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Por qué no envejeces, árbol?

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Los manirrotas

Los manirrotas

¿Por qué no envejeces, árbol?

Me he fijado en el olivo, el que el abuelo plantó el día en que yo nací. Presentes, pues, ya los dos,

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según él me dijo luego, para mí hubo pedido tan amena y larga vida como deseó al olivo.

Y crecimos a la par, frondosos, con buen color. Yo, de pan alimentado, el árbol, de lluvia y sol.

Pero al transcurrir los años, después de una larga ausencia, lo encuentro poblado y verde, yo, viejo, con ramas secas.

¡Me fallaste, olivito! Mientras sigues vigoroso dejaste que envejeciera. Si el abuelo por su mano

plantarte otra vez tuviera, no creo que te plantara, pues mancillaste su honor quedándote a mi rezaga.

Si yo me he dejado ir, debes declinar conmigo

tal como él predijera. Si no, te caiga el castigo

de ser un árbol longevo solitario en el cercado,

y sufras la vil condena de sentirte abandonado.

Aún percibo…

El crujir de las pajas bajo los guijarros. El trillo gastado de tanta rodera. La yunta pesada. Dormido el muchacho. La brisa de noche que obviando la era

pasaba de largo. El hombre cargado de polvo, de sudor y sueño, la mano en el bieldo al aire lanzaba horcajadas. Mezclados caían la paja y el grano.

¡Malditu sea el vientu! decía. Mas Eolo se volvía indolente.

¡Señol, que llegui tu soplu! imploraba. Después se secaba el sudor de su frente.

El reloj de la plaza tañía las seis. La cigüeña en la torre chasqueaba su pico. Agitaban las alas los gallos. Chirriaban los grillos. El pueblo humeaba.

A la era llegaba el olor diferente de pan y de leña de encina quemada. Pero el levante seguía agazapado, mientras la cosecha dormía apilada.

En la nueva parva, el trillo rodando. El sol de mañana apuntando maneras. Bullía la gente cogiendo y soltando. La tupida sombra incitaba a la higuera.

Todo se movía. Todo, salvo el aire. La nube se alzaba formando castillos.

Allá al mediodía, la gente alarmada dejaba la parva, la muela y el trillo.

Y ya guarecidos veían que la tromba arrastraba al arroyo el grano y la paja. ¡El sueño perdido! Un año bisiesto con malas entrañas. El hombre trabaja

y suda los campos. La lluvia y los soles levantan las mieses que son un portento. Todo se dispuso para que las trojes hicieran granero, pero falló el viento.

¡Y fue en primavera!

Era un llano de encinas y olivos. Circundaban las altas montañas

los bordes del valle. La maraña

de herbaje, sotobosque y cultivos,

cromatismo imprimía al paisaje. Las lluvias de abril bosquejaban, apenas el iris. Recamaban los cerros las retamas salvajes

con sus flores nacientes doradas.

Los arroyos bajaban rugientes. Por el cauce del río, mansamente

las aguas eran transportadas

hacia el mar, donde el río perece. El pueblo, sumido en el centro de aquel valle de ensueño, encuentro de júbilos, sollozos y preces,

yacía impreciso en el suelo. Templado resultaba el ambiente. Asomaba la luna en creciente.

La matraca levantaba el vuelo.

Tronaban los aires. Las campanas tocaban a duelo. Una piña de muchachos airados y niñas veladas armaba jarana:

Traca, traca, traca. emitían los chiquillos. Traca, traca, traca,

secundaban las nenas. Matracas

y gritos la calle invadían.

La madre de Cristo, ante el Hijo yacente gemía. ¡Y fue en primavera, cualquiera, tal vez, lo dijera! El ermitaño dejó el escondrijo.

Se colmaron los templos de fieles: (Ascetas, clérigos y seglares). El incienso almizcló los altares.

Se maldecía a los infieles.

Se amustiaron de pronto las flores. El campo, de matices vestido, eclipsó sus encantos, y sufrido, se atavió de Viernes de Dolores.

La pelotera.

Guardaban los pueblos luto, porque el Señor había muerto. Cerrado a cal y canto el baile, y los festejos triviales, relegados, de momento. Las mujeres, enlutadas, y los hombres, circunspectos oraban en las iglesias. Para jóvenes e impúberes resultaba harto tediosa la llegada de aquel tiempo. Era una tarde sombría.

Barría la tierra el cierzo

que soplaba huracanado. No había aves en el cielo.

Descendía hacia el ocaso

entre negros nubarrones un sol gélido. Sus rayos eran mordientes cual caninos de carnívoros famélicos.

En la plaza se citó el grupo de guerrilleros. Cruzaron unas palabras y enseguida partieron hacia el lugar del encuentro. Del otro pueblo salió una partida de mercenarios con umbríos pensamientos. A la mitad del camino las huestes se divisaron.

El grueso, por ambos bandos se detuvo. Los jefes se adelantaron junto a sus planas mayores, y tan pronto como se saludaron: ¿Cuántus sois?, preguntó el capitán de guerrilleros al jefe de mercenarios.

Venticuatru dijo éste. ¿Y vusotrus?

Ventiunu mal contaus.

No me toquis los timbalis ni me quieras engañal, que tú ties al gran “astutu” con ansias de principial. ¿Y qué quies dicil con esu?

Pos que es un tíu mu güenu p´a estu de la pedrá. (El solu vali pol tres). Pos ya estamus igualaus. P´a qué hablal más. El jefe de mercenarios, después de un tenso silencio preguntó al de guerrilleros:

¿Entoncis cuandu empezamus?

Antis que se ponga el sol, porque aluegu… ¿Quién da la voz de atacal?

Tú contestó el capitán guerrillero.

Pos que sepas que sos vamus a machacal.

Ji, ji, ji… Y dijo el otro: Ja, ja, ja… Y al punto se retiró cada cual a su unidad. Impartieron instrucciones a sus imberbes escuadras. Se tomaron posiciones. La mano en alto del jefe de mercenarios y el grito de: “¡al ataque ya!”, rompió el silencio en la tarde, quebró la tranquilidad. Las piedras hendían el aire silbando

como saetas.

Se lamentaban los heridos rodando

por las cunetas. Gritaban los contendientes en la batalla campal. No hubo un segundo de tregua. Quince minutos más tarde, sólo quedaban en pie siete u ocho mercenarios, y guerrilleros, nueve o diez.

El capitán guerrillero arengó entonces a los suyos: “¡Mis valientis, aguantal, que la vitoria ya es nuestra!” ¡Rendilsus ya de una vez, paletus de media piedra!

gritaban los mercenarios.

¡Que mos llamarun paletus la genti mediocri esa! Mecagüen su misma sombra. Y seguían los guijarros zumbando como misiles, lisiando brazos y testas. Al fin, la noche intervino

y concluyó la reyerta. Se recogieron heridos por uno y por otro bando, después de izar las banderas, y en los arroyos cercanos se lavaron las afrentas. Sólo la noche sabrá quién venció en dicha contienda.

Espero que entre ambos pueblos reine una paz duradera. Que los jóvenes de hoy, con juicio e inteligencia, huyan de tales barbaries en las tardes de cuaresma.

Lo pide un curtido en años que fue guerrillero, de aquélla.

La lavandera.

Lavaba la tía Frasquita en lavandera de corcho.

Las piernas entumecidas, inflamados los hinojos

de tanto dale que dale con el agua hasta los codos, en un charco pestilente de un languidecido arroyo.

“Si tuviera un cachu e burru p`a dil a laval al ríu, de seguru no estaría en esti charcu pudríu.

Fíjate que pocu pidu, con qué poquinu me arreglu y qué poquinu me falta p´a tenel cuasi el remediu.

Jaci dos añus corríus,

cuandu el mi hombri existía, andábamus al completu. No digu que yo tenía

tos mis caprichus cubiertus, pero mejol sí vivía. Mos manteniamus del güertu, que aunque cansanciu traía,

tamién daba güenus frutus, y garbanzus, y judías… 56

Y ahora se ve abandonau

llenu de yerba maldita,

y yo, sin pizca de juerza p´a movel la calderilla y regal allí un cachinu ondi echal cuatru semillas,

que en veranu me atiborrin de comel, comu comía. ¡P´a qué golvelsi una loca si estu es cosa de otrus días!

Seguiremus rengueando hasta que el Señol decida que jaci con esti cuerpu. Pero el alcaldi podía

mentras tantu echal un cabli

limpiandu esta mundicia p`a que lavemus las pobris. ¡Endíñile usté cal viva

que se clarein bien las aguas hasta la nueva crecía,

que aluegu será otra cosa. “Menudu cambiu sería!”

En estas cavilaciones

andaba la pobre anciana, a falta sólo de un burro

que su vida remediara,

cuando de pronto, el alcalde,

que del campo regresaba montado sobre un caballo

árabe de pura raza,

asomó por el camino que viene a dar a la charca donde la tía Frasquita su humilde ropa lavaba.

“Recoñu, ahora es la mía”... Buenas tardes nos dé Dios.

Y las tenga usté tamién igual que las tengu yo.

¿Para qué más desear?

No debemus, no señol,

que al que pidi pol pidil le endiñan un pescozón.

Pues entonces no pidamos, que viviremos mejor. Y espoleando al caballo, como vino se perdió

por la calle que subía del arroyo al interior del pueblo que gobernaba. “Poca consideración…”

La vida es, tía Frasquita. Llore cuando hay que llorar, porque si no llora usted, deja las aguas pasar,

aguas que no han de volver, y la ropa que usted lava se impregnará del hedor de esa laguna estancada.

Al Cristo de los Remedios.

Al Cristo de Los Remedios

una tarde le pedí que me mostrara el camino que debía yo seguir. Y el Cristo desde su cruz,

sabiéndome pecador, me dijo: vete tranquilo que a tu lado estaré yo. Y protegido por Él siempre fuerte me sentí. La vida me deparó mucho más que merecí. ¿Qué más podría anhelar este humilde pecador? ¿Qué más podría conseguir? Gracias te doy, mi Señor. Gracias por tanta bondad con este pródigo ser. No me abandones, que yo, soy hombre débil también y podría tropezar y en el lodazal caer. Al Cristo de los Remedios

una tarde le imploré, una tarde muy lejana que de mi tierra marché, con miedo, porque iba a ciegas, sin saber dónde y por qué.

El pueblo.

He vuelto al pueblo apacible en que Dios quiso un día que viera la luz. En sus barrios hallé mucha ausencia.

En mi pecho sentí un persistente latido de nostalgia y amor. Cada calle me evoca un pasaje de pretéritos tiempos. Cada casa cerrada me provoca un suspiro. Cada balcón desnudo me produce un lamento. Ya no se perciben efluvios de claveles y rosas, ni tibios aromas de trigo. Ni en las noches de julio conversa la gente a sus puertas, sobre siembras, ganados u olivos. Escucho decir a la brisa que muchos se fueron.

¿Adónde?, pregunto. Y tan sólo murmura el silencio.

Pero yo, siempre terco, sigo interrogando: ¿Qué fue de mi gente?, ¿qué fue de mi pueblo? ¿Dónde están las mujeres de negros ropajes? ¿Dónde están las señoras aquellas? Se marcharon repitió la brisa. ¡Tremenda respuesta! Te advierto me dijo que han pasado tres décadas largas desde tu partida. Lo entiendo, aunque sólo a medias. E interrogo de nuevo: ¿por qué sus hijos o nietos las casas no habitan?

¿Por qué están cerradas casi todas las puertas?

Cuando los mayores partieron con rumbos etéreos, sus hijos se fueron a buscar la prebenda. Un zarpazo me cruza la cara. Cien interrogantes se agolpan de pronto en mi mente.

Pues no entiendo nada.

¿Acaso tú no te marchaste? pregunta furiosa.

Hace cuatro décadas.

Pues piensa un poquito… Entonces comprendo, y me rebelo gritando en la noche: ¡Qué pobre es mi tierra! ¡Qué temprano desteta a sus hijos, que llorando de amor del lugar se ausentan! Después me pregunto: “¿Qué delito hemos cometido al nacer en ella?”

La ciudad de los palacios y las casas solariegas.

Cinco lustros separaban mi partida y mi regreso. Fue una tarde limpia y cruda, cuando, cual soldado

que volviera de una guerra interminable arribé a las mismas puertas de la vieja y bella Norba.

Y en un sueño bien vivido me adentré por sus entrañas, como sangre que corriera por sus venas.

Los angostos callejones se torcían a mi paso, para confluir con otras calles tortuosas. Muchas plazas equiláteras, sin formas de antemano concebidas, que por irregulares resultaban de inusual hermosura.

El sol de media tarde besaba los turbios ventanales

y, sus reflejos se perdían en la distancia, entre las encinas que pueblan las dehesas. La paz de la ciudad monumental me sitiaba con el abrazo de sus muros, transportándome a tiempos muy remotos.

Blasones de nobles señoríos, esculpidos en granito, con estilo plateresco adornaban los palacios.

Y apellidos de unas estirpes: Golfines, Vargas, Figueroas, Tellos o Carvajales rezumaban por los dinteles de las puertas de las casas.

Una iglesia en cada plaza y un arco en cada pórtico de la árabe muralla que la oprime. Más arriba se encumbraba la Alcazaba, y más alto sobrevolaban las cigüeñas, seña de identidad de Extremadura.

Como un libro repujado se me antojaba la ciudad cacereña: Románica, Árabe, Gótica, Plateresca y Barroca,

mezcolanza de conquistas y reconquistas.

Y en la noche, en silencio,

comprobé lo que un día me decían mis mayores:

Caballeros embozados, por estrechas callejuelas, saludaban gentilmente a las señoras, o se retaban, hierro en mano en mortíferas disputas.

Y escuchaba el cincel de los canteros

esculpiendo aquel granito o el azote, en el yunque del herrero transformando el hierro ardiente en herraduras de caballos o en espadas.

Ahora sé que mis abuelos no mentían al contarme las proezas de unos hombres y de aquel pueblo su gloria.

Y yo regreso, cuando puedo a mis raíces, para disfrutar de su pasado y su belleza.

Mi infancia son recuerdos

de un patio de Sevilla…

(Dijo Machado)

Yo digo:

La mía son nostalgias de un pueblo olivarero, donde en la humilde tierra

el hombre aceitunero

bregaba día a día. Las manos arañadas

por gajos traicioneros. Las sales derramadas

al tronco del olivo.

Las cestas embutidas

de verdes aceitunas,

sedantes de la herida.

Coquetos los balcones. Las calles empedradas. Cortinas con festones

y rosas perfumadas.

Lagares que embriagaban. Aceites y alpechines, tostadas impregnadas, regatos con orines…

Voló mi juventud por campos de Castilla, por amplias extensiones

de mieses amarillas.

Por pueblos nebulosos, románicos reductos, esbeltas catedrales

de gótico regusto...

Y luego, plataneras y playas eminentes en tierra de volcanes.

Un cielo permanente

de azul nítido y puro. Los timples desgarrados punteando las folias, los hombres sosegados. Sutiles las mujeres, gentiles y morenas. Sus padres, los volcanes, sus madres, las arenas.

Yo sé que en estas tierras culminarán mis días.

Sedientas sus entrañas

de sabia, cual la mía,

engullirán mi cuerpo. Pero mi alma errante

se elevará gozosa y volará radiante

rumbo a la tierra mía,

para fundirse ansiosa con los olivos grises

y las olientes rosas.

Un sueño?

Fue como un juego de azar llevado siempre a distancia. Un afanado tahúr

que sin naipes y sin bazas

fue perfilando un tablero de ilimitada extensión.

Un constante desafío

que tentaba el corazón

de dos seres precavidos, y que de pasión herido en beso se derramó.

Yo no sé si sueño fue, o si por cuestión de fe aquel beso se ha cumplido.

Sonetos de ocaso y vida.

I

Porque un Pretor indolente lavarse quiso las manos, porque un indeciso romano dejarte a tu suerte quiso. Porque un traidor, un villano, cargarse

ansió con tu suplicio, hoy eres luz, eres guía, eres verdad y camino, eres huella en qué pisar y destino al que arribar. Sobre tu espalda la cruz,

el Gólgota retador, humillante tu dolor. Las chanzas de los soldados

repulsivas, los flagelos restallantes

y un perpetuo venero es cada herida. Y con paso vacilante, sin pecado vas certero hacia un ocaso que es vida.

II

Se emborrona el horizonte por poniente. Sobre el monte se ve ya la cruz alzada, y a sus pies, una doliente madre amada interpela por el Hijo penitente.

Y confusa la mirada, la aflicción insoportable y solo a su pobre suerte, va dejándose ir hacia una fatal muerte con un rictus de clara resignación

en su cara. Un gesto lanza a los cielos, una ojeada y un evidente perdón

hacia aquellos que le hirieron. El suelo

se estremeció cuando su intensa agonía cesó en pos del Padre eterno. La oración brotó al instante en los labios de María.

III

Y te desclavan de la cruz, mortaja eres. Despoblado de curiosos el Calvario, te ungen con el óleo y en el sudario envuelven tu cuerpo inerte las mujeres.

Y sellado ya el sepulcro con la losa, tenebrosa mansión de tus despojos, angustiada vuelve hacia Ti sus ojos secos de llorar tu gente. Una rosa

ajada al tercer día único presente es de tu paso por la muerte. Ya estás con Él, estás en todo: así el creyente

te percibe. El enemigo abdica de sus yerros. Salvador del mundo vas, y a tu abrigo, se conforta el que suplica.

El mendigo

Allá en la plaza del porvenir, guitarra al pecho siempre terciada, con una angustia disimulada y un noble afán por sobrevivir,

entona el hombre negra balada, como un zarpazo, como un quejido, dolor en alza de un malherido

que su consuelo busca en la nada.

Allá en la plaza del porvenir, en un debate desesperado la disyuntiva viene a decir:

Una limosna o una cadena.

—Prefiero verme aquí humillado que tras las rejas morir de pena.

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