5 minute read

CUENTO: Está bien, cariño, entiendo

202

Advertisement

DOSSIER DE GUAYAQUIL VENTANALES • UNIVERSIDAD CASA GRANDE • AÑO X No 18

CUENTO Está bien, cariño, entiendo

Escrito durante la pandemia del 2020 para la segunda edición del Taller de Escritura de la Universidad Casa Grande, esta historia se trata de un hombre que hace el intento y esfuerzo por cuidar y mantener en pie a su pareja, quien sufre de depresión y comportamientos suicidas, produciéndose un símil con el ansia, fragilidad y vulnerabilidad de ambos personajes.

Cansado, acostado, dormido con la cabeza en medio de dos de las almohadas más hermosas que alguna vez me hayan regalado; despierto y me encuentro con su cuerpo, desnudo, ensangrentado, con heridas por todos lados. Al otro extremo de la cama estaba ella. Pareciera que intentaba no despertarme por la madrugada, momento en el que habría de realizar tan espantosa hazaña.

Día a día suspiro, me levanto, busco un trapo viejo parecido a mis tan desgastados dedos; lo lavo, remojo y me acerco a su rostro. Con cuidado, lo froto lentamente sobre su piel, con el fin de limpiar cada una de sus ya secas, pero visibles lágrimas; despacio. Haciendo evidente el hecho de que se encuentra despierta, me repite una y otra vez —y lo dice con certeza—: “Estoy bien. No te preocupes. Esto lo he vivido tantas veces; me acostumbro a la realidad, a cada momento de desvelo en el que no encuentre nada mejor que hacer que volver a recordar mi tan frágil mortalidad”.

Frotando aquel paño por sus heridas tan profundas —lo noto por sus gemidos y alaridos—, contengo mis sentimientos, mis emociones; no los dejo escapar. Le doy un beso en la frente para que sienta el amor tan intenso que le tengo y suelto las palabras que innumerables veces le habré dicho con el fin de, nuevamente, devolverle la paz que por tantos años ha soñado. Cuidadosamente, la abrazo y le digo al oído con mi ya tan rasposa, pero imperturbable voz: “Está bien, cariño, entiendo”.

VENTANALES • UNIVERSIDAD CASA GRANDE • AÑO X No 18 DOSSIER

DE GUAYAQUIL 203

De noche, sentado en el sillón, me encuentro en la sala. Observo mis tan arrugadas manos, piernas; mi rostro, lo toco. Me deterioro. Tan solo treinta años, aunque con una apariencia de estar a punto de ser cremado.

Cierro los ojos y ahí está ella; me siento como nuevo tan solo con su presencia.

Sale el sol; me quiebro en el interior. Callo, me contengo y aparento con una sonrisa en el rostro, torcida por un lado y temblando por el otro.

Una luz; el trino de los pajaritos no para de inundar la habitación. En realidad, sentí que este día ella estaría mejor, que, finalmente, hoy esto se habría acabado, pues no la encontré a mi lado, ni al otro extremo de la cama como ya estaba acostumbrado; ni una gota de sangre en las sábanas, ni la puerta del baño abierta, ni las luces parpadeando, ni mucho menos un pedazo de vidrio roto debajo de la sábana con ligeras porciones de piel colgando. Me levanto pensando en buscarla por la casa y me tropiezo con su cuerpo ensangrentado, acostado en el suelo del cuarto.

Me revuelco y me lastimo. Mis huesos ya no son lo que eran, ni mi piel; esta se ha rasgado como una hoja de papel. Me armo de valor y olvido el dolor; en realidad, finjo hacerlo. Agarro mi teléfono y llamo a la ambulancia lo más rápido que puedo.

Asustado, recobrando la consciencia, interpreto que, en medio de tanto revuelo en el hospital, en cuartos separados nos acaban de dejar, puesto que no veo a nadie más que a varios doctores caminando fuera de mi habitación. Desolado, preocupado, observo mis manos que tanto dolor me están ocasionando. Mis dedos están blancos, blandos y arrugados, como si en una piscina hubiera estado por más de siete años. Mi cuerpo está temblando, no puedo dejar de sentir que mi piel, poco a poco, se pega cada vez más a mis ya tan marchitos huesos, poco útiles en estos momentos.

Cierro los ojos, esperando dejar de sentir aquello, esperando que todo, finalmente, llegue a su fin.

Y, de pronto, paz. No había nada que me pueda lastimar dado que, lentamente, fui perdiendo cada uno de mis sentidos. Uno a uno, desde el gusto hasta el tacto, sin ser capaz de oler aquel tan desagradable aroma a hospital colapsado; sin embargo, noto que la vista y el oído han decidido quedarse un rato más conmigo. Cierro los ojos y trato de ignorar todo mi alrededor, pensar en cualquier cosa que me ayude a despegarme de tan devastadora realidad; aquella que me cuesta tanto aceptar.

A punto de culminar, abro los ojos y me percato de que a mi lado se encontraba ella, tomándome la mano; aunque no podía sentirlo, era capaz de observarlo. Se aleja unos cuantos pasos, toma un paño remojado, se acerca a mi rostro y limpia el sudor que no para de acumularse en mi frente y rostro, así como las lágrimas que por fin han escapado de mis ojos.

La observo y muevo mis párpados hacia todos lados tratando de hacerle entender que mi habla se había marchado, pero ella… ella, con un dedo en los labios me pide que haga silencio, como si no fuera necesario decir una simple palabra para comunicarnos. Se acerca a mi rostro, me besa en la frente, me abraza, y con mucho cuidado pronuncia las palabras: “Está bien, cariño, entiendo” . Fuera de la habitación, los doctores caminan empujando una camilla con un cuerpo dentro de una funda negra, cuando, al pasar por mi cuarto, se percatan de que nadie lo estaba ocupando. Entran y se encuentran con una cama llena de cenizas, esparcidas por todos lados… ¿y mi cuerpo?, ¿a dónde se había desplazado?

Conmovido, intentando entender todo lo que estaba pasando, pienso:

“Por fin la paz que ambos hemos soñado por tantos años. Finalmente, acompañándonos el uno al otro, sin miedo, ni dolor, ni la necesidad de contener algo que en estos momentos ya no existe, es ya solo un mito. En donde nos encontramos, aquello se lo considera un mal recuerdo y nada más…”.

Por Alejandro Daniel Dueñas Santacruz

Estudiante del cuarto año de la carrera Multimedia y Producción Audiovisual de la Facultad de Comunicación Mónica Herrera de la Universidad Casa Grande (UCG).

This article is from: