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La casa vacía

La casa vacía

La casa vacía, la calle en silencio.

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El balcón que lució primaveras se ve obscurecido de tierra y de moho.

Ya no hay risas ni rumias ni calor humano. Se instaló diciembre en su estéril útero y un sabor amargo invadió la estancia.

Aunque a ratos late, lo oigo si ausculto a través del resquicio, un corazón: Tic tac, tic tac, tic tac...

Y me habla la casa sin voces ni tonos:

—Es el eco de un beso —me dice— que quedó rehén de mi eternas sombras.

La casa vacía, la calle en silencio.

El viejo y el tren

Sentados al socaire de un tabique, sus ojos enmarcados en dos fajos de arrugas y ausente la mirada, me hablaba el lugareño:

—Durante ochenta años pasaron por estas vías los trenes, y ahora... dejó su comentario suspendido.

La antigua línea ferroviaria Astorga-Plasencia, trasiego entonces entre Castilla-León y Extremadura, le trajo al anciano estas memorias.

—¡Escucha, escucha! —me decía.

—¿Qué he de escuchar, don Julio?

—¡El llanto de los raíles! ¿No lo oyes? Lloran lágrimas de herrumbre, por el tiempo transcurrido en su deriva desde fecha tan infausta.

Aunque también es verdad —dijo luego— , que cada atardecer sigue pasando un convoy.

—Es imposible, don Julio.

—Siento el ajetreo de sus cadenas, los jadeantes mensajes que me envía.

Mira cómo se alza su humareda con el viento, y enseguida se confunde con las nubes.

Tendí la vista hacia el monte,

y un azul de escarcha hiriente recubría las colinas.

—Lleva a bordo repatriados de las guerras coloniales. Soldados que regresan después de haber perdido nuestras tierras de ultramar en disímiles batallas.

—Don Julio, a usted se le quedaron grabadas esas escenas siendo joven.

—Te digo que no han dejado de pasar aquellos trenes.

—¿Por dónde?

—Ya no se deslizan por raíles, que pastores y camperos quemaron las traviesas y la broza ha sepultado el balasto de las vías.

—¿Entonces cómo ruedan?

—Suspendidos por el aire. ¿Lo ves ahora? La máquina se aproxima con su turbante de bruma.

No quise seguirle el ritmo

a su remota ceguera,

pero miré al centenario, como quien mira al pretérito y estaba rodilla en tierra, volcando lágrimas acres por sus menguadas ojivas.

Tarde de lluvia

Llueve sobre los pardos tejados. En las calles, el musgo tapiza el pavimento y el rumor del chapoteo me adormece.

Al otro lado del camino se han sumergido las huertas. El riachuelo baja turbio, arrastra leños y matojos lamidos por la riada en las orillas, y oigo un batir de piedras por su cauce.

Tengo miedo al río, a su fuerza motriz, al clamor

que me advierte de su cólera.

Y temo perpetuarme en este glóbulo de bruma.

Ahora sopla el solano y se va alzando la nube. Las tejas, fachadas y paredones están pulcros, reverdecidas las viñas que se desparraman por las lomas, y un rayo de sol que surge deja un iris de certeza.

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