"Isla Tortuga" de Antonio González

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Martín Díaz Valdez Los cuatro de Tevián Diego Ugarte En línea / La paradoja

Antonio González La casa invisible Stefany Bolaños El ladrón del edificio Adival Eugenia Valdez ¿Dónde se metió la abuela?

Hay quienes observan la vida y a las demás personas como si estuviesen sentados sobre la rama de un árbol y por debajo de ellos caminara todo el mundo. Pero ¿se puede conocer así a la gente? Una gran ola arrasa el pueblo habitado por personajes singulares como el señor Mondragón, la señorita Pivote, la señora Bucle, el Señor K y cierto tipo sin gracia. Aunque siempre es posible perder nuestras posesiones materiales, existen cosas más importantes, mucho más que los lugares: las personas que los hacen interesantes y gracias a las cuales siempre habrá esperanza.

Tortuga

Antonio González

ISLA TORTUGA

Julio Calvo Más intrincado que un laberinto

ISBN:978-99-297-2327-6

ANTONIO GONZÁLEZ

Otros títulos publicados en esta colección

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9 789929 723276

Antonio González Nacido en Guatemala en 1976, es titiritero y dramaturgo. Fundó la compañía La Molotera Títeres en el año 2009. Imparte la cátedra de teatro de títeres en la Universidad Popular desde 2013. Actualmente cuenta con 10 obras en repertorio. Premio de teatro en los Juegos Florales de Quetzaltenango 2007. Escritor y arquitecto.

Lucía León Kalina y el Sol Diana Vásquez Puertas y escaleras

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Título original: Isla Tortuga © 2016, Antonio González © De esta edición: 2016, Santillana Infantil y Juvenil, S. A. 26 avenida 2-20, Zona 14. Ciudad de Guatemala. Guatemala, C.A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343

ISBN: 978-9929-723-27-6 Impreso en: Primera edición: abril de 2016 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. Isla Tortuga fue escrito por Antonio González e ilustrado por Estuardo Maldonado. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval , Julio Santizo Coronado y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fue realizada por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta: Estuardo Maldonado. Coordinación de arte y diagramación: Sonia Pérez.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


Tortuga Antonio Gonzรกlez Ilustraciones de Estuardo Maldonado



A mis hermanos porque, pase lo que pase, ahĂ­ estaremos.





La gran ola

La lengua de agua, repleta de peces, golpeó al pueblo un día de junio. Llegó perezosa, como pocas cosas por mí vistas. Nada se comparaba con aquello, ni siquiera el día que fuimos de excursión con la señorita Pivote al pueblo vecino, apenas dos días antes de la gran ola. En ese pueblo había un pequeño zoológico con un oso perezoso que se la pasaba colgando de una frágil rama, y al verlo a lo lejos cualquiera hubiese pensado que flotaba, como si fuese un astronauta libre en el espacio.

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—Me gustaría ser uno de esos —murmuró alguien a mis espaldas—. A mí, sin embargo, no me atrae tal falta de movimiento. Preferiría ser una tortuga que, aunque lentamente, se mueve con la vida. A veces me pregunto si a las tortugas no les causa angustia sentir que nunca llegan a su destino. Porque es algo para ponernos a pensar. Supongamos que uno fuese así, de movimientos lentos, y que cada vez que te llamaran a cenar, aunque te murieras de hambre, la mesa estuviese a una eternidad de pasos. Podrían ser solo dos metros, o treinta centímetros, pero daría igual. Para el que tiene hambre da lo mismo. Además de la gran ola, el único recuerdo que conservo de ese día son las palabras de mi abuelo cuando me hizo montar en el camión del señor Mondragón: «Sube a la montaña, estarás a salvo». Esa fue la última vez que lo vi. Luego desapareció en medio de una nube negra. Era el escupitajo que lanzaba el tubo de lata del viejo camión que, como una pulga, subía la montaña dando brincos. Segundos después, escuchamos el estruendo de la gran ola que, en un abrir y ce-



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rrar de ojos, se tragó al pueblo. De pronto no hubo nada: ni una casa, ni el pequeño parque, ni siquiera el manzano que el abuelo había sembrado. La gran torre se había desmoronado y su vieja campana repicaba mientras se hundía. —Todo estará bien —dijo el señor Mondragón mientras sujetaba mi cabeza—. Pero yo no le creí. No podía confiar en quien tenía tanta agua en la mirada, tanta que parecía hundirse también. En un instante, todo lo que alguna vez conocí había desaparecido. El mar hambriento saboreó con su lengua cada trozo de casa en el pueblo, y varias horas transcurrieron antes de que los restos emergieran, lentos, sí: perezosos. Aquella noche fue muy larga. Había oscurecido cuando muchas luces llegaron cabalgando sobre el oscuro lomo del mar. Grupos de personas de los pueblos vecinos, gente que jamás había visto en mi vida, estaban allí para ofrecernos lo que podían. No había mucho de dónde escoger. Así que tomé con agrado una lata de aceitunas y el


trozo de pan que me ofrecían. Guardé en el recipiente metálico los únicos objetos que llevaba conmigo: una pequeña piedra de lapislázuli y la postal de las constelaciones que mi abuelo recortó de alguna de esas viejas revistas que coleccionaba. Pensé en él de nuevo. En el abuelo. Solíamos sentarnos bajo el manzano para observar las estrellas. La mayoría de las veces, en silencio. No le gustaba dar explicaciones sobre asuntos que desconocía. Cuando somos muy chicos nos encanta preguntar cosas como cuál es esa estrella, por qué está tan lejos, por qué brilla y de qué se alimenta. Porque uno quiere creer que hacen algo más (como si solo centellear fuese muy aburrido y necesitasen hacer algo más). El abuelo conocía muy bien el arte de observar. Pero era un hombre sabio y solía repetir la misma respuesta a mis interrogantes: «Hay cosas que son como la magia. Si descubres cómo funcionan, dejas de maravillarte». A pesar de su silencio, yo siempre aprendía cosas nuevas. Sobre todo a ver con atención. Pero siendo sinceros, muy pocas veces me

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quedé con dudas, porque solía preguntar los porqués de las cosas. Lo hacía una, dos, tres… o las veces que fuera necesario. —¡En el agua, en el agua! —gritó una mujer, lo que sacó al instante al abuelo de mi cabeza. Las linternas iluminaron la negra boca del mar, pero solo se veían los dientes, miles de dientes de madera y vidrio que brotaban a la superficie. Entre los restos sobresalía un objeto rojo cobrizo. Era la campana. Y tendido sobre ella, el minúsculo cuerpo del misterioso Señor K. Dos hombres se lanzaron al agua, lo arrastraron hacia la orilla e intentaron reanimarlo. El Señor K escupió la mitad del mar cuando recuperó el aliento. Un pececito dorado salió de su boca dando saltos, y luego otro. Y otro... y quién sabe cuántos más, pues luego de la docena, aquello dejó de sorprendernos. Tiritaba tanto que pensé que se desarmaría de un momento a otro, que se caería a pedazos como el viejo camión del señor Mondragón. Una gruesa cobija cubrió su cuerpo azulado y permaneció inmóvil el resto de la noche, entre los gri-


tos de alarma y el ruido de mil maderos que chocaban sobre el agua. Se hacía llamar Señor K, pero no era un hombre mayor, y además su verdadero nombre no comenzaba con la letra ka. Mucho tiempo después supe que se llamaba Adrián Encías. En la escuela había toda clase de apellidos: Caravaca, Zapato, Beitilarrangoigoitia, Calorín, Isósceles, Fructoso (visto de esta forma, no era sencillo sobresalir si a la fonética nos ateníamos). Cuando un chico nuevo llegaba al pueblo —lo cual ocurría muy rara vez—, había gran alboroto entre sus pares. Y surgían entonces las preguntas de rigor, pero nadie sentía curiosidad, por ejemplo, por saber si le gustaban las estrellas, si era zurdo, o simplemente si era un buen trepador de árboles. La cuestión es que el Señor K era el chico nuevo en el pueblo y nadie le hizo ninguna pregunta, al menos durante las primeras semanas. Era un muchacho raro, en términos generales. Por un lado, llevaba los cabellos erizados como limaduras en un imán, además de ese aire de no pertenecer a este mundo, o

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de estar permanentemente en otro. Parecía que no le interesaba hablar con nadie, pues se la pasaba escuchando algo en un dispositivo muy extraño. —¿Música tal vez? —¿O cursos de mandarín? —quiso adivinar Alicia Beitilarrangoigoitia. —Nada interesante, eso es seguro —repuso Lisandro Caravaca, el chico más pecoso que he conocido en toda mi vida—. Era pálido como una rana platanera y su rostro estaba salpicado por diminutas manchas, como si alguien hubiese dejado caer un bote de pintura negra muy cerca de él. Ninguno de nosotros había visto algo semejante. Si era un artefacto para escuchar música, no lo sabíamos a ciencia cierta. La única persona en el pueblo que ostentaba algo para esos fines era la señorita Pivote. Pero aquel objeto distaba mucho de parecerse al que portaba el señor K en el cinturón. No tenía manivela, no era enorme y tampoco tenía un cono monumental, parecido a una enorme flor, por donde saliese el sonido. Vaya que era extraño el artefacto del Señor K.


La música que escuchaba el chico venía guardada en unas cajas plásticas que introducía dentro de lo que me parecía un verdadero artilugio, y luego de unos segundos agitaba la cabeza con frenesí arriba y abajo. Yo lo miraba desde lejos, y me parecía de lo más extraño. Parecía un demente, alguien que sufría de algún tipo de trastorno mental grave, pero era innegable que lo estaba pasando fenomenal. —Si la señorita Pivote nos hiciera escuchar algo parecido —suspiré. —No necesitas licuarte el cerebro para disfrutar de la música —repuso Alicia. Pero a mí, con toda seguridad, me habría gustado agitar así la cabeza, aunque fuese solo una vez en la vida. Era un invento genial; de eso no cabía duda. No lo he dicho, pero además de la señorita Pivote había otra persona en el pueblo dueña de tales ingeniosos aparatos para escuchar música. Era mi abuelo, quien poseía muchas cajas de música. —¿Por qué tienes tantas, abuelo? —pregunté cierto día—. Evidentemente, eran muchísimas y las había por toda la casa: en la

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cocina, en el cuarto de baño, sobre la cama del gato (con el gato sobre ellas), colgadas del manzano y del cielo raso, sobre el armario. Eran numerosas al igual que variados eran los mecanismos para activarlas. Además, eran de tamaños, formas, colores y materiales muy diversos. —Porque cuando uno se hace viejo, guarda cosas —respondió en aquella ocasión. —¿Y para qué sirve guardar cosas? —pregunté de inmediato—. El rostro del abuelo se arrugó al sonreír. Cogió una de las cajas y puso a funcionar el dispositivo. —¿Sabes? —dijo—. La vida es como una de estas melodías. Cuanto más despacio va, más inesperada es cada nota que suena. En ese momento, el sonido de la campana, que volvía a hundirse, me hizo abrir los ojos. Bajo la pálida luz lunar divisé el pequeño cuerpo del Señor K, y pensé en la ironía: había sido, literalmente, salvado por la campana.


El libro más verde del mundo

Me gustaba trepar a los árboles y observar el mundo desde arriba, sentir que volaba. Una vez casi volé de verdad, lo digo en serio. No pude disfrutarlo mucho porque, cuando abrí los ojos, la enorme nariz del doctor Demetrius me hizo dar un brinco del susto. —Estarás bien —dijo el hombre, estirando las ojeras que se formaron bajo mis ojos luego de la caída, al tiempo que me apuntaba con su linterna—. Pero como una sencilla recomendación, te recuerdo que los árboles son peligrosos —agregó. Desde ese día tuve que conformarme con treparlos y quedarme sentada, lo cual era del todo aburrido. Fue entonces cuando comencé a observar el sendero que se extendía a lo largo del margen del mar, interminable y sinuoso; parecía que algo intentaba decirme.

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Luego de un primer experimento fallido de vuelo, se siembra la semilla de una incertidumbre difícil de sacudirse de encima, y eso lo sabía muy bien Alicia. Ella fue mi compañera de vuelo; y aunque en su caso fueron dos intentos más —sin éxito, debo aclarar—, juró desde ese último ensayo que abandonaba las alturas y el arte del vuelo. Para mi desdicha cumplió su juramento. Tanto llegó a desaprobar mi afición por los árboles que no me permitió dibujarle uno en la pierna que le enyesaron. Ni siquiera uno navideño; y eso que a casi todo el mundo le gustan los árboles de Navidad. —No quiero saber nada de eso —me advirtió cuando comencé a trazar el tronco—. Tuve que garabatear algo, no recuerdo qué. Mientras tanto, seguí trepando, sin intentar volar, pues, como dije, prefería sentarme y observar el sendero. Era un camino sinuoso, el cual pocos habitantes del pueblo transitaban. La mayoría hacía uso de la gran avenida para ir de extremo a extremo. Quienes andaban por la senda eran la señorita Pivote, el señor Mondragón, la señora Bucle y un fulano sin gracia.


La primera lo hacía cuando el sol estaba por ocultarse. La señorita Pivote era extremadamente sensible a los rayos del solares, pues era normal verla durante los recreos sentada debajo de algún árbol sujetando un parasol. Cuando por alguna inevitable razón se exponía a la luz del sol, estornudaba sin control y había que recogerle las gafas oscuras una y otra vez. Quizá transitaba por el sendero por esa razón, protegida por la sombra de los árboles. Y su parasol, claro. Por otro lado, el señor Mondragón daba grandes zancadas con sus largas piernas, y la señora Bucle y su bicicleta con la canastilla repleta de libros cruzaban el camino al mismo tiempo. Eran exactos como un eclipse, no podía pasar uno sin estar presente el otro. Sin detener la marcha, se saludaban brevemente y cada quien continuaba su camino. El fulano sin gracia era el único impredecible. ¡Claro, cruzaba el mismo sendero! De otra manera jamás habría reparado en su presencia. Era verdaderamente un hombre sin ninguna característica sobresaliente, en realidad no tenía ninguna cualidad a la vista.

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—Entonces tiene su gracia —dijo el señor K cuando le hablé de él—. Resultó que al Señor K también le gustaban los árboles y se trepaba a ellos con habilidad simiesca. Fui la primera persona en el pueblo que cruzó palabras con él, y lo hice solamente porque una de tantas tardes lo encontré sentado sobre mis ramas. El encuentro fue extraño, pues el chico no se presentó ni mostró cortesía alguna. Simplemente me observó por el rabillo del ojo y comenzó a sacudir la cabeza, al tiempo que presionaba los botones de su aparato musical. —Este es mi árbol —dije resuelta. —¿Cómo? —respondió el Señor K alzando una de las pequeñas esponjas que cubrían sus oídos. En ese momento escuché un bullicio, como si se tratara de una lluvia de pequeños trozos de metal que salían de los parlantes. ¡Que este es mi árbol! —repetí. El chico volvió la vista hacia la izquierda y la derecha. Aunque creí que no respondería, transcurrieron unos segundos y —luego de colocarse de nuevo la esponja sobre la oreja— lo hizo sin mostrar preocupación:


—Dime si tiene nombre, porque según yo, estoy sentado sobre Gualberto. Me rasqué la cabeza sin saber qué contestar. Luego de pensarlo decidí que lo mejor sería sentarme a una distancia prudencial del chico y continuar con mi vida. Resultó incómodo, pues uno no puede estar a sus anchas cuando hay un intruso. Segundos más tarde cruzó el sendero la señorita Pivote. Y en cuestión de minutos, el señor Mondragón y la señora Bucle. Cuando apareció el fulano sin gracia, me impulsé para bajar del árbol. En ese momento, el Señor K me detuvo con la mirada. —¿Esto es lo que haces todas las tardes? —preguntó—. Me quedé congelada y, sin saber por qué, volví a sentarme. —¿Qué escuchas en eso? —dije señalando el aparato, pero sin atreverme a verlo a los ojos. El Señor K se acercó a mí y me colocó las esponjas sobre las orejas. Entonces presionó un botón. Enseguida sentí como si estuviese volando. La música era otra, no comprendo cómo lo hizo o en qué momento cambió de

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cinta, porque luego me explicó cómo funcionaba el dichoso aparato. Jamás en mi vida había experimentado algo parecido y quise que ese momento durara una eternidad. Luego le expliqué qué hacía en los árboles y cómo observaba a las pocas personas que cruzaban la senda que estaba debajo. Fue entonces cuando me dijo lo del fulano sin gracia, y no dejaba de tener la razón. Un tipo sin gracia —como lo llamé desde entonces por esa razón— puede resultar interesante. —Esa señora Bucle, ¿qué hace? —preguntó—. No existe razón alguna para que se apellide Bucle. Ciertamente, la mujer de marras apenas si tenía cabello. Sobresalía sobre su cabeza una mata de pelo, como una palmera enana. —¿Y por qué los libros? —continuó—. Sin embargo, a mí me parecía de lo más normal, esa era la señora Bucle que había conocido de toda la vida. Olvidaba que para el Señor K todo el mundo resultaba extraño. La señora Bucle era dueña de una enorme biblioteca. Aunque en realidad lo enorme no era el lugar, sino la cantidad de libros que al-


bergaba. Sucedía algo similar a las cajas de música de mi abuelo. Había libros en la cocina, en el baño, sobre la cama del perro (con el perro encima de ellos), colgados del árbol del jardín y sobre el techo. Los había de todo tipo, color, tamaño, idioma o época y hasta algunos que no parecían libros pero lo eran. —¿Dónde consigue tantos libros? —le pregunté hace mucho. —Voy a contarte un secreto —respondió la mujer, y me condujo al jardín—. Entre las rosas, los crisantemos, las margaritas, los geranios, las petunias y otra docena de especies florales, no había nada que resolviera mi duda. La mujer subió el volumen del aparato auditivo que sobresalía de su oreja. —Son hermosas, ¿no crees? —preguntó luego de contemplarlas largo tiempo. Lo eran, sin duda. Quizá creyó que había preguntado por las flores, de tal forma que la siguiente media hora se dedicó a explicarme las características y propiedades de cada una. —Los crisantemos, querida, son flores que nos hablan con alegría. Y el olor de las petunias, no hay nada más maravilloso, ¡nada!

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Y la señora Bucle continuó hablando sobre sus claveles, gardenias, gladiolos, ortigas y rosas. Dejó de hacerlo al apostarse delante de un arbusto. Me pareció extraño que esa mata verdaderamente tosca y silvestre estuviese en medio de tanto colorido. No había en él algo que llamara la atención, salvo que desentonaba con el conjunto. Era como cualquier otro matorral. En realidad, lo fue… hasta el momento en que de él brotó un libro. —¿Un libro…? —dijo el Señor K al tiempo que soltó una carcajada. En efecto, aquello resultaba difícil de creer, pero no iba a pretender que el chico comprendiera. Quizá por eso, el día posterior a la gran ola, cuando la señora Bucle apareció abrazando uno de sus libros, sentí alegría al verla, pero desconsuelo por su hermoso jardín y por aquel maravilloso arbusto. —¡Los libros! Bueno, vendrán muchos más —dijo sonriendo—. ¡Conseguí salvar uno! Entonces, lo colocó sobre mis manos. Era una edición de El libro más verde del mundo. —Está un poco cambiado —explicó la señora Bucle sin dejar de sonreír—. Esperemos



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que con el sol vuelva a ser el mismo. Había mucha esperanza en las palabras de la señora Bucle. Efectivamente, una capa de moho cubría por completo la pasta, que parecía ahora una esponja. Al abrirlo, no había una sola página seca, y cuando lo incliné un poco, un hilo de letras escurrió por el borde. Lamenté verlo en ese estado porque es mi libro favorito. —Sí, señora Bucle, esperemos que el sol haga su parte —dije—. Y luego nos fundimos en un largo abrazo.


Colecciones

El Señor K procedió a decir: —Lo estás inventando. —No tengo por qué hacerlo —expliqué—. Pero si no quieres creer, allá tú. El viento agitó mis cabellos, como advirtiéndome que era el momento de bajar. —¿Y ese señor? Tiene muchas bicicletas, pero siempre conduce su camión o camina —preguntó el chico al tiempo que yo apoyaba una pierna sobre la rama inferior. Era cierto. Nunca vi al señor Mondragón conducir una. El hombre reparaba bicicletas en su taller de la calle Ancha, en una casona de madera extremadamente angosta. Del techo colgaban aros y sillines, manubrios, espejos retrovisores, timbres y cadenas, además de marcos de todo tipo de bicicletas. Aquello se parecía mucho a la casa de mi abuelo, o a la

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biblioteca de la señora Bucle. La diferencia estribaba en que el señor Mondragón no parecía estar atado emocionalmente a ellas y prefería viajar en su camión. —Eso hace uno cuando se vuelve viejo —explicó el Señor K. —¿Qué cosa? —respondí, mientras volvía a la rama. —Guardar cosas. Eso mismo hace mi abuela. Y antes de que pudiera preguntarle, el chico continuó: —¿Guardas algo? Vaya, esa era una buena pregunta. Ya tenía una pequeña colección de piedras. No eran muchas, quizá unas veinte. —Colecciono piedras. —¿Piedras? —¿Qué tiene de malo? —respondí frunciendo el ceño. —A mí me gustaría tener un enorme frasco lleno de caspa —respondió.


Eso sonaba asqueroso. ¿De dónde iba a sacar tanta caspa? Y aparte de ello, ¿qué utilidad tendría? Es decir, si yo fuera dueña de una enorme colección de piedras, podría invitar a cualquier persona y explicarle cómo conseguí cada una. «Esta es de la Patagonia», diría ante la mirada expectante de mis invitados. Entonces añadiría: «Y esta otra la encontré en una ciudad donde no hay piedras». Eso acarrearía una gran cantidad de preguntas, pues resulta extraño hallar algo donde se supone que no existe. Pero, ¿un frasco lleno de caspa? —Piensa lo que quieras, pero sería el único en el mundo que tendría un frasco así —dijo el Señor K alzando los hombros. Y no dejaba de ser probable, de eso no cabía la menor duda. —Cepillos de dientes —dijo al cabo de unos segundos—. Apenas entendí a qué se refería cuando lanzó al aire otras palabras: «Sillas miniatura». —Dados —contesté vacilante. —Patos de goma —dijo él. —Collares de perro.

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—Jabones. —Chicles. —Botellas de salsa picante. —Saleros. —Cortadoras de césped. —Cinturones. —Calcetines rotos. —Árboles de Navidad. —Botellas de leche... No recuerdo en qué momento decidimos detenernos, pero la lista siguió creciendo; y cuando no hubo más que agregar —porque habíamos dicho todo lo posible y más—, bajamos del árbol. Sin despedirnos siquiera, cada quien enfiló por su camino. Mientras trazaba mi ruta por el sendero, pensé en el señor Mondragón y en sus bicicletas: ¿Por qué nunca las usaba? ¿Cuándo había aprendido a repararlas? Hay cosas que uno da por sentadas, asumiendo que la gente ha vivido de la misma manera desde siempre. Quizá el señor Mondragón no sabía montar bicicleta debido a su gran estatura, pero ese no sería motivo suficiente, pues podría fabricar una de acuerdo con sus necesidades.


Ahora que lo menciono, hay una bicicleta en su taller que resulta de lo más extraña; pero dudo que haya sido construida para él. Era como una máquina para volar, un submarino, o más bien la mezcla de ambas cosas, con un par de paraguas que se abrían y cerraban con cada pedaleada. Claro que estoy suponiéndolo, porque nunca vi que alguien la usara. Tenía dos llantas y media, dos sillines hechos con caparazones de tortuga, anclados a un resorte. Imagino que mantener el equilibrio de esa manera es una tarea más que complicada. Pero allí estaba aquella máquina, colgando del cielo raso en ese taller que me hacía recordar las antiguas construcciones góticas. El mismo señor Mondragón parecía venir de esa época, y resultaba curioso que nadie recordara a su antecesor, aquel maestro de quien con toda seguridad habría aprendido el oficio, pues todo debe aprenderse de alguien más, con tiempo y práctica. ¿Cuándo aprendí a subir a los árboles? Ahora mismo no lo recuerdo; fue hace mucho tiempo. Cuando se dan por sentadas las cosas

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de todos los días, uno deja de percibir los cambios, a menos que estos sean muy notorios. Es como si, de repente, la montaña del pueblo dejase de existir; no sé, digamos que un día de tantos decidiera irse, levantara sus faldas y diera unos pasos hasta perderse de vista. Eso es algo que se advertiría de inmediato. De manera paradójica, con las cosas simples ocurre lo contrario: una semilla que se convierte en árbol pasa inadvertida.


Justamente eso fue lo que ocurrió cuando aprendí a subir a los árboles. Ocurrió cuando el manzano de mi abuelo creció tanto que era imposible ignorarlo. —Voy a treparme en él —me dije—. Y sin técnica especial alguna, guiada únicamente por la intuición, en segundos estuve arriba. Y cuando digo arriba me refiero a dos metros sobre el suelo, lo cual no es mucho para un adulto, pero sí demasiado para un niño. Supe de inmediato que lo haría toda la vida. Poco

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tiempo después consideré la idea del vuelo, la cual tuve que abandonar a muy corta edad. Los árboles se convirtieron en mi refugio. Acudía a ellos cuando me sentía triste o feliz, o simplemente cuando deseaba estar sola. Digamos que no existía un solo motivo, sino cientos de ellos. Sobre todo cuando no deseaba escuchar a nadie, solamente el lenguaje de los árboles. Disfrutaba de los días lluviosos porque no había nada mejor que el aroma a tierra mojada que se eleva hasta las ramas de los árboles. En el pueblo llovía diez meses al año, pero nunca como esa tarde de junio. Nunca en mi vida había visto el cielo tan gris; estaba casi negro al mediodía. Sucedió muy rápido. De pronto me encontré en medio de la terrible tormenta y no tuve tiempo de hacer nada, solamente pude resguardarme a un costado del taller de bicicletas. Era tan alta aquella vieja casona de madera que, estando del lado de barlovento, la ráfaga llegaba convertida en brisa. Los viejos maderos de la construcción crujían con el vendaval que azotaba las ventanas,


al punto de quebrarlas. Una vez dentro, aquel ventarrón se arremolinaba y hacía sonar los timbres y los marcos de las bicicletas. Tuve miedo de aquel aullido metálico. De pronto, en una ventana altísima, apareció la mano del señor Mondragón, quien sujetaba un paraguas. Asomó la cabeza y dijo algo que no llegué a comprender. Apenas había parpadeado, cuando la sombra del hombre se proyectó desde detrás de mis espaldas. —¿Qué haces afuera? —gritó el señor Mondragón, batallando contra el ruido que ahogaba sus palabras—. En cuestión de segundos, me llevó al interior de su taller, donde las bicicletas volaban de un lado a otro como si los fantasmas hubieran aprendido a pedalear.

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Una bicicleta para dos

El señor Mondragón me ofreció una cobija. Al percatarse de mi presencia, las bicicletas volvieron a su lugar y todo volvió a la calma dentro del recinto. —No recuerdo que cayese una lluvia parecida en cuarenta y tres años —dijo el hombre, mientras el viento hacía retemblar una de las ventanas—. Detrás del vidrio, finísimos hilos de agua tejían una pared blanquecina. Yo tampoco había presenciado nada igual. Era como si el cielo se propusiera anegar al pueblo. —Ni siquiera una tortuga se atrevería a caminar con esta lluvia —agregó el señor Mondragón—. ¿Qué hacías afuera? Fuiste muy afortunada. Un viento así es capaz de arrancar un árbol de raíz. Cuando dejé de tiritar y recobré la sensibilidad en la lengua, me limité a dar las gracias.

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Mientras esto ocurría, el señor Mondragón hablaba del clima, de los truenos, de cables de alta tensión y mil cosas más a las que no pude prestar atención. Mis ojos veían fijamente todas aquellas bicicletas, o partes de ellas, que colgaban del cielo raso. Era imposible saber cuántas había. Fue entonces, mientras intentaba contarlas, cuando abrí la boca sin pretenderlo. —¿Por qué no usa una bicicleta? El hombre, quien en ese momento disertaba sobre los rayos cósmicos, las partículas alfa y los protones, dejó de hablar, como si una descarga eléctrica lo hubiese tocado. Suspiró y, transcurridos unos segundos, dijo: —Las bicicletas no me gustan. No supe muy bien qué responder ante tal revelación. Uno imagina que la gente hace lo que hace porque se siente bien, porque es algo que le apasiona. Después de todo, el señor Mondragón se veía muy a gusto en el taller, y nadie pondría en tela de duda su conocimiento de las máquinas de dos ruedas. Busqué de inmediato la extraña bicicleta, la que tenía dos llantas y media y dos sillines.


De todas las que había visto en mi vida, esa era la más genial sin lugar a dudas. No tenía idea de cómo se utilizaba, pero estoy completamente segura de que pasear en ella sería una experiencia que nunca se me borraría de la memoria. —¿Cómo pueden no gustarle? —pregunté, sin dejar de observar la rara bicicleta—. Pero no era yo, sino mi boca la que actuaba por su cuenta. Por más que me esforcé por cubrirme los labios con la palma de la mano, las palabras buscaron un pequeño agujero por el cual escapar. —Esa misma pregunta me hago yo desde hace cuarenta y tres años —respondió el señor Mondragón—. Las bicicletas son un invento maravilloso, no me malinterpretes, pero no me traen buenos recuerdos; y contra eso es poco lo que puedo hacer. Mis labios se abrieron para lanzar la siguiente pregunta, pero el estruendo del trueno de un poderoso rayo dejó al taller a oscuras y a mi boca vacía de palabras. Escuché muchos ruidos, como cuando alguien rebusca dentro de una caja metálica llena de tuercas y torni-

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llos. Una linterna se encendió con una débil luz a mis espaldas. —Ha sido la peor lluvia de todas —confirmó el señor Mondragón—. Será mejor que te lleve a casa. El taller… ya sabes, es viejo y peligroso. Entonces pensé: «¿No había dicho poco antes que ni una tortuga se animaría a salir? ¿De qué hablaba entonces?». Pronto sentí una sacudida. El viento empujaba las tablas del viejo edificio, y la parte más alta se bamboleaba al igual que la campana de la torre. De hecho, a lo lejos se podía escuchar el frenético repicar. El señor Mondragón me ayudó a subir al viejo camión rojo perla. Cuando estuvo sentado, introdujo la llave para ponerlo en marcha. Todo esto demoró algunos minutos, porque debió acomodarse varias veces, ya que las piernas no le cabían. Entonces, el motor se reusó a arrancar. —Está ahogado —dijo sonriendo—. Aunque no podía verlo, porque para entonces las baterías de la linterna se habían agotado, su tono de voz me transmitió su sonrisa. —Daisy, vamos —dijo el señor Mondragón.


—¿Tiene una perra? —pregunté con extrañamiento, porque me parecía que hasta la fecha no lo había visto acompañado de una. De haber tenido luz, estoy segura de que su expresión facial era como la de un chocolate que ha pasado horas bajo el sol. —¿De qué hablas? Daisy es el camión —respondió. A mí me parece que Daisy es un nombre reservado para una mascota: una pata, una perra, quizás uno de esos peces color naranja que se podían encontrar bajo el muelle. Incluso una cerdita, como los cientos de puercos que hay en la granja de la señora Estelosa. El caso es que Daisy no arrancaba. El hombre acarició el timón (que estaba forrado con la piel de algún animal extraño), y al cabo de unos segundos le susurró algo que no conseguí escuchar. Introdujo la llave de nuevo y el motor del camión tosió, como si tratara de escupir la pepita de un aguacate con la que se estuviese ahogando.

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Minutos después avanzaba a paso de tortuga por la que me pareció que era la calle Ancha. Era prácticamente imposible ver más allá de dos metros de distancia, y por un instante pensé que no había sido buena idea salir. El viento se colaba por debajo del camión, lo hacía elevarse unos centímetros y este volvía al suelo. Sumado a esta situación, los golpes sobre el techo se asemejaban al zumbido de un enjambre formado por un millón de avispas gigantes. —Estamos más seguros aquí que en el taller, créeme —dijo el señor Mondragón, apretujado dentro de la pequeña cabina donde acomodaba su largo cuerpo—. Todavía no comprendo cómo lograba conducir el camión sentado de aquella manera. En cuestión de segundos, los vidrios se empañaron, por lo que resultaba imposible saber si estábamos en tierra o en el ojo de un huracán, donde dicen que se está como en el limbo. Debe de ser muy parecido a volar, pero volar de verdad. Avanzamos por la calle Ancha. El tramo resultó eterno, pues el camión parecía una tortuga. Sin embargo, el señor Mondra-


gón conocía el camino como nadie más y era de esperarse. —Solo debo mantener el timón derecho, presionar lo suficiente el acelerador, y en cuestión de minutos estarás en casa —dijo con total convicción. Limpié el vaho del parabrisas con la palma de la mano. Era casi imposible ver algo, pero tuve plena confianza en que el señor Mondragón sabía lo que hacía. —¿Te gusta la música? —preguntó con una sonrisa—. Pensé en el Señor K y en su música. En cómo la estaría pasando, luego de llegar al pueblo y ser recibido con una tormenta tan pavorosa. —Sí —respondí—. Me gusta. Entonces, el señor Mondragón extendió la mano, lo cual no dejó de ser complicado para él, y consiguió encender la radio. Arriba, sobre el techo del camión, había un enorme parlante que amplificaba el sonido de manera sorprendente. Una vieja melodía comenzó a llenar las calles del pueblo, y se esparció libre en medio de la lluvia.

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♫Daisy, Daisy, give me your answer do1 I’m half crazy, all for the love of you It won’t be a stylish marriage I can’t afford the carriage But you’ll look sweet upon the seat Of a bicycle built for two Of a bicycle built for two Of a bicycle built for two2 ♫

1 Daisy Bell es una canción tradicional, compuesta por Harry Dacre en 1892. En 1961, la máquina IBM 7094 se convirtió en la primera computadora cantante al reproducir esa tonada. John Kelly y Carol Lockbaum programaron la vocalización y el acompañamiento fue programado por Max Mathews. En la película 2001: Odisea del espacio (1968), basada en un cuento de Arthur C. Clarke (El centinela, 1948) y dirigida por Stanley Kubrick, quien escribió el guion del filme junto con Clarke, la computadora HAL canta la misma tonada mientras Dave Bowman la desconecta. Es digno de mención que la computadora HAL recibió su nombre a partir de las letras que preceden en el alfabeto a las que forman las siglas de IBM: [H] International [A] Business [L] Machines. (Nota del editor). 2 Daisy, Daisy, respóndeme ya. Estoy medio loco debido a tu amor. No tendremos una boda elegante, pues no puedo pagar un carruaje. Pero te verás muy linda en el asiento de una bicicleta para dos. La canción alude a una bicicleta tándem. (Nota del editor).


La campana

El día siguiente a la gran ola, el panorama que se extendía ante nuestros ojos era de una profunda desesperanza. La montaña sobre la cual se erguía el pueblo más cercano aparecía en el horizonte como una lagartija tendida al sol, lejana e irreconocible. Por el contrario, del nuestro no quedaba nada más que la cresta del monte. Éramos, en el sentido más estricto, habitantes de una isla. La señora Bucle me invitó a que me acercara al final de la pendiente, donde la nueva playa estaba naciendo. La lengua adormecida del mar humedeció mis pies con su suave vaivén, acompañada de retazos del pueblo. Sujeté El libro más verde del mundo con todas mis fuerzas, de tal manera que literalmente las letras comenzaron a escurrir entre mis brazos.

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—Solo nos queda un árbol —dijo alguien a mis espaldas. Cuando volví la mirada, el Señor K sonreía, aún cubierto por la gruesa cobija y menos azul que horas antes. Se veía verde, como un habitante de El libro más verde del mundo. —La campana —dijo, atragantado de palabras—. Le debo mi vida a la campana. Luego nos dimos un largo abrazo. ¿Qué habría sido de él si no hubiese estado ese día en la torre? El Señor K comenzaba apenas a descubrir los secretos del pueblo, esos escondrijos que el resto de chicos estábamos acostumbrados a recorrer. Para él representaba una novedad encontrar un túnel, una puerta oculta, una rama demasiado larga que servía de puente hacia otro lugar, que en nuestro caso representaba un portal a otra dimensión. Llegó el día en que le mostré la gran torre, custodiada por un candado enorme y oxidado que prohibía el acceso a cualquier otra persona que no fuera el temible Gus Manpolqjg. Ese sí que era un apellido extraño y la peor de las invenciones jamás escuchadas en todo el pueblo.


Gustavo Manrique Policarpio era el verdadero nombre de quien cuidaba de la torre. Ese era su oficio y única preocupación, pues se trataba del guardia más veterano, flojo y distraído que ha existido en mil kilómetros a la redonda (no puedo hablar de otros porque, hasta donde sé, nuestro pueblo era el único que tenía campana). Había hecho un juego de palabras con su nombre, a partir de la lectura de varios libros de seres fantásticos que tomó prestados de la biblioteca de la señora Bucle. Por eso agregó la «qjg» al final, para que fuera desagradable y temible. Pero nadie, o casi nadie, llegó a comprenderlo, mucho menos a pronunciarlo sin que sonase como el camión del señor Mondragón el día que parecía tener atorada una pepita de aguacate. —¿Por qué cuidas la campana? —pregunté en mi última visita a la torre, puesto que la señorita Pivote se encargaba de realizar una, año tras año. Gus me observó sin comprender la pregunta. O quizá sí la había comprendido, pero no supo qué responder, porque nunca nadie le

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había formulado esa interrogante. Creo que a él le pasa lo mismo que al señor Mondragón. No todo el mundo es feliz con su trabajo. —Estas son las partes de la campana: yugo, contrapeso, asa, hombro, tercio, medio, pie, borde, badajo, labio, medio pie. No confundas «medio, pie», con «medio pie», porque no son lo mismo. Y no confundas pie con pie, el que tienes, porque no es el mismo pie. Ni siquiera se parecen —fue la enmarañada respuesta que Gus dio a mi pregunta, presa de un tremendo nerviosismo. De hecho, era la única frase que alguna vez le escuché decir, la misma que repetía año con año durante nuestra visita. Debo aclarar que no era una excursión tal cual, al menos no como yo las conozco. Digamos que lo único realmente interesante de ella era el momento en que Gus se colgaba de la gruesa soga para hacer sonar la campana. La vibración profunda que producía el choque del badajo (verán que algo logró Gus a raíz de repetirlo) contra el labio (¿quién les pone esos nombres a las cosas?). Yo veía la campana mientras Gus señalaba cada parte con una varilla, sin hallar


en absoluto la relación entre el objeto y su nombre. ¿Por qué llamar pie a eso que no tenía ningún parecido con un pie? Y esa terrible confusión, el lío que siempre armó lo del medio, pie y medio pie. De haber sido yo, habría simplificado las cosas así: • Parte de arriba • Parte de en medio • Parte de abajo • Cosa para golpear la campana (mazo, o si lo prefieren, mazote) Claro, serían nombres escasos de solemnidad, pero al menos corresponderían a una realidad evidente. La primera vez que escuché los nombres de las partes de una campana, juro que de no tenerla frente a mis ojos me habría parecido un invento muy loco, tanto o más que la misma bicicleta de dos llantas y media y dos sillines del señor Mondragón. Ahora bien, la vibración producida por el badajo y el labio era tal que todo mi cuerpo se agitaba como gelatina. Resultó imposible esperar un año entero para subir de nuevo a la torre y experimentar aquella sensación. Pero

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Gus custodiaba de día y de noche, siguiendo la misma rutina: caminar alrededor de la construcción, la primera parte del día en una dirección y después en la otra. Al mediodía ejecutaba un giro brusco y cambiaba de inmediato de sentido. Nunca comprendí por qué montaba guardia. Me pareció extraño que se lo tomara tan en serio. La segunda vez que le pregunté por qué cuidaba de la campana —porque no me gusta quedarme con dudas—, Gus apretó el paso. Lo seguí alrededor de la torre, y al cabo de tres vueltas, y luego de haberle repetido la pregunta seis veces, se detuvo en seco. —¿Qué quieres? —dijo al fin—. Y fue como abrir un obsequio. —¿Por qué cuidas la campana? —pregunté de nuevo. —Porque alguien debe hacerlo —fue su respuesta—. Estaba a punto de remprender la marcha cuando volví a preguntarle lo mismo por tercera vez en el día. —¿Por qué cuidas la campana? Gus, el hombre que caminaba alrededor de la torre todo el día, se detuvo, inclinó la cabe-


za apuntando a la puerta y me invitó a subir. Subimos los treinta y nueve peldaños en silencio, hasta llegar donde Clarisa parecía dormir (porque para mí, la campana debería llevar ese nombre). Ahora que lo pienso de nuevo, la campana repicaba solo una vez al año, durante nuestra visita escolar. Fuera de eso, no recuerdo haberla escuchado en otra oportunidad. Gus guardó silencio un momento y se aproximó a una de las ventanas que daban hacia el mar. —¿Por qué cuido la campana? —dijo—. Es una pregunta que nadie me hacía desde no recuerdo cuándo, quizá desde hace unos cuarenta y tres años. He olvidado por qué. ¿Era eso posible? ¿Levantarse todos los días, ejecutar una tarea sin saber por qué y volver al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente… y hacerlo por años sin recordar la razón? Gus me habló de la gran tormenta que cuarenta y tres años atrás casi había acabado con el pueblo y de cómo después de ese evento fabricaron la torre. —Quizá muchas vidas se habrían salvado de haber recibido una alarma. Por eso es que

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existen la torre y su campana —dijo Gus, con la mirada fija en el mar—. Desde aquel día, nada ha ocurrido y por eso a veces olvido por qué lo hago. Pero alguien debe hacerlo, ¿no? En realidad, él no cuidaba absolutamente nada, era solo un vigilante cuya tarea consistía en permanecer atento a cualquier eventualidad. Al detectar algo anormal, debía subir los treinta y nueve escalones y hacer sonar la campana. —Pero, ¿no sería más fácil estar acá arriba todo el tiempo? —¿Para qué? —respondió. Quizá no compartíamos el mismo gusto por las alturas. Además, aquello sería como estar encerrado en una celda por cuarenta y tres años. Pero no solo Gus parecía olvidar —a veces— el motivo por el cual daba vueltas alrededor de la torre. Todo el pueblo lo olvidaba. Al menos eso creí, sin embargo nunca imaginé que quienes habían pasado por esa terrible experiencia hacía cuarenta y tres años continuaban vigilantes. Porque tampoco pensé que luego de la segunda tormenta vendría la gran ola.


El árbol de la esperanza

Así pues, procedí a preguntarle al Señor K si estaba en la torre. Él asintió. Dijo haber visto por la ventana la feroz lengua de agua caer sobre el pueblo y que, cuando abrió los ojos de nuevo, se hallaba flotando sobre la campana. No recordaba nada más, lo cual resultó de lo más sorprendente. —¿Y Gus? —pregunté. El Señor K se limitó a inclinar la cabeza. Entonces vi sobre su hombro y creí reconocer al tipo sin gracia. No parecía ser el mismo que cruzaba el sendero con paso ágil y sin rumbo aparente. No. Este hombre lucía cansado, envejecido, como si en una noche los años se le hubiesen venido encima. Y, sin embargo, seguía siendo uno más entre los cientos de personas que estábamos allí. Empero, ya no éramos tantos, pues las balsas comenzaron a

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trasladar grupos, desde muy temprano, hacia los pueblos vecinos. El hombre parecía no querer irse y escaló poco a poco la montaña, lo que quedaba de ella, y pronto estuvo en la cima, muy cerca del manzanillo. «Solo nos queda un árbol». Las palabras del Señor K resonaron en mi mente. Era el manzanillo. Debajo de este, a cierta distancia del tronco y de la copa, todavía era posible leer la advertencia escrita sobre una lámina roja: Peligro. Este árbol, su corteza y frutos contienen savia cáustica venenosa. NO manipule ni coma de sus frutos verdes. NO se pare debajo del árbol cuando llueva. El agua podría causarle ampollas. NO, NO, NOOOO. Para aumentar el dramatismo, quien hubiese pintado el rótulo había extendido la última letra «o» en una serie de oes en disminución. Aunque, para ser sinceros, el aviso invitaba más bien a desear todo lo contrario. Siempre hubo quien quiso pasarse de listo y lo intentó, tal como lo hizo Lisandro Caravaca.


—Tengo hambre —dijo aquella vez, mientras escalábamos la montaña. —Siempre piensas en comer —repuse. —Pero esta vez es en serio. Tengo hambre. Voy a comerme una de las manzanas del árbol de la muerte—. Pronunció estas últimas palabras alzando las manos y haciendo muecas con suma exageración. A mí no me resultó gracioso, así que le advertí del peligro. Nada pude hacer. Me quedé sentada a esperar, pues pensé que bromeaba. Pero alguien con mucha hambre puede perder el juicio. Toda persona en el pueblo estaba al tanto de la advertencia. Por esa razón, no se nos permitía ir de paseo a la montaña sin la compañía de un adulto. Así que en esa ocasión habíamos roto la primera de las reglas. Lo vi alejarse con las manos dentro de los bolsillos y silbando una melodía monótona. —Déjate de tonterías —le grité, pero el chico ya se había alejado demasiado y era incapaz de escuchar mis advertencias. Cinco minutos después, Lisandro corría cuesta abajo, mientras lanzaba un prolongado alarido y desaparecía de mi vista. Atónita,

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lo vi llegar a las faldas de la montaña y correr por la calle Ancha. No corría, más bien daba brincos, como una «pulga con pulgas», si se me permite la comparación. Por suerte, el doctor Demetrius conocía un antídoto natural efectivo, pero igual de tóxico. Dicho en otras palabras: curaba el efecto del veneno con otro veneno. Pero esto solo lo sabía él, claro está. Nadie en su sano juicio tomaría una infusión de salvadera (un antídoto cuyo nombre, curiosamente, es contrario a su naturaleza), sabiendo que se trataba de algo de similares o peores efectos. Y Lisandro Caravaca, sus pecas y el nuevo aprendizaje pasaron dos semanas en cama. Fue muy lamentable, pues él y Alicia renunciaron, por diversas razones, a trepar árboles, lo que me dejó prácticamente sola. Hasta que apareció el Señor K. El chico parecía otra persona sin su extraño aparato de música. Cuando tenía las pequeñas esponjas en los oídos y agitaba la cabeza y en ocasiones las extremidades, sin sentido, me resultaba de lo más cómico, pero ahora estaba tan abatido como el resto de nosotros.


Aunque en medio de aquella emoción, tenía espacio para sonreír. —¿Qué tienes ahí? —preguntó al tiempo que señalaba (para ganar espacio abajo) la lata que sostenía entre mis manos. —No es nada. Ni mucho —respondí. —Pero es algo, y eso es lo importante —agregó. El Señor K tenía razón. No es que me conformara con lo poco que había logrado rescatar. Más bien, estaba agradecida. Ya extrañaba mi incipiente colección de piedras, pero de alguna forma también supe aceptar la nueva realidad. Y esto implicaba empezar todo de nuevo. En medio de tal situación, el manzanillo representaba, aun con sus peligros y amenazas, la esperanza. Quizá no sobre el suelo que pisaban nuestros pies, pues, como ya he dicho, ya no era una montaña, sino una isla. Sin embargo, podría serlo en otro lugar. En uno donde tendríamos que llevar el pasado con nosotros para construir nuestro futuro. Y eso sucedería con lentitud, como se mueven las tortugas.

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El enigma del sendero

Quizá nunca sabré por qué el tipo sin gracia cruzaba el sendero donde ocurría el eclipse del señor Mondragón y la señora Bucle. A lo mejor lo averiguaría mucho más adelante. Entonces, recordé las palabras del abuelo: «Hay cosas que son como la magia. Si descubres cómo funcionan, dejas de maravillarte». Tal vez lo que el tipo sin gracia hacía no era para nada extraordinario, pero sí un enigma (porque nunca aparecía a la misma hora), y por eso mismo resultaba asombroso. Pero si lo que el hombre hacía cada vez que atravesaba la senda era visitar a un familiar, todo se vendría abajo. —Siempre va a encontrarse con un viejo amigo. Un gigante —le dije al Señor K, luego de la conversación que tuvimos en el árbol la última vez.

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—No, estás equivocada. Va al pueblo vecino y regresa, es todo. —¿Es todo? Me parecía una idea absurda. —Pero un gigante no es, ¿cierto? —insistió el Señor K. —Entonces ¡ya lo tengo! Es un espía. —¿Un espía? ¿Por qué habría de serlo? Además, un espía debe pasar inadvertido, y tú misma me has dicho que no lo verías a no ser porque cruza el sendero. Va a la tienda de sombreros. Eso es lo que hace. —No hay tal tienda de sombreros en ninguna parte —respondí. —Eso es lo que tú crees. Es por eso que va a una tienda de sombreros, una que nadie más conoce. —¿Y para qué habría de hacerlo? —Para comprarse un sombrero, claro está. —¿Y por qué nunca lleva uno puesto? —Porque el viento se lo arrebata cuando regresa. Y no le gusta correr tras él. Es por eso que al otro lado del pueblo se está formando una montaña de sombreros. El Señor K tenía mucha imaginación; pronto inventó docenas de posibilidades, cada una


más improbable que la anterior. Quizá su propuesta más interesante fue la del hombre que trabajaba para una fábrica de zapatos, cuya tarea consistía en probar el calzado hasta desgastar las suelas; y eso requería meses, quizá años. Y así continuó imaginando nuevas posibilidades. El señor Mondragón y la señora Bucle atravesaron el sendero, como siempre lo hacían, intercambiando un breve saludo y continuando la marcha. —¿Por qué cruzan el camino al mismo tiempo? Eso sí me resulta muy extraño —dijo el Señor K. —Todo lo contrario —respondí—. Ellos están compitiendo, pero hasta el momento ninguno ha ganado. En efecto, ambos querían demostrar cuál de sus medios de transporte era el más eficaz. El señor Mondragón —como ya dije— manejaba todo el tiempo su camión, o iba a pie. En cambio, la señora Bucle no hacía más que pedalear en su bicicleta. Se esforzaban por ganar desde hacía mucho tiempo. Obviamente, el señor Mondragón recorría el trayecto a pie, pues el sendero era de un par de metros de an-

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cho a lo sumo, por lo que hubiese sido imposible usar el camión. Ambos partían al mismo tiempo (a las cuatro para ser más exactos) de puntos opuestos, pero equidistantes, y se cruzaban en este lugar, justo la mitad de la distancia entre ambos puntos. El Señor K arrugó la frente. Le tomó un tiempo comprender la dinámica de la competencia y no consiguió entender cómo podían encontrarse siempre al mismo tiempo, si uno iba a pie y la otra en bicicleta. —Quizá alguien hace trampa —dijo luego de pensarlo un poco—. Debe de ocurrir algo parecido a lo que sucede en la fábula de la liebre y la tortuga. Sin embargo, no era nada de eso. Estuve a punto de revelarle la verdadera razón, pero no quise, porque con seguridad dejaría de maravillarse. Por último, la señorita Pivote y su parasol. Sabemos que caminaba por el sendero para protegerse del sol. No había ningún enigma en ello. Supongo que alguna vez me vieron trepada en los árboles. Y quizá les inquietaría algo parecido a lo que el Señor K y yo pensába-


mos, así que se preguntarían cosas similares, porque todos teníamos algo en común: estábamos allí. Al ver al tipo sin gracia cerca del manzanillo, supe que no debía preguntar nada mientras me acercaba. Simplemente extendí la mano y la diminuta piedra de lapislázuli rodó hacia la palma de la suya. No era la más hermosa de mi colección, pero sí la única piedra que conservaba, y eso bastaba. El tipo sin gracia me vio a los ojos y sonrió apretando el puño al que la piedra azul ultramar había rodado. —Gracias —dijo, y nada más. Luego regresé a donde se encontraba el Señor K, quien para entonces extendía sobre el suelo, y con mucho cuidado, El libro más verde del mundo. —Quizá se seque dentro de un par de horas —dijo con esperanza. —Quizá —me limité a responder. Volví la mirada en busca del hombre, pero ya no estaba. Y no supe más de él. En cierta forma, lo echaría de menos, al igual que la campana, el taller de bicicletas,

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la biblioteca, los ĂĄrboles, pero sobre todo al manzano del abuelo. Me reconfortaba saber que todavĂ­a me quedaban las estrellas. Eso, dada la situaciĂłn, era suficiente.

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¡Corre Daisy, vuela!

♫ Daisy, Daisy, give me your answer do I’m half crazy, all for the love of you ♫ El señor Mondragón apagó la radio y pisó el freno de súbito. Frente a nuestros ojos, a pocos metros de distancia, la bicicleta de dos ruedas y media y dos sillines cruzó volando a gran velocidad. El viento la conducía y también la hizo desaparecer en medio de un torbellino, por donde pude observar un par de sillones verdes, dos maletas, un cofre y siete enanitos de jardín. Cambié de parecer, pues sin duda fue una excelente idea salir del taller, justo como previó el señor Mondragón. Daisy se elevó a unos treinta centímetros del suelo. La primera vez fueron a lo sumo cinco centímetros, y eso parecía cambiar con cada minuto que pasaba. Luego bajó con sua-

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vidad, como las veces anteriores. Y tuve miedo, un miedo indescriptible: la extraña impresión de que tampoco estábamos a salvo dentro de Daisy. Pero el señor Mondragón, sin soltar el timón, tomó una de mis manos y, advirtiendo mi temor, dijo con entera convicción: «No te preocupes, vamos a estar bien. Te lo puedo asegurar». El ruido del golpe seco de una puerta que chocó contra el parabrisas del camión me hizo dar un salto. Segundos después, el viento empujaba aquel trozo de madera y lo elevaba a varios metros por encima de nuestras cabezas, hasta que lo hizo desaparecer dentro de otro torbellino que ya se había formado. —¡El abuelo! —grité—. Y de inmediato intenté abrir la puerta. —¡Espera! —dijo el señor Mondragón—. No podemos salir, es demasiado peligroso. Aquí estamos a salvo. Bien: «Aquí estamos a salvo». Esa frase no me sonaba para nada convincente, no era el momento ni el lugar adecuado para usarla. De haber estado descansando debajo de un árbol o tendidos al sol en cualquier parte bebiendo


limonada hubiera sido mucho más apropiada. Es más, si fuese una lluvia copiosa en una noche cargada de relámpagos y hubiésemos estado en la casa tomando una deliciosa sopa, con las cobijas hasta el cuello y la chimenea encendida, entonces sí: aquí estaríamos a salvo. ¡Sería indiscutible! Pero en aquellas condiciones… el señor Mondragón no consiguió hacerme sentir a salvo, ni medianamente segura. Daisy se sacudió con tal brusquedad que quedamos viendo en sentido contrario. El señor Mondragón giró la llave y esta vez el camión encendió en la primera oportunidad, así que por un momento pensé que estaba igual o más asustada que nosotros, y deseaba marcharse de ahí cuanto antes. Claro que creer que Daisy se encontraba al tanto de lo que ocurría no solo era absurdo, sino que también ponía en evidencia la desesperanza que yo experimentaba en ese momento. —¡Vuela, vuela! —me sorprendí gritando, en mi afán por salir cuanto antes de allí, pero ¿adónde?—. La lluvia recobró su transparencia, ya no era el muro blanquecino de antes, y

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con el paso de las horas se fue diluyendo. Así que, ¿adónde? No había sitio al cual partir. —Puede volar —dijo el señor Mondragón, pero no entendí a qué se refería. —Daisy puede volar —dijo con claridad. No supe exactamente qué responder, ya que concluí que su respuesta era también un desatino producto de la misma angustia que yo experimentaba. Pero el hombre lo dijo, no una, ni dos, ni tres veces, sino muchas más. —¿Puede volar? ¿Qué quiere decir con eso? —pregunté, presa de una exaltación sin igual. —Puede, pero nunca lo ha hecho —reveló. Su respuesta fue desconcertante. ¿Cómo era posible que afirmara que un camión —además llamado Daisy— pudiese volar, aunque nunca lo había intentado? Tuve muchas dudas, porque ese refrigerador con llantas no parecía para nada una máquina fabricada para esos menesteres. Por otro lado, si yo pude volar —recuerden que lo hice, aunque fuera por muy pocos segundos—, ¿cómo no creer que Daisy no sería capaz de lograrlo? El señor Mondragón tiró de una perilla anclada al costado del timón y, de inmediato,



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un par de alas hechas con retazos de tela se abrieron a ambos lados del camión. Supongo que, desde fuera, el aparato se veía como un murciélago rojo perla de alas parchadas. El señor Mondragón realizó un par de movimientos en los controles y de inmediato Daisy empezó a surcar los aires a toda velocidad sobre las casas que, abajo, se mecían de un lado a lado. Los árboles eran arrancados de raíz y, como flechas, salían impulsados por las ráfagas de viento. Tampoco me sentí a salvo arriba, pero al menos me acercaba cada vez más a la casa del abuelo. Nos faltaban unos cien metros para alcanzar nuestro objetivo cuando, de la nada, la descarga de un terrible rayo dio contra el camión y nos lanzó a tierra en una vertiginosa caída. El señor Mondragón hizo todo lo que estaba en sus manos por retomar el control y pudimos tocar tierra con suavidad inesperada, quizá porque su deseo de vivir era superlativo. Vi por el retrovisor algo que jamás olvidaré: la lengua del mar se alzaba a pocos kilómetros del pueblo.


Desde muy lejos, como si se ahogara, me llegó el sonido del repicar de la campana de la torre. Había estado sonando desde hacía unos minutos, pero no fue sino hasta entonces cuando caí en cuenta. Sonaba y sonaba como si emitiera un grito agudo: un repique, dos, tres, cuatro seguidos, luego en rápida sucesión. Para entonces había podido bajar del camión y, al volver la mirada, me sentí completamente pequeña, como una hormiga que escapa de un pie que cae sobre ella. El abuelo gritó a mis espaldas. Sentí una alegría indescriptible, como la que solía experimentar cuando él descubría una nueva estrella en el firmamento. Corrí a sus brazos, deseaba volar como cuando lo hice desde el árbol, pero mucho más lejos: cruzar el mar, llegar hasta donde se encuentran las estrellas. Tomó mi rostro entre sus manos. El abuelo lloraba; él y yo. —¡Vamos! A la montaña —dijo, y me tomó entre sus brazos—. Yo no quería apartarme de su lado. La gran ola se levantaba con pereza, como un gigante que despertaba de un

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largo sueño. Era tan enorme que llegó hasta las nubes negras que cubrían el cielo. —¿Por qué pasa esto? —le pregunté al abuelo, aferrándome a su cuello. —No lo sé —respondió. Me hubiera encantado escucharlo decir: «Hay cosas que son como la magia. Si descubres cómo funcionan, dejas de maravillarte». Eso me hubiera hecho sentir mejor. Ah, pero si tan solo él hubiese sabido por qué ocurría aquello, por qué esa gran ola estaba a punto de devorar al pueblo. Pero no dijo más, solamente dijo: «No lo sé». El señor Mondragón terminaba de arrancar las alas inutilizadas, cuando mi abuelo me llevó de vuelta al camión. Los dos hombres cruzaron una mirada fugaz que duró un segundo, o menos: lo que dura el centelleo de una estrella. Luego me hizo subir de nuevo al camión y dijo, sin dejar de verme a los ojos: «Sube a la montaña; allí estarás a salvo». No tuve tiempo de hablar. El señor Mondragón hizo rugir el motor, mientras Daisy subía la montaña, dando trompicones sobre las piedras que trazaban una ruta en zigzag.


La negra nube de humo que el camión expelía se disolvió en cuestión de segundos, y apenas alcancé a ver la figura de mi abuelo, mientras ayudaba a otra persona a levantarse para que continuara corriendo hacia la montaña. La campana repicaba como si colgase del dedo de un gigante, con una rapidez imposible, con el deseo de advertir a todo el pueblo del inminente golpe de la lengua del mar. Cerré los ojos y, entonces, llegó a mis oídos un tremendo estruendo, como el coro de mil árboles que se quiebran por la mitad. Cuando los abrí, el pueblo ya no existía. —Todo va a estar bien —dijo el señor Mondragón mientras sujetaba mi cabeza—. Pero yo no le creí. Porque no se le puede creer a quien tiene tanta agua en la mirada, tanta que parece hundirse también como todo lo demás.

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¡Adiós, Daisy!

Era la tarde del segundo día, permanecíamos en la montaña apenas unos cuantos. Esperábamos que la última de las embarcaciones nos llevara al pueblo vecino (donde había un pequeño zoológico). En realidad, para llegar allí se requería realizar un viaje de dos horas a pie o cuarenta y cinco minutos en bicicleta. Para las excursiones, la señorita Pivote alquilaba el camión del señor Mondragón (porque en esa época yo aún no sabía que se llamaba Daisy). Era una excelente conductora que cantaba mientras manejaba durante todo el recorrido. Entonaba una canción demasiado larga sobre las aventuras de un conejo y una ardilla. Era más extensa que el mismísimo Cantar de Mio Cid, y nunca entendí muy bien por qué era la ardilla la protagonista, si apenas intervenía en dos ocasiones.

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Eso sí, diga quien lo diga, esa era una verdadera excursión. No como los viajes a la torre una vez al año. Ahora, sin embargo, puedo decir que extrañaré esos días. No por Clarisa y su sonora vibración, sino por Gus. A veces uno tarda en darse cuenta de que lo importante entre todas las cosas no son los lugares, sino las personas. Cuando la barcaza acudió en nuestro rescate, el señor Mondragón fue el último en abordar. Se despedía de Daisy. —No voy a poder llevarte conmigo —le dijo—. Pero aquí estarás bien, eso puedo asegurártelo. Luego encendió la radio y la dejó sonando. Mientras la balsa se alejaba de la orilla, fuimos dejando atrás la vieja canción que escuché por primera vez a través del parlante: ♫ Daisy, Daisy, give me your answer do I’m half crazy, all for the love of you It won’t be a stylish marriage I can’t afford the carriage But you’ll look sweet upon the seat Of a bicycle built for two


Of a bicycle built for two Of a bicycle built for two ♫ A medida que nos apartábamos, comprobaba que nuestra montaña se había transformado en una isla cuyos únicos moradores eran el manzanillo y el camión rojo perla. Al cabo de unos minutos, la isla fue quedando atrás, pero el señor Mondragón continuó despidiéndose del viejo camión volador que —en buena medida— nos había salvado. Por su parte, el Señor K dormía con la cabeza apoyada sobre mi hombro. Un hilo de saliva se resbalaba desde la comisura de sus labios hasta caer sobre la pasta de El libro más verde del mundo. —¿Señor K? —dije—. El chico entreabrió los ojos y sonrió. —Te huele mal la boca —comentó groseramente; y volvió a cerrarlos. Pensé en lo poco que sabía de él. Apenas un par de semanas antes era un extraño, y en pocos días llegué a tener la sensación de conocerlo de toda la vida. Quizá porque al día siguiente de nuestro primer encuentro en el árbol volvimos a coincidir.

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El chico descansaba sobre una rama. Se parecía mucho, de hecho, al perezoso del zoológico. No lo saludé de inmediato porque aún me parecía un intruso incómodo y, lo digo ahora con franqueza, lo único que deseaba entonces era que desapareciera. Quise volar hacia el siguiente árbol, para ahorrarme la tarea de bajar de la rama y buscar otro sitio donde estar a mis anchas, con mis pensamientos y mi enojo, lo cual me hubiese parecido deshonroso. —¿Sabes qué me gusta de este lugar? —dijo mientras agitaba la punta de un pie al ritmo de la música que escuchaba a través de sus diminutos parlantes—. Que acá hay mucho espacio, no como en el lugar de donde vengo. Allí no lo había, debido a los regalos del señor que acumulaba. Por eso vinimos aquí. Me resultaron confusas aquellas palabras. ¿Qué relación habría entre unos regalos y trasladarse de un sitio a otro? Así que lo escuché mientras seguía hablando y fui comprendiendo. —Era un hombre con mucho dinero, que podía comprar cualquier cosa que se le anto-


jara. Una vez pidió una avioneta, pero nunca pudo usarla porque no sabía pilotar. —¿Y para que tenía tantas cosas? —pregunté. —No lo sé. Poco a poco fue llenando su casa, y cuando ya no tuvo más espacio compró las casas de los vecinos, y luego las de los vecinos de sus vecinos y así fue creciendo hasta que terminó adueñándose de todas las casas. Y aunque parecía estar afligido por todos nosotros, no dejaba de comprar. Cuando nos despedía del pueblo, un avión que volaba a poca altura dejó caer docenas de cajas atadas a pequeños paracaídas de muchos colores. La última imagen que conservo de ese momento es la de un rascacielos de cajas que se formó en un abrir y cerrar de ojos. «Disculpen, en verdad disculpen, no es mi intención hacerles esto», nos decía el hombre, restregándose las manos. Fuimos los últimos que abandonamos el pueblo. No tenía ningún sentido permanecer allí, donde no había espacio para nosotros. Las casas estaban repletas, se veían hinchadas, casi a punto de estallar. Y de la misma manera las calles, los parques…

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todo, absolutamente todo; no tuvimos opción y no permanecimos más. Entonces, el Señor K guardó silencio. Yo pensaba en todas las personas que conocí, e incluso en aquellas con quienes solamente intercambiaba un saludo ocasional. Lo habían perdido todo. Pero de alguna manera, así como yo había rescatado una piedra, o la señora Bucle un libro, el señor Mondragón guardaría únicamente el recuerdo de su viejo camión rojo perla. Quizá eso era suficiente para él. Ahora bien, no era cierto que me oliera mal la boca. Cerré los ojos y, en cuestión de segundos, caí en un profundo y reconfortante sueño. Me vi de nuevo caminando al lado del abuelo en dirección al manzano, para ver las estrellas. —Abuelo, ¿qué comen las estrellas? —pregunté. —Ellas viven de sueños. —¿De sueños? ¿Y qué pasa si algún día dejo de soñar? Dejarás de maravillarte —respondió con una sonrisa—. Y antes de que pudiera hacerle

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la siguiente pregunta, sentĂ­ el golpe de la madera al tocar tierra. HabĂ­amos llegado a nuestro nuevo hogar.

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Isla Tortuga

Todo lo que les he relatado sucedió hace muchos años. Recuerdo que fuimos recibidos como si hubiésemos regresado de un largo viaje. Hubo espacio para todos los que quisieron quedarse. No me sentí como una extraña, pues de inmediato las personas se preocuparon por ofrecernos lo que estuviese en sus manos para comenzar una nueva vida. Así le sucedió al señor Mondragón. Un par de años después, fue contratado como mecánico, cuando llegaron las motocicletas al pueblo y empezaron a utilizarlas tanto como las bicicletas. Y aunque nunca (y esto debo resaltarlo) lo vi conducir una, se le veía muy contento. —Son como las bicicletas, pero tienen motor —me dijo en cierta ocasión, cubierto de grasa hasta formarle un bigote.

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—Estoy trabajando en un diseño que más tarde te mostraré —me confesó—. Y así lo hizo; no de inmediato, sino un par de años más tarde. Se trataba de una moto de dos sillines. La señora Bucle volvió a cultivar plantas, y aunque su nuevo jardín no era tan colorido como el anterior, ni tenía un arbusto del que brotaran libros, siempre la veíamos alegre. Cuando estaba en casa se hacía cargo, pero muy pronto le encomendó la tarea a una chica de mi edad, quien se dedicó a ello desde entonces. —Tengo que conseguir libros para la biblioteca —me dijo la señora Pivote pocos meses después de la gran ola—. Por lo tanto, emprendió un viaje que la llevó de pueblo en pueblo. Iba montada en una motocicleta que apenas podía conducir por falta de práctica, pero aun así decidió partir. Volvió un par de años más tarde y estableció una modesta biblioteca. «Siempre quise hacerlo, irme sobre dos ruedas a recorrer el mundo. Quizá no llegué tan lejos, pero no me arrepiento de haber hecho el intento», fueron


sus palabras cuando fui a visitarla luego de su retorno. Mientras tanto, el Señor K y yo descubrimos un roble solitario donde pasábamos gran parte del día. A veces no pronunciábamos una palabra. Otras veces hablábamos tanto que en varias ocasiones presenciamos el amanecer del día siguiente. Fue justo así, hasta que un día le dieron ganas de volar. Lo hizo. Y alcanzó las estrellas. A veces, cuando me recuesto bajo la copa del árbol solitario, lo veo: fugaz, dibujando una sonrisa con su rastro estelar. Y entonces me siento acompañada, como siempre lo he sentido desde que llegamos a este pueblo hace tanto tiempo. En cierta ocasión, mientras observaba el cielo, un recuerdo me invadió y me pregunté qué sería de la montaña. De inmediato, sin siquiera pensarlo, me dirigí al muelle, donde encontré las balsas de los pescadores locales. Entre todas estas había una llamada Estrella, y no dudé en preguntarle al dueño si podía llevarme en ella a cambio de unas cuantas monedas.

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—¿A la isla? —preguntó el hombre con una mueca de asombro. —Sí, a la isla —le respondí. El pescador remó y remó. Me pareció más tiempo del que creía necesario. Me daba la impresión de que íbamos demasiado lento, como una tortuga. —¿Está seguro de que vamos bien? —le pregunté dubitativa en algún momento—. Sobre la piel tostada del pescador se derramaban gotas de sudor. —Vamos bien, queda muy lejos, es todo —respondió con seguridad. No era posible. Aunque hubiese dormido dos horas la primera vez, el día que abandonamos la isla luego de la gran ola, parecía poco probable que esa vez estuviésemos tan lejos de tierra. Había dormido, sí, pero con seguridad no más de diez o quince minutos. Entonces ¿por qué no llegábamos? Faltaba muy poco para que se pusiera el sol. En ese instante tuve la plena seguridad de que el pescador había perdido el rumbo. —Nos hemos extraviado —dije, viendo al hombre directo a los ojos—. Y sucedió algo


impensable. Vi sobre ellos un reflejo suavizado por el anaranjado del atardecer: era un lomo de tierra. Volví la mirada y ¡ahí estaba!, en medio de la nada: la isla. Pero no podía ser «la isla». Estaba demasiado lejos y la cubría una enorme cantidad de plantas y árboles. Sin embargo, sí se trataba de «la isla». Lo supe de inmediato cuando, ya bastante cerca, reconocí entre la tupida vegetación el parlante oxidado de Daisy. —¡Es la isla! ¡Es la isla! —le grité al pescador, sin dar crédito a lo que mis ojos veían. Faltaban unos diez o quince metros para alcanzar el borde de la isla, porque las plantas habían hecho desaparecer todo rastro de la playa. De repente, la balsa comenzó a sacudirse. Era el mar que se agitaba y nos empujaba desde abajo produciendo un remolino. Caí de bruces dentro de la embarcación, cuando la isla comenzó a elevarse como si despertase de un letargo de mil años, y una cascada se derramó por encima de todo su contorno. Ninguno de los dos pudo articular palabra. El pescador parpadeaba sin cesar; y aunque tenía cien palabras atravesadas en la gar-

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ganta, no pudo hacer nada para que salieran estas a flote. La isla se fue alejando muy despacio, como una tortuga. Fue en ese momento, cuando el sol palidecía, que lo vi sobre el caparazón: era el abuelo. Y creo haber escuchado el canto de las estrellas cuando abrieron sus pétalos nocturnos: «Hay cosas que son como la magia. Si descubres cómo funcionan, dejas de maravillarte». FIN




Antonio González Autor

Nacido en Guatemala en 1976, es titiritero y dramaturgo. Fundó la compañía La Molotera Títeres en el año 2009. Imparte la cátedra de teatro de títeres en la Universidad Popular desde el 2013. Actualmente cuenta con 10 obras en repertorio. Premio de teatro en los Juegos Florales de Quetzaltenango 2007. Escritor y arquitecto.



Estuardo Maldonado Ilustrador

Guatemala 1987, diseĂąador grĂĄfico, ilustrador profesional y artista del tatuaje.


Índice

La gran ola

11

El libro más verde del mundo

21

Colecciones

33

Una bicicleta para dos

43

La campana

51

El árbol de la esperanza

59

El enigma del sendero

65

¡Corre Daisy, vuela!

71

¡Adiós, Daisy!

81

Isla Tortuga

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Otros títulos de la serie juvenil Anne Thomae De cómo me fui a todas partes

Stefany Bolaños La odisea del Atlántico

Denise Phé-Funchal La habitación de la memoria

Antonio González Las cartas de la tía Fagot

Alejandro Sandoval La Cuidad de las Curvas

César Yumán La Ciudad de los Peces

Stefany Bolaños El viaje de Ariana

José Roberto Leonardo Guille los tropiezos

Alfonso Guido Andrés y las sandías

Martín Díaz Vadés El prodigioso del acantilado

Stephanie Burckhard Guardarobot

Diana Benítez Paucar ¡El bus está lleno!


Aquí acaba este libro escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso por personas que aman los libros. Aquí acaba este libro que tú has leído,

el libro que ya eres.


Martín Díaz Valdez Los cuatro de Tevián Diego Ugarte En línea / La paradoja

Antonio González La casa invisible Stefany Bolaños El ladrón del edificio Adival Eugenia Valdez ¿Dónde se metió la abuela?

Hay quienes observan la vida y a las demás personas como si estuviesen sentados sobre la rama de un árbol y por debajo de ellos caminara todo el mundo. Pero ¿se puede conocer así a la gente? Una gran ola arrasa el pueblo habitado por personajes singulares como el señor Mondragón, la señorita Pivote, la señora Bucle, el Señor K y cierto tipo sin gracia. Aunque siempre es posible perder nuestras posesiones materiales, existen cosas más importantes, mucho más que los lugares: las personas que los hacen interesantes y gracias a las cuales siempre habrá esperanza.

Tortuga

Antonio González

ISLA TORTUGA

Julio Calvo Más intrincado que un laberinto

ISBN:978-99-297-2327-6

ANTONIO GONZÁLEZ

Otros títulos publicados en esta colección

www.loqueleo.com

9 789929 723276

Antonio González Nacido en Guatemala en 1976, es titiritero y dramaturgo. Fundó la compañía La Molotera Títeres en el año 2009. Imparte la cátedra de teatro de títeres en la Universidad Popular desde 2013. Actualmente cuenta con 10 obras en repertorio. Premio de teatro en los Juegos Florales de Quetzaltenango 2007. Escritor y arquitecto.

Lucía León Kalina y el Sol Diana Vásquez Puertas y escaleras

Cubierta_IslaT.indd 1

7/27/16 20:27


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