Invierno en la plaza. La plaza volcada hacia poniente, aquella en cuyo centro se alzaba una farola que apenas relucía, era el eje de mis sueños siendo niño.
Cuántas tardes de fríos rigurosos, cuando el cierzo barría el compacto suelo y el sol se iba veloz rumbo a las tierras lusas dejándonos crepúsculos de escarcha, jugamos ajenos al instante.
Cuántas horas de canicas, peonzas y patacones bajo aquel sol incoloro, reflejo de vidrieras empañadas en tardes afligidas.
Con sus semblantes lúgubres, ancianos fatigados por un largo camino, a veces ya sin rumbo, detrás de las ventanas vivían la tragedia:
La tarde se había muerto.
En la torre, aún vacío, seguía el nido de ramajes. Las cigüeñas no habían vuelto de su exilio en tierras cálidas y los picachos de los montes se habían tapizado con una blanca toga.
Sobre la plaza había caído el misterio de la noche con todos sus recelos.
Ahora, al evocar aquellos días de yertos soles, siento una paz inmensa. Me veo niño, veo niños abuelos ya de muchos nietos con los que apenas coincido cuando voy.
Y me resigno, y medito: «¡Con qué prisa corre el tiempo, con qué ira!»
Otros niños sin peonzas son los que en la plaza ríen. Otros soles los que huyen hacia la vieja Lusitania, dejando crepúsculos de hielo en sus adioses,
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