había quedado pegado al salir volando. El palo no tenía ninguno de esos cables negros que yo conocía tan bien. Sin cables a los que agarrarme, no podía moverme. Estaba, cómo decirlo, ¡atrapado en un palo! Bueno, en el cable suelto de un palo. Cuando se hizo de noche se quedó todo a oscuras y en silencio. No recuerdo si tuve miedo, pero jamás lo admitiré.


2 Lila La noche en el campo puede ser negra y oscura, pero, cuanto más negra y oscura, mejor se escucha todo. Podía escuchar lo que pasaba en el interior de la casa de los Méndez, que era la más próxima a mi palo de metal. «Lila canta», le oí decir a una voz. Fue lo primero que escuché. Lo segundo, una voz que cantaba, que envolvía la noche y la convertía en día. Tras dos días en aquella situación empecé a desesperarme. La comunidad estaba sin

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luz, pero a nadie parecía molestarle demasiado. No se hablaba tampoco de cuándo volvería la electricidad. Yo realmente no sabía qué faltaba ni quién tenía que solucionarlo. Solo veía, no muy lejos, los cables por los que había llegado, pero no podía alcanzarlos. Me desesperaba no saber si la vida en el poste iba a ser cosa de dos días o de dos años. Estar allí pegado se convirtió pronto en rutina. Durante el día hacía lo que podía para despegarme del poste: saltaba hacia afuera, hacia abajo. Sin embargo, cada vez que me despegaba un poquito, siempre volvía rebotando al poste. Al llegar la noche, cansado pero no rendido de mis intentos de despegue, me acostumbré a escuchar las conversaciones nocturnas de la aldeíta. Desde donde estaba, siempre podía escuchar lo que pasaba en la casa de Lila, pero también en las casas vecinas. Nunca había sido entremetido, pero allí no había nada más que hacer que escuchar. Me enteré de muchas cosas: en qué casas se cenaba, en qué casas solo había discusio-

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nes por la comida, quién no se hablaba con quién, qué casas eran húmedas y tenían niños acatarrados, las riñas en lo que debía ser la cantina… Incluso, un día me di cuenta de que salían voces de casas que no eran casas. Algo que me llamó la atención desde el primer día era que un grupo de personas se juntaba al anochecer parece que a hablar. Pero lo que hablaban se escuchaba a través de la radio, que yo oía en algunas casas. Era la radio comunitaria. Funcionaba gracias a una donación de paneles solares y también al interés y a las ganas de los vecinos. Una tarde vino el enfermero del puesto de salud y habló de cómo las frutas y las verduras hacían crecer a los niños y por qué la comida chatarra no. Otro día el maestro habló de un concurso de cuentos que se estaba organizando en las escuelas del municipio. Otro día vino un anciano y estuvo contando la leyenda de una montaña que todos conocían, que se llamaba Aka. Incluso, un día vino el líder de la comunidad para hablar de por qué no había luz.


Era un momento en la tarde en el que las personas se acercaban y conversaban al terminar su día. Se reían cuando escuchaban su voz por el micrófono. Desde donde yo estaba sentía el calor de sus buenas ondas. Tras las entrevistas, ya de noche, había un programa de música que duraba como una hora. La música me reanimaba. Día tras día empecé a distinguir grupos y géneros. La trova me dormía y el rock me ponía una sonrisa en los labios. Escuchaba temas románticos, reguetón, merengue y un sinfín de géneros más. La música me devolvía el buen humor. Cuando acababa me volvía la frustración. Hasta que Lila empezaba a cantar. La vida puede ser mejor o peor, pero en aquel momento no tuve más remedio que aceptar que mi situación desesperante no podía cambiar. Aprendí a hacer lo que nunca había hecho antes, lo que aquella aldeíta había aprendido mucho antes que yo: a aguantarme. Y descubrí que, cuando uno aprende a aguantarse,

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a veces uno vive más feliz disfrutando de lo que la vida le pone adelante. Gracias a las conversaciones que escuchaba por la noche conocí la vida de Lila. Me enteré de que ella había aprendido a cantar gracias al maestro de la escuela, un joven de la capital que había llegado a esa comunidad buscando un no sé qué que ni él sabía. Él, que había aprendido música por sí mismo, se dio cuenta en seguida del talento de Lila. Ella era capaz de repetir sin mucho esfuerzo todo lo que escuchaba. Su voz sonaba demasiado grave a veces, pero rozaba el corazón. También me enteré de que había gente que solo iba a la iglesia para oírla cantar. Según Lila, cantar lo solucionaba todo. La tristeza, la frustración, la soledad y mil cosas negativas más desaparecían cuando dejaba que saliesen en forma de canciones. Cantar le ayudaba a liberar la tensión que había en la casa cuando su hermano llegaba borracho. Sus padres habían emigrado a Estados Uni-


dos cuando su hermano tenía 18 años y él se había quedado a cargo de los dos. Era muy trabajador, pero un accidente le había lesionado el hombro y desde entonces nadie quería contratarlo. No había nada que hacer en aquella comunidad: no había luz (al menos el tiempo que yo llevaba allí), no había una cancha de futbol, no había una escuela para mayores, no había gente de la edad de ellos. No había nada. Y en la desesperación el hermano empezó a beber de vez en cuando. Vivían del dinero que los padres mandaban de los Estados Unidos. Lila no quería el dinero. Ella lo que quería era estar con sus padres. Echaba de menos las charlas, los paseos, hacer cosas juntos, que le preguntasen por su día en la escuela. Los quería allí con ellos. Gracias a la iglesia, Lila consiguió una ayuda para ir a cantar a un coro en la población más cercana. Viajaba cada sábado. Allí también le enseñaban a cantar y aprendía a tocar la guitarra. Pronto la iglesia

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se hizo cargo de pagarle el transporte y de conseguirle una beca para estudiar en la escuela de música. Tenía entonces 12 años. Una de aquellas noches, mientras yo seguía aguantándome en mi poste, llegó a la casa el hermano de Lila muy agitado. Solía regresar más tarde, cuando Lila dormía, así que me sorprendió sentir su voz hablando en voz baja. —Lila, el alcalde me dijo que te dieron una beca para ir a estudiar música a la capital. Lila no sabía de qué le estaban hablando. —Es un centro de música financiado por extranjeros —agregó el hermano. —Ya… —comenzó a decir Lila, pero no pudo terminar porque su hermano siguió hablando. —Dice el alcalde que no puedes decir que no, que tú vas a cantar, qué vas a hacer música, ¡que tienes un futuro! —siguió diciendo él, muy agitado—. ¡Un gran futuro! Dijo esto último imitando la voz del alcalde. Lila se echó a reír.


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Me hubiese gustado ver sus caras, pero no podía ver nada, solo escuchar las voces. —Creo que fueron las señoras que vinieron a la escuela hace unas semanas —se oía la voz de Lila—. Cantaron con nosotras. Yo toqué la guitarra —decía mientras recordaba—. Hablé mucho con una de ellas… Lila hablaba emocionada. Le contó a su hermano que unas semanas atrás dos mujeres las habían visitado en la escuela de música de los sábados y habían participado en su ensayo. Sonreía al recordar lo


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que se había reído al intentar imitar los sonidos que ellas hacían. «Parecían salir del estómago, y no de la garganta», pensó entonces. —Sí, son ellas. Eso me contó el alcalde. No tendrás que trabajar, solo cantar. Y podrás tocar todos los instrumentos que quieras. ¡Es una escuela de música muy buena! Lo pagarán todo —dijo el hermano muy exaltado. —Pero no puedo irme —continuaba diciendo la voz de Lila—. Y tú, ¿qué vas a hacer? —¿Yo? No sé. ¡Y no importa! Se hizo el silencio. Luego, la voz del hermano continuó hablando. —No te preocupes. Yo… yo… yo... me voy contigo. De nuevo se hizo el silencio y este fue más largo. Cuando volví a escuchar sus voces, yo ya estaba dormido, soñando con el día de mi despegue. A la mañana siguiente observé un gran revuelo en la pequeña comunidad. Una fur-


goneta con una gran escalera en el techo se había detenido cerca de donde yo me encontraba. Se bajaron varios operarios con esos chalecos fluorescentes que me sonaban familiares y empezaron a desenrollar un cable negro que yo conocía muy bien. Pero este estaba nuevo. Los habitantes de la comunidad salieron de sus casas y observaron. Las señoras, con sus camisas de colores que iluminaban aquel día gris, se fueron enseguida. Se quedaron allí el hermano de Lila y algunos ancianos del pueblo. Se quedaron todo el día. Finalmente, cuando ya estaba empezando a oscurecer, un trozo de cable rodeó mi poste. No podía creerlo: «¡Por fin!», grité con toda la fuerza de mis voltios. Me introduje rápidamente en el agujero negro y respiré aliviado. Algunas luces del poblado, aunque muy pocas, se encendieron al mismo tiempo. ¡Yo volvía a ser libre! Me acomodé en aquel cable con olor a ferretería, listo y feliz para volver a mi mundo. Pero, justo en el momento en el que estaba

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a punto de deslizarme hacia el infinito, me asaltó una duda. Hasta el día del accidente, lo mío había sido recorrer cables sin importarme nada más. Miré hacia el interior oscuro y de repente mi vida pasada dejó de ser interesante. Mis carreras y derrapes no me parecían tan atractivos. Lo que realmente me interesaba ahora era la vida de aquellas personas. ¿Me había convertido en un metiche? Bueno, en realidad, yo quería saber qué iba a pasar con Lila. Yo quería que cantase, que tocase sus instrumentos y que se les encogiese el corazón a quienes la oyeran. Quería que su vida cambiase, que su hermano también. Quería seguirla, irme con ella. Lo pensé por un instante. Pero, como en el fondo todos somos eléctricos, volví a mirar hacia el interior de aquel cable nuevo: ¡necesitaba tanto estirar mis extremidades! De un gran salto me deslicé en su interior a toda velocidad.


3 Viaje a la ciudad Tardé varios días en regresar a aquella comunidad. No sé cuánto, pero pasó bastante tiempo. Cuando llegué al poste donde había estado suspendido era ya de noche. No había nadie en la casa de Lila. Esperé e intenté escuchar otras conversaciones para ver si descubría dónde estaba ella. Me sorprendió que todo estuviese de nuevo a oscuras. Entonces escuché a alguien hablar en la radio comunitaria. Era una persona que no había visto antes. —Buenas noches. Nos gustaría compartir con los vecinos y los amigos de la comunidad que en las próximas semanas solo habrá electricidad dos días a la semana. Es

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una decisión del gobierno local, ya que estamos obligados a compartir la energía eléctrica con las comunidades vecinas. Por el momento el suministro no alcanza para todas. Se oyeron algunas protestas en las casas. —Así que era eso —me dije. Por muy bonita que sea la noche, es difícil vivir a oscuras. Lo sentí mucho por el pueblo. Esperé y esperé. Se hizo de día. No veía al hermano de Lila tampoco. La casa seguía cerrada, así que decidí esperar una noche más para ver si escuchaba algo. Como ahora había más cables que llegaban hasta las casas, hice un recorrido rápido y las visité todas como si yo fuera la radio comunitaria. Finalmente llegué a una casa que tenía cables, pero no bombillas. Me quedé suspendido sobre el techo de metal, escuchando. En el interior sentía el ruido de un fuego y el olor a humo. Dos niños pequeños lloraban. La mamá abría la puerta de vez en cuando para que entrase aire, pero, con el frío que hacía afuera, enseguida volvía a cerrarla y el humo


se quedaba adentro. Cuando ya estaba a punto de irme escuché dos voces hablando. —Sí, se fueron a vivir a la capital. Allí tienen un primo —oí que dijo alguien. —Ella va a estudiar. Le dieron una bolsa para lo del canto. Creo que hablaban de la beca. —¡No sabes cuánto me alegro! —¿Y qué va a hacer ese hermano suyo? —Pues no sé. Nada, supongo. Así que finalmente se habían ido a la capital. Lila había aceptado la bolsa para estudiar música. Me puse eléctrico de contento. Pero la capital estaba lejos. Yo ya había estado allí. Llegar a la ciudad era un largo viaje para el que había que prepararse. Y, lo más importante, había que acertar para encontrar el camino correcto. Era difícil pero no imposible y había que empezar ya. Tomé impulso y me lancé dentro de los cables que tan bien conocía. Seguro se preguntarán cómo alguien como yo, que viaja dentro de cables, puede

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encontrar el camino a sitio alguno. Para ser sincero, depende de dos cosas: la primera, de cuán lejos esté el lugar, y la segunda, de cuántas ganas le ponga. En este caso había tantas ganas que el lejos no importaba. Las grandes carreteras y autopistas llevan siempre a la capital. Tenía que encontrar una de esas carreteras y seguir sus cables. Pero había que averiguar la dirección adecuada, y eso en ocasiones es un desafío. Para no equivocarse hay que buscar un cartel que indique la dirección. Por lo demás, imaginé que sería sencillo seguir los cables de la autopista. Pero me equivoqué. Encontré muchos más obstáculos de los que me había imaginado: postes caídos, cables cortados, cables demasiado pequeños, cables unidos por unos hilos como si fueran un puente colgante a punto de caerse y por los que decidí siempre mejor no pasar. En fin, uno es joven y loco, pero también ama su vida. No obstante, nunca me rendí. En conclusión, cuando llegué a la capital, entre ruidos de vehículos, humo espantoso de tu-


bos de escape y cientos de carteles de publicidad iluminados, había pasado lo que me había parecido un siglo. Estuve un par de noches colgado de una pantalla de televisión gigante para recargarme de energía y pensar mi plan para encontrar a Lila. Y tengo que confesar que casi me atrapan de nuevo. La pantalla daba calorcito. Y la cantidad de destellos y de colores vivos mostrando imágenes del mundo que cambiaban a la velocidad del segundo, que me hacían viajar sin moverme y que me llenaban de adrenalina y euforia sin esfuerzo casi me engancha. Por suerte, una tormenta eléctrica la dejó desconectada unas horas al tercer día y me espabilé. Tenía que encontrar a Lila. Las calles, la música, las personas que había conocido, y escuchado, sus conversaciones, la noche oscura y los cables rotos, la radio comunitaria, el olor a humo y la montaña Aka,

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Lila… Todo era más fascinante y diverso que el perfecto mundo de una pantalla. Salí disparado.

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4 En la capital 35 Mi plan de acción era buscar a Lila en las escuelas de música de la capital. No había muchas, pero en las dos que visité la primera semana no vi a Lila. Visité una tercera. Tampoco. Solo había dos más que podían ser consideradas escuelas de música. También las visité. En todas ellas pasé varios días yendo y regresando con la esperanza de encontrarla, pero no tuve éxito. No había plan “b”. Por alguna razón pensé que aquello iba a ser fácil. Nunca había tenido ninguna duda. Pero no fue así. ¿Cómo buscar a una sola persona en una ciudad donde viven dos millones?


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No se me ocurría nada. Dos días más tarde, deprimido, volví a mi mundo interior, ese de los cables negros y sucios, anchos y rectos, que me permitían viajar rápido. Allí se terminó todo. «Ya se me pasará», pensé. Pero nada era igual. Yo había cambiado. Viajar rápido y allí adentro me aburría. Un día volví a escuchar música cuando pasaba por un estadio lleno de luces y se me erizaron las ondas. Aquello me gustó. Descubrí los pequeños conciertos en bares diminutos. Los grandes conciertos con sus efectos especiales y montajes me gustaron al inicio, pero luego preferí esos ambientes más tranquilos e improvisados en los que te apoyas en tu cable y disfrutas así, solo, escuchando y cerrando los ojos. ¡La música es infinita! Y sentía que acompañaba todos mis estados de ánimo: de la melancolía del blues a la improvisación del jazz, del ritmo del reggae a la euforia del rock, y la protesta que había en algunas canciones hip hop. Me acostum-


bré a vivir así: Llenándome de música. Un día, mientras dormitaba en uno de esos bares que tienen todos los cables, digamos, a flor de pared y que están vacíos por las tardes, me despertó un ruido de voces. Esos bares están tranquilos hasta que llega la noche. No hay ensayos. El ruido de los instrumentos indicaba que ese día sí. Los músicos allí estaban. Crucé uno de los cables que atravesaba el bar de lado a lado y me quedé suspendido en el medio, cómodamente apoyado, listo para cerrar los ojos y escuchar. Sonó primero la guitarra. Podría ser una Fender1 porque, bajo aquella interpretación mediocre, el sonido era fantástico. Y entonces escuché aquella voz grave que se quebraba por la emoción y que yo tan bien conocía. Era la voz de Lila, ¡de mi Lila! O se parecía mucho. Me deslicé como pude hacia los cables al lado de la pared en busca de una ranura por la cual asomarme para ver. Eran bastante 1 Marca de guitarras eléctricas.

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estrechos, así que me llené de arañazos, pero finalmente encontré dos ranuras de luz casi al lado del suelo (más tarde me enteré de que eran las ranuras de un enchufe) y me asomé. Allí estaba. Había cambiado un poco: estaba más delgada y llevaba una falda larga sin el colorido propio de las prendas que usaba en su aldea. Su pelo negro liso era ahora más corto y estaba agarrado hacia atrás. Su voz seguía siendo


grave, pero era desgarradora, como la de esas cantantes de jazz que parece que están enfadadas cuando cantan, y aun así tan seductora. Al lado de la ranura de aquel enchufe me emocioné. Lila debía de tener ya 20 años. Había pasado mucho tiempo desde la primera vez que había escuchado su voz.

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5 La vida de Lila Al final del ensayo estaba oscureciendo. Escuché algunos comentarios, pero enseguida los músicos salieron y se dispersaron rápidamente en la calle. No era seguro caminar después de anochecer. Lila se fue caminando con una compañera hacia una gran avenida donde había una parada de autobús y se subió a uno. El autobús se adentró rápidamente en una zona de la ciudad en la que yo no había estado nunca. Los autos brillaban. Los edificios tenían espejos como ventanas. Había arboles e incluso bicicletas en la calle. Había luces por todos lados. Parecía de día. Lila se bajó del autobús con su amiga y caminaron juntas un trayecto más, en medio de elegantes edificios con altos muros y agentes de seguridad. Las amigas se despidieron finalmente y Lila

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cruzó la calle para dirigirse a uno de ellos. En su muro de ladrillos pude leer: «Edificio San Blas». Llamó y alguien abrió la puerta. Por un instante pensé que me había equivocado de persona. —Buenas noches, Lila —oí que dijo una voz detrás de la puerta. No me había equivocado, pero ¿vivía ella allí, en aquel edificio? Para mi frustración, una cosa que percibí inmediatamente en aquel barrio era que, mientras más elegante el edificio, menos cables sueltos tenía. Miré rápidamente a mi alrededor en busca de un medio para entrar. Por suerte, de un poste salía un cable que se encontraba un poco más allá de la puerta de entrada. Parecía nuevo y flexible, así que desde el poste me lancé al interior. Pronto me topé con unos cables blancos y estrechos, de esos que van por el interior de la pared, a los que yo no estaba acostumbrado. Me costó mucho moverme por lo angosto del camino allí dentro.


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El edificio tenía solo cuatro pisos y unas pocas viviendas. Después de arrastrarme y rozarme por todos lados encontré el apartamento donde estaba Lila. Lo más fácil para contemplar lo que pasaba adentro era mirar por la ranura del enchufe ahora que ya sabía lo que era. Las bombillas dan demasiado calor y a veces también mucha luz. Y yo quería ver y oír sin perder un detalle. Vi a Lila junto a una niña de unos 12 años, revisando un libro de actividades. Estaba en una sala decorada con animales y letras. En el suelo, un niño de 6 pintaba con unos crayones. —Aquí hay unas faltas de ortografía —oí decir a Lila—. Sara, ¿quieres que te ayude? Sara estaba mirando su computadora y jugaba sin escuchar. —¿Sara? —No. No, gracias. Luego. —Sara, dicen tus papás que apaguemos la compu mientras hacemos tareas —oí que dijo la voz tranquila de Lila—. Creo que ya lo sabes. Tienes cosas que leer.


Sara la miró con enfado, pero puso la computadora en pausa y se quedó de brazos cruzados. Yo nunca había visto una computadora tan de cerca. Allí estaba aquella pequeña pantalla haciendo destellos de formas geométricas que no paraban nunca. Quería acercarme y explorarla. Pero la conversación y lo que pasaba en la habitación me distrajeron. —Quiero cantar como tú —dijo finalmente Sara—. ¿Cuándo me vas a llevar a unos de tus conciertos? —¿Qué conciertos? —preguntó Lila. —Los que haces con tus amigos en esos bares. Ya sabes. Los que he visto en Facebook. —Me encantaría llevarte, pero primero vamos a pedirles permiso a tus papás —respondió Lila con dulzura. —Seguro que me darán permiso —contestó Sara enseguida. Aquella conversación duró un largo rato. Yo tenía la sensación de que Sara hablaba gritando todo el tiempo, aunque por el tamaño

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de aquella habitación uno diría que no había necesidad. Mientras, Lila parecía siempre tranquila, pero no paraba: doblaba la ropa de los niños, limpiaba los zapatos, ordenaba los juguetes, recogía los vasos del suelo, colocaba los cuentos... Era como si de repente se hubiese hecho transparente a todos. Cuando se acostó el hermano pequeño, Lila y Sara se fueron juntas al dormitorio de la niña para terminar las tareas. Para mi alegría, Sara cargaba su computadora. Sin embargo, yo tuve que ingeniármelas para desplazarme de nuevo por los cables blancos y estrechos de una habitación a otra. Tenía que encontrar otras maneras menos dolorosas de desplazarme, pero, bueno, allí estaba. Al llegar a la habitación de Sara encontré que todos los enchufes tenían las ranuras ocupadas. Los siete enchufes estaban conectados a los que imagino que serían aparatos eléctricos. Tuve que moverme entre raspaduras y estiramientos varios hasta la bombilla y su energía calorífica, que detestaba. Desde allí divisé el


sinfín de aparatos que impedían mi visión: el secador, un cargador de celular, la impresora, un equipo de sonido y la computadora. Efectivamente, no había enchufe libre en aquella habitación. ¿Qué haría Sara si viviese en la comunidad de Lila? —Quiero poner música —oí que gritó de nuevo la voz de Sara. —Claro, la verdad es que yo también —respondió Lila—, pero después de que termines las tareas. Cuando Sara parecía haber finalizado su tarea, activó de nuevo la computadora y sonó la música. Aquello me tomó por sorpresa. Quería averiguar cómo se encendía aquello, pero esta vez fue la conversación de Sara y Lila la que me distrajo. —¿Por qué tus canciones son tristes? —oí que preguntó Sara, que acababa de tumbarse en la cama y miraba al techo. Lila, que estaba escribiendo algo en un cuaderno, levantó los ojos y la miró con sorpresa.

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—No sé, Sara. Me salen así cuando las escribo —le respondió Lila—. No son tristes. Es solo que… es que la vida es así, ¿sabes? Tiene cosas muy buenas, como cantar, como tener siempre luz, como poder leer cuando quieres y como compartir con tus papás… De pronto Lila tenía la mirada perdida. —…Pero la vida también es difícil —siguió diciendo la muchacha—. Tú naciste aquí y tienes una casa linda y una vida linda. Tus papás viven aquí. Otras personas nacieron encima de una montaña y nadie se preocupó de hacer un camino para que bajasen de ella. Sara la interrumpió. —Pero ¿para qué sirve la casa linda y todo lo demás cuando tus papás nunca están en ella, cuando siempre están trabajando o andan de viaje? —¿Sabes, Sara? Mis papás se fueron a Estados Unidos cuando yo tenía tu edad. Mi hermano lo entendió, pero yo no. Ellos decían que en nuestra aldeíta no había nada,


que todos nos moriríamos de hambre si no se iban de allí. En aquella época habría preferido morirme que estar sin ellos. Sara, yo no he vuelto a verlos. Tus papás viven contigo —dijo Lila en voz bajita. —No era tan mala la aldeíta. Tú estudiaste música allá —replicó Sara queriendo cambiar de tema. —Pues no. En parte pude hacerlo gracias al dinero que enviaban ellos; y en parte, gracias a que allá había personas generosas que me dedicaron su tiempo y su cariño y que también me dieron un poco de dinero. La mayoría de los niños y las niñas tenían que trabajar, pero yo no. Sara volvió a mirar al techo. Lila continuó. —Y… no sé. No quería rendirme, conformarme con la situación. La música me hacía luchar contra esa montaña que solo tenía un sendero para bajar. Me hacía soñar con un escenario, con una casa como esta, llena de libros y de bombillas.

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Las dos se rieron, pero Lila de repente volvió a ponerse seria. —Mis papás eran así. No se conformaron. Pero eso tuvo un precio para todos. —¿Y por qué no han vuelto? —preguntó Sara. —No pueden. No tienen papeles. Ahora, con el internet y eso, nos vemos y hablamos todas las semanas. Pero durante años solo recibía una carta de ellos cada tres meses, siempre de un lugar diferente. Ellos nunca recibieron las mías. Escuché un llanto, luego dos. A mí las lágrimas se me habían secado por el calor de la bombilla. Lila abrazó a Sara y le dijo: —Cuando vuelvan tus papás van a ir al cine juntos. Ya verás. Y van a ir a comer pizza y les vas a contar lo que pasó en la escuela sentada en el sofá. —Y tú, ¿me vas a llevar a tus conciertos? —insistió Sara. —Bueno, ya veremos —le respondió Lila con una sonrisa.


Sara se metió en la cama y Lila salió de su habitación con su cuaderno. Se dirigió a una pequeña habitación que había al lado de la enorme cocina. Yo creo que el arquitecto podía haber hecho el diseño un poco mejor: haberle quitado algún metro a la cocina para habérselo añadido al cuarto de Lila. Allí solo había espacio para una cama, una mesa pequeñísima, que tenía que estar hecha a la medida, y una silla sobre la que había una guitarra, pero no eléctrica, sino de esas de madera. Lila se sentó, abrió su cuaderno y siguió escribiendo. Tomaba la guitarra, cantaba en voz bajita y la dejaba sobre la cama. De nuevo volvía a escribir. Volvía a cantar. Era la una de la madrugada cuando apagó la luz y con los ojos brillantes se acostó.

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6 El hermano de Lila Esa noche no descansé. Cuando Lila se fue a dormir, volví a la habitación de Sara. La computadora seguía enchufada, la pantalla encendida y aquellas formas geométricas destellantes yendo y viniendo. Era mi momento. Localicé su enchufe y entré en la compu a través de su cable más ancho. Lo que allí encontré fue indescriptible. No les voy a contar los detalles. Solo les compartiré que el sueño de todo amante de la música empezaba allí y continuaba en otro mundo, más allá de la computadora, donde se podía comprar, vender, escuchar, sintonizar, copiar y compartir música. Pero lo más importante es que en aquel momento me di cuenta de que podía manipular aquel

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nuevo mundo, al menos a mi manera. Además, descubrí que podía entrar en él y salir de él a través de unas nuevas ondas, digamos, más refinadas, que podían ir solo por el aire, sin cables. ¡Era una revolución! ¡Me estaba reinventando! Al día siguiente me desperté con la cabeza pesada por las emociones y también con la inquietud de cuál sería el mejor modo de seguir a Lila durante el día. Mientras miraba el cargador de Lila enchufado, bloqueando temporalmente las ranuras de visión de mi enchufe, se me ocurrió una idea. Me comprimí no se imaginan cuánto, hasta que conseguí entrar en aquel diminuto cable de cargador y llegar a la batería. Seguro que el celular iría adonde Lila fuese. Y efectivamente así fue. Lo metió en su bolso por la mañana, y por primera vez comprendí lo que significa desplazarte sin moverte de tu sitio. Lila les preparó el desayuno a los dos hermanos y los acompañó a tomar el autobús del colegio. Luego se quedó esperando en la calle.


Al cabo de un rato, un taxi blanco y pequeño se detuvo delante de ella y vi asomar la cabeza de su hermano. —Con los atascos que hay en esta ciudad, ¡cómo puede ser que seas siempre tan puntual! —oí que dijo Lila. —Porque eres la clienta que mejor me paga —contestó el hermano. Escuché las risas de los dos. Luego, Lila se subió al auto. —Todas las mañanas, cuando te veo en este taxi, pienso en la suerte que tuvimos de tener un primo que nos ayudara a encontrarte un trabajo —dijo Lila.

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—Bueno, ya sabes que aún no tengo carné. Él solo me puso en contacto con el dueño de los taxis, ¡que tiene más de 20 carros! —contestó el hermano con resignación—. No ganamos mucho. Le damos a él casi todo porque no hay ningún tipo de control, pero con poco se vive mejor que con nada. El hermano iba conduciendo hábilmente por las calles. —Lila, cada vez eres más conocida por tu música. Mucha gente habla de ti, de tus canciones. La voz de su hermano se había vuelto seria de repente. Ella lo miraba sin comprender. —Lo que quiero decir es que algunas personas se sienten atacadas, señaladas —continuó razonando su hermano. Lila no respondió inmediatamente. Se hizo el silencio un rato, al cabo del cual ella comenzó a hablar casi sin respirar. —Será porque sienten que de verdad hay algo en lo que digo. Aquí la vida es de unos pocos, las casas lindas son de unos pocos,


la tierra es de unos pocos, la luz es de unos pocos. Pero, si tenemos el derecho, si somos iguales, ¿por qué no vivimos como iguales? ¿Será porque alguien que debería ocuparse de ello no lo hace? Yo canto para que las personas piensen en eso. Y si algunos se ofenden, ellos sabrán por qué. Su hermano la miró con cara de susto. —Lila, hay muchas personas que se suben a mi taxi todos los días. Con ellas oigo noticias, escucho música, también tus canciones, y hablamos. No sé si así es la mejor manera de cambiar las cosas —externó su hermano con preocupación. —¿Con “así” quieres decir cantando? Pues yo creo que así es como se cambian —interrumpió Lila con pasión en sus palabras—. Esa es mi manera, la que tengo, porque he tenido la suerte de nacer con esta voz. Cada uno de nosotros tiene habilidad para algo, y cada uno decide qué quiere hacer con ella: si quiere desarrollarla para uno mismo o para otros. Mi voz me conecta con el mundo. Me

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permite expresar lo que siento, lo que es injusto. “Denunciar el abuso o la omisión del poder”. Si mi voz —y en este punto su voz se entrecortaba—, si mis canciones sirven para que las personas de la calle sepan esto y lo canten, se expresen y se manifiesten, pues valdrá la pena. —Sí, claro —replicó el hermano—. Me parece muy bien. De verdad. Pero me da un poco de miedo. Puedes cantar lo que quieras, claro, pero cántales a los amigos, al amor, ¡como hacen todos! No quiero que te pase nada —expresó preocupado—. Lila, tú y yo somos afortunados. Tu voz, la beca, nuestros padres, la gente que nos ha ayudado… Muchas personas no tienen tanto. ¿Por qué arriesgarlo? —Precisamente por eso, por todas esas personas que nos han ayudado, porque hemos tenido esas oportunidades y tenemos que usarlas para algo mayor que nosotros. De nuevo hubo silencio. Durante ese tiempo yo había notado un cosquilleo parecido al que había sentido la noche anterior en la


computadora: ¡las nuevas ondas también salían del celular de Lila! Esperé un poco. No eran ondas eléctricas, sino magnéticas, como una corriente invisible que tiraba de mí como un imán. Seguí la corriente de ondas y en un momento llegué al celular de su hermano. La batería era bastante vieja, me sentía muy apretado y las voces no se escuchaban tan bien desde allí. ¡Ag! Regresé al instante. El coche se detuvo en la entrada de un edificio que parecía una escuela. Lila se bajó. Me enteré de que Lila estudiaba unas horas al día en un colegio y que de allí tomaba el autobús para llegar a la escuela de música. En la escuela, la rutina era muy aburrida para mi gusto. Primero había clase de solfeo, después de guitarra y después de canto. Digo que era aburrida porque se hacían ejercicios y se repetían. Ejercicio y repetición. Y así tres horas al día e incluso cuatro si había una clase extra para tocar con otros músicos. Cada clase mandaba tareas a casa. Enseguida entendí por qué Lila se acostaba tan tarde.

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Después regresaba a casa en el autobús. En ocasiones, su hermano llegaba a recogerla y la llevaba a la casa de Sara, donde Lila vivía y también trabajaba. Esa rutina se cambiaba algunas veces, cuando sus padres estaban juntos en casa. Pero esos días era cuando Sara estaba de peor humor. Yo sentía que sus expectativas eran demasiado altas y que sus papás tenían a veces otras cosas en la cabeza y sus ojos puestos continuamente en el celular. —¿Echas de menos a tus papás? —le preguntaba Sara a Lila después de alguna de sus pláticas. —Sí, claro. Todos los días. Y cuando habló con mamá le cuento lo que me pasa. Lo que más me gusta es que escucha y, sobre todo, que no me dice lo que tengo que hacer. Las dos estallaron en carcajadas. Cuando dejaron de reír, Lila continuó hablando. —Sabes, Sara. No se puede hacer guerra con todo. Simplemente nadie tiene tanta energía.


Sara volvió a reírse y Lila siguió hablando. —Lo digo sobre todo por las peleas con tus papás. Escoge tus batallas, y esas, las que valgan la pena, las que para ti sean importantes, solo esas, negócialas con ellos. No se puede ganar siempre —concluyó Lila. Sara se quedó pensativa. Era evidente que Lila y Sara venían de dos mundos diferentes y opuestos, pero había una conexión casi mágica entre ellas que unía sus vidas de muchas maneras. O al menos así lo sentían ambas.

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7 El secuestro Pasaron varias semanas. Además de la rutina diaria, Lila aprovechaba para cantar y tocar con otros músicos cuando tenía la tarde libre. En aquellos días había un ambiente de protesta en la ciudad y se habían organizado manifestaciones pacíficas en las que miles de personas se habían juntado para pedirle cambios al Gobierno. Familias enteras acudían con sus hijos portando pancartas. Gente de todas las edades y de todos los barrios llegaba para expresar su descontento. Lila y sus amigos músicos improvisaban escenarios y cantaban donde se juntaban más personas. La gente los rodeaba. Repartían las letras y la gente cantaba con ellos. Yo estudié en una escuelita más pequeña que una cancha,

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pero Rosa y Felipe, ellos no. En la montaña nos tocó nacer. ¿Te imaginas si te hubiese tocado a ti? ¿Te habría gustado encontrar un camino llano para bajar la montaña, no hacer uno nuevo cada día? Lila sentía que era un momento importante para el país porque se había conseguido que la población conversara de lo que pasaba y no se conformara con aceptarlo. ¡Fueron días emocionantes! Con aquellos acontecimientos, los hermanos tenían mucho de qué hablar cada día. Y para mí fue la oportunidad de seguir los acontecimientos dentro y fuera de los cables eléctricos a través de aquellas ondas nuevas que salían del celular. Porque había descubierto que dichas ondas, además de salir del celular de Lila y del de su hermano, salían también de otros miles de sitios. Sin embargo, días más tarde, un acontecimiento cambió aquel ambiente de entu-


siasmo. Era un viernes. Ese viernes Lila tuvo que viajar en el autobús porque el taxi de su hermano no había arrancado. Nos fuimos a la parada donde pasaba el bus que hacía la ruta más próxima al colegio. Tuvimos que esperar más de 40 minutos: primero no pasaba el autobús, pero nadie parecía impacientarse. Cuando comenzaron a llegar los buses, pasaron varios, pero todos estaban llenos. Seguimos esperando. Finalmente uno paró y Lila y otros pasajeros se subieron. Se subieron los que pudieron. Por suerte, no había que cambiar de línea. El bus nos dejaba a dos cuadras del colegio. Allí particularmente no había parada, pero bastaba con decirle al piloto si podía parar para que uno se bajara. Y Lila así lo hizo. Allí empezó el lío. El autobús frenó casi en seco. Varias personas se cayeron hacia adelante y todo el mundo empezó a gritar. Pensaron que el frenazo se había debido a la brusquedad del conductor para manejar. Nadie se había percatado de que una camione-

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ta se había parado delante del bus y le había bloqueado el paso. Lila ya había bajado y pasaba al lado de la camioneta en dirección al colegio. Yo iba dentro del celular, en el bolsillo del abrigo de Lila, que con su paso rápido se movía de derecha a izquierda como si fuese un barco. Oí las puertas de la camioneta abrirse y las voces de dos hombres hablando. La voz de un tercero daba gritos: —¡En el bus no! ¡Allí, allí! ¡Ella! Luego escuché unos pasos primero corriendo y después deteniéndose a nuestro lado. Lo siguiente que recuerdo fue que el movimiento del abrigo se detuvo de repente y que una cadera presionaba hacia dentro todo lo que había en el interior del bolsillo. Necesitaba salir de allí a como diera lugar. Necesitaba ver qué estaba pasando. Busqué las ondas más fuertes a mi alrededor para salir del celular. No había muchas, y la verdad es que no importaba, pues solo necesitaba una. Tomé la más fuerte y salí despedido


hacia la camioneta que había causado el caos. Veía cómo empujaban a Lila hacia el interior del vehículo y a mí con ella. Pero de repente escuché una voz que dijo con autoridad: —¡Apaguen los celulares ahora! La onda fuerte desapareció en aquel instante y no pude evitar salir despedido, atraído por las ondas que venían del autobús. Mientras, Lila y los secuestradores ya estaban subidos en el vehículo de estos. Y en medio de la confusión, cuando finalmente alcancé los cables eléctricos para poder seguirlo, el vehículo se alejaba a toda velocidad hasta que desapareció de mi vista. Casi me da un ataque eléctrico. Creía que había aprendido a manejar las ondas nuevas, pero en realidad no era más que un principiante haciendo pruebas. Me quería morir.

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8 Lo que pasa si no sabes manejar No sé cómo describirles la impotencia y la desesperación que me invadió durante las horas posteriores al secuestro. Me sentía culpable por no haber sido secuestrado con Lila. Me la imaginaba en alguna habitación fea, de las muchas que yo había visto en mi vida. Estaba desesperado. Me dediqué a deambular sin rumbo por mis cables eléctricos de siempre. No quería ver a nadie, así que me dediqué a recorrerlos durante horas hasta que, cansado, decidí regresar a casa de Sara. Imaginaba que tarde o temprano los secuestradores o el hermano de Lila los contactarían. Era ya la mañana siguiente cuando llegué a la casa de Sara. Alcancé la ranura del enchufe del salón y vi a Sara llorando abrazada a su mamá.

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—Mamá, ¿por qué se llevaron a la Lila? —decía gritando. —No llores, Sara. Todo va a estar bien —le respondía su mamá. —Pude haber sido yo, mamá. Lila no tiene dinero. ¿Qué van a hacer con ella? La mamá de Sara la miró con angustia, y yo creo que en aquel instante ella pensó exactamente lo mismo. Todos estábamos angustiados. Yo sabía que no quedaba otro remedio que esperar y aceptar la situación. Sin embargo, yo no podía aceptarla. Me tocaba aguantarme de nuevo y no quería aguantarme. Seguro que había algo que pudiera hacerse, pero ¿qué? Estaba en el dormitorio de Sara escuchando la música de su computadora, cuando de repente sonreí. Fueron días de intensa actividad. Trabajé sin parar y sin salir de la habitación de Sara. Al tercer día cruzaba los dedos para que Lila entrase por la puerta en cualquier momento, pero ¿y si no entraba?


Pasó un día más. Sara y su hermano ya estaban merendando por la tarde cuando sonó el teléfono. Era el hermano de Lila. Llamaba para saber si había alguna noticia. —No sabemos nada, Edwin —dijo el papá de Sara. —… —La Policía ha estado siguiendo algunas pistas, pero todas falsas. Lila era muy conocida, mucho más de lo que yo imaginaba. —… —¿Lo dices en serio? —exclamó el papá de Sara subiendo la voz de repente—. ¿Estás seguro? ¿Quién te la dio? —… —Yo creo que deberíamos decírselo a la Policía. —… —¿Y si no tiene nada que ver? ¿Y si es una trampa? ¿Dónde estás? —…. —Ya, ya. Bueno, bueno. Dame esa dirección por si acaso.

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El papá de Sara anotó algo en un papel y colgó. —Dice el hermano de Lila que alguien le dejó una nota en el taxi. La nota decía «Lila:…». Y a continuación, una dirección. Es un lugar que él conoce, un bar. —¿Y si es un engaño? —dijo la mamá de Sara. —Dice que el bar está en su barrio, que lo conoce bien y que no hay problema —respondió el padre—. Venía por nuestra calle, cuando de repente vio la nota en el suelo del taxi. Va hacia allá. Yo quería seguir al hermano de Lila. Si estaba al lado de nuestro edificio, lo alcanzaría. Por suerte, como todavía no había oscurecido, había muchísimo tráfico y se me hizo fácil divisar su taxi desde los cables y postes eléctricos. Los semáforos y las colas interminables para salir de la ciudad me ayudaron a seguirlo. El barrio donde vivía el hermano de Lila estaba en las afueras de la ciudad. Era, no


sé, feo. No había árboles. Había miles de cables de esos que yo solía usar para moverme, pero eran confusos, es decir, desordenados. Los edificios eran de dos o tres plantas. Las paredes, grises; los ladrillos, también; y los techos, de materiales muy diversos. Algunas calles estaban sucias. Al llegar la noche, muchas de ellas se quedaban a oscuras a pesar

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de los miles de cables. No había mucha diferencia con la aldeíta de Lila. El hermano de ella parqueó su taxi y salió corriendo con el papel en la mano. Se detuvo un momento para leer mejor, y en ese momento encendí la luz de la farola que estaba más próxima a él. Pero, mientras él continuaba corriendo, en un momento de enredo entre los cables que iban en todas direcciones lo perdí y me quedé suspendido durante un largo rato apoyado en la pared de un callejón. Había hecho lo más difícil, que era seguirlo en el taxi, y lo perdía ahora, cuando lo tenía casi a mi lado. ¡Aggg! Tenía la opción de regresar hasta allí y esperar. Y cuando ya estaba a punto de hacerlo, me percaté de que en el callejón donde lo había perdido había una puerta con luces de color anaranjado. Se oía música lejana. La puerta estaba cerrada y no había señal de que hubiese nada allí, a excepción de las dos bombillas sobre la puerta. Me acerqué. ¿Podría ser aquello el bar? La música se oía más fuerte. Sí, aquello debía ser


un bar. Escogí con cuidado el cable negro, que parecía llegar más fácilmente al interior, y lo recorrí ansioso. Adentro estaba muy oscuro, pero pude asomarme a los cables sin bombilla del techo. Bajo el ambiente anaranjado alcancé a ver al hermano de Lila sentado sobre un taburete en la barra. Hablaba con el mesero. No había nadie más en el local. Era todavía temprano. No esperamos mucho. La puerta se abrió y entró Lila. Era una Lila seria, delgada. Pálida. Su hermano dio un grito y corrió a abrazarla. Lila también. Se abrazaron tan fuerte que parecía que se iban a caer. No podían soltarse. Él le acariciaba el pelo con cuidado. Y entonces, un mar de lágrimas empezó a salir de los ojos de Lila. Digo mar porque las lágrimas caían de sus ojos lentamente, como un mar en calma llegando a la orilla. Lloraba en silencio Lila. El mesero los miraba. —Te llevo a casa —preguntó el hermano. —No sé —respondió Lila.

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—¿Te hicieron daño? —preguntó de nuevo él. —No. —Pero ¿estás… estás bien? —Sí —respondió Lila. El hermano la tomó de los hombros y la llevó lentamente hacia la puerta. Salieron a la calle y caminaron despacio. Las lágrimas de Lila seguían cayendo silenciosas, pero cada gota liberaba un fragmento de la tensión que se había acumulado. ¡A veces llorar es sano! Yo estaba atento a subirme a las ondas del celular del hermano, pero no había ninguna sensación de corriente magnética que tirara de mí, así que tuve que regresar protestando por los cables por los que había llegado adonde estaba parqueado el taxi. Allí esperé a que llegasen. Había llovido mucho. El poste estaba cubierto de gotas de agua sobre las que me dejé resbalar hasta el suelo. El agua también me ayuda a moverme, pero me disgusta andar por ahí chorreando, así que no solía usarla. Pero algunas veces no quedaba otro reme-


dio: crucé los charcos hasta el coche y entré por el motor, que estaba tan mojado como todo lo demás. Al poco rato, Lila y su hermano llegaron. Lila se apresuró a sentarse. No había nadie en la calle y estaba oscuro. —Tengo que llamar a los papás de Sara para decirles que estás conmigo. Dame un segundo —escuché decir al hermano de Lila. —Me voy a quedar en tu casa esta noche —dijo Lila—. Necesito hablarte. —Y yo —dijo el hermano—. No sabes cuántas cosas han pasado en dos días, Lila. Ella lo miró extrañada a través de sus lágrimas. El hermano arrancó el auto. Condujeron en silencio hasta el pequeño apartamento de él. Vivía en una de esas casas de dos plantas con ventanas, digamos, desencajadas y pequeñas, que a mí me parecían tan feas. Allí su hermano alquilaba un dormitorio con espacio para una cocina. El baño era compartido con la vivienda de enfrente. Salté del motor a los charcos de nuevo y alcancé

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el poste de la luz. Había que secarse antes de volver a entrar en los cables eléctricos porque una vez, por no hacerlo, casi me da un ataque al corazón de la subida de corriente. Esperé unos minutos dando saltitos y finalmente me deslicé con facilidad por los cables negros a flor de pared, que llegaban hasta el apartamento del hermano de Lila. —No hay luz —oí decir al hermano—. Pero tenemos agua caliente desde que pusieron esos depósitos negros en el tejado —explicó intentando romper el silencio. —No importa —dijo Lila mientras se sentaba en el colchón que hacía las veces de sofá. No podía creer que no hubiese electricidad en aquella casa. Pero al menos había bombillas. Me revolví dentro del cable y tiré de los hilos de metal como había hecho antes. Lo agité más y más, y dos bombillas se encendieron. No estaba seguro de si aquello duraría mucho. —¡Uh, volvió la luz! —exclamó el hermano de Lila viéndola a ella.


—Edwin, tuve mucho miedo —dijo Lila mirándolo fijamente—. Mucho. El hermano la miraba con cariño. —Voy a tener que dejar de cantar. No les gustan mis letras —dijo ella de pronto. Su hermano seguía observándola con curiosidad. Lila le devolvió la mirada, confundida. —¿Por qué me miras así? —Porque no sabes la que se ha armado aquí en dos días, Lila —repitió su hermano con voz cómica. La hermana volvió a mirarlo con cara confundida, pero siguió hablando. —He pensado tantas cosas estos días, Edwin. Aquella habitación diminuta me volvía loca. Las manos atadas. Uno se da cuenta de qué es lo realmente importante. Es estar con las personas que te quieren y que te importan. Quiero ir a los Estados, Edwin. ¡Vayamos!

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9 Estados Unidos Los enchufes estaban como bloqueados y no podía ver desde allí. Me había subido finalmente hasta la bombilla y observaba a los dos hermanos desde arriba. Yo sabía que no era el momento de irse a Estados Unidos. Me estaba poniendo nervioso. ¿Por qué Edwin no contaba lo que había pasado? —Calma, calma. No queremos ir a los Estados sin papeles, Lila —dijo el hermano—.

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Sin pasaporte no tenemos identidad. No podrás volver a cantar. Allá no solo no existirás, ya que no tienes carné de identidad, sino que tampoco existirás nunca, pues allá no puede conseguirse. Al menos por ahora. —No puedo luchar más, Edwin. Necesito ver a mis papás. Necesito verlos para recuperar la energía, para creer en lo que hago, como ellos lo hicieron. —Claro que vas a luchar, Lila. Estás luchando y lucharás muchísimo más. Lila se puso a llorar. —¿Qué te pasa? —gritó ella—. ¿No entiendes lo que ha pasado? Su hermano la abrazó. —Lila, desde que desapareciste, tus canciones empezaron a escucharse por todos lados, a todas horas: en todas las emisoras de radio, en los centros comerciales, en el autobús. Las computadoras se bloquearon unas horas reproduciendo toda tu música. Y no solo aquí. Incluso en los Estados. Las emisoras de allá emitían tus canciones. No se podía parar.


«Hablaron de hackers. Yo no entiendo, pero lo que pasó es que todo el mundo empezó a hablar de ti. Tu voz, tus palabras conmueven, Lila. La gente quería saber quién eras, dónde estabas. Así que el secuestro salió en todas las noticias. Incluso en los Estados. Papá y mamá me llamaron. Estaban muy preocupados». Lila lo miraba incrédula. —Creo que estoy soñando —dijo levantándose de repente. —Los secuestradores te liberaron porque había mucha presión en la calle. Hubo manifestaciones. La gente estaba en la calle de nuevo, pero por ti. «Yo… yo… yo salí en la tele hablando del secuestro. Dije que eras inocente y que no merecías eso, que vivíamos en un país libre, que teníamos derecho a cantar». Los ojos de Lila seguían abiertos como platos. Las lágrimas volvían a rodar por su cara. —Yo quería que dejaras de cantar, pero me equivoqué. Lila, no puedes dejar de can-

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tar. Ahora vas a tener que cantar porque la gente te está esperando —continuó diciendo su hermano—. No hay nada que esconder. Su hermano la abrazó. No me llamen culpable. Ustedes ya saben lo que pasa cuando uno maneja un carro sin saber muy bien cómo hacerlo. Básicamente se forma un caos. Pues algo parecido me pasó. Nunca me imaginé el perfecto caos musical que yo había montado. Las consecuencias superaron todas mis expectativas. ¡Estaba ¡feliz! Lo único que me preocupaba es que no sabría cómo repetirlo. Los días que siguieron a la liberación de Lila también fueron intensos. Ella concedió numerosas entrevistas, y la historia de su vida y de sus canciones no le dieron la vuelta al mundo, pero casi. De eso también me encargué yo. Lila recuperó la sonrisa. Pero esa sonrisa se hizo realmente enorme una semana más tarde, cuando Sara llamó a la puerta de su habitación.


—Lila, te llaman por el teléfono. Te aviso que es un gringo. Seguro que quiere entrevistarte —dijo entre risas. Lila estaba haciendo la maleta. Le habían ofrecido un trabajo en la escuela de música y había decidido irse a vivir sola. Dejaba la casa de Sara. —¡Ay, me da pereza! —¡Vamos! —dijo Sara—. Dice que llama de ARW .Yo creo que es una revista. Lila tomó el teléfono. —¿Lila Méndez? —dijo una voz masculina, con acento estadounidense, al otro lado de la línea. —Sí, soy yo. ¿Con quién hablo? —Soy John Rochester. La llamo de Nueva York. Soy responsable de nuevos talentos en American Records Worldwide, ARW, una de las compañías de grabación más importantes de los Estados Unidos. —¡En serio! —oí que exclamó Lila. —Me gustaría invitarla a hacer una audición aquí en Nueva York.

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—Yo… —consiguió decir Lila para luego quedarse muda. —¿Quién es? —preguntaba Sara. —Yo… —siguió diciendo Lila—. Yo… yo… yo no puedo ir a Nueva York. No tengo papeles ni pasaporte —explicó en voz muy bajita. —Nosotros nos encargamos de todo. Estará aquí una semana. Nos ocuparemos de su visado y de los gastos. Puede viajar acompañada de una persona —continuaba diciendo la voz—. Solo tiene que darnos sus fechas y su correo electrónico para mandarle la información. —Sí, sí. Claro. Para alegría mía y de todos, un mes más tarde Lila y su hermano recibían los pasajes para volar a Nueva York. Sara y sus papás los acompañaron al aeropuerto. —Oye, te voy a echar de menos —le dijo Lila a Sara al tiempo que la abrazaba.


—Y yo a ti. No sabes cuánto —dijo Sara con ojos de tristeza. —Volveré pronto —le dijo Lila al oído—. Vas a venir a aprender música a la academia. —Quizá no tan pronto. Quizá te quedes —le respondió Sara muy bajito. Finalmente los dos hermanos partieron a Estados Unidos. ¿Y yo? Pues yo decidí no acompañar a Lila esta vez. A mí, subirme a un avión y estar muchas horas lejos del suelo, de las ondas y los cables, me daba mucho miedo. A los dos días de su partida, mientras deambulaba buscando algún concierto que me levantase la moral, alcancé a ver la portada de uno de esos periódicos que entregan gratis en la calle. En la primera plana había una foto de Lila sonriendo frente a la sede de ARW en Nueva York. Debajo había otra foto más pequeña de Lila y su hermano abrazando a un señor y a una señora. El titular del periódico decía:

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Su voz valiente y talentosa la lleva a las puertas de ARW La foto más pequeña también tenía un subtítulo: “Gracias a su coraje y constancia Lila Méndez trasciende las fronteras” resaltaba la nota de prensa.


Tras ocho años, Lila Méndez y su hermano se reencuentran con sus padres en el aeropuerto de Nueva York. Y entonces sentí unas como cosquillas recorriendo mi eléctrico ser. FIN

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Ana Pérez Zaldívar Autora

Nacida en Oviedo, España, es experta en Salud Pública y Desarrollo Internacional. Se graduó en Ciencias Económicas y Empresariales en la Universidad de Oviedo y realizó estudios de posgrado en Cooperación y Desarrollo y Salud Pública. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera profesional en el sector privado, organizaciones no gubernamentales y gubernamentales y Naciones Unidas trabajando en África, Asia y América Latina.



Karin Elí Ilustradora

Karin Eli nació en San Marcos, Guatemala, en 1988. Desde niña es amante de los lápices y cuadernos, siempre como buenos compañeros que la acompañan a todas partes. Le encanta experimentar con todo tipo de técnicas alternativas que le permitan transmitir un mensaje. Desde siempre le ha interesado todo tipo de expresión artística con la cual el ser humano pueda comunicar sus pensamientos y sentimientos. Ha trabajado en proyectos de medios educativos en el área infantil y para adolescentes. Ha realizado exposiciones de ilustraciones en el festival de la mujer Ixchel.



Ă?ndice

1 2 3 4 5 6 7 8 9

La vida en los cables ........................... 9 Lila....................................................... 17 Viaje a la ciudad .................................. 29 En la capital......................................... 35 La vida de Lila ..................................... 41 El hermano de Lila.............................. 53 El secuestro ......................................... 63 Lo que pasa si no sabes manejar ........ 69 Estados Unidos ................................... 81



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Otros títulos de la serie Eugenia Valdez El pirata que no quería serlo

Álvaro Montenegro La isla inundada

Eddy Imeri Susy y el reloj de polvo cósmico

Gabriel Woltke Aculaxia

Eugenia Valdez Los libros prohibidos

Anne Thomae De cómo me fui a todas partes

Diego Ugarte ¿Cuándo vendrá el abuelo?

Antonio González Las cartas de la tía Fagot



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Lila, una joven con talento musical, vive en una montaña. Una chispa muy curiosa viaja por los cables de la corriente eléctrica, y así conoce a Lila y a su hermano. Entonces decide seguirlos. Así se inicia un viaje que llevará a la chispa a la ciudad donde Lila escribe canciones que denuncian la desigualdad en el mundo. Su hermano le advierte sobre el riesgo de convertirse en una cantante conocida y peligrosa para algunos. Pero, a pesar de las dificultades, Lila no se rinde y la chispa la ayuda para que su voz y su determinación la lleven más lejos de lo que nunca imaginó.

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7/26/16 22:30


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