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Señor Presidente y demás miembros de la Bolsa de Comercio Señoras y señores
“La situación económica está muy mala, el gobierno debe hacer algo”. Es una desdichada expresión que hemos venido oyendo a través de toda la historia de este país. Ella es síntoma ominoso de la ignorancia del concepto de Imperio de la Ley, de que el imperio de los hombre y el imperio del temor ha sustituido al Imperio de la Ley y de que esta última ha sido pervertida. El resultado histórico del pensamiento que expresa tal frase ha sido el mismo que el de las ranas que pedían rey en la antigua fábula, y a las que les fue enviado un palo para que reinara. Porque la situación económica no mejora ni el bienestar se obtiene con “algo” que haga el gobierno, sino todo lo contrario, limitando la acción y el poder del gobierno. Los gobiernos no impulsan las economías, sino que las restringen. Las economías se impulsan únicamente mediante la acción de lo seres humanos, no de los gobiernos. No existe fuerza impulsora del desarrollo y del bienestar comparable a la que es resultante de 5
la liberación de las energías creadoras del individuo, de todo los individuos que componen la entidad social. Cuando se niega esto y se ubican las esperanzas en el ente social o en su brazo, que es el gobierno, se pervierte la Ley, y la sociedad otorga soberanía e imperio a los hombres, y como consecuencia inevitable al temor. Sólo cuando impera el temor y se pervierte la Ley es que puede surgir el deseo de conquista o de asalto al poder. Para explicar lo anterior nos será preciso investigar el origen, razón y propósito de la Ley.
Origen de la Ley El ser humano solitario frente a la naturaleza experimenta un sinnúmero de necesidades. Para satisfacerlas encuentra a su alrededor un conjunto de recursos naturales que puede aprovechar mediante la utilización de sus facultades, mediante su esfuerzo, mediante su trabajo. Algunos de esos recursos naturales son tan abundantes que las facultades humanas necesarias para aprovecharlos requieren tan poco esfuerzo que el proceso pasa inadvertido, se diría que constituyen más bien condiciones generales de la existencia, como sucede con el aire que respiramos. 6
Otros, por su mayor o menor escasez, sea inmediata o remota, requieren un esfuerzo deliberado para hacerlos aprovechables, es necesario convertirlos en productos mediante un esfuerzo, mediante trabajo. Pero solitario como estaría este hombre imaginario no necesita de la Ley para proteger el resultado de su esfuerzo, nadie podrá todavía comprometer su libertad para servirse del fruto de su trabajo. Desde el momento en que este hombre comience a vivir en sociedad otra cosa podría ocurrir. Podría suceder que otros hombres, siguiendo la natural tendencia del ser humano a satisfacer sus necesidades con el mínimo esfuerzo, piensen que les resulta más fácil, menos doloroso, despojarle por la violencia del fruto de su esfuerzo, que invertir su propio esfuerzo en producir el mismo fruto, y así, comprometiendo la libertad de sus semejantes, arrancarles mediante la coerción y la violencia el resultado de su trabajo para medrar a expensas de la expoliación de que les harán víctimas. Esta tendencia al despojo y a la expoliación, a vivir del fruto del trabajo de los demás, siguiendo así la línea del menor esfuerzo, ha sido el origen de todo despotismo, desde la prehistoria hasta nuestros días. La tendencia es tan fuerte y tan arraigada que cincuenta 7
siglos de historia y veinte de civilización cristiana no han bastado para destruirla, y cuando, como ha ocurrido en nuestro tiempo, adquiere respetabilidad y carta de moralidad mediante la perversión de la Ley, resulta mucho más difícil erradicarla.
Razón de la Ley Establecido que la natural inclinación del hombre le conduce a satisfacer sus necesidades mediante el menor esfuerzo posible, es lógico concluir que la única manera eficaz y permanente de lograr que desdeñe el despojo y prefiera la aplicación de su propio esfuerzo, de su propio trabajo para satisfacer sus necesidades, consiste en hacer que el despojo le resulte más doloroso, más peligroso y menos eficaz. Para eso es necesario enfrentarle, no ya la fuerza individual que el presunto despojado pudiere utilizar en la defensa de su libertad para disponer del fruto de su trabajo, o sea de su propiedad, sino la fuerza organizada de la sociedad: la Ley, el Estado, sustituyendo así el imperio del temor y de la fuerza por el Imperio de la Ley.
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Propósito de la Ley El propósito de la Ley, pues, debe ser el de detener mediante el uso o la disponibilidad de la fuerza colectiva, la desdichada tendencia hacia el despojo y la expoliación. Su razón de ser estriba en la necesidad de garantizar despersonalizadamente el ejercicio de la libertad del individuo a utilizar el fruto de su propio esfuerzo para la satisfacción de sus necesidades y disponer libremente de tal fruto. La Ley en consecuencia, debe tener como fin el de proteger a la persona, a su libertad y a su propiedad. Cuando ella es destinada a destruir a la persona, a restringir su libertad o a despojar del fruto de su trabajo a ciertos grupos o individuos, la Ley se habrá pervertido, habrá torcido su razón y derrotado su propósito. El resultado será el súper estatismo, el socialismo, cualquiera que fuere la marca de fábrica que se utilice para distinguir al grupo particular de los liberticidas y expoliadores que lo propugnen. Cabe en este punto preguntarse ¿cuáles son las desafortunadas razones para que esto pueda ocurrir en una civilización como la nuestra? Si tuviéramos que buscar la causa y razón fundamentales que han desencadenado todo el conjunto de hechos desafortunados que nos han colocado en este predicamento, no 9
vacilaríamos en señalar a la ignorancia y a la falsa filantropía, las que a su vez dan origen a toda suerte de voracidades en una sociedad en la que se ha moralizado la idea de que la fuerza es un medio idóneo para hacer el bien, mediante la generalización que le otorga la Ley. Nos explicaremos.
La Justicia Debemos partir de la premisa, que nadie se atreverá a negar, de que la Ley debe ser justa. Hasta el momento no se ha podido dar una mejor definición de la justicia que la de que ella consiste en dar a cada cual lo suyo. Para dar a cada cual lo suyo, la Ley necesita de una fuerza coercitiva organizada que es el Estado, el cual a la vez tiene una personalización que es el Poder Público, el Gobierno. El uso de la fuerza organizada para administrar justicia resulta adecuado y eficaz. En este punto es que los seres humanos más sensibles a los sentimientos de caridad observan con dolor lo que se ha dado en llamar “injusticias sociales”, o sea, la pobreza y las privaciones que sufre una desdichada porción de nuestros semejantes en comparación con las comodidades de otros y les parece de 10
toda lógica concluir que tales “injusticias” podrán y deberán ser corregidas por el mismo aparato de fuerza del Estado, por la fuerza coercitiva de las leyes. Creen con toda ingenuidad que la fuerza, el puño, los fusiles y las ametralladoras que resultan eficaces en prevenir y corregir el mal, pueden resultar igualmente eficaces para hacer el bien. Naturalmente que el resultado que obtendrán será la muerte de las libertades, el despotismo y el totalitarismo, conjuntamente con el subproducto obligado de la penuria y escasez de las masas. Consecuencias enteramente alejadas de sus propósitos. Tales trágicos resultados son la consecuencia inevitable de haber usado el corazón en vez de la cabeza para razonar, de utilizar medios inadecuados para obtener un fin plausible, y si bien es cierto que un ilustre filántropo dijo que “el corazón tiene razones que la razón ignora”, también es cierto que cada vez que las “razones” del corazón están en conflicto con las razones del intelecto, y se hacen valer de aquellas, la acción resultante es insensata. Porque si la justicia consiste en dar a cada cual lo suyo, el razonamiento lógico debe decirnos que toda injusticia es sufrida por un individuo, por una persona, y no por la sociedad. Siempre habrá alguien 11
a quien se arrebató o se amenazare de arrebatar lo suyo para que exista injusticia. La injusticia social es una falacia… no existe, y por tanto no puede hablarse de “justicia social” capaz de ser administrada por el Estado, por la fuerza coercitiva de la sociedad. Se me dirá que la expresión “justicia social” es utilizada en sentido figurado, pero es que no es en sentido figurado que los prohombres del estatismo pretenden que se utilice la fuerza, al contrario, es en un sentido muy directo: mediante la multa, el encarcelamiento, el horno crematorio, el paredón, Siberia o las minas de sal. Pero no es la anterior la única premisa falsa en la que descansan las soluciones ofrecidas por los estatistas socializantes. La falsa idea que antes hemos explicado de que la fuerza organizada de la sociedad, su aparato coercitivo resulta eficaz para crear bienestar, también descansa en la infantil creencia de que el Estado puede dar algo sin antes haberlo quitado. Pues aunque parezca mentira son muy pocos los que se han dado cuenta de que todas las relaciones económicas del moderno Estado benefactor con los individuos consiste en quitar a algunos el fruto de su esfuerzo sin su consentimiento para dar a otros una recompensa no ganada. Es lo que antes 12
habíamos llamado la perversión de la Ley, y sobre ella volveremos. Antes queremos anotar que frente al espectáculo de la miseria y de la abyecta pobreza que azota a un número tan crecido de nuestros semejantes, y que a todos nos acongoja, más nos valdría detenernos a pensar en sus causas. Más nos valdría reflexionar sobre si esa miseria no ha sido causada por anteriores violencias y despojos, de la Ley o del Estado, por la privación de libertad de cada uno para servirse del fruto de su esfuerzo, o por la perversión de la Ley, por el despojo legalizado, por las recompensas no ganadas y su corolario inevitable: el saqueo no consentido, y sobre si no han sido esas las causas que han sumido a los más de nuestros hermanos en el rancio marasmo que les ha impedido liberar sus energías creadoras. Es una creencia generalizada que el fin de la Ley es que impere la justicia. Esto es cierto, pero sólo en un sentido muy especial. La justicia consiste en la ausencia de injusticias. Lo que el Estado puede hacer, a través de las leyes, es evitar que impere la injusticia, en ello consiste la administración de justicia y el orden público. La Ley como medio para evitar la injusticia constituye un concepto negativo, por eso se dice 13
que está permitido hacer todo aquello que la Ley no prohíbe, pero cuando ella se convierte en un concepto positivo, cuando ella ya no pretende regular las fuerzas del mal sino las fuerzas del bien, cuando ella pretende regular la fe, la educación, el trabajo, el consumo, la producción y, en fin, cualquier actividad creadora del individuo, ella lo que está haciendo es sustituyendo la voluntad del individuo, quitándole su derecho a escoger y la consecuencial responsabilidad de sus actos, ella está violando su libertad, ella está privándole de su iniciativa. La sociedad queda reducida a un regimiento de hormigas bípedas. El hombre pierde su personalidad, su derecho a disponer del fruto de la aplicación de sus facultades, de su esfuerzo, de su propiedad. Surge el imperio del temor, del peor de todos los temores, el temor al Estado, el temor a la Ley. El hombre, atemorizado, arrinconado, reducido a una condición vegetal, en toda lógica producirá menos, y la sociedad se empobrecerá. Vendrán los malos tiempos, sobrevendrá la miseria para todos. Peor que la que se quería remediar con tan buena y caritativa intención. Para todos, menos, naturalmente, para los que tendrán el poder en sus manos, para la nueva clase.
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El camino de la servidumbre En los estados intermedios, cuando aún no se ha llegado a ese trágico final, cuando el Estado mediante leyes preventivas comienza a corregir la plana a la actividad creadora del individuo, lo primero que ocurre es que la moral se relaja; cada día son más numerosos los sectores que quieren participar en el festín de las recompensas no ganadas, la aspiración general parece ser la de que todos vivan del despojo de los demás. El ideal es que cada cual meta la mano en el bolsillo del vecino. El despojo, revestido de respetabilidad al ser sancionado en Ley, no produce en los beneficiarios los sentimientos de vergüenza, de escrúpulo y peligrosidad que producía cuando era considerado un crimen. Ahora no, ahora es la víctima la que es castigada. La moral se invierte. El honesto ciudadano que jamás hubiera pensado en atracar a sus semejantes para obligarle a contribuir a la satisfacción de sus necesidades, ahora recibe con regusto un subsidio, una gabela, un privilegio, una “reivindicación”. Es la consecuencia natural de toda regulación y control de las actividades creadoras. Otra consecuencia es la inestabilidad política. Cuando el burócrata, vicario del Estado, se convierte en agente
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del destino de los demás seres humanos, cuando él es el gran dispensador de los despojos, todos desean de una manera o de otra asaltar el poder, bien con el plausible fin de poner fin al despojo, bien con el fin ladino de asegurarse mejor participación en el botín. Si por el contrario, el Estado se limitara a aplicar su fuerza únicamente en los casos en que sería legítimo para el individuo ejercer la fuerza propia, en defensa de los derechos de ese individuo, de su vida, de su propiedad, de su libertad. Si el gobierno limitara su actividad a suprimir la injusticia, a nadie se le ocurriría la idea de asaltar el poder, la asonada y la insurrección carecerían de objeto. Nadie ha presenciado jamás a una poblada pretendiendo asaltar a la Corte Suprema de Justicia. Pero si el gobierno toma para sí la responsabilidad de distribuir la riqueza, de señalar salarios, de fijar precios, de dar empleo, etc., entonces es lógico que los ciudadanos concluyan que todo el desempleo, toda la pobreza, toda la miseria, todo el malestar es culpa del gobierno, y se abrirá con prisa la caja de Pandora de las quejas, reclamos, descontento, revolución e insurrección, que sólo podrán entonces ser evitados con el más franco despotismo, con el totalitarismo.
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En las sociedades modernas del mundo actual estamos presenciando la paradoja de que son precisamente las leyes las que autorizan el despojo, se pretende en esa forma crear las apariencias de que se vive un Estado de Derecho, de que impera la Ley, pero como hemos visto, la Ley que no esté basada en sólidos principios morales, en el respeto a la persona humana y a sus derechos a la vida, a la libertad y a la libre disposición del fruto de su actividad, que son anteriores a la existencia de la Ley misma, será una Ley preventiva, y sin duda alguna no funcionará sino para la destrucción del individuo, y eventualmente de la sociedad. No sería extraño que muchos de los que me oyen se pregunten con sorpresa ¿cuáles son esas leyes? En realidad nos hemos acostumbrados tanto a pensar en que todas las leyes son legítimas, que nos resulta difícil reconocer las que no lo son, las que constituyen una perversión de los principios morales; pero en realidad no resulta tan difícil, bastaría investigar si una ley quita a algunos, sin su consentimiento, para dar a otros sin que lo hubieren ganado. Con la natural salvedad de los casos de asistencia social. Y no se diga que el consentimiento se reputa mediante la ficción del mandato que hemos dado a nuestros
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representantes en el cuerpo legislativo, porque si el individuo no está protegido por una verdadera Constitución que impida a la mayoría legislativa el abuso de su representación, el mandato no existirá ni siquiera a modo de ficción, sino que en realidad constituirá una burla. Observemos con más cuidado, y nos daremos cuenta, por eliminación, de que toda ley que no estuviere destinada a la protección de la persona, de su vida, de su propiedad, del cumplimiento de las obligaciones libremente consentidas, resulta una ley diseñada para producir el imperio del temor o el imperio de los hombres, que en definitiva resulta igual.
Abundancia y escasez Otra de las falacias que ha dado origen a tan desdichado estado de cosas es la creencia generalizada de que vivimos en un mundo de abundancia, de que los bienes económicos existentes serían suficientes para satisfacer las necesidades de todos. Entonces, razonamos, el mal está en que unos pocos han acaparado la mayor parte de esos bienes, mientras que el resto de la humanidad se debate en la más espan-
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tosa miseria. Bastará entonces que el Estado ponga coto a la desmedida avaricia de unos pocos mediante leyes que permitan la distribución de la riqueza. He ahí la suprema justicia: la justicia social. La verdad es que el argumento resulta tan infantil y tan vulnerable al análisis que parece mentira que personas serias pretendan aparentar creerlo. Yo invito a los que así se expresan a que tomen un lápiz y un papel y hagan la simple operación aritmética de dividir todo el producto o ingreso nacional entre el número de habitantes; si todavía pretendieran escurrir el bulto justificando el resultado mediante nuestra situación de subdesarrollo, que tomen las cifras mundiales y hagan semejante operación. Se dirá entonces que si la riqueza igualitariamente distribuida es insuficiente para producir el bienestar de los seres humanos, pues desigualmente distribuida como está, el resultado tiene que ser inhumano. Desgraciadamente esto es cierto, pero entonces la solución del problema no puede encontrarse en la simple redistribución, que no es solución según hemos visto, sino en una producción cada vez más creciente, hasta abastecer a todos. Desdichadamente no se puede repartir lo que no existe, y lo único que repartido toca a más es el 19
hambre, la necesidad. El que reparte miseria sólo logrará miseria. Es produciendo cada vez más cantidad de productos, cada vez a menor costo y cada vez de mejor calidad como podremos crear un mayor bienestar general. El estudio desapasionado de la naturaleza humana nos dice que hay dos maneras de evitar que una persona produzca: una de ellas consiste en arrebatarle todo o parte de lo que produzca, nadie está dispuesto a trabajar voluntariamente para el beneficio exclusivo de los demás; y la otra es regalándole lo que no ha producido, nadie quiere trabajar cuando se le recompensa por no hacerlo. Estas son verdades evidentes en sí mismas, no necesitan mayor demostración, sin embargo es increíble el número de seres humanos que creen que con ello producirán bienestar. Si tales medios son eficaces para evitar la producción, debe suponerse que para lograrla será necesario hacer precisamente lo contrario, o sea, garantizar a cada quien el disfrute de su labor y no permitir que nadie haga medro de su improductividad. Este es el huevo de Colón del bienestar y de la abundancia; resulta tan simple que casi da vergüenza utilizar el tiempo de personas tan ocupadas e importantes en enunciarlo. Pero no obstante, día a día escuchamos lo contrario, 20
día a día se nos proponen nuevas panaceas, consistentes en muletas, no para el desvalido, sino para personas enteramente capaces de velar por su propio bienestar, y por ende del de la sociedad, y lo que es más triste, muletas fabricadas con madera que se le ha quitado a personas que le hubieran dado buen uso. Esta verdad ha sido demostrada en la práctica en forma dramática en numerosas ocasiones, una de las que recordamos ocurrió hace 340 años. En 1620 los colonos que desembarcaron en Plymouth Rock en los Estados Unidos, por los lazos fraternales que a veces crea la desventura común, dispusieron que todo el producto de la caza y de la siembra se guardara en un almacén común, para ser distribuido por la autoridad con entera equidad, según las necesidades de cada cual, sin tomar en cuenta lo que hubiere contribuido el beneficiario al caudal común. Este sistema duró tres años, durante los cuales los infelices colonos sufrieron la mayor penuria, el almacén se mantenía vacío con cada vez mayor frecuencia, los pobres peregrinos morían de hambre y necesidad. Al cabo, desesperados los desdichados colonos celebraron una reunión con Bradford, su gobernador, y resolvieron ensayar como último recurso que cada cual se proveyera por sí mismo, ya el arca común no 21
contenía nada, y era el caso de que cada cual procurara salvarse como bien pudiera. El gobernador cerró el consejo aquella noche con la admonición: “Cada uno de ustedes dispondrá de lo que pueda conseguir”. En las casas se elevaron las preces al Altísimo pidiendo misericordia en los duros meses que venían. Los débiles encomendaron su alma a Dios en la seguridad de que habrían pronto de rendir la vida en la miseria, el hambre y la necesidad. De lo que resultó existe testimonio escrito de la propia mano del gobernador Bradford, quien sin salir de su asombro anotó en sus crónicas: Las mujeres fueron voluntariamente al campo, llevando con ellas a sus pequeñuelos a sembrar maíz, aquellas que antes alegaban debilidad e incapacidad; y que haberlas compelido se hubiera pensado constituía gran tiranía y opresión. Más adelante añade: Ya por este tiempo la cosecha había llegado, y en vez de hambruna, ahora Dios les envió abundancia, y la faz de las cosas cambió, para el regocijo del corazón de muchos, por lo cual ellos bendijeron a Dios. Y el resultado
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de sus plantaciones particulares podría ser bien visto, pues todos tenían, de una manera o de otra, bastante bien para completar el año, y algunos de natural más industriosos y habilidosos tenían de sobra, para vender a otros, de manera que la necesidad general y la hambruna no ha estado entre ellos desde entonces hasta este día.
La distribución De lo que hemos dicho no debe pensarse que estemos en contra de la distribución de la riqueza. La cuestión no reside en distribuir o no distribuir, la cuestión está en quién debe distribuir, si un jerarca o conjunto de jerarcas omnipotentes a su arbitrio y antojo, según sus simparías o preferencias, o el conjunto de seres humanos, la sociedad, mediante el mecanismo de libre intercambio que se llama mercado. Nosotros sostenemos que la única distribución justa es la que hace el mercado, más aún, que es la única posible, cualquier otra constituye privilegio, pues el mercado no permite que nadie se enriquezca sino satisfaciendo las necesidades, deseos o caprichos de los demás; y tanto más se enriquecerá
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cuanto mayor sea la necesidad que satisfaga, cuanto mejor la satisfaga y cuanto mayor sea el número de aquellos a quienes satisface, y la voracidad excesiva hallará pronto correctivo en la libre competencia. No hay medro posible, no hay despojo, no hay saqueo, y entonces cada cual competirá a brazo partido para satisfacer las necesidades de los demás. Es lo que se llama la cooperación social derivada de la división del trabajo. Naturalmente que algunos sectores que ocultan su ignorancia tras un corazón sangrante nos acusarán de materialistas. Eso ni nos emociona ni nos impresiona. Yo me limito a preguntarles: ¿es que los dirigistas, intervencionistas, planificadores y socialistas de cualquier tienda, no son materialistas? Lo que sucede es que cuando ellos desean repartir, creando pobreza, lo llaman caridad o justicia social, y cuando los demás desean repartir, creando riqueza, lo llaman materialismo. Pero de todas maneras debemos detener la malintencionada especie. No puede ser materialismo creer en su derecho a la libertad, no puede ser materialismo creer que se debe liberar al ser humano de la opresión de toda clase, inclusive de la opresión creada por la miseria, por el hambre, por la necesidad, no 24
puede ser materialismo, en fin, creer que el hombre debe ser responsable ante sí mismo y ante su Dios, y que no hay razón social ni razón de Estado que justifique el despojo de sus semejantes. Afirmamos que el hombre sólo puede desarrollarse espiritualmente cuando está libre de temores, libre de opresiones y libre de necesidades perentorias. Afirmamos que eso sólo puede lograrse mediante el Imperio de la Ley en un Estado de derecho. Mediante la libertad.
El justo medio Existe otro peligro que acecha a la libertad y al Imperio de la Ley, y es la desconcertante ingenuidad de muchos bien intencionados ciudadanos que aún cuando advierten la evidencia de la verdad, son presas del temor de ser tomados por “ortodoxos”, y en el deseo de demostrar su ubicación en el “justo medio”, nos dicen que no es posible defender la libertad a toda ultranza, que para muchos la libertad significa la “libertad para morirse de hambre”, que son necesarios ciertos correctivos moderados. Esta posición no sólo es falsa, sino que es francamente liberticida. Es preciso decirles a estos buenos hombres que no puede existir un justo medio entre nosotros y nuestros 25
asesinos, que la mitad del camino entre la honradez y el robo sigue siendo robo, que no hay transacción ni punto intermedio entre la monogamia y la poligamia, a pesar de que algunos lo intenten. Hablar de la “libertad para morirse de hambre” es una bribonada, es hacer el juego a los liberticidas. Un hombre no se muere ni se deja morir de hambre por el hecho de ser libre, se morirá de hambre sólo si no quiere, no sabe, o no puede ofrecer algo a los demás o valerse por sí mismo. El que no quiere es un ser antisocial que merece su desdichado destino, no cabe caridad con él. El que no sabe o no puede deber ser objeto de las obras de misericordia o de la asistencia social, que constituye un costo para la sociedad. Pero la esclavitud no puede fundamentarse en la existencia de tales infelices. Los partidarios del “justo medio”, de la “solución intermedia” o “tercera solución” deben también saber que en su insensatez condenan a la raza humana precisamente al destino de esclavitud y de miseria que deseaban evitarle. En efecto, la dialéctica nos demuestra que toda pérdida de la libertad por mínima que sea, conduce a la esclavitud, así como la conquista de cualquier libertad conduce hacia la libertad. Es la línea de tendencia la que cambia. La libertad no puede ser objeto de ponderación cuantitativa, ella es una e 26
indivisible. Ahora, que cuando comenzamos a perderla, más tarde o más temprano la perdemos toda, a menos que logremos revertir la línea de tendencia. Por eso es que hemos dicho que toda intervención, todo dirigismo, todo socialismo, por moderado que sea, conduce inevitablemente al totalitarismo, lenta o rápidamente, pero con toda certeza ese será su fin. Cada medida que coarte la libertad hará necesaria una medida adicional que la haga eficaz, eso lo hemos vivido y lo estamos viviendo. En nuestros días hemos podido observar con toda claridad cómo opera este proceso. Todos conocemos nuestra Ley de Alquileres. Un buen día a unos señores se les ocurrió “beneficiar” al sector inquilinario en detrimento y despojo de los dueños de viviendas. En su ingenuidad e insensatez creyeron hacerlo rebajando compulsivamente los alquileres en vigencia y sometiendo la rentabilidad de las viviendas nuevas a una limitación arbitraria y coercitiva. Que tales medidas entrañaban penalizar la construcción de viviendas nuevas, no se les ocurrió. Que tales medidas limitarían la libertad de los inquilinos potenciales de encontrar y escoger viviendas, tampoco se les ocurrió. Que ellas darían nacimiento a la escasez planificada y a la consiguiente degradación 27
moral que hoy observamos con el mercado gris de la vivienda en el que propietarios, inquilinos, conserjes y administradores compiten en el indecente despojo de los menos privilegiados que han sido colocados en situación de carencia por una ley pervertida, tampoco se les ocurrió. ¡Todos quieren participar en el festín de las recompensas no ganadas! Y por supuesto que muchos de ellos son los responsables de haber creado tan desdichada situación. No. Eso no. Los responsables deben ser los odiosos rentistas, que tuvieron la audacia y el descaro de dedicar sus ahorros a satisfacer las necesidades de vivienda de sus semejantes, en vez de haberlos consumidos en la molicie y en los placeres. Pero yo puedo decirles lo que sí se les está ocurriendo a algunos. Hace pocos días nos sorprendió una nota de prensa que rezaba: A la Ley de Alquileres se le atribuye haber acabado con la construcción de la vivienda y con el mediano propietario, ignorando o pasando por alto que el mayor daño lo hizo y lo sigue haciendo, la rata alta de interés, por el capital en préstamo.
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Aquí hemos agarrado al dirigista con “las manos en la masa”, ahí está de cuerpo entero, ahí está en toda evidencia el proceso cada vez más liberticida y empobrecedor del dirigismo. Al dirigista ya le parece que lo único malo de su medida era que no era suficientemente coercitiva. ¡Por eso es que no ha funcionado! Ahora quiere extenderla a la limitación compulsiva de las tasas de interés. Por supuesto que tampoco ahora se le ocurrirá al dirigista que el que se sienta obligado a recibir un interés por su dinero inferior al que estimaba adecuado, con toda seguridad que en el futuro preferirá consumir su dinero, o trasladarlo a países de mejor rentabilidad. Ni se le ocurrirá que con tal medida limitará la libertad de los ciudadanos para encontrar dinero en préstamo y dedicarlo a actividades productivas. Ni mucho menos que esas medidas perjudicarán a los millares de ciudadanos de escasos medios que previsivamente habían acumulado pequeños ahorros, a quienes también le bajarán sus escuálidos intereses. Tampoco el dirigista advertirá que el mantener compulsivamente la tasa de interés bancario por debajo del nivel de mercado hará que suban todos los precios progresiva e inexorablemente. No podrá advertirlo porque el dirigista desconoce cómo funciona el
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mercado. Él está solamente interesado en disminuir y coartar la libertad, es ciego a todo lo demás. Él está solamente interesado en pervertir la Ley, de modo de convertir en crimen el que cada uno disponga libremente del fruto de su trabajo, y en despojar compulsivamente a éstos, sean ricos o pobres, para dar a otros que se les antojen dignos al dirigista. Es el camino de la servidumbre y de la escasez.
La batalla de la opinión El último de los peligros que por hoy quiero señalar es el que está dentro de nosotros, el de la pasividad, el de la desesperanza, el que consiste en creer que es demasiado tarde. Éste quizás constituye el mayor de los peligros porque desemboca en la tolerancia y quizás hasta en el consentimiento de la propia víctima, y entonces sí estará perdida toda esperanza para la libertad.
parte de nuestros hermanos más desdichados. Pero aun la distancia más larga hay que recorrerla palmo a palmo, y hasta el avión o el cohete más rápido tiene que llegar a su destino avanzando centímetro a centímetro. A cada uno de nosotros corresponde una tarea en esta lucha, porque nuestras armas en ella no son las de la compulsión y de la fuerza, pues con ello destruiremos nuestro propósito, nuestras armas son la razón y la verdad, nuestro objetivo es la opinión pública, es a ella a la que debemos dirigirnos, es a ella a la que debemos desengañar de tantas falsedades como se le han inculcado, es a ella a la que debemos convencer de que la libertad y el Imperio de la Ley funcionan, aún más, que ellos constituyen el único sistema que opera. Y la opinión pública se conquista opinando. Es necesario hablar, es necesario decir el mensaje que llevamos por dentro. Es necesario convencer. De ahí en adelante la opinión se encargará de combatir por nosotros. De ahí en adelante la batalla estará ganada. ¡Ánimo señores!
Es preciso cambiar la línea de tendencia, y ésta es responsabilidad de todos. Es cierto que no conquistaremos la libertad y la abundancia en un día, ni que en corto plazo haremos desaparecer la miseria y la penuria subhumanas en que están sumidos la mayor
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RAMÓN DÍAZ De padres venezolanos, nació en La Habana en 1921. Estudió la primaria en la ciudad de Nueva York y el bachillerato en el Liceo Fermín Toro de Caracas. Obtuvo el título de Abogado de la República en la Universidad Central de Venezuela en 1946. En ese mismo año fundó el escritorio Díaz y Belloso, el cual se transformaría al poco tiempo en Ramón Díaz & Asociados. A principios de los años 50, preocupado por las deficiencias en las corresponsalías entre escritorios de abogados, concibió la idea de crear un escritorio internacional que pudiera atender a las trasnacionales en cada uno de los países donde operasen. Con ese propósito viajó a la ciudad de Chicago a presentarle su proyecto al abogado Russell Baker, quien tenía una idea similar. En el año de 1955 ambos fundaron en Venezuela el escritorio Baker, McKenzie, Hightower, Ramón Díaz y Asociados, que funcionó hasta 1964, cuando tras algunas desavenencias entre los socios sobre la forma de manejar las oficinas internacionales, se decidió la separación.
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En 1972, el escritorio Díaz se convirtió en una sociedad bajo el nombre Díaz, Egaña, Hung y Martínez; luego, Díaz, Egaña, Hung y Aveledo, y más tarde, Díaz, Egaña, Aveledo y Requena. Tras la muerte de Ramón Díaz en 1989, el escritorio se disolvió y los socios sobrevivientes continuaron su ejercicio por separado. Siempre preocupado por el desarrollo económico y político de Venezuela, a comienzos de 1960 se hizo miembro de la Sociedad Mont Pelerin, una organización internacional compuesta por economistas (incluyendo ocho ganadores del Premio Nobel de Ciencias Económicas), filósofos, historiadores, intelectuales y líderes empresariales. Colaboró como columnista de opinión con varios periódicos de circulación nacional, entre ellos el diario La Esfera. Fue cofundador del desaparecido diario La Verdad, en el cual se difundían, además de las noticias de actualidad, sus ideas sobre la libre empresa y la libertad de expresión. En los años 1967-68 tuvo una participación política activa en el campo de la opinión. En ese entonces denunció el riesgo de la sobre estatización de la economía venezolana, planteada en el programa de gobierno del entonces candidato Rafael Caldera, al que retó a un debate televisado. El Dr. Caldera delegó esta responsabilidad en Arístides Calvani, con quien Ramón Díaz sostuvo el primer debate político televisado en vivo en la historia de Venezuela en 1968. Retirado de la política, se dedicó hasta el fin de sus días al ejercicio profesional del derecho y a la participación en la dirección de varias importantes empresas venezolanas. Luego de una penosa enfermedad, el Dr. Ramón Díaz falleció en la ciudad de Miami en noviembre de 1989, a la edad de 69 años.
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