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Debajo del puente

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La casa vacía

La casa vacía

Debajo del puente

Un pezón terroso colmaba su boca. Abajo, en su lecho, el río bramaba. El pecho de almíbar suave volcaba un chorro de vida en su párvula copa.

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El puente romano, perpetuo testigo de tardes de enojos y noches inciertas, humilde morada de puertas abiertas donde cobijaba a su prole el mendigo,

le dio fortaleza, lo quiso severo forjando sus carnes en yunques de viento, bajo la ballesta, en su basamento, los días brumosos de mayos y eneros.

El cierzo ululaba. El niño gemía. La madre tumbada en su viejo jergón, la mente preclara, prieto el corazón, cantaba entre dientes esta melodía:

“No llores, mi niño, que el frío ya pasa. Te juro, cariño, que el hambre importuna la ahuyenta tu madre. Mira que la luna que besa tu frente, que alumbra tu casa,

te quiere dichoso. Ya sabes, mi vida, que todos crecisteis junto a la corriente, con la misma luna, bajo el mismo puente, con la leche tibia que vierte mi herida”.

El niño fue hombre. La vida le sonrió.

Al cabo del tiempo lo vi bajo el puente

rumiando silencios, sereno, prudente, amando a la tierra que un día le hirió.

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