Raíces y otros poemas por Jose María Plata

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RAÍCES Y OTROS POEMAS. (José María García Plata)

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© José María García Plata, del texto. © Foto de portada, Francisco José García González. © Montaje de portada, José Damián García López.

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Dedicado

a la tierra en que nací

y a la gente que hizo mi niñez y juventud amenas: AHIGAL, (Cáceres)

SIEMPRE EN EL CORAZÓN

Dedicado a los que un día nos fuimos con lágrimas en los ojos.

Venturoso del hombre que vino y al calor de la tierra querida pasa alegre su infancia y su vida sin tener que cambiar de destino.

Desdichado de aquel que su hogar cuando apenas transfórmase en hombre abandona por pueblos sin nombre, donde a nadie tendrá a quien amar

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ÍNDICE Iídice……………………………………………………………………… 4 Invierno en la plaza………………………………………………………. 5 En las ruinas de Cáparra………………………………………………….. 7 Carta al Parnaso…………………………………………………………... 8 Las Estaciones…………………………………………………………….. 14 Bajo el árbol………………………………………………………………. 17 La casa vacía……………………………………………………………… 20 El viejo y el tren…………………………………………………………... 21 Tarde de lluvia…………………………………………………………….. 23 Cuna de un poeta………………………………………………………….. 24 Noches de estío de mi niñez………………………………………………. 25 Los eucaliptos……………………………………………………………... 26 Tarde de cuaresma……………………………………………………….... 27 Río Palomero……………………………………………………………… 28 Poemas alrededor de la lumbre……………………………………………. 29 Quintos del sesenta y ocho………………………………………………… 32 Procesión nocturna………………………………………………………… 35 Cuánta historia en poco espacio…………………………………………… 36 Hoy he vuelto……………………………………………………………… 38 La encina…………………………………………………………………... 40 ¡Ay, campos donde nací!.............................................................................. 41 Bello paisaje……………………………………………………………….. 43 Relativo es todo, pues……………………………………………………... 45 ¿Por qué no envejeces, árbol?....................................................................... 47 Aún percibo………………………………………………………………... 49 Y fue en primavera………………………………………………………… 51 La pelotera…………………………………………………………………. 53 La lavandera……………………………………………………………….. 56 Al Cristo de los Remedios…………………………………………………. 60 El pueblo…………………………………………………………………… 61 La ciudad de los palacios y las casas solariegas…………………………… 63 Yo digo…………………………………………………………………….. 65 Un sueño…………………………………………………………………… 68 Sonetos de ocaso y vida……………………………………………………. 69 El mendigo…………………………………………………………………. 71 Debajo del puente………………………………………………………….. 72 Los manirrotas………………………………………………………………74 Nada perdura………………………………………………………………. 75 ------

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Invierno en la plaza. La plaza volcada hacia poniente, aquella en cuyo centro se alzaba una farola que apenas relucía, era el eje de mis sueños siendo niño.

Cuántas tardes de fríos rigurosos, cuando el cierzo barría el compacto suelo y el sol se iba veloz rumbo a las tierras lusas dejándonos crepúsculos de escarcha, jugamos ajenos al instante.

Cuántas horas de canicas, peonzas y patacones bajo aquel sol incoloro, reflejo de vidrieras empañadas en tardes afligidas.

Con sus semblantes lúgubres, ancianos fatigados por un largo camino, a veces ya sin rumbo, detrás de las ventanas vivían la tragedia:

La tarde se había muerto.

En la torre, aún vacío, seguía el nido de ramajes. Las cigüeñas no habían vuelto de su exilio en tierras cálidas y los picachos de los montes se habían tapizado con una blanca toga.

Sobre la plaza había caído el misterio de la noche con todos sus recelos.

Ahora, al evocar aquellos días de yertos soles, siento una paz inmensa. Me veo niño, veo niños abuelos ya de muchos nietos con los que apenas coincido cuando voy.

Y me resigno, y medito: «¡Con qué prisa corre el tiempo, con qué ira!»

Otros niños sin peonzas son los que en la plaza ríen. Otros soles los que huyen hacia la vieja Lusitania, dejando crepúsculos de hielo en sus adioses,

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y otros hombres los que viven la tragedia.

Ya el camino se recoda. En mi vida, sรณlo hay tardes.

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En las ruinas de Cáparra.

Caen las sombras sobre el arco cuadriforme, sobre las calles semi-soterradas y las termas, sobre la calzada romana Vía de la Plata.

Caen sobre mí las sombras.

Y veo centurias en avanzadilla, y en mis oídos resuenan Nerones, Poncios, Tulios, Gaias y Tiberias, y un batir de espadas pugna para ganarse los afectos de las dóminas.

Abajo, en el vértice invertido de la tierra oigo el llanto del Ambroz, la agitación de su corriente en las marmitas formadas en las rocas de su cauce, y una leve claridad me advierte del inminente orto de la luna.

No sé cuántas horas habré permanecido en este imperio.

Con la salida del astro sopla el aire y trae olor a hierbas húmedas, cantuesos y madroños.

La nieve en las morrenas esparce sobre el llano el candor de Gredos, y la luna matiza las encinas, robustas, arcaicas como los vestigios de la ciudad caparrensis.

Las piedras de este fragmento de historia son el libro en el que hoy leo.

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Carta al Parnaso.*

Estimado José María: Allá, en tu querido pueblo, donde se cantan las coplas hilvanadas con tus versos,

los hombres que te recuerdan, y que son muchos, por cierto, han querido hacerte honor convocándonos al premio

que lleva tu propio nombre, al que gustoso presento este mi humilde poema tejido desde muy lejos.

No sé cómo comenzar. Me siento grande y pequeño: Pequeño ante tu grandeza, grande por ser extremeño.

Aprendí a leer poesía empapándome tus versos a la sombra de la encina o al socaire de los vientos.

Mi fuente de inspiración brotó entre olivos y tesos, cultivándose más tarde sobre pupitres añejos

y librotes amarillos de poetas sempiternos 8


o en oscuras bibliotecas recargadas de silencio.

Traté con hombres de letras sobre tu estilo y tu ingenio. Convencí a quien te ignoraba para que leyera tus textos.

Al erudito de turno que discrepaba con ellos alegando escaso rigor en las medidas del verso,

le dije: mire en el fondo, que llorará con su acento. Verá al pueblo reflejado con sus gozos, sufrimientos,

sus miserias y grandezas, permanentes devaneos. ¿Qué importa sílaba más, qué importa sílaba menos? Pero ignoraba el “versado” que con el paso del tiempo se medirían las obras con tus aquellos raseros.

Encontré por media España hombres que sí te leyeron y grabaron tus estrofas a fuego en sus pensamientos.

Y al hablarles de mi tierra, 9


de mi gente y de mi pueblo… ¡Hombre!, Gabriel y Galán cantó los mundos aquellos. ¿Dijo Gabriel y Galán? El gran poeta extremeño, aquel del Cristu Benditu, del Embargu, Cara al cielu... ¡Caray!, qué alegría me da. Me siento de orgullo lleno al ver que hasta aquí llegaron los versos de aquel maestro.

Y adquirí grandes amigos en literarios momentos releyendo tus poemas, saboreando tu acento.

Y sé de grandes poetas, siglo veinte, primer tercio, que bebieron de tu fuente influenciados por tu afecto.

Pero tengo que decirte: ¡No hay poetas como aquellos!, ni yuntas, ni labradores, ni pastores por los cerros

que destilen armonía con qué nutrir los anhelos de aquel que amando los campos quiera fundirse con ellos. 10


La gran ciudad ha absorbido a pastores y labriegos. Dicen que viven mejor, Mas yo sé que eso no es cierto.

Lo sufro en mis propias carnes entre moles de cemento. Añoro la paz del campo, la lluvia, el sol, el viento,

el estallido del hacha cuando su lengua a lo lejos hiere el tronco del olivo o la rama del almendro.

Los tiempos han cambiado. ¡No hay poetas como aquellos!, ni rima que diga mucho, ni medida en ningún verso.

También la tierra que un día pisaste por estos yermos cambió su faz de repente, o se la tragó el averno.

Alagón, que discurría por graníticos roquedos, vio perderse su corriente en dos pantanos inmensos.

El puente aquel que cantaste, entre peñascos horrendos, en el que Pablo e Higinio contra el zorro arremetieron, 11


en el centro del embalse, cual fantasma descontento, yergue su triste figura de Quijote macilento.

No lleva a ninguna parte ni acorta ningún trayecto, reconstruyéronlo allí tan sólo para el recuerdo.

Los hombres de Granadilla se marcharon ha ya tiempo obligados por las aguas del pantano, en retroceso.

Encaramado en un istmo yace arruinado aquel pueblo. ¡Qué pena da divisar sus casas en esqueleto!

En campos abandonados crece maleza sin freno, y en las ciudades no importa dónde nace el alimento.

Sin bucólicas estampas imposible parir versos. ¡Por eso no puede haber ya poetas como aquellos!

Me dicen que la poesía va por otros derroteros. Que vaya por donde quiera, sigo fiel a mis ancestros: 12


De Manrique a Garcilaso. Desde Góngora a Quevedo. Y con los del veintisiete, por García Lorca me quedo.

Pero el que lea mis estrofas y ponga atención al verso, de entre todos los poetas sabrá quién fue mi maestro.

No quisiera despedilmi sin recordalti de nuevu: ¡No hay labriegus en los campus ni poetas comu aquellus! *Segundo premio en el XXII certamen de poesía “Gabriel y Galán” 2007.

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Las Estaciones. *

Primavera. Un manso rumor de hojas que en la espesura se agitan, paz imprime al olivar. La brisa esparce gametos. La flor blanca se marchita, y comienza a apuntar

jactanciosa, la naciente aceitunita. Los glaucos floretes mecidos al viento brindan en primicia por la buena nueva. Se ahueca el olivo de puro contento.

La tierra parece acunarse en la tarde con flema infinita. El árbol promete. El olivarero ya espera un alarde

ante la colecta que presagia en sueños, y reza en la noche, para que el pedrisco no dañe la pulpa ni trunque su empeño.

Estío. El sol se ha ensañado con los olivares. El polvo levita manchando las copas, y un mar ceniciento de hojas ajadas despliega en el llano. Se agrietan las rocas.

El olivo, estoico, resiste al embate del astro. Si acaso, el fruto repliega y espera durmiente a que llegue la lluvia. El hombre alarmado suspende la tregua,

excava los hoyos que encaucen las aguas, poda varas nuevas, remueve la tierra 14


y ruega, que al cabo, se nutran las ramas

y las aceitunas reluzcan de llenas cuando venga otoño y las lluvias caigan. ¡Señor, no malogres la en cierne cosecha!

Otoño. Por las plantaciones declinan las ramas cargadas de olivas, que parecen lunas. El hombre, paciente, las florea una a una, y mientras labora, en su magín trama

cómo invertirá la pingüe sustancia que el buen olivito le dé en recolecta. De la cruz del gajo columpia la cesta, que llena al instante, porque hay abundancia. ¡Qué alegre está el campo! Llegó la cogida. El árbol, sufrido, les entrega el oro y se duele al parto. Le sangra la herida

que el aceitunero le infligió al ordeño. Y ya, macilento, las hojas caídas, adquiere semblante, no de árbol, de leño.

Gracias. Olivito sacrosanto, tú eres noble, tú eres bueno, pues tus hojas lanceoladas en la paz se mantuvieron, no se alzaron, no embistieron ni se tornaron espadas,

cuando a tu sombra prendieron a Aquel, que a tu sombra oraba. La recolección fue próspera. El campesino da gracias. Y yo, rimador, entono esta canción 15


con el alma: “curtidos aceituneros, el cesto al viento lanzad, que concluyó la faena y vienen días placenteros

de festejos, que debemos celebrar, con ofrendas y repiques campaneros, que complazcan al Señor del olivar”. *Segundo premio en el XXIX certamen Poético Nacional “Exaltación al olivo” 2009, en Ahigal.

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Bajo el árbol.*

El sueño Hoy evoco días remotos bajo el árbol, seducido por su sombra tamizada. Junto al tronco desgarrado por el rayo, retorcido por los siglos y por lluvias porfiadas corroído, yo soñaba con el fruto amoratado que algún día forjaría la aceituna ya engendrada. Y escuchaba tenuemente en lejanía las canciones de la zafra, los flagelos que los hombres con las varas infligían al olivo, e intuía los regueros que en la pulpa por la herida se vertían. Colegía un sacrilegio en cada rama, turba humana que gritaba enfurecida, centuriones que blandían las espadas, hojas glaucas por impíos abatidas… Pero el árbol no emitía ninguna queja, ni un suspiro, ni una lágrima. E irascible promovía yo mis querellas a los hombres que al olivo flagelaban.

La plantación

En perfecta formación de orden cerrado se disponen los olivos, se eternizan los misterios. Y en el boscaje entramado de sus copas, los gorjeos amenizan. Cada ave va anunciando la afluencia de la nueva primavera. El olivar se estremece con la brisa que lo besa y se percibe a lo lejos el irradiar de reflejos plateados de sus hojas. Todo es orden. Sólo el hacha cantarina rompe el ritmo derribando ramas viejas.

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El sol se encuentra en su cénit, ya declina, y el olivar lo agradece. La tarde, de mimos falta, tiende su tul azulado. La flor blanca del olivo se desprende del follaje, y con éxtasi anunciado, nace la oliva engendrada. Cada pie va aportando su caudal. El campesino, que ya se ufana, ve por fin acrecer sus sueños, y reza para que el destino no le juegue una trastada. Mira al cielo, implora, piensa: “Si los vientos, las aguas y el pedrisco se comportan, viene bueno. Llenaremos de seguro la tinaja”. Rezaremos, campesino, rezaremos. Que el pilar que sustenta tu morada no se tuerza. Sigue firme, compañero, y verás cómo el olivo te agasaja.

La zafra Cubre el rocío la llanada. Las hojas vierten su llanto gota a gota. La oliva, luna morada, cuelga indolente en la copa del olivo que la acuna. Todo es vida, todo es muerte. Ya la aceituna cumplida rinde su frente a la vara. Tienden redes. Vibra la rama al flagelo. Y la herida, va destilando su humor. Se nubla, llueve, pero recio el campesino, cual olivo, sigue impertérrito al clima. Cara a cara hombre y árbol: uno, agradecido al sino, ultrajado el otro queda. La almazara pone a punto los capazos, el molino que tritura y la prensa que comprime. Nada se deja al azar. Por el camino viene la oliva, y el nicho que la recibe la adopta con ilusión. Hay trasiego en el lagar. La alquimia va a separar

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el oro del alpechín. Y el labriego, el campesino, ve al capazo destilar a raudales su sudor. “Gracias, olivo”, cavila. Todo lo impregna el olor de aceites y de carozos. Es festivo. El olivarero eleva con devoción sus plegarias, y le dice al olivar: “Nunca te rindas, amigo. Que ni frío ni calor te retengan, ni tempestad traicionera te acobarde en desafío

*Tercer premio de Exaltación al olivo 2010 en Ahigal (Cáceres)

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La casa vacía

La casa vacía, la calle en silencio. El balcón que lució primaveras se ve obscurecido de tierra y de moho.

Ya no hay risas ni rumias ni calor humano. Se instaló diciembre en su estéril útero y un sabor amargo invadió la estancia.

Aunque a ratos late, lo oigo si ausculto a través del resquicio, un corazón: Tic tac, tic tac, tic tac...

Y me habla la casa sin voces ni tonos: —Es el eco de un beso —me dice— que quedó rehén de mi eternas sombras.

La casa vacía, la calle en silencio.

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El viejo y el tren

Sentados al socaire de un tabique, sus ojos enmarcados en dos fajos de arrugas y ausente la mirada, me hablaba el lugareño: —Durante ochenta años pasaron por estas vías los trenes, y ahora... dejó su comentario suspendido.

La antigua línea ferroviaria Astorga-Plasencia, trasiego entonces entre Castilla-León y Extremadura, le trajo al anciano estas memorias. —¡Escucha, escucha! —me decía. —¿Qué he de escuchar, don Julio? —¡El llanto de los raíles! ¿No lo oyes? Lloran lágrimas de herrumbre, por el tiempo transcurrido en su deriva desde fecha tan infausta. Aunque también es verdad —dijo luego—, que cada atardecer sigue pasando un convoy. —Es imposible, don Julio. —Siento el ajetreo de sus cadenas, los jadeantes mensajes que me envía.

Mira cómo se alza su humareda con el viento, y enseguida se confunde con las nubes.

Tendí la vista hacia el monte, 21


y un azul de escarcha hiriente recubría las colinas. —Lleva a bordo repatriados de las guerras coloniales. Soldados que regresan después de haber perdido nuestras tierras de ultramar en disímiles batallas. —Don Julio, a usted se le quedaron grabadas esas escenas siendo joven. —Te digo que no han dejado de pasar aquellos trenes. —¿Por dónde? —Ya no se deslizan por raíles, que pastores y camperos quemaron las traviesas y la broza ha sepultado el balasto de las vías. —¿Entonces cómo ruedan? —Suspendidos por el aire. ¿Lo ves ahora? La máquina se aproxima con su turbante de bruma.

No quise seguirle el ritmo a su remota ceguera,

pero miré al centenario, como quien mira al pretérito y estaba rodilla en tierra, volcando lágrimas acres por sus menguadas ojivas.

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Tarde de lluvia

Llueve sobre los pardos tejados. En las calles, el musgo tapiza el pavimento y el rumor del chapoteo me adormece.

Al otro lado del camino se han sumergido las huertas. El riachuelo baja turbio, arrastra leños y matojos lamidos por la riada en las orillas, y oigo un batir de piedras por su cauce.

Tengo miedo al río, a su fuerza motriz, al clamor que me advierte de su cólera.

Y temo perpetuarme en este glóbulo de bruma.

Ahora sopla el solano y se va alzando la nube. Las tejas, fachadas y paredones están pulcros, reverdecidas las viñas que se desparraman por las lomas, y un rayo de sol que surge deja un iris de certeza.

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Cuna de un poeta Es el pueblo con historia el que me inspira. Son los cerros salpicados de retamas. Los arroyos cuyos cauces desembocan en el río de los mimbrales, donde el agua es ya una loa. Son los cielos moteados por bandadas de jilgueros o las huertas saturadas de hortalizas. Es la paz de los campos la que forja a los poetas. Yo he nacido en aquel pueblo y crecido en ese espacio con el alma rebosante de dulzura. Hoy me piden que interprete sus primores: ¡Ay, mi tierra, tan desnuda de perfiles! ¡Ay, los hombres que la habitan! Los que viven a extramuros de vanguardias, sin rencores, sin ardides. ¡Quién pudiera, me pregunto alguna veces, convocar allí a las musas y parir algún poema!

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Noches de estío de mi niñez.

Noches de estío de mi niñez con olor a polvo y trilla, a eucaliptol desprendido de las hojas, a humedades en las huertas.

Noches de mochuelos y galaxias, de primeros amoríos, de idolatrar la belleza en las mujeres, de sentirnos como ombligos de universo.

Noches gratas de afonías cuya paz importunaba el din-dan del fiel martillo al dar las horas sobre el bronce.

Noches de pláticas varias.

Más arriba dormía el pueblo acunado en la ladera, bajo la cóncava forma que brillaba en las alturas.

¡Cuántas ficciones. Cuánto candor!

Cuántas veces con el cielo por testigo cavilé con mi partida, sin pensar que con el paso de los años me sentiría forastero en mi tierra.

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Los eucaliptos

Aún aspiro el aroma balsámico que ensanchaba mi pecho, cuando hago el camino de entonces. Y los veo elevando sus ramas a cielos nocturnos, abrazando luceros y estrellas.

Escucho chirriar la chicharra, que oculta en su fronda, ajena a rumores pasaba el estío. “Paradójico, pienso, que este insecto locuaz guarde tantos enigmas”.

Y engreído en amores divago con noches lejanas y besos con sabor a menta, impregnados de esencias del árbol, y me pierdo en recuerdos.

Cuando me estimulo no hay estrellas ni luna ni ramas que muevan los aires.

Sólo hay viejas raíces de lo que fue un día dosel perfumado que entoldaba el camino, y daba cobijo a discretos amores.

Ya no me conozco, ni reconozco el espacio en que ando. En otro espejo me miro.

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Tardes de cuaresma

Sobre el puente del riachuelo que discurría quejoso entre tamujas y juncos, paseábamos en las tardes de cuaresma.

Tardes pálidas que evocaban el fracaso de los hombres, la indolencia de un Pretor, la deslealtad de un villano, la aflicción de un INOCENTE…

Tardes de vientos irascibles, mitigados en las tierras soleadas al socaire de los muros de los huertos.

Tardes de paz y de culto en las iglesias. ¡Cuántos recuerdos me traen!

Aún oigo gemir al campo en los crepúsculos, y veo desfallecer las vides y exangües las higueras de la vera del sendero.

Todo era mesura. Todo, salvo la corriente del arroyo que bajaba musitando entre las piedras y los limos. —Son lágrimas —dijo alguien—. Llantos que derraman los ojos de ese puente mientras perdure la cuaresma.

«Seguro, pensé yo, pues este luto es ecuménico».

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Río Palomero.

Si su cauce nos hablara de otros tiempos. Si sus charcos más recónditos en que un día nos zambullíamos revelaran sus incógnitas, cuántas cosas nos dirían.

Pero allí todo es mudez, rambla adusta con vaivenes y recodos, arteria apenas sucedida por el fondo de aquel valle.

Era el caudal de nuestras vidas. El paisaje melodioso de los hombres y los pájaros. El del rumor de cangilones extrayendo de las norias el maná, con qué regar los sembradíos.

Hoy, leyenda relegada.

Si me hundo en sus rincones, las quietudes me conceden mis instantes de armonía.

Pero me duele el silencio. Y me aflijo al ver la vega, territorio de herbazales y retamas. —¿Dónde fue aquella belleza? ¿Dónde el vergel de frutales y hortalizas?

Y me asomo a sus azogues, y mi efigie me trastorna. ¡Ay, este espacio de nostalgias y residuos!

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Poemas alrededor de la lumbre

Sobre la piedra de granito, bajo la escueta chimenea que vierte el humo al viento, brillan las ascuas de la lumbre como ojos de raposa en noche oscura.

A su alrededor, con los pies templados y las espaldas frías, pasan la sobremesa de la cena el matrimonio y los tres hijos. —¿Cómo se te dio la escuela hoy? —pregunta el padre al primogénito. —Leí poesía.

El hombre lo contempla, se levanta del asiento y se va y vuelve al instante. Trae en sus manos una bolsita de tela anudada con un hilo, como si protegiera allí un tesoro. —¡Toma, hijo! —y le entrega un libro deslustrado, de hojas sueltas. —“EXTREMEÑAS” —anuncia el chaval, muy seguro de sí mismo. Título, “Cara al cielo” —y lee en castúo, que es la “Jabla de su tierra”.

En el hogar surge el silencio, pues se sienten concernidos con los hombres y el entorno campesino, cantados por un humilde poeta que por sencillo fue ilustre. 29


¡Qué calma! ¡Qué bienestar se respira y cómo se va escurriendo el tiempo en la lectura. —“RELIGIOSAS” —dice el muchacho luego. Título, “El Cristo de Velázquez”.

Y aunque no entiende el contenido del poema, ve al pintor con los pinceles que los Ángeles le hicieron, arrancándose las plumas de sus alas.

Y de reojo vislumbra por las surcadas mejillas de sus padres, dos regueros que van a caer sobre la lumbre.

El muchacho sigue recitando como si él también estuviera poseído por la gracia de Velázquez.

Han pasado dos horas largas cuando el padre consulta el reloj de bolsillo, heredad de sus mayores, y sentencia: —¡Mañana será otro día!

Se besan, se dan las buenas noches y encaminan sus pasos hacia el lecho, con el regusto del último poema.

Afuera, sobre los viejos tejados brillan reflejos de plata.

Y dentro de la vivienda, los versos de Gabriel y Galán 30


son antorchas encendidas que seĂąalan el camino a la familia.

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Quintos del sesenta y ocho. (Unidos hoy en Cristo)

Ayer, cuando apenas alzábamos un metro en este suelo, y nuestros corazones eran puros como la nieve.

Ayer, cuando el sonar de tamboriles y las canciones de amor o de melancolía de los quintos nos lastimaban los oídos, y a la vez nos deleitaban.

Ayer, cuando queríamos ser hombres y mujeres y el tiempo no corría, y soñábamos con San Blases, con carreras de caballos enjaezados y con espadas.

Cuando forjábamos ilusiones y pensábamos que el mundo a nuestros pies se rendiría, cuando los espejismos nos tenían embelesados, ¡qué lejos nos queda aquel ayer!

Y qué pronto llegó el tiempo en que mozos, la Patria demandó nuestro caudal humano, y con júbilo nos dispusimos para servirla.

Y tocamos tamboriles, y hubo corrobras y parrandas, y nuestros cantares, galanteos y aflicciones se escucharon por las calles y plazuelas, pues fuimos actores principales aquel año.

Y una amanecida, con los ojos nebulosos, abrazados a los nuestros nos despedimos con el alma a esta tierra encadenada.

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En nuestros pechos, un Cristo: Nuestro Santísimo Cristo, el Cristo de los Remedios, Efigie a la que nuestras creyentes madres nos habían encomendado.

Hoy, cuarenta y cinco años más tarde, después de arduas singladuras, de rodillas a Tus plantas te decimos al unísono:

¡Gracias, Señor, por haber sido el guardián de aquellos jóvenes y por habernos otorgado la salud que disfrutamos!

Y te pedimos que nos sigas acogiendo en tu refugio, pues siendo ramas de este árbol, también somos hojas débiles a las que el infausto viento acecha.

¡Que así lo hagas!

Para nuestros queridos quintos, aquellos cuyos pasos se perdieron por el mundo, porque Dios dispuso su partida prematura, una sublime oración, un hueco en los corazones y un permanente recuerdo.

Un abrazo a sus familias.

Compañeros, compañeras: Un placer de vernos hoy unidos en amor a Cristo y poder rememorar aquellos días.

Que seamos muy felices. Que sigamos siendo jóvenes aunque sea en la nostalgia. 33


Un abrazo, buena fiesta, y que resuenen tamboriles como antaĂąo.

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Procesión nocturna.

Cual tobogán va la calle a morir en las tinieblas de un cielo semi-enigmático, sin estrellas y sin luna, crespón de fondo de un Cristo que en la noche procesiona.

Donde la calle se encoge y el declive se pronuncia, va la Imagen cadenciosa, cuyos brazos extendidos acarician los balcones, y en su cara muestra un rictus de perdón para el que pifia.

Y se palpan los silencios y los llantos contenidos por los fieles que caminan tras la Efigie.

Son los hombres y mujeres de mi tierra los que imploran.

Que un pintor impresionista nos matice este momento. Yo, poeta, lo he intentado con palabras, pero sé que se me escapan los detalles más sutiles.

Es el Cristo de mi pueblo. Que lo pinte algún artista.

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¡Cuánta historia en poco espacio!*

Ya, la luz crepuscular anega los soportales de la plaza porticada en Garrovillas.

Pule el aire las columnas de granito, y sobre los arcos mudéjar, galerías de ventanales esparcen el sol hiriente por los campos extremeños.

De un púrpura mortecino se revisten los tejados, las encinas, los almendros, los olivos… Y el Tajo, pasaje errante, converge allí en un poema.

De escarcha y silencios colma está la plaza, que se prodiga en rumores del Medievo. Nada interfiere en penumbra, nada distrae de su origen.

Y me abstraigo contemplando el medio punto de los arcos, que me ciñen y hacen guiños, o el palacio de los Alba, residencia de aquel feudo.

E imagino a los Romeos y a las Julietas, que a través de las ventanas, de su amor hacían insignia.

¡Cuánta historia en poco margen!

Y unos hombres anhelantes de aventuras vuelan alto como aves migratorias. En sus mentes hay caminos espumosos y tierras vírgenes donde anida la abundancia.

Y veo capeas en las tardes de verano, cuando el sol bate el ruedo, y unos mozos resolutos en verónicas, se deshacen en piruetas frente al toro. 36


No exagero cuando escribo de la plaza porticada, de su historia, de los hombres y costumbres a lo largo de los siglos, en la tierra de AlconĂŠtar. * Finalista en certamen literario “Plaza porticada de Garrovillasâ€?, 2014.

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Hoy he vuelto

Allí sigue el río sin que el tiempo su curso haya variado, el agua susurrando por su lecho y un silencio de muerte en los recodos.

La casita de puerta desquiciada, que el sol besa en su progreso, mira ausente al infinito, y un halo de nostalgia la rodea, pero altiva, espera, quizás, que un día la habiten.

Todo me parece más humilde:

La higuera y el peral o el mismo espacio definido veo menguados. La roca que creía a la izquierda del camino, con caracteres romanos sobre su dermis granítica, hoy la veo a la derecha más reducida que entonces.

Lo mismo he percibido al abordar los castillejos naturales, los canchos que semejan manadas de tortugas o sapos abultados, y que forman aquel suelo.

Tierra mía de soledades infinitas, donde sólo te acompasas con la Suprema Providencia, donde el reloj envejece sin importunar la vida.

¡Cuántas horas de paz disfruté al arrullo del canto de tus pájaros o al rumor de las aguas de tus ríos!

Pero el día llegó en que la libertad y quietud atrás quedaron, y buscador de esplendores me embarqué en aquella empresa: 38


La de huir sin rumbo cierto. Y en el tren de la esperanza fui a arribar a la ciudad de la fiesta, a la calle del bullicio.

Otras gentes, otras tierras de las cuales yo quisiera enamorarme, pero para mí carecen de la gracia y el embrujo de los pueblos y los campos Extremeños.

Hoy he vuelto a ver el río, la majada, los peñascos... Hoy he vuelto a mis raíces y me he dicho:

¡Quién se volviera eremita. Quién regente de estos campos administrara sin prisa la libertad y el silencio!

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La Encina.

Hembra hermosa de matiz trigueño que en los campos denotas tronío, tu altivez y textura de roca te colman de gracia y empaque bravío.

Compañera del toro de lidia. Del ibérico cerdo, el sostén. Las torcaces codician tu fruto. ¿Quién ha dicho que no eres fetén?

La mujer que en tu entorno ha nacido es lozana, rumbosa y morena, tiene tinte arabesco en sus ojos y savia de encina en sus venas.

Sólo aquel que ha dormido en tu alfombra y a tu vera un día supo querer, puede hallar ese gran parecido existente entre encina y mujer.

Que se callen los chopos del río y se inclinen al verte los sauces. Que el madroño se quite el sombrero y que el fresno se vea cobarde.

Que se ufane la tosca bellota suspendida del denso dosel y la encina se sienta la reina, mezcla de árbol y bella mujer.

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¡Ay, campos donde nací!

¡Ay, campos donde nací, qué tristes os vi estos días! ¿Por qué siendo primavera no rebosáis de alegría?

¿Por qué en la dúctil retama brotan las flores tardías y el olivo reverdece con esa melancolía?

¿Por qué las fuentes no manan el agua cana caliza de sus antiguos veneros? ¿Por qué las aves no gritan

ni regatos cristalinos descienden con tanta prisa lamiendo peñas y musgos y mimbres de sus orillas?

Creo que la pena les viene por no tener compañía, por no tener quién entone una simple melodía

que alegre los horizontes, ni oírse la campanilla o el balido de la oveja pastando por sus umbrías.

¡Ay, campos donde nací, qué tristes os vi estos días. 41


Ya no estĂĄ quien alegraba vuestras penas y las mĂ­as!

42


Bello paisaje.

Entre el Sistema Central y los Montes de Toledo serpentea entre roquedos camino de Portugal,

el Tajo. Y en su andadura, serrijones prominentes lo constriñen fuertemente al llegar a Extremadura.

Monfragüe desde su ermita lo ve al fondo divagar en su terco porfiar por horadar la cuarcita.

Al frente, la serranía. Al norte, Villarreal. Al sur, el alcornocal. Así es la tierra mía:

Grandes ríos, farallones hogar del buitre leonado, recintos fortificados, pantanos, gratos rincones

que en estado natural van modelando el paisaje, flora y fauna en maridaje en el Parque Nacional.

Camino de Portugal has de proseguir ya, Tajo. 43


No te fĂ­es del atajo que pueda ser desleal.

Yo me quedo en el paraje viĂŠndote al cabo pasar, y desde el bello lugar te digo: amigo, buen viaje.

44


Relativo es todo, pues. ¡Señor: dónde está la mar? ¿Dónde la ciudad lejana? Pues siendo mi tierra llana no logra mi ojo alcanzar

los besos que al litoral llegan a imprimir las olas, ni escucho las caracolas ni el rugir del temporal.

¿Dónde la ciudad lejana? ¿Acaso junto a la playa? Pues por distante que vaya nunca la siento cercana

ni veo su luminaria resplandecer en el cielo, ni escucho cantos, ni duelos, ni algazaras, ni plegarias… “Sabrás dónde está la mar, me dijo una voz arcana. Tendrás la ciudad cercana con su denso palpitar”.

Verás qué cerquita están de tus amplios encinares esas olas que en los mares a las playas besos dan. Razón tenías, Señor:

45


Desde la altura de un vuelo divisado he mar y suelo, y al fondo el solemne alcor*

que en la distancia se eleva entre austera Extremadura y castellana llanura, a las que su aliento lleva.

Relativo es todo, pues: La distancia, la ciudad, la nimiedad, majestad, el anverso y el revĂŠs. * Sierra de Gredos vista desde un aviĂłn al sobrevolar las playas de Huelva.

46


¿Por qué no envejeces, árbol?

Me he fijado en el olivo, el que el abuelo plantó el día en que yo nací. Presentes, pues, ya los dos,

según él me dijo luego, para mí hubo pedido tan amena y larga vida como deseó al olivo.

Y crecimos a la par, frondosos, con buen color. Yo, de pan alimentado, el árbol, de lluvia y sol.

Pero al transcurrir los años, después de una larga ausencia, lo encuentro poblado y verde, yo, viejo, con ramas secas.

¡Me fallaste, olivito! Mientras sigues vigoroso dejaste que envejeciera. Si el abuelo por su mano

plantarte otra vez tuviera, no creo que te plantara, pues mancillaste su honor quedándote a mi rezaga.

Si yo me he dejado ir, debes declinar conmigo 47


tal como ĂŠl predijera. Si no, te caiga el castigo

de ser un ĂĄrbol longevo solitario en el cercado, y sufras la vil condena de sentirte abandonado.

48


Aún percibo…

El crujir de las pajas bajo los guijarros. El trillo gastado de tanta rodera. La yunta pesada. Dormido el muchacho. La brisa de noche que obviando la era

pasaba de largo. El hombre cargado de polvo, de sudor y sueño, la mano en el bieldo al aire lanzaba horcajadas. Mezclados caían la paja y el grano. ¡Malditu sea el vientu! decía. Mas Eolo se volvía indolente. ¡Señol, que llegui tu soplu! imploraba. Después se secaba el sudor de su frente.

El reloj de la plaza tañía las seis. La cigüeña en la torre chasqueaba su pico. Agitaban las alas los gallos. Chirriaban los grillos. El pueblo humeaba.

A la era llegaba el olor diferente de pan y de leña de encina quemada. Pero el levante seguía agazapado, mientras la cosecha dormía apilada.

En la nueva parva, el trillo rodando. El sol de mañana apuntando maneras. Bullía la gente cogiendo y soltando. La tupida sombra incitaba a la higuera.

Todo se movía. Todo, salvo el aire. La nube se alzaba formando castillos. 49


Allá al mediodía, la gente alarmada dejaba la parva, la muela y el trillo.

Y ya guarecidos veían que la tromba arrastraba al arroyo el grano y la paja. ¡El sueño perdido! Un año bisiesto con malas entrañas. El hombre trabaja

y suda los campos. La lluvia y los soles levantan las mieses que son un portento. Todo se dispuso para que las trojes hicieran granero, pero falló el viento.

50


¡Y fue en primavera!

Era un llano de encinas y olivos. Circundaban las altas montañas los bordes del valle. La maraña de herbaje, sotobosque y cultivos,

cromatismo imprimía al paisaje. Las lluvias de abril bosquejaban, apenas el iris. Recamaban los cerros las retamas salvajes

con sus flores nacientes doradas. Los arroyos bajaban rugientes. Por el cauce del río, mansamente las aguas eran transportadas

hacia el mar, donde el río perece. El pueblo, sumido en el centro de aquel valle de ensueño, encuentro de júbilos, sollozos y preces,

yacía impreciso en el suelo. Templado resultaba el ambiente. Asomaba la luna en creciente. La matraca levantaba el vuelo.

Tronaban los aires. Las campanas tocaban a duelo. Una piña de muchachos airados y niñas veladas armaba jarana:

Traca, traca, traca. emitían los chiquillos. Traca, traca, traca, 51


secundaban las nenas. Matracas y gritos la calle invadían.

La madre de Cristo, ante el Hijo yacente gemía. ¡Y fue en primavera, cualquiera, tal vez, lo dijera! El ermitaño dejó el escondrijo.

Se colmaron los templos de fieles: (Ascetas, clérigos y seglares). El incienso almizcló los altares. Se maldecía a los infieles.

Se amustiaron de pronto las flores. El campo, de matices vestido, eclipsó sus encantos, y sufrido, se atavió de Viernes de Dolores.

52


La pelotera.

Guardaban los pueblos luto, porque el Señor había muerto. Cerrado a cal y canto el baile, y los festejos triviales, relegados, de momento. Las mujeres, enlutadas, y los hombres, circunspectos oraban en las iglesias. Para jóvenes e impúberes resultaba harto tediosa la llegada de aquel tiempo. Era una tarde sombría. Barría la tierra el cierzo que soplaba huracanado. No había aves en el cielo. Descendía hacia el ocaso entre negros nubarrones un sol gélido. Sus rayos eran mordientes cual caninos de carnívoros famélicos. En la plaza se citó el grupo de guerrilleros. Cruzaron unas palabras y enseguida partieron hacia el lugar del encuentro. Del otro pueblo salió una partida de mercenarios con umbríos pensamientos. A la mitad del camino las huestes se divisaron. El grueso, por ambos bandos se detuvo. Los jefes se adelantaron junto a sus planas mayores, y tan pronto como se saludaron: ¿Cuántus sois?, preguntó el capitán de guerrilleros al jefe de mercenarios. Venticuatru dijo éste. ¿Y vusotrus? Ventiunu mal contaus.

53


No me toquis los timbalis ni me quieras engañal, que tú ties al gran “astutu” con ansias de principial. ¿Y qué quies dicil con esu? Pos que es un tíu mu güenu p´a estu de la pedrá. (El solu vali pol tres). Pos ya estamus igualaus. P´a qué hablal más. El jefe de mercenarios, después de un tenso silencio preguntó al de guerrilleros: ¿Entoncis cuandu empezamus? Antis que se ponga el sol, porque aluegu… ¿Quién da la voz de atacal? Tú contestó el capitán guerrillero. Pos que sepas que sos vamus a machacal. Ji, ji, ji… Y dijo el otro: Ja, ja, ja… Y al punto se retiró cada cual a su unidad. Impartieron instrucciones a sus imberbes escuadras. Se tomaron posiciones. La mano en alto del jefe de mercenarios y el grito de: “¡al ataque ya!”, rompió el silencio en la tarde, quebró la tranquilidad. Las piedras hendían el aire silbando como saetas. Se lamentaban los heridos rodando por las cunetas. Gritaban los contendientes en la batalla campal. No hubo un segundo de tregua. Quince minutos más tarde, sólo quedaban en pie siete u ocho mercenarios, y guerrilleros, nueve o diez. 54


El capitán guerrillero arengó entonces a los suyos: “¡Mis valientis, aguantal, que la vitoria ya es nuestra!” ¡Rendilsus ya de una vez, paletus de media piedra! gritaban los mercenarios. ¡Que mos llamarun paletus la genti mediocri esa! Mecagüen su misma sombra. Y seguían los guijarros zumbando como misiles, lisiando brazos y testas. Al fin, la noche intervino y concluyó la reyerta. Se recogieron heridos por uno y por otro bando, después de izar las banderas, y en los arroyos cercanos se lavaron las afrentas. Sólo la noche sabrá quién venció en dicha contienda. Espero que entre ambos pueblos reine una paz duradera. Que los jóvenes de hoy, con juicio e inteligencia, huyan de tales barbaries en las tardes de cuaresma. Lo pide un curtido en años que fue guerrillero, de aquélla.

55


La lavandera.

Lavaba la tía Frasquita en lavandera de corcho. Las piernas entumecidas, inflamados los hinojos

de tanto dale que dale con el agua hasta los codos, en un charco pestilente de un languidecido arroyo. “Si tuviera un cachu e burru p`a dil a laval al ríu, de seguru no estaría en esti charcu pudríu.

Fíjate que pocu pidu, con qué poquinu me arreglu y qué poquinu me falta p´a tenel cuasi el remediu.

Jaci dos añus corríus, cuandu el mi hombri existía, andábamus al completu. No digu que yo tenía

tos mis caprichus cubiertus, pero mejol sí vivía. Mos manteniamus del güertu, que aunque cansanciu traía,

tamién daba güenus frutus, y garbanzus, y judías… 56


Y ahora se ve abandonau llenu de yerba maldita,

y yo, sin pizca de juerza p´a movel la calderilla y regal allí un cachinu ondi echal cuatru semillas,

que en veranu me atiborrin de comel, comu comía. ¡P´a qué golvelsi una loca si estu es cosa de otrus días!

Seguiremus rengueando hasta que el Señol decida que jaci con esti cuerpu. Pero el alcaldi podía

mentras tantu echal un cabli limpiandu esta mundicia p`a que lavemus las pobris. ¡Endíñile usté cal viva

que se clarein bien las aguas hasta la nueva crecía, que aluegu será otra cosa. “Menudu cambiu sería!”

En estas cavilaciones andaba la pobre anciana, a falta sólo de un burro que su vida remediara,

cuando de pronto, el alcalde, 57


que del campo regresaba montado sobre un caballo árabe de pura raza,

asomó por el camino que viene a dar a la charca donde la tía Frasquita su humilde ropa lavaba. “Recoñu, ahora es la mía”... Buenas tardes nos dé Dios. Y las tenga usté tamién igual que las tengu yo. ¿Para qué más desear? No debemus, no señol, que al que pidi pol pidil le endiñan un pescozón. Pues entonces no pidamos, que viviremos mejor. Y espoleando al caballo, como vino se perdió

por la calle que subía del arroyo al interior del pueblo que gobernaba. “Poca consideración…”

La vida es, tía Frasquita. Llore cuando hay que llorar, porque si no llora usted, deja las aguas pasar, 58


aguas que no han de volver, y la ropa que usted lava se impregnarรก del hedor de esa laguna estancada.

59


Al Cristo de los Remedios.

Al Cristo de Los Remedios una tarde le pedí que me mostrara el camino que debía yo seguir. Y el Cristo desde su cruz, sabiéndome pecador, me dijo: vete tranquilo que a tu lado estaré yo. Y protegido por Él siempre fuerte me sentí. La vida me deparó mucho más que merecí. ¿Qué más podría anhelar este humilde pecador? ¿Qué más podría conseguir? Gracias te doy, mi Señor. Gracias por tanta bondad con este pródigo ser. No me abandones, que yo, soy hombre débil también y podría tropezar y en el lodazal caer. Al Cristo de los Remedios una tarde le imploré, una tarde muy lejana que de mi tierra marché, con miedo, porque iba a ciegas, sin saber dónde y por qué.

60


El pueblo.

He vuelto al pueblo apacible en que Dios quiso un día que viera la luz. En sus barrios hallé mucha ausencia. En mi pecho sentí un persistente latido de nostalgia y amor. Cada calle me evoca un pasaje de pretéritos tiempos. Cada casa cerrada me provoca un suspiro. Cada balcón desnudo me produce un lamento. Ya no se perciben efluvios de claveles y rosas, ni tibios aromas de trigo. Ni en las noches de julio conversa la gente a sus puertas, sobre siembras, ganados u olivos. Escucho decir a la brisa que muchos se fueron. ¿Adónde?, pregunto. Y tan sólo murmura el silencio. Pero yo, siempre terco, sigo interrogando: ¿Qué fue de mi gente?, ¿qué fue de mi pueblo? ¿Dónde están las mujeres de negros ropajes? ¿Dónde están las señoras aquellas? Se marcharon repitió la brisa. ¡Tremenda respuesta! Te advierto me dijo que han pasado tres décadas largas desde tu partida. Lo entiendo, aunque sólo a medias. E interrogo de nuevo: ¿por qué sus hijos o nietos las casas no habitan? ¿Por qué están cerradas casi todas las puertas? Cuando los mayores partieron con rumbos etéreos, sus hijos se fueron a buscar la prebenda. Un zarpazo me cruza la cara. Cien interrogantes se agolpan de pronto en mi mente. 61


Pues no entiendo nada. ¿Acaso tú no te marchaste? pregunta furiosa. Hace cuatro décadas. Pues piensa un poquito… Entonces comprendo, y me rebelo gritando en la noche: ¡Qué pobre es mi tierra! ¡Qué temprano desteta a sus hijos, que llorando de amor del lugar se ausentan! Después me pregunto: “¿Qué delito hemos cometido al nacer en ella?”

62


La ciudad de los palacios y las casas solariegas.

Cinco lustros separaban mi partida y mi regreso. Fue una tarde limpia y cruda, cuando, cual soldado que volviera de una guerra interminable arribé a las mismas puertas de la vieja y bella Norba.

Y en un sueño bien vivido me adentré por sus entrañas, como sangre que corriera por sus venas.

Los angostos callejones se torcían a mi paso, para confluir con otras calles tortuosas. Muchas plazas equiláteras, sin formas de antemano concebidas, que por irregulares resultaban de inusual hermosura.

El sol de media tarde besaba los turbios ventanales y, sus reflejos se perdían en la distancia, entre las encinas que pueblan las dehesas. La paz de la ciudad monumental me sitiaba con el abrazo de sus muros, transportándome a tiempos muy remotos.

Blasones de nobles señoríos, esculpidos en granito, con estilo plateresco adornaban los palacios.

Y apellidos de unas estirpes: Golfines, Vargas, Figueroas, Tellos o Carvajales rezumaban por los dinteles de las puertas de las casas.

Una iglesia en cada plaza y un arco en cada pórtico de la árabe muralla que la oprime. Más arriba se encumbraba la Alcazaba, y más alto sobrevolaban las cigüeñas, seña de identidad de Extremadura.

Como un libro repujado se me antojaba la ciudad cacereña: Románica, Árabe, Gótica, Plateresca y Barroca, 63


mezcolanza de conquistas y reconquistas.

Y en la noche, en silencio, comprobé lo que un día me decían mis mayores:

Caballeros embozados, por estrechas callejuelas, saludaban gentilmente a las señoras, o se retaban, hierro en mano en mortíferas disputas.

Y escuchaba el cincel de los canteros esculpiendo aquel granito o el azote, en el yunque del herrero transformando el hierro ardiente en herraduras de caballos o en espadas.

Ahora sé que mis abuelos no mentían al contarme las proezas de unos hombres y de aquel pueblo su gloria.

Y yo regreso, cuando puedo a mis raíces, para disfrutar de su pasado y su belleza.

64


Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla…

(Dijo Machado)

Yo digo:

La mía son nostalgias de un pueblo olivarero, donde en la humilde tierra el hombre aceitunero

bregaba día a día. Las manos arañadas por gajos traicioneros. Las sales derramadas

al tronco del olivo. Las cestas embutidas de verdes aceitunas, sedantes de la herida.

Coquetos los balcones. Las calles empedradas. Cortinas con festones y rosas perfumadas.

Lagares que embriagaban. Aceites y alpechines, tostadas impregnadas, regatos con orines…

Voló mi juventud por campos de Castilla, por amplias extensiones 65


de mieses amarillas.

Por pueblos nebulosos, románicos reductos, esbeltas catedrales de gótico regusto...

Y luego, plataneras y playas eminentes en tierra de volcanes. Un cielo permanente

de azul nítido y puro. Los timples desgarrados punteando las folias, los hombres sosegados. Sutiles las mujeres, gentiles y morenas. Sus padres, los volcanes, sus madres, las arenas.

Yo sé que en estas tierras culminarán mis días. Sedientas sus entrañas de sabia, cual la mía,

engullirán mi cuerpo. Pero mi alma errante se elevará gozosa y volará radiante

rumbo a la tierra mía, para fundirse ansiosa con los olivos grises 66


y las olientes rosas.

67


Un sueño? Fue como un juego de azar llevado siempre a distancia. Un afanado tahúr que sin naipes y sin bazas

fue perfilando un tablero de ilimitada extensión. Un constante desafío que tentaba el corazón

de dos seres precavidos, y que de pasión herido en beso se derramó.

Yo no sé si sueño fue, o si por cuestión de fe aquel beso se ha cumplido.

68


Sonetos de ocaso y vida.

I Porque un Pretor indolente lavarse quiso las manos, porque un indeciso romano dejarte a tu suerte quiso. Porque un traidor, un villano, cargarse

ansió con tu suplicio, hoy eres luz, eres guía, eres verdad y camino, eres huella en qué pisar y destino al que arribar. Sobre tu espalda la cruz,

el Gólgota retador, humillante tu dolor. Las chanzas de los soldados repulsivas, los flagelos restallantes

y un perpetuo venero es cada herida. Y con paso vacilante, sin pecado vas certero hacia un ocaso que es vida.

II Se emborrona el horizonte por poniente. Sobre el monte se ve ya la cruz alzada, y a sus pies, una doliente madre amada interpela por el Hijo penitente.

Y confusa la mirada, la aflicción insoportable y solo a su pobre suerte, va dejándose ir hacia una fatal muerte con un rictus de clara resignación

en su cara. Un gesto lanza a los cielos, una ojeada y un evidente perdón 69


hacia aquellos que le hirieron. El suelo

se estremeció cuando su intensa agonía cesó en pos del Padre eterno. La oración brotó al instante en los labios de María.

III Y te desclavan de la cruz, mortaja eres. Despoblado de curiosos el Calvario, te ungen con el óleo y en el sudario envuelven tu cuerpo inerte las mujeres.

Y sellado ya el sepulcro con la losa, tenebrosa mansión de tus despojos, angustiada vuelve hacia Ti sus ojos secos de llorar tu gente. Una rosa

ajada al tercer día único presente es de tu paso por la muerte. Ya estás con Él, estás en todo: así el creyente

te percibe. El enemigo abdica de sus yerros. Salvador del mundo vas, y a tu abrigo, se conforta el que suplica.

70


El mendigo

Allá en la plaza del porvenir, guitarra al pecho siempre terciada, con una angustia disimulada y un noble afán por sobrevivir,

entona el hombre negra balada, como un zarpazo, como un quejido, dolor en alza de un malherido que su consuelo busca en la nada.

Allá en la plaza del porvenir, en un debate desesperado la disyuntiva viene a decir:

Una limosna o una cadena. —Prefiero verme aquí humillado que tras las rejas morir de pena.

71


Debajo del puente

Un pezón terroso colmaba su boca. Abajo, en su lecho, el río bramaba. El pecho de almíbar suave volcaba un chorro de vida en su párvula copa.

El puente romano, perpetuo testigo de tardes de enojos y noches inciertas, humilde morada de puertas abiertas donde cobijaba a su prole el mendigo,

le dio fortaleza, lo quiso severo forjando sus carnes en yunques de viento, bajo la ballesta, en su basamento, los días brumosos de mayos y eneros.

El cierzo ululaba. El niño gemía. La madre tumbada en su viejo jergón, la mente preclara, prieto el corazón, cantaba entre dientes esta melodía: “No llores, mi niño, que el frío ya pasa. Te juro, cariño, que el hambre importuna la ahuyenta tu madre. Mira que la luna que besa tu frente, que alumbra tu casa,

te quiere dichoso. Ya sabes, mi vida, que todos crecisteis junto a la corriente, con la misma luna, bajo el mismo puente, con la leche tibia que vierte mi herida”.

El niño fue hombre. La vida le sonrió. Al cabo del tiempo lo vi bajo el puente 72


rumiando silencios, sereno, prudente, amando a la tierra que un dĂ­a le hiriĂł.

73


Los Manirrotas

Se creían campeones con los coches que mangaban, tres redomados ladrones. Progresaron a base de pescozones en un ambiente viciado. Por la noche,

robar era su afición, y su delirio, el sentirse acorralados, fumar porros, ser temidos por la banda “los Cachorros” en el barrio trasnochado de los lirios.

Cada tarde, en cónclave resolvían sus perfidias. Con los Cachorros trataban de dividirse la ciudad. Si aceptaban, bien, si no, los navajones relucían

como espejos a los rayos de la luna. Menos fieros, los Cachorros, se arrugaban. Las navajas de inmediato se guardaban y el respeto se imponía. Y a la una,

más o menos, comenzaba la jornada. Con el corsa o con el furia sustraídos se excitaban y decían: «pan comido». Y ora un trompo, un giro, una escapada…

La autopista, toda suya, despejada. El pedal contra la chapa comprimido. El riesgo de palmar, más que asumido. El interés por vivir, nada de nada.

El dinero que agenciaban no lucía, porque igual que lo adquirían lo quemaban. 74


La salud hacía tiempo flaqueaba y la angustia de no ser se repetía.

Una noche, cuando el mundo parecía detenerse ante sus pies, llegó la nada: La autopista se encogió en una arcada. La añosa morera que al fondo se erguía

sintió el seco golpe que la derribaba. La ciudad, ausente, plácida dormía. Al día siguiente las calles bullían y a “los Manirrotas” nadie les lloraba.

75


Nada perdura

Primaveras que fueron un día estaciones preñadas de sueños, plomizos otoños son hoy que se van alargando de cara al invierno. Resultados de sumas que antaño formaron un todo, ya se van reajustando en decrépitos restos. El espejo, mi peor enemigo, en lugar de frescura me está reflejando repliegues y flecos. El tiempo galopa dejando en mi piel una estela de surcos y máculas. Al trasluz se adivina el presente. El futuro es incierto… Pero entiendo que nada perdura, que la noria va girando cansina y la noche enojosa a venir se apresura. Y me inquieta que transite a su antojo mi calle, que ronde a mi puerta o que invada mi espacio con sombras heladas y puñales que acechan. Me sosiega tan sólo pensar que mi semilla germinó en tierra fértil, por ello, yo creo que aunque arribe la noche a esta orilla 76


no todo se pierda. Primaveras que fueron un dĂ­a fervientes caminos de utopĂ­as repletos, otoĂąos son hoy que se van fatalmente alargando en el tiempo.

FIN

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