6 minute read
Abuela Nelly (poesía) María del Rosario Aquím Chávez Los abuelos (cuento)
MARÍA DEL ROSARIO AQUÍM CHÁVEZ (Bolivia) Nació en Riberalta, Beni, Bolivia el 7 de septiembre de 1954. Comunicadora social, poeta, ensayista, y docente universitaria. Licenciada en Ciencias de la Comunicación (Universidad Católica Boliviana). Magíster en Filosofía y Ciencia Política (CIDES—UMSA). Magíster en Desarrollo Rural (CIDES—UMSA). Doctorado en Estudios Multidisciplinario en Ciencias del Desarrollo (CIDES—UMSA—UNAM). Posdoctorado en Filosofía, Ciencia y Tecnología en el CEPIES—UMSA— Universidad de BREMEN Alemania. Gerente General de Abya Yala Televisión de Bolivia. Docente de la UMSA. Experta en temas de poder, violencia, trata y tráfico; descolonización y despatriarcalización; feminismos y movimientos TLGB (Trans, Lesbianas, Gays y Bisexuales) y queer (“anormalidad” en general). Fue fundadora y presidenta de la Red Boliviana de Monitoreo y Evaluación de Bolivia (REDMEBOL). Libros. Ensayo: Moxitania (2017), Misceláneas (2017). Diversidades sexo/género/sexualidad (2015), Patriarcado y género (2014), Comunicación (2014). Poesía: Detrás del cristal (1997), Memorias de la piel (2001), Ojos del cuerpo (2004), Atropos (2017), Afridita Bizarra (2014).
34
Advertisement
LOS ABUELOS (cuento) María del Rosario Aquím Chávez
- Sabes hijita, cuando yo tenía tu edad, me asustaban las tormentas como esta. Corría bajo la cama a guarecerme, me cubría con una frazada la cabeza y me quedaba allí, hasta que pasaba. Las tormentas me recuerdan, a mi abuelo Ernesto, llegando borracho a la casa y gritando improperios contra la abuela Elsa. Desde la esquina del mercado, distante como a una cuadra, ya se escuchaban sus gritos, luego los golpes, el llanto, el silencio. Yo corría bajo la cama a refugiarme, a ocultarme, a protegerme de la tormenta.
Afuera, los truenos llegan en tropel, apiñados, en manada, dejando tras de sí, su estruendoso rugido. Los relámpagos iluminan la oscuridad de la noche con su luz azul—plateada. La lluvia, cae copiosamente sobre los tejados, mientras el viento enfurecido mueve inclemente la cabellera frondosa de los árboles. Otra cadena ininterrumpida de truenos, rayos y relámpagos, y luego, más lluvia, lluvia como baldadas de agua derramada, incesante.
En el cuarto del dormitorio, de la casona, escasamente iluminado por la lumbre de las velas, encendidas en ausencia de la electricidad interrumpida por los rayos, apenas se puede reconocer la silueta de una mujer y la de una niña. Son Matilde y su madre, que se han
35
quedado solas, únicos testigos de la bulliciosa tormenta. Ambas están recostadas bajo las frazadas de la cama que mira de frente a un gran ventanal, por donde se puede apreciar el esqueleto negro de los eucaliptos y pinos, azotados por el viento helado, como si se tratara de una frenética danza entre fantasmas.
- Tu bisabuelo murió, de cáncer en el pulmón, dicen que fue por el cigarro y el exceso de alcohol.
Le decían “el turco”, porque él y su familia llegaron en barco, huyendo de la guerra, desde tierras lejanas. Trajeron los caballos árabes, los
“percherones” y los toros de raza “cebú” que hoy se han reproducido en las sabanas del Beni.
Allí, donde está ahora, la plaza principal del pueblo, antes había un enorme potrero donde se reunían los hombres a beber, a charlar y a negociar, tanto las mercancías como la vida en sociedad. Ahora, es el Club Social y, tu bisabuelo, figura como uno de sus fundadores.
Era todo un personaje, el abuelo Ernesto. Cuando se separó de la abuela, se dedicó a construir un zoológico para los animales abandonados, y aunque a todos los pueblerinos, les pareció una locura, la comuna le dio varias hectáreas de tierra en un lugar apartado del pueblo, donde no llegaban ni los caminos. Allí, se fue a vivir, construyó su tapera y poco a poco fue armando el hábitat de cada uno de los animales.
Recuerdo la vez que fui a visitarlo, desde lejos lo vi, pequeño, flaco, encorvado, con la cabeza calva
36
y los ojos azules, como el azul marino. Vestía su tradicional camiseta blanca y sin mangas y sus pantalones anchos con sus dos tirantes. Sentado bajo un tamarindo, fumando su inseparable pipa, esperó con paciencia mi llegada. - Te voy a mostrar los últimos animales que me han traído, me dijo. - Y luego, caminando lentamente, como si le pesaran los años, me fue contando la historia de los leoncillos, los tigres, los jochis y las urinas; los loros y las parabas que había recuperado, en qué condiciones llegaron, de dónde vinieron, como se habían adaptado y cómo después de algún tiempo, los devolvería a su hogar.
Un racimo de truenos, cayó con todo su peso sobre los viejos tejados y su ruido ensordecedor interrumpió el monólogo. Matilde dio un salto de susto y se abrazó fuertemente al cuerpo de su madre, colocó su cabeza sobre su regazo y con los ojos redondos y grandes, como una lechuza curiosa, se dispuso nuevamente a continuar su escucha. Su madre, la cubrió con las cobijas en un gesto de protección y reanudó su relato.
- Pero el abuelo Ernesto ¡era tan diferente!, y a la vez ¡tan parecido a mi padre! A tu abuelo Guillermo. Ambos compartían su gusto por el campo, por los animales, por la naturaleza. Por la soledad inconmensurable de la selva o, por su incesante y eterna algarabía. Como decía la abuela Elsa, “ambos eran unos antisociales”, no
37
les gustaba compartir la vida cotidiana con la gente ni estar en sociedad. Tu abuelo Guillermo tenía que ser militar. “Lo tenía todo”, — decía la abuela— blanco, alto, delgado, buen mozo, de ojos claros verde— amarillo como las pampas; con el cuerpo bien formado por el trabajo y de “familia decente”. Tenía todos los atributos, qué en ese tiempo, exigía el ejército. Pero, él se enamoró de la mujer de un teniente, este lo descubrió y lo amenazó de muerte, entonces, tuvo que dejar la carrera que seguía en Cochabamba y huir, internándose en lo profundo del monte. Cierto día, en la estancia, donde trabajaba como capataz, estaba marcando el ganado, cuando un peón le contó, que un toro cerril merodeaba cerca de los corrales. Se fue a buscarlo, encontró al toro, nos miró a todos los que íbamos tras él, yo tenía como 10 años, y dijo: —así se doma a este animal— y se le fue acercando despacio. El toro lo miraba fijamente, resoplando, con la boca espumosa, levantando las patas contra el polvo. Tu abuelo se abalanzó, lo agarró de las astas y se colgó de sus cuernos sin soltarse, el toro embistió, embistió y embistió, pero él no se soltó, hasta que, cansado el overo hosco, dejó de corcovear y, dócil, tu abuelo le puso el lazo sobre el cuello y lo montó de regreso a casa. En otra ocasión similar, estábamos de vaquea, y mientras hacíamos hora, me enseñaba a cazar — al animal se lo reconoce, por el brillo de sus ojos—
38
decía —y para poder encontrarlo en la espesura, hay que seguir sus huellas y buscarlo en los lugares donde están sus alimentos—. Entonces, yo pregunté: papi, qué pasa si uno se pierde en la selva. Y sin sorprenderse, me respondió: si te pierdes, suelta la rienda del caballo, y él te llevará a la casa. Ese día me dejó, sola en ese mar verde, para que aprenda la lección. Tu abuelo era ese vaquero que montaba en pelo y que arreaba galopando como el viento las vaqueas cuando se acercaba un surazo o cuando había peligro de sequía o de inundación.
La tormenta había pasado, los truenos y los relámpagos dejaron de protestar y la lluvia era apenas una perezosa llovizna. Matilde, se había dormido plácidamente, arrullada por las historias que le contara su madre. En el patio, la noche se había vuelto profunda. El viento había abandonado su enfurecido paseo y solo una brisa leve quedaba detrás de sí.
La mujer, se sumerge entre las cobijas, mira a su hija y sonríe, apaga las luces de las velas y cierra sus cansados ojos. Pegados a su retina están Ernesto y Guillermo, como dos retratos, amarrados a sus cuencas. Desde esos agujeros negros, donde la vida se escapa y se refugia del día, mientras la noche cabalga, los abuelos son dos ángeles que le custodian el sueño, ardiendo en sus pupilas, como el jenecherú.
39