10 minute read
Invierno en la plaza
Invierno en la plaza.
La plaza volcada hacia poniente, aquella en cuyo centro se alzaba una farola que apenas relucía, era el eje de mis sueños siendo niño.
Advertisement
Cuántas tardes de fríos rigurosos, cuando el cierzo barría el compacto suelo y el sol se iba veloz rumbo a las tierras lusas dejándonos crepúsculos de escarcha, jugamos ajenos al instante.
Cuántas horas de canicas, peonzas y patacones bajo aquel sol incoloro, reflejo de vidrieras empañadas en tardes afligidas.
Con sus semblantes lúgubres, ancianos fatigados por un largo camino, a veces ya sin rumbo, detrás de las ventanas vivían la tragedia:
La tarde se había muerto.
En la torre, aún vacío, seguía el nido de ramajes. Las cigüeñas no habían vuelto de su exilio en tierras cálidas y los picachos de los montes se habían tapizado con una blanca toga.
Sobre la plaza había caído el misterio de la noche con todos sus recelos.
Ahora, al evocar aquellos días de yertos soles, siento una paz inmensa. Me veo niño, veo niños abuelos ya de muchos nietos con los que apenas coincido cuando voy.
Y me resigno, y medito: «¡Con qué prisa corre el tiempo, con qué ira!»
Otros niños sin peonzas son los que en la plaza ríen. Otros soles los que huyen hacia la vieja Lusitania, dejando crepúsculos de hielo en sus adioses,
y otros hombres los que viven la tragedia.
Ya el camino se recoda. En mi vida, sólo hay tardes.
En las ruinas de Cáparra.
Caen las sombras sobre el arco cuadriforme,
sobre las calles semi-soterradas y las termas, sobre la calzada romana Vía de la Plata.
Caen sobre mí las sombras.
Y veo centurias en avanzadilla,
y en mis oídos resuenan Nerones, Poncios, Tulios, Gaias y Tiberias, y un batir de espadas pugna para ganarse los afectos de las dóminas.
Abajo, en el vértice invertido de la tierra oigo el llanto del Ambroz, la agitación de su corriente en las marmitas formadas en las rocas de su cauce, y una leve claridad me advierte del inminente orto de la luna.
No sé cuántas horas habré permanecido en este imperio.
Con la salida del astro sopla el aire y trae olor a hierbas húmedas, cantuesos y madroños.
La nieve en las morrenas esparce sobre el llano el candor de Gredos, y la luna matiza las encinas, robustas, arcaicas como los vestigios de la ciudad caparrensis.
Las piedras de este fragmento de historia son el libro en el que hoy leo.
Carta al Parnaso.*
Estimado José María:
Allá, en tu querido pueblo, donde se cantan las coplas hilvanadas con tus versos,
los hombres que te recuerdan, y que son muchos, por cierto, han querido hacerte honor convocándonos al premio
que lleva tu propio nombre, al que gustoso presento este mi humilde poema tejido desde muy lejos.
No sé cómo comenzar.
Me siento grande y pequeño: Pequeño ante tu grandeza, grande por ser extremeño.
Aprendí a leer poesía empapándome tus versos a la sombra de la encina
o al socaire de los vientos.
Mi fuente de inspiración brotó entre olivos y tesos, cultivándose más tarde
sobre pupitres añejos
y librotes amarillos de poetas sempiternos
o en oscuras bibliotecas
recargadas de silencio.
Traté con hombres de letras
sobre tu estilo y tu ingenio. Convencí a quien te ignoraba para que leyera tus textos.
Al erudito de turno
que discrepaba con ellos alegando escaso rigor en las medidas del verso,
le dije: mire en el fondo, que llorará con su acento. Verá al pueblo reflejado con sus gozos, sufrimientos,
sus miserias y grandezas, permanentes devaneos. ¿Qué importa sílaba más, qué importa sílaba menos?
Pero ignoraba el “versado” que con el paso del tiempo se medirían las obras
con tus aquellos raseros.
Encontré por media España hombres que sí te leyeron y grabaron tus estrofas a fuego en sus pensamientos.
Y al hablarles de mi tierra,
de mi gente y de mi pueblo… ¡Hombre!, Gabriel y Galán cantó los mundos aquellos.
¿Dijo Gabriel y Galán?
El gran poeta extremeño, aquel del Cristu Benditu, del Embargu, Cara al cielu...
¡Caray!, qué alegría me da. Me siento de orgullo lleno al ver que hasta aquí llegaron los versos de aquel maestro.
Y adquirí grandes amigos en literarios momentos
releyendo tus poemas, saboreando tu acento.
Y sé de grandes poetas, siglo veinte, primer tercio, que bebieron de tu fuente influenciados por tu afecto.
Pero tengo que decirte: ¡No hay poetas como aquellos!, ni yuntas, ni labradores, ni pastores por los cerros
que destilen armonía con qué nutrir los anhelos de aquel que amando los campos quiera fundirse con ellos.
La gran ciudad ha absorbido a pastores y labriegos. Dicen que viven mejor, Mas yo sé que eso no es cierto.
Lo sufro en mis propias carnes entre moles de cemento.
Añoro la paz del campo, la lluvia, el sol, el viento,
el estallido del hacha
cuando su lengua a lo lejos hiere el tronco del olivo
o la rama del almendro.
Los tiempos han cambiado. ¡No hay poetas como aquellos!, ni rima que diga mucho, ni medida en ningún verso.
También la tierra que un día pisaste por estos yermos cambió su faz de repente, o se la tragó el averno.
Alagón, que discurría por graníticos roquedos, vio perderse su corriente en dos pantanos inmensos.
El puente aquel que cantaste, entre peñascos horrendos, en el que Pablo e Higinio contra el zorro arremetieron,
en el centro del embalse,
cual fantasma descontento, yergue su triste figura de Quijote macilento.
No lleva a ninguna parte ni acorta ningún trayecto, reconstruyéronlo allí tan sólo para el recuerdo.
Los hombres de Granadilla
se marcharon ha ya tiempo obligados por las aguas del pantano, en retroceso.
Encaramado en un istmo
yace arruinado aquel pueblo. ¡Qué pena da divisar sus casas en esqueleto!
En campos abandonados crece maleza sin freno, y en las ciudades no importa dónde nace el alimento.
Sin bucólicas estampas imposible parir versos. ¡Por eso no puede haber ya poetas como aquellos!
Me dicen que la poesía va por otros derroteros. Que vaya por donde quiera, sigo fiel a mis ancestros:
De Manrique a Garcilaso. Desde Góngora a Quevedo. Y con los del veintisiete,
por García Lorca me quedo.
Pero el que lea mis estrofas y ponga atención al verso, de entre todos los poetas sabrá quién fue mi maestro.
No quisiera despedilmi sin recordalti de nuevu:
¡No hay labriegus en los campus ni poetas comu aquellus!
*Segundo premio en el XXII certamen de poesía “Gabriel y Galán” 2007.
Las Estaciones. *
Primavera.
Un manso rumor de hojas que en la espesura se agitan, paz imprime al olivar. La brisa esparce gametos. La flor blanca se marchita, y comienza a apuntar
jactanciosa, la naciente aceitunita. Los glaucos floretes mecidos al viento brindan en primicia por la buena nueva. Se ahueca el olivo de puro contento.
La tierra parece acunarse en la tarde con flema infinita. El árbol promete. El olivarero ya espera un alarde
ante la colecta que presagia en sueños, y reza en la noche, para que el pedrisco no dañe la pulpa ni trunque su empeño.
Estío.
El sol se ha ensañado con los olivares.
El polvo levita manchando las copas, y un mar ceniciento de hojas ajadas despliega en el llano. Se agrietan las rocas.
El olivo, estoico, resiste al embate del astro. Si acaso, el fruto repliega y espera durmiente a que llegue la lluvia. El hombre alarmado suspende la tregua,
excava los hoyos que encaucen las aguas, poda varas nuevas, remueve la tierra
y ruega, que al cabo, se nutran las ramas
y las aceitunas reluzcan de llenas cuando venga otoño y las lluvias caigan. ¡Señor, no malogres la en cierne cosecha!
Otoño.
Por las plantaciones declinan las ramas cargadas de olivas, que parecen lunas. El hombre, paciente, las florea una a una, y mientras labora, en su magín trama
cómo invertirá la pingüe sustancia que el buen olivito le dé en recolecta. De la cruz del gajo columpia la cesta, que llena al instante, porque hay abundancia. ¡Qué alegre está el campo! Llegó la cogida. El árbol, sufrido, les entrega el oro y se duele al parto. Le sangra la herida
que el aceitunero le infligió al ordeño. Y ya, macilento, las hojas caídas, adquiere semblante, no de árbol, de leño.
Gracias.
Olivito sacrosanto, tú eres noble, tú eres bueno, pues tus hojas lanceoladas en la paz se mantuvieron, no se alzaron, no embistieron ni se tornaron espadas,
cuando a tu sombra prendieron a Aquel, que a tu sombra oraba. La recolección fue próspera. El campesino da gracias. Y yo, rimador, entono esta canción
con el alma: “curtidos aceituneros,
el cesto al viento lanzad, que concluyó la faena y vienen días placenteros
de festejos, que debemos celebrar, con ofrendas y repiques campaneros, que complazcan al Señor del olivar”.
*Segundo premio en el XXIX certamen Poético Nacional “Exaltación al olivo” 2009, en Ahigal.
Bajo el árbol.*
El sueño
Hoy evoco días remotos bajo el árbol, seducido por su sombra tamizada. Junto al tronco desgarrado por el rayo, retorcido por los siglos y por lluvias porfiadas corroído, yo soñaba con el fruto amoratado que algún día forjaría la aceituna ya engendrada. Y escuchaba tenuemente en lejanía las canciones de la zafra, los flagelos que los hombres con las varas infligían al olivo, e intuía los regueros que en la pulpa por la herida se vertían. Colegía un sacrilegio en cada rama, turba humana que gritaba enfurecida, centuriones que blandían las espadas, hojas glaucas por impíos abatidas… Pero el árbol no emitía ninguna queja, ni un suspiro, ni una lágrima. E irascible promovía yo mis querellas a los hombres que al olivo flagelaban.
La plantación
En perfecta formación de orden cerrado se disponen los olivos, se eternizan los misterios. Y en el boscaje entramado de sus copas, los gorjeos amenizan. Cada ave va anunciando la afluencia
de la nueva primavera. El olivar se estremece con la brisa que lo besa y se percibe a lo lejos el irradiar de reflejos plateados de sus hojas. Todo es orden. Sólo el hacha cantarina
rompe el ritmo derribando ramas viejas.
El sol se encuentra en su cénit, ya declina, y el olivar lo agradece. La tarde, de mimos falta, tiende su tul azulado. La flor blanca del olivo se desprende del follaje, y con éxtasi anunciado, nace la oliva engendrada. Cada pie va aportando su caudal. El campesino, que ya se ufana, ve por fin acrecer sus sueños, y reza para que el destino no le juegue una trastada. Mira al cielo, implora, piensa: “Si los vientos, las aguas y el pedrisco se comportan, viene bueno. Llenaremos de seguro la tinaja”. Rezaremos, campesino, rezaremos. Que el pilar que sustenta tu morada no se tuerza. Sigue firme, compañero, y verás cómo el olivo te agasaja.
La zafra
Cubre el rocío la llanada. Las hojas vierten su llanto gota a gota. La oliva, luna morada, cuelga indolente en la copa del olivo que la acuna. Todo es vida, todo es muerte. Ya la aceituna cumplida rinde su frente a la vara. Tienden redes.
Vibra la rama al flagelo. Y la herida, va destilando su humor. Se nubla, llueve, pero recio el campesino, cual olivo, sigue impertérrito al clima. Cara a cara hombre y árbol: uno, agradecido al sino, ultrajado el otro queda. La almazara pone a punto los capazos, el molino que tritura y la prensa que comprime. Nada se deja al azar. Por el camino viene la oliva, y el nicho que la recibe la adopta con ilusión. Hay trasiego en el lagar. La alquimia va a separar
el oro del alpechín. Y el labriego, el campesino, ve al capazo destilar a raudales su sudor. “Gracias, olivo”, cavila. Todo lo impregna el olor de aceites y de carozos. Es festivo. El olivarero eleva con devoción
sus plegarias, y le dice al olivar: “Nunca te rindas, amigo. Que ni frío ni calor te retengan, ni tempestad traicionera te acobarde en desafío
*Tercer premio de Exaltación al olivo 2010 en Ahigal (Cáceres)