Casquivana - 2 - ¿Qué hay donde se supone que no hay nada?

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sumario

Revista

Casquivana / Direcci贸n: Carlos Calvo 2171 1掳 9, C1230AAG, CABA, Argentina.


Editorial Cosa jodida lo inconcluso

La propuesta de Bakhtin es realmente tentadora, pero terriblemente complicada. No saben cómo cuesta esto de ser inconclusos. Debe ser de las cosas más difíciles que haya para sostener, más todavía cuando la consigna no viene de afuera, como algo impuesto, sino que uno mismo (uno como sujeto, uno como grupo) se lo propone y se convence de eso. A lo largo de estos meses, entre los números 1 y 2 de Casquivana, charlamos mucho sobre las posibilidades y los riesgos de ser inconclusos. Discutimos qué era eso, qué significaba para nosotros, por qué nos tentaba tanto la idea. Creo que una de las pocas cosas en las que siempre estuvimos de acuerdo es que para que el deseo esté, tiene que haber espacio, un vacío. Y que ese espacio-vacío no aparece porque sí, sino que uno lo construye, uno elige que esté ahí, y sobre todo, elige respetarlo y bancárselo. Porque los espacios vacíos joden, verdaderamente joden. Algunos, que desde la cuna venimos con ese horror vacui que nos lleva a querer ver las cosas completitas, ordenadas, lo más controlables posible, nos espantamos un poco cuando algo falta. Y ojo, que el espanto aparece por más que se lo racionalice, y se discuta grupalmente sobre sus beneficios editoriales. Jode, pero está bueno que aparezca, que lo inconcluso ande por ahí. Los que hacemos la revista estamos convencidos de la importancia de los espacios en blanco. Por eso, en parte, Casquivana2 está llena de faltas. Faltan textos que algunos autores quedaron en mandar, y que al final nunca enviaron. Faltan ilustraciones que originalmente estaban previstas, pero que después no quedaron. Faltan publicidades. Falta plata. Faltan conexiones en algunas secciones. Falta definir criterios. Falta gente que quiera sumarse al proyecto. Faltan páginas para meter todo lo que nos gustaría que esté ahí. Falta tiempo para hacer las cosas obsesivamente prolijas. Y de hecho, hasta faltan algunas faltas, que por razones editoriales o prejuiciosas no quedaron para este número. Lo que no falta son ganas. De hacer una revista, de juntarnos a discutir lo que viene, de contactar gente y compartir proyectos, de preguntarnos qué es lo que hay donde se supone que no hay nada.

El director

Staff

Propietaria:

Clara I. Anich

Domicilio Legal:

Fraga 226, CABA. Argentina

Año 2, Nº 2. Director:

Nicolás Hochman hochman@casquivana.com.ar

Editora:

Clara Anich anich@casquivana.com.ar

Diseñadora:

Paula Gerena

Coordinadora de ilustradores:

Leticia Paolantonio paolantonio@casquivana.com.ar

Asesoramiento legal: Renata Cardarelli

Escriben:

Pablo Amster

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Celina Artigas Juan José Burzi María Sonia Cristoff Mario Crocco Marisa Do Brito Barrote Mariana Enríquez Camila Fabbri Laura Galarza Vivian García Hermosi Masako Itoh Lara Lizenberg Joaquín Ludovicic Yair Magrino Gabriel Mesa Claudia Piñeiro Ricardo Romero Carolina Sborovsky Darío Sztajnszrajber Alejo Villarino Mauricio Weintraub Germán Weissi

Ilustran:

Juan Sebastián Amadeo Carlos Autieri (imagen de tapa) Sol Díaz Castillo Belén Echeverría Leticia Gómez Castro

Carolina Marcús Pablo Martín Daniel Montero Galán Laura Sereno Omar Turcios Hernán Zaccaría

Agradecimientos:

Laura Campagna Celeste González Julia Hacker Guillermo Halpern Romina Hochman Maya Kerschen Deborah Lapidus Adrián Lastra Daniela Morel Marcos Mutuverría Genaro Press Victoria Riobó Edgardo Russo Teodora Scoufalos

ISSN: 1853-2799 | Agosto de 2011 “Es necesario ser inconcluso” (Mikhail Bakhtin)

info@casquivana.com.ar www.casquivana.com.ar


nota de tapa ¿Qué es lo que hay donde se supone que no hay nada?

¿En el principio fue la falta? ¿Hay necesariamente algo? ¿Hay nada? ¿Somos algo o no somos nada? ¿Somos un cero a la izquierda? ¿Existe el 0? ¿Por dónde se empieza? Para responder todo esto, que es mucho, convocamos a un matemático, un neurobiólogo, una psicoanalista, una escritora, un filósofo, una actriz y un músico, y les pedimos que no nos contaran todo, sino un poquito de qué es lo que entienden o suponen ellos. Una nota de tapa en perspectiva, donde hay más preguntas que respuestas, donde parecen huellas e indicios, pero no una autopista con destino prefijado. Tal vez, porque ese destino no exista, o sea imposible de precisar.

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nota de tapa

Los avatares de la cifra Texto: Pablo Amster / Ilustración: Pablo Martín

¿De dónde viene el 0? ¿Por qué no lo usamos cuando vamos al mercado? ¿Por qué, sin embargo, su sola presencia tira por la borda los años y los tomos de toda la literatura de Borges? El matemático Pablo Amster, muy sincero, se anima a responder.

Silencio es palabra de mi vocabulario. Habiendo trabajado la música, la he usado más que los hombres de otros oficios. Sé cómo puede especularse con el silencio; sé cómo se le mide y encuadra. Pero ahora, sentado en esta piedra, vivo el silencio; un silencio venido de tan lejos, espeso de tantos silencios, que en él cobraría la palabra un fragor de creación. Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría a mí mismo.

Alejo Carpentier, Los pasos perdidos

-Bebe un poco más de té -le dijo a Alicia la Liebre de Marzo, muy seriamente. -No he tomado nada hasta ahora -replicó la niña con aire ofendido-, de modo que es imposible que tome más. -Querrás decir que es imposible que tomes menos dijo el Sombrerero-. Es muy fácil tomar más que nada.

Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

Faltaron tantos que si faltaba uno más no cabía.

Macedonio Fernández, Papeles de Recienvenido

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lo largo de los últimos años, muchas veces me creí autorizado a parafrasear a Carpentier al referirme a una palabra que sin duda es de mi vocabulario: el cero. Habiendo trabajado la matemática, es cierto que la he usado más que los hombres de otros oficios y hasta podría decir: sé cómo se especula con el cero, cómo se lo mide y encuadra. Sin embargo, como matemático he vivido también ese asombro por el vacío que expresan los primeros versos del Génesis cuando dicen: la tierra se hallaba tohu va bohu, sorprendentemente vacía. Es que el cero tiene su origen en una idea que

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es filosófica pero no matematizable: el vacío o quizás la nada. En este artículo presentaremos algunos aspectos básicos de este “número” que muchos han pensado como nonúmero y comparte con el silencio musical una propiedad extraordinaria: el poder de expresar, en forma positiva, una ausencia.

1. Lost in translation

En el siglo XIII, un sabio de la ciudad de Pisa tradujo al latín los textos del célebre matemático árabe Al-Khwarizmi, de cuyo nombre se derivaría, tiempo después, la palabra algoritmo. Se encontró allí con un elemento desconocido en la

Europa medieval, que se designaba mediante el término sifr; decidió llamarlo zephirum, de donde surgió más tarde el vocablo cero. Pero sifr significa vacío y está asociado a la voz hebrea sefer (libro), que a su vez se conecta con las sefirot de la cábala y fundamentalmente con lesaper, que quiere decir “contar”, ya se trate de un cuento o simplemente de números. A la luz de este origen no debe sorprender, entonces, que de la misma palabra que denota la pura falta haya surgido también la denominación de aquel elemento que brinda la clave para escribir de forma sencilla todas las cantidades: la cifra. Es que el cero


nota de tapa permitió algo que la numeración romana no había previsto: reducir la escritura de los números a un sistema con finitos signos capaces de dar cuenta de su infinitud. ¿Cómo opera tal milagro? El secreto está en la posición: los signos tienen distinto valor según el lugar que ocupan; mejor dicho, cuentan cantidades diferentes. En una expresión como 424, por ejemplo, el primer 4 no tiene el mismo valor que el último, pues éste cuenta las unidades mientras que el otro cuenta las centenas. Los sucesivos lugares ocupados por los dígitos, de derecha a izquierda nos indican de cuántas unidades, decenas, centenas se compone el número. Y así se puede continuar, de manera inagotable: las potencias de 10 (pues de eso se trata, del sistema decimal), combinadas de esta manera, permiten expresar cualquier número. Esta vasta combinatoria es comparable con aquel tesoro intacto y secreto que Borges describió en su Biblioteca de Babel: cualquier combinación de caracteres proporciona la escritura de un número.

“El cero comparte con el silencio musical una propiedad extraordinaria: el poder de expresar, en forma positiva, una ausencia.”

Aun así, podríamos cuestionar la preeminencia del cero: ¿no le estaremos dando una relevancia excesiva? El matemático y filósofo A. N. Whitehead dijo una vez que el cero no es necesario en las operaciones cotidianas, pues nadie sale a comprar cero pescados. Esta situación puede parecer enojosa para el pescadero, aunque en definitiva es lo que termina ocurriendo la mayoría de las veces en que uno sale a la calle. Pero más allá de nuestras experiencias en el mercado, el cero es crucial para el sistema decimal, pues si queremos escribir un número como combinación de unidades, decenas, centenas, etcétera, debe-

mos tener preparado un signo que exprese la eventual falta de alguna de ellas, por ejemplo:

nos tomamos el trabajo de transcribir la larguísima -infinita- lista de ausencias:

509 = 5 centenas + 0 decenas + 9 unidades

509 = 9 + 0.10 + 5.100 + 0.1000 + 0.10000 + …

Esto explica, al menos en parte, la etimología: según dijimos, del cero emana la cifra. Pero, a su vez, la cifra remite al cifrado y a la operación inversa, el desciframiento: a modo de conclusión, podemos decir que en todo desciframiento hay algo -un presagio, acaso una nostalgia- del vacío.

Cabe mencionar, de paso, que los términos que aparecen más allá del tercero han cobrado cierta popularidad en determinados ámbitos: bien mirado, a cualquiera de uno de ellos corresponde aplicarle aquel celebrado concepto de cero a la izquierda. Pero ya se trate de términos inesperados o inútiles, la idea nos da pie para que la vastedad del “tesoro intacto y secreto” se pueda manifestar de modo aun más notable: en efecto, basta ahora que permitamos elaborar secuencias infinitas de dígitos ya no necesariamente nulos, para combinar las potencias negativas de 10 y formar así cualquier fracción decimal, v. g.

2. El tesoro de Babel, versión corregida y aumentada Una conocida historia cuenta que una persona se sienta en un bar y pide un café sin crema. Al cabo de un momento, vuelve el mozo y le dice: “Lo siento; crema no queda... ¿Es lo mismo un café sin leche?”. Es justo admitir que no se trata de un asunto que nos haga caer al suelo de la risa, aunque pone de manifiesto el aspecto esencial de la falta, que se deja ver en la mismísima mismidad (en la teoría de conjuntos, se trata de la extensionalidad). Un café sin leche es lo mismo que un café sin crema, aunque no suena igual, así como la obra 4'33'' de John Cage (que mediante la palabra Tacet indica al ejecutante que debe permanecer sin tocar su instrumento durante 4 minutos y 33 segundos) no suena igual en su versión para piano que en su versión orquestal. Pero, siguiendo a Macedonio Fernández, podríamos decir que hay una infinidad de cosas que el café no tiene: como hombre versado en temas gastronómicos, el mozo no habría tenido mayor dificultad en ofrecerle en un instante una amplia gama de variantes: café sin licor, sin chocolate o incluso otras que en general uno no espera encontrar acompañando una infusión decente: café sin salsa o sin aliño de ensalada. Ahora bien, del mismo modo en que no “se espera” que un café venga con oliva y aceto, en un número como 509 tampoco se espera que aparezcan potencias de 10 mayores que 100; por eso ni

0,23521789410043... = 2/10 + 3/100 + 5/1000 + 2/10000 + ...

Una persona se sienta en un bar y pide un café sin crema. Al cabo de un momento, vuelve el mozo y le dice: ‘Lo siento; crema no queda... ¿Es lo mismo un café sin leche?’”

Lo que se obtiene es un conjunto que ya no cabe en la biblioteca borgeana, ni aun bajo la “elegante esperanza” de suponerla ilimitada y periódica. O, mejor todavía, de asumir que sus libros pueden tener longitud arbitraria. Ni todos los libros del mundo, los que se han escrito y los que se escribirán, podrían cobijar el infinito de los números que hay entre 0 y 1, conocido como potencia del continuo. Que se obtiene, según vimos, de un modo simple: basta seguir los avatares de la cifra.

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nota de tapa

Se espera de mí que les haga creer que son robots Texto: Mario Crocco / Ilustración: Leticia Gómez Castro

Diciendo todo eso que no hay que decir, el autor comenta las mentiras que los grandes juegos de poder insertan en el discurso de los científicos, para convertirlas en partes del discurso que compramos cada día. A fin de que nos resignemos conviene hacernos creer que somos una nada irrespetable, ineptos para cambiar el mundo. Una cruda reflexión sobre la nada que no somos.

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omo científico especialista en neurobiología hallo numerosas y efectivas presiones, que me exigen convencer a cuantos pueda de que no somos más que autómatas. El objetivo es quebrar la solidaridad, ya que si no somos más que lo que hemos comido, ahora transformado en cuerpos y almas por mecanismos biológicos y neuropsíquicos, no tiene sentido amar en serio a nadie, la ética no puede ser fundamentada, la única doctrina social razonable es el egoísmo, y los ideales de justicia social son puro delirio retrógrado de ilusos incapaces de entender que la historia no la hacen las intenciones –y que por eso la historia ya terminó, con la sociedad global reducida a un mercado financiarizado a ultranza. Mercado donde lo más piadoso, para los malos consumidores rotulados de "excedentes demográficos", sería eliminarlos. La doctrina religiosa otrora mayoritaria en nuestro pueblo hubiera obstaculizado que compráramos tan ponzoñosa visión de uno mismo. Reconocerle esa virtud no es maquinar el regreso a la "década infame", no importa cuál elijamos denominar así. Nuestra postposmodernidad aflojó mucho la fusión de la antropología de base paleocristiana, centrada en el igualitario respeto a toda persona, con las tradiciones y valores compartidos. Los mismos factores de opresión e inicua explotación, que antes aprovechaban los motivos religiosos, ahora impusieron su debilidad e ineficacia, exigidas por la guerra cultural que libran. Como substitu-

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to, nos promovieron a los científicos –sotana blanca, sotana negra, cantaría Iva Zanicchi– para decirle a la gente qué somos, apuntalando ese objetivo político de quebrar mundialmente la solidaridad y cultivar con fervor el egoísmo consumista. Por eso entre otras modestas acciones a mi alcance me decidí a desmontar también aquí la mentira que se espera que propale. El "verso" neurocientífico empieza por invisibilizar la semoviencia. Lleva un cuarto de milenio consiguiendo que lo repitan –casi siempre con la mejor intención– espíritus progresistas que me dolería nombrar, lucidísimos en otros aspectos. Semoviente es lo que se mueve por sí mismo, insertando en el mundo nuevas series de accio-

nes. Para invisibilizar la semoviencia, las neurociencias y muchas escuelas psicológicas afirman que los semovientes, por ejemplo los seres humanos, solamente reaccionamos. Que no somos capaces de iniciar acciones realmente nuevas. Eso contradice nuestra experiencia, pero, para imponer el "verso", los neurocientíficos debemos "explicar" que se trata de una ilusión. Que nos parece que somos dueños de elegir nuestras conductas, pero en realidad somos resortes complejos, determinados por nuestro pasado. Además el "verso" niega la inhesión. Las cosas pensadas, las sensaciones y los objetos que son contenidos del pensamiento, inhieren: son de una persona (animal o


nota de tapa humana) o bien de otra, pero no pueden ponerse encima de una mesa separadas de alguien que las piense, como en cambio se pueden poner dos manzanas o tres caramelos. Ignorar la inhesión de los contenidos mentales o diferenciaciones internas del psiquismo es reducir cada psiquismo a su mente. Y confundir mente y psiquismo es un arma política muy potente, ya que pocos intelectuales son capaces de disipar tal confusión. Pero ocurre que el psiquismo obra y tiene entidad propia, aparte de qué contenidos contenga; es decir, aparte de cómo sea la mente en la cual ese psiquismo internamente se "cuartee" o se diferencie. Veamos un ejemplo: ¿cómo pueden existir recuerdos?

“Los neurocientíficos debemos explicar que a los humanos nos parece que somos dueños de elegir nuestras conductas, pero en realidad somos resortes complejos, determinados por nuestro pasado.”

Las formas se borran. Para que duren, deben grabarse: amantes corazones en los árboles, leyendas en mármol, genes en ADN y anexos, leyes y contratos en papel, videos en discos. Algo que dura sostiene las formas para que el tiempo no las vuele enseguida. ¿Acaso el cerebro tiene otra manera de conseguir lo mismo? La física dice que sí. Pero mientras en nuestro país los neuropsicólogos abarcan varias carreras, en ultramar muchos se especializan demasiado y no suelen estudiar también física. Por eso desde 1950 gastaron más que nuestra actual deuda externa en investigar la memoria, sin acertar, aunque vendieron montos muy superiores en tónicos y remedios para desmemoriados. Como no advierten que las personas originamos acciones (semoviencia), creen que los recuerdos

tienen que grabarse en el cerebro. Pero nuestros recuerdos están todos de una vez porque las personas somos causas: causamos semovientemente que nuestro cuerpo se mueva y así originamos actos, buenos o malos. Y las causas que originan transformaciones físicas no pueden demorar, principio básico de la relatividad. Un rayo de luz tarda ocho minutos en llegarnos desde el sol. Años, en venir desde las estrellas a nuestros ojos; millones de años en llegar desde las galaxias a nuestros telescopios. Pero ese largo viaje para el rayo de luz es instantáneo: todo el trayecto le ocurre simultáneamente. Aunque desde afuera veamos a las causas físicas tardar siglos en causar efectos, desde su sitio el tiempo no pasa. Para que podamos ser causas reales, como lo somos, nuestro psiquismo tiene que localizar su presencia operativa en partes de nuestro cuerpo que funcionen como tales. Por eso nuestros recuerdos están todos de una vez. Por eso las cosas que nos ocurrieron una tras otra las tenemos simultáneamente. No porque dejen huellas en el cerebro para volverlas a ejecutar (como en un disco de computadora o de música), sino porque el lugar del cerebro donde se asoma nuestra mente son partículas parecidas a las de la luz. Por eso el tiempo no pasa para nuestros recuerdos, de modo que nuestra biografía puede sumarse, y aprendemos, volviéndonos prácticos con las frustraciones que las cosas imponen a nuestros semovientes tanteos. Por eso hemos visto restablecimientos tras veinte años de coma, "vegetales" humanos que despertaron tras cincuenta, y no con mentes de lactante otra vez, sino con sus propios recuerdos. En eso vemos que el psiquismo es otra cosa que su mente o contenidos mentales. Estos se forman desde la conexión con el cuerpo. Pero el psiquismo no. Mientras los contenidos mentales provienen de la interacción causal con el mundo, el psiquismo en el cual se diferencian eclosiona sin emerger de interac-

ciones causales colindantes, de la misma manera directa en que aparecen las partículas del vacío cuántico. Por eso los padres podemos formar el cuerpo de un hijo, y formarlo más o menos como queremos (mulato, rubiecito, o incapaz de digerir leche, según con quién elijamos reproducirnos), pero nos es imposible determinar quién, en vez de otro, nos dirá "mamá" o "papá". Es que lo que nos hace ser "no otros" radica en el psiquismo, no en el montaje biomolecular del cuerpo. Y eso es lo que nos deja describir la naturaleza como un palindrome, permitiéndonos fundamentar una ética. Esto no lo intentaré aclarar aquí, sino en alguna oportunidad futura — mientras, señalaré que hay algunos materiales y referencias en http://electroneubio.secyt.gov.ar/ En suma, las mentiras que debemos propalar son ante todo tres: que la semoviencia no existe, que cada psiquismo se reduce a su mente, y que somos no otros debido al montaje singular del cuerpo que en cada caso hallamos como propio. Para propalarlas podemos agregar profuso detalle neurocientífico y biofísico, cuya certeza no deja al destinatario pensar que podamos engañarle en aquellas cuestiones más amplias –las que, según se deja creer, dependen de la suma de todos esos detalles tan ciertos. Esta conclusión falsa quiere "vendernos" una identidad incompatible con el esfuerzo transformador de la sociedad, también falsa. A lo que rehúso, y contra ello me permito redactar humildes comentarios como este. Tómenlo como una fraternal alerta, que me gustaría ampliar algún día.

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Presencia de nada Texto: Lara Lizenberg / Ilustración: Pablo Martín

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as calles del barrio son propias, hasta que un sujeto las desconoce. Lee carteles pero esos nombres no dicen nada. Intenta preguntar a algún transeúnte y las palabras no se articulan. Las palpitaciones, la sudoración de las manos, la respiración entrecortada, llevan a alguien a sentir la muerte en su cuerpo. Moderno ataque de pánico. Otro sale de su casa y se ahoga, retorna y se alivia. Va a trabajar y el ahogo insiste, con la única sensación clara de “quiero salir”. Casas de amigos, paseos, viajes, causan ese encierro que la casa libera. Un día llega a su hogar, esperando el oasis. Por extraño que parezca las paredes se le vienen encima. Sabe que eso no sucede, pero le sucede. La presencia al menos por un instante de todas las calles, todos los lugares, todas las letras de sus nombres, conlleva que no se pueda identificar ninguna. Tener la muerte demasiado presente, no sólo saber de su existencia sino sentirla cerca, hace que esté dentro de la vida misma y no al final de ella. No tener límites claros sobre lo peligroso para cada quien, transforma al mundo entero en peligro, y entonces el encierro. Hay presencia de lo que debería faltar. El mundo se ordena en torno a eso. Si no, se desordena. El escenario humano se funda en un vacío, en lo que faltará para siempre. ¿Qué es lo que hemos perdido por no ser animales del instinto? El sueño romántico de complementarnos, de ser uno para otro, que haya algo o alguien que nos complete. Por eso no nos da lo mismo comer cualquier cosa, estar con cualquier persona, hacer cualquier actividad.

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“¿Qué es lo que hemos perdido por no ser animales del instinto? El sueño romántico de complementarnos, de ser uno para otro, que haya algo o alguien que nos complete.”

No hay un objeto específico para el sujeto, sólo una cantidad de objetos sustitutivos, que funcionan como señuelo. El placer total, eterno, está perdido. Nos queda contentarnos con una parcialidad. Ese sueño romántico también es el fin. Si existiera ese objeto perfecto, ese que durante toda la vida uno busca para sentirse completo, nada distinto al final del Senador Dupont al encontrar su huapiti¹. Estaríamos muertos.


nota de tapa Extasiados pero muertos. Ya no habría más qué buscar. El deseo humano funciona porque falta la posibilidad en el Otro de darnos exactamente lo que necesitamos, de ser él mismo nuestro objetocomplemento. No escucha, desatiende, entiende mal, está en otra cosa, equivoca, no acude de inmediato al llamado. Se requiere una asunción, no de la boca para afuera. Eso es hacer experiencia del inconsciente: adquirir convicción de las garantías que no existen, de la ganancia en el rango del deseo sólo a costa de perder esa seguridad ya perdida, pero esta vez en carne propia. En síntesis, que el Otro ya no tiene la verdad sobre quién soy. Vacío fundamental. Esa convicción no va de suyo. La pérdida del Paraíso debe ser vivenciada por cada uno, a su modo pero implicará en todos los casos² que la satisfacción total es más una promesa del Mercado que una realidad posible para el ser humano, el amor no es hacer de dos Uno, y por ende, lo que resta es la soledad más esencial: ya no habrá garante, ya no estaré unida al otro en esto, no seguiré sus pasos, me soltaré. Y sentiré como si me soltara. En ese proceso no sólo se pierde la seguridad que de niños podíamos sentir, de lo cual el miedo a la oscuridad típico de los infantes habla, sino además, el lugar que teníamos para el Otro. Y entonces: ¿Quién soy que no sea esa que fui según sus ojos? Mínimas nadas soportan al sujeto. Parcialidades, decía. El ser humano se aferra a pedazos de nada: síntomas corporales, lazos afectivos dañinos, fracasos. Repite al infinito esa porquería que es el modo de tener al menos algo: malestares en el cuerpo que porta angustia cristalizada, restos de vínculos que aunque mal-

trechos en su tiempo, no nos dejaban en la incerteza. Fracasos en los que nos aseguramos no avanzar, porque vivir de ese modo es tener la muerte más cerca. Mejor demorarse. Pedazos. Delineados por un borde. En circunstancias favorables³. El margen circunscribe. Y entonces ya no es lo mismo la nadatoda que un poco de nada. Aunque si el borde no es preciso, si quiebra por alguna arista, si falla, entonces el pedazo valdrá por el todo. Como si ver el aleph fuera posible. Podré soportar mejor que falten la incondicionalidad del amor (no el amor) y la certidumbre de la existencia de quien sabe la medida de las cosas, de mi propio ser, que estar en el desierto. Aunque la angustia tenga la habilidad de hacer sentir una cosa como si fuera la otra.

nada para arribar a un vacío, ya no llenado de retazos atroces de historia, sino capaz de generar nuevos mapas, inéditos, que nos conduzcan a algún horizonte, lejano, asintótico. Así se encontrará la experiencia del caminante, que dirigido a algún lado que no importa, sabe que la finalidad no es llegar. Sino. Ser el andar.

“El ser humano se aferra a pedazos de nada: síntomas corporales, lazos afectivos dañinos, fracasos. Repite al infinito esa porquería que es el modo de tener al menos algo.”

El desierto es siniestro porque no está orientado, no hay límites ni huellas. No hay borde. Pero si puedo llegar a él con alguna señalética, con al menos una brújula, entonces podré construir en esos cúmulos de arena, paisajes. La realidad geográfica indicará siempre un desierto, pero que sea vivenciado como un lleno de nada o como vacío generador, eso no dependerá de relieves y climas. Eso propone el psicoanálisis. Dejar de transitar los caminos de la

¹ Boris Vian. “La hierba Roja”. ² Todo el desarrollo de este trabajo hace referencia sólo al campo de las Neurosis. ³ La inscripción del borde depende de circunstancias de la primera infancia. Principalmente de cómo un sujeto fue esperado en el deseo de la madre y cómo ha sido alojado por ella. Si la madre misma está marcada por un borde, si está limitada, enmarcada su necesidad de hijo, esto permitirá que el futuro niño no sea “todo” para ella, que esta mujer pueda a la vez enlazarse amorosamente a otra persona, su pareja, tener otros intereses, más allá del hijo. El niño deberá perderse como objeto capaz de colmarla por completo.

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Desvirgar el vacío

Texto: Claudia Piñeiro / Ilustración: Carolina Marcús

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a relación de la escritura con el vacío es ambivalente. Lo que para otros puede ser intimidante, para los escritores puede funcionar como motor. O las dos cosas. El silencio y la página en blanco son el vacío en la escritura. Dos de los vacíos, no los únicos. Pero no un vacío en sentido estricto, sino un desafío, un lugar a desvirgar con palabras. Y esa posibilidad, ese poder de colonización de la palabra, intimida, produce miedo. Lo dijo George Steiner en su ensayo “El silencio y el poeta” incluido en el libro Lenguaje y silencio:

Hablar, adoptar la singularidad y soledad privilegiadas del hombre en el silencio de la creación, es algo peligroso. Hablar con el máximo rigor de la palabra, como hace el poeta, lo es más todavía. Así incluso para el escritor, y quizás más para él que para los demás, el silencio es una tentación, es un refugio cuando Apolo está cerca. Queremos callar, pero a veces no podemos a pesar del temor que nos provoca hacerlo. El silencio se vence porque hay algo más fuerte que ese temor mismo: la necesidad de escribir. Solamente escribir, no importa qué, ni el tema. Escribir. En El libro vacío, de la escritora mexicana Josefina Vicens, el protagonista, un escritor llamado José García, escribe dos libros a la vez. Uno, el que quiere publicar, “el bueno”, no tiene ni una sola palabra, y lo justifica el personaje de Vincens diciendo: “Yo no quiero escribir”. Pero para decirlo, para decir “Yo no quiero escribir”, necesita el segundo cuaderno, ahí donde va volcando su vida cotidiana y su angustia. Porque hay algo que José García sí quiere: “… quie-

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ro notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también (…) Es mucho más fácil: sencillamente no escribir. Pero entonces queda en la sombra, oculta para siempre, la decisión de no hacerlo”. Si José García simplemente pone un punto final y no escribe más, nadie entenderá qué sucede ni por qué. Y no es eso lo que quiere. Él quiere dejar registro de su acto, y ese registro sólo lo encuentra en la escritura.

“El silencio se vence porque hay algo más fuerte que ese temor mismo: la necesidad de escribir. Solamente escribir, no importa qué, ni el tema. Escribir.”

Para algunos escritores el silencio tiene algo de misterio. O quizás no para ellos sino para quienes los admiramos. Como cuando nos preguntamos por qué no escribió más Rulfo. O por qué se recluyó Salinger. Muchas veces a los escritores nos preguntan por qué escribimos.

Hay distintos textos que dan cuenta de ello. Me gustan los de George Orwell y Reynaldo Arenas. Pero más allá de la belleza de esos textos, creo que se trata de excusas, de buscar una razón para algo que es ontológico, que tiene que ver con el ser escritor, con su esencia. Porque escribir no parte de un motivo sino de una necesidad. Y para los que no pueden concebir el mundo sin escribir, hacerlo es casi como respirar, o dormir, o comer. Si el escritor deja de hacerlo empieza a sentir que perdió su centro, que empieza a tener más valor lo banal que lo rodea, la realidad que lo agobia o que lo aburre. El verdadero vacío, la verdadera nada, es ésa. Porque lo real hace tiempo que dejó de ser ese mundo que gira alrededor, que nos roza pero no nos toca. El verdadero mundo es aquel el otro, el que el escritor se ganó, el que consiguió desvirgando el vacío con palabras.


nota de tapa

El hueco que recuerda

Texto: Nicolás Hochman / Ilustración: Carolina Marcús

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ace algunos años, cuando estudiaba Historia en Mar del Plata, empecé a trabajar como adscripto para una cátedra. Parte de mis funciones consistían en ir a un museo, revisar diarios argentinos de diferentes épocas que había en su hemeroteca y hacer una preselección para que después los estudiantes pudieran consultar, confrontar, hacer reseñas y resolver guías de estudio. En esas visitas hubo un hecho que me llamó deliberadamente la atención: a muchos diarios les faltaban hojas, o pedazos de ellas, o bien estaban ausentes números completos en los anaqueles del archivo. Me apareció entonces una actividad mucho más estimulante que la nunca tan bien definida tarea de ratón de biblioteca: preguntarme por qué había huecos en el archivo. Lo primero que resolví, como un detective que anda metido en chiquitajes, es que es muy común encontrar todas las ediciones del mes que se desee buscar, excepto el día 1. El diario del 1 de julio se ve más amenazado que el del 17, porque al estar ordenado arriba de todo está más expuesto a goteras, humedades, rasgaduras, manchas de café, golpes, etcétera. Si tenemos en cuenta que esa fuente documental existe desde hace varias décadas, la suma cuantitativa de pequeños deterioros se vuelve cualitativa. Y eso hace que los diarios del día 1 de cada mes sean verdaderas reliquias. Lo segundo que pude constatar es la incidencia directa del lector. Resulta muy emblemático que el gran porcentaje de ejemplares faltantes o páginas arrancadas o recortadas pertenezca al día después de golpes militares, revoluciones o importantes acontecimientos

políticos que dieron un abrupto viraje a los asuntos nacionales. ¿Podría suceder que el diario ingresara al archivo con ese faltante, y no que se perdiera años después? Es poco probable, y las fechas en que se producen los huecos son más que sugestivas.

“Supongo que el historiador siempre acaba por construir memoria, la suya o la de otros, y hasta reconstruye la que otros escondieron antes.”

Tercero: ¿Por qué un tipo recortaría una noticia? Resolver esa incógnita es complicado. Podemos suponer, por ejemplo, que quien recortó el artículo tenía pulsiones egoístas que lo llevaron a apropiarse del artículo para que nadie más lo viera. O bien que el sujeto en cuestión quiso atesorar aquel momento y hoy ese pedazo de diario cuelga enmarcado en una pared, como un monumento o un trofeo. O podríamos considerar la posibilidad de que el impertinente

ladrón sea en realidad del club de fans de un movimiento político, que quiso esconder esa noticia, esa historia, esa realidad, para que nadie tuviera acceso a ella y nadie supiera lo que sucedió. En aquel momento, de manera poco casual, yo empezaba un análisis que ya lleva varios años, y me planteaba que hay ciertos huecos que recuerdan, porque a veces la ausencia se transforma en una de las tantas formas de la memoria. Creo que en parte los historiadores elegimos esa carrera precisamente para encontrar huecos, ausencias, faltantes, y después poder mostrarlo, para que la memoria pese más que el olvido. Tal vez por eso mismo supongo que el historiador siempre acaba por construir memoria, la suya o la de otros, y hasta reconstruye la que otros escondieron antes. El historiador (como cualquier hijo del vecino) tiene prejuicios y enfrenta sus realidades cotidianas modificándolas y creando otras nuevas, más acordes a sus intereses. Por eso los huecos a veces hablan, y dicen tanto.

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nota de tapa

No somos nada Darío Sztajnszrajber

¿Qué es lo que hay donde se supone que no hay nada? O más bien, ¿por qué la nada es impensable? O bien, ¿por qué suponer que tiene que haber algo donde no hay nada? O también, ¿por qué “se supone” que no hay nada? “Se supone” que no hay nada, porque si la pregunta primero sentencia que algo hay, afianzamos la sustantivación de lo real que determina que lo que no es, no es; y por ello, como sólo puede darse el “hay”, algo tiene que haber donde se supone que no hay nada. Pero invirtamos la pregunta: ¿que es esa nada donde suponemos que tiene que haber algo? ¿Cómo pensar la nada por fuera de la oposición con lo que hay? Pensar es pensar lo que hay, y el hombre también piensa. “También” porque todo es también. El problema es creer que algún rasgo se vuelve único. Es creer que hay algo que no es rasgo. También pensamos porque también somos más. Si pensar es pensar lo que hay y lo humano “también” piensa, entonces “también” hay. No sólo hay. Es como si dijéramos que lo que hay no es todo lo que hay, sino que el primer hay es el pensable y el segundo nos abre a lo que el “también” posibilita. Como Spinoza, que entiende que el hombre sólo viene accediendo a dos de los infinitos atributos de la sustancia infinita. Como Dios en el Éxodo, cuando se anuncia como siendo lo que también será. Como en Tlon, el continente borgeano donde no hay sustantivos y las entidades se van conformando en la adición incesante y siempre diferente de adjetivos. Si lo humano nunca es, sino que es “también”, entonces lo que hay, siempre es más. Esa nada, ya no es una nada absoluta que cristaliza lo real en una dualidad sustantiva. Esta nada, a la inversa, constituye el horizonte siempre abierto de posibilidades donde los haberes se muestran primero como entrelazamiento de los rasgos que también podemos ser. No somos nada, porque somos siempre más.

El otro o la nada Mauricio Weintraub

“Amar es abrirme al ser del otro…y abrir mi ser al otro” Víktor Frankl, El hombre en busca del sentido

¿Qué es lo real en la imagen en el espejo? ¿Deseamos ver verdaderamente al otro cuando lo miramos o solo ansiamos encontrarnos con nuestra propia imagen? Muchas veces actuamos en el encuentro con el otro intentando controlar, predecir cada movimiento. Se da así lo paradójico: rechazar aquello que anhelamos, buscar al otro para no estar con él. Es que el verdadero encuentro nos obliga a habitar la diferencia, lo abierto. Para evitarlo hacemos de todo: nos enojamos, huimos, nos sometemos o sometemos, nos forzamos o forzamos al cambio. De todo para evitar mirarnos a los ojos y comprender que aún no nos encontramos; y llorar el desencuentro, momentáneo o final. Evitamos así el encuentro para evitar el dolor del desencuentro. Sin embargo, siempre hay un día (hayamos huido un minuto o mil vidas) en el que algo cede, se abre y permite entrar otra luz. Allí comprendemos que ante un otro verdadero algo se mueve en nuestro interior, nos trasciende y nos permite experimentar un lugar más pleno que la mera previsibilidad. Comprendemos que finalmente algo vibra, que es el encuentro o la rumiante masturbación del amor no dado, que es el encuentro o la nada. Quizá ese día nuestra alma comienza el viaje de retorno.

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La lucha contra el tiempo

Texto: Masako Itoh / Ilustración: Leticia Gómez Castro Una película del nuevo cine japonés que muestra los pequeños y desesperantes vacíos de lo cotidiano, le sirve a la autora e intérprete de monólogos de stand up, Masako Itoh, para reflexionar acerca de los límites del tiempo y la soledad.

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na mujer se esmera para que la disposición de los manteles individuales de su mesa sea simétrica. Los observa, se aproxima, modifica varias veces esas milimétricas disparidades. Un poco más allá, un poco más acá. Plancha la ropa de su marido y se la deja colgada en el lugar de costumbre. Esa misma mujer estudia toda la tarde una revista buscando una receta nueva; va al supermercado y compra esos ingredientes, verduras frescas, pescado, hongos, para esperar, aburrida, que pase ese lapso de tiempo hasta la llegada de un hijo y un marido que nunca notarán su presencia. Un día, dos años, nunca se sabe cuándo ni cómo comenzó, pero sí que ni el padre, ni la madre ni el hijo, están preocupados por la pobreza de sus vínculos, la soledad ni mucho menos por el tiempo. Sobre esto habla el joven director japonés Kohki Yoshida, cuyo segundo trabajo, “Household X” (2010), se

“Ante la nada, y en medio de lo banal, lo único que puede revelarse es el propio tiempo.”

exhibió en varias salas de Buenos Aires durante el XIII Festival de Cine independiente de Buenos Aires (BAFICI). Casi sin diálogos, esta obra realizada cámara en mano expresa, con esos saltos y tambaleos, toda esa emoción contenida, pero apunto de estallar, bajo la rutinaria y callada vida de una familia de los suburbios de Tokio. El tiempo, protagonista invisible de esta película, es el oponente principal de esta familia que no sólo ha dejado de ser tal, sino que cada uno, en forma individual, se ha vuelto un autómata de su propia existencia. La ama de casa que repite una y otra vez los ritos domésticos, pero que, más tarde,

deja pudrir los alimentos cuando comienza a manifestarse su trastorno compulsivo por la comida; el padre de familia que trabaja en una empresa en el área de sistemas, pero que, desactualizado, trata de paliar como puede la obsolescencia de sus propios conocimientos; el hijo único que salta de empleo temporario en empleo sin ninguna motivación concreta por nada ni nadie. Cada uno, a su manera, viviendo en permanente lucha con el tiempo, el delator del vacío y la soledad, el que con su simple transcurrir va pesando sobre la conciencia de los personajes. Porque ante la nada, y en medio de lo banal, lo único que puede revelarse es el propio tiempo.

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Test existencial Texto: Joaquín Ludovicic / Ilustración: Hernán Zaccaría 1. Está a dieta y pasa por el supermercado para hacer un mínimo abastecimiento del hogar. ¿Cuál de los siguientes combos elige llevar? a) 3 yogur Ser, 2 barritas de cereal, 1 Coca Zero, 1 caja de milanesas de soja, medio kilo de ciruelas, 1 leche descremada. b) 2 bolsas de patitas de pollo, 6 cervezas, 1 paquete de papas fritas de 150 gramos, 1 crema de leche, hamburguesas, salchichas, costillitas de cerdo, 1 vinito de $20, jamón crudo, unos Adler, 3 litros de aceite para hacer papas fritas, 1 salamín y Casancrem del verde. c) 2 zapallos (o calabazas, nunca entendí la diferencia), 1 kilo de pechugas de pollo deshuesadas, 5 tomates, sal diet, edulcorante, 18 paquetes de yerba (estaba barata), shampoo, perchas, jabón en polvo para el lavarropas de su vieja, nueces para Navidad, un whisky de regalo para Roberto, un DVD al que le cambió el precio por el de un repasador y unas galletitas de agua sin sal. d) 2 lechugas.

2. Todo su entorno lo aprecia muchísimo, y está dispuesto a invertir en usted. Se acerca su cumpleaños, y la familia, los amigos y los compañeros de trabajo le piden que haga una lista de posibles regalos que le gustaría recibir. ¿Qué anotaría ahí? a) Un viaje a Nueva Zelanda con todo pago en un All Inclusive, un Lamborghini Murciélago verde limón (o unos zapatos de Prada), un safari por Santiago del Estero, una Play3, un i-pad, una invitación para la boda real del Príncipe Mohamed en Bahrein y unos lentes de sol de u$s 7690. b) Unos pares de medias, unas fundas de nylon para los asientos del auto, una planta, una remera lisa, una birome, unos guantes de

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lana para el invierno o una sierrita de mano. c) Nada, no hace falta que gasten en usted. d) Un gatito de Angora; una campera de ese localcito de la calle Gurruchaga medio escondido, sobre mano izquierda, que el otro día pasó por ahí y le pareció que iba con usted pero justo andaba con el tiempo medio ajustado; el último CD de Pocho La Pantera, no, ése no, se lo confunde con el otro, ¿cómo se llama?, el de rulos negros, ese que canta… bueno, no se acuerda pero estuvo muy de moda hace unos años y se bailaba en todos los boliches, pero después tuvo un problema con la merca, aunque hoy en día quién no lo tiene, ¿no? Y si no, unas pantuflas.

3. ¿Cuál es su número preferido para jugar en la ruleta? a) Prefiere jugar a color o mayor/menor. b) 0. c) Todos. Pone fichas en cada casillero que tiene cerca. d) El 5. No, el 18. Aunque si es martes puede ser el 9, el 31 o el 46. No, ese no está. Aunque estaría bueno, ¿no? Sería divertidísimo. Y también trata de ponerle fichas a los números que mete el que va ganando y pinta que va a hacer saltar la banca, como en esas películas de casinos y ¿era la Mona Giménez el de los rulos negros que bailaba en los boliches?

4. Lo invitan a una fiesta de disfraces. ¿De qué se disfraza? a) De pitufo. No, eso es difícil porque tiene que maquillarse de azul y no sabe cómo, aunque no debe ser tan complicado, pero sí un poco caro, y tal vez tóxico, y además puede que después no salga. Mejor de Papá Noel, aunque no es la época. ¿De policía? Puede ser, pero tiene connotaciones ideológi-

cas, y además siempre hay policías en las fiestas de disfraces. Mejor le pregunta a su hermano, a ver qué le recomienda. ¿Lloverá? ¿Dónde dejó los documentos? Tiene que acordarse de llamar a Pepa. b) De futbolista, árabe o bruja. c) De usted mismo. d) Va con un traje de lentejuelas y leds, y en la mitad de la noche se lo saca y queda desnudo, bailando arriba de los bafles.


nota de tapa

Descubra qué le falta a su vida Puntajes: 1. 2. 3. 4.

a-0,1 / b-0,3 / c-0,2 / d-0 a-0,3 / b-0,1 / c-0 / d-0,2 a-0,1 / b-0 / c-0,3 / d-0,2 a-0,2 / b-0,1 / c-0 / d-0,3

De 0 a 0,3

A su vida le falta, básicamente, vida. Usted es la NADA MISMA. Con tanta nadería en todo lo que hace, pasa desapercibido adondequiera que va. Es factible que su mamá no se haya dado cuenta que lo parió. Sus actitudes explican por qué su perro no lo huele, por qué se siente tan miserable y por qué su nombre nunca va a aparecer en los libros de historia. ¿Qué le falta? Todo. ¿Qué puede hacer ala respecto? Cualquier cosa. Total, menos de lo que es, difícil.

De 0,4 a 0,6

A su vida le falta un toque de onda. Usted es un CERO A LA IZQUIERDA. Digamos que no necesariamente está condenado al éxito, pero por lo menos si fracasa, nadie se va a sorprender demasiado. Tal vez le convendría intentar sobresalir en algo, algo que lo identifique, que le de un plus que nadie más tenga. Por ejemplo, entrar al Guiness por ser quien pela papas más rápido en el barrio, o por tener la mayor cantidad de medias blancas iguales en el mundo, o por responder más test de este tipo que todos sus conocidos.

De 0,7 a 0,9

A su vida le faltan niveles mínimos de concentración. Usted es el típico FALTAN DOS MONEDAS PARA EL PESO. Básicamente, si no presta atención a lo que hace, le van a seguir ocurriendo esas cosas que le pasan todos los días, como olvidarse de lavarse los dientes, seguir llamando a su ex, trabajar en esa oficina desagradable o googlear youporn en lugar de youtube. Hágame caso: haga el servicio militar y vaya a luchar a Afganistán un par de años. Seguro volverá con menos incertidumbres cotidianas.

De 1 a 1,2

A su vida le falta un poco de fascismo. Usted es el EXCESO ENCARNADO. No conoce el significado de la palabra Ley, o le importa muy poco. Eso no está mal, excepto que lo agarre la policía. Trate de pasar desapercibido, o aprenda a manejarse con algunas sutilezas de índole práctica. Si ve que no puede, relájese y asuma que en breve será un psicópata, un político o terminará bailando por un sueño en Gran Hermano.

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pasajeras

crónica de viajes

Turista occidental Texto: María Sonia Cristoff / Ilustración: Carolina Marcús

Ezeiza, Panamericana o el puerto en Buenos Aires, son sólo puntos de partida. Pasajeras es bien-inaugurada por María Sonia Cristoff, y espera que otros marquen el próximo destino. Crónicas de viajes, ficcionales o no tanto, nos harán levantar la mirada de la página y encontrarnos en un escenario, acaso, desconocido.

E

n medio de la invasión norteamericana a Irak en busca del peligrosísimo armamento nuclear que nunca estuvo, llegué a una ciudad de un país próximo con todas las prevenciones del caso: las de los diarios, a las que no suelo prestar atención por sus altos niveles de prejuicio y de ignorancia, y las de Edward Said, quien como nadie nos alertó contra los clichés del orientalismo. Sin embargo, estaba obsesionada por viajar al desierto y, como Bruce Chatwin, apoyar la nuca en la superficie helada del

“De qué hablarán con ese entusiasmo, pienso. Vuelvo cuando el sol ya está cayendo. Me encuentro con una carpa inmensa, plagada de alfombras y objetos, casi la antítesis del nomadismo.”

terreno. Sin embargo, quiero decir, era víctima de uno de esos clichés, de esa pulsión por encontrar en el lugar lo que antes había leído en un libro. Apoyar la nuca en la superficie helada del desierto nocturno y sentir hasta qué punto las preocupaciones de mi vida cotidiana eran pura nimiedad, eso era exactamente lo que yo quería, tal como lo cuenta Chatwin en uno de esos relatos que en verdad son inmejorables construcciones de sí mismo pero no quiero irme de tema. Sólo contar qué hago yo aquí, a los tumbos en la parte trasera de una camioneta toyota que avanza por el

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desierto de Wadi Rum. Miro a mi alrededor y compruebo que el paisaje se parece menos a las colinas de arena dorada de mi imaginación que a la superficie áspera de la meseta patagónica en la que viví hasta el fin de mi adolescencia. Esto de ir en la parte trasera y descubierta de una camioneta, de hecho, también me remite a la adolescencia. Vengo a encontrar lo conocido a través de los libros, lo reconozco, pero jamás lo que me tocó vivir fuera de ellos. Intento que el viento despeje un atisbo molesto. Unas tres horas después,

camino un poco mientras el guía termina de armar la carpa en la que pasaré mi noche en el desierto. Tarda más de la cuenta, pienso, porque no deja de hablar con el otro guía, el que mi buen amigo asentado hace añares en Medio Oriente ha decidido que debo tener en todo momento, aun dentro de la ciudad en la que él me hospeda. De qué hablarán con ese entusiasmo, pienso. Vuelvo cuando el sol ya está cayendo. Me encuentro con una carpa inmensa, plagada de alfombras y objetos, casi la antítesis del nomadismo. Al rato, uno de mis guías interrumpe su conversa-


pasajeras

crónica de viajes ción para explicarme que en ese pozo tapado con papel metálico están cocinando, sobre piedras calientes, un pollo con verduras. Se me cruza por la cabeza la puerta de la heladera de mi casa, plagada de imanes pro delivery. Le estoy por preguntar algo, pero él ya ha vuelto a su conversación. Mejor, pienso: prefiero guardar mi curiosidad turística y escuchar las entonaciones del árabe. Me siento en un rincón, me cuido bien de no recostarme. El momento de la nuca sobre la superficie helada debe esperar hasta la noche, cuando el frío verdadero cae sobre el desierto. Veo muchas, demasiadas mantas a mi alrededor. Ahora sí interrumpo: el guía local me dice que no me preocupe, que igual el frío las traspasa. Pero no es lo mismo el frío directo que intervenido por una manta, balbuceo. No tiene ni la menor idea de qué le hablo, tampoco le explico. Saca un cuaderno y me lo da para que lea, como a los chicos cuando se ponen molestos. ¿Y los lápices de colores? No sé qué hubiese dicho Said, pero esto es orientalismo al revés, pienso. Bufo y me pongo a leer. Son comentarios de huéspedes anteriores, como los de esos libros para visitantes que hay en los museos. Con una caligrafía vital, optimista, personas de varios rincones del planeta le agradecen la maravillosa noche en el desierto.

“Mejor, pienso: prefiero guardar mi curiosidad turística y escuchar las entonaciones del árabe.”

Me llaman a comer. Voy, como una entenada. Ni el pollo ni yo logramos amainar la conversación febril. Parecen hermanos separados al nacer que tienen solo veinticuatro horas para ponerse al día. No es que quiera que me hablen, quiero que se callen. La nuca y la superficie helada requieren silencio, indefectiblemente. Pero si tengo que pedirlo, estoy segura, se generarán uno de esos silencios

cargados de tensión que también me hacen acordar a mi adolescencia. Ellos tienen que darse cuenta, pienso, tienen que saberlo, tienen que conocer las necesidades de sus clientes. Pero no. La cháchara sigue. Por mi molestia creciente se cuela una idea: les digo que, en mi país, a la noche se reza y que, cuando se reza, se impone el silencio. Inmediatamente se callan. Yo junto las dos manos y sobreactúo un rezo, ya no como en la adolescencia sino como en la infancia. No vuela ni una mosca. Respiro hondo, escucho que afuera sopla un viento leve. Aprovecho para hacer mis ejercicios de respiración y prepararme para el momento sublime. No sé qué hacen ellos mientras porque tengo los ojos cerrados, pero evidentemente nada porque el silencio es total. Me cruza una ráfaga de gratitud. Me quedo así media hora, o más. Me estoy recuperando, pienso. Despego las manos y, en ese mismo instante, mis dos guías retoman la conversación con el brío idéntico, incluso renovado, como si por un extraño mecanismo se hubiese apretado antes el botón de pausa y ahora, con el primer milímetro de aire entre mis manos, nuevamente el de play. Un entusiasmo sin fin inunda a los hermanos separados al nacer, que ahora se han puesto a comparar sus celulares. O a jugar, no sé ni me interesa. Finalmente, el resultado es que, a la conversación, se le suman ahora sonidos de última tecnología. Me voy a la manta que me señalaron como mi cama y me dispongo a dormir. Presto especial atención a que mi cabeza quede apoyada de perfil.

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impertinentes

narrativa

El ahorcado de la autopista

N

Texto: Mariana Enriquez / Ilustración: Leticia Gómez Castro os juntábamos en la pieza del piano, que era bastante tenebrosa a la antigua: piso de madera sin encerar –las astillas se clavaban en las pies si uno andaba descalzo–, esculturas de madera que mi abuelo había traído del Chaco –una Anahí envuelta en llamas, un indio enojado—y una muñeca antigua de yeso, con la pintura de la cara verdosa. La muñeca era lo que más miedo nos daba, ninguno de nosotros había visto un muerto todavía, pero nos imaginábamos a los muertos así, con el cuerpo relleno de lana, las piernas flojas y los ojos de vidrio. Las mejores historias las tenía Gustavo y él contó la del ahorcado de la autopista. Decía que érase una vez un hombre que se negó a entregar su casa para que hicieran la autopista. Todos sabíamos de qué hablaba: veíamos las casas y los edificios partidos por la mitad, nos quedábamos mirando los azulejos celestes al aire libre, los lavatorios flotantes, las duchas secas que salían de la pared como adornos. Las casas estaban cortadas por cualquier lado pero nunca estaban tan partidas como cuando el baño quedaba a la vista. No sabíamos adónde se iba la gente que se quedaba sin casa, ni entendíamos por qué la autopista debía pasar por ahí y no por otro lado, pero sabíamos que entregarla era obligatorio y nos parecía injusto pero normal. Ninguno de nosotros tenía muy claro quién era el que pedía pero nos resultaba impensable decirle que no. Este hombre, entonces, no quiso entregar la casa. No quiso y no quiso hasta que vino la policía a sacarlo y sacársela. Cuando llegaron, lo encontraron ahorcado en el living. Muerto antes que dejar la casa donde había crecido. El caso no salió en los diarios. Pero meses después un vecino vio la sombra del ahorcado balancéandose, de

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“Todos sabíamos de qué hablaba: veíamos las casas y los edificios partidos por la mitad, nos quedábamos mirando los azulejos celestes al aire libre, los lavatorios flotantes…” derecha a izquierda, de derecha izquierda, en la terraza vecina a la casa demolida. Ahí terminaba la historia, sin resolución, como suele ocurrir con las leyendas. Pero el ahorcado de la autopista no es una leyenda urbana. Yo lo vi. Su figura es la única imagen sobrenatural que vi o percibí o intuí en mi vida. Lo vi por primera vez de chica, en un embotellamiento de la autopista. No recuerdo dónde exactamente. Había una iglesia enfrente. Una iglesia grande. Lo vi

en la pared, probablemente iluminado por las luces de la calle. Estaba quieto, a diferencia de lo que contaba Gustavo. Le dije a mi mamá que mirara, nunca dudé, no era una ilusión óptica; pero ella justo tuvo que arrancar, no podía desviar la mirada, podía chocar. Más tarde le conté lo que había visto y me creyó. Es a la altura de Boedo o de Parque Chacabuco, me dijo. Le pregunté a Gustavo dónde quedaba la casa del ahorcado, pero no tenía ni idea. Nunca pude olvidarme del ahorcado. Volví a escuchar su historia. Una casa en Villa Urquiza, otra en Constitución. Escuché versiones más escabrosas: incluso que era un asesino, que tenía enterrada a su mujer bajo el parquet de la habitación de esa casa. Escuché versiones románticas: que su mujer lo había dejado y él esperaba que volviera; no quería mudarse por si ella no lo encontraba. Con el tiem-


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narrativa po entendí cómo se habían construido esas autopistas y sentí que el ahorcado era heroico. Cada vez que volví a encontrarme con mis amigos de la pieza del piano les hablaba de él, pero ninguno se interesaba: Marina ahora tenía hijos, Javier era un tarado con la cara llena de piercings y a Flavia le salía todo mal y no tenía tiempo para historias de aparecidos. Cuando me mudé a Caballito empecé a pasar las tardes caminando hacia el Sur, desde Primera Junta hasta el Parque Chacabuco y la autopista. Hay un barrio precioso ahí; no el Caferatta que es famoso por un tango y por semi mansiones clase media, sino otro más modesto, en pasajes con nombres fabulosos (De Las Ciencias, Del Progreso), antiguas casas de obreros. Algunas están modificadas hasta lo irreconocible, con fachadas de espeluznante ladrillo a la vista, o piedras blancas estilo andaluz o piedra laja marplatense años sesenta. Pero otras casas conservan la estructura original de puerta baja y pequeño patio y cuerpo de dos pisos, sin tejas, con enredaderas. De un lado, ese barrio está partido al medio por la autopista, que también tajea el parque. Me encontré dejando caer el sol varias tardes, parada en las esquinas, mirando para arriba. Lo vi otra vez una noche, más bien tarde, en la terraza de una casa preciosa, modificada pero con delicadeza. Estuve segura de que era el ahorcado, no era la sombra de una planta ni un truco. Estaba ahí, alto y con las piernas separadas y no se balanceaba ni estaba quieto: estaba vez giraba sobre sí mismo, como si estuviera sobre una plataforma circular. Se le notaba la mata de pelo cayendo sobre la frente abombada. Parecía tener puesto un saco largo. La imagen era clarísima y no me daba miedo. Estaba perfectamente iluminado y no por las luces de la calle: estaba iluminado desde la terraza, por un reflector. Alguien quería que lo vieran, resultaba obvio. Los vecinos que paseaban los perros o volvían a sus casas, que iban a la fábrica

de pastas o a la heladería no parecían ver nada. Algunos incluso miraron para ese lado –los estudié un rato—y ninguno se detuvo un segundo en la imagen proyectada en la terraza. ¿Estaban acostumbrados? ¿O alguien proyectaba el ahorcado solamente para mí?

“…con las piernas separadas y no se balanceaba ni estaba quieto: estaba vez giraba sobre sí mismo, como si estuviera sobre una plataforma circular.”

Dudé algunos días, pero no muchos. Volví al barrio: una noche vi la terraza iluminada, otra no, otra sí. El que lo encendía no lo hacía a diario y, estaba claro, tampoco lo hacía para mí –esa idea había resultado, al fin, un brote de narcisismo. Vi a quien supuse el dueño de la casa una de esas noches, salió y caminó hacia la avenida, pasando por debajo de la autopista –el “bajo autopista” de esa zona está lleno de canchas de tenis, de fútbol y de abandonadas canchas de paddle llenas de yuyos y sin luz. Era un hombre alto y algo gordo, vestido con un jardinero de jean, una prenda extrañísima para un hombre de esa edad y ese tamaño. Volvió en seguida. No me atreví a tocarle el timbre esa vez, pero lo hice la noche siguiente. La terraza estaba a oscuras, pero él abrió la puerta. Me saludó muy amablemente. Otra vez tenía puesto el jardinero y llevaba un destornillador en la mano. Sonreía con dientes manchados de nicotina y resultaba encantador. Hola señor. Voy a pedirle algo muy raro. No me asustes, dijo. Era muy simpático. Me gustaría ver su terraza. Su sonrisa se amplió y se volvió risotada, carcajada de Papá Noel. Pero cómo no, dijo. Pase señorita, pase, ¿es señorita, no? Me parecía, me parecía.

La casa olía a pintura fresca y a metal. Había una moto en el patio de adelante y un perro mestizo, con algo de collie y algo de manto negro, que nos observaba con pereza, con una actitud casi gatuna. Subimos a la terraza por una escalera externa, de piedra. Mientras subía, con el hombre detrás, tuve miedo. Nadie sabía que yo estaba ahí. ¿Si era un loco, si me atacaba, si me violaba, si me secuestraba? El piso de la terraza era de baldosas rojas, estilo colonial. Había plantas y una regadera. Permiso, dije. Moví algunas de las plantas y encontré el reflector. Yo tenía razón, entonces. El miedo se me había pasado, pero me ahora tenía un gusto amargo en la boca, un principio de dolor de cabeza. No quise saber nada más. Hay tantas cosas que no se pueden arreglar. No se pueden tirar abajo las autopistas y reconstruir y devolver las casas. Hay miles de ahorcados. Desde la terraza se escuchaba el paso de los autos, como olas a motor. ¿Ya está?, preguntó el hombre. Le dije que sí. Bajamos juntos y nos dimos la mano en la puerta. Cuando quieras, tomamos unos mates, me dijo. Agradecí.

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impertinentes

narrativa

Noticioso

M

Texto: Laura Galarza / Ilustración: Laura Sereno i abuela era sorda. Tenía de esos audífonos que funcionaban con tres pilas comunes metidas adentro de una cajita enganchada al corpiño. A veces, el aparato hacía un ruido agudo, metálico, parecido al de un micrófono cuando se satura. Un cable de color piel unía el tapón que iba adentro del oído, con la cajita de las pilas.

“A la abuela le gustaba comer. La noche antes de morir se preparó unas papas fritas a caballo. Cuando murió, estuvo dos días tirada en el piso. La casa tenía signos de alguien desesperado.”

A la abuela le gustaba comer. La noche antes de morir se preparó unas papas fritas a caballo. Cuando murió, estuvo dos días tirada en el piso. La casa tenía signos de alguien desesperado. De quien quiso aferrarse a los muebles y se cayó. Vivía en una planta baja. Se quejaba de los vecinos que tiraban cosas a su patio. Como no conocía los preservativos, un día se sorprendió: hasta globitos tiran, dijo. Le expliqué, como pude, lo que eran. Y ella preguntó, vos los usás. Dije que sí y fue la primera persona de la familia que supo que me acostaba con mi novio. En esa época, había llegado del pueblo para ir a la universidad. Mi departamento quedaba en Barrio Norte y su casa, en Boedo. Tomaba el 128 sobre Coronel Díaz a las doce menos cuarto. Con tiempo, porque en ese entonces, podías estar esperando un colectivo quince, veinte minutos, fácil. Y la abuela quería que fuera puntual. Que la comida no se pasara. A veces, yo recién había desayunado. Pero comía igual. La televisión estaba sin volumen y clavada en el noticiero del once. El noticioso, lo llamaba. La abuela leía los labios. Así que para cuando yo llegaba, era capaz de comentarme las

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primicias del día. Se inclinaba por las truculentas, los detalles que revolvían el estómago. O te lo dejaban como piedra. Hasta que aparecía Grecia Colmenares y su pelo de photoshop. Entonces la abuela hablaba de papá. Maravillas. De la tía, hablaba pestes. En cambio papá para ella, hacía todo bien. Como en esa época yo también estaba enamorada de él, las dos contentas. Después me preguntaba por la facultad. Por mi novio. Apurate nena que quiero verte casada. Y yo siempre dubitativa, tardé. Y la abuela se lo perdió. Cómo fue que te quedaste sorda, le pregunté una vez. Ese día lloró y tuvo que sacarse los anteojos

y secarlos con la servilleta. La madre le había pegado tanto esa vez. Durante años y casi sin saberlo, ambas padecimos ese pacto: comida a cambio de información. Tengo voracidad por las verdades familiares. Si no salen a la luz me empecino. Sin importarme a quién puedo lastimar. Ni los muchos que necesitan no saber todo. Y para colmo de males, encima ahora, se me da por escribirlas.


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narrativa

Isidora coleccionista de boletos

Texto: Vivian García Hermosi / Ilustración: Leticia Paolantonio

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ue a primera vista el ruido

cuando era chiquita chiquita como un día de invierno Isidora coleccionaba boletos porque nunca viajaba en colectivo de esos grandes con doble asiento relleno de gomapluma o lo que sea con que se rellena los asientos de los colectivos viejos donde van hombres colegialas niños ancianos colados barrabravas pajeros mujeres con carteras blancas rojas con esmaltes con monedas con desodorantes uno nunca sabe lo que

puede encontrar ahí adentro las personas van una al lado de la otra sino es que no prefieren los individuales que van solos mirando por la ventanilla como soñando o recordando a veces van llorando y están solos solos o están los que se duermen y se pasan cabecean babean se chocan con el vidrio se despiertan se duermen cabecean se pasan y el chofer los despierta y están los que no escuchan los que se agarran los que escuchan música los que se caen está el ringtone están los que despiertan a los que se pasan o el borracho o la manada de pibes de

las seis de la mañana que ya tienen las zapatillas mojadas porque el portero ya riega la puerta de las casas del día que ya empieza el día de invierno que ya empieza y es chiquito chiquito como lo era Isidora cuando coleccionaba boletos Isidora que amaba los motores enormes con olor humo a nafta a veneno de los colectivos de buenos aires que nunca había tomado por primera vez

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impertinentes

narrativa

El próximo festín

Texto: Marisa do Brito Barrote / Ilustración: Belén Echeverría

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ebé llora y llora el hambre que le cruje en el estómago. Su mamá no viene, no aparece con su seno rebosante de agua blanca. No se asoma. Y bebé llora cada vez más fuerte, con la cara colorada y la campanilla bailándole de sed. Mamá no está, no llega como siempre que él la llama con su canto de lágrima con su cara redonda como un sol de leche. Sin embargo, Mamá está muy cerca de él, sobre la misma cama. Duerme un sueño de miedo del que Bebé no ha podido sacarla. Los berridos le llegan de lejos, de atrás de la espesura de los pajonales, del más allá, de la vigilia. Está tirada en el suelo musgoso sin poder moverse, apretada por el abrazo húmedo de la carne fría, y se siente morir. Ante su rostro se alza el de su captor. Le ve los ojos incendiados, los colmillos. Un hilo de saliva se le pega al cuello. Le ve las manchas, los arabescos del color de la castaña y el filete blanco que le viborea el cuerpo como ñandutí. Y la mueca, esa mueca venenosa de la sonrisa de Satanás. El terror la llena y despierta de un salto, pero no puede moverse…Todavía siente como clavos en el pecho. Abre los ojos y se mira… Mejor seguirse quieta… de piedra roca… Prendida a su pecho como una sanguijuela hay una yarará. Bebé ya no llora. Ella lo oye chupetear con ganas algo que tiene en la boca. Algo que calma sus hambres y lo entretiene como bálsamo de la naturaleza. Y aunque apriete con fuerza los ojos para no ver la boquita pura de su niño, aunque qui-

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“Ella lo oye chupetear con ganas algo que tiene en la boca. Algo que calma sus hambres y lo entretiene como bálsamo de la naturaleza.”

siera no oír el sonido que hace al succionar, ella sabe qué es. Está unida a su cría por un cordón de odio. Su bebe chupetea del cascabel con fuerza y a ella le sube a la garganta una bocanada de vómito. Entonces comienza a deshilvanar un rezo para espantar a la vicha, un rezo capaz de despertar al nuestro Señor Jesucristo, y que así se alce contra la serpiente y la aplaste con el cuero de su bota. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo… Aprieta los dientes con fuerza, para que el Cristo la vea sufrir y baje pronto a socorrerla. Bendita tú eres entre todas las mujeres… Lo sabía de chica, por su abuela, que se esconden detrás de algún cajón o bajo las tablas del suelo, que las rondan de cerca a las recién paridas, para beberles la leche, para deleitarse con ellas. Pero no le creyó, no cerró la pieza ni las ventanas, es que el calor agobia y el mosquitero roto...

Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús… Y sabe que encantan a los niños, con su chupete del miedo, para que no lloren, a cambio de robarles su alimento. Santa María, Madre de Dios…Y ella allí, la elegida de la bestia, absorta, sin poder mover un músculo ni lanzar aullido, a la espera de que la oración sea escuchada. Ruega por nosotros, pecadores,… Mientras siente cómo las fauces del reptil rozan su pezón con placer, amorosamente. Sin atinar más que a dejarse estar, a quedarse quietecita… Ahora y en la hora… que la vicha se irá sin lastimarlos, cuando esté saciada, cuando de sus fauces rebose el blanco almíbar… para quedar al acecho, de nuestra muerte… digiriendo su leche en algún rincón del cuarto y para hacerse presente cuando le plazca el próximo festín. Amén.


blasfemas

Lo malo de ser músico es que Alejo Villarino

E

l mismo día en que termina el colegio, desorientado, entre otros cuerpos que se confunden desparramados a lo largo del patio cubierto de aquella casa vieja de Belgrano, con las baldosas transpirando alcoholes baratos, sudores usados, camisas húmedas por la noche húmeda que afuera todavía se arrastra con la lluvia y el calor, con la boca pastosa por todo lo que se traga uno en esos años (y en los que vienen después también, pero eso nadie te lo enseña a tiempo), tratando de recordar para qué lado queda la salida, cómo ha llegado hasta allí, y si ha traído consigo o no el walkman, averiguando la hora exacta en la muñeca dormida de alguno de los cuerpos desparramados por todo el patio, como el soldado que en el campo de batalla recorre los cadáveres de los que hasta hacía unos minutos eran sus compañeros de insomnio, miseria y dolor, buscando un cigarrillo sano, con algún golpe de más en el torso, un golpe no recordado, con una sensación establecida de que cualquier cosa podría haber ocurrido fuera de su recuerdo, con una leve sospecha detrás de la nuca, latiendo rítmica y pesada, de no haberse portado del todo bien con alguna gente que conoce y otra que no, pensando en que ahora debe regresar a su casa (a casa de sus padres, a esa edad uno no tiene casa), encerrarse en su habitación, intentar encontrar un rato de sueño reparador, antes de que su padre le golpee la puerta para pedirle ayuda con algo de la casa, una de las últimas ayudas antes de que todo cambie entre ellos, se da cuenta de que va a ser arquitecto, que lo ve muy claro, y que, aunque todavía no sabe si eso es lo que realmente le gusta, por lo menos sabe que nunca nadie le va a pedir, interesadamente, con desesperación, para levantar una reunión o una fiesta que se cae, ante la mirada voraz de tres o cuatro individuos que desconoce: –Construite algo, Roberto.

Lo malo de leer suplementos culturales es que Juan José Burzi

L

o malo de leer suplementos culturales es que a veces me desalienta hacerlo.

Es desalentador leer reseñas elogiosas y laudatorias escritas por amigos, conocidos o integrantes del grupo de pertenencia del autor (taller literario, editorial independiente, grupo de lectura, etc.) Es todavía más desalentador leer el libro en cuestión y confirmar lo que se sospechaba: la reseña era inexacta, esa “obra de ruptura” es en realidad un bodrio inflado y pretencioso; las notorias influencias y la “tradición literaria” a la que esa genialidad reseñada adscribía, solamente existía en la afiebrada imaginación del reseñador; ni Carver, ni Bolaño, ni nada de nada… Nunca, en estas “reseñas amigas”, hay verdaderas objeciones o críticas serias. Da lo mismo que sea un libro aburrido, discreto o arriesgado. También es desalentador el grado de coqueteo con algunas editoriales, que editen lo que editen, siempre estos productos serán “libros necesarios”, “merecidos rescates literarios” o “novedad imperdible”. Las editoriales que gozan de estas ventajas por lo general son editoriales “independientes”, o “pequeñas”, que por su condición parecen merecer otro trato. O tal vez por amiguismo, nuevamente, o por la no tan lejana posibilidad de presentar un original, quién sabe (hay mucho periodista cultural que está ansioso por ver su obra publicada). O por una simple pose snob. No merece la pena hablar de la parte más evidente y aburrida de todo suplemento cultural: el “acompañamiento editorial” a las empresas que pagan publicidad en esos medios, que por lo general son las editoriales más grandes económicamente hablando. De todos modos sigo leyendo suplementos culturales, no todo es despreciable ni está teñido de sospecha: se pueden seguir descubriendo autores, se puede seguir discutiendo con la nota o reseña que no estamos de acuerdo, y de última, ¿qué segmento del diario vamos a leer? ¿El de economía?

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liberaditas

poesía

Selección de A cien mil watts

después de esa tarde

nos cambió el ritmo cardíaco nos llenamos de recuerdos criamos y cuidamos cosas juntos de ahí en más nos besamos todos los días del año descubrimos una lista interminable de gente y gustos en común lanzamos un fanzine gratuito de poesía queer te acordás? probabas tu nombre más el mío en google a ver qué salía investigabas quiénes comentaban nuestra gestión cultural y militancia poética y te volviste el crítico mimado de revistas literarias online después de unos meses suspendimos nuestro ciclo de lecturas quería irme de viaje a barcelona en busca de otra clase de sensualidad juntamos plata trabajando en call centers yo junté más rápido vos tenías deudas con el banco viajé primero me esperaste juntaste más plata trabajando doble turno me fuiste a buscar a la playa nos peleamos el día entero no sabíamos para qué nos estábamos viendo en vacaciones éramos una pareja de viejos que no se amaba y seguía casada por compromiso la plata te duró menos que a mi cogiste con un par de alemanes para juntar algunos euros y tomarte un tren a andalucía era la primera vez que decías me engañabas con otros regresaste a buenos aires a esperar mi vuelta un día te hartaste yo no volvía más me quedé un año estabas entre ordenarte sacerdote o entrar al chat para cambiar de novio con aires de rebeldía propios de mi viaje te sugerí un amante alguien divertido para pasar el rato mientras preparabas finales y buscabas laburo algún tarado que te invite al cine a ver de dibujitos prohibido que sea de la facultad prohibido que sea poeta si lo fuera solo toleraría algún poeta de blog pero ningún otro tipo de publicación

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liberaditas

poesía

Textos: Germán Weissi / Ilustraciones: Omar Turcios

para ese entonces yo hablaba solo

no respondías ni enviabas emails desactivaste tu cuenta de skype me ilusionó pensar que te hubieras muerto choreado en el bajo flores por haber ido a la villa a comprar merca con la excusa de estar escribiendo tu primera nouvelle ya no me esperabas más no cuidabas nuestras cosas abandonaste tu ideal de sacerdote dotado te rendiste a la tentación abriste todos los perfiles de citas para conocer alguien fresco y sanar de mí semanas más tarde volví rapado a buenos aires antes el rapado eras vos y a tus chicos los elegías rubios o pelirrojos te llamé varias veces hasta que te encontré me advertiste estabas impedido de mantener amor conmigo regalaste todas mis cosas con la excusa de que te mudabas a un depto más chico dejamos de vernos de escuchar la misma música nos dividimos las fiestas y rompimos lazos entre amigos en común ese mismo mes belleza y felicidad cerró su local para tu cumple estaba armando una fiesta sorpresa con temática rafaella carrá regalé las pelucas ya no supe dónde vivías ni si algún subte conectaba nuestras casas me quedé nuestro fanzine de poesía y lo relancé sin vos fue un éxito hasta diana bellessi me dio poemas inéditos

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liberaditas

poesía

juré únicamente reencontrarnos en un entierro o cuando uno de los dos se ganara el loto pocos meses después te encontré en facebook te habías trenzado el pelo estabas super gordo y usabas un apellido de mentira nuestra batalla de afectos no había perdurado todavía compartíamos más de 50 contactos en común empecé a preguntarles por vos a querer saber cosas escabrosas tu nuevo novio también escribe poesía y tiene proyectos autogestionados que lo ubican en la crema de la poesía actual y en el último número de plebella me llegó el chisme: querés que él y yo nos leamos y publiquemos en nuestros respectivos proyectos no es esa la ley primera de la última poesía argentina? hacernos amigos que nos publiquen plaquetas fundar fanzines con los que cogemos un proyecto de pareja cachorrito presentado a subsidios ganar un fondo nacional de las artes después deshacernos de todo oficializar por blog la ruptura dejarlo en suspenso sacarlo de circulación reeditarlo edición super especial y limitada reemplazarlo por otro con mejor arte de tapas junto a un nuevo editor más rubio con su columna fija en radar que te coja más fuerte

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callejeras

novela

El corazón de la manzana

Texto: Ricardo Romero / Ilustración: Daniel Montero Galán

Un poco así, entre inconclusa y errante, es la propuesta de Callejeras. Esta sección, que inauguramos en Casquivana2, busca modelar con palabra, ese deseo latente, atravesado por las contingencias, que es Casquivana. Entonces, surgió la idea de un juego, ni original ni primero, la versión adulta del tomala-vos-dámela-a-mí. Un juego, casi podría decirse infiel. Una novela que pasará, capítulo a capítulo, noche tras noche, por la mano de distintos escritores. Algunos buscados, otros sugeridos. Todos bienvenidos a continuar con este primer capítulo de Callejeras, que inicia Ricardo Romero. Si sos vos quien quiere seguirla, escribinos.

El principio del día era el dolor en los huesos. Eso había decidido, porque después de ochenta años creía tener el derecho a determinar a su antojo cuándo empezaban y cuándo terminaban las cosas. Aunque los ojos se le abrían indefectiblemente antes de que la primera claridad se mostrara por la ventana, alrededor de las cinco y media de la mañana; aunque se quedaba una hora y media con los ojos abiertos mirando cómo la habitación cambiaba a medida que la claridad crecía (y ése era el único sueño posible, el único entramado onírico que le quedaba luego de un sueño vacío de imágenes); aunque a la siete en punto oía entrar a Magdalena al departamento, bufar un poco y desplegarse por la casa hasta el momento de entrar en la habitación y despertarlo (y él cerraba los ojos para dejarse despertar, siempre de cara al techo); aunque luego le costara levantarse y demorara siempre buscando las pantuflas, el día no comenzaba hasta que un hueso se decidía a chillar. Nunca sabía en qué momento iba a ocurrir. Podía ser ante el primer esfuerzo para erguirse en la cama o ponerse de pie, podía ser más tarde, ya en el baño, mientras se lavaba los dientes, durante el desayuno o cuando luego volvía a la pieza para vestirse, en el momento de calzarse los mocasines, o incluso podía demorarse media mañana y sacudirlo

1.

mientras leía o hacía que leía, sentado en su sillón favorito, aletargado por el ir y venir de Magdalena en el departamento, limpiando, ordenando y cocinando. Pero hasta que algún hueso cualquiera no doliera él sentía que el día no había comenzado. Por eso esa mañana se sorprendió al sentirse requerido. –Se olvidó de sacar la basura, don Antonio. –¿Qué? –Que se olvidó de sacar la basura.

“…dejar la bolsa y retirarse llegando indefectiblemente después de que la luz del pasillo se apagaba. Era su excursión diaria.”

De todas las tareas del hogar, ésa era la única que le correspondía a él. No era un capricho de Magdalena, mujer de formas ampulosas y movimientos medidos que hubiese considerado el antojo como un gasto de energía innecesario: si había que sacar la basura, ella la sacaba, si no había que hacerlo, no lo hacía. Era una disposición de él, algo que le quedaba de alguna de sus vidas pasadas, no sabía si de la infancia, de sus años de soltero empedernido o de alguno de sus tres matrimonios. Sacar

la basura. Salir del departamento, encender la luz, recorrer el tramo de pasillo hasta lo que alguna vez había sido la boca del incinerador y ahora era un cuartucho maloliente, dejar la bolsa y retirarse llegando indefectiblemente después de que la luz del pasillo se apagaba. Era su excursión diaria. El momento para respirar un aire distinto al suyo, aunque fuera el aire de un pasillo desmejorado en un séptimo piso de un edificio que nunca había conocido épocas mejores. Don Antonio levantó la cabeza del libro que estaba leyendo y miró a Magdalena arqueando las cejas. –La basura don Antonio, ¿quiere que la saque? No, no quería, y tampoco quería que le siguiera repitiendo que no había sacado la basura como si no entendiera. Su desconcierto venía de otra parte. Él recordaba, estaba seguro de haberla sacado la noche anterior. Podía tener ochenta años, arrastrar los pies y no hablar mucho, pero eso no quería decir que no pudiera recordar. Al contrario, su memoria era perfecta y detallista. Él había sacado la basura. Pero como los años que lo habían vapuleado le habían dejado algunas cosas a cambio, no intentó contradecir a Magdalena. Tal vez había sacado la bolsa equivocada. Siempre había demasiadas bolsas en la cocina. –No gracias, Magdalena. Si ya terminó con la comida puede retirarse. Yo la saco más tarde.

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callejeras

novela Media hora después don Antonio estaba solo en el departamento. Era ya cerca del mediodía y la luz del sol caía a pique sobre el corazón de la manzana. A don Antonio le gustaba mirar por la ventana del living el corazón de la manzana, no porque hubiera algo especial ahí, sólo un techo lleno de escombros y algunos gatos sagaces cazando palomas, sino porque se llamaba corazón de la manzana. Si tenía fuerzas y era capaz de terminar la novela que tenía empezada desde hacía varios meses, le pondría de título “El corazón de la manzana”, aunque esa expresión no tuviera nada que ver con lo que ocurría en la novela. Pero era una frase tentadora. Era un título excelente de lo malo que era. Don Antonio rió un rato, sin demasiada convicción. Estaba en una de esas etapas en las que su única relación entusiasta con los libros era armar peligrosas torres sobre la mesa del comedor. Una especie de jenga solitario. Se resignó, también, sin demasiada convicción, y se dispuso a resolver el misterio de la basura. Fue hasta la cocina y constató, efectivamente, que la bolsa todavía estaba ahí. La intriga entonces se centraba en la bolsa que había sacado el día anterior. Podía esperar hasta la noche, que era el horario permitido para sacar la basura. Sabía que el portero sólo pasaba día por medio y lo que fuera que hubiese sacado todavía estaría ahí. Recordaba que era una bolsa pequeña y liviana, porque a pesar de que en su trajinar diario don Antonio apenas producía algunos saquitos de té y sobras de comida, él se empecinaba en sacarla todos los días. Un día no era un día si no dolía un hueso. Un día no era un día si no sacaba la basura. Estaba ya encaminado hacia la puerta del departamento cuando lo asaltó la pregunta. ¿Entonces qué clase de unidad temporal había tramado sacando una bolsa que no era basura, y cuál estaba provocando ahora, que sacaba una bolsa sabiendo que a la noche sacaría otra? Decidió pensar en eso después. Tenía toda la tarde para hacerlo.

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“le pondría de título “El corazón de la manzana”, aunque esa expresión no tuviera nada que ver con lo que ocurría en la novela. Pero era una frase tentadora.” Abrió la puerta despacio, tratando de que las bisagras no sonaran. Quería evitar, a toda costa, cualquier posible encuentro con los vecinos. De los otros tres departamentos del piso había uno deshabitado, y en los otros dos vivían mujeres de mediana edad. Una de ellas recibía hombres en su casa a toda hora, la otra, la única que había leído alguno de sus libros, o al menos eso decía, era la más temible: una docente jubilada que daba clases particulares. Demoró unos segundos en encender la luz tratando de encontrar una diferencia en la penumbra del pasillo, algo que lo distinguiera del que solía recorrer al anochecer, pero le pareció idéntico. Encendió la luz y avanzó. Al pasar junto al ascensor, sobre la puerta metálica cerrada, volvió a leer el precario cartel escrito a mano: “El ascensor se encuentra descompuesto. Use las escaleras”. Lo había visto la noche anterior y no le había prestado atención. Hacía más de tres

meses que no salía del edificio, desde su última visita al médico para un chequeo, y por lo tanto no le pareció que ese mensaje estuviera dirigido a él. Pero ahora un malestar lo invadió, algo impreciso que lo acompañó hasta el incinerador, mientras revisaba las bolsas de basura para encontrar la que había dejado por la noche. Efectivamente se había equivocado de bolsa. La que había sacado contenía el último rollo de papel higiénico que le quedaba. Tendría que avisarle a Magdalena que había que comprar más. Dejó la bolsa correcta y con el papel higiénico en mano volvió a su departamento. Al pasar junto a la puerta del ascensor, se detuvo. Leyó el cartel otra vez. Apoyó el oído para escuchar, se asomó por la rendija para ver. No se escuchaba nada y todo era negro. ¿Cuánto tiempo estaría así? ¿Es que en el consorcio nadie pensaba en quienes no podían bajar escaleras? Se indignó, se mareó. Fue pensar eso y sentir, primero en la planta de los pies y después en el resto del cuerpo, la imperiosa necesidad de bajar, de salir. La luz del pasillo se apagó y la escalera relució en la penumbra. Estaba el papel higiénico en las manos y la puerta entreabierta del departamento. Eso lo detenía. Pero entonces los huesos le dolieron y el día comenzó inexorablemente.


heterodoxas

libros Autobiografía psíquica, de Hermann Broch Losada, Buenos Aires, 2010

Milan Kundera insiste en que los escritores que revolucionaron la literatura del siglo XX fueron tres: James Joyce, Franz Kafka y Hermann Broch. Exiliado de su Austria natal durante el nazismo, Broch se refugió en Estados Unidos, donde continuó con sus textos de ficción (que incluyen la trilogía Los sonámbulos y La muerte de Virgilio) y con otros, de carácter más teórico. En esta línea se encuentra su Autobiografía psíquica, especie de autoanálisis freudiano que realizó después de terminar su análisis con Paul Federn. En ella, Broch hace un verdadero estado de la cuestión de su vida, sus traumas, sueños, carácter y deseos, pero también una reflexión incisiva y detallista de su obra literaria, abordando uno por uno sus trabajos publicados.

Desalmadas, de María Martoccia La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2010

En un lugar donde alguien puede decir que “Por el viento se saben un montón de cosas” y agregar “Mi madre olía las apariciones a kilómetros. Nació un desgraciado, decía, o vino al mundo otra mujer tacaña”. Y donde los aparecidos no causan sensación, allí, transcurre Desalmadas, con el humor del habla, de aquel que sabe escucharla, Martoccia le pone voz a la sierra. E imagina una madre que pretende despojar a su hija del diagnóstico que la sentencia; además de tres viejas que, unas a sabiendas y otra no, buscan una herencia que las rescate; junto a una curandera, un ladrón, una asesina y un comisario. Todos, sobre un escenario donde “el tomillo, más aguantador que la menta, florece debajo de las rocas y crea refugios para los cuises y los sapos.”

El caballero que cayó al mar, de Herbert Clyde Lewis La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2010

Herbert Clyde Lewis fue un periodista newyorkino que nació en 1909 y murió en 1950. Trabajó como guionista en Hollywood para la MGM y Fox, y tras un viaje por Europa y China escribió ésta, su primera novela, en 1937, que hasta esta traducción no había sido conocida en castellano. La historia se inscribe en la tradición inaugurada por escritores como Kipling, Conrad o Defoe, y que luego fue continuada por otros como Hemingway, García Márquez, o, más cerca en el tiempo, los productores de la serie “Lost”. Mezclando relatos de viaje con ficción y filosofía, Lewis le da forma a una novela breve que comienza con su protagonista, el respetable Henry Preston Standish, cayendo de cabeza al océano Pacífico, mientras el barco en el que viajaba se aleja cada vez más.

Emaús, de Alessandro Baricco Anagrama, Buenos Aires, 2011

Emaús, del vocablo hebreo hammat, significa "primavera templada". Fue, además, el nombre de un lugar al norte de Jerusalén que luego se llamó Imuas. Ellos son cuatro amigos, el Santo, Luca, Bobby y el narrador. Ella es una chica con nombre de hombre, Andre. Tienen dieciséis, diecisiete, dieciocho años. Ellos son católicos y creyentes y le dedican a su fe gran parte de su tiempo. Ella es más bella que la belleza misma, que la inmaculada y que la que tiene mácula. Es de una belleza desconcertante. Ellos son la banda de rock que toca en la iglesia, son el grupo de jóvenes que visita a los moribundos en los hospitales para limpiarles sus suciedades. Ella ingresa a la vida de los cuatro y ya nadie será el mismo. Ellos comprenderán la diferencia entre el drama y la tragedia, entre la mesura de las frustraciones cotidianas y la fuerza desmedida que guía los destinos de los héroes. Ella, al parecer, ya la conocía.

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heterodoxas

libros Los hijos únicos, de Manuel Crespo Gárgola, Buenos Aires, 2010

Ganador del concurso literario de la Colección “Laura Palmer no ha muerto” (de claras alusiones a la serie de David Lynch, “Twin Peaks”), Manuel Crespo (Buenos Aires, 1982, periodista de profesión) presenta su primera novela, que tiene como eje a los amigos del narrador. Un hilo descriptivo coloquial, sencillo, de fácil lectura, que fluye a medida que avanza el texto, como un dibujo de Escher o como si fuera un Ouroboros, esa serpiente que se muerde la cola y vuelve a empezar infinitamente. Fotografías mentales de momentos simples que quedaron en la memoria del protagonista, o que bien fueron transformados por el paso del tiempo, inventos posteriores de lo que podría haber ocurrido tiempo atrás. Retratos urbanos de algo que seguramente vos también habrás vivido, de un modo u otro, cuando todo parecía tan lejano e improbable.

Los límites de la cultura, de Alejandro Grimson Siglo XXI, Buenos Aires, 2011

Probablemente, uno de los libros más inteligentes del año, de esos que terminan convirtiéndose en referentes ineludibles. Grimson, antropólogo argentino por la Universidad de Brasilia, realiza una serie de reflexiones sobre las teorías de la identidad, retomando las premisas posmodernas y multiculturalistas. Sin embargo, sus opiniones son sumamente críticas al respecto, dedicando muchas páginas, ejemplos y argumentos para demostrar las falencias de un discurso que está en pleno auge y moda. A través de una serie de artículos, conferencias e ideas sueltas, Grimson propone abandonar ciertas etiquetas, estructuras y prejuicios, aprovechando las complejidades del ser humano para enriquecer sus estudios, y no reducirlo a una categoría cómoda para el investigador social, a partir del concepto de interculturalidad.

¿Qué es un autor?, de Michel Foucault El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2010

Probablemente una de las obras más claras, concisas y provocativas de Foucault. ¿Qué es un autor? es el título de una conferencia en la que este referente de los ’60 y ’70 se enfrenta al público siempre problemático de la Sociedad Francesa de Filosofía, que tenía entre sus oyentes a hombres como Jean Wahl o Jacques Lacan. Básicamente, la propuesta de este Foucault (posterior al de Las palabras y las cosas, inmediatamente anterior al de La arqueología del saber) es discutir con algunas ideas de Roland Barthes y preguntarse qué importa quién habla, cuestionando toda una tradición basada en el dudoso criterio de autoridad. El texto (conferencia seguida de debate, a veces ríspido) viene acompañado por comentarios muy pertinentes de Daniel Link, en formato de apostillas que ayudan a confrontar el material.

Riña de gatos, de Eduardo Mendoza Planeta, Buenos Aires, 2010

Ambientada en el Madrid de 1936, inmediatamente previo al estallido de la Guerra Civil Española, esta novela se convierte en un relato histórico de lo que fue, de lo que podría haber llegado a ser. Con el eje puesto en un grisáceo académico del arte inglés, gran conocedor de los cuadros de Velázquez, la trama se va complejizando con la aparición un cuadro desconocido del gran pintor español y de personajes, algunos ficticios y otros reales (Franco, José Antonio Primo de Rivera, Queipo del Lano, Manuel Azaña), que por momentos se vuelven amenazantemente simpáticos. El amor, la política, las teorías artísticas, el clima de época de una España convulsa y la historia revisitada se mezclan en este libro, con el que Mendoza se hizo acreedor del Premio Planeta 2010.

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blasfemas

SiYairyo fuera superhéroe Magrino

P

rimero debería elegir mi superpoder. Batman, definitivamente no. El asunto con Robin es poco claro. Pienso en los 4 fantásticos. Se me ocurre una sola parte de mi cuerpo que quisiera alargar. De prenderme fuego lo único interesante es que podría cocinar una entraña en el bolsillo. Con la manía que tiene la gente de recolectar piedras, convertirme en La Roca sería un suicidio. Invisibilidad. Eso sería interesante, aunque los motivos son más bien pornográficos. Luego del análisis, concluyo que el único que vale la pena ser, es Superman: vuela a velocidades siderales, tiene fuerza extrema, visión de rayos X (motivación pornográfica encubierta) y aliento fresco (congela cualquier cosa de un soplido). Sin embargo, ¿perseguiría a Lex Luthor? Con lo mal que anda el mundo, ¿qué me importa si se apodera de una represa hidroeléctrica para tiranizar a la población entera? ¿No pasan esas cosas todos los días? ¿Qué podría hacer? Ya sé: un superhombre con conciencia social. La naturaleza y Adam Smith serían mis archienemigos. De un soplido congelaría las lluvias torrenciales que caen en Brasil (con sus consecuentes inundaciones catastróficas) para llevarlas a Córdoba, dónde las sequías son recurrentes. Arrasaría los silos de Monsanto y repartiría las semillas robadas entre los pueblos hambrientos del mundo. ¡Dios me libre de la insatisfacción crónica del hombre! Los receptores de semillas, cansados de comer siempre lo mismo alzarían la voz pidiendo vacas. Así que en sucesivos vuelos a la India raptaría miles. ¡Superhéroe miope! Los indios me declararían persona no grata. La lluvia no caída en Brasil, secaría la Mesopotamia. Los bodoques de hielo desbordarían los cauces de Córdoba arrasándolo todo. Y los collares de kriptonita romperían records de venta en el mundo entero. Mejor de superhéroe nada. O sí, me calzo la 10 de Independiente y lo llevo a la gloria. Que así sólo sufren los de Racing, y total, ellos están acostumbrados.

Así empecé yo Carolina Sborovsky

A

mis nueve, durante las tórridas siestas de Concordia, asistía a un taller de costura en un local que en horario de trabajo funcionaba como panadería. El taller lo daba una gallega entrada en carnes, groupie incondicional de Isabel Pantoja, que antes y después del paréntesis de la siesta entregaba los facturines y panes de anís. Éramos seis nenas, entre los ocho y los once, y ninguna logró más que alguna agarradera que después adornaría la cocina. Sin embargo, ese mundo de encierro (femenino, casi de secreto) tenía algo que me fascinaba. Para inocularnos fervor por la Pantoja, entre puntada y puntada, Tía Fina nos hacía repetir sus coplas hormonales y desangradas. Eran canciones plagadas de lugares comunes sobre el amor, que en sus encendidas pero veladas formas de aludirlo nos hacían flotar de incomprensión, como si con el delay de cada estrofa nuestro desarrollo púber se fuera abonando. Yo me dejaba ir con las que contaban la trágica historia de Pantoja y Paquirri, los dos mayores ídolos pop españoles de entonces. Fue amor perfecto. Hasta que un toro ensañó sus cuernos en el hígado de Paquirri, mientras ella presenciaba todo en vivo y aún ignoraba estar gestando el hijo destinado a coronar su romance con el torero. No lo toleré mucho tiempo, pero si me piden adjudicar un origen a la literatura (la insatisfacción y el gusto por el reemplazo) tengo que decir que ella me señaló una metáfora por vez primera. Además de su master class el día que una de las nenas dijo que el algodón con que rellenaba un costurero olía a desodorante para autos, y Tía Fina, después de mirar nuestras caras de acné, aclaró que aquél era un algodón íntimo y nos explicó ciertas cosas que ya tendríamos que haber sabido. Algunos días después, cuando anuncié que desistía del curso, me despidió con un regalo: un diario, también íntimo, para que me ayudara a entender mejor qué me está pasando.

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impúdicas

monólogo

Temperatura

Texto: Camila Fabbri / Ilustración: Juan Sebastián Amadeo

M

i habitación más quieta, como si antes no lo hubiera estado tanto. Nunca así de quieta. En realidad la quietud la cargo toda yo, acomodada en mi cama. Yo no me muevo, entonces nada lo hace. Entra sol por la persiana como si viniera a bailarse un tema. Tiene rulos en la cabeza ella, y yo no. Me pregunto acerca de los genes, lo hereditario y lo que heredo. ¿Por qué esto sí, y eso de los rulos, no? Lo único que veo en la oscuridad son sus rulos rojos y en la mano un palito brillante que vendría a ser el termómetro que necesito. Debajo de mi axila algo hierve, y es como si fuera a hervir para siempre. Los rulos de mi mamá se mezclan con la oscuridad y es como si deseara, un ratito nomás, que desaparezcan y me la dejen calva. Odio los rulos. El termómetro marca, el mercurio sube. Dentro de mi cuerpo algo bulle, y si cierro los ojos Mickey Rourke entra a un lugar monumental, plagado de luces que lo iluminan y lo esperan sólo a él. Camina por un pasillito marcado justamente para eso, para que él se luzca, y se le mezcla el sudor con el pelo largo en la espalda formando un masacote violento. Mickey trae puesto una especie de mameluco de cuero negro, que deja partes de su tórax al aire libre, como para hacerlo un poco más estimulante. Mickey camina por el pasillito que no tiene alfombra, pero debería tener, porque es como esos que tienen, y va saludando a muchas chicas. Una por una las saluda. Les toca todo lo que sea la entrepierna, la cara, la nariz. Les tira del pelo a las chicas, como si fuesen cachorros comestibles, y ellas ríen como si nunca antes. Ahí es cuando yo pienso: ¿las chicas de verdad están disfrutando de Mickey, o son extras y les pagaron para estar ahí? ¿Temperatura?

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“No tengo hambre, no es fácil que entre bocado cuando Mickey Rourke estuvo rodeándolo a uno.”

De mañana mi mamá con pelo mojado. Es como si algo en la axila se hubiera apausado. No tengo hambre, no es fácil que entre bocado cuando Mickey Rourke estuvo rodeándolo a uno. Algo de los rulos colorados de mi mamá se asimila a la cabellera rubia de hombre, esa que como característica principal


impúdicas

monólogo nos deja grasa y sólo grasa. Le doy la mano a mi mamá y me lleva. El termómetro me cuelga del brazo. No sé de dónde se sostiene. Una vez en camilla de sala blanca, me pesa el cuello. Me pregunto una vez más acerca de los genes, como si mi último residuo de baja temperatura me dejara pensar en algo de eso. Pensar en lo verdadero. Fuera de la habitación hay ruido. Un hospital con alguien como yo, adentro. Si cierro los ojos una enfermera gorda se acerca con una bandejita. En la camilla la espero yo sentada, con las piernitas adelgazadas colgándome. Tengo puesto un jardinero de jean, si yo no fuese esa, me enternecería con tal imagen de mí. La gorda me mira seriamente a los ojos, me los clava. Tiene ojos claros la gorda, un atributo bastante envidiado, pero para mí su gordura anula todo lo otro. Porque su gordura es maldad. Mientras me penetra con los ojos me pregunta si voy a desmayarme y le digo que no. Me responde que por qué tengo esa cara. No sé qué le respondo, no es problema suyo el gesto que tengo puesto en ese momento. Además sacarse sangre no es el suceso más feliz de una mañana. De la bandejita saca una aguja, todo el armado de la aguja me lo pierdono lo veo- y me clava nomás el puñal en la venita. Mientras saca sangre hace fuerza para que salga, pareciera que la gorda nunca antes hizo esto de extraerle algo a alguien. Mientras me hace la actividad macabra, canta una canción. Unas estrofas conocidas. ¿Quién le dijo que puede cantar en un hospital? Mal gusto la gorda. “Estoy vencida porque el cuerpo de los dos es mi debilidad. Esta vez el dolor va a terminar. Estoy vencida porque el mundo me hizo así, no puedo cambiar. Soy el remedio sin receta y tu amor, mi enfermedad”. Oportuna, con su trajecito de enfermera, viene a cantarme “mi enfermedad”, justamente cuando estoy ahí averiguando qué tengo. Termina la extracción y me corre un hilito de sangre por el brazo que lo limpia con un algodoncito. Me pone otro

sobre la herida y me lo aprieta como si fuese un matambre: no puede dejar de lado su condición de apriete. La ropa le aprieta, entonces hace que todo lo que la rodea cumpla la misma función. Qué distintas que somos pienso, qué poco lugar ocupo en el espacio y cuánto ocupa ella. Pienso en la injusticia de algo así. A las horas, mi brazo está morado. La gorda estará en su casa. Mi mamá me espera fuera de la habitación blanca, me hace abrirle los ojos. Le doy la mano y viajamos juntas. En un disco viejo que encuentro un tiempo después, “Mi enfermedad” es la única canción que está rayada. ¿Qué de la idea de lo hereditario hace que mi mamá, sea lo único verdadero cuando hay fiebre?

“Me responde que por qué tengo esa cara. No sé qué le respondo, no es problema suyo el gesto que tengo puesto en ese momento.”

De noche me bajé la temperatura con pastillas. Me quedé sola. Me puse a ver videos de Marilyn Manson. También averigüé cosas sobre él, sobre su vida amorosa. Me pregunto qué vida sexual puede tener un andrógino como Manson. Eso mismo me pregunto mientras espero recomponerme de la fiebre. Manson en realidad se llama Brian Warner. Averigüé que tuvo dos novias, las dos muy bonitas. Con la segunda iba a casarse pero la cosa no resultó, no se sabe bien por qué. Me cuesta tanto creer que esa chica haya accedido a tal compañía. También se dice que ahora está pelado pero no hay fuentes que certifiquen esa información. Pensaba en la idea que tuvo de ponerse Marilyn, como la gran diva femenina de la historia, y Manson, un apellido común de los pagos norteamericanos. ¿Qué dualidad hay ahí dentro, Marilyn? ¿Por qué te maquillás así? ¿O por qué exigís que tus representantes de imagen le hagan ese tipo de retoques a tu

cara en los videoclips? Llegué a la conclusión de que Marilyn Manson es un tipo que está angustiado, hace tiempo, hace años. Diría que desde antes de comenzar su carrera. Pensaba que Manson es la representación vívida de la angustia, porque todavía no pudo resolver quién es ni por qué. Al lado de esta conclusión, mi fiebre pareciera ser algo diminuto. Habrá que acudir a Manson para sentirse mejor. Habrá que inventarse historias. Y en un segundo, como si todo se aclarara, entiendo que la fiebre es el estado de mayor compañía. Cierro los ojos y todo se destruye en un punto rojo gigante, hervido. Como un gran rulo de madre que no ahora no está, que salió. Nadie trae termómetro y la historia inventada me consume.

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blasfemas

Que hubiera pasado si Gabriel Mesa

¿

Qué hubiera pasado si Eva no hubiese mordido la manzana…?

Entre tantos cuentos que comienzan con el “Había una vez”… el caso paradisíaco de nuestros ¿bienaventurados? Adán y Eva, escapa a la fórmula habitual, quizás porque si damos crédito al chusmerío bíblico y nos ponemos en lugar hoy un tanto “vintage” de vestir a la hoja de parra… Ellos fueron la primera pareja y por eso, ese cuento, debiera comenzar con la frase: “Había por primera vez”, y, a decir verdad, gana en dramatismo pero le da un color algo egoísta que nos aleja de aquella de aquella primitiva Isla de Caras. Dejando de lado discusiones más profundas, darwinianas, con la que nos volveríamos monos, la cuestión en este caso es que si tratásemos sólo por un instante viajar mentalmente hacia el paraíso, en aquel momento preciso en que la serpiente atenta y oportunista, decide tratar de convencer a Doña Eva, para que cometa la primera de las infracciones; nos vemos en el irremediable ejercicio de reflexionar… Y si Eva se hubiese dejado llevar por un espíritu más entrepeneur, y en lugar de ver a un desagradable reptil, su imaginación le hubiera permitido reciclarla en un par de zapatos o en una cartera, la historia sería muy distinta. Convengamos que de haber seguido las instrucciones precisas, de no comer del fruto prohibido en el Edén, absolutamente todos gozaríamos de los beneficios de estar en el paraíso, sin depender de millas acumuladas, promociones bancarias o cupones de descuento. Imagínense todos en el paraíso, viendo mujeres y hombres completamente desnudos todo el día, pero sin necesidad de tener que verlos bailar y ser puntuados por un jurado. Estar todos en el Edén sin nada que hacer, esperando la voz del más allá, sin confesionarios, ni nominaciones. En fin, si Eva no hubiera dado ese mordisco, probablemente hoy estaríamos en bolas… ¡Igual que ahora!

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Teorías cotidianas Celina Artigas El problema de las agendas es comprarse la primera. Mientras se vive sin haber incorporado esa necesidad; sin planes y tiempos señalados, la existencia humana puede parecernos feliz primero: porque uno se salva de correr el día de navidad hacia la librería amiga y transpirar sobre el mostrador insistiéndole al empleado que chequee si esos son los únicos modelos de tapa de la Rhein, mientras se soporta la embestida de la patota de otros compradores compulsivos de Rhein que quieren justo la que uno ha elegido. Segundo, porque se ahorra una duda ontológica no recomendable para los primeros días de enero en paradores donde otra gente, sobre un pareo y a centímetros de la propia congoja, se arroja a tomar sol o margarita y a leer revista Pronto. ¿Paso todos los teléfonos de la vieja agenda? Tercero, porque uno se embarca en una práctica que durará el resto del año y dejará constancia por escrito de nuestra peor burocracia interna –el bicicleteo de actividades y decisiones varias de un día o semana o mes o trimestre al siguiente–. Al término del año, al releer –por puro placer morboso; está claro– en qué consistió el año, quedan en evidencia carteles así: “9 de febrero: ir a buscar título de grado a Rectorado. Llevar 2 fotos carné blanco y negro y fotocopia dni”. “12 de febrero: título. Foto y dni”. “22 de febrero: ojo, título; chequear 9 de feb”. Sobreviene un breve lapso de olvido mientras uno está entretenido con otras actividades –“comprar cif”, por ejemplo– que son motivo de repetición y pueden encabezar la mañana de un lunes y terminar ensamblando con: “rueditas para la mesa de la t.v.” o “llamar a mi abuela”, hasta que un martes 15 de julio, aparece otra vez: “Ojo: título. Averiguar en qué oficina se retira”. El 10 de octubre, el mensaje se pone imperativo: “título YA!” y el 27 de noviembre, desesperado: “ME VAN A TIRAR EL TÍTULO!!!”. Pero aquí viene lo peor: la comprobación de que la organización del tiempo desde la época de los cristianos a la fecha y los términos pasado, presente, futuro pueden ser burlados ilimitadamente y que la única esperanza de tiempo aprehensible es la fragmentación. No quise desahuciarlos; sólo recomendarles: mejor, ahórrense esos pesos para el margarita.


historieta Sol DĂ­az Castillo

ambivalentes


historieta

ambivalentes


casquivanos Juan Sebastián Amadeo

Autodidacta. Dibujante, ilustrador y artista plástico. Entre sus muchos trabajos como ilustrador, fue contratado por el Grupo Norma y los suplementos Comunidad y ADN de La Nación. expuso en Burdeos y Bazas (Francia) en Barcelona (España) y numerosas veces en Buenos Aires, fue premiado por la municipalidad de Tigre con el primer premio en dibujo en la fundación “Crecer con todos”. www.juanamadeo.com

Pablo Amster

Doctor en Matemáticas de la UBA, en la cual es actualmente es profesor, e investigador del CONICET. Es autor de más de setenta y cinco artículos de investigación científica en el área de ecuaciones diferenciales, y colabora en diferentes proyectos con universidades argentinas y extranjeras. Recientemente ha publicado, entre otros, los libros ¡Matemática, maestro! Un concierto para números y orquesta (Siglo XXI, 2010).

Clara Anich

(Buenos Aires, 1981) Licenciada en Psicología, integra el Grupo Alejandría. Publicó Juego de Señora (El Suri Porfiado, 2008), y participó en antologías con cuentos, poesías y monólogos teatrales. También tiene obras de teatro breve y una novela en proceso. Hoy, es editora de Casquivana. descalzaenlanoche.blogspot.com

Celina Artigas

(Mar del Plata, 1981). Vive en La Plata desde hace once años. Es periodista por la UNLP; correctora y editora, por oficio. Publicó La Plata, ciudad inventada y además de su blog escritos (celinaartigas.blogspot.com), publicó en las revistas Lea, Veintitrés, Dadá Mini, Dulce Equis Negra y es actualmente columnista en De Garage. Forma parte del Área Gráfica de la F.P.y.C.S.; es editora

free lance y dirige su sello Primer Párrafo (www.primerparrafo.com.ar).

Carlos Autieri

(1979). Artista Plástico. Fundador 3/3 de la Asociación de Poetas Petisos. carlosautieri.blogspot.com; asociaciondepoetaspetisos.blogspot.com

Juan José Burzi

(Lanús, 1976). Dirige la revista de opinión literaria Los Asesinos Tímidos (www.losasesinostimidos.blogspot.com), y entre 2004 y 2010 fue parte del Grupo Alejandría. Publicó Un dios demasiado pequeño, cuentos, Edulp (2009); El trabajo del fuego, Nouvelle, Edulp (2006); y Miedo a la oscuridad, cuentos infantiles, Estrada (2005).

María Sonia Cristoff

(Trelew, 1965). Entre sus libros figuran Falsa calma, crónica (2005), Desubicados, nouvelle (2006), Idea crónica, literatura de no ficción de autores iberoamericanos (2006), Pasaje a Oriente, narrativa de viaje de escritores argentinos (2009) y Bajo influencia, novela (2010). Escribe en medios nacionales y extranjeros, y dicta una Clínica de Narrativa en la Escuela de Escritores del Centro Cultural Ricardo Rojas.

Mario Crocco

Profesor y doctor, prestó servicios desde 1984 a 1986 a cargo de la Base de Datos de la Comisión Investigadora de Ilícitos Económicos del Senado. Desde 1982 es Director del Centro de Investigaciones Neurobiológicas en el Ministerio de Salud. Desde 1988 se desempeña como Jefe del Laboratorio de Investigaciones Electroneurobiológicas del Hospital "Dr. J. T. Borda". En 1976 registró la primera patente mundial de un organismo vivo artificial, UK 1.582.301.

Sol Díaz Castillo

Estudió Diseño Gráfico en la Universidad de Chile y actualmente termina un diplomado en Arte mención pintura en la Universidad Católica de Chile. Autora del libro de humor gráfico Bicharracas (2009), en este momento publicado semanalmente en la Revista M del diario Las Últimas Noticias. También es autora, entre otros, de ¿Cómo ser una mujer elegante? (2010), Sinnada (2010), Carlos cuadrado (2010), Ronda (2010 y “Cachipún” (2011).

Marisa Do Brito Barrote

(Buenos Aires, 1970). Es poeta, narradora y editora. Publicó cuentos en Una terraza propia (Norma, 2006), La erótica del relato (AH, 2009) y en sitios web. Su poemario Madamas (Alción, 2006) fue distinguido en los Premios Octubre. Entre sus obras de divulgación para niños se destaca Con la cabeza en las nubes (pequeño editor, 2010 - White Ravens 2011). Fue Jefa de Redacción de revista Bocadesapo.

Belén Echeverría

(Buenos Aires, 1981). Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredon especializándose en grabado. Actualmente se dedica a la ilustración infantil y al trabajo de obra propia. También da clases en su taller particular.

Mariana Enriquez

(Buenos Aires, 1973). Trabaja como subeditora del suplemento Radar de Página/12. Publicó Bajar es lo peor (1995, Espasa Calpe, novela), Cómo desaparecer completamente (2004, Emecé, novela), Los peligros de fumar en la cama (2009, Emecé, cuentos) y Chicos que vuelven (2010, Eduvim, nouvelle). Fotografía de Paul Harper.

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casquivanos Camila Fabbri

(Capital Federal, 1989). Estudió actuación en el Centro Cultural Ricardo Rojas, artes dramáticas en el IUNA y en la Escuela de Entrenamiento Actoral de Julio Chávez. Trabajó en la obra “Las amargas lágrimas de Petra Von Kant” y como asistente de dirección de Romina Paula en “Fiktionland”. En dramaturgia y narrativa se forma con Romina Paula, y escribe en Los asesinos tímidos y No retornable. En el año 2011 estrenará la obra Brick, bajo su dramaturgia y dirección.

Laura Galarza

(Buenos Aires, 1968). Psicopedagoga, psicóloga y psicoanalista. Desarrolló carrera docente en la Universidad del Salvador. Sus cuentos han sido publicados en antologías, suplementos culturales, revistas literarias y de psicoanálisis. Coordina talleres literarios y colabora para distintos suplementos culturales y revistas literarias. Tiene una novela inédita y un libro de cuentos en preparación.

Paula Gerena

(Buenos Aires, 1983). Estudió Diseño Gráfico en la UBA, y desde el 2007 se dedica a darle forma a todo tipo de proyectos, en cuanto a diseño editorial, control de calidad, diseño Web, creación de logotipos y marcas. Formó parte del staff de empresas como IBM, Reebok, J. Walter Thompson, y MySpace.com, así como también del diseño de congresos como Juegos Bionianos. Fue diseñadora de la revista Prometheus, y es una de las fundadoras de Casquivana.

Vivian García Hermosi

(Belén de Escobar, 1979). Curiosa y multifacética, estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA y Dramaturgia en Argentores. Escribe, ama las TICs, el diseño y la publicidad. Crea los contenidos y maneja las redes sociales de los productos de Ciudad.com del Grupo Clarín.

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Dirige la revista online para chicas VictoriaRolanda.com

Leticia Gómez Castro

(Buenos Aires, 1977). Artista plástica, ilustradora, Licenciada en Artes Visuales. Trabajó como docente de arte. Realizó colaboraciones para Ciudad Abierta, Revista Genios de Clarín, Oblogo y Revista La Nación. Actualmente trabaja en el departamento de arte y fotografía de la Editorial Santillana. www.flickr.com/photos/letigomezcastro/

Nicolás Hochman

(Buenos Aires, 1982). Profesor y Licenciado en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata, doctorando en Ciencia Sociales por la UBA. Guionista y periodista, editó la revista Prometheus y dirige Casquivana. Coordina el ciclo literario Alejandría y el Taller Heterónimos. Escribió algunas novelas, poemarios y libros de historia para escuelas secundarias. casquivanos.blogspot.com

Masako Itoh

Autora e intérprete de monólogos de stand up. Estudia Letras, se formó como dramaturga con Mauricio Kartun, y en la Stand up comedy (monólogos de humor) con el comediante Diego Wainsten. Integró distintos elencos con textos de humor de su autoría:: “Todo por decir” (2007), “Alto Stand up” (2007-2008), “Ay, ellas” (2008), “Poker de Reinas” (2008) y “De acá a la China” (2009).

Lara Lizenberg

Licenciada en psicología por la UBA y docente de “Clínica psicoanalítica”, en la Facultad de Psicología. Miembro de Investigación de “Sujeto y Discursividad”, UBaCyT. Supervisora externa de equipo de atención a adultos mayores, en el Centro de Salud Mental nº 1. Miembro fundadora de equipo de investigación Nous.

Psicoanálisis y discursos afines. Secretaria Académica del hospital de día “Anclaje”.

Joaquín Ludovicic

(Mar del Plata, 1984). Autodidacta, expulsado de dos universidades, ghost writer y casi Profesor de Letras, escribe columnas de humor, guiones y discursos para empresas, políticos y medios de comunicación. En estos momentos está trabajando en su primer libro (poco) serio: Instrucciones para ser un intelectual.

Yair Magrino

(Caballito, 1982). En 2007 ganó el concurso de cuento breve “Musas en el aire”. Ha publicado en la revista literaria Proyecto Sherezade (Canadá) y ha sido traducido al inglés. En 2008 comenzó a formar parte del ciclo de narradores Alejandría. En 2009 publicó Porcelanas (Milena Caserola), su primer libro de cuentos. Es cofundador del ciclo Club Zuviría y colaborador en distintas revistas y sitios literarios y culturales.

Carolina Marcús

(Buenos Aires, 1980). Es Psicopedagoga e ilustradora. Cursa el posgrado en Arte Terapia (IUNA). Trabaja como docente y en discapacidad desde el año 2000. Se formó en ilustración con Helena Homs. Participa de muestras colectivas e individuales. Pertenece al grupo de ilustradoras Misceláneas. En el 2010 ilustró para Ecuador. Junto a Marisa Chiqué forman una dupla muralista.

Pablo Martín

(Buenos Aires, 1974). Artista visual, ilustrador y diseñador web: soypablomartin.tumblr.com. Participa en muestras individuales y colectivas. Junto a la artista Florencia Fernandez Frank desarrolla el proyecto Periódica Venta de Arte (periodica.com.ar). Dirije el estudio 240674 (240674.com.ar).


casquivanos Gabriel Mesa

(1963). Comenzó su carrera como guionista en 1985, colaborando como coautor junto a su padre Juan Carlos Mesa de ciclos como: Mesa de Noticias, Stress, Brigada Cola. Años más tarde participó como director creativo y autor de ciclos como De La Cabeza, Brigada Cola, Agrandadytos, Sorpresa y ½, VideoMatch, Los Rodríguez, Son de Fierro, Ciega a Citas; por el cual recibió el premio Argentores 2010.

Daniel Montero Galán

(Madrid, 1981). Al principio trabajaba casi todo de forma digital, pero después de estar diez horas delante de un monitor los ojos comienzan a hacerte chiribitas, así que volví a retomar los pinceles. La técnica que más utilizo es la acuarela, aunque también también suelo usar tinta china, rotuladores y anilinas, para concluir una ilustración suelo dar unos pequeños retoques con photoshop.

Leticia Paolantonio

(San Fernando, 1981). Profesora Universitaria en Artes Visuales, por la Escuela Nacional de Bellas Artes “Prilidiano Pueyrredón” y el IUNA. Docente en diferentes instituciones educativas, coordina talleres de arte en distintos espacios culturales. Artista plástica, expuso en diversos salones y obtuvo premios en certámenes de pintura, grabado y fotografía. Es creadora y coordinadora de Arte Andarín. leticiapaolantonio.blogspot.com

Claudia Piñeiro

(Buenos Aires, 1960). Es escritora, guionista, dramaturga y trabajó en periodismo gráfico. Obtuvo premios nacionales e internacionales en literatura, teatro y periodismo, como Premio ClarínAlfaguara, el LiBerture, el Premio Iberamericano Fundalectura-Norma y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz por Las grietas de Jara, que

será llevada al cine este año. Fue jurado de los premios literarios de novelas Alfaguara de España, Fondo Nacional de las Artes, Letras Sur, y de los concursos de cuentos de Clarín y de la fundación Avon.

Ricardo Romero

(Paraná, 1976). Licenciado en Letras Modernas por la UNC, desde 2002 vive en Buenos Aires. Entre 2003 y 2006 dirigió la revista Oliverio. Entre otros libros, publicó Los bailarines del fin del mundo (2009) y Perros de la lluvia (2011). Es editor de Gárgola Ediciones y de Negro Absoluto. Desde el 2006 es parte de El Quinteto de la Muerte, grupo con el cual editó los libros 5 y La fiesta de la narrativa. Fotografía de Josefina Heine.

Carolina Sborovsky

Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Desde 2008 dirige el sello El fin de la noche, dedicado a literatura hispanoamericana. Integró diversas ediciones de la Clínica de Narrativa del C.C.R. Rojas, donde luego trabajó como docente dentro de su Escuela de Escritores. Colabora para medios nacionales y extranjeros. Publicó su primera novela, El bienestar, en 2010. Le gusta bailar.

Laura Sereno

“Hice jardín y preescolar y primaria y secundaria en Rafaela. Estudié pintura de muy chica. Me fui a Córdoba a estudiar publicidad. De ahí me vine a Buenos Aires. Trabajé 3 años casi en JWT. Como redactora en el departamento creativo. Dibujé. Ahora hace casi 4 años que trabajo en Del Campo Nazca Satchi & Satchi. Como redactora en el departamento creativo. Realicé algunos dibujos para Taragüi, Quilmes, Cadbury y algunas tapas de revistas.

Darío Sztajnszrajber

Filósofo, es Profesor en FLACSO, en la UBA y en el Seminario Rabínico Latinoamericano. Es miembro del Proyecto Cultural YOK y del Consejo Directivo de la ULEJ. Ha compilado los libros Posjudaísmo Vol. 1 y Vol. 2 (Prometeo), y Pensar lo judío en la Argentina del Siglo XXI (Capital Inteletual) como co-compilador. Es el conductor, contenidista y co-guionista del programa filosófico de televisión “Mentira la Verdad” (Canal Encuentro).

Omar Turcios

(Corozal, Sucre, Colombia, 1968). Artista gráfico y caricaturista, expuso, dio conferencias y fue jurado en Colombia, Brasil, México, España, Grecia, Irán y China. Vive en Madrid, donde recibió el título de Profesor honorífico de humor gráfico por la Universidad de Alcalá de Henares. Recibió además más de 50 premios internacionales. turciosanimal.blogspot.com.

Alejo Villarino

Músico, letrista, compositor y cantante del grupo Malyevados, con el que ha editado dos discos: “Lisboa” y “Malyevados”. Integra además la banda de Guillermo Pesoa (ex Pequeña Orquesta Reincidentes).

Mauricio Weintraub

Licenciado en Psicología y músico argentino. Dicta seminarios y conferencias en Argentina, Colombia y Brasil. Autor de los libros ¿Por qué no disfruto en el Escenario? y El Sentido del Miedo Escénico. Coordinador del Programa de Salud Mental Barrial del Hospital Pirovano, docente en la Facultad de Psicología de la UFLO y director general del Proyecto Encuentro del Collegium Musicum de Buenos Aires.

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casquivanos Germán Weissi

Editor del fanzine gratuito de poesía Color Pastel. Dirige la editorial independiente de plaquetas de poesía y arte plegable Proveedora de Droga ediciones. Coordina el proyecto de antologías de poesía argentina contemporánea Poesía Manuscrita. Publicó las plaquetas de poesía 1986, con Hernán, Yudoka, Algo con tu olor, y el libro Cosas que planeamos juntos (Tocadesata, 2008). Los poemas aquí publicados pertenecen a la serie inédita a cien mil watts.

Hernán Zaccaría

(Buenos Aires, 1980). Ilustrador y caricaturista. Estudió durante un año y medio en la escuela "Sótano Blanco", dirigida por José Sanabria, en el taller de Procesos Creativos. Trabaja a partir de una gran variedad de técnicas, ya sean manuales o digitales. Es el caricaturista de las noches del ciclo literario Alejandría.

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disidente

www.casquivana.com.ar

revista.casquivana@gmail.com Ilustrador: Daniel Montero Galรกn


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