Las confesiones,
¿valen lo que
cuestan?
La confesión como bien de consumo
Año 3 – Número 4
ISSN 1853-2799 | Otoño de 2012
Es necesario ser inconcluso
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S U M A R i O
“Pago por contar”
“Confesionarios improvisados”
Nicolás Hochman
Agustín Dellepiane
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12 “Vómito de perro. Sobre la confesión imposible”
“¿Por qué te animás en público, si en casa nunca dijiste nada? ” Natalia Kiako
Darío Sztajnszrajber
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14 “Confesaron”
“Confieso que he mirado” Clara Anich
Amalia Sanz
“Confesionario, Historia de mi vida privada” Cecilia Szperling
8 “Confieso que he lucrado” Clara Anich
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“Nosotros también somos miserables” ”
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10 “Están allí para decir cualquier cosa” Félix Chiaramonte
Novela por entregas (tercer capítulo) Luci Porchietto
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11 El diario de ayer: 19
Blasfemas: 30, 34, 37
Teatro: 38
Narrativa: 20 Tengo un vecino que:
Poesía: 31 Libros: 35
Peor lo que me pasó a mí: 40 Casquivanos: 41
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EDiTORiAL Mi hermano es mi ídolo, trabaja y estudia Era un cumple de quince. A la hora de prender las velas, la cumpleañera fue llamando a las personas que más quería para que, una a una, la acompañaran encendiéndolas. Cuando llegó el turno de su hermano, lo invocó con la frase del título. Me acuerdo que nos dio mucha risa y la cargamos bastante. Pero en el fondo, he de confesar que yo podría haber dicho lo mismo muchas veces, aunque fuera en contextos menos cursis. Los criterios de trabajo y estudio como algo bueno, pero también como algo lindo y placentero, me fueron siempre familiares. Otra forma de decirlo es: soy bastante ñoña. Ahora sí, con el tiempo, también me fui dando cuenta de que todo eso podía ser mucho menos ñoño de lo que creía, y bastante pícaro, o con un poco de suerte, picante. Que el pensamiento que más me admiraba era el que tenía, por qué no, un poco de provocación, un toque de
irreverencia. Y el trabajo que más me divertía, también era una forma del juego. Porque seamos sinceros: sin todo eso, trabajar y estudiar… es un flor de embole. Cuando me invitaron a formar parte de Casquivana me puse muy contenta, por varios motivos. Estar en el equipo editorial, a diferencia de colaborar, implica un día a día y una pertenencia que, será más laboriosa, pero es mucho más rica. El lado más “sesudo” de la revista me gusta mucho y la intensidad visual que tiene, ni hablar. Pero lo más importante de todo, lo que mejor me hace de la bienvenida, es esta cosa juguetona, este guiño constante y múltiple que está en el corazón del asunto. Y es que creo que la paso mejor siendo un poquito menos ídola… y un poquito más casquivana. Natalia Kiako
STAFF Director: Nicolás Hochman hochman@casquivana.com.ar Editora: Clara Anich anich@casquivana.com.ar Consejeros editoriales: Agustín Dellepiane dellepiane@casquivana.com.ar Natalia Kiako kiako@casquivana.com.ar Coordinadora de ilustradores: Leticia Paolantonio paolantonio@casquivana.com.ar Diseñadora: Melina Vergara vergara@casquivana.com.ar Asesoramiento legal: Renata Cardarelli Imagen de tapa: Víctor Vélez (Chubasco) Ilustran: Ángela Astrid Martín León Barreto Pablo Bernasconi Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco Belén Echeverría Omar Figueroa Turcios
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Fernando Halcón Ruiz Romina Lardiés Carolina Marcús Horacio Petre Daniela Sanín Ángel Pablo Tambuscio Lucila Valentini Hernán Zaccaría Victor “Chubasco” Vélez Escriben: Selva Almada Eddie Babenco Juan Ignacio Caino Paula Casal Félix Chiaramonte Manuel Crespo Loreley El Jaber Conrado Geiger Marcelo Guerrieri Martín Kohan Natalia Moret Clara Muschietti Daniela Osuna Luci Porchietto Gabriela Rivas Amalia Sanz Federico Simonetti Analía Sivak Cecilia Szperling Darío Sztajraszjber Nadina Tauhil Pablo Toledo
Agradecimientos: Nicolás Abreu AMMAR: (Asociación Mujeres Meretrices de la Argentina) Edio Bassi Laura Campagna Deborah Lapidus Librería Fedro Karina Macció Cecilia Maugeri Daniela Morel Genaro Press Victoria Riobó Malena Rey Malena Sánchez Moccero Flavia Tomaello Viajera Editorial Natalia Viñes Propietaria: Clara I. Anich Domicilio legal: Fraga 226, CABA, Argentina Año 3, N° 4 | Otoño de 2012 ISSN 1853-2799 info@casquivana.com.ar www.casquivana.com.ar “Es necesario ser inconcluso” (Mikhail Bakhtin)
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Pago por contar Texto: Nicolás Hochman / Imagen: Leticia Paolantonio
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es cuento un secreto: tenía 8 ó 9 años y vivía con mi familia en Belgrano, pero mis viejos fantaseaban con que nos mudáramos a Bariloche y pusiéramos una hostería, escapándonos de la enquilombada Buenos Aires. Un tiempo antes se había ido para allá Marta, mi maestra de primer grado. Por esos contactos que todavía hoy no entiendo bien, en mi primer viaje al sur teníamos que pasar por su casa en la montaña a llevarle un bolso con cosas que una amiga suya había dejado en el departamento, para que se lo alcanzáramos. La señora que trajo el bolso le dijo a mi mamá que en el bolsillo había doscientos dólares, que en esa época era un dineral. Yo no estaba seguro de querer mudarme, pero en cuanto me quedé solo saqué esa plata y, sin entender muy bien por qué, la escondí atrás de los doce tomos de la enciclopedia Salvat. Lleno de adrenalina (era un nene bueno), me quedé pensando que ahí cualquiera podía encontrarla. Así que, más intrépido todavía, salí al balcón y puse los billetes abajo de una maceta. Pero pensé que ahí se podían volar con el viento, y que eso me delataría. Cinco segundos después había tirado doscientos dólares por la ventana desde nuestro tercer piso. Ese día fui a dormir a lo de mis abuelos, como cada viernes. No paré de llorar en toda la tarde, sin que mi abuela supiera por qué. A la mañana siguiente lo confesé, y sentí esa mezcla de humillación y alivio que experimentan los culpables cuando hacen público el secreto que los condena. Seguramente hubo otras confesiones antes, pero esa es la primera que recuerdo, ya sea con muchísima nitidez, o bien con esos retoques posteriores que tanto le gustan operar a la memoria. ¿Qué es lo que confiesa alguien que
se confiesa? Yo tengo la sospecha de que es siempre algo más. Quiero decir, lo que se confiesa suele ir mucho más allá del hecho concreto que uno expone, que tiene que ver con cosas que probablemente uno no sospeche, que no quiera o pueda ver. En mi caso, hoy lo tengo claro, estaba confesando que no quería irme a vivir a Bariloche. El mundo y la historia están llenos de situaciones semejantes, que van de anécdotas chiquitas a grandes sucesos de la humanidad, de San Agustín y Rousseau a Gran Hermano y las confesiones de invierno de Sui Generis. Para que haya confesión, tiene que haber al menos dos. O por lo menos la fantasía de que uno no está solo en ese asunto: el cura y el feligrés, el taxista y el pasajero, el barman y el borracho, el analista y el paciente (aunque el psicoanálisis diga lo contrario y funcione de otro modo, ¿qué analizante no sintió alguna vez que era eso por lo que pagaba?). Con Internet, la cosa se expandió, seguramente por esas comodidades que aporta el anonimato en un clic: basta con entrar a sitios como confesionesprivadas. com, tuconfesion.com, laconfesion. com, tusconfesiones2.com, nogare. net, haceteamigo.com.ar, loconfieso. com o el ya clásico tusecreto.com para descubrir un mundo de miserias humanas tan fascinantes para el buen voyeur. Porque el confesor también es un poco eso, ¿no? Confesarse es ali-
viador; pero escuchar la confesión de otro abre un mundo de fantasías extraordinarias. Tal vez por eso mismo la confesión es un vehículo tan efectivo para lucrar. Tal vez por eso la sociedad occidental del siglo XXI vive expectante de escuchar las confesiones más sucias y excitantes, las despreciables, las que impresionan, las que conmueven, las que dan rabia y nos producen empatía. La confesión perdió la exclusividad de lo privado, se convirtió en un bien masivo de consumo que hace que lo íntimo se vuelva público, y por eso tan deseable, tan comercializable, tan necesario a nuestra forma de vivir.
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Vómito de perro. Sobre la confesión imposible Texto: Darío Sztajnszrajber / Imagen: Ángela Astrid
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icen que la palabra sana, pero a mí las palabras me dan miedo. Dicen que hay que buscar las configuraciones invisibles, pero a mí las construcciones lingüísticas me esclavizan, me someten, me abochornan. Recorrer el habla para poder escuchar no su sentido, sino su sonido. Recorrer el habla no para, o sea recorrerla para nada. ¿Pero por qué la palabra siempre abre nuevas significaciones? ¿Por qué la palabra reproduce más palabras que intentan dar sentido con palabras a lo que se supone que implica otro sentido, otras palabras que no son las que se muestran? Anhelo ese Edén donde las palabras reflejaban la verdadera naturaleza de las cosas, aunque siempre me quedará el sinsabor de no haber podido clasificar a la palabra como una cosa. La palabra no es una cosa, pero las cosas se nos presentan como palabras. Un mundo siempre asimétrico que nos exige poner orden. ¿Pero no es el orden un castigo? En definitiva, ¿qué es una palabra? Si ya la privamos de todo realismo, ¿no es todo lenguaje en algún sentido una confesión? ¿Y no es toda confesión, en otro sentido, la sustanciación de esta puesta que somos y que pretende incesantemente romper la dicotomía entre lo verdadero y lo falso? Pero hay algo peor (o mejor): ¿no es toda confesión, en última instancia, una manera de pedir perdón? Así la ciencia pide perdón por la manipulación de la naturaleza y así el arte pide perdón por hacernos digeribles los sinsentidos. Así la política pide perdón por ocultar las injusticias originarias y así la religión pide perdón porque no hay perdón. No, no lo hay. Nadie termina nunca
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de salirse de sí mismo, nadie se expropia. Nadie perdona dice Derrida lo imperdonable y por eso el perdón es imposible. Dar es imposible. Los vínculos son imposibles. Lo único posible parece terminar siendo esta podredumbre que se interioriza en este olor que algunos llaman el yo. Es que la confesión nunca arranca las entrañas, no es entrañable. Nada es entrañable, sino que lo que duele
“Toda confesión es una conversión, pero nunca es honesta. La honestidad no existe. Honestos son los perros que te chupan porque quieren comer.” y lo que goza siempre es del otro. La confesión es para otro. Es siempre esa puesta donde se juega la tensión entre lo que ya no quiero ser y lo que ya sé que no voy a querer ser mañana cuando lo sea, y sin embargo lo único que importa es que el otro te crea y esa doble mentira (el otro que te miente para que uno se mienta) te transforme. Te convierta. Toda confesión es una conversión, pero nunca es honesta. La honestidad no existe. Honestos son los perros que te chupan porque quieren comer. Lo humano cuando es perro es honesto, pero cuando es humano se confiesa. Toda la cultura es una confesión: lo humano se pide perdón a si mismo, pero incluso ese pedido es siempre parcial. Todo lo imposible se arrastra
sobre las posibilidades de lo posible. Vivimos arrepintiéndonos porque todo siempre pudo ser de otra manera, pero la desidia ontológica puede más y uno no mueve o ni siquiera sabe cómo podría hacer para mover. Quedamos perplejos y en esa hiancia empezamos a llorar. Un llanto escondido es siempre una confesión. Sabemos por qué lloramos, pero no lo sabemos con la mente y entonces suponemos que no lo sabemos cuando en realidad lo sabemos porque el saber se mueve por otros
lados. Se mueve por lo imposible. Y son esos lados los que desacomodan toda estantería que se mantiene en pie gracias a esos dos pilares en los que uno tanto cree y que un día o un minuto o un segundo, cuando los fuimos a revisitar, ya no estaban. Confieso que creía, pero no se por qué ya no creo más, o más bien paso a creer en otra cosa, ya que la desvinculación absoluta es también una creencia y si dejo de creer en lo que creo es porque estoy creyendo ya en algo más aunque todavía no sepa en
qué. Sólo debo abrir la boca y vomitar palabras. Sólo debo vomitar. A mí las palabras me dan miedo porque todo me da miedo y porque todo es palabra. A mí el vómito me da miedo porque tengo miedo que un día me salga de adentro todo lo que no tengo y que es lo único que desearía seguir sosteniendo. A mí. Necesito confesarme sin ser yo. Creo que la única confesión posible es aquella donde otros hablan por mí. Desde mí. Sólo cuando yo me confieso, no me confieso. El vómito también es de los otros. Llegará el día en que por suerte todo se olvide. Sólo el olvido no se confiesa. Sobrevivir es un acto de olvido. Necesito pedir perdón por todo lo que olvido y en especial por este olvido constante con lo que me rodea. No se trata de un olvido amnésico, ya que recuerdo lo que olvido. Se trata otra vez de una ontología. Todo resulta demasiado escabroso como para que, además, debamos hacernos cargo de lo que igual nos excede. El problema no es el mundo sino la falsa responsabilidad de enajenamos al creer que nunca moriremos si nos hacemos cargo de todo. ¿Pero qué es hacerse cargo de todo? ¿No es no hacerse cargo de nada? ¿Quién entrará al cielo al final? ¿Aquél que se la pasa lamentándose o aquél que se la pasa haciendo cosas creyendo que de ese modo está haciendo cosas? ¿Aquél que se vomitó encima o aquél que como en ese poema de Baudelaire, regaló la moneda falsa? Sí, la moneda falsa. Esa que entregamos todo
el tiempo a todos en el tiempo. Toda confesión es una moneda falsa. Toda moneda es falsa. Toda confesión es una moneda. Pero todo intercambio nunca es honesto y por eso los perros no utilizan monedas. Los perros no se confiesan. Quiero ser un perro. Soy un perro. Confieso que soy un perro. No soy un perro. Espero que algún día alguien me perdone. Espero que algún día pueda perdonarme. Espero que algún día el perdón pueda perdonarme. Soy casi un perro, creo que lo voy a lograr. La palabra definitivamente no sana, sino enferma. La palabra enferma la palabra. Algún día dejaré de hablar. Algún día todo será vómito…
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Confieso que he mirado Texto: Clara Anich / Imagen: Omar Figueroa Turcios
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n clic y la intimidad ajena se abre ante nosotros, el secreto de un otro anónimo da inicio al show: un show donde no cobran entrada y ninguna voz pide que apaguemos los celulares. Frente a la PC, descalzos y con el mate, el botón derecho inaugura una nueva pestaña para divertirnos un rato: tusecreto.com.ar. Hace varios años que surgió la web y, al mejor estilo Facebook, “La dimos a conocer entre amigos y conocidos y apenas unas horas después, miles de personas ya estaban recomendando el sitio y escribiendo sus secretos”, dice Santiago y confiesa: “Inventamos quizá 10 o 20 secretos al lanzar el sitio simplemente para que no esté vacío y la gente que entrara por primera vez entendiera de qué se trataba. Pero apenas se hizo público, por el volumen de secretos enviados por la gente, ya no tuvimos que rellenar ningún espacio”. Basados en una página yanqui donde uno enviaba una postal por correo común con un secreto, que después era escaneada y subida al sitio, Santiago Sarceda y Mariano Sáenz crearon tusecreto. Al leer las confesiones uno encuentra cierto tono light donde prima lo sexual y lo escatológico. Mariano cuenta que “El sitio pretende ser un lugar de descarga y sobre todo de humor. Preferimos tomarlo así y no hacernos cargo del uso que le de la gente, sobre todo porque no es algo que podamos controlar”. Aunque “Hubo confesiones de delitos o personas con depresiones e incluso tuvimos inconvenientes legales con una cadena de comidas rápidas por un secreto que habría publicado un supuesto empleado. Y hasta en algún momento hubo un caso policial de mucha repercusión mediática sobre una chica desaparecida y hubo un secreto que tenía ciertos datos
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que lo hacían parecer verídico. Dimos aviso a las autoridades y dimos de baja el secreto”. Hoy el sitio tiene más de 120 mil visitas diarias, recibieron más de 3 millones de secretos, de los cuales casi 90 mil ya fueron publicados –después de pasar por el proceso de moderación–, y tienen un libro editado. Mientras que en tusecreto la dinámica se basa en la intimidad como bien de consumo y el anonimato de los sujetos, encontramos otras páginas donde la apuesta agrega un condimento y el espectáculo no sólo recae sobre estas dos variables, sino que agrega la confesión en el ¿mejor? sentido religioso. Para esto, en inglés la oferta es amplísima y en español, un poco menos. Pecados a un clic, podría ser el slogan del sitio y a nadie le llamaría
“Hubo un caso policial de mucha repercusión mediática sobre una chica desaparecida y hubo un secreto que tenía ciertos datos que lo hacían parecer verídico.” la atención. Al entrar a la web dos puertas reciben al usuario: el cielo y el infierno. Al clickear la puerta del infierno le deja lugar a las declaraciones ajenas y anónimas. La otra está lista para recibir los pecados personales. La web laconfesion.com encara diciendo “Las confesiones sirven para liberarnos
N o s e r á n u e s t r a l a p r i m e r a p i e d r a Ave de él dado de Purísima, diríamos para después santiguarnos. Sin pecado concebida, nos responderían. Todo esto, claro, si estuviéramos ante el confesor, quien podría decir: El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados. Y después, nosotros: Señor tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Nosotros también hemos mirado, también caímos en la tentación del espectáculo. Pero lo que no diremos es a quiénes pertenecen: porque como dice el dicho, se dice el pecado pero no el pecador. Con el permiso de quienes hacen tusecreto.com.ar, elegimos algunas confesiones para compartir: En el 2007, 21 años: “Fui a la feria del libro y me compré el libro completo de Mafalda. Me habían dicho que Quino iba a estar firmando libros. Voy al otro stand a que me lo firme y el tipo me pregunta “¿Te gusta Mafalda?”, “sí, sí” le digo todo emocionado. Cuando miro lo que firmó veo que dibujó a Inodoro Pereira, extrañado de eso miro la dedicatoria y decía “Con cariño. Fontanarrosa”. Es la primera vez que se lo cuento a alguien, jamás le mostré a nadie el libro. Me sentí el tipo más ridículo del mundo.” Hace dos años, 16 años: “Caminaba por el centro de la plata, cuando veo a mi vieja también caminando por ahí. Decidí darle un sustito, y me pare atrás de ella, le puse mi celular en la espalda y le dije ¡dame la guita! La muy forra grita: ¡AYUDA ME ESTAN ROBANDO! y enseguida siento que me agarraron de atrás, me tiraron al piso y me cagaron a trompadas. PD: Era parecida, pero no era mi vieja.” En el 2008, 21 años: “me quedé toda la noche entera mirando si mis peces dormían, ¿cuándo carajo duermen los guachos?” de nuestros pecados. Desde el momento en que Eva comió la manzana, los seres humanos hemos sido pecadores. Para entrar al cielo eterno, es necesario disculparse delante de dios para que sepa que estás arrepentido”. Tanto los pecadores como quienes hacen la web pareciera que deben disculparse por lo mismo, el sexo abarrota la página y llega hasta la oferta. Así, tanto las confesiones como los secretos en la web parecen ser fieles al efecto popcorn: sólo hace falta un par de minutos para que los granos se abran y uno empiece a disfrutar del espectáculo más literalmente pochoclero.
En el 2006, 25 años: “la primera vez que hice el amor con mi novia intenté meter los huevos adentro del forro. Cada vez que me acuerdo me quiero cagar a piñas.” 2011, 36 años: “bueno resulta que yo soy policía de la bonaerense, ¿no? Y el otro día fuimos a hacer un allanamiento a una casa porque vendía drogas, y entonces tiramos la puerta la abajo y yo entro primero y grito “arriba las manos!! esto es un asalto!! Me van a cargar por el resto de mi vida.” “Cuando alguien me pregunta la hora en la calle, siempre adelanto quince minutos, y me cago de risa si empiezan a caminar más rápido pensando que llegan tarde.” Después de habernos explayado, el confesor podría darnos consejos oportunos –dicen–, nos impondría la penitencia y nos invitaría a manifestar nuestra contrición, mientras decimos: Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de nosotros que somos pecadores. Y él: Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del hijo y del espíritu Santo. Amén, responderíamos a coro. Amén, responderíamos a coro si no estuviéramos acá, si no fuéramos quienes hacemos Casquivana.
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Texto: Clara Anich / Imagen: Hernán Zaccaría
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egún Steve Jobs “Al final todo se reduce a tratar de estar expuestos a las mejores obras de los seres humanos y después tratar de incluirlas en lo que tú estás haciendo (…) Picasso tenía un dicho: ‘Los artistas buenos copian y los artistas geniales roban’, y nosotros nunca hemos tenido reparo alguno en robar ideas geniales”. El producto es una aplicación de Lilltle I Apps, una compañía de los hermanos Chip y Patrick Leinen –dos jóvenes católicos de South Bend, Indiana– que hicieron para Apple, porque qué mejor que copiar el servicio de una de las grandes industrias de la historia. Confession: A roman catholic App – Confesión: una aplicación católica romana – es un aplicación que se puede descargar por 1,99 dólares o 1,59 euros para ipad, ipod Touch y iphone desde Apple Store. Uno podría preguntarse qué necesidad tiene Apple de incluir una aplicación como esta. ¿Sólo el afán de seguir sumando usuarios-fanáticos y seguir confirmándose como el gran producto de elite para las masas? O ¿es que cada céntimo importa? Al instalarse Confession, el programa realiza un examen de conciencia a través de preguntas que buscan establecer cuáles fueron los pecados del usuario –con un perfil protegido por contraseña–, después que éste haya introducido edad, sexo, estado civil, religioso y fecha de la última confesión. Pudiendo agregarse pecados que se le hayan escapado al imaginario de la manzanita, y pudiendo elegir también, para terminar, entre siete actos de contrición. Lo interesante es que el programa cuenta con el imprimatur de la Iglesia –que indica la inexistencia de ofensa a la doctrina católica, la fe o la moral–, otorgado por el obispo Kevin Carl Rhoades, de la diócesis de
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“Los artistas buenos copian y los artistas geniales roban, y nosotros nunca hemos tenido reparo alguno en robar ideas geniales.” Fort Wayne-South Bend, en Indiana. Además de tener el apoyo de varios asesores católicos, como el franciscano Thomas Weinandy, director del Secretariado para la Doctrina y Prácticas Pastorales de la Conferencia Episcopal de EE UU. Sin embargo, quienes pusieron el grito en el cielo – ¿dónde más, si
no?– fueron los muchachos del Vaticano, que alarmados por el hecho de que los fieles optaran confesarse frente al aparatito blanco, retrucaron que no es en absoluto un sustituto del sacramento y que no hay sacramento ni penitencia sin sacerdote. Aunque quizá el que copia último también copia mejor, y en un tiempo Confession se termine imponiendo como un nuevo formato para el rito de la penitencia: marcadamente más individual y consumista.
Están allí para decir cualquier cosa Texto: Félix Chiaramonte / Imagen: Carolina Marcús
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l valor de las confesiones en la actualidad se mide en el peso que tienen esos testimonios en los medios masivos de comunicación y la repercusión en la psicología de las masas. Pero es por lo menos cuestionable creer que atraviesa, sin oposición, todas las prácticas particulares como si cada intercambio social fuese un pliegue sumiso de cualquier poder. Se sabe que es una práctica característica de la religión católica apostólica romana, o que su utilización en todo tipo de guerras, persecuciones políticas y/o sociales es algo habitual o directamente prescripto y obligatorio. Que un reality show, con el trasfondo supuestamente sabido del Gran Hermano, consagre la permanente imagen como algo que debe mostrarse para saber acerca de lo patético de cada quien; que las redes sociales sean un circuito que ha estimulado la palabra desde “lo más propio de cada uno”; que los teléfonos celulares formen parte de lo más íntimo y que esto sea garantizado por una empresa a la que le interesa que “mantengamos la portabilidad” del número… En fin, todo eso permite decir algo de lo confesional y cómo se articula con lo religioso y mercantil de esta época, en este lugar del mundo. Ahora bien, la cuestión de las confesiones también puede plantearse desde la disciplina en la que trabajo, la práctica del psicoanálisis, y en este caso hacer un contrapunto con un texto de Foucault. Michel Foucault, en su primer tomo de Historia de la sexualidad, y Jacques Lacan en el reportaje que se transcribe en El triunfo de la religión, pueden ser tomados en esas referencias para lo que nos interesa debatir. Foucault dice que las hipótesis por
las cuales existía una represión de lo sexual desde la época victoriana, o aun antes, se choca con lo que es en realidad una multiplicación de los discursos y las prácticas sobre la sexualidad. Allí tenemos cómo lo dice claramente: que la pastoral cristiana ha inscripto como deber fundamental llevar todo lo tocante al sexo al molino sin fin de la palabra. Es su análisis el que plantea cómo la Iglesia y otros poderes han generado mediante el dispositivo de la confesión una forma de disciplinar y controlar a la sociedad, que inclusive lleva a que la medicina tome ese relevo y lo reproduzca en otras formas. Todo eso posibilita la bio-política, una manera de ejercer poder con un control que obtiene una especie de servidumbre voluntaria. La crítica foucaultiana ataca a cierto psicoanálisis que busca la confesión para llevar todo lo subversivo que tiene la sexualidad y sus síntomas al redil de la familia: “Padres, no temáis llevar a vuestros hijos al análisis, en él aprenderán que, de todos modos, es a vosotros a quienes aman”. Esta burla tan certera para el psicoanálisis conservador lo ubica como la dirección de conciencias, que las reglas de la alianza necesitan relanzar con un nuevo deseo. Lacan, el psicoanalista que retornó, enseñó y reinventó
a Freud, en un reportaje frente a la afirmación del periodista –Cuando uno va al psicoanalista, también se confiesa–, contesta: –¡De ninguna manera! No tiene nada que ver. En el análisis, se empieza por explicar a la gente que no están allí para confesarse. Este es el principio de nuestro arte. Están allí para decir cualquier cosa. Allí destaca cómo la religión apaciguará dando sentido siempre que la tecno-ciencia traiga perturbaciones a los ideales sociales. En contrapunto, el psicoanálisis será un síntoma. Habrá que descubrir de qué. En cada lugar, en cada sesión, sin amos a los cuales confesarse, alguien acude a un analista que no lo gobernará, no lo educará, sino que le propiciará una experiencia diferente: analizarse por un síntoma que se repite y lo divide, al encuentro de una respuesta inédita.
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Confesionarios improvisados Texto: Agustín Dellepiane / Imagen: Lucila Valentini no le piden desde que esos labios besan a sus hijos. Además, a veces hacen catarsis: cuentan los problemas del trabajo, problemas con los socios, que en vez de decirle todo eso a ellos se enojan conmigo. No me pegan sino que descargan esa bronca hablando. Me dice: “Mi socio me re caga. No sabe hacer nada y se lleva la misma plata”. Le digo: “Eso te pasa porque sos buena persona”. Y él concluye: “Sí, yo soy bueno”. En general, les doy música para sus oídos.
“Las trabajadoras sexuales no somos como los taxistas o las depiladoras. Tenemos códigos. No hablamos de nuestra vida privada.” AD: ¿Hay algún otro tipo de confesión?
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o se sabe bien por qué, si es que los confesionarios más “institucionalizados” donde usualmente atienden los curas, los psicólogos, los psiquiatras, los abogados, no alcanzan, perdieron legitimidad o simplemente no funcionan para todos. Lo cierto es que, hoy en día (o quizás siempre), en el lugar menos pensado alguien arma un confesionario improvisado. Así, peluqueras, depiladoras, taxistas, deben recibir una confesión que pide a gritos salir de la boca de sus clientes, y con ella también absorben su poderosa carga afectiva. Para realizar esta nota recurrí a un terreno poco explorado y en el que se ve con mayor crudeza la
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relación Consumidor - Prestador de Servicio, que pareciera ser el cimiento donde se sostienen estos confesionarios. Aquí, la entrevista a una trabajadora sexual, más conocida popularmente como prostituta, que pertenece a AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina). AD: ¿Qué tipo de confesiones te hacen tus clientes? TS: Los hombres me cuentan sus intimidades. Sus gustos sexuales, la calentura con la secretaria. Me hablan de cosas que con sus mujeres no harían: los juguetes, el cambio de roles o un simple pete que
TS: Si, por ejemplo: una noche un muchacho de unos treinta y pico de años me levantó en la esquina y me llevó al hotel. Yo sabía que quería hablar y no otra cosa porque no quiso que me desvistiese. Entonces, me largó que se había peleado con su mujer y que se iban a separar y no paraba de hablar. El tipo buscaba la mirada de una mujer. Así que le pregunté si la quería. Él me contestó que sí. Y yo le recomendé que la invitase a tomar algo porque a veces en la casa es difícil hablar, más ellos que tenían hijos. Una salida, por ahí, les posibilitaba escucharse. Si la mujer le gritaba quizás era porque le quería decir algo. Varios meses después me levantó la misma camioneta. Yo no sabía que era él porque me
encuentro a mucha gente por día. La cuestión es que, arriba de su camioneta, me ofreció la misma plata que la otra vez (era bastante) y me dio las gracias porque yo lo ayudé a salvar su matrimonio. Y se fue. AD: ¿Por qué pensás que pueden hacerte esas confesiones? TS: Creo que piensan que como nosotras somos “pecadoras” no los podemos juzgar. Por eso, nos cuentan cosas que a sus mujeres o amigos no les contarían. AD: ¿Qué hacés cuando recibís esas confesiones? TS: Intento que entre por un oído y salga por el otro. Pero a veces no podés y te quedás pensando todo el día en lo que te dijeron. En mi
caso, el problema es que soy muy bocona y perdí muchos negocios. En el 2003 un cliente que tenía hacía diez años (uno de los pocos con el que la pasaba bien) me dijo que iba a votar a Menem. Nos pusimos a discutir. Yo le decía que tenía que pensar en el país y no en su propio interés. Esa vez me dejó en mi casa y nunca más lo volví a ver. Otro cliente, una noche llegó vestido como un pendejo cuando siempre venía de traje y maletín. Me confesó que estaba saliendo con una mina de 20 años. Quise saber cómo era eso de que tenía a su mujer, ahora una novia y además me veía a mí dos veces por semana. Dijo que se estaba por separar porque la mina era amiga de su mujer y se lo veía furioso porque sus hijas se habían enojado con él. Yo le dije: “con toda la razón del mundo”. No esperaba
T a x i s t a s : (+) Es ideal para los más tímidos, ya que es más fácil ahorrarse la mirada del otro. Este confesionario permite que se pueda evitar la charla cara a cara. La mirada por el espejito es un obstáculo menos complejo de evitar. (-) Es más difícil llegar a la conversación íntima. Es común que ésta se dirija a los problemas políticos, sociales y económicos. Salvo que se haga un viaje más o menos extenso y pueda generarse el clima adecuado para expresarse. Otro problema a tener en cuenta es que el tráfico no ayuda para la relajación necesaria que es imprescindible en toda confesión. En estos casos, una solución posible sería pedirle al conductor que tome calles menos transitadas.
P e l u q u e r o / a : (+) En general, son personas con una larga experiencia en confesiones e intentan ser sinceros en sus respuestas. (-) Muchas veces puede ocurrir que no se encuentre una intimidad adecuada para hacer la confesión, ya que es muy probable que haya gente en la sala de espera escuchando. Esto no sería un problema para los que disfrutan de disponer de varias personas oyendo lo que tienen para decir.
D e p i l a d o r a : (+) Hay un clima de intimidad adecuado para hablar de las cosas que no se pueden hablar en otros lugares. (-) Ocurrió, en muchos casos, que la que quiso confesarse fue la depiladora antes que la clienta. La mejor decisión fue no emitir opinión o expresar una opinión neutra. Ya que no fue excepcional que se produjeran ciertos “accidentes” (como la aplicación de cera caliente o el retiro brusco de la misma) cuando las clientas dieron una opinión sincera.
que una prostituta de la calle le saliera con eso. Pero yo antes de ser trabajadora sexual soy mujer y me repugnaba lo que estaba haciendo. La engañaba con alguien que entraba a su casa y encima esperaba que sus hijas estuviesen felices. Nunca más lo volví a ver. AD: ¿Ustedes se confiesan con sus clientes? TS: No somos como los taxistas o las depiladoras. Tenemos códigos. No hablamos de nuestra vida privada. Los clientes vienen a relajarse, no da para contarle pálidas. Sólo respondemos: nuestra edad, de dónde somos, y si tenemos hijos. Luego de obtener elementos para pensar algunas de las particularidades de las confesiones y las trabajadoras sexuales, decidí meterme en el terreno del Consumidor. Pero no del Consumidor de trabajadoras sexuales sino de otros Consumidores (sepan que en este tipo de investigaciones las decisiones se toman por capricho). Así que reuní a varios supuestos colaboradores (amigos, allegados, colegas, etc.) y les pedí algo. Mi propuesta fue que, cuando consumieran alguno de los siguientes servicios (taxi, depilación, peluquería), realizaran una confesión y luego respondieran una mini encuesta sobre la experiencia, sin que los prestadores de esos servicios supieran lo que ellos estaban haciendo. Algo así como lo que en la investigación nocasera se llama Mystery Shopper. Calculo, entonces, que debemos haber abarcado unos 34 taxistas, 23 peluqueros/as y 18 depiladoras. En el recuadro de al lado, un análisis de los datos obtenidos, que les voy a presentar traducido en aspectos positivos y negativos de estos confesionarios improvisados.
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N O T A
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T A P A
¿Por qué te animás en público, si en casa nunca dijiste nada? U
n estudio de radio. Chicas tan rubias que encandilan, una mesa grande, micrófonos, y un chico tan nervioso que está amarillo. –Ma. Hola, soy yo, ma. –Si querido, ¿cómo estás? –Ma, estoy en la radio. Estamos saliendo al aire, te llamo para decirte algo. –Ah bueno… ¿en la radio estás? –Si ma, escuchame. Quiero decirte… quiero que sepas que soy gay, mamá. –… No sólo era en la radio; era la radio, exhibida dentro de un episodio de reality de TV. Las cámaras de la tele capturando cada detalle desde el estudio del programa FM. Hay dos reacciones instantáneas muy populares ante una escena como ésta. La primera, de antaño, de rulero: “Pobre flaco”. La identificación todo lo puede. El chico está sufriendo, ¿no ves cómo transpira? La segunda reacción probable, quizá más masculina, es la indignadísima: “Está todo arreglado”. Como otrora los partidos de fútbol, las elecciones políticas o los concursos de belleza, hoy los realities despiertan un clamor de garantía realista entre los espectadores. Sin embargo, entre la empatía y la sospecha de fraude, hay una pregunta que se impone. Si es tan brava la escena de la confesión… si tanto pavor produce la sola idea de exponer un profundo secreto ante tus seres queridos… ¿cómo parece ser la mejor opción confesarse ante miles y millones de anónimos, en un medio capaz de grabar y reproducir el momento del terror una, y otra, y otra vez?
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Texto: Natalia Kiako / Imagen: Fernando Halcón Pensemos en Moria, en Oprah, en “Cuestión de Peso”, en Luisa Delfino y en Rampolla, la sexóloga. Hay una atracción profunda, casi como un vértigo; un furor que provoca a enormes cantidades de personas a participar, a esperar su turno para confesarse masivamente “en vivo y en directo”. Uno sospecha que es el aroma del maquillaje y el brillo de las luces lo que atrae a los confesantes. Quizá el escenario es tan magnético que ellos, ávidos, ofrecen en sacrificio lo más valioso –sus secretos– para ganarse su ingreso al cielo, donde todo es más lindo, más glamoroso.
“¿Cómo parece ser la mejor opción confesarse ante miles y millones de anónimos, en un medio capaz de grabar y reproducir el momento del terror una, y otra, y otra vez?” Hasta la vida de uno es más interesante, con esa pátina de color que da la cámara. Y además, la confirmación de que los acontecimientos de la propia historia son relevantes, no sólo para uno: para la audiencia, para miles de desconocidos… más aún, para Moria. El ingreso al cielo de la masividad se paga con la misma moneda: la confesión. Una moneda que, claro,
tiene valor de cambio en el mercado donde se encuentran voyeuristas y exhibicionistas. Y quiénes mejor que ellos para gozar con la mediatización y la masividad de la confesión: el voyeur, mirón a sus anchas, con la plena seguridad de su anonimato, desde la total comodidad de su remoto hogar. El exhibicionista, en la cúspide del “mirame y no me toques”, con más ojos sobre él de los que nunca podría imaginar, y como frutilla del helado: la seguridad de la repetición infinita de su estrellato, en miles de hogares, en miles de medios, grabaciones, reversiones, republicaciones. Pareciera que, en este contexto, el valor de una confesión lo define el nivel de su consumo. Cuanto más rating, cuanto más reconocido el programa que lo emite, cuantos más “me gusta” en Facebook o comments en un blog se obtengan, más alto cotiza la historia personal, y por ende, uno empieza a sospechar, la persona misma. Ahí es donde reality y ficción se juntan y colapsan, chocan y se confunden. ¿Qué sucede con la confesión privada en los medios? ¿Se vuelve más real, o más fantástica? ¿Y el confesante? –Ma, me escuchaste? –… –Te dije que soy gay. –… Si hijo, te escuché… un poco ya lo sabía.
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T A P A
Confesionario,
Historia de mi vida privada Cecilia Szperling
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unque parezca raro, soy una persona zen y anti-ego. Padezco vergüenza propia y ajena. Odio a los chismosos y me retuerzo por dentro frente a la gente que es mala y comenta. La Confesión es definitivamente otra cosa, ni Demasiado Ego –la Confesión requiere mucha generosidad– ni contar sobre los demás –la Confesión exige hablar de uno y, al poner tan al frente la primera persona queda claro que todo lo que se diga está sesgado por nuestra subjetividad–. O sea, se cuenta cómo vivimos los hechos, no necesariamente cómo fueron. Cuando arranqué el ciclo “Confesionario, Historia de mi vida privada”, en 1998, muchos escritores no
quisieron venir con el gastado argumento “Si mi vida fuese interesante no sería escritor”, y en términos intelectuales era bastante mal vista la propuesta. También el otro ciclo que empecé al mismo tiempo, lecturas más música, era caratulado de populista y anti-intelectual. En fin, 10 años más tarde –con el ciclo en el CCRRojas, dos libros por Eudeba, dos temporadas en Canal Ciudad Abierta y una año de Confesionario Radio en RadioUba–, veo cómo la tendencia literaria fue en esa dirección y los mismos que me denostaban hoy se copan. Para mi suerte, una de las tantas ideas que uno tiene y quedan en la nada fue creciendo y desarrollándose.
Si me preguntan si la Confesión es un bien de consumo, digo que no tengo la menor idea. En Roma hay más confesionarios que días tiene el año, y en Buenos Aires lo mismo en analistas (según Freud tarde o temprano todos queremos contar nuestro Secreto; a más perturbador más fuerte el deseo). Proust se encerró a escribir y contar lo que le había pasado, cómo había vivido la cotidianidad de sus días. En general creo que todos queremos contar nuestros dolores, mostrar nuestras heridas, nuestras estrategias de supervivencia, nuestras fantasías cuando pesan más que la realidad.
gún día– poder dirigir en teatro off a Moria Casán (siete años más tarde lo logró) y una escritora consagrada se anima a dejar de lado de una vez y para siempre el Ulises de Joyce. Las mejores confesiones tal vez vinieron de dramaturgos: uno confesó el modo en que malgastó una beca de varios meses en Alemania, quedándose encerrado en el departamento de Berlín jugando “a un jueguito de la compu”; y otra declaró su enamoramiento por Carlos Bilardo (al describir su belleza, parecía sincera, no había ironías en su amor). La sección “Yo Confieso” fue publicada en la revista Lamujerdemivida durante varios años, muchos. Centenares de confesiones, de vergüenzas privadas, gustos y disgustos
incómodos referidos a consumos culturales. Hasta que nos cansamos. Algunos pretendieron ser políticamente incorrectos, pero luego la mayoría prefirió confesar aquello oculto de lo que en realidad se enorgullecía, del estilo: en la intimidad escucho a Gilda. O me aburro con el cine iraní. Y sí, quién no. Las verdaderas confesiones –las que nos interesan porque nos transforman– son las que nos dan vuelta y muestran reveses y pequeñas miserias. Reconocer con honestidad que adoramos lo desclasado y fuera de moda o que bostezamos con algún consagrado suma al gesto que busca discutir lo dado, barajar las cartas de siempre y dar de nuevo.
Confesaron Amalia Sanz
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na actriz de moda confiesa que odia a Björk, un músico de culto describe cómo se fascina con Eros Ramazzotti, un escritor que adora la polémica siempre a mano critica con vehemencia a Noam Chomsky y defiende a un cantautor casi indefendible: Dyango. Un cantante “del momento” construye la oda a la cumbia berreta, un músico ultra cool reconoce que llora con las películas rosas –especialmente con todas las de Hugh Grant–, una escritora confiesa que se autogooglea (en la época en la que autogooglearse era material de confesión) y una periodista siempre inteligente dispara un pecado nacional: nunca se rió con Alberto Olmedo. Un director de teatro entendió que era confesión declarar que ansiaba –al-
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En Casquivana también seguimos la moda. Inauguramos la sección El diario de , ayer: una suerte de boutique vintage es, ant de as con recortes, avisos y not que hoy caen en nuestras manos por azar… o no tanto. Al estilo de un resumen de medios, en este número ó abrimos con una publicidad que sali bre tiem sep II, en la revista Femira, año de 1969. Una sección que marca tendencia. Y a partir de acá… que la moda nos siga a nosotros.
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Texto: Marcelo Guerrieri / Imagen: Pablo Tambuscio
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espués de la cena, recordábamos con Claudio una anécdota de la escuela primaria, cuando Sabrina —su nueva novia— propuso un juego. Dijo que tratáramos de describir el primer recuerdo del que teníamos registro. Nunca había pensado en eso. Tampoco Claudio. Me extrañó que Laura, mi mujer —tan fanática de las regresiones y las vidas pasadas—, jamás se hubiera hecho esa pregunta. La novia de mi amigo estaba en ventaja. Soltó su primer recuerdo mientras los demás recién empezábamos a escarbar en la memoria. Primero habló de olores —a lavanda, a cáscara de naranja, a tierra mojada como cuando acaba de llover—, y siguió diciendo: en casa de mis viejos, en el patio, hay una sábana bordó tendida de la soga; mi abuelo me alza del piso; juntos atravesamos la sábana; si cierro los ojos, puedo sentir hasta la tela que me toca la cara, una caricia como dedos de bebé, pero también una sensación de terror total, como si del otro lado de la sábana nos esperara algo terrible: un monstruo, un dolor tremendo, un accidente; ahí termina el recuerdo; de golpe; no debo tener más de tres años porque mi abuelo murió el día de mi cuarto cumpleaños. Hubo un silencio largo, interrumpido por Laura, que ahora decía que a ella le costaba pensar en su primer recuerdo. Aunque había una imagen que a veces le venía cuando pensaba en la casa de su infancia: es un suelo de baldosas grises con manchas negras, siento el frío en el pecho, como si me estuviera arrastrando por el piso; hay un auto de juguete de plástico rojo; muevo la mano para agarrarlo pero no llego porque algo me levanta en el aire, no sé quién es, capaz mi mamá, no sé, la sensación es que
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voy subiendo y tengo unas ganas tremendas de agarrar ese auto rojo que se ve cada vez más lejos en el piso; debe ser mi primer recuerdo porque mi mamá dice que ese auto se perdió en la mudanza, a mis tres años; no tengo más recuerdos de esa casa. Yo estoy corriendo, feliz y a los gritos, dice Claudio, y de pronto es como si de la nada me pegaran golpes en los labios, después un montón de
parramado sobre la mesa, las manos no son mis manos, son manos de hombre grande, las palmas golpean, cierro los ojos, cuando los abro toda la pieza está roja, como si viera todo a través de un vidrio: el reloj, las manos sobre la mesa, todo igual que antes pero en un rojo apagado, casi marrón. Cuando terminé de hablar sentí como si me hubiera sacado de encima un peso enorme. Sonreía sin motivo y festejaba todos los comentarios como si fueran geniales. Después del postre —Claudio y mi mujer charlaban en el living—, nos cruzamos con Sabrina en el pasillo. Me miró fijamente, callada. De pronto se me vino encima y me abrazó. La aparté, más que nada por la sorpresa, pero enseguida nos besamos. Entonces sentí una puntada en la lengua y apenas pude aguantar el grito. Me pasé el revés de la mano por la boca. Sangraba. Es lo último que recuerdo en casa de Claudio. Lo siguiente me viene en flashes. Estamos los cuatro en una disco. Las luces me pegan como fogonazos. No me molestan. Me empujan a seguir bailando. Sabrina, ensimismada en su propio baile, agita los brazos. Yo bailo frente a mi esposa que tiene la mirada fija en el piso. Claudio hace piruetas; el traje gris desabrochado, la corbata amarilla rebotando contra la camisa negra. Cruzo la pista abriéndome paso entre la gente —un gordo con esmoquin, dos gemelas platinadas, un petiso de lentes oscuros y peinado afro—; llego a un pasillo con alfombra: la música se oye lejos, apagada, como abajo del agua; avanzo por el pasillo angosto, las paredes son de piedra esculpida: hay rectán-
“Cuando llegó mi turno empecé a hablar sin pensarlo. Nunca había tenido registro de ese recuerdo que ahora contaba con lujo de detalles.” sangre en la boca, mi vieja que me alza en brazos y un pasillo muy oscuro, un caballito de madera en un costado, después el agua en la boca y los hilitos de sangre en la pileta de loza blanca de un baño mugriento; era en un local de entretenimientos en la costa, cuando tenía cuatro años; dice mi vieja que me reventé el labio contra los mangos de un metegol. Cuando llegó mi turno empecé a hablar sin pensarlo. Nunca había tenido registro de ese recuerdo que ahora contaba con lujo de detalles: una botella de vidrio verde, un reloj cucú marca la hora, el pajarito se calla de pronto, dos manos golpean sobre una mesa de madera, hay un líquido des-
gulos, después rombos, después serpientes trenzadas en círculos. Al final del pasillo se abre la puerta del baño y sale Sabrina, arreglándose el pelo. Pasa a mi costado. Entro al baño. La luz no funciona. Orino en la oscuridad, adivinando el lugar del inodoro. En una esquina del piso, una luz roja se prende y se apaga. Después estamos en el auto de Claudio. Laura se acurruca sobre mi hombro. Sabrina llora en el asiento del copiloto, dobla-
da sobre las rodillas. Claudio maneja y silba. Después estamos en un parque, echados boca arriba, los faroles iluminan las gotas de rocío sobre el pasto, parecen piedritas de vidrio que titilan, siento manos que me acarician el pelo, cierro los ojos, Sabrina y Laura trenzadas sobre el cielo verde, a los arañazos, después estoy de pie, Claudio a mi costado, me apoya una mano en el hombro. Después estamos con Laura, sentados sobre las
baldosas del puerto, al costado del río; me pasa una mano por la frente apartando un mechón de pelo: el agua brilla alrededor de Sabrina, la tela blanca de su pollera y el pelo largo ondulando sobre el agua. Claudio nada hacia ella, la corbata amarilla flotando detrás de la nuca. Mi mujer me agarra de la mano. Corremos por la explanada más allá del puente y salimos a la avenida. Entonces me paro en seco, aturdido por los focos de la calle. Llegamos a casa. Laura me ofrece un té. Acepto y me tiro en la cama. Al instante estoy dormido. No recuerdo haber soñado. Cuando abro los ojos ya es de día. Me duele la cabeza, la lengua y el brazo. Laura no está en su lado de la cama y no ha dormido allí porque la almohada está cubierta y la frazada extendida, sin una arruga. Sobre la cama descansa el traje de terciopelo. No era de Laura: nunca se lo había visto, ni puesto ni en su guardarropa. La llamé desde la cama. La busqué por toda la casa. Volví a la habitación. Parado frente a la cama, me quedé observando el traje: brillante en su color rojo, casi marrón, extravagante sin ser ridículo, con tres botones de madera.
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N A R R A T i V A
Una bolsita de tela brillosa Texto: Gabriela Rivas / Imagen: Romina Lardiés
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acés que rezás, como hiciste muchas otras veces. Cada vez que mamá te dejaba en la parroquia porque se iba a hacer a otro lado quién sabe qué. El último día del niño, por ejemplo, con papá de viaje ella dijo que tenía que hacer y te dejó ahí a pasar la tarde con los chicos de la iglesia. Llegaste primera y te quedaste en el patio a esperar a los demás. Eran menos de veinte y los hicieron sentar en la alfombra de la salita donde en la semana todos -menos vos- aprendían catequesis. Había cruces y dibujos de Dios y angelitos por todas partes. Jugaron al dominó, a las cartas y dibujaron con crayones; después tomaron la
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merienda -chocolatada con budín de naranja- y les repartieron regalos. A vos te tocó un oso de peluche celeste que se notaba lo habían pasado por el lavarropas y le habían cosido una oreja. Lo abrazaste y te lo llevaste a la nariz: el olor a ropa recién lavada. A los demás también les tocaron juguetes usados, tal vez porque los papás no podían comprar nuevos, así que agarraste el oso y lo guardaste rápido en tu mochila. Después había que agradecer y rezar. “Padre nuestro que estás en los cielos”, hasta ahí lo hiciste bien, y después abriste y cerraste la boca al ritmo de los demás. Bajaste del auto de papá y ellas
estaban ahí, de blanco, las gemelas María Concepción y María Eugenia de blanco y con coronas de flores blancas en la cabeza, el pelo tirante con media colita, los vestidos con volados, la cruz colgada del cuello y una bolsita de tela blanca brillosa. Vos estabas así nomás, con la pollera azul y la remera de Tom y Jerry. Las saludaste con la mano para que ellas se apartaran del grupo blanco y te saludaran. Concepción, que de las dos es la más amiga tuya, te abrazó, preguntó qué te parecía el vestido que le había hecho su tía costurera y te contó que en la noche no había podido dormir de la emoción: iba a comulgar por primera vez. Vos la
miraste. Ni siquiera sabés qué es eso, si ni sabés por qué no estás de blanco. Bien que quisieras estar de blanco como todas. La maestra de catequesis llamó a Concepción a la fila, y Concepción se fue. Entraste a la capilla y te sentaste en uno de esos bancos de madera alargados.
“… el pelo tirante con media colita, los vestidos con volados, la cruz colgada del cuello y una bolsita de tela blanca brillosa. Vos estabas así nomás, con la pollera azul y la remera de Tom y Jerry.” Después del “amén” rezás por dentro para que ésta sea la última cosa que todos saben y vos no. Las chicas de blanco hacen una fila para recibir la hostia, las manos juntas que sostienen el rosario. Después, en la vereda, Concepción saca de su bolsa brillosa una estampita “bendecida” y te la regala. Las chicas de blanco intercambian estampitas como figuritas de un álbum. Concepción te pide que la acompañes, dice que antes de la fiesta va a recorrer el barrio para repartir estampitas a los vecinos. A todos les dice lo mismo: hoy tomé mi primera comunión. Les da una estampita y los grandes le dan plata. Pensás entonces que la bolsa brillosa era para eso, para llenarse de plata a cambio de esas tarjetas. Después de la vez que murió tu gato Pepino éste debe ser el día más triste de tu vida: todas vestidas de princesa, todas cantan poesías que no sabés, y además ahora ganan plata como los grandes. Vos quisieras creer en Dios. Un día le preguntaste a tu mamá por qué no te mandaba a catequesis y ella dijo que ésas eran
pavadas para engañar a la gente, que no creas, que cuando fueras más grande ibas a entender, que ibas a estar orgullosa de no ser católica ni nada. Pero no es así, es una vergüenza ser la única de tu edad que no festeja la comunión. Vos querías creer en Dios y ahora ya está, ya te lo perdiste. La torta es un cuadrado enorme blanco con una cruz en el medio que hace luces. La hizo la tía repostera de María Concepción y María Eugenia, que tienen tías para todo y eso te hace pensar que la tuya es una inútil. Concepción deja la bolsa brillosa en su cuarto, se saca la corona de flores y se suelta el pelo. Después en el patio comen masitas secas y papas fritas, toman Coca-Cola y bailan. Más tarde las chicas de blanco ponen un casete de canciones religiosas que todas saben y que son una porquería. Decís que vas al baño y te metés en la casa. Vas al cuarto de Concepción. Te sentás frente al mueble con espejo, donde ella dejó la corona de flores, que agarrás y te ponés en la cabeza, y la bolsa de tela, que te colgás del hombro. Me queda bien, pensás, me queda. Juntás tus manos como en rezo, en la misma pose que tenía Concepción hace un rato mientras le sacaban millones de fotos. Decís amén. Escuchás el timbre y la mamá de las chicas te llama porque tu papá ya está en la puerta, ya te vino a buscar. Antes de dejar la bolsa, la abrís y mirás el dinero y te imaginás que si fueses católica no podrías robar, porque te mandarían al infierno. Te despedís de María Concepción, de María Eugenia y de la mamá. Te llevás un souvenir envuelto en una bolsita de la misma tela que la de las estampitas. Subís al auto de papá y agitás la mano para saludar. Papá arranca. A solas en tu cuarto, abrís la bolsita y sacás el souvenir: un angelito de cerámica al que le cuelga un cartoncito que dice, en letras doradas, “Recuerdo de mi Primera Comunión”, el nombre de las gemelas y la fecha de hoy. Dejás el angelito en la repisa, al lado del oso celeste
del día del niño. Sacás del bolsillo de tu pollera la plata que estaba en la bolsita de Concepción y la guardás en la bolsa nueva. Yo quiero que Dios también me proteja, les decís a los dos muñecos antes de arrodillarte y hacer como que rezás.
casadepapel EDICIONES DE BAJA TIRADA
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N A R R A T i V A
Texto: Daniela Osuna / Imagen: Daniela Sanín Ángel
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arece ser la madrugada más fría del año, todavía está oscuro. Marta abre los ojos y se queda un rato inmóvil. Primero saca una mano y tantea en busca del gorro. Una vez que se lo hubo calzado, se envuelve en el poncho y se anima a dejar el catre. Éste es su momento favorito del día, cuando todos los demás todavía no se han despertado. Casi de memoria, encuentra las alpargatas, y mientras da unos saltitos para entrar en calor, atiza el rescoldo de la cocina intentando rescatar unas brasas para hacer el mate cocido. No lo logra esta vez, las brasas ya estaban muriendo; respira profundo y sale al patio a buscar un poco de leña. No puede evitar sonreír cuando ve los cachorritos durmiendo apilados sobre la perra, se aguanta las ganas de acariciarlos, sabe que si se despiertan, van a empezar a ladrar y aun no ha preparado nada. Da un rodeo por el patio mirando cuidadosamente dónde pisa, pasa por el costado del corral para ir al baño, aprovecha a llenar un balde con agua y lo deja a un costado para llevarlo de vuelta a la casa. Cuando está a punto de juntar unas ramas secas, se da cuenta de que todavía no ha mirado el cielo. Se ha prometido mirarlo todas las mañanas, es su secreto. El secreto mejor guardado en sus 13 años. Levanta la vista y todo a su alrededor pierde dimensión, se desdibuja, la hace sentirse parte del universo. Así de fuerte es su necesidad de que haya algo distinto, más allá de la realidad de las montañas. Se sobresalta con el llanto de uno de los cachorros, baja la cabeza y se acerca a ver qué pasa. Dante con cara de sueño juega con el perro. Casi a punto de retarlo, lo piensa mejor y se acerca a su hermano.
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-¿Qué hacés tan desabrigado?- le dice- . Mirá que sos bravo, ¿eh? tan temprano y ya en patas, después querés que te ande defendiendo del papi. Dante la mira y se encoge de hombros, pero no con fastidio, nunca con fastidio para con su hermana mayor. Ella le sonríe y le revuelve el pelo con cariño, Dante no habla mucho y siempre anda con un gesto de rebeldía en la boca. Tal vez por eso y por la facilidad que tiene de meterse en líos, es su preferido.
“…es bastante pequeño para sus once años, camina con el cuerpo erguido, en una postura desafiante. No le teme a casi nada, excepto a que ella se enoje con él.” Marta no tiene palabras para explicar que entiende el gesto de su hermano, si las tuviera, intentaría contarle de sus estrellas, entonces hace lo que puede, lo que le sale, lo de siempre. -Dale, agarrá el balde y ayudame con la cocina, ya se están por despertar, y abrigate, sabés que no me gusta que andés descalzo en la oscuridad. Lo observa mientras se aleja, es bastante pequeño para sus once años, camina con el cuerpo erguido, en una postura desafiante. No le teme a casi nada, excepto a que ella se enoje con él. Cuando ella todavía iba a la escuela, hace dos años, él se quedaba a
acompañarla en todos los recreos, sin importarle lo que pensaran los otros chicos. En esa época, el mejor momento del día eran esos 3 Km. que los separaban del pueblo. Sólo ellos dos al volver a casa. Luego todo cambió, su mamá se fue a la capital. Por un tiempo –dijo-, que el doctor que la podía curar solo estaba en la capital, que cuando vuelva le iba a traer un vestido bonito de regalo, que se porte bien y cuide a sus hermanos -dijo. A veces se pregunta si Dante la recuerda, cuando ella la nombra, él lo único que hace es encogerse de hombros y mirar para otro lado. Cómo le gustaría poder hablar de su mamá con él, a veces se desespera cuando tiene que hacer un esfuerzo por recordar su cara, siente que se le escapa, que solo existió para ella. Se apura en llevar la leña adentro, en un rato se van a despertar sus otros hermanos y quiere tener el mate cocido listo. Logra hacer unas buenas brasas, estira la masa que dejó preparada la noche anterior, prepara las tortillas y las pone sobre la ceniza caliente, cubriéndolas. Cuando tenga el mate cocido listo, las tortillas van a estar para comer. Siente los primeros pasos de su papá que sin saludarla pasa directamente al patio. Lo escucha protestar por el frío, lo escucha orinar al lado de la puerta y lo odia de nuevo por esto, odia que deje ese olor penetrante en la entrada de la casa, odia que no se moleste en llegar al baño en el fondo. Oye que su padre vuelve a entrar, lo mira por un instante y lo que ve en sus ojos le basta para darle la espalda y concentrarse en dar vuelta las tortillas. Él se acerca y la abraza por detrás, no como un padre. Trata de zafarse y
seguir con las tortillas, no se anima a gritar, no quiere que sus hermanos se despierten. -Ya es tarde papá – murmura- Dante está afuera. Su padre la mira y sin decir nada, tranca la puerta por dentro. Cuando se le acerca ella intenta protestar, pero en ese momento Dante empieza a golpear la puerta y a gritar que le abran. Ella ve que su padre mira el cinturón colgado de un clavo al lado de la puerta, se queda quieta, cierra los ojos y se abandona. Cuando todo termina corre a dar vuelta las tortillas ya quemadas. Sabe que su padre no va a hablar de esto, así como tampoco habla de su mamá. Es una más de las tantas cosas que se impusieron en su vida
desde que su mamá se fue. Le abre la puerta a su hermano, no lo mira a los ojos. De alguna manera se siente culpable, se siente incapaz de dar una explicación. -Dale- le dice - levantá a los nenes así salen para la escuela Dante la mira con los ojos llenos de rabia. -Lo voy a matar, voy a traer un cuchillo y lo voy a matar. Marta entonces lo ve dispuesto a todo. -No seas bobo, ¿quién va a ir a llevarte comida a la cárcel?- bromea – Con ese cuerpucho no podes matar a nadie. Más vale ayudame que es tarde. Pero Marta sabe que Dante no miente, que realmente es capaz de buscar un cuchillo y matar a su pa-
dre. Que cada día está más convencido de que ésa es la solución. Al fin salen sus hermanos para la escuela y su padre se va al campo, Marta empieza con la tarea de siempre. Se le va el día en atender los animales, la quinta, preparar la cena, en hilar las mantas que luego Dante vende en el pueblo. Hace todo mecánicamente, tan absorta está en tratar de decidir lo mejor para su hermano. Sabe que él no la va a perdonar nunca, pero no se le ocurre otra cosa para protegerlo. Sus hermanos vuelven de la escuela ya cayendo la tarde, Marta apenas termina de calentar el guiso cuando su padre llega del campo. Lo ve pasar demasiado erguido y con la vista fija, señal que se dio una vuelta por el bar. Eso le da tranquilidad y la ayuda a decidirse, sabe que después de cenar se volverá a ir por lo menos por dos días. Luego de acostar a los tres más pequeños, Marta espera que su padre se vaya para despertar a Dante. -Vení Dante, acompañame al fondo que te quiero mostrar algo- le dice. Lo lleva detrás del corral, saca una bolsa y se la entrega. -Tomá, acá hay algo de ropa y la plata que vine juntando del hilado. Dante no entiende, no quiere agarrar la bolsa. -Agarrala Dante, te estoy pidiendo que te vayas. Ya estas grande, andate a la capital y buscala a mamá. -No, Marta, no quiero- protesta a punto de llorar- . No me eches, no te quiero dejar sola. Marta intenta un abrazo, que no llega. -Basta Dante, me cansé de cuidarte, no soy tu mamá, si me querés ayudar de verdad, andate, andate y no vuelvas. Yo demasiado tengo con los tres nenes. Se da vuelta y camina a la casa sin mirar atrás. Respira profundo, se arropa en el poncho. Prepara el agua en un balde para el mate cocido de mañana, y al entrar a la casa se da cuenta de que no miró las estrellas.
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T en g o vec i no
un q ue
Es fiestero Está loca
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Pablo Toledo
o loca que le reza a Dios para que salve tu alma, ni loca que vive el capítulo perdido de Rayuela en el que La Maga se muda a Barracas, ni loca que llena su casa de sexo mientras propaga la Revolución. Fue internada en un neuropsiquiátrico. Echó a sus padres ancianos de su propio departamento, en el que ahora vive sola porque su hermano no quiere lidiar con ella ni en la sucesión. Tiene siempre las persianas bajas y las luces apagadas. Prometió matar al portero, a la consorcista talibán del 1° A y a su hijo de doce años. Durante un mes hubo un policía de guardia en el palier, cuando la mujer a la que le alquilaba una pieza la denunció por amenazas. Muchos abogados están locos, muchos locos se creen abogados: ella es las dos cosas, loca y egresada de la facultad de derecho. Firma las cartas que tira por debajo de la puerta casi todos los meses con el nombre de su estudio, una palabra que en sánscrito significa el ciclo de la vida y la experiencia de la reencarnación. Dice que si alquiláramos el sótano seríamos ricos. Debe una fortuna en expensas. Escribe en mayúsculas, en frases incompletas. En la última reunión de consorcio había dos escribanos y un agente de la Federal: el agente por ella, los escribanos por peleas entre los demás vecinos, que también estarían locos si no fueran lo de siempre, necios y ventajeros. Cuando se paró recitando un artículo del código civil, la talibán del 1° A llamó a gritos al policía. Todo el año usa unas sandalias que dejan ver uñas mal pintadas. La cara consumida, el cuerpo consumido le cuelga flojo de los huesos. Su presencia intensa, cada gesto demasiado cerca, demasiado fuerte. Como si fuera a atacar, a contagiarte la locura con una mordida zombie en el pasillo: una noche de George A. Romero y nos convierte en un edificio de locos, y ella no más la intrusa, ella ahora la dueña de casa.
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Hernán Zaccaría
Tiene armas
Eddie Babenco
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iene muchas armas, y las disfruta. Cuando lo conocí le pregunté su número. Se arremangó la camisa, me miró fijo a los ojos y me mostró su antebrazo anabólico. Me tatué como los judíos –dijo. No sé si fue un chiste. En mi condición de judío no pude más que confundirme, acobardarme y callar; ser la vergüenza de todos mis ancestros. Cada tanto me lo encuentro en la vereda. Ayer me contó cómo se bajó del auto en el peaje de no sé dónde en Córdoba para pegarle a un señor que lo había encerrado y a sus dos hijos que lo acompañaban. Por suerte los hijos eran adultos. Le pregunté si no estaba con su mujer y sus dos nenas. Me dijo que sí, sí, como si fueran cosas que no tuvieran relación, y me contó los pormenores de cómo los fajó a los tres tipos él solo. Su mujer es rubia teñida, creo que tiene las tetas operadas y se depila raro las cejas. Por lo demás es una chica como cualquiera. Trabaja en un local de Cheeky y cuando nació mi hija nos regaló ropa súper tierna. Las nenas son geniales y divertidas, como si no supieran lo que está pasando en su casa. Nunca quise imaginar qué puede haber escondido en el placard del dormitorio. Discos de Piero y películas de Linklater seguro que no. También tiene un rifle de aire comprimido que usa en la terraza para bajar a algún gorrión/paloma/gato que entró en su radar sociópata. A veces lo veo tirando y ya ni me asusto. Mi tío que vivía muy cerca del CEAMSE en Ensenada decía siempre que uno se acostumbra a todo. A pesar de que el tipo me intimida no tengo miedo de que tenga todas esas armas ahí. Tal vez le tengo tanto miedo a él que lo de las armas es apenas un detalle menor. Sin embargo, el tipo, como unas veces me escuchó en la radio, me trata como si fuera un amigo de siempre. Medio como Aráoz, el vecino de Spregelburd, pero con un trasfondo de realismo un toque más hardcore. Es triste. Empapado en una cobardía que se huele desde lejos me siento un poco menos humillado cuando descubro que, en su demencia, él tiene mucho más miedo que yo. Creo que le voy a preguntar qué susto le tocó en la vida, qué lo puso en ese lugar. En realidad ni en pedo se lo pregunto.
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N O V E L A
El corazón de la manzana (tercera entrega)
Texto: Luci Porchietto / Imagen: Horacio Petre
Por si algún lector desprevenido –o mejor dicho, infiel– no viene siguiendo atentamente los devenires de esta sección, a no preocuparse: Casquivana los orienta. El corazón de la manzana es nuestro cóctel literario, mezcla de novela por entregas, cadáver exquisito y “chancho-va”. Funciona así: con la sola consigna de una ilustración, y del texto previo, el escritor de turno toma la palabra y despliega su capítulo para esta historia, avanzando algunos casilleros. Como vamos por la tercera entrega, no es tarde para recuperar
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i estuviera Magdalena, pensó, le pediría que fuera a comprarle un metro. Sin decirle, por supuesto, para qué. Si se animara volvería al pasillo para hablar con alguna de las vecinas. O con el encargado. El encargado. Le volvió la cara del tipo y entonces se dio cuenta de que había dado con la solución al pequeño problema en el que estaba metido. Abrió apenas la puerta, recuperó la llave, la puso del lado de adentro. Sin quitarse el saco, se apuró hasta la habitación, se sentó en la cama y levantó el tubo del teléfono. Se obstinaba por escuchar el sonido del otro lado. Nada. Silencio. El viejo bufó. No recordaba ni el número de su hijo. Ni siquiera sabía con quién quería hablar, pero necesitaba saber que el teléfono funcionaba. Estuvo un rato vigilando el silencio con obstinación, hasta que colgó el auricular mudo. No sonaba nada, ni siquiera el pip sostenido, una de las pocas cosas que no había cambiado desde su juventud. Eso y su terquedad que sólo se había acentuado. Se puso nervioso. Maldijo el momento en que empezó todo ese tema de la basura. De ir a buscar la bolsa equivocada, nomás para tener razón y contrarrestar la hostilidad de Magdalena. Ella parecía estar esperando el momento en el que él se empezara a perder, a ser uno de esos viejos horribles que se quedan tirados en
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el tiempo perdido y ponerse al día con las andanzas de Don Antonio. Se pueden leer los primeros capítulos de la novela haciendo clic acá. Y si ya sabés cómo seguirla, dale nomás. Para proponer la próxima entrega, escribinos a: info@casquivana.com.ar y le damos curso.
un rincón. Así le dijo lo de la basura. Era como si estuviera diciendo “está empezando a chochear. No importa lo inteligente que haya sido, no importa lo feliz o desgraciado que consiguió estar. Usted, un día, va a
piel si tuviera la entereza suficiente. ¿O es que acaso ya lo estaba haciendo? Con el papel enrollado en una de sus manos, caminó penosamente hasta el comedor para ver la hora. El reloj barato colgado en la pared lo inquietó: las agujas estaban fijas como los adornos inútiles de la repisa. Nada funcionaba en esa casa. Magdalena no llegaba, y él empezaba a necesitarla imperiosamente. Nunca es bueno estar desesperado. Quería un pantalón limpio. Que lo ayude a asearse también quería. Saber dónde estaban las toallas lavadas y los jabones. Que lo bañe. Hacía tiempo que ya había perdido la vergüenza. El viejo entregaba sus huesos vetustos y sus carnes fláccidas a las manos rudas y desamoradas de Magdalena: era como si lo tocara un hombre o, peor, era como si lo tocara una mujer desamorada. Volvió caminando con más soltura y se sentó al lado del teléfono sin soltar el rollo de papel. Temió estar enloqueciendo. ¿Estaba esperando, en verdad, la llegada de esa vieja huesuda y desalmada? ¿Tan poco valía él? ¿No podía salir y hablar con los vecinos? ¿Intentarlo, aún sabiendo que estaban todos muertos? ¿Qué había hecho durante toda su vida para terminar con un rollo de papel en una mano esperando la llegada
“Nada funcionaba en esa casa. Magdalena no llegaba, y él empezaba a necesitarla imperiosamente. Nunca es bueno estar desesperado.” empezar a decir estupideces, como todos esos viejos horribles que supo esquivar”. Todo eso decía Magdalena en tres palabras, todo eso lograba decir ella que era tan calladita. Nadie le había contado que la vejez era esto. La fatalidad la constituye (¿quién puede, en todo caso, decidir si quiere envejecer o no?) pero es verdad que nadie quiere a los viejos. Ni siquiera Magdalena que recibe, precisamente, dinero a cambio de propinarles un poco de atención. Pero los odia. El viejo no la culpa: él mismo se maltrataría, se laceraría su propia
de una asistente? Siempre lo había sospechado: no servía de nada envejecer. “Si lo puedo pensar, no enloquezco” repetía como si fuera un mantra. Así se fue calmando. Se tomó del apoyabrazos del asiento y pudo ponerse de pie. Volvió despacio hasta su habitación. Abrió el ropero y hurgó entre sus ropas. Se envalentonó: finalmente, podía solo. Tomó el primer pantalón que encontró. Lo llevó hasta sus narices con la intención de olerlo, pero no hubo caso: hacía tiempo que ni los olores ni el gusto de las comidas eran para él un asunto discernible. Supuso que estaban limpios entornando los ojos. Entonces, se sacó los viejos pantalones manchados de orín e incluso se avergonzó un poco al palpar la humedad de la entrepierna en la tela vacía del pantalón. Recién entonces, con la tela retorcida sobre su falda desnuda, llegó a tener verdadera conciencia de su estado. Pidió enloquecer para no sentir, pero sospechó que acaso la locura era, precisamente, sentir todo. De hecho, sintió miedo, pero hasta el miedo es insípido cuando uno es demasiado viejo. Intentó incorporase para poner-
se el pantalón, pero cayó de costado. El papel higiénico rodó desde el colchón de lana hasta el piso, y se detuvo en el marco de la puerta. El viejo se lo quedó mirando hasta que los ojos se le cerraron. Estaba muy cansado. Cuando sonó su celular, Magdalena venía caminando por la calle y apenas escuchaba el sonido horrible que su sobrino le había seteado sin ganas. No conocía el número del identificador de llamadas. Atendió intrigada. Dijo “Hola” unas cuantas veces sin tener respuesta hasta que, a lo lejos, sintió venir una voz deshilachada. —¿Tendrán de verdad setenta metros como dicen? Al escuchar la voz quedó parada en el medio de la vereda. Reconoció el titubeo mezquino del viejo y se persignó: el teléfono del departamento estaba cortado desde hacía meses. ¿Con qué fuerzas había caminado y hacia dónde?
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B L A S F E M A S
A lo que nunca me animé Martín Kohan
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o nunca me animo a nada. Nunca me animo y nunca me animé, a nada en absoluto. De todas las formas posibles de encarar la vida, la de animarse es desde siempre una de las que menos me ha interesado. Admiro en cambio a aquellos que desisten, a los que renuncian, a los que desertan; los admiro mucho más que a aquellos que meramente se animan. Mi sentido de lo heroico no se nutre de osadías; creo más, aunque tampoco esté a la altura, en un heroísmo de la indiferencia y el apartamiento. Yo no me animo, más bien me desanimo; ésa es mi circunstancia más habitual. Y es así como siguen su transcurso sin mí, perfectamente sin mí, el rifting y el aladeltismo, que nunca practiqué ni practicaré; el mondongo y el pulpo a la gallega y los manjares de otras latitudes del planeta, que nunca probé ni probaré; los caballos brillosos y tensos, que nunca monté ni montaré; las orgías surtidas y extensas, a las que nunca concurrí ni concurriré. ¿Por qué es, porque no me animo? ¿O, en verdad, porque no quiero? A mí esa distinción me importa y mucho. Porque nunca me convenció demasiado la conexión que puede establecerse entre desear y animarse. Tiendo a suponer, por el contrario, que el deseo cuando es auténtico se basta a sí mismo para dar impulso. No creo que necesite de esa ayuda suplementaria que consiste en animarse. Las cosas que yo he deseado, si bien son pocas y más bien discretas, las tuve o las hice sin valerme de otra cosa que la potencia de ese mismo deseo. Nunca tuve que animarme para hacer lo que quería. Y si había que animarse, si hacía falta animarse, yo siempre lo interpreté, y a mi juicio sin error, como una señal acabada de la insuficiencia de mi deseo, de que eso que estaba queriendo no lo estaba queriendo de verdad. No obstante, la otra noche estuve con tres o cuatro personas que fueron a un frente de guerra y volvieron para contarlo. A veces tengo la impresión de que hay algo en eso que me atrae: disparar desde un avión o con fuego de metralla o con mira telescópica. En resumen, poder matar, sin culpa ni contravención, a otra o a otras personas. ¿Lo deseo? A veces pienso que sí. ¿Y me animo? Casi siempre siento que no.
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Teorías cotidianas Manuel Crespo
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xiste un baile únicamente del novio. Describirlo no es para nada fácil, tal vez por eso todavía no se sabe mucho al respecto. A ver: el novio se pone de cuclillas, diríamos, sólo que con las rodillas bien separadas, para permitirle a la novia bailar entre ellas, y después extiende los brazos a la altura de la cintura de la susodicha, como encarcelándola por entero, arriba y abajo. Siguen dos variantes: o el novio da saltitos hacia uno de los flancos, augurando circunferencia, como cangrejeando a su flamante mujer, las manos dos tenazas encubiertas, o bien avanza recta y vigorosamente, con el torso apenas inclinado hacia atrás, siempre a los saltitos, estilo sapo partuzero, obligando a la novia a escapar de espaldas y casi aplastarse contra el círculo de maquillajes corridos y camisas engalanadas con ferné que aplauden como si fuera la primera vez que ven un espectáculo de ese calibre. Bueno, eso sería más o menos todo. Para qué la intención ensayística: el hombre simplemente hace el baile del novio una vez en su vida o tantas veces como decida casarse, esto último siempre y cuando al tipo todavía le quede autoestima para ser mirado mientras se vuelve a agachar, separa bien las rodillas, extiende los brazos otra vez. La escena no se repite en las bailantas, en fiestas de quince o de graduación o en los improvisados asaltos de provincia. Sólo en los casamientos y sólo el novio. Lo comprobé acá y también en algún otro país. Tengo entendido que no es algo exclusivo del casorio apostólico y romano, sino que también tiene lugar, con sus comprensibles matices, en bodas de otras creencias y también en bodas laicas. Ya hay demasiados documentales sobre víboras, tiburones y demás bicherío. El baile del novio bien puede no ser metáfora de nada, pero no me digan que no es extraño.
P O E S í A S
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iene que haber otra naturaleza en nosotros. La mesa de la cocina se pliega tanto que se hace asiento. Un asiento por si las dudas, por si viniera tanta gente a esta casa que las sillas no dieran abasto. Hace un tiempo que solo deseo cosas pequeñas, poca comida en el plato, grupos reducidos de personas, algún adorno chiquito de esos que caben en cualquier lado. El gato envejece mucho más rápido que yo. A mis veinte años el tenía dos meses, ahora yo voy por los treinta y tres y el es casi es un anciano con un soplo en el corazón. Tendría que haber otra naturaleza en todo.
Texto: Clara Muschietti Imagen: Melisa Castiblanco 31
P O E S í A S
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n hombre anda en bicicleta por un camino verde verdísimo Se lo ve tranquilo despejado pero en verdad si se lo mira bien hay una marca gruesa que le atraviesa la cara que le alcanza los ojos y le dibuja una extraña mueca en la boca Mientras recorre el camino de tierra la cabeza de su padre agujereada de balazos lo acompaña El hombre silba intentando ahuyentar espíritus en vuelo pero el padre o mejor, el cadáver del padre, resiste El hombre siente el sol calando en su desnuda espalda ya curtida y mientras pedalea cada vez más fuerte y canta ahora a grito limpio la imagen de su padre agujereado lo sigue todo el camino y al llegar y a la noche y esa cabeza persistente que parece horrorosa susurra caricias conocidas incluso en la mañana.
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Texto: Loreley El Jaber Imagen: Martín León Barreto
¿Sos toda
toda mía?
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e encantaría decirte sí toda tuya podés llevarte un pedazo de mi lengua y dos capitas de epidermis guardarlas en una frasco y tocarme hacerme hablar cuando más lo necesites yo hablaría y te diría soy toda toda tuya pero no no puedo darte algo que no tengo soy de mamá de papá de mi hermano y la abuela me divido y nazco me divido para seguir naciendo y nada queda para mí no puedo darte algo que no tengo no soy toda tuya ni toda mía ni toda de nadie soy un cuerpo desmembrado un cuerpo demasiado partido (vivido) de mano en mano parte de la misma cadena no puedo salirme
Texto: Nadina Tauhil Imagen: Belén Echeverría
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B L A S F E M A S
Perdí un amor pero Juan Ignacio Caino
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uién pudiera culparla por odiarlo, si lo fui a comprar a escondidas, olvidándome en mi entusiasmo que ese mismo día era nuestro aniversario… Pasados los primeros días de enojo, pude convencerla de que me acompañara a dar una vuelta en mi Dodge Coronado. A las tres cuadras, la bisagra de su asiento cedió, y quedó luchando como una tortuga patas arriba. La relación no prometía demasiado. Yo estaba dispuesto a perdonarle las mañas, después de todo, aprendí a manejar en uno igualito, recorrí tras el mismo volante más de un millón de kilómetros antes de tener “edad legal” para sacar el registro de conducir. Era mi máquina del tiempo, un espacio donde los años no habían pasado y donde estaban los mismos olores que añoraba. Si hasta me parecía oír la voz de mi abuelo reconviniéndome por mi gusto de acelerar de más. Pero no me correspondió en mi cariño y dedicación. Llegué a vender algunos instrumentos míos para mejorarlo, arreglar cosas, tratar de que estuviera como yo quería, para que me pudiera acompañar por muchos años. Tras ganar la batalla con mecánicos discapacitados, alineadores desinformados, repuesteros con miedo a morir en la indigencia, truhanes de toda laya, fui a caer a un taller de chapa y pintura. Ahí también volví a decepcionarme y terminé pagando para (re) hacer el trabajo yo mismo. Y un día mientras trabajaba en los pasarruedas, caí en la cuenta de que nunca iba a estar conforme, que nunca iba a ser suficiente, que no lo estaba disfrutando y que cuanto más me metía menos correspondido por su afecto me sentía. Lo vendí desarmado, a un precio que no llegó ni al 10% de lo que había gastado. Perdí un amor, pero aprendí más que si me hubiera gastado todo ese dinero en psicoterapia.
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Así empecé yo Selva Almada
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iempre sentí admiración por los coleccionistas: alguien que se interesa por algún objeto en particular y se dedica durante años a rastrearlo y atesorarlo en todas sus variantes. Me admira la paciencia y la obstinación de los coleccionistas, cualidades que yo no tengo. De chica intenté con las estampillas, las marquillas de cigarrillos y hasta las figuritas con brillantina (todo con elle ahora que me doy cuenta), y siempre abandoné rápidamente con unos pocos ejemplares de cada cosa en mi haber. Pero los coleccionistas siguieron llamando mi atención, seguí envidiando su chifladura. Hace un par de años me agarró algo parecido a ese afán con los libros de Erskine Caldwell, enorme escritor norteamericano, best seller en los años cuarenta y cincuenta, que dejó de leerse y de publicarse –no sé cuál de las dos cosas habrá venido antes. Un día, mi amigo Sebastián Pandolfelli me dejó un ejemplar arruinadísimo de El camino del tabaco, con la única explicación: vos tenés que leer esto. Me gustó tanto esa novela que te hace hervir la sangre de nuevo, que le dije a Seba que quería más de eso. Qué viva, yo también: pero es inconseguible, me dijo. Así que entre los dos nos pusimos a la caza de Caldwell. Las librerías de viejo volvieron a tener sentido para mí. Terminar estornudando, moqueando y con las yemas duras de hurgar en estantes y cajones buscando un Caldwell. Encontramos unos cuantos. Varios El camino del tabaco que seguimos comprando para prestarla, porque es casi una misión evangelizadora para nosotros que mucha gente la lea. Y otras novelas y colecciones de cuentos. Hace poco una editorial española empezó a editar unas cuantas obras suyas, incluso se consiguen en las librerías de acá. Pero no es lo mismo: nosotros sólo buscamos al viejo Erskine Caldwell, de hojas amarillas y quebradizas y olor a gente que no conoceremos nunca.
L i B R O S Los prisioneros de la torre, de Elsa Drucaroff Emecé, Buenos Aires, 2011 La tesis doctoral de Elsa Drucaroff tiene un triple mérito: reunir un corpus de lecturas realmente extenso (aunque no exhaustivo), proponer hipótesis estimulantes para el debate intelectual y hacerse cargo de su función crítica. Las tres cuestiones son difíciles de conseguir, y tal vez eso es lo que le otorga valor a esta ardua investigación, enfocada en la nueva narrativa argentina, demarcada por la autora en los escritores nacidos a partir de 1960. Un libro provocador, ácido, tajante, que incluye una lista (muy discutible, tal como admite la misma Drucaroff) de los autores que le resultan interesantes para entender y explicar la literatura de las generaciones de posdictadura. Para el lector ajeno al mundillo literario será una excelente introducción; para los que forman parte de él, una invitación a discutir.
Científicos en el ring, de Juan Nepote Siglo XXI, Buenos Aires, 2011 Uno no suele otorgarle grandes capacidades intelectuales a personajes como Martín Karadagián, Hulk Hogan o el Ancho Peucelle, del mismo modo que no se imagina a Darwin, Einstein o Isaac Newton peleando encima de un ring. Pero algo de eso hay. Algo de lo que, como se define desde el subtítulo de este nuevo libro de la colección “Ciencia que ladra”, aparece en las luchas, pleitos y peleas de la ciencia. Disputas que van de lo gracioso a lo inimaginable, entre guerreros como Leibniz, Thomas Alva Edison, Nikola Tesla, Alfred Russell Wallace, Lavoisier, Joseph Priestley, Pasteur, Pouchet, Bohr, Heisenberg y Erwin Schrödinger. El relator de estas contiendas es mexicano, se llama Juan Nepote y sabe lo que hace, no sólo por ser un fanático de la lucha libre, sino también por haber estudiado Física, recibido varios premios y becas, y ser parte de la comunidad científica mexicana.
El malestar en la estética, de Jacques Rancière Capital Intelectual, Buenos Aires, 2011 Rancière (Argel, 1940) saltó a la fama con tan sólo 24 años, cuando en 1965 formó parte de los autores que escribieron Para leer el capital, obra colectiva coordinada por su maestro, Louis Althusser. A partir de entonces su participación en los ámbitos académicos franceses creció cada vez más, hasta convertirse en uno de los filósofos más citados y discutidos de la actualidad. El malestar en la estética busca despegarse de una serie de acusaciones que Rancière quiere confrontar, y que resume en la idea de que “la estética sería el discurso capcioso mediante el cual la filosofía –o una cierta filosofía– desvía en provecho propio el sentido de las obras de arte y de los juicios de gusto”. De Kant a Lyotard y a Badiou, el libro es un verdadero manifiesto en contra de las confusiones.
Ciencia expandida, naturaleza común y saber profano, de Antonio Lafuente y Andoni Alonso UNQ, Bernal, 2011 Un manifiesto 2.0. Una investigación seria y comprometida. Una crítica hipermoderna a un mundo que cambia más rápido que la vista. Eso es lo que ofrecen los españoles Lafuente y Alonso en esta nueva publicación de la Universidad de Quilmes, donde la Ciencia es apedreada para que baje de su pedestal y se coloque en un espectro accesible para cualquiera que quiera participar en ella, que quiera hacerla, interactuar y transformarla. De ahí las ideas de pensar en una ciencia-tetris, que se acomoda a las necesidades de un mundo tecnologizado, que ni desea ni permite el encriptamiento al que algunos científicos y grupos de poder nos acostumbraron desde hace varios siglos. Una ilustración open access, un derecho a saber libre e irrestricto, una ciencia nueva para una nueva sociedad.
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L i B R O S Velcro y yo, de Martín Rejtman Mondadori, Buenos Aires, 2011 Reedición del segundo libro de cuentos del escritor y cineasta Martín Rejtman, que incluye los textos “Velcro y yo”, “El pasado”, “Barras”, “Quince cigarrillos”, “Mi estado físico” y “Los argentinos”. Relatos cotidianos, porteños, minimalistas, llenos de pequeños detalles conocidos, de fragmentos de vidas que cualquiera podría tener, aunque no por eso asumir con total alegría. Sus personajes, hastiados, resignados o en búsqueda de otra cosa, deambulan por las páginas sin entender muy bien qué es lo que sigue en su día a día, y tal vez por eso se repiten, o se equivocan, o terminan siendo los que boicotean sus propias ideas y acciones. Una voz fresca y crítica que refleja miserias en las que no va a ser difícil que el lector se sienta identificado.
El verano sin hombres, de Siri Hustvedt Anagrama, Buenos Aires, 2011 Hace tiempo que Siri Hustvedt dejó de ser la mujer de Paul Auster, para convertirse en una escritora formada, con estilo, nombre y repercusión. El verano sin hombres no es más que la continuación de esa muestra empírica. Una historia netamente femenina, como se indica desde el título, que de manera simple y cotidiana cuenta los días de una escritora que regresa a su pueblo después de que su marido la dejara por otra. Pero algo de esa simpleza trasciende los hechos y se sitúa en un plano que permite tanto la identificación como la posibilidad de entrever algo de la condición humana. Sin llegar a ser un libro beauvoiriano, las mujeres de esta historia dejan la huella de su autonomía, de su posibilidad de revuelta íntima, de su deseo de ser y hacer con eso que los demás hacen de ellas.
Escritos musicales V, de Theodor Adorno Akal, Madrid, 2011 Theodor Adorno (1903-1969) fue uno de los filósofos más influyentes del siglo XX. Fundador de la Escuela de Frankfurt, se exilió de la Alemania nazi para componer un pensamiento post marxista sumamente complejo, que se constituyó como una herencia ineludible para sus discípulos. Su obra atraviesa la filosofía, la historia, la sociología, las letras y la psicología, pero también la música y la teoría musical. Su quinto volumen de Escritos musicales es tal vez el más rico de todos. Allí analiza las características de la música a mediados del siglo XX, haciendo hincapié en autores que van desde Beethoven, Bach o Schubert, hasta Bartók, Schönberg o Kurt Weil. Indaga en contrapuntos, la atonalidad, el dodecafonismo, la politonalidad, y cómo la época y la sociedad condicionan los movimientos musicales, así como, recíprocamente, estos terminan influyendo el mundo donde se desarrollan.
La cuadratura del círculo, de Ariel Magnus Interzona, Buenos Aires, 2011 Libro extraño. Como si el grupo de personajes de Rayuela (Oliveira, la maga, Gregorovius, Perieco y compañía) hubieran decidido hacer una historia borgeana acerca de las letras de Los redonditos de ricota, mezclando realidad y ficción, inventando interpretaciones y tomando otras convencionales, burlándose de la academia a través de muchos de sus recursos y teorías baratas, pero respetándolas. Un libro distinto, para reírse y reflexionar no solamente sobre los recovecos de las canciones de una de las bandas de rock más importantes de la historia argentina, sino también sobre cómo las interpretaciones más absurdas, desopilantes y surrealistas tienen la capacidad de otorgar sentido a las cosas. Humor, inteligencia y distensión.
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B L A S F E M A S
Analía Sivak
– Q Lo malo del sexo es que Federico Simonetti
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orge Rafael Videla es quizás uno de los más despiadados asesinos dentro del grupo de asesinos despiadados que gobernó América del Sur en el siglo XX. Sobre sus espaldas pesa la organización de un aparato represivo que se cobró unas treinta mil víctimas. Si uno analiza la historia de Videla con detenimiento, ve que desde muy chico fue alentado a abrazar valores cristianos, militares y autoritarios, en su San Luis natal y después en el Colegio Militar de la Nación. Lo curioso es que ese monstruo preparado desde muy pequeño quizás haya sido el resultado de una calurosa siesta de 1924 en Villa Mercedes, cuando Rafael Videla le dijo a su esposa María Olga Redondo: “Che, vieja, ¿nos echamos uno antes de dormir la siesta?”. Y eso es lo malo del sexo: detrás de un inofensivo y saludable entretenimiento pasatista puede salir la bestia que destruya la humanidad o el genio que la arregle. Vincular el sexo a la reproducción de la especie fue una de las peores ideas que pudo haber tenido Dios o quien sea que haya creado el mundo. Es cínico dotar al ser humano de un poderoso e incontrolable deseo de tener sexo y acompañarlo con embarazos. Bien podría haber sido una actividad como comer milanesas con huevos fritos: simple, sencilla, disfrutable, inocua. Pero no, uno quiere tener sexo todo el tiempo y es recompensado con hijos. Según algunos científicos el hombre existe en el planeta desde hace 195.000 años. Supongamos que recién en los últimos cien se descubrieron métodos anticonceptivos verdaderamente eficientes. Me gustaría imaginar un mundo sin riesgos ni consecuencias para el sexo. Un mundo en el que el sexo sea un entretenimiento sano y familiar, y que a la hora de tener hijos uno simplemente tenga que donar sangre, llenar unos formularios y esperar a recibir la encomienda de Mercado Libre (E-bay si se lo quiere rubios).
uiero quejarme de la vida –dijo el señor Ismael González frente al escritorio donde un empleado lo atendía con una sonrisa. –Es demasiada –agregó. –Complete sus datos –indicó el empleado– y detalle su reclamo, por favor. Le entregó una lapicera. Ismael González estaba cansado, le costaba, sobre todo, levantarse cada mañana y sentir que tenía todo un día por delante, toda una vida incluso. A la noche se tranquilizaba, pero luego venía el día siguiente y volvía a tener esa sensación de que ya había vivido demasiado, que había trabajado lo suficiente, querido lo necesario, creado lo justo, sufrido lo que había que sufrir. –Quiero quejarme de la muerte –dijo la señora Gabriela Mocasini. –Complete los datos –indicó el empleado– y detalle su reclamo. –Es demasiada –escribió Gabriela Mocasini en el recuadro que exigía letra clara. Estaba cansada de convivir con la muerte, le costaba, sobre todo, salir de su casa cada mañana y sentir que ese día podría morir, que incluso su marido o su hijo, ese día, podrían morir. A la noche se tranquilizaba, pero luego venía el día siguiente y volvía a tener esa sensación de que había mucha gente que moría, que los buenos momentos también morían, que la infancia de su hijo, incluso, estaba por morir. Firmó y se fue. En un bar de la calle Corrientes se cruzaron Ismael González y Gabriela Mocasini. Ismael pidió un café. Gabriela un cortado. No estaban sentados en la misma mesa ni supieron que venían del mismo centro de reclamaciones. Cuando entré los vi, coloreados con el reflejo del sol que entraba por la ventana. Ella rompía un sobre de azúcar y endulzaba su cortado. Él revolvía el café. Él llamó al mozo para pagar. Ella buscó su billetera en la cartera. El mozo recibió el billete de él. Entregó el vuelto para ella. Él se levantó y ella se fue. Mientras los veía irse supe que el paraíso o el infierno siempre coinciden, que coincidirán siempre. Oí el estrépito de la puerta al cerrarse cuando la atravesaron y con ese golpe recordé las palabras de Calvino: “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”.
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T E A T R O
Nunca pensé que me harías esto Texto: Paula Casal / Imagen: Ángela Astrid (Se escucha ruido de ducha. Quique está sentado en una silla, al lado una mesa y sobre ella un equipo de mate.)
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arta, te juro que no quería. Me lo venía aguantando. Pero bueno, voy a preguntártelo igual. ¿Vos pusiste una aguja en la bombilla del mate? Sí, una aguja, de las de coser Marta… porque creo que me la tragué. ¿Me escuchaste?… ¿Cómo que no pensás responder? Marta, esto no es una joda, creo que me tragué una aguja. La siento en mi laringe, aunque seguro ya debe estar más abajo. Sabés que, lo de la laringe debe ser un dolor post traumático, lo más probable es que la aguja ya esté atravesando algún otro órgano. ¿Entendés?, ¡un órgano! Me debo estar desangrando internamente. ¿Después de la laringe qué viene, Marta? Mirá: no es la primera vez que te digo, cuidado con las agujas, vos te pones a coser y esta casa se convierte en una trampa mortal. Mirame ahora, Marta, acá, sentado, muriendo. No me digas que no te avisé (se toca la garganta). ¿Y vos qué me mirás, mate asesino? Ahí, tentador con tu bombilla, el humito leve y ese amargo que se siente pero no se ve. ¿Ves, Marta?, ya me puse poético, yo no estoy bien, Marta. No estoy bien (se tapa la cara, parece que va a llorar)… ¿Qué ambulancia, Marta?, si me la tragué voy a estar muerto antes de que lleguen los médicos. A la morguera podría llamar así te evito el trámite. Qué horror morir desangrado por
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una aguja de coser. Mirá, me fijaría en internet para ver cómo voy a ir evolucionando en mis próximos minutos, pero no tengo fuerza… Y además creo que prefiero ignorar algunas cosas. Aunque no hay que ser un sabio para predecir cómo va a seguir esto. Es una aguja, por más que lo intenten, los jugos gástricos no van a poder destruirla, así que pronto va a llegar a los intestinos, y ahí ya no la para nadie Marta, va a hacer un desastre. (Tose tapándose con sus manos la boca y luego verifica si hay sangre en ellas. No hay nada.) ¡Marta! …
“¿Vos pusiste una aguja en la bombilla del mate? Sí, una aguja, de las de coser Marta… porque creo que me la tragué.” ¡Marta! ¿Por qué tardas tanto?, es una ducha nomás… ¿Qué es eso? ¿Estás cantando, Marta? Hace años que no te escucho cantar mientras te bañás. No entiendo. No te entiendo, ¿estás cantando en inglés? Sa-
bés que no entiendo inglés, Marta. ¿Qué cantás? ¿Estás feliz? ¿Eso dice lo que cantás? ¿Y por qué estás feliz? Estoy muriendo Marta. Aunque sea cantate algo en español, algo de Roberto Carlos, que sea melancólico. Si no, ¿sabés qué podés cantar, Marta? La de Cacho de Buenos Aires Garganta con arena, convengamos que es muy apropiada para la ocasión. (Espera) Y dale con la mierda esa que no entiendo. Marta, mirá lo mal que estoy que hasta soportaría que cantes algo de Sergio Denis. No lo aguanto, vos lo sabés, pero bueno, hoy es un día especial, hoy es el día, mi último día. Por lo menos podrías cumplir este pedido, tomalo como mi último deseo. No sabés cómo siento los pinchazos en mi interior, ni siquiera puedo distinguir en dónde, ya está todo generalizado, esto es inminente. (Pausa corta.) Dale Martita, demostrame que aunque sea te importo un poco (espera la reacción de Marta, pero ella sigue cantando). No me escucha… qué desamparo, sólo me quedás vos, Diosito. Aunque te digo, si vos que sos Dios me dejaste que me tragara una aguja, mucho afecto no me tenés (piensa, y mientras se masajea la zona abdominal). Cuánta soledad, yo dando mis últimos suspiros y ella cantándole a la vida. En inglés. Bueno, Quique, basta de quejas, ya sabés lo que dicen: se nace solo y se muere solo, y mirá, quién te dice que tenés suerte y es todo psicológico. Mirá si Martita va a poner una aguja en la bombilla del mate (se ceba un mate pero no lo toma). ¿Y si la puso en la yerba? Si la puso adentro del mate puede que haya otra (empieza a sacudir con furia el mate sobre la mesa analizando con sus dedos la yerba mojada, no encuentra nada). Qué asco me da esto, creo que no voy a tomar nunca más…
Qué boludo que soy, obvio que no voy a tomar nunca más. Por favor Marta, por el amor que me tenés o que me tuviste o aunque se por lástima, déjate de joder y decime si dejaste una aguja en la bombilla o en la yerba del mate o en algún lugar de donde me la haya podido tragar. No, ya sé que no me cambia nada saber en qué lugar estaba la aguja, si me la tragué me la tragué. (Pausa corta.) Evidentemente te importo una mierda, Marta. ¿No?
todo lo que soñaba pero bueno, está Martita que a pesar de todo me banca desde hace treinta años. (Grita mirando a la puerta del baño.) Escuchaste, ¿no? Vos que decís que no te valoro, te considero un logro en mi vida Martita (Mueve sus brazos hacia arriba como alabando). Un logro. Sé que a veces puedo ser difícil pero ella siempre está dispuesta. Igual Marta, tenés que admitir que hace un par de días que andás rara, no me hiciste la cena anteanoche, hace una semana que en esta casa no hay ni una fruta, (deja de hablarle a Marta y empieza a hacerlo consigo mismo), a las sábanas que lavó el sábado las guardó sin planchar… pero lo más raro de todo fue su reacción de anoche, cuando la llamé al salir del trabajo para avisarle que me iba a tomar algo con los muchachos y no se enojó. Hace un rato tenía esa cara de culo que pone a veces mientras me escucha hablar y de golpe me mira, y con una sonrisa de oreja a oreja me dice: “Amor, ¿por qué no me das esos pantalones que hay que arreglar?” ¡Me quiere matar! Hija de puta, me quiere matar. Sabía que no me iba a negar a un mate y me metió la aguja adentro. Mirá, cómo la pensó, por eso canta, está feliz porque sabe que soy un muerto vivo… ¡Marta!, nunca pensé que me harías esto.
“¿Qué es eso? ¿Estás cantando, Marta? Hace años que no te escucho cantar mientras te bañás. No entiendo. No te entiendo, ¿estás cantando en inglés? Sabés que no entiendo inglés, Marta.” (Transición) Está bien, dejá, no me contestes. Gracias igual. (Completamente abatido.) Qué le vamos a hacer, Quique, creo que esto es todo. Cuarenta y nueve años, no está mal, hubiese querido llegar a los noventa, pero uno no decide cuándo le toca irse… Logré algunas cosas, no
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P E O R L O Q U E M E P A S Ó A M í
Notables y famosos Conrado Geiger
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ue en 1995. Yo estaba haciendo “Rock de Acá”. Era común encontrarme a la salida de la radio con escuchas que me esperaban para nada. Me irritaban, pero me dejaba seducir por los encantos de la fama. Un día se me acercó una señora, a la que llamaremos Mary, madre de unas chicas habitués, para invitarme a un evento que se hacía por el 25 de mayo en la escuela de las nenas. Me contó que habían acordado invitar a varios “notables y famosos”. Ser considerado en tan importante cenáculo, me hizo aceptar la invitación sin dudarlo. Así, ese 25 de mayo aparecí en la puerta de la escuela. Entre la multitud de gente, se me apareció Mary adulando mi presencia. Me presentó a otro tipo, medio bajito, de aspecto anodino y mirada huidiza. Como yo estaba atento al movimiento de la muchedumbre, tratando de determinar dónde estaba el podio o escenario al que nos harían subir, no registré su nombre, sólo entendí que era otro “notable” como yo, que hacía un programa de cable. Mary nos llevó con la directora, que estaba conversando con otra gente. Por lo errático de la presentación y lo desdeñoso de la mirada de la autoridad comprendí que mi anfitriona se había cortado sola. Que era una cholula desquiciada que nos había invitado por su cuenta a un evento escolar donde nadie nos esperaba. Cruzamos miradas solidarias con el otro sujeto, hermanados por el absurdo. Un alma gemela: habíamos caído los dos en la misma trampa. Silenciosos nos alejamos de la ronda y salimos de la escuela. Él balbuceó algo y me presentó a su esposa, ofreciéndome acercarme en auto, ya que también iban hacia el norte. Viajamos intentando un infructuoso diálogo. Al bajar me dio su tarjeta. Leí su nombre, que no recuerdo, y el de su programa: “El Ángel de la Medianoche”. Nunca nos volvimos a ver.
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Casarse es uno de los sueños femeninos más boludos
Natalia Moret
“H
oy, cuando una amiga me contó que va a casarse, le dije: ´Qué bueno. Te felicito!´, y después sonreí. ¿Qué iba a decir? Creo que casarse es uno de los sueños femeninos más boludos de todos. Caminar del brazo de tu padre disfrazada de muñeca de torta. Bailar vals, como si fuera algo lógico. Exponerte a la inquietante imagen de ver a toda tu familia sudada, borracha, sacudiendo matracas. Clavarte un anillo gordo en el anular para avisarle al mundo que se olvide de conquistarte. Pasarte un año planificando un vestido, un peinado, los centros de mesa, el color de las uñas... Pero de sueños boludos está hecho un pedazo importante de la vida, ¿no? Puedo entenderla, a mi amiga. Divorciarse ya fue, ya es mainstream. Lo que hay que hacer ahora, para ser moderno, es creer en el matrimonio. ´Casarse es algo que pasa una vez´, dijo mi amiga, y yo pensé mirá vos, porque viendo lo que me rodea tiendo a pensar que casarse es algo que, más bien, o no pasa nunca o pasa al menos dos tres veces. Pero la entiendo, a mi amiga. Está enamorada, y enamorarse es algo que pasa una sola vez, ¿no? Cada vez que estás enamorada te das cuenta de que éste, y no el anterior, es el amor posta; hasta que llega el próximo. Pero estas cosas no se le dicen a una amiga ilusionada con el amor para siempre. Al menos no por ahora, que estamos recién entrando en la ola de los anillos, todavía lejos de la ola de las cuotas alimentarias”. Terminé de escribir ese párrafo, titulé el mail como “privadas”, y presioné el botón “Enviar”, para guardarme las notas en mi diario personal, el que tengo adentro de mi correo electrónico. Mientras Gmail se llevaba para siempre un cachito de mi intimidad, descubrí quién era yo. ¿Saben quién era? La genia que en “para” había escrito, por error, la dirección de email de su amiga, la que se casaba.
C A S Q U i V A N O S Selva Almada (Entre Ríos, 1973). Publicó los libros Mal de muñecas (2003), Niños (2005), Una chica de provincia (2007), y por estos días se distribuye su primera novela, El viento que arrasa (Mardulce Editora). Coordina talleres de lectura y escritura. Clara Anich (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Psicología, integra el Grupo Alejandría. Publicó Juego de Señora (El Suri Porfiado) y participó en antologías con cuentos, poesías y monólogos teatrales. También tiene obras de teatro breve. Hoy, es editora de Casquivana. descalzaenlanoche.blogspot.com Ángela Astrid. Estudió artes visuales, lee muy poco, le gusta el cine; adicta al limón y le gustaría aprender a bailar. Actualmente se dedica a la ilustración. Portafolio:ortensiailustrada.blogspot.com Eddie Babenco (La Plata, 1977). Es melómano. Lo podés escuchar en Blue 100.7 haciendo “Edición Limitada” de lunes a viernes de 16 a 19. También es el musicalizador de Radio del Plata. Martín León Barreto (Montevideo, 1973). Es ilustrador y diseñador gráfico, especializado en el área editorial, diseño de colecciones y portadas para libros infantiles. Colabora con diversas editoriales y medios de comunicación. Reside en Guadalajara, España. martinleonbarreto.com. Pablo Bernasconi (Buenos Aires, 1973). Ilustrador, diseñador y escritor. Publicó libros infantiles y de adultos. Dictó conferencias sobre ilustración y diseño en diferentes espacios y univer sidades del mundo. Participó en más dediez muestras individuales. Publica una columna de opinión gráfica en La Nación. pbernasconi.com.ar. Juan Ignacio Caino (Mar del Plata, 1977). Clarinetista y Saxofonista, especialista en reparación de instrumentos musicales (saxo y clarinete) y sus accesorios. Formó parte de todas las orquestas tradicionales de Jazz de Buenos Aires (Antigua Jazz Band, Porteña Jazz Band, Delta Jazz Band, etc.).
Paula Casal (Buenos Aires, 1981). Casi biotecnóloga, decidió dejar la ciencia por un rato para incursionar en el arte de la escritura. En la actualidad realiza talleres de narrativa con María Ferreyra y Clara Anich, y de dramaturgia con Daniel Dalmaroni.
Omar Figueroa Turcios (Corozal, 1968). Artista gráfico y caricaturista, expuso, dio conferencias y fue jurado en Colombia, Brasil, México, España, Grecia, Irán y China. Profesor honorífico de humor gráfico por la Universidad de Alcalá de Henares. Ganador de más de 50 premios internacionales. www.turciosanimal.blogspot.com.
Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco. Ilustrador, amante de la belleza de las formas geométricas y la silueta perfecta de la mujer. Proviene de una intensa lucha entre el diseño y la ilustración. pegatinacriolla.blogspot.com.
Conrado Geiger (Buenos Aires, 1962). Es arquitecto, guionista, caricaturista y periodista (no necesariamente en ese orden), pero básicamente, humorista. Ha hecho radio desde 1987 (Rock&Pop, Radio Ciudad y Radio Nacional, por nombrar tres). A partir del 2002 hace monólogos de humor.
Félix Chiaramonte (Posadas, 1968). Miembro del Centro Descartes; Coordinador Módulo de Investigación Trauma y Adicción; Responsable de la Delegación San Fernando del Instituto Oscar Masotta; Director de Atención Analítica San Fernando; Director de Comunidad Terapéutica Isla Silvia.
Marcelo Guerrieri (Lomas de Zamora, 1973). Publicó El ciclista serial (Eloisa Cartonera), Detective Bonaerense (blognovela) y varios cuentos en antologías. Su libro de cuentos Árboles de tronco rojo obtuvo el subsidio del F.M.A. Dicta talleres de Escritura Creativa. Tiene estudios universitarios en antropología.
Manuel Crespo (1982). Con su primera novela, Los hijos únicos, ganó el Concurso Nacional “Laura Palmer No Ha Muerto”, en 2010 (Gárgola). Tiene un libro de cuentos, Labradinos detrás de un lagarto overo, y ahora está escribiendo su segunda novela.
Fernando Halcón Ruiz (España, 1969). Estudia en la Escuela de Artes Aplicadas de Madrid, y en la Facultad de Bellas Artes. Trabaja como diseñador gráfico creativo, ilustrador editorial y director de arte, y en su estudio de pintura y arte gráfico, desde donde organiza exposiciones.
Agustín Dellepiane (Buenos Aires, 1978). Es psicólogo, psicoanalista. Publicó un libro de poemas: Irrupciones (Camalote Plateado, 2004) y actualmente trabaja en un libro de cuentos. Belén Echeverría (Buenos Aires, 1981). Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, especializándose en grabado. Actualmente se dedica a la ilustración infantil y al trabajo de obra propia. También da clases en su taller particular. Loreley El Jaber (Buenos Aires, 1972). Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Poeta y ensayista. En 2007 publicó sus primeros poemas en la Revista Contratiempo (Chicago) y en 2010, su primer libro de poesía por Viajera Editorial: La Playa.
Nicolás Hochman (Buenos Aires, 1982). Historiador y doctorando en Sociales por la UBA. Dirige Casquivana y es consejero editorial en Lamujerdemivida. Escribió algunas novelas, poemarios y libros de historia para escuelas secundarias. Natalia Kiako (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Letras. Desde siempre en proyectos culturales: la Escuela del Relato, el programa Opción Libros, BAFIM, etc. Codirigió la revista del Club del Disco y Casa de Brujas. Actualmente en KiakoAnich. Comunicación hecha con textura. Martín Kohan (Buenos Aires, 1967). Enseñó Teoría Literaria en la UBA y en la Universidad de la Patagonia. Novelas: La pérdida de Laura, El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Segundos afuera, Museo de la Revolución, Ciencias morales, Cuentas pendientes y Bahía Blanca.
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C A S Q U i V A N O S Romina Lardiés (Patagonia 1982). DG e ilustradora. Vivió en Salta y Mendoza. Actualmente en Bs. As. Es directora de arte en porquellueve.com.ar, donde pasa la mayor parte del tiempo haciendo lo que más le gusta. Carolina Marcús (Buenos Aires, 1980). Es Psicopedagoga e ilustradora. Cursa el posgrado en Arte Terapia (IUNA). Se formó en ilustración con Helena Homs. Pertenece al grupo de ilustradoras Misceláneas. Junto a Marisa Chiqué forman una dupla muralista. Natalia Moret (Buenos Aires, 1978). Es socióloga, escritora y guionista. Publicó cuentos en antologías locales y extranjeras. Su primera novela, “Un publicista en apuros”, fue publicada por Mondadori. Colabora regularmente en distintos medios gráficos. Clara Muschietti (1978). Fotógrafa y poeta. Publicó La campeona de nado, ganador de la convocatoria i ROJO y Karateka; participó de las antologías Poetas argentinas 1968-1980 y Un libro oscuro. Antologó junto a Carolina Sborovsky Lo humanamente posible. Daniela Osuna (Puerto Belgrano, 1968). Trabaja como supervisora en el call center de una empresa de televisión satelital. Actualmente, vive en Buenos Aires y asiste al “Taller de Ficciones”. Leticia Paolantonio (San Fernando, 1981). Egresada de Bellas Artes en la Pueyrredón, coordina talleres de arte. Artista plástica, expuso en diversos salones y obtuvo premios en certámenes de pintura, grabado y fotografía. Es la creadora de Arte Andarín. arteandarin.com.ar Horacio Petre (1966) Ilustrador y artista plástico. Publicó en No (Página/12), Sismo Trapisonda, Underground y Orsai. Desde 08 publica en su blog, Lo invisible es esencial a los ojos: loinvisibleesesencialalosojos. blogspot.com
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Luci Porchietto (Sunchales, 1978). Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario, fue docente y escribió crítica literaria para revistas especializadas. Vive en Buenos Aires y es guionista. El fin de la noche publicó su novela corta Que se llame Rosa. Gabriela Rivas (Buenos Aires, 1981). Estudió Comunicación en la UBA. Publicó ensayos y cuentos en revistas y antologías. Investiga nuevas representaciones en la narrativa y escribe una novela sobre la infancia de tres hermanos en los años 90. Daniela Sanín Ángel (Medellín). Es Diseñadora industrial de la UPB y además se dedica al arte y la ilustración. Actualmente vive en Buenos Aires. danielasanin.blogspot.com Amalia Sanz Estudió Letras en la UBA. Es editora de Lamujerdemivida, trabajó en Alfaguara y colaboró en medios como Gatopardo, Paula y BLa. Federico Simonetti (Buenos Aires, 1978). Actúa y escribe distintos espectáculos en la Avenida Corrientes. Tuvo participaciones haciendo humor en radio y televisión. Fue periodista de Canal 7 y Página/12, y publicó cuentos en compilados de literatura joven.
Pablo Tambuscio (Buenos Aires, 1981). Dibujante. Pasó brevemente por Imagen y Sonido en la UBA, estudió (y abandonó) Artes Visuales en el IUNA. Es ilustrador freelance en libros infantiles y juveniles, diarios, revistas y televisión. www.pablotambuscio.blogspot.com Nadina Tauhil (Buenos Aires, 1984). Es médica, está formándose en psiquiatría. En el verano de 2008 decidió comenzar un taller literario. Desde 2009 concurre a los talleres de Siempre de Viaje y en diciembre de 2011 publicó su primer libro ranamadre por Viajera Editorial. Pablo Toledo (Buenos Aires, 1975). Es escritor, periodista y traductor. Publicó las novelas Se esconde tras los ojos (Premio Clarín de Novela 2000), Tangos chilangos y Los destierrados, y cuentos en antologías. Es editor de la sección de cultura y espectáculos del diario Buenos Aires Herald. Lucila Paula Valentini (Buenos Aires, 1975). Profesora Nacional de Artes Visuales por la Escuela Superior de Bellas Artes “Regina Pacis”. Realizó la Licenciatura en Arte en el IUNA. Trabaja en la Dirección de Arte y Diseño de la Marca Velvet y en su taller de particular.
Analía Sivak (Buenos Aires, 1976). Estudió Comunicación Social. Vive en Madrid, escribe, da clases de creación literaria, trabaja en comunicación y guiones. Su blog: ficcionesverdaderas.ech.es/blogs.
Melina Vergara (Buenos Aires, 1988). Está terminando la carrera de Diseño Gráfico en la UBA. Realiza tareas de diseño freelance. Es parte del staff de Casquivana y de LAMM (estudio de diseño). www.facebook.com/lammestudio
Cecilia Szperling Escritora y periodista. Es la creadora de los ciclos “Lecturas más música” y “Confesionario, Historia de mi vida privada”, que luego fue publicado en formato de libros por Eueba, y apareció en radio y TV.
Víctor Emmanuel Vélez Beccerra, “Chubasco” (México D.F., 1972). Caricaturista profesional desde los 16 años. Trabajó en reconocidos periódicos mexicanos (El Universal, El Economista, Reforma) y para la revista francesa Courrier Journal.
Darío Sztajnszrajber Filósofo, es Profesor en FLACSO, en la UBA y en el Seminario Rabínico Latinoamericano. Es miembro del Proyecto Cultural YOK y del Consejo Directivo de la ULEJ. Es el conductor, contenidista y co-guionista del programa “Mentira la Verdad” (Canal Encuentro).
Hernán Zaccaría (Buenos Aires, 1980). Ilustrador y caricaturista. Estudió durante un año y medio en la escuela “Sótano Blanco”, dirigida por José Sanabria. Es el caricaturista de las noches del ciclo literario Alejandría.
Equipo de Asistencia Psicológica Niños – Adolescentes – Adultos
4503-6283 Devoto – Villa del Parque
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Imagen: Pablo Bernasconi En Bifocal (Edhasa, 2010)
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