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Cuna de un poeta
Cuna de un poeta
Es el pueblo con historia el que me inspira. Son los cerros salpicados de retamas. Los arroyos cuyos cauces desembocan en el río de los mimbrales, donde el agua es ya una loa. Son los cielos moteados por bandadas de jilgueros o las huertas saturadas de hortalizas.
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Es la paz de los campos la que forja a los poetas. Yo he nacido en aquel pueblo y crecido en ese espacio con el alma rebosante de dulzura.
Hoy me piden que interprete sus primores: ¡Ay, mi tierra, tan desnuda de perfiles! ¡Ay, los hombres que la habitan! Los que viven a extramuros de vanguardias, sin rencores, sin ardides.
¡Quién pudiera, me pregunto alguna veces, convocar allí a las musas y parir algún poema!
Noches de estío de mi niñez.
Noches de estío de mi niñez con olor a polvo y trilla, a eucaliptol desprendido de las hojas, a humedades en las huertas.
Noches de mochuelos y galaxias, de primeros amoríos, de idolatrar la belleza en las mujeres, de sentirnos como ombligos de universo.
Noches gratas de afonías cuya paz importunaba el din-dan del fiel martillo al dar las horas sobre el bronce.
Noches de pláticas varias.
Más arriba dormía el pueblo acunado en la ladera, bajo la cóncava forma que brillaba en las alturas.
¡Cuántas ficciones. Cuánto candor!
Cuántas veces con el cielo por testigo cavilé con mi partida, sin pensar que con el paso de los años me sentiría forastero en mi tierra.
Los eucaliptos
Aún aspiro el aroma balsámico que ensanchaba mi pecho, cuando hago el camino de entonces. Y los veo elevando sus ramas a cielos nocturnos,
abrazando luceros y estrellas.
Escucho chirriar la chicharra, que oculta en su fronda, ajena a rumores pasaba el estío. “Paradójico, pienso, que este insecto locuaz guarde tantos enigmas”.
Y engreído en amores divago con noches lejanas y besos con sabor a menta, impregnados de esencias del árbol, y me pierdo en recuerdos.
Cuando me estimulo no hay estrellas ni luna ni ramas que muevan los aires.
Sólo hay viejas raíces de lo que fue un día dosel perfumado que entoldaba el camino, y daba cobijo a discretos amores.
Ya no me conozco, ni reconozco el espacio en que ando. En otro espejo me miro.
Tardes de cuaresma
Sobre el puente del riachuelo que discurría quejoso entre tamujas y juncos, paseábamos en las tardes de cuaresma.
Tardes pálidas que evocaban el fracaso de los hombres, la indolencia de un Pretor, la deslealtad de un villano, la aflicción de un INOCENTE…
Tardes de vientos irascibles,
mitigados en las tierras soleadas al socaire de los muros de los huertos.
Tardes de paz y de culto en las iglesias. ¡Cuántos recuerdos me traen!
Aún oigo gemir al campo en los crepúsculos, y veo desfallecer las vides y exangües las higueras de la vera del sendero.
Todo era mesura.
Todo, salvo la corriente del arroyo que bajaba musitando entre las piedras y los limos.
—Son lágrimas —dijo alguien— . Llantos que derraman los ojos de ese puente mientras perdure la cuaresma.
«Seguro, pensé yo, pues este luto es ecuménico».
Río Palomero.
Si su cauce nos hablara de otros tiempos. Si sus charcos más recónditos en que un día nos zambullíamos revelaran sus incógnitas, cuántas cosas nos dirían.
Pero allí todo es mudez,
rambla adusta con vaivenes y recodos, arteria apenas sucedida por el fondo de aquel valle.
Era el caudal de nuestras vidas.
El paisaje melodioso de los hombres y los pájaros. El del rumor de cangilones extrayendo de las norias el maná, con qué regar los sembradíos.
Hoy, leyenda relegada.
Si me hundo en sus rincones, las quietudes me conceden mis instantes de armonía.
Pero me duele el silencio. Y me aflijo al ver la vega, territorio de herbazales y retamas.
—¿Dónde fue aquella belleza? ¿Dónde el vergel de frutales y hortalizas?
Y me asomo a sus azogues, y mi efigie me trastorna. ¡Ay, este espacio de nostalgias y residuos!
Poemas alrededor de la lumbre
Sobre la piedra de granito, bajo la escueta chimenea que vierte el humo al viento, brillan las ascuas de la lumbre
como ojos de raposa en noche oscura.
A su alrededor, con los pies templados y las espaldas frías, pasan la sobremesa de la cena el matrimonio y los tres hijos.
—¿Cómo se te dio la escuela hoy? —pregunta el padre al primogénito.
—Leí poesía.
El hombre lo contempla, se levanta del asiento y se va y vuelve al instante. Trae en sus manos una bolsita de tela anudada
con un hilo, como si protegiera allí un tesoro.
—¡Toma, hijo! —y le entrega un libro deslustrado, de hojas sueltas.
—“EXTREMEÑAS” —anuncia el chaval,
muy seguro de sí mismo.
Título, “Cara al cielo” —y lee en castúo, que es la “Jabla de su tierra”.
En el hogar surge el silencio, pues se sienten concernidos con los hombres y el entorno campesino, cantados por un humilde poeta que por sencillo fue ilustre.
¡Qué calma! ¡Qué bienestar se respira y cómo se va escurriendo el tiempo en la lectura.
—“RELIGIOSAS” —dice el muchacho luego.
Título, “El Cristo de Velázquez”.
Y aunque no entiende el contenido del poema, ve al pintor con los pinceles que los Ángeles le hicieron, arrancándose las plumas de sus alas.
Y de reojo vislumbra por las surcadas mejillas de sus padres, dos regueros que van a caer sobre la lumbre.
El muchacho sigue recitando como si él también estuviera poseído por la gracia de Velázquez.
Han pasado dos horas largas cuando el padre consulta el reloj de bolsillo, heredad de sus mayores, y sentencia:
—¡Mañana será otro día!
Se besan, se dan las buenas noches y encaminan sus pasos hacia el lecho, con el regusto del último poema.
Afuera, sobre los viejos tejados brillan reflejos de plata.
Y dentro de la vivienda, los versos de Gabriel y Galán
son antorchas encendidas que señalan el camino a la familia.
Quintos del sesenta y ocho.
(Unidos hoy en Cristo)
Ayer, cuando apenas alzábamos un metro en este suelo, y nuestros corazones eran puros como la nieve.
Ayer, cuando el sonar de tamboriles y las canciones de amor o de melancolía de los quintos nos lastimaban los oídos, y a la vez nos deleitaban.
Ayer, cuando queríamos ser hombres y mujeres y el tiempo no corría, y soñábamos con San Blases, con carreras de caballos enjaezados y con espadas.
Cuando forjábamos ilusiones y pensábamos que el mundo a nuestros pies se rendiría, cuando los espejismos nos tenían embelesados, ¡qué lejos nos queda aquel ayer!
Y qué pronto llegó el tiempo en que mozos, la Patria demandó nuestro caudal humano,
y con júbilo nos dispusimos para servirla.
Y tocamos tamboriles, y hubo corrobras y parrandas, y nuestros cantares, galanteos y aflicciones se escucharon por las calles y plazuelas, pues fuimos actores principales aquel año.
Y una amanecida,
con los ojos nebulosos, abrazados a los nuestros nos despedimos con el alma a esta tierra encadenada.
En nuestros pechos, un Cristo: Nuestro Santísimo Cristo, el Cristo de los Remedios, Efigie a la que nuestras creyentes madres nos habían encomendado.
Hoy, cuarenta y cinco años más tarde, después de arduas singladuras, de rodillas a Tus plantas te decimos al unísono:
¡Gracias, Señor, por haber sido el guardián de aquellos jóvenes y por habernos otorgado la salud que disfrutamos!
Y te pedimos que nos sigas acogiendo en tu refugio, pues siendo ramas de este árbol, también somos hojas débiles a las que el infausto viento acecha.
¡Que así lo hagas!
Para nuestros queridos quintos, aquellos cuyos pasos se perdieron por el mundo, porque Dios dispuso su partida prematura, una sublime oración, un hueco en los corazones y un permanente recuerdo.
Un abrazo a sus familias.
Compañeros, compañeras: Un placer de vernos hoy unidos en amor a Cristo y poder rememorar aquellos días.
Que seamos muy felices. Que sigamos siendo jóvenes aunque sea en la nostalgia.
Un abrazo, buena fiesta, y que resuenen tamboriles como antaño.
Procesión nocturna.
Cual tobogán va la calle a morir en las tinieblas de un cielo semi-enigmático, sin estrellas y sin luna, crespón de fondo de un Cristo que en la noche procesiona.
Donde la calle se encoge y el declive se pronuncia, va la Imagen cadenciosa, cuyos brazos extendidos acarician los balcones, y en su cara muestra un rictus de perdón para el que pifia.
Y se palpan los silencios y los llantos contenidos por los fieles que caminan tras la Efigie.
Son los hombres y mujeres de mi tierra los que imploran.
Que un pintor impresionista nos matice este momento. Yo, poeta, lo he intentado con palabras, pero sé que se me escapan los detalles más sutiles.
Es el Cristo de mi pueblo. Que lo pinte algún artista.
¡Cuánta historia en poco espacio!*
Ya, la luz crepuscular anega los soportales de la plaza porticada en Garrovillas.
Pule el aire las columnas de granito, y sobre los arcos mudéjar, galerías de ventanales esparcen el sol hiriente por los campos extremeños.
De un púrpura mortecino se revisten los tejados, las encinas, los almendros, los olivos… Y el Tajo, pasaje errante, converge allí en un poema.
De escarcha y silencios colma está la plaza, que se prodiga en rumores del Medievo. Nada interfiere en penumbra, nada distrae de su origen.
Y me abstraigo contemplando el medio punto de los arcos, que me ciñen y hacen guiños, o el palacio de los Alba, residencia de aquel feudo.
E imagino a los Romeos y a las Julietas, que a través de las ventanas, de su amor hacían insignia.
¡Cuánta historia en poco margen!
Y unos hombres anhelantes de aventuras
vuelan alto como aves migratorias. En sus mentes hay caminos espumosos y tierras vírgenes donde anida la abundancia.
Y veo capeas en las tardes de verano, cuando el sol bate el ruedo, y unos mozos resolutos en verónicas, se deshacen en piruetas frente al toro.
No exagero cuando escribo de la plaza porticada, de su historia, de los hombres y costumbres a lo largo de los siglos, en la tierra de Alconétar.
* Finalista en certamen literario “Plaza porticada de Garrovillas”, 2014.
Hoy he vuelto
Allí sigue el río sin que el tiempo su curso haya variado, el agua susurrando por su lecho y un silencio de muerte en los recodos.
La casita de puerta desquiciada, que el sol besa en su progreso, mira ausente al infinito, y un halo de nostalgia la rodea, pero altiva, espera, quizás, que un día la habiten.
Todo me parece más humilde:
La higuera y el peral o el mismo espacio definido veo menguados. La roca que creía a la izquierda del camino, con caracteres romanos sobre su dermis granítica, hoy la veo a la derecha más reducida que entonces.
Lo mismo he percibido al abordar los castillejos naturales, los canchos que semejan manadas de tortugas o sapos abultados, y que forman aquel suelo.
Tierra mía de soledades infinitas, donde sólo te acompasas con la Suprema Providencia, donde el reloj envejece sin importunar la vida.
¡Cuántas horas de paz disfruté al arrullo del canto de tus pájaros o al rumor de las aguas de tus ríos!
Pero el día llegó en que la libertad y quietud atrás quedaron, y buscador de esplendores me embarqué en aquella empresa:
La de huir sin rumbo cierto.
Y en el tren de la esperanza fui a arribar a la ciudad de la fiesta, a la calle del bullicio.
Otras gentes, otras tierras de las cuales yo quisiera enamorarme, pero para mí carecen de la gracia y el embrujo de los pueblos y los campos Extremeños.
Hoy he vuelto a ver el río, la majada, los peñascos... Hoy he vuelto a mis raíces y me he dicho:
¡Quién se volviera eremita. Quién regente de estos campos administrara sin prisa la libertad y el silencio!
La Encina.
Hembra hermosa de matiz trigueño que en los campos denotas tronío, tu altivez y textura de roca te colman de gracia y empaque bravío.
Compañera del toro de lidia. Del ibérico cerdo, el sostén.
Las torcaces codician tu fruto.
¿Quién ha dicho que no eres fetén?
La mujer que en tu entorno ha nacido es lozana, rumbosa y morena, tiene tinte arabesco en sus ojos y savia de encina en sus venas.
Sólo aquel que ha dormido en tu alfombra y a tu vera un día supo querer, puede hallar ese gran parecido existente entre encina y mujer.
Que se callen los chopos del río y se inclinen al verte los sauces. Que el madroño se quite el sombrero y que el fresno se vea cobarde.
Que se ufane la tosca bellota suspendida del denso dosel y la encina se sienta la reina, mezcla de árbol y bella mujer.