Casquivana - 5 - Crisis de identidad ¿Qué nos está pasando?

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Año 3 – Número 5

Crisis de identidad

¿QUÉ

NOS ESTÁ

PASANDO?

ISSN 1853-2799 | Diciembre 2012

Es necesario ser inconcluso


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S U M A R i O

EDiTORiAL Nicolás Hochman y Raoul Weiller,

“Qué tan otros somos” - Página 5 -

· N O TA D E TA P A · 6

Marcelo Figueras y Leticia Paolantonio,

“El combo - cajita de las identidades” 8

Fabio Morábito y Leticia Paolantonio,

“Robar” 10

Naty Menstrual y Carolina Marcús,

“Que los líos se los arreglen ellos”

EL DiARiO DE AYER

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Victoria Béguet Day y Pito Campos,

“De acá no, de ninguna parte tampoco” 12

Virginia Gallardo y Raúl Nieto Guridi,

“Odio la espontaneidad” 13

Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco, Darío Mekler y otros,

“Tantas identidades, tantas crisis” 24

CRÓNiCA

¿Qué le vas a pedir a Papá Noel?

Florencia Goldsman y Viviana Brass,

- Página 16 -

“Fuera de eje”

NARRATiVA

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·17·

Hernán Ronsino y José Villamayor,

·18·

Clara Anich y Sol Bottaro,

“El caminante”

NOVELA POR ENTREGAS Manuel Crespo y Pablo Olivero,

“Álbum de familia”

Fernández y ·20· Dolores Martín León Barreto,

“Veinte minutos”

“El corazón de la manzana, parte 4”


·32·

BLASFEMAS ·22·

“Soy muy bueno para”

María Sonia Cristoff y Natalia Kiako,

“Cuando me di cuenta ya era tarde”

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Michelle González Amador y Belén Echeverría,

“Ganas” 30

·35·

Pablo Toledo y Enzo Maqueira,

·39·

Inés Estévez y Eva Tabakian,

“Así empecé yo”

POESíA

Nicolás Correa y Horacio Petre,

“El camino de la siesta”

“Perdí un amor pero” y Fernando Wolk,

Ana Prieto, Conrado Geiger y Horacio Petre,

“Tengo un vecino que”

·29·

Juan Guinot,

“Mi peor trabajo fue” “Peor lo que me pasó a mí”

R E S E Ñ A S 33 Laurent Binet, Gonzalo Garcés, Carlos Busqued, Luis Othoniel Rosa, William Sansom, Selva Almada, Alejandro Horowicz y François Dubet.

T E A T R O 36 Pablo Albarello y Fernando Sawa,

“La mudanza”

STAFF Director: Nicolás Hochman hochman@casquivana.com.ar Editora: Clara Anich anich@casquivana.com.ar Consejeros editoriales: Agustín Dellepiane dellepiane@casquivana.com.ar Natalia Kiako kiako@casquivana.com.ar Coordinadora de ilustradores: Leticia Paolantonio paolantonio@casquivana.com.ar Diseñadora: Melina Vergara vergara@casquivana.com.ar Asesoramiento legal: Renata Cardarelli Imagen de tapa: Omar Figueroa Turcios

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Agradecimientos: Selva Almada Alejo Araujo Eddie Babenco Edio Bassi Ariel Bermani Laura Campagna Alejandro Cánepa Carlos Chernov Félix Chiaramonte Oliverio Coelho Juan Pablo Csipka Ginés Cutillas Marisa do Brito Barrote Alexis Jesús Donoso González Julia Hacker Lourdes Landeira Deborah Lapidus Librería Fedro María Rosa Lojo Karina Macció Cecilia Maugeri Lucas Misseri Daniela Morel Fernando Peirone

Genaro Press Malena Rey Victoria Riobó Edgardo Russo Malena Sánchez Moccero Valeria Tentoni Viajera Editorial Natalia Viñes Conrado Yasenza Rocío Zabalza Ritacco María Zorroaquín Propietaria: Clara I. Anich Domicilio legal: Fraga 226, CABA, Argentina Año 3, N° 5 | Diciembre de 2012 ISSN 1853-2799 info@casquivana.com.ar www.casquivana.com.ar “Es necesario ser inconcluso” (Mikhail Bakhtin)


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Qué tan otros somos Texto: Nicolás Hochman / Imagen: Raoul Weiller

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ace unos años, cuando había empezado a escribir una novela de título muy parecido al de esta revista, tuve la oportunidad de hacer lo que se dice “trabajo de campo”. La trama estaba articulada a partir de lo que pasaba en un trencito de la alegría, lleno de gente rara y tipos disfrazados. Todos vimos esos espectáculos un poco horrorosos alguna vez, y probablemente más de uno haya participado en esos rituales. Pero no todos se disfrazaron de Bob Esponja, Shrek, Mr. Increíble, la Pantera Rosa, Woody (el cowboy de “Toy Story”) y el dinosaurio Barney. Todos los fines de semana me subía a un micro de larga distancia y junto a otras treinta personas viajaba por el interior del país, armando eventos para una conocida empresa de golosinas, que pagaba para que esta especie de circo ambulante que éramos entretuviera a los hijos de los empleados. Así todos los fines de semana, durante meses.

La experiencia fue muy importante para mí: ahí conocí gente, saqué material para mi libro, y gracias a eso pude pagar el supermercado. Lo que no me imaginaba, en aquel momento, era hasta qué punto vestirme de superhéroe o de dinosaurio me iba a generar cuestionamientos identitarios. Uno cree que es uno, hasta que se calza esa caja amarilla que es Bob Esponja y sale a bailar música electrónica en un pueblito perdido de Tucumán, donde miles de nenes festejan, acompañan, pegan, hieren y sacan a relucir odios viscerales, históricos, acumulados desde tanto tiempo atrás. Ponerse un disfraz tiene siempre algo de rupturista, sobre todo si uno se la cree, si uno se mete en serio en el papel. Lo problemático, de hecho, no es actuar que uno es la Pantera Rosa. No. Lo complicado viene después, cuando uno se saca el traje caluroso y se pone ese otro disfraz, mucho más cotidiano, que cons-

truimos durante tantos años, y que tantas veces se nos pega al cuerpo como si fuera de verdad. ¿Hay identidad? ¿Existen en serio las crisis de identidades? ¿Hay algún momento en que las identidades no estén en crisis? No tengo una respuesta que me convenza demasiado, pero sí sé esto: si uno se lo está preguntando, quiere decir que por lo menos una duda le entró, porque uno se cuestiona su identidad solamente si piensa que puede ser alguien diferente al que es. Porque uno no es nunca uno mismo, ¿no? No lo es porque eso tiene algo de imposible. ¿Mantenerse igual, idéntico, todo el tiempo? No conozco a nadie que viva en ese formol del ser quien es. Además, sería un poco peligroso y, claro, aburridísimo sin lugar a dudas.

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Texto: Marcelo Figueras / Imagen: Leticia Paolantonio

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o sé por qué suele hablarse de identidad, así en singular. Somos más bien un combocajita, dentro del que se articulan múltiples ingredientes. Ni siquiera se trata de capas que se apilan armoniosamente, como en una hamburguesa o una torta. A menudo los ingredientes son contradictorios entre sí. Todavía recuerdo el extrañamiento que me produjo la visión de “Expreso de medianoche” durante la dictadura. Asimilar que el guardia que torturaba al pobre Billy Hayes podía ser, al mismo tiempo, un padre tierno con sus hijitos, me costó un buen trabajo. Fue mi manera de registrar la contradicción que vivíamos fuera del cine, aquella que juraba que Videla era un hombre de familia hecho y derecho al tiempo que, más allá de los confines de hogar, se comportaba con tantos como Saturno devorador. Dos elementos disonantes agregan sazón a una personalidad, como los ojos bicolores de David Bowie. Dos elementos antitéticos pueden constituir la marca de un monstruo. En términos físicos seríamos la resultante de un tironeo que se verifica a diario, entre nuestras muchas máscaras: lo que somos como profesionales, como hijos, como padres, como parejas, como amigos, como ciudadanos. La mayor parte de la gente se aferra a su máscara más exitosa, y desde allí trata de relacionarse con el mundo. Lo cual constituye una receta para el desastre, porque ignora que las identidades no son intercambiables, ni valen lo mismo en las distintas parcelas de nuestro (micro)universo: el artista adora-

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do suele no comprender por qué su familia lo ignora o menosprecia. Se trata de un equilibrio inestable, ya que todo el tiempo estamos desplazándonos (lo queramos o no) hacia otra estación de nuestro derrotero. Con cada nueva edad nos vemos obligados a redefinirnos. Los senderos se bifurcan ante nuestros pies de tal modo, que ponen a nuestro alcance una pluralidad de posibilidades lógicas. Esto es lo que intentan explicar ciertos científicos, como

“Parafraseando a Orwell: todos los hombres somos libres, pero algunos deberíamos serlo más, o menos, que otros” Hugh Everett y David Deutsch, cuando hablan de multiverso: los caminos virtualmente incontables que dependen de cada decisión personal lo tornan (casi) todo posible. ¿O no es probable que al adolescente más jocoso y despreocupado pueda esperarlo un futuro de adulto deprimido? Por supuesto, la palabra operativa aquí es casi. No se nos ofrecen todas las oportunidades, porque estamos condicionados por ciertas circunstancias: el tiempo en que nacimos, nuestra cultura, la familia, el amor, la Historia con mayúsculas. Pero dado este setting, las decisiones que vienen a nuestro encuentro siguen siendo más ricas de lo que solemos creer, a partir de nuestra impronta judeo-cristiana y por ende fatalista. Hasta en medio de una guerra,

o limitados por la pobreza, conservamos unas fichas –o para ser preciso: una posibilidad creativa– que es todo lo que necesitaríamos para dar vuelta el juego del porvenir. En esencia se trata del mismo mensaje sobre el libre albedrío que tantas religiones y filosofías han propalado (algunas, eso sí, temerosas de sus consecuencias últimas. Parafraseando a Orwell: todos los hombres somos libres, pero algunos deberíamos serlo más, o menos, que otros). Sólo que ahora no dependemos ya de puras especulaciones. Los científicos se están aproximando a probarlo con sus herramientas específicas. Existe un universo dentro del insondable que habitamos donde nunca escribí este texto. Y otro donde no creo exactamente lo que aquí afirmo. Y otro... Pocas cosas más alentadoras que la ciencia suscribiendo nuestras intuiciones como legos. Por deformación profesional yo creo que cada persona actúa respecto de su propia vida (¡lo sepa o no!) como un narrador. Y aunque no muchos cuentan con aquello que nuestras culturas definen como talento (un concepto aristocratizante, y en consecuencia equívoco), todos venimos a este mundo con el talento democrático de escribir nuestra propia historia. O al menos de reescribirla. O de arriesgar un borrador. La identidad es –las identidades son– una construcción humana. Como cualquier artista, tomamos los elementos que nuestra existencia nos proveyó para intentar crear algo distinto a partir de esos materiales.


Los artistas de profesión tienen la ventaja de estar más familiarizados con el juego de máscaras que la vida presenta; pero ni siquiera eso les garantiza un pasar libre de tormentos, o módicamente feliz. Demasiada gente ha asumido el dictum de que venimos a este mundo a sufrir. Si cada vez más gente entendiese que vivir no es necesariamente una condena, y que las cosas dependen más del deseo o de la imaginación de lo que les habían permitido creer, este mundo (¡este universo micro dentro del multi!) sería mucho más amable. Algunas señas de nuestra identidad las resolvemos sin dolores de cabeza. Yo sabía desde chico, por ejemplo, que quería contar historias. Pero esa certeza fue tan sólo la piedra basal de una catedral que se construyó sobre dilemas. ¿Novela, comic, cine, TV? ¿Academia o pulp fiction? ¿Hambre o futuro? Preguntas que nunca me angustiaron, desde que entendí que esa construcción constante era parte de la gracia de la vida. El de la(s) identidad(es) se

parece a un juego de simultáneas de ajedrez, donde todo se arriesga al mismo tiempo mientras la suerte de un tablero repercute sobre otros. Por eso descreo de la noción de crisis asociada a este asunto: porque la identidad es inexorablemente una materia fluctuante, plástica, que nos presenta a diario la misma, elemental alternativa. La moldeamos o nos moldea. Por acción u omisión, todos jugamos (o nos rendimos) a este juego. Días atrás pasé tres horas disfrazado de Batman. Me cagué de calor. Es duro ser un héroe. Lo hice a gusto porque mi hijo Bruno (sí, sí, así se llama: no pregunten) estaba resplandeciente. Esto era parte de lo que esperaba, lo que me sorprendió fue otra cosa. Los amiguitos de Bruno no se me acercaban en carácter de padre ni de anfitrión ni de ridículo profesional: me interpelaban, más bien, como si fuese en efecto Batman. Y por ende me reclamaban justicia. Nico Equis le había robado un juguete a su dueño legítimo.

Pauli Zeta no dejaba de colarse en la fila. Entendí allí que podía jugar creativamente con las máscaras que vestía en aquel momento. Y sin dejar de ser el papá de Bruno, ni uno de los anfitriones (ni un ridículo, por cierto), podía ayudar a cimentar en esos enanitos la idea de que la justicia, por módica que sea la que está a nuestro alcance, no tiene por qué ser un imposible. Si tan sólo empezásemos a comportarnos más decididamente como autores de nuestras historias...

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Robar Texto: Fabio Morábito / Imagen: Leticia Paolantonio

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la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que al sentirme un ladrón me impedía a mí mismo disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado a veces si no influyeron en mi inclinación literaria, si la escritura no ha sido para mí una prolongación de esos robos, pues me otorgaron a pesar de la vergüenza y el remordimiento, o quizá gracias a ellos, una tendencia introspectiva que más tarde, mal que bien, encontró una forma de articularse en el hecho de leer muchos libros y hasta escribir unos cuantos de ellos. No me arrepiento, pues, de esos hurtos; pienso incluso que habría que

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“Cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para lo que uno quiere decir” enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, pues cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para lo que uno quiere decir, ni una más. Aún hoy, me levanto muy temprano para escribir, cuando todos duermen. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del mismo clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.


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Que los líos se los arreglen ellos Texto: Naty Menstrual / Imagen: Carolina Marcús

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ramos tan tontos, tan maricones, tan miedosos de que se sepa nuestra verdad, tan ocultos detrás de una fachada ridículamente heterosexual. Era como vivir sin aire. Era como estar atrapado en una jaula. En una cárcel. En una caja encerrada con moño rosa llena de fantasías mariconas que nunca, parecía, se iban a poder realizar. Así, presas perdiendo el tiempo, mascullando los prejuicios. Perdiendo tiempo nada más. Ahora a la distancia parece todo tan fácil, tan resuelto. Pero tampoco lo es. La identidad no termina de cerrarse en algo concreto. Por lo menos para mí. No soy una mujer encerrada en un cuerpo de hombre como reza esa frase ridícula que escuché tantas veces. Disfruto de mis dos lados, y no es doble personalidad ni crisis de identidad. No me cambié el DNI ni pienso hacerlo. La identidad no la marca un DNI en lo profundo de un ser. Es sólo un papel para mí. Vivir y disfrutar de lo diverso que tiene cada uno es lo más interesante. Aunque felicito a quien se lo quiera cambiar por una íntima necesidad. Muto cambio pienso me contradigo me convenzo dudo muto de nuevo pero sigo. ¿Qué es esta decisión de cambiar el documento, el sexo? Quizás una manera de encerrar dentro de lo establecido a todo el mundo hombremujer. Parece no haber otra opción, aunque miles de mentes y cuerpos transiten por otros senderos. Hombre o mujer… no… ni hombre ni mujer, quizás para mi modo de ver lo ideal seria agregar un tercer sexo. Otra manera de sentir y de vivir. Un tercer baño público, por ejemplo. Y pienso y re pienso, quizás en mi inocencia, pensé en un inicio, que las chicas que querían sacar el DNI nuevo tenían que hacerse o desear la vaginoplastia, pero preguntando

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“La identidad no termina de cerrarse en algo concreto. Por lo menos para mí” y repreguntando me dijeron muchísimas que no. Y me pregunto hasta qué punto entonces ese DNI certifica que sos mujer. ¿Mujer...? En un hospital, en un aeropuerto, en la policía, si te piden desnudarte por equis causa, debe ser una situación rara, porque si el documento dice: Laura López, ¿entre las piernas qué…? ¿El DNI garantiza aceptación…? ¿Garantiza una salida laboral…? Qué va. Tendrá que pasar mucho más tiempo para que esas cosas funcionen de otra forma. No se puede negar que muchísima gente de la boca para afuera es una cosa y de la boca para adentro mastica mierda. Yo no soy mujer, yo no soy el hombre esperado socialmente, yo soy varias cosas. Depende el ánimo y el momento. Disfruto de mi femineidad

y mi masculinidad. La gente espera que sólo seas una cosa para saber cómo manejarse y no hacerse líos, pero si yo pasé por tantas cosas para llegar a esto, que los líos se los arreglen ellos. Crisis crisis crisis crisis… Soy hombre soy mujer soy travesti soy bisexual multisexual casquivana comilón trolo maricón mascanabo sobatripa mono relojero fiestero Beba Bidart Sophia Loren Rubén Peucelle quién soy quién soy ehhhhhhhh… Soy quien yo quiera ser y si no seré nada o quizás sea todo seré una maraña sexual una caja de pandora una trola un patovica seré lo que se me cante el culo y que se ocupen de sus vidas y me dejen de joder sólo pido eso nada más… ¿Puede ser?


De acá no, de ninguna parte tampoco “¿D

e dónde sos?” Sin exagerar, debo haber escuchado esa pregunta cientos de veces. Si no fuese atea, pensaría con alarma que mis chakras se están desalineando y me dedicaría con devoción a respirar hondo o visualizar con fervor el color azul. O a repetir en mi cabeza frasecitas de algún nefasto personaje al estilo Osho, tan hot últimamente. Pero no, soy demasiado paranoica para alcanzar paz interior en esta vida. Quizás en la próxima. Seguiré participando. En lugar de eso, me invade una auto-observación salvaje, adolescente y patética. ¿Qué gesto, palabra, tono de voz me delató? Y así como otros en un embotellamiento sueñan con tener súbitamente el auto de Batman, yo imagino un grabador y un cassette (crecí en los noventa, es lo que veo; no me juzguen). Qué eficiente sería. En lugar de contestar amable y con firmeza: “De acá”, que invariablemente fracasa: siempre siento un levísimo, inofensivo escrutinio del otro lado. Y, con razón: estoy mintiendo. Aunque “De ninguna parte” tampoco sirve. Nada más triste que hacerse el misterioso/a. No, ante la fatídica, infame, malévola pregunta, aunque hecha sin otra intención que una inocente curiosidad, apretaría play en el objeto demodé y saldría descontrolada y caótica una cronología absurda y enmarañada: “Nací en Méjico, pero no soy mejicana. Nicaragua hasta los dos años. Dakar hasta los seis. Sí, eso queda en África. Oh, qué exótico. Durante unos meses estuve convencida de que era musulmana y me paseaba con una toalla que desenroscaba para rezar (el contacto con otras culturas genera situaciones embarazosas). Aprendí castellano y francés

Texto: Victoria Béguet Day / Imagen: Pito Campos

“Siempre siento un levísimo, inofensivo escrutinio del otro lado. Y, con razón: estoy mintiendo” al mismo tiempo, mi mundo estaba edificado sobre canciones infantiles y quizás valores de aquella cultura. Próximo destino: Buenos Aires, me gustaba, a los ocho años, mudanza ¡oh, qué top! a Los Ángeles, lugar extraño, inasible, con su poderoso culto a las apariencias. Catorce, regreso a Buenos Aires y, mi cerebro, que ya piensa en dos idiomas a pesar suyo, se enamora, con toda la cursilería imaginable. ¿Las pérdidas más dolo-

rosas? Sin duda, los idiomas, territorios que uno explora. En los cuales uno anida. Auténticos hogares. Sí, no me da vergüenza admitirlo, son heridas, fantasmas. Aguardan en la sombra. Sí, cuando escribo lo hago para mantener un diálogo con ellos. Fin. The end”. El cassette se termina. Imagino que el otro huyó despavorido. Demasiada información, demasiado íntima. Creo que yo también lo haría. Resurge con malicia la autocrítica, mi paranoia, mis inseguridades se multiplican: ¿Sonó frívolo? ¿Sonó snob? Hablé demás, sin duda. Quizás deba que retomar terapia. Urgente.

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Odio la espontaneidad Texto: Virginia Gallardo / Imagen: Raúl Nieto Guridi mi cabeza me pongo peor, me mareo, empiezo a pensar: miro en mi interior, miro en mi interior, hasta el infinito, hasta que empieza a sonar un eco y me impaciento... ¿Y ahora qué, qué, qué? ¡Interior! ¡Interior! ¡Interior! Decime algo, che... copate… ¿Qué hago con Miguel? ¿Lo llamo otra vez? ¿O espero una semana y si no me contesta empiezo a dar vueltas por la manzana de su casa para ver si me lo encuentro? ¿Qué hago con el trabajo? ¿Les grito a todos lo

“¿Y ahora qué, qué, qué? ¡Interior! ¡Interior! ¡Interior! Decime algo, che... copate… ¿Qué hago con Miguel? ¿Lo llamo otra vez? ¿O espero una semana y si no me contesta empiezo a dar vueltas por la manzana de su casa para ver si me lo encuentro?”

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os tenés que llegar sola a la respuesta, dice mi analista mientras mueve el pie de la pierna cruzada arriba de la otra lentamente en forma circular. ¿Por qué no me dice qué hacer? Es como cuando la psicopedagoga del colegio me repetía: la respuesta está en tu interior. ¿Cómo se mira al interior? ¿Me imagino mis órganos? El estómago, el intestino, los pulmones, el corazón… se me aparecen ruidos monótonos como de máquinas que hacen su tarea y no piensan. ¿Piensan los órganos? El cerebro les manda la orden de hacer sus cosas, la digestión, bombear sangre, limpiar el oxígeno, triturar el bolo alimenticio. ¿El interior va a pensar además

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qué hacés con tu vida? ¿Tiene alguna visión del exterior? Tu ADN está en todas las células. De alguna forma tu estómago y tus pulmones saben quién sos, tu cerebro les transmite qué te pasa, cuáles son tus preocupaciones, no en vano dicen que cuando estás estresada o mal de ánimo eso te afecta a la salud, hay alguna conexión o sabiduría de los órganos que en cierta medida sigue siendo misteriosa, pero de ahí a que tomen conciencia y te puedan dar una respuesta, no sé... supongo que eso de mirar al interior es simbólico. O puede querer decir que miremos al interior de nuestra cabeza. Pero el interior de nuestra cabeza es un quilombo. Cuando miro el interior de

que pienso? ¿Le clavo un cuchillo a mi jefe? Otra que me dice todo el mundo: vos vas a saber qué hacer. Yo nunca sé qué hacer. Cuando actúo espontáneamente siempre me mando alguna cagada. Odio la espontaneidad. Me gustaría tener una cucaracha como los conductores de los programas de la tele por donde les dicen todo el tiempo qué hacer y qué decir. Mi interior. Mi interior no me da bola, no me dice nada, me abandonó. ¿Qué estás pensando, Virginia?, interrumpe mi analista. En mi interior, le contesto. Silencio. ¿No me decís aunque sea una cosita? ¿Lo llamo hoy o no?, le suplico. La respuesta es otro silencio. ¿Eso es un no?, digo esperanzada. ¿Nos vemos el lunes? Me dice enigmático. La puta madre…


Tantas identidades, tantas crisis Imágenes: Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco y Darío Mekler

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LGO NOS ESTÁ PASANDO EN CASQUIVANA Y NO SABEMOS BIEN QUÉ ES. ¿QUIÉN NO VIVIÓ UNA CRISIS DE IDENTIDAD, O VARIAS? ¿QUIÉN NO SUFRIÓ LAS DE OTROS, LA DE SU CLUB DE FÚTBOL, LA DE SU MASCOTA? POR ESO ABRIMOS LA CONVOCATORIA AL PÚBLICO, A LOS LECTORES , ESCRITORES Y A LOS ILUSTRADORES, PARA QUE COMPARTIERAN SU PEOR, MEJOR, SOCIAL O FICCIONAL CRISIS DE IDENTIDAD. RECIBIMOS MUCHAS HISTORIAS INDIVIDUALES, MASIVAS, SEMIVERDADERAS. ACÁ ESTÁ UNA SELECCIÓN PARA COMPARTIR.

Algo así me ocurrió durante la infancia: mi primo y yo nacimos con pocos días de diferencia y éramos inseparables. Pero yo tenía padre y él no; yo tenía hermanos y él no; a mí me hacían regalos de navidad muy lindos y caros (no porque tuviésemos plata si no porque mi padre era un delirante) y a él no; yo era estudiosa, aplicada y “buena” y él no. Y yo odiaba todo eso que yo tenía y él no. Odiaba ser yo y quería ser él. (Selva Almada) Mis problemas de identidad y yo nacimos una tarde de diciembre. Mi papá solía decir que nací pelirrojo, luego yo devine rubio y él morocho. Esa asimetría cromática, cuando no generaba sospechas, era la fuente de innumerables chistes que incluían soderos y carniceros polacos y alemanes. Hoy, ya pelado, me doy cuenta de qué poca diferencia había entre nosotros dos. (Lucas Misseri)

Travestida. ¿Quién, yo? Sí, claro, vos. La del jean por calles derrochadas. Garabato de vestido en papel de diario. Bufanda entre sueños envolventes sobre camisa de agua dulce. Espejo contra pollera en viento, molesta. Noches en sedosas pijamas. Hilo por azogue y fuego. Deseo de taco aguja y plataforma a debido tiempo. Café El Tero no se hace las preguntas. No hirviendo sobretodo. Musculosa se mira al espejo, no le importa la entretejida. Retazos. ¿Yo? trama. El Tero atiende su business, (Lourdes Landeira) es ferretero. Y anda con el manual de las opiniones. No sabe bien quién es ni dónde vive. Lo marea Crisis de héroes. En las películas, en los el curso de las cosas. Y en medio libros, en las historietas uno genera emdel terror, del extravío, escarba patía con el héroe, mediante un proceso el overol en su lugar secreto: por muy elemental, la identificación. Nos reun pequeño agujero en el bolsi- flejamos. ¿Será que cuando enfrentamos llo izquierdo toca extasiado su una crisis de identidad es por carecer bombacha rosa. (Eddie Babenco) de héroes? Como perder el espejo que mejor nos hace ver. (Alejo Araujo)

Vaya pesadilla corriendo Con una bestia detrás Cobrar el alquiler estaba a car go de mamá, así que yo nunca (Antonio Vega) había vuelto a entrar a ese lugar en el que había crecido hasta los El niño, brazos en alto, corre despacatorce. Pero esa tarde me delevorido entre las mesas del restaugó el asunto. rante mientras grita hasta el límite de lo agudo. Uno de los padres, El inquilino tenía una inmobiliaLa identidad siempre está en crisis, siematrapado en su traje de marca, le ria, ahí. Escritorios, sillas giratopre está en movimiento. recrimina el escándalo. Su hija rias, papelitos: 3 d. liv-cdor. baño, Se mueve tanto que para algunos psipequeña, decepcionada, le regaña: gge. La casa se había empequecoanalistas no existe. Dicen que nuestra “¿De verdad que no ves el monstruo ñecido, lo supe ni bien entré. identidad no es la del documento de idenque le persigue?”. (Ginés Cutillas) Una nena con el flequillo despatidad sino un conjunto de identificaciones rejo lo odió en mi estómago. cambiantes con las que fuimos armando (Valeria Tentoni) nuestro yo, las imágenes con las que nos representamos a nosotros mismos. Somos personajes de ficción, construcciones, rompecabezas, Frankensteins. (Carlos Chernov)

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La identidad no existe. Lo supe desde que pasaba delante de esa puerta llena de espejos que fragmentaban mi imagen adolescente como si pudiera dividirme en cuadraditos. Frente a ese paisaje multiplicado y a una historia que siempre es diferente, jamás pude entender cómo una persona puede creerse igual a sí misma. Hace unos días encontré una puerta muy similar, un viejo sabio la abrió, y algo nuevo quedó resonando. (Félix Chiaramonte). Uno de los efectos secundarios de la orfandad es el Alzheimer repentino, es caer por el pozo negro de la memoria. Al morir tus viejos, perdés los nombres de los vecinos, de las maestras de la primaria, el modo en el que se enhebraba la caña de pescar, confundís tu primera palabra con la de tu hermano, el final del chiste que te contaron tantas veces. Cuando fallecen tus viejos se rompe el hilván del relato que narraba tu infancia. (Marisa do Brito Barrote)

Hyde salió anoche como de costumbre. Entró a un bar y comenzó a insultar a los parroquianos. La tensión fue subiendo: de los gritos se pasó a los golpes y sillazos. Un puñetazo encegueció el ojo derecho de Hyde. Salí como pude. Afortunadamente, no hizo falta suturar la herida y la puedo disimular con una venda. (Juan Pablo Csipka)

Vampiritos. Yo es otra, domesticada pero peligrosa. Amenaza dejar de parecer humana en cualquier momento para transformarse en lo que vive adentro y abajo: un pequeño vampiro traslúcido sólo visible con luz de luna, una dragona que oculta sus escamas bajo las mangas. Algún día tendrá hijos, que imitarán su timidez de vampirito alunado y exhibirán sin culpa sus escamas brillantes. Ya no estará sola. (María Rosa Lojo) Le poníamos un tapón a la bañadera y la veíamos llenarse. Las más chicas se bañaban primero. Éramos siete, no teníamos nombre. Todas éramos “nena” para mamá. A mí me tocaba última, el agua me llegaba fría y turbia de jabón y hermanas. (Rocío Zabalza Ritacco) Cuando me preguntaban, yo siempre respondía lo mismo: soñaba con ser el 4 de Independiente. Hasta los primeros años del secundario mantuve el sueño intacto, a pesar de que las evidencias contradecían mi esperanza. Quería jugar el mundial ‘86, en el equipo del Diego, pero ya en el ‘82, a los 14 años, guardé los botines en su caja original y ahí quedaron, por mucho tiempo. Me quedé sin fútbol y empecé a escribir. A imaginar los fracasos de otros, para no ser el único fracasado del universo. Eso me alivió un poco, incuso me dio algunas satisfacciones. Pero no alcanza. (Ariel Bermani)

Aunque tengo dos nombres, toda mi vida me identificaron por el segun- La escribana Ordóñez invirtió buedo. Es rarísimo que responda o me na parte de su vida en hacerse un dé vuelta si alguien me llama por el nombre, en sostener un prestigio primero. Porque uno es quien es por y en dar fe de quién es quién. Su cómo le dicen desde chico. Enton- hijo Eugenio, como la mayoría de ces, cuando por algún asunto legal los que se relacionan con él, ha o formal tengo que usar mi nombre decidido prescindir de toda idencompleto y alguien me llama por el tidad; a lo sumo, hoy es alguien primero, me parece –y a veces me y mañana, o varias veces al día, otro. Madre e hijo –cómo negardivierte creer– que soy otro. lo– son contemporáneos, pero (Genaro Press) como las estrellas que veían Copérnico y los ptolemaicos, pertenecen a mundos con leyes y lógicas diferentes. (Fernando Peirone)

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Quizá es un cliché, como todo lo que se espera que pase; pero cuando me di cuenta de que estaba enamorada de mi amiga y que eso implicaba prescindir de mi vida plan A y acto seguido divorciarme de quien era mi marido, tuve un tiempo en el que dudé hasta de mi número de documento. (Clara Anich) Qué es una crisis. Una cosa. Una. Y la identidad, qué cose. Yo qué. A qué me coso, con qué me caso, de qué digo: yo. O decía, era, cosía. No va más. Qué es cambio. Qué cambio es crisis. En qué me cambia decir: yo. O no decir más. El quiebre también da gusto. El vacío llena. Donde termino, hay algo más, y otra cosa. El placer secreto del renacimiento. A quién querés engañar. A quién. Yo qué. O no decir más. (Natalia Kiako)


La invención de una identidad I: El inventor. Partir de la premisa de que toda identidad es una invención. II: Lautréamont. Inventarse una, como si se inventase un cuerpo, una soledad, un rostro terrible. III: La parábola de Kafka. No basta con inventarse una identidad. Yo a veces era dos, tres, cuatro, cinco, seis como mínimo, decía: lo importante no es la invención de una identidad, si no el proceso de desidentificación por medio del que puede uno sacarse de encima a sus demonios. Un caso ejemplar lo ofrece Kafka, que descubrió en un conocido libro de Cervantes cómo Sancho Panza, hombre libre, logró apartar de sí a tal punto su demonio al que luego llamó Don Quijote. IV: Rimbaud. Tallaba un fémur en medio de su soledad, y de sí. V: La siniestra. Una identidad no debe ser construida a partir de nuestras semejanzas, sino de aquello que de nosotros mismos desconocemos, esa es la construcción de una identidad por venir. VI: El mago. DESAPARECER ES MI IDENTIDAD. VII: La muerte. La muerte, sólo la muerte, nos dará la identidad y el rostro definitivos. (Alexis Jesús Donoso González)

Todos los días del señor Hilario Gómez son iguales: se levanta relativamente temprano, se afeita, lava sus dientes y peina su cabello oscuro casi sin darse cuenta. Es un hombre común pero es susceptible a los avatares de su corazón, y cada tanto lo apresa uno de sus feroces ataques. Lee mucho y duerme en proporción equivalente. Cree que sólo un par de textos suyos valen la pena. Tiene días en los que elige morir y días en lo que no. Entonces, escribe sobre esos días en los que elige no escribir. El señor Hilario Gómez registra un estilo no muy particular, pero sí suficiente como para comentar este breve episodio. Su celebración es un estuche o un perímetro desolado al tiempo que muta hacia una peculiar plenitud por las quimeras esquivas. (Conrado Yasenza)

Empecé a escribir por culpa de Pablo, el vago del puente. Tomando cerveza sacó un poema y lo entró a interpretar. Me pareció un diamante. Y el golpe en el ojo: no podía ser que ese borracho roñoso lo hiciera y yo no. Yo era peor: él tenía un poema genial. Yo no tenía nada. Y, como quien no quiere la cosa, se lo robé. Desde entonces y por un par de años, intenté usarlo para conquistar alguna chica o para decir que era algo en la vida, que tenía un poema y presentarme como alguien. Lo cierto es que ahora –después de no verlo por más de diez años–, cada vez que saco un libro, me lo cruzo por algún lado. Ese tipo que mezcla cemento todos los días es mi verdadero mentor. Es mi reflejo y no puedo evitarlo. Y escribe desde mis manos. Por devolución de gentilezas. (Luis Mey)

En la Argentina se está creando un problema político alrededor de la revivida identidad peronista del ‘45 –donde hay identidad hay duplicidad y redistribución–. Durante doscientos años de barbarie, la alta burguesía ocultó los frutos del trabajo. Traficó su propia ganancia para exponenciarla y volver identidad de clase. Esa ganancia se obtuvo en detrimento del Estado, pero desde el Estado. Fue el modus operandi de la alta burguesía agraria que Perón sacó del gobierno y en un eterno retorno vuelve. Es la oligarquía que fundó un Estado paralelo, de privilegiados, con los frutos prohibidos, y que se resiste a que lo que hasta ahora eran privilegios de una identidad de clase devengan derechos adquiridos –con las obligaciones que eso conlleva–. (Oliverio Coelho)

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E L D E

D i A R i O A Y E R

l? ¿Y vos qué le vas a pedir a Papá Noe , tas Anticipándonos a las fies d Casquivana les desea una Navida para todos los gustos.

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N A R R A T i V A

El caminante Texto: Hernán Ronsino Imagen: José Villamayor

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omo en un ritual, cerca de los quince años, mi padre me dijo: “Ahora te toca a vos”. Un sábado a la tarde sacó el Falcon. Y salimos, despacio, por las calles de tierra, buscando los caminos rurales que bordean la ruta 30. Antes lo había hecho con mis dos hermanos mayores. Ahora me tocaba a mí. La tarde estaba soleada. Pero en las cunetas del camino había un poco de barro y agua de alguna lluvia reciente. Mi padre manejó en silencio durante un largo rato. Cuando tomó el camino ancho que lleva al Fogón y, después de cruzarnos con un sulky al que saludó, detuvo el auto. Y se bajó. Entonces, con movimientos complejos, me senté frente al volante. Mi padre subió por la otra puerta y me dijo: “Acordate. Apretás el embrague y lo vas soltando de a poquito”. Las palancas en el piso eran gigantes. Y no podía reconocer –con claridad– cuál era el embrague y cuál el freno. Era un Falcon 64. Es decir, cuando yo había nacido el auto hacía once años que andaba por el mundo. “Bueno, dale”, dijo. Entonces, cuando quise acelerar, el motor se paró en seco. Después de cuatro veces pude encenderlo –mi padre comenzó a ponerse nervioso–. Me dijo: “Largalo pero despacito”. Y un sacudón brusco nos hizo corcovear. La dirección estaba torcida y si no fuera por la intervención de mi padre – acomodando el volante– nos íbamos de frente a una cuneta llena de agua. “Cuidado, despacito, ¿querés?”, soltó medido pero con un tono de desesperación y bronca. El Falcon era un gigante. Mi padre volvió a decir: “Largalo despacito”. Ahora el auto salió en marcha. Mi padre, tenso, decía: “Bien, tranquilo, llevalo así”. El camino de tierra estaba parejo. Me fui soltando y reconociendo el mando del auto. Ahora sabía cuál era el freno. Lo único que no podía incorporar era la lógica del cambio. Todavía eso

era imposible. Mi padre movía, cada tanto, la palanca. Anduvimos así de serenos durante unos cuantos minutos. Hasta me permití, incluso, contemplar el campo. El cielo despejado. Pero la ruta 30 se nos vino encima. Y parados en la banquina, mi padre aumentó la apuesta, dijo: “Dale, animate, no viene nadie”. Subí confiado. Andar por la ruta era un sueño. Una bandada de golondrinas giraba encima del campo de Cura. Mi padre pensó en encender la radio, también hizo un chiste. Así íbamos, distendidos. Hasta que por el espejo retrovisor comenzó a crecer la sombra de un camión Scania. Avanzaba, cada vez más, sobre el Falcon. “Te va a pasar”, murmuro mi padre. No dijo: nos va a pasar. Dijo, te va a pasar. Y eso me puso más tenso. “Llevalo así –me decía– derechito. Llevalo así”. El camión, antes de abrirse para pasar, tocó bocina. Yo tenía las manos

tensas sobre el volante. Y sentía de qué modo avanzaba esa sombra. Me inquietaba la magnitud. Entonces, cuando el camión estaba a la par, pasándonos, no sé por qué, apreté el freno y el Falcon tambaleó. Mi padre empezó a gritar. Se tiró encima del volante. Y pudo controlarlo. Igual, casi terminamos hundidos en la banquina. Después, nos quedamos en silencio, respirando, viendo de qué modo el Scania se perdía entre los campos arados. Yo me hice una promesa –que aún hoy, a más de treinta años de ese episodio, respeto religiosamente–, que esa iba a ser la última vez que manejaba un auto. Así me fui convirtiendo, primero en el pueblo, después en la gran ciudad, en una especie de flaneur o, como me llamaban los amigos de la adolescencia, en el caminante.

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N A R R A T i V A

Álbum de familia

Texto: Clara Anich / Imagen: Sol Bottaro

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i padre reconoció a su padre en un libro de fotografías y fue como verse a él mismo. La cara ancha, los cachetes, el pelo rubio. La foto mostraba a un chico de dos años sentado a la mesa, comiendo una mezcla de algo, cuchara en mano. Mirando a la cámara con el entrecejo fruncido. Aunque lo que no reconoció enseguida fue el epígrafe: Hohenhorst, Alemania. Niño nacido en una casa Lebersborn, decía. Estábamos hojeando un libro recién comprado, sentados en el sillón de su departamento. Teníamos esa costumbre, si uno compraba un libro que pensaba que al otro podía gustarle lo llevaba –él a mi casa o yo a la suya– para mirarlo juntos. Nos quedamos en silencio. –Es el abuelo, dijo mi padre. –¿Leíste?, respondí. Cuando lo vi bajar la cabeza supe que, antes o después de la pregunta, mi padre había leído. –¿Querés un café?, fue todo lo que pude decirle. Sin responder vi cómo se metía en el baño, supe que estaba llorando y supe también que iba a darse un tiempo para salir con la cara lavada. Puse el agua a calentar y preparé las tazas. A mí sí me iba a venir bien. Volví al living y me senté a mirar la fotografía. El chico nos escrutaba. Era exactamente igual a mi padre. Y yo también me parecía. Dejé pasar unos minutos y cuando oí el ruido del agua en la pava, me acerqué a la puerta del baño. Por un momento pensé que quizá sólo era parecido, pero sabía que mi abuelo había nacido en ese pueblo, y creo que como mi padre siempre supe que había algo que no conocíamos de su historia.

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Golpeé la puerta: –¿Querés que me vaya? Quizá quería estar sólo. Reencontrarse. Pensar.

“Volví al living y me senté a mirar la fotografía. El chico nos escrutaba. Era exactamente igual a mi padre. Y yo también me parecía” –Ya salgo, dijo y oí correr el agua del lavatorio. Terminé de preparar los cafés y mi padre estaba otra vez sentado, apoyando el libro sobre las piernas. Se miraba. Creo que nos miraba a todos. Había abierto también, un libro de fotos familiares. Viejas, recuperadas. En una de las fotografías del álbum, una mujer joven alzaba a un chico en brazos. Ella sonreía, el bebé era el mismo del libro. En el revés de la foto podía leerse: Ihre ´43. Me gustaría saber a quién se la dedicaba, a quién le pertenecía el tuya. –No puedo creer que esto aparezca ahora, dijo. Mi abuelo había muerto hacía seis meses y ya no había otro familiar a quién pudiéramos preguntarle. Lo único que mi padre conocía de su padre, la historia que siempre se había contado en la familia, era que su madre lo había criado sola y que su padre había sido un joven soldado que murió en el campo de batalla. Pero en realidad, cuánto supo mi


casadepapel EDICIONES DE BAJA TIRADA   

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abuelo de su propia historia, y quién y qué es lo que se había ocultado, jamás íbamos a conocerlo nosotros. Si su madre le había contado que él no era hijo de un joven soldado sino de un oficial de la SS, que había sido

“En el revés de la foto podía leerse: Ihre ´43. Me gustaría saber a quién se la dedicaba, a quién le pertenecía el tuya” engendrado para convertirse en una próxima generación de elite de niños rubios y, que ella, como muchas otras mujeres, para ser aceptadas dentro de Lebersborn, había tenido que jurar lealtad al nazismo, no íbamos a saberlo nunca. Si ella tuvo que vivir después la humillación de la cabeza rapada y los paseos por la ciudad; y cuándo decidió escapar junto con su hijo, tampoco. Con mi padre pasamos las hojas del libro buscando alguna otra foto con su cara. La de su padre o su abuela. No encontramos ninguna. Mi padre se levantó y llevó las tazas vacías a la cocina. Yo lo seguí. Las dejó en la pileta. –¿Querés que te alcance con el auto hasta tu casa?, me dijo. –Dale. Lo vi cansado y entendí que ahora sí necesitaba quedarse solo. Al salir del departamento, volví a mirar la mesa baja del living. Habíamos dejado el libro abierto en la foto de mi abuelo. Supuse que ninguno de los dos podía cerrarlo todavía.

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N A R R A T i V A

Veinte minutos Texto: Dolores Fernández / Imagen: Martín León Barreto

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auro está leyendo, y es como si estuviera solo. El tren, el movimiento, la gente, el ruido se vuelven de a poco latentes como el peso del reloj en la muñeca, el contacto con la ropa, la mínima presión de los zapatos. Pero algo lo saca de su lectura como si le levantaran la vista a la fuerza. Es la bocina del tren: un grito largo, afónico, a contrapelo. Una vez le contaron que cuando un maquinista se ve a punto de pisar a alguien no deja de tocar la bocina aunque el atropello sea inevitable, para no escuchar el ruido de los huesos rompiéndose entre las vías y las ruedas. Como galletas o cereales crocantes. Lo que no puede disimularse, piensa Mauro entonces, es la sensación, real o imaginada, de que el tren pasa por encima de algo. El instinto lo hace encogerse, tal vez por impresión o tal vez buscando pesar menos sobre esa persona que ya empieza a gritar y que los que viajan con él escuchan desde arriba, como parados prematuramente sobre su tumba. Los pasajeros atraviesan las puertas conectoras de los vagones para agolparse en el primero, donde él viaja, porque por las ventanas de la derecha se llega a ver a la víctima. Con los recortes de frases se va armando la imagen que no ve. Una mujer mayor. Está viva. Está conciente. Sigue atrapada bajo el tren. Grita (eso también se escucha, pero alguien lo menciona, de todas formas). Está lastimada; no parece que vaya a morir. Con la extraña intimidad que une a los testigos de hechos semejantes, todos comentan impresiones, se preguntan si fue un intento de suicidio o un accidente. Él sigue sentado. Siente que sus huesos están sueltos. Lentamente junta fuerzas para ce-

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rrar el libro. Por la forma en que un hombre lo mira supone que el pánico asoma a su cara, pero en seguida se da cuenta de que no se está fijando en el blanco de su piel sino en el del delantal de hospital que dobló sobre su regazo al sentarse. Pronto estalla el clásico “¡Un médico, por favor!”, y a pesar de que Mauro apenas empieza a hacer su residencia, el delantal denuncia que algo tiene que poder hacer, al menos hasta que llegue la ambulancia. El hombre lo sigue mirando mientras él acomoda el último pedacito de

cuerpo por la ventana para no perderse los detalles, se indignan por los transeúntes que paran y hasta sacan fotos con sus celulares. Otros piden que destraben las puertas. Cuando un operario del tren dice que aunque la atropellada está fuera de peligro nadie puede abandonar el tren, empieza a sentirse ese calor que anestesia el aire cuando se sabe que no es posible salir. Una mujer con calzas celestes y remera larga azul, de rulos electrizados en un rojo desparejo, pregunta por qué los infelices que se quieren suicidar le tienen que andar complicando la vida también a los demás. La gente a su alrededor se revuelve un poco, tratando de distraer la agitación que esas palabras despiertan en su nerviosa compostura. Alguno de ellos no lo logra: un hombre de traje, impecable pelo gris hacia el costado, alguien que uno se imaginaría en un auto más que en el tren. Grita que abran las putas puertas, que esto sólo pasa en este país de mierda donde nadie se queja y nos toman por pelotudos que pueden perder tiempo. Mira alrededor con aire de político, buscando reacciones o improvisando un silencio dramático. Una vagabunda de las que piden limosna en el tren, con ropa gris de tan vieja y sucia y la piel como un cuero que apenas le tapa los huesos, se acerca rengueando. Los ojos demasiado abiertos y los labios filosos y resecos. –Ojalá se hubiese tirado tu madre, la concha de tu madre –se calla un momento, como calculando si lo que acaba de decir es contradictorio, pero en seguida sigue: –No sé cómo no se tiró todavía, con un hijo como vos. Qué te cuestan dos

“Cuando llegó mi turno empecé a hablar sin pensarlo. Nunca había tenido registro de ese recuerdo que ahora contaba con lujo de detalles.” tela blanca dentro de la mochila. No le dice nada. No hace gestos. Lo observa como una voz de la conciencia. Los gritos de la mujer van calmándose de a poco cuando los médicos llegan y la atienden. La palabra rata se le aparece a Mauro como si alguien la deletreara sobre su oreja; le hace apretar la boca y trata de olvidarla. Pero se instala en sus oídos y en sus ojos. Encorvado, busca esconder la mirada entre zapatos y bollitos de papel tirados en el piso. Sin levantar el codo de la mochila se rasca el nacimiento de una ceja con el índice, se acomoda el pelo. Quisiera ser botánico. Bibliotecario. Ferretero. Algunos, mientras asoman medio


minutos; hay una mujer atropellada. Pero claro, otra vieja que se muere, total. Hijo de puta, ojalá fuese tu madre la que está ahí tirada y rota. La gente se ríe y Mauro se pregunta de qué. No es risa nerviosa. De verdad les causa gracia. Y desprecio. Él se siente del lado de la mujer gris, no por piedad, sino porque cree que tiene razón. Pero mientras presiona con las uñas sus palmas húmedas se resigna a reconocer que no tendría el aplomo para defenderla. Además, toda esperanza de que alguien pueda recapacitar se pierde cuando

ella saca de pronto unas llaves de su bolsillo y dice: –¿Tanto te cuesta esperar? Vení, yo te abro la puerta. Bajá; bajá y andate a la mierda –y prueba ese manojo en la puerta metálica, automática, sin nada parecido a una cerradura. Y realmente sorprendida murmura que ésas justo no son. –Podés creer –le dice como si no acabara de taparlo de insultos y odio– que justo hoy no tengo la de acá–. Y desviando la vista hacia una ventana se queda ausente, mirando cómo la mujer atropellada es cuidadosamente acomodada en una camilla. Todas las miradas, reunidas hasta entonces en su espalda encorvada, se desplazan como si fuesen una sola al otro extremo del vagón, donde un chico golpea las trabas de una ventana para intentar abrirla. –¡Aire! –grita, mientras sigue el forcejeo y mira de reojo a la embarazada que está sofocada en el asiento junto a él–. ¡La señora necesita aire! Mauro siente que una de todas las cabezas abandona la dirección obligada para volverse y mirarlo. Primero a él y después a la mochila donde el delantal se retuerce. No puede. Ninguna parte de su cuerpo reacciona. Ni siquiera ayudar a una embarazada desvanecida, sin sangre ni cortes. Una rata; es una verdadera rata. Un miserable. El operario vuelve a salir de la cabina y ayuda al chico con la herramienta necesaria para levantar, sólo un poco, el vidrio. Como un rumor y después a los gritos, la gente exige que destrabe toda la ventana para poder salir por ahí si es que las puertas van a seguir bloqueadas.

El hombre pide calma, repite que es muy riesgoso caer en medio de las vías y que de todas maneras la ambulancia ya está cargando la camilla y se va a reanudar el recorrido. Desde el palco en que se convirtió el primer vagón, un público exigente disfruta del espectáculo. Por un momento flota la sensación de que van a aplaudir cuando las vías sean finalmente liberadas. Después de empujar a su paso al hombre de traje, la vagabunda es la primera en irse al vagón siguiente y Mauro la ve atravesar las puertas conectoras hasta perderse de vista. Afuera, las sirenas de la ambulancia que se aleja y los curiosos que se dispersan desarman el núcleo del accidente. Un nuevo maquinista reemplaza al que estaba a cargo. Durante los veinte minutos que lleva el episodio se escuchan conversaciones por teléfonos celulares relatando lo ocurrido o avisando llegadas tarde a parejas, jefes, amantes, hijos, madres, amigos que esperan a los pasajeros. Ahora que lentamente se retoma la marcha, de nuevo hablan todos a la vez, cada uno por su cuenta, anunciando la vuelta a la normalidad del tren y calculando horarios. Mauro piensa vagamente en su teléfono. Pero no se le ocurre a quién llamar.

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T E N G O V E C i N O

U N Q U E

Adora reventar sus muñe inflables en el c

Es famoso Ana Prieto

T

engo un vecino que se llama Daniel, otro que se llama Javier, otro que se llama Mario, otro que se llama Emmanuel y otro que se llama Juan. Daniel vive enfrente, lo suelo ver en el chino, va de ojotas en invierno, adelgaza con los años y me recuerda al señor Usher. Hace ya diez meses (los he contado) que no ensaya, y yo me preocupé e imaginé mil infortunios hasta que me dijeron que su cara espectral empapelaba un pub en Amsterdam y que allá tocó hace poco. A Javier lo suelo cruzar en la verdulería y también en las elecciones, pero la última vez que lo vi fue en la puerta de mi casa. Listo, me encontró, pensé: llegó el momento de su venganza por el tweet que escribí hace un año sobre él y las ballenas. Pero Javier es de esas personas que se detienen donde sea cuando les suena el celular: “sí, la mina canta impresionante”, decía. “Llamémosla”. Mario vive a la vuelta, tiene una garita en la puerta y dos camionetas idénticas. Siempre nos topamos en la misma vereda y siempre me quedan los nervios a la miseria porque me nace un pudor idiota inspirado vagamente en la dignidad: “no mires al famoso”, me repito. “No lo mires”. Emmanuel, literalmente, no se deja ver. Cuando hemos coincidido se cubre la cara, o vuelve sobre sus pasos, o se agacha para recoger algo inexistente, como temiendo algún acoso. Juan vive al lado, saca la basura arrojándola desde la puerta, pone la tele a todo volumen y tiene invitados cada domingo desde las 10 de la mañana. Dos veces llamó a la policía durante las dos únicas veces que he hecho fiestas aquí, y le encanta sermonear y dar lecciones aunque él lleva hacia extremos asombrosos la separación entre la prédica y el ejemplo. Juan es el vecino que nadie quiere tener, pero de todos mis vecinos, y que alguien me lo explique, es el que menos me estresa.

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ecas clímax

Horacio Petre

Intoxica su entorno Conrado Geiger

E

mpezando por su propio cuerpo: es gordo, sudoroso, sin afeitar, siempre fumando cigarrillos negros. Siempre. No reconoce los límites entre lo propio y lo ajeno, de modo que así como intoxica lo propio, se expande a los demás. Fuma, y los puchos los tira al piso, al pasillo, al espacio común del edificio que cohabitamos. Este pasillo es ocupado regularmente por sus trastos. Estamos en un PH con cuatro departamentos en planta alta y cuatro en planta baja. A los de arriba se accede por dos escaleras distintas. La que lleva a su depto está atestada de bolsas de materiales de obra, un placard, una mesa, mugre, partes de cosas, herramientas, como un depósito abandonado. Él se dedica a ciertos negocios con autos viejos (una vez me lo explicó, algo de compañías de seguro y limada de números de motor, no le entendí pero parecía ilegal) utiliza el pasillo como depósito para dejar partes de autos: puertas, motores goteando aceite, capots, ruedas. Los autos viejos, destartalados, incluso quemados, los estaciona frente a nuestro edificio. Son cuatro o cinco que van rotando, que están allí, quietos, sucios, juntando basura debajo suyo, impidiendo que nosotros o cualquiera que venga a visitarnos pueda estacionar en la puerta. A veces ni en la cuadra. Intoxica la cuadra. Sus hijos, toxiquitos, desenvuelven prolijamente los caramelos para tirar los papelitos al piso. De modo que nuestro pasillo, nuestro espacio común, está asolado con sus muebles, sus autopartes, sus puchos, sus papelitos. En el trato es amable, salvo que se le cuestione su modo de usufructuar el espacio común. En ese caso se pone violento, grita, amenaza, hasta ha pateado puertas de vecinos. Tengo un vecino que es tóxico, e intoxica todo lo que tiene alrededor.

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C R Ó N i C A

Fuera de eje Texto: Florencia Goldsman / Imagen: Viviana Brass

N

o me convertí en una neo Gandhi pero afirmo: los últimos años aprendí a compartir. Estoy segura de que viajar dos años me ayudó a romper un cascarón duro y citadino. Ahora el ejercicio de resumir un aprendizaje y encuadrarlo en algunos párrafos se me escapa entre los tip-taps del teclado. En Brasil viví los mejores cuatro meses de mi vida. Lejos de las zungas flúo, sin tantas caipirinhas ni demasiadas sumergidas en el mar como me hubiese gustado. Rankean como los mejores tiempos sin temor de exagerar ni de que me miren de reojo. Viajar te empuja fuera de la apretada viñeta en la que nos encierran los preconceptos. Obligada a tratar con desconocidos y a sobrevivir bajo nuevos significados 24 x 7, los prejuicios se reducen a hormigas. Vivir en casas colectivas donde el salario y el armario se comparten, junto con el trabajo, la comida y los recitales desafió mi horizonte. Las agarraderas de las cosas que nos propone la vida en las grandes ciudades se desdibujan en un esfuerzo no apto para todo el mundo. Tuve la enorme fortuna (simbólica porque mi capital de viaje siempre fue un promedio de 300 dólares en un bolsillo de la mochila) de cruzarme con el colectivo Fora Do Eixo, la red cultural más grande de Brasil en el presente. Gracias a este encuentro redescubrí mi amor por la música, experimenté la vida en una comunidad híper tecnológica, y me sumergí en ambientes en los cuales el diálogo es una gimnasia diaria. Reaprender que hay que disputar las propias pautas con los otros. Trabajar a través del diálogo en proponer la agenda que nos quema, nos conmueve, nos quita el sueño. Correr el eje de la discusión, de la vida y encontrar nuevos sueños compartidos es la matriz de esta red “fuera del eje”.

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Una de las formas que encuentro para representar el espíritu de red en la que viví es la frase “Vamos a trocar uma idea” cuando se proponen abiertos al intercambio de pensamientos. Se trata de una de las formas más comunes de escuchar qué buscan los demás. Esto implica que no sólo la persona A le cuenta algo al individuo B. Compromete un intercambio por igual, una escucha mínima, una transformación a través de la palabra. A habla con B y

“En la Argentina es un lugar común la promesa ‘el año que viene dejo todo y me voy a vivir a Brasil’. Es una excusa para soñar con una vida a la que nadie se anima” después decidirán si hacen AB o BA o BAC, o si siguen caminos separados. Momento único y elemental de la humanidad que parece anulado en la ciudad a la que llegué.

Drogas en pastillas musicales La red Fora do Eixo me proveyó de la droga para mí más peligrosa: el acceso libre y gratuito a música brasilera en casi todas sus formas y en grandes dosis de formatos independientes. Las casas colectivas en las que viví están estructuradas a partir de festivales y shows de rock organizados por grupos de jóvenes que viven juntos y comparten el trabajo. Estos formatos espontáneos de casas culturales se fueron multipli-

cando de ciudad en ciudad en Brasil y atrajeron cada vez a más jóvenes. Al tiempo se fueron sumando más artes hasta formar una propuesta integral: jornadas de shows de bandas independientes, presentaciones de teatro, intervenciones audiovisuales y talleres de formación libre. La clave: que el evento cultural tenga lugar, que los vecinos participen, crear un espacio para transformar nuestros días a través de la cultura.

Temor a ya no tener (cosas) Otro gran apartado merece la propuesta de economía solidaria que


Volver es para súper heroínas

propone esta red. ¿Nos animamos a que nuestra casa no sea sólo nuestra, sino que tenga las puertas abiertas? ¿Aceptamos dejar de cobrar nuestro salario en dinero y cambiarlo por los servicios básicos que necesitamos para vivir? ¿Nos animamos a ponerle precio a las experiencias culturales? ¿Cuánto pagaríamos por un show de la banda que nos gusta si nadie le pone precio? ¿Podemos compartir nuestro conocimiento gratuitamente y recibir el de los demás? Por fin: de cara a una nueva vida, con todas las herramientas a mano y sin caminos trazados para seguir ¿quién se sube al viaje?

Intento revisitar mi ciudad como turista, como si fuera ajena a esta realidad. Tan difícil como escribir esta crónica de viaje. Para contrarrestar sensaciones que no sé manejar, me propongo no pensarme con residencia fija en Buenos Aires. Los viajes nos ponen en estado de excepción. ¿Qué pasa cuando el viaje no es una vacación de un par de semanas? ¿Qué sucede cuando el viaje es la propia vida: habitar espacios nuevos, tener que hablar un idioma ajeno, ser la extranjera siempre? Hoy mi percepción se ocupa de cosas que para otros son básicas. En mi caso redescubro cómo es volver a dormir en una habitación para mí sola, las diferencias con mi última morada en donde dormía con cuatro personas más (no en la misma cama). El cuello se me abigarra al escuchar a una amiga “a punto de agarrar el primer trabajo que aparezca” (mi humilde descubrimiento viajero es el de animarme a apostar por lo que me gusta con tiempo. Darme esa oportunidad). Imposible es hoy para mí volver a los anteojos que usaba hasta hace dos años y que me proponían la Argentina como puerto unívoco. Me cuesta escribir este texto, ordenar los pensamientos, desencadenarme del desánimo que proponen los seres de mi ciudad. ¿Por qué si afuera los días fluían como una aventura fluida, acá una piña virtual y constante me hunde el pecho? Mañana voy a salir a andar en bici e intentaré limitarme a percibir. Sólo sentir eso que no sé expresar. Qué tiene esta ciudad para los que siempre la habitamos. Qué duele y qué da placer en el habitarla.

Preguntas siempre abiertas

Ignoro la respuesta pero la sensación es no querer que termine. Qué es lo que sucede al encontrarse a la familia, a los amigos de siempre. En mi ciudad las personas tienen poco tiempo. Quiero ver si la liviandad de estar viajando se puede importar de un país al otro. Si la solidaridad y la buena disposición de estar de paso se puede mantener in situ. Intento descubrir qué hace que las personas se queden aquí. ¿Qué eligen? Detrás de las quejas ¿hay más opciones? ¿Entre qué caminos se debaten? ¿La gente se pregunta si puede escoger otra vida? Escruto en lo que veo para entender lo que no tiene razones. También supongo que hay muchas personas que comparten mi estado. El de poder desarmar, vender, dejar, mudar y lanzarse a la vida desconocida. Intento ubicarlas con mi brújula humana. La red de redes con la que estoy contactada me facilita ubicar a las personas en ese estado latente. Es más fácil percibirlas: están sensibles a compartir con los demás (y muchas veces con desconocidxs). En la Argentina es un lugar común la promesa “el año que viene dejo todo y me voy a vivir a Brasil”. Es una excusa para soñar con una vida a la que nadie se anima. Cada vez más ese latiguillo se repite en mi cabeza. En realidad no sé qué sucederá. Ahora tengo certeza de que cuando uno se decide a viajar y ese viaje compromete un cambio de vida, se desconoce el destino final. Corro el riesgo de no desarmar nunca más mi mochila. Sé que ese simple hecho inestable me pone en conflicto. O más bien en estado de pregunta. El no echar raíces provoca a muchas personas pero también da muchas respuestas acerca de cuántas vidas es posible vivir. Ese sano desarraigo también forma parte de la experiencia de compartir.

Busco casa a compartir pues así viví los últimos años. Con puertas abiertas y la facilidad de poner un plato más en la mesa o tirar un colchón en el suelo para que alguien más se quede. ¿Se puede viajar toda la vida? me preguntan. Me provocan.

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N O V E L A

El corazón de la manzana Texto: Manuel Crespo / Imagen: Pablo Olivero La propuesta sigue abierta: nuestra novela por entregas de creación colectiva, “El corazón de la manzana”, sigue recibiendo autores e ilustradores que quieran sumarse. Ya escribieron Luci Porchietto, Ariel Bermani y Ricardo Romero; e ilustraron Horacio Petre, Joaquín Paolantonio y Da-

niel Montero Galán. Si querés ser parte, escribinos a info@casquivana.com.ar Para ponerte al día con la historia, podés darte una vuelta por blog y buscar los capítulos anteriores: www.revistacasquivana.blogspot.com

Capítulo 4

“O

stras”, dijo Magdalena en voz alta. De no haber sido por el cuerpo desparramado en la vereda de enfrente, llegando a la otra bocacalle, se habría sorprendido de sí misma. Ostras. Nunca creyó que vería morir a alguien, pero mucho menos que su primera reacción ante semejante espectáculo sería usar justo esa palabra. En la calle no había nadie salvo ella. Y el cuerpo, claro. Lo había visto caer desde muy arriba, sin grito. El ruido vino con el impacto: una infinidad de crepitares de huesos condensados en un crepitar más grande, el ruido de todos los huesos del cuerpo rompiéndose al unísono. Magdalena dijo “Ostras” y ahí parada, las bolsas de supermercado en una mano, el celular todavía en la otra, no dijo nada más por un rato. Durante el tiempo que duró su parálisis, segundos o minutos, podrían haber pasado muchas cosas. Después Magdalena sintió que no estaba respirando bien, que en realidad no estaba respirando. El hombre cayendo le había trastocado el piloto automático de su respiración. Magdalena inhaló como probando el tiraje de un pulmón recién trasplantado. ¿Qué es una ostra exactamente? ¿Cuál es la ostra real? ¿El bichito gelatinoso que habita la concha o la concha que es la casa del bichito gelatinoso? ¿Forman entre los dos, mal que les pese a sus apetitos de individualidad, la Magna Ostra Indisoluble? Y ya que estamos: ¿cuál de

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los dos vino primero? ¿Acaso son, bichito y concha, el huevo y la gallina de las profundidades oceánicas? Magdalena no tenía ni la más peregrina respuesta a estas incógnitas, por dos simples motivos: a) No había sido ella quien había formulado las

mente ante una situación extrema. Después de todo, por algo es común. Es decir: la persona de marras cruza la calle, confirma la inexistencia de pulso, se inmuta menos de lo que hubiera pensado ante la obscenidad de las vísceras al aire, llama a algún servicio de urgencias o a la policía. Rompe en llanto horas después, mientras le cuenta la anécdota a su esposa o su marido en la cama, antes de apagar la luz, tapándose los ojos con las manos para no ver todos los años de terapia que se le vienen encima como una estampida de búfalos. Pero la gente común no dice “Ostras” cuando ve morir a alguien, y esto Magdalena sí lo sabía. Aspiró una bocanada plenamente consciente de sí misma. De la bocanada, esto es. Porque del resto de su humanidad Magdalena ya tenía poco o nulo discernimiento. Había puesto las piernas en acción sin darse cuenta. Había pisado la calle y avanzado como si el asfalto fuera un río hecho hielo, las manchas de brea grietas alarmantes, los baches agujeros que algún pescador esquimal abandonó hace apenas unos momentos. Podríamos seguir con las metáforas de corte boreal —la ciudad petrificada y quieta, los edificios como icebergs—, pero tenemos que llevar esto a algún puerto, sea éste bueno o malo, y los caracteres con espacios no nos sobran.

“¿Era una mano nomás? No, su dueño no pudo reprimirse: asomó medio cuerpo y miró hacia abajo. El exhibicionismo, los derechos de autoría. A algunos les pica por ahí” preguntas; b) Había un ostensible cadáver ahí en la vereda: a hacerse cargo, ya basta de escapar por la tangente. El cuerpo había levantado sangre al golpear el suelo. Así como suena, no hay manera mejor de describirlo. Como cuando un objeto pesado levanta polvo al aterrizar, sólo que en vez de polvo, bueno, lo dicho un par de oraciones atrás: sangre. Una explosión roja de sapo reventado. Casi una nube de sangre, un rocío leve como el líquido que disparan los aerosoles. Cruzar la calle le iba a costar mucho más que una decena de pasos. Contra lo que se cree, una persona común reacciona muy convencional-


Otro efecto colateral que el cuerpo cayendo había inoculado en Magdalena había sido una pérdida absoluta de conocimiento geográfico. Cuántas veces había ido y venido por esa vereda. Ahora, sin embargo, la cuadra entera era cualquier cuadra de cualquier ciudad. Hay que tener agallas para lanzarse —o ser lanzado— desde lo alto de un edificio y no gritar. Reprimir la vibración de las cuerdas en la glotis, hipotecar los aullidos mientras la gravedad lo succiona a uno hacia la muerte. Hace falta mucha valentía para aceptar la muerte calladito, como un suicida experimentado, si se nos permite el oxímoron. El hombre cayendo no gritó. No dijo esta boca es mía ni “¡Jerónimo!” ni “¡Banzai!” ni “La suma de los catetos es igual a la hipotenusa al cuadrado”, lo que por otra parte hubiera sido un desafío más que interesante, dada la difícil articulación entre el largo de la frase y la velocidad de la caída. Hubiera sido una buena pista para

la policía científica. “Suponiendo que el 70 por ciento de las víctimas alcanza a emitir alrededor de tres sílabas por piso, es dable calcular que en este caso el fallecido se lanzó —o fue lanzado— desde el sexto o el séptimo piso del inmueble...” Algo así, digamos. Lo único cierto, de todas formas, es que el hombre cayendo no gritó. Tal vez, quién te dice, en este punto radique una clave fundamental para resolver el misterio más adelante. Pero eso ya es un problema de otro. A unos diez metros del cuerpo, Magdalena sintió que algo despertaba dentro de su mano. El celular. Otra vez la musiquita espantosa que le había programado el sobrino. Le había dicho: “Esto es lo último de lo último, tía” y después había pronunciado un nombre difícil, extranjero. La Novó Cumbián. La máxima sensación en todos los reventones tropicales habidos y por haber. Rupturismo y perreo. Poesía dislocada y rallador. Y un conjunto por encima

de los otros: Sorrentino y los Pancetas. Magdalena abrió la mano y la voz trémula de Éufrates Sorrentino trepó por el aire hasta ella: La hiciste bien cuando te fuiste: Me dejaste el avestruz y el alpiste Pero el avestruz alpiste no come, Ya me picoteó todos los sillones Y me vació de escapes el botiquín. Anoche, al oírlo trotar en el jardín, De los gladiolos a la garrafa —la insana carrera sin fin De esta cruza de pato con jirafa— Recordé el día que me lo mostraste. De nuevo el número desconocido. El mismo que antes. Magdalena pensó en don Antonio. Pensó y al mismo tiempo lo vio, para hablar con propiedad. Pensó en don Antonio llamándola desde algún lugar que no era su departamento y lo vio ahí tirado en la vereda, convertido en una pulpa de alguna fruta nauseabunda. Don Antonio cayendo. Sin grito. Magdalena otra vez se olvidó de respirar. Quién sabe: tal vez no se hubiera acordado de volver a hacerlo si eso blando y liviano no le hubiera golpeado en la cabeza un instante después de descubrir a su patrón —muerto y requetemuerto— en el suelo de esa cuadra de esa calle de esa ciudad. El papel higiénico cayó y rodó un par de metros sobre las baldosas. Todavía quedaba más de la mitad sin desenrollar. Magdalena siguió con la mirada el papel hacia arriba y se encontró con la mano sosteniendo la otra punta a través de la ventana del cuarto piso. ¿Era una mano nomás? No, su dueño no pudo reprimirse: asomó medio cuerpo y miró hacia abajo. El exhibicionismo, los derechos de autoría. A algunos les pica por ahí. O no. El hombre tenía puesta una careta de oso panda. Saludó a Magdalena con la mano libre y soltó la punta del papel higiénico, que aterrizó sin brusquedad a los pies de la mujer. Después el oso panda hizo bocina con las manos alrededor de la boca agujereada de la careta. —Para mí que a los setenta metros llega tranquilo —exclamó. Ostras.

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B L A S F E M A S

Así empecé yo María Sonia Cristoff

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uando me cansé de dar clases de inglés, conseguí un trabajo en un negocio de antigüedades. El cambio, en principio, me pareció positivo. No sólo por la virtud redundante de lo nuevo sino porque el lugar tenía muy pocos objetos que eran muy caros y, por lo tanto, muy pocos clientes, lo que me daba un tiempo preciado para pasar horas leyendo en un trabajo conseguido para subvencionar una carrera de Letras que únicamente me interesaba como una coartada perfecta para poder pasar horas leyendo horas sin que nadie me molestara. La alegría duró varios meses, hasta que ocurrió lo del accidente. Un coleccionista que vivía en Inglaterra salió del anticuario con la pieza que, después de un par de semanas de negociaciones arduas, acababa de comprar y, al cruzar la avenida, fue arrollado por un auto veloz. Ya estaba muerto cuando llegué a verlo, alertada por los ruidos y los gritos de la gente que no paraba de agolparse a su alrededor. Entre ellos, la dueña del anticuario, quien de inmediato recuperó la pieza que había rodado hasta el cordón de una vereda y me conminó a reportarme con un solo movimiento de ceja. Volvimos al local las tres: ella, yo y la pieza arqueológica precolombina que había sobrevivido intacta. Sin perder un segundo, la dueña se puso a desenvolver el sofisticado sistema de embalaje y a explicarme que la pieza quedaría nuevamente expuesta hasta que los deudos del coleccionista la reclamaran. Yo sabía que esa pieza había sido excavada ilegalmente de un enterratorio en Perú, con lo cual pensé que lo que se roba una vez bien puede robarse dos veces. Después me dispuse a terminar el día sin saber que ése era el primero de una serie de días desgraciadísimos que se sucedieron en mi vida. Tan mal empecé a estar que ni siquiera podía concentrarme en leer y, cuando lo hacía, tenía la impresión de que los ojos de la pieza antropomórfica me vigilaban. Dejé de leer y después de dormir y después de casi todo hasta que decidí dejar ese trabajo. Desde entonces, no estoy tan segura de que las maldiciones bien fundadas no surtan efecto.

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Cuando me di cuenta ya era tarde Natalia Kiako

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o me digas más Chiquita, por favor. Disculpame pero lo tenía que decir. Ya sé que es de cariño, pero la verdad nunca me gustó. Estoy cansada de ser la pavota de turno. Me decís Chiquita y me siento un frasquito en la alacena, juntando polvo ahí apretadito. Y yo encantada con las alacenas, los frasquitos y todo. Pero ya te digo, me cansé, ¿viste? Toda una vida en la misma casa, y es lindo, la familia. No sé, de golpe es como si viera la foto de afuera, la cocina, el mantel celeste, la mesa (a la que le falta un regatón en una pata y nunca lo arreglaste), la pava siempre para el mate, todo lo mismo pero me impresiona diferente. Un poco parece una burla, un chasco, como la azucarera llena de sal o una gota de tuco en medio del vestido recién lavado. No me querrás tomar para la chacota pero Chiquita me lo pusiste vos, me acuerdo como si fuera hoy, eran los quince de la nena, se largó a llover a cántaros y yo dije que nos arreglábamos adentro, si total en casa yo acomodo bien y entramos. Y vos con tus comentarios sarcásticos, un poco de mal gusto la verdad, para qué los voy a repetir pero todo eso del tamaño y entre todos lo hacemos caber. Que en realidad la mitad no los entendí y las miraditas de la nena tampoco pero lo dejé pasar. No te rías que te juro que me saco. Me acuerdo como si fuera hoy, la casa llena de gente y la fiesta un éxito, a todos les gustaban los sanguchitos y se sentía el calor de hogar, no había un rincón libre y hasta en la escalera charlaban los chicos pero lindo, compartiendo, aunque no sé por qué yo tenía un mal presentimiento. Como para ahuyentarlo fui a buscar la torta cubierta de fondant blanco y perlas de fantasía porque ya era la hora, y de golpe la nena que no aparece. Cuando me di cuenta ya era tarde. No te rías, te digo. Que fui yo la que abrí el vestidor y me encontré cara a cara con la nena y Franquito, más que cara a cara debería decir otra cosa, las sábanas blancas dobladas y almidonadas todas hechas un bollo y yo helada, con la torta en la mano. Sí, ya sé que me puse a llorar y de lo demás también me acuerdo, me acuerdo perfecto de la nena en pelotas, Franquito tropezando con la torta y conmigo y la mar en coche. Pero ahora no lloro. No más no me digas Chiquita, que me dan ganas de romper todo, tirar los frasquitos a la mierda y el resto también.


P O E S í A S

Ganas (Texto para leerse como pregunta)

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ómo lees los textos En voz alta Cómo escribes Con caligrafía precisa Esa delicia exacta Del braille en tu espalda Cómo lees los versos en voz baja Indeciso cantando guajiras En voz baja Cuanto más correcta La palabra Cuanto más entonada La voz baja Penetra Retumba en el tímpano Cual guijarro sobre agua Cómo lees los textos Si no tienes Ganas.

Texto: Michelle González Amador Imagen: María Belén Echeverría

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P O E S í A S

El camino de la siesta I ahí tus manos medio agarrando un junco acá cerca del témpano rígido y naciente hincando la rodilla en tierra los pastos pinchan mis muslos las pantorrillas los brazos me hacen cosquillas en las pelotas el viento describe una elipsis de silencio el viento parece que dice cosas y silba como el Chuck cuando viene de pegar cincuenta el viento se vuelve traicionero molesta miro el pequeño mundo el calor del sol de la siesta me pega en la nuca miro lejos el camino de la siesta indefinido no puedo decirte qué estuvimos haciendo pongo una mano en tu boca el calor hace que mi lengua se pegue al paladar seco qué llorás callate los pastos se me meten en el culo cuando me pongo de cuclillas huelo el cuerpo huelo es una fragancia cargada de miedo tan violenta que me parece que va a arrasar con el viento y va a despellejarme a quemarme vivo a calcinarme inhalo ese miedo y me pudre por dentro envenena la sangre como un cartón el padre Juan me preguntó dónde guardaba el amor qué se yo dónde mierda se guarda el amor el sol en lo alto baja siempre apretando mis rodillas contra la tierra es mi verga solamente ella delante de mí tu cuerpo es un lugar hostil lleno de recovecos qué importa el sacrificio se trata de eso nada más encontrar el espacio donde sangrás y mandarle mecha aunque se tensen tus músculos y retengas mi verga dentro para que no salga más

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yo quiero que te duela que de la punta de mi pija salga un lagrimal de sangre un coágulo que se explote cuando caiga al pasto y pierda la gravedad una coartada para todos estos días en que no puedo dormir y el tambor en mi cabeza tum tum tum tum tum tum dónde guardas el amor porque en algún lado está escondido y yo creo que es un alien que espera el momento indicado

Texto: Nicolás Correa Imagen: Horacio Petre

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B L A S F E M A S

Perdí un amor pero Juan Guinot

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l gato himalayo, de ojos celestes, encendidos, llegó a casa en brazos de mi novia, un día después de oponerme a su plan de embarazarnos. Me dijo que se lo había encontrado en la calle. No le creí, nadie deja una mascota tan cara con el pedigree sellado por el veterinario de la esquina de casa. Imité la cara de boludo del minino. Mientras el gato no me hinchara las pelotas y mi novia no me pidiera que fuera a las reuniones de gatos himalayos organizadas por el veterinario, no me iba a meter. El tema se complicó cuando mi chica se rajó a mitad de la noche, envuelta en una sombría crisis de “estoy confundida”, mientras desde el balcón, vi cómo su estado de turbación no le impedía ver la puerta de la camioneta del veterinario de la esquina (el gurú de los gatos himalayos) que la aguardaba con el motor en marcha. Estaba mirando cómo ella se iba y el gato apareció en el balcón. El felino venía algo inquieto desde que ella empezó a llorar, meter cosas en un bolso y ver que no lo incluía en el acopio de la retirada. El gato se me puso adelante y lo empalé de una patada en medio de los huevos, ganó altura y cayó los cinco pisos, para impactar en la porción de asfalto dejada por la camioneta. Ver al gato despanzurrado hizo que me cayera un baño de culpa. Salí a la calle, lo levanté y noté que el corazón le latía. Ya al alzarlo, los pelos se me pegaron en la palma de las manos, en el buzo, pantalón y, al entrar al departamento, la caída copiosa de mechones dejó al gato tan en desnudo como mi situación sentimental. Sólo le quedó un mechón en la frente chata, arriba de los ojos. Parece que del shock, aparte del pelo, perdió la memoria, o eso espero creer, porque el gato himalayo, desde entonces, me mira raro y todo el santo día tiene sus ojos celestes, encendidos, encima mio.

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Soy muy bueno para Fernando Wolk

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as 50 pulgadas de mi Led dicen que el revés de Federer raspó la línea, pero la señora rubia de cincuenta bien coquetos dice que no, que fue apenas afuera, aunque “apenas” ahora no tiene importancia. El ojo de halcón en pantalla gigante le da la razón. Punto para ella, que esconde su vanidad y sonríe para adentro. “¡Y lo que debe ser cocinando!”, agrega el relator con lógica caprichosa. Me pongo de acuerdo rápidamente y pienso que con esa vista de lince debe hacer unas empanadas increíbles. Porque sí, porque se nos antoja pensar que es realmente buena para eso, igual que mi tía Delia. En HD hay dos tipos peleando al viento como Truman para escaparse del set. Confieso que hasta ahora mi interés por la náutica decía que un barco no era más que una cosa que flota en el agua, pero acabo de enterarme que los remeros británicos son un doble par sin timonel. Están tapados de músculos y como son los más veloces ganan el oro. Qué bien lo hacen, pienso con la envidia de mi sobrepeso, al tiempo que recuerdo una conversación perdida en el tiempo: “Qué belleza”, le dije con ironía a mi jefe al advertir a la nueva compañera. “Si vende, es linda” respondió tajante. ¡Y como vendía esa mujer, por Dios! El tipo que me lleva en taxi esquiva obstáculos como si tal cosa. Estoy apurado y él desparrama maestría al mando de su Ford. Talento construido con práctica supongo. Otros tienen un Don. Algo así como la garantía de calidad. Cualquier Don te hace muy bueno para algo. El Dr. House cura al grillo de su compañero de celda con una extraña mezcla de bicarbonato, al tiempo que diagnostica un cáncer de lo más raro. El tipo es realmente bueno para eso. Mi amigo Ale y su infinito romance con las brasas. Messi. Y Tito, el encargado, que arregla lo que sea. Y Cristo, que clavado en una cruz hace más de dos mil años, sigue asociando gente. Yo soy un tipo normal, apenas suficientemente bueno para algunas cosas. Olvidadizo y torpe, eso sí. Como el otro día, que rodé por la escalera por mirar la cola de ella, que mostró la mejor risa de todos los tiempos antes de decirme que soy un nabo. Aunque yo sin vergüenza y desde el piso le aclaré que “cogiendo soy un fenómeno”. Porque si para algo soy bueno es para eso… para meter el bocadillo inesperado, hacer un chiste e irme silbando bajito.


L i B R O S HHhH, de LAURENT BINET Seix Barral, Buenos Aires, 2012 Un chico tiene una fijación contundente y, durante años y años, investiga de manera sistemática todo lo relacionado con la vida de Reinhard Heydrich (jerarca nazi responsable de la “Solución Final” y el atentado que sufrió en Praga, en 1942, a cargo de miembros de la resistencia checoslovaca). De eso se trata HHhH, probablemente uno de los libros más inteligentes que se hayan escrito en el siglo XXI. Binet, obsesivo hasta instancias inimaginables, consigue problematizar las estructuras de la teoría literaria (siguiendo los pasos de Milan Kundera) y propone escribir una novela donde la ficción no tenga lugar. Desde ese oxímoron elabora este texto, apasionante, lleno de intrigas, con un aprovechamiento magistral de los recursos literarios. Probablemente el mejor libro del año.

EL MIEDO, de GONZALO GARCÉS Mondadori, Buenos Aires, 2012 Garcés se anima a una propuesta absolutamente atractiva: contar algo de su vida, sin demasiados filtros. Habla del amor, del sexo, de los viajes y amigos que pasaron. Habla de una mujer, en particular, y de su enamoramiento, de su pasión, de su vínculo como pareja, de su casamiento y su paternidad. Pero esencialmente, de lo que habla El miedo es de la crisis que todo eso trae consigo de manera inexorable. O tal vez no sea que Garcés se anime, sino que no pueda no hacerlo, que no pueda sino contar una historia en forma desgarradora, angustiante, hiriente, de la cura que viene con el tiempo y la puesta en palabras de todo eso que sucedió. Lo hace con humor, con una distensión paradójica y movilizadora que, probablemente sin proponérselo, termina generando empatía en el lector, tal vez porque en lo más profundo las miserias humanas tienen algo en común, algo que se puede generalizar sin llegar a ser descubierto nunca.

BAJO ESTE SOL TREMENDO, de CARLOS BUSQUED Anagrama, Buenos Aires, 2012 Tremendo, así es el libro que reedita Anagrama, definitivamente no apto para impresionables, susceptibles, niños y ancianas. Busqued (Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco, 1970) construye un relato prepotente articulado a partir de pornografía, violaciones, drogas, secuestros, asesinatos, profanaciones, la pereza más extrema, rutas y barrios de de provincia, ajolotes, documentales de Discovery Channel y el vil metal. Personajes bien construidos, una historia sólida sin explicaciones innecesarias y una fuerza notable son los pilares de esta, su primera novela, que no ganó el premio Herralde pero definitivamente no pasó desapercibida, y se hizo acreedora de una publicación, numerosos halagos y seguramente más de un odio visceral. Un texto inteligente, para leer con un whisky bien a mano.

OTRA VEZ ME ALEJO, de LUIS OTHONIEL ROSA Entropía, Buenos Aires, 2012 Otra vez me alejo es una muy buena primera novela de un autor nacido en Puerto Rico que se doctoró en Letras por Princeton, dirigido por Ricardo Piglia. Esa extraña ecuación se ve mediada además por un estilo juvenil (el autor es de 1985), felizmente imberbe, con mucha fuerza, jactancioso, precozmente erudito, fresco, fluido. Otra vez me alejo, que se lee de corrido y ayuda a sonreír es, en sentido estricto y literal del término, un libro de mierda, un tratado que hace de lo escatológico una parte constitutiva del continente americano, su historia y sus habitantes. Para recomendar, y también para estar atentos a otras publicaciones de Othoniel, que promete.

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L i B R O S NO MIRES ABAJO, de WILLIAM SANSOM La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2012 Milan Kundera decía que el vértigo no es el temor a la caída, sino el temor al deseo de caer. Algo de eso hay en estos once relatos, en los que el vértigo aparece como una variable constante. Sansom, bombero voluntario en la vapuleada Londres de la Segunda Guerra Mundial, se vale de su experiencia para narrar detalles mínimos que abordan pequeños resquicios de la condición humana. Escaleras interminables, incendios aburridos que terminan por desmoronar paredes y sepultar personas, ventanas excesivamente tentadoras, paranoia por las arañas y mujeres sensuales que se entregan demasiado pronto, son solamente algunos de los temas que aparecen en este libro, y que hacen del lector un espectador empático e impotente frente a tanta miseria humana acumulada.

EL VIENTO QUE ARRASA, de SELVA ALMADA Mardulce, Buenos Aires, 2012 Un aire de provincia recorre esta novela de Selva Almada (Entre Ríos, 1973), que por momentos recuerda el interior profundo de Saer, y por momentos el Chaco de Mempo Giardinelli. Es precisamente ahí donde transcurre la historia, que tiene a un pastor evangelista y a su hija como personajes principales, cuando el auto en el que viajan se descompone y, en el medio de una ruta desierta, terminan hospedándose en la casa de un mecánico y su ayudante. Religión, obsesiones, delirios evangelizadores, fantasías de otras vidas posibles, añoranzas, excitaciones juveniles, siestas, peleas a golpe limpio, un viento insoportablemente caluroso y algo de lluvia son elementos que aparecen, con una cadencia cansina, tan reconocible en el norte argentino, y que, en cierta manera, terminan siendo los verdaderos actores, que condicionan todo lo demás.

LAS DICTADURAS ARGENTINAS, de ALEJANDRO HOROWICZ Edhasa, Buenos Aires, 2012 La primera enseñanza de cualquier carrera de Historia, seguramente en casi todas las universidades occidentales, es que hay que dejar de lado el positivismo y construir conocimiento con otros recursos, desde otra perspectiva. Lo paradójico (y entendible) es que muy pocos profesores predican con el ejemplo. Las dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional (consecuencia de una tesis doctoral dirigida por León Rozitchner) es una muestra de cómo una historia diferente es posible. Horowicz, siguiendo la línea que ya había marcado con ese clásico que es Los cuatro peronismos, propone un abordaje sistemático, riguroso, claro, provocador y por momentos muy original del modo en que se sucedieron los acontecimientos en Argentina desde el primer golpe militar hasta la actualidad, atravesando etapas, nombres e ideas de una manera topológica, reversible. Un libro definitivamente no apto para los que crean que el golpe de 1976 fue solamente responsabilidad de los militares.

¿PARA QUÉ SIRVE REALMENTE UN SOCIÓLOGO?, de FRANÇOIS DUBET Siglo XXI, Buenos Aires, 2012 La pregunta del título no es ingenua ni pretende ser utilitaria. Dubet (uno de los sociólogos más destacados e influyentes de la Francia actual, discípulo y seguidor de Alain Touraine) sabe que es una cuestión que puede andar en boca de todos, de la que la gente ignora la respuesta. Y los sociólogos también. No contesta de manera lineal, ni unívoca, sino que lo hace a través de relaciones, ejemplos, problemáticas asociadas, omisiones. Probablemente el gran acierto del libro sea el cuestionamiento provocador como una patada inicial. La falencia, en cambio, sea quizás la mirada que se pretende innovadora pero que, en definitiva, continúa reproduciendo cierto sentido disciplinar un poco rígido. En todo caso, el libro puede ser introductorio para los ajenos a la profesión y eje de debate para los que hacen de la sociología una forma de vida, un trabajo, un negocio o un entretenimiento pasajero.

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B L A S F E M A S

Pablo Toledo

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utor de matemáticas. Recién terminaba el secundario, y mis viejos se habían obsesionado con que saliera a trabajar en el verano en vez de leer todo el día. Hice como que salía a buscar changas, pero me aseguré de que fueran cosas absurdas o lugares con el “no” garantizado. A fin de enero, sin noticias. La venía piloteando. Pero sacaron un as de la manga: una amiga profesora con un chico de su colegio que tenía que rendir matemáticas en marzo. Yo de eso no entiendo nada. El pibe entiende menos, andá. Me reuní con la amiga, me pasó los temas, me los volvió a enseñar a mí, no le cobres menos de tanto, y llamó al padre del chico a su negocio. Si podés ir ahora a la casa, te está esperando. Era un piso en Belgrano. No pasé de la puerta trasera, la cocina y el baño de servicio. Mucha ventana, mucho granito, mucho desayunador y jarros con galletitas importadas. El pibe tenía un par de años menos que yo y le fastidiaba haberse vuelto temprano del club. Más le rompía las pelotas estar en Buenos Aires con el viejo mientras la familia veraneaba en Punta del Este, y todo porque la de matemáticas la tenía contra él. No entendía nada. Yo tampoco, pero al lado suyo parecía Stephen Hawking. Le tiré una fotocopia y repetí la clase que me habían dado un rato antes. A la hora llegó el padre. Pelado, bronceado, camisa abierta y cadena de oro. Se tomó medio cartón de Tropicana mirando la clase. Terminamos. Te acompaño abajo, vamos por el ascensor de atrás. Viene flojo, ¿no? Rinde en dos semanas. Cuánto cobrás. Le dije el número que me había dicho mi amiga para una hora. Me bajó cinco pesos. Eso es por una hora y media, claro, ¿no? Es jueves, vamos a Punta y volvemos el martes, a la misma hora. Te pago el fin de la semana que viene. El portero te abre. Me tomé un colectivo hasta Corrientes: después de varios meses, había invitado al teatro a una chica del taller. Cuando me llamó la amiga de mis viejos le dije que todo bien, que le pedí lo que ella me había dicho y no hubo problema. El martes a la mañana me llamó el padre. Se quedó en Punta del Este, va a preparar la materia allá en la Escuelita. Yo me vuelvo esta noche, pasá por casa y la muchacha te da la plata. Con la chica no pasó nada. Ella quería ver “Salsa criolla”. Una noche inolvidable.

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Enzo Maqueira

uién escribió esta porquería? “Mariana”, contestó la diseñadora, todavía con el folleto en la mano. Era mi primer día como coordinador de comunicación y mi tarea era encargarme de que la información fluyera entre las áreas de la universidad, entre otras cuestiones menores como revisar los folletos. No noté lo errada que había sido mi pregunta sino hasta que, un rato después, vi a la diseñadora tomando mate con la tal Mariana, que además de escribir “esa porquería” era la mano derecha del rector, algo así como un López Rega en versión señora de rulos. Desde ese momento quedé relegado a mi oficina, donde cada tanto encontraba sentado a un viejo sordo y con cara de culo que yo conocía como “el bulldog” y que hacía traducciones en una computadora vieja. Había dos bandos: en uno estaban la diseñadora con su irritante costumbre de saludar diciendo “¿como vai você?”, Mariana y sus ojos que echaban fuego, el director de sistemas que tenía por costumbre revisar los mails ajenos, y la señora de informes con cara de milico zombi. Del otro lado, nadie más que yo. En el medio había personajes que conocían a la perfección el arte de clavarte el puñal por la espalda o decirte que eras un incompetente (cómo le gustaba esa palabra) sin que te dieras cuenta. En menos de una semana, yo era un coordinador de comunicación al que nadie saludaba y cuya capacidad de diálogo quedó reducida a pedir un tostado y una coca en el bar de la universidad. Los pocos amigos que hice –y las siestas que dormía tirado abajo del escritorio– fueron lo único que me permitió aguantar hasta fin de año. De haber sabido que el bulldog que encontraba cada tanto en mi oficina era Ricardo Zelarayán, quizás la historia hubiera sido otra y yo podría haber escrito como Cucurto. Pero no. Yo escribo estas porquerías.

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T E A T R O

La mudanza Texto: Pablo Albarello / Imagen: Fernando Sawa

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eñores gobernadores, señores intendentes, miembros del Poder Judicial, señores senadores y diputados, conciudadanos: como ustedes saben acaba de concluir la reunión de gabinete y quiero comunicarles la decisión de este gobierno: nos mudamos. Tras meses de trabajo, complicados planeamientos y proyecciones, creo estar en condiciones de adelantar que en las próximas semanas estaremos desocupando el actual territorio de la república para instalarnos en uno nuevo. Dicho así sé que puede sonar fuerte, pero como primera autoridad de la Nación me veo en el deber de asumir la responsabilidad y disponer los instrumentos para concretar este traslado. ¿Por qué nos mudamos? Sin entrar en un racconto que a todos resultaría doloroso, en el largo período de desgobierno vivido por nuestra querida nación, sus administraciones centrales fueron solventando pésimos negocios y peores inversiones, primero con las reservas, luego con los ahorros de la gente y finalmente con la tierra de la Patria. Así como lo escuchan: a cambio de usurarios préstamos en metálico, nuestro territorio fue pasando metro a metro, cuadra a cuadra, manzana a manzana a manos de los principales holdings bancarios del Primer Mundo y hoy nos encontramos en una virtual situación de desalojo. Soy consciente de que las mudanzas son de las circunstancias que más estrés producen en el ser humano, es por eso que, con tiempo, les aconsejo ir acomodando todo en cajas, que son de fácil transporte (los libros deben repartirse para distribuir el peso, las cajas con sus respectivos rótulos para evitar ex-

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travíos; por su parte, las bolsas son buenísimas para objetos como ropa, artículos de cama, juguetes, peluches. En fin, la Secretaría de Comunicaciones a partir de mañana les va a estar haciendo llegar un manual editado por la imprenta gubernamental, que se titula “Cinco consejos para empacar correctamente en una mudanza de Estado”.

de la Colonia, en el siglo XIX fue ocupada por una nación ya desparecida, la República Clareteana de Garcilia, a comienzos del XX fue adquirida por la colectividad afgana, que en busca de climas húmedos planeaba trasladar el gobierno central de ese país a la región, proyecto que fracasó. A partir de allí, y hasta hace unos veinte años fue utilizada sucesivamente como coto de caza, reserva indígena, zoológico natural y depósito de muebles. Hoy, ya hace tres años que se encuentra desocupada, con el deterioro lógico de la falta de mantenimiento, así que instruí al Ministerio de Planificación e Infraestructura para que corte el pasto, recicle los monumentos públicos, repinte los edificios de las ciudades principales y reinstale los servicios de luz eléctrica y cable. Conciudadanos, la vida nos pone una vez más a prueba, un cambio de estas características sé muy bien que conlleva la separación de familias, la pérdida de amistades y hasta de vecinos apreciados. Quiero tranquilizarlos informándoles que la Dirección Nacional de Catastro desde hace una semana se está ocupando de tomar fotos satelitales, para que en el nuevo espacio podamos conservar cada uno la misma ubicación. Esto es, ciudadano, ciudadana, usted podrá seguir teniendo al querido vecino de enfrente, la despensa de la esquina, la casa de su tía a tres cuadras. De forma tal que se cambiara de territorio pero no de vecindario. Yendo a las medidas concretas de gobierno, he dado instrucciones para que comiencen a ser trasladados los libros de nuestra Biblioteca

“En principio quiero manifestar que los esfuerzos de este gobierno desde el comienzo han estado orientados a encontrar un territorio lo más parecido posible a nuestra querida Patria” La segunda pregunta que deben estar haciéndose es: está bien, nos vamos, ¿pero adónde? En principio quiero manifestar que los esfuerzos de este gobierno desde el comienzo han estado orientados a encontrar un territorio lo más parecido posible a nuestra querida Patria. Por supuesto, no se puede pedir que donde antes había una lagunita, una hondonada, una plazoleta cara a nuestra historia personal, la encontremos exactamente replicada en el nuevo destino. De acuerdo a detallados informes en poder del gobierno, la propiedad (ubicada entre los 2 y los 8 grados latitud norte y los 63 y 67 longitud oeste) es una unidad en excelente estado; deshabitada desde épocas


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Nacional por correo privado; a partir del fin de semana vamos a comenzar con el acarreo de los papeles del Estado en el avión presidencial, luego se trasladará al gabinete, a los familiares directos de los ministros, a sus mascotas y plantas; y a partir de allí el avión dejará de funcionar ya que no nos quedan vales para combustible. Además de la migración de la población, un tema de importancia estratégica es el traslado de la producción nacional. El Ministro Plenipotenciario de Minería e Industria ya está ocupándose de la salida de la industria siderúrgica, que se hará por ferrocarril. A las minas de oro, plata y cinc lamentablemente las vamos a tener que dejar. La industria nuclear y la totalidad de la producción agrícola-ganadera también deberá movilizarse por tierra, a excepción de la producción avícola que lo hará por aire. A nivel educativo, como estamos a mitad del año lectivo, vamos a coordinar con el Ministerio de Educación y Buenos Pensamientos para que nuestros niños pierdan la menor cantidad de días de clases posible y –por supuesto- ya he dado instrucciones para que se cambien los manuales de geografía. Algo que representa un problema de logística delicado es el sistema sanitario y el traslado de nuestros enfermos. He ordenado a la cartera de Salud que en todos los sanatorios, clínicas y hospitales, tanto de la esfera pública como privada, se inicien tratamientos relámpago para curar la mayor cantidad de pacientes posible. Los que se vean impedidos de movilizarse por sus propios medios, como amputados, enfermos graves y ancianos, lamentablemente morirán en la Patria y serán recordados con cariño. Comprendan que es un momento histórico y debemos ser fuertes. En otro orden, algo todavía irresuelto es el tema de las cárceles y los cementerios. Los nuevos propietarios ya han arrendado el actual territorio nacional a la OTAN para la instalación de un basurero de desechos de guerra y una cadena de

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burdeles. Desde la Subsecretaría del Interior estamos negociando para que se nos permita mantener tanto las cárceles como los cementerios en el mismo sitio, y a través del compromiso de servicios sexuales y de limpieza y del pago de una pequeña renta, podamos visitar a nuestros deudos y familiares detenidos. Con emoción, he recibido mensajes de apoyo de todos y de cada uno de los países hermanos de la región. El Estado Federativo del Brasil y la República Plurinacional de Bolivia se han ofrecido para organizarnos una

rá de nombre. Y permítanme aquí un mensaje de carácter personal: “Mamá, no vamos a llamarnos Paraquestán, República Trashumante de Jodonia, ni ningún otro disparate por el estilo. La Patria orgullosamente va a seguir conservando el nombre que le fuera legado por los héroes de la independencia”. Queridos conciudadanos, en la vida para ganar siempre hay que sacrificar algo, en esta encrucijada les ruego optimismo y valor. Esperen los llamados de las empresas mudadoras que van a contactarlos a la brevedad, les aconsejo que antes de partir saquen muchas fotos, y no lleven ropa de abrigo, ya que nuestro nuevo destino es bastante más cálido. Gracias, los saludo fraternamente y ¡viva la Patria!

“En principio quiero manifestar que los esfuerzos de este gobierno desde el comienzo han estado orientados a encontrar un territorio lo más parecido posible a nuestra querida Patria” fiesta de bienvenida. Les transmití que no creía que fuese momento para festejos, aún quedan asuntos importantes por resolver, una vez que estemos instalados quizás llegará el tiempo del vino espumante, de las guirnaldas y de un estreno como Dios manda. Quiero aprovechar estas palabra para transmitir algunos agradecimientos: a la Corporación del Personal Tranviario, a la Asociación Municipal de Aeronautas y Volovelistas, a Correos Nacionales, al Encuentro Federativo de Camioneros y , muy especialmente, a la Comisión Directiva de la Asociación Nacional de Natación, que en un verdadero acto de entrega se ofreció a trasladarse nadando. Para finalizar, desmiento categóricamente algo que viene repitiéndose en varios medios de comunicación: nuestra amada patria no cambia-


B L A S F E M A S

Peor lo que me pasó a mí Inés Estévez

E

ra la introvertida de la cuadra. Tenía tres amigas: una mandona, otra malcriada y una tercera que sufría los mismos complejos que yo, aunque con una cualidad ventajosa: la simpatía. En una siesta de calor soporífero decidieron ir a la heladería, y a pesar de que no me gustaba el helado y me encantaba la sopa (era así de rara), logré el permiso materno para compartir el plan. El sol calcinaba la piel rosada de la raya al medio; los zapatos heredados de mi hermana me lastimaban los talones y el elástico de la bombacha me hacía doler. Pero ejercité unas dotes histriónicas que mas tarde habrían de convertirse en mi sustento, y me sobrepuse a todo con tal eficacia que nadie hubiera imaginado por lo que estaba pasando. Entramos en el local vacío, sobre las mesas de fórmica dormitaban las moscas y el motor del mostrador traqueteaba acompasadamente. El dueño, sonriente, nos preguntó de qué gusto queríamos los helados. En ese instante, quién sabe por qué, sentí unos deseos incontrolables de hacer pis que arreciaron como un huracán, aplastando todo a su paso. Y así fue que aun haciendo los mayores esfuerzos, el líquido se derramó cayendo sobre el zapato que más hacía doler y se esparció sobre el piso hasta formar un lago. Miré hacia la puerta con aire distraído; tal vez mi disimulo conseguiría que no se dieran cuenta. Pero mis amigas se escandalizaron: “¡¡te hiciste pis, te hiciste pis!!”. Levanté la vista para enfrentar la del heladero, esperando una humillación completa que incluyera reto, trapo de piso y una hoguera en la plaza para inmolarme definitivamente. El tipo me miró una décima de segundo, me alcanzó el helado de limón y dijo: “la máquina anda mal, pierde agua”. A mis ocho años esas palabras salvadoras no hicieron más que estimular mi capacidad interpretativa, pues sofrené las lágrimas que saltaban de los ojos y el rojo tomate que trepaba a mi cara, y salí a la calle caminando como si el helado estuviera rico, los zapatos no apretaran, la bombacha mojada no lastimara, el sol no quemara y las piernas no estuvieran pegajosas. Veinticinco años más tarde encarné un personaje que sufría de enuresis, y no me hizo falta investigar acerca de ello para saber el bochorno que se siente.

Eva Tabakian

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ncreíble, veo la foto y todavía no puedo creerlo. Si estaban enojados, si no era armenio, si me echaron de casa…. Y ahí se ven, sentados alrededor de la mesa, llena de comida armenia, lehmeyún, sarmá, y otras mil cosas más, celebrando?, festejando? mi casamiento!!... Casamiento que había ocurrido unas horas antes y al que asistieron, todos juntos como un ejército, con sus caras circunspectas más afines a un velorio que a la ceremonia a la cual habían condescendido a asistir. Los tíos con trajes, las tías peinadas y bien vestidas, los abuelos sin ninguna expresión, y ella, tan contenta, tan hospitalaria, tan ocupada en homenajear a “sus” invitados a “mi” casamiento. Si es de no creer, qué te vas a preocupar si llueve en el tuyo… Casamiento fue ése…. Yo por un lado, la que se casaba - ni hablar del consorte porque nunca existió-, y ella por otro, mi madre, la madre de la familia armenia… que protagonizó la fiesta que nunca fue… Y la verdad es que ella tampoco había tenido fiesta, ahí se la entiende un poco más, se había casado recién llegada al país, cuando la familia y los vínculos amistosos eran más bien escasos y se había conformado con una pequeña reunión familiar que siempre recordó, a veces con nostalgia de algo que no había podido tener, otras con un resentimiento digno de otras causas. Pero para llegar a ese punto ¡¡no hay explicación posible!! Haber preparado toda esa puesta en escena, que le habrá llevado tanto esfuerzo, tantos días, en los que seguramente me vio y no me dijo nada y haber arribado a ese día con todo listo para irse al final de la ceremonia con todos los invitados a festejar y dejarme ahí, no te digo sola, estaban los amigos, los parientes de mi flamante esposo, pero sola de mi familia y haberse ido sin mí a una fiesta mía… Y vos te vas a preocupar por si llueve en tu fiesta…

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C A S Q U i V A N O S

Pablo Albarello (1965) . Narrador y dramaturgo. “Lombrices”, “Amarte”, “Estocolmo” y “Celular” son algunas de sus obras estrenadas. Publicó Bicho Martínez ataca y Pensarás que estoy loca (cuentos), Teatro de pequeño formato y Teatro 2. Edita el blog El Cascarudo, literatura y humor. Clara Anich (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Psicología, integra el Grupo Alejandría. Publicó Juego de Señora (El Suri Porfiado) y participó en antologías con cuentos, poesías y monólogos teatrales. También tiene obras de teatro breve. Hoy, es editora de Casquivana. descalzaenlanoche.blogspot.com Martín León Barreto (Montevideo, 1973). Es ilustrador y diseñador gráfico, especializado en el área editorial, diseño de colecciones y portadas para libros infantiles. Colabora con diversas editoriales y medios de comunicación. Reside en Guadalajara, España. martinleonbarreto.com. Victoria Béguet Day. Le gusta leer y escribir. Mucho. Raya en lo obsesivo. Trabaja como traductora de inglés. Le gustan Vonnegut, Cheever, Fannery O´Connor. Participó en varias antologías. Fue colaboradora del Buenos Aires Herald. Actualmente, trabaja en un libro de cuentos.

Sol Bottaro (Buenos Aires, 1991). Es encuadernadora y restauradora de libros. Egresada del Fader, hoy continúa estudiando Bellas Artes en la Nueva escuela de diseño y comunicación. Se dedica al street art-muralismo. solbottaro.tumblr.com

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Viviana Brass (Buenos Aires, 1956). Se formó en el Centro Cultural “Arte y Vida” con Cristina Campos, y en los talleres de Armando Dilon y Ángela Ginebra. Estudió ilustración infantil con José Sanabria en la Escuela de Arte Sótano Blanco y cursa la Licenciatura en Artes Visuales del IUNA. Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco. Ilustrador, amante de la belleza de las formas geométricas y la silueta perfecta de la mujer. Proviene de una intensa lucha entre el diseño y la ilustración. pegatinacriolla.blogspot.com. Nicolás Correa (Morón, 1983). Cuentos: Made in China, Engranajes de sangre (Milena Caserola), Prisiones terrestres (Universidad de La Plata). Poesía: Virgencita de los muertos (Libros de la talita dorada). Próximo: Fuera de temporada (Milena Caserola). Manuel Crespo (Buenos Aires, 1982). Publicó su primera novela, Los hijos únicos, en 2010 (Colección Laura Palmer No Ha Muerto, Editorial Gárgola). María Sonia Cristoff (Trelew, 1965). Entre sus libros figuran Falsa calma, crónica (2005); Desubicados, nouvelle (2006); Idea crónica, literatura de no ficción de autores iberoamericanos (2006); Pasaje a Oriente, narrativa de viaje de escritores argentinos (2009) y Bajo influencia, novela (2010).

María Belén Echeverría (Buenos Aires, 1981). Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, especializándose en grabado. Actualmente se dedica a la ilustración infantil y al trabajo de obra propia. También da clases en su taller particular.

Inés Estévez (1964). Actúa en teatro, cine y TV. Publica poemas en el libro Señores de la Tierra, artículos y cuentos (Txt, Perfil, Grandes Chicos, Negra, Wipe). Se retira de la actuación, dirige “Tape”, publica La Gracia en Sudamericana. Está escribiendo su segunda novela y dicta seminarios de actuación. Dolores Fernández (Buenos Aires, 1976). Redactora de contenidos. Para agencias de publicidad primero y ahora para una empresa. Cada tanto asiste a algún taller literario. Además de cuentos escribe cargas móviles callejeras. randomlifespotting.blogspot.com

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962). Escritor, guionista, periodista (o sea: narrador). Autor de las novelas El muchacho peronista, Kamchatka, La batalla del calentamiento, Aquarium. Guionista de las películas “Plata Quemada”, “Kamchatka”, “Rosario Tijeras” y “Las viudas de los jueves”. Virginia Gallardo (Buenos Aires, 1971). Economista recibida en la Johannes Gutenberg Universität-Mainz, Alemania, país donde vivió diez años. En 2011 ganó la primera mención en el Premio Casa de las Américas por su libro de cuentos El Porvenir (Simurg, 2012). Conrado Geiger (Buenos Aires, 1962). Es arquitecto, guionista, caricaturista y periodista (no necesariamente en ese orden), pero básicamente, humorista. Hace radio desde 1987 (Rock&Pop, Radio Ciudad y Radio Nacional, por nombrar tres). A partir del 2002 hace monólogos de humor.


Florencia Goldsman (1978). Licenciada en Comunicación (UBA), trabaja como periodista hace más de diez años y tiene “changuitas” impensadas en redes sociales y cuestiones muy nerds para explicar aquí. Viaja mucho. Michelle González Amador (Manzanillo, Colima, México, 1990). Premio Nacional de Poesía por ITESM, es Certificada en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de Rennes y cursa Relaciones Internacionales en el Tecnológico de Monterrey. Juan Guinot. Participa en antologías, radio y medios gráficos de Argentina, España, Brasil y Bolivia. Su novela 2022-La Guerra del Gallo (Talentura Libros, España) fue finalista de la Semana Negra de Gijón; sobre ella, escribió una versión para teatro (en cartel en Buenos Aires). Raúl Nieto Guridi (Sevilla, 1970). Estudió pintura en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla y trabajó en diseño gráfico y animación. Combina la docencia con la ilustración editorial infantil y cartelería. Publicó varios álbumes infantiles en España y Argentina. guridi.blogspot.com.es/ Nicolás Hochman (Buenos Aires, 1982). Reciente papá, historiador y doctorando en Sociales por la UBA. Dirige Casquivana y es consejero editorial en Lamujerdemivida. Es miembro del Grupo Alejandría. Escribió algunas novelas, poemarios y libros de historia para escuelas secundarias.

Natalia Kiako (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Letras, corredora bajo perfil y curiosa como un gato. Desde siempre en proyectos culturales: Escuela del Relato, Opción Libros, BAFIM. Codirigió la revista del Club del Disco y Casa de Brujas. Hoy, en Kiako-Anich. Comunicación hecha con textura. Enzo Maqueira (Buenos Aires, 1977). Es escritor, editor y docente universitario. Publicó las novelas Ruda macho (2010) y El impostor (2011). Es co-fundador de la editorial Outsider. Compiló, junto con Juan Terranova, la antología de cuento político latinoamericano Región (2011). Carolina Marcús (Buenos Aires, 1980). Es Psicopedagoga e ilustradora. Cursa el posgrado en Arte Terapia (IUNA). Se formó en ilustración con Helena Homs. Pertenece al grupo de ilustradoras Misceláneas. Junto a Marisa Chiqué forman una dupla muralista. Darío Mekler (Comodoro Rivadavia, 1983). Vive en Buenos Aires. Estudió historieta e ilustración. Es Licenciado en Diseño Gráfico, estudiante de Artes visuales en el IUNA y participa en ADA. Ilustra para editoriales, fanzines y publicaciones independientes, y participa en muestras colectivas. Naty Menstrual. Escribió Continuadísimo y Batido de trolo. Colaboró en medios como Soy y Las 12 (Página/12), Wicked, Crítica y Ñ, y formó parte de la revista El Teje. Actuó en cine, teatro, varieté y lecturas, incluyendo la puesta “Feizbuk” (Muscari) y la película “Mía” (J. Van de Couter).

Fabio Morábito (Alejandría, 1955). A los dos años se mudó a Milán, y a los catorce a México. Algunos de sus libros son Un náufrago jamás se seca (compilación de poesías), La lenta furia, La vida ordenada y Grieta de fatiga (relatos), y Emilio, los chistes y la muerte (novela). Pablo Olivero (Buenos Aires, 1976). Se inició en la Escuela de Dibujo de Carlos Garaycochea. Fue dibujante en la serie de TV “Dibu” y participó en un sinfín de producciones animadas. Ilustra libros escolares, portadas literarias, cortos animados y chistes para revistas. pablolivero.blogspot.com Leticia Paolantonio (San Fernando, 1981). Egresada de Bellas Artes en la Pueyrredón, coordina talleres de arte. Artista plástica, expuso en diversos salones y obtuvo premios en certámenes de pintura, grabado y fotografía. Es la creadora de Arte Andarín. arteandarin.com.ar Horacio Petre (1966). Ilustrador y artista plástico. Publicó en No (Página/12), Sismo Trapisonda, Underground y Orsai. Desde 08 publica en su blog, Lo invisible es esencial a los ojos: loinvisibleesesencialalosojos. blogspot.com Pito Campos (Córdoba). Artista plástico autodidacta, diseñador gráfico, humorista gráfico e ilustrador freelance, dirige la revista RISOTTO. Publicó en medios como Día a dia, Papalú, La Murciélaga, Daily, Fabu Fantasías Ilustradas y Orsai. pitocampos.com.ar

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C A S Q U i V A N O S

Ana Prieto Periodista. Colabora en Ñ, en el suplemento Cultura de diario Los Andes (Mendoza) y ha escrito en Orsai, Travesías, Gataflora, Lamujerdemivida, Hecho en Mendoza y otros medios. Está organizando el archivo del escritor y periodista Tomás Eloy Martínez para la Fundación T.E.M.

Hernán Ronsino Sociólogo, docente y escritor. Tiene publicado un libro de relatos y dos novelas. Vive en Buenos Aires. La foto es de Pocha Silva.

Fernando Sawa Creció en el sur de Buenos Aires. Autodidacta. En ‘99 estudió un año en el Idac, y al poco tiempo comenzó a trabajar en cine de animación y publicidad. Actualmente es director de arte en bitt animation, tiene otros proyectos y vive en Parque Patricios.

Eva Tabakian (Buenos Aires, 1954). Estudió en la UBA. Es psicoanalista, y editora en Paidós. Autora de Los armenios en la Argentina; Lacan y Heidegger, una conversación fundamental; Del retorno a Freud; Dimensión trágica de la ética y Ese yerno de Lacan, historia de un insulto.

Pablo Toledo (Buenos Aires, 1975). Es escritor, periodista y traductor. Publicó las novelas Se esconde tras los ojos (Premio Clarín de Novela 2000), Tangos chilangos y Los destierrados, y cuentos en antologías. Es editor de la sección de cultura y espectáculos del diario Buenos Aires Herald.

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Omar Figueroa Turcios (Corozal, Sucre, Colombia, 1968). Artista gráfico y caricaturista, expuso, dio conferencias y fue jurado en Colombia, Brasil, México, España, Grecia, Irán y China. Vive en Madrid. Recibió más de 50 premios internacionales. turciosanimal.blogspot.com

Melina Vergara (Buenos Aires, 1988). Diseñadora Gráfica. Cursó en la FADU - UBA. Realiza tareas de diseño freelance. Es parte del staff de Casquivana y cofundadora de LAMM (estudio de diseño). www.facebook.com/lammestudio

José Villamayor Diseñador gráfico e ilustrador. Vive en Buenos Aires. Cursó sus estudios en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA, incluyendo la materia “Ilustración” a cargo de Daniel Roldán. Realizó el “Seminario de ilustración editorial” dictado por Pablo Zweig.

Raoul Weiller (México). Actualmente vive en Maryland, Estados Unidos. De día es pintor de brocha gorda en hogares, oficinas y museos. Por las noches y los fines de semana trabaja en collages. Adora a su gato Clio, el café fresco y el Photoshop.

Fernando Wolk (Buenos Aires, 1971). Es psicoanalista y escritor. Cinéfilo, hincha de River, no tiene mascotas, admira al Dr. House, jamás vio un capítulo de “Los Simpson” y no cree en Dios. Suele recomendar el flan con crema y dulce de “El español”. fernandowolk@hotmail.com

Mehrdad Zaeri (Isfahan, Irán, 1970). A los 15 años se refugió con su familia en Alemania. Es pintor, ilustrador en obras de teatro y editoriales, y trabaja haciendo performances artísticas en vivo con bailarines, actores, narradores y músicos. Vive en Mannheim.


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D i S i D E N T E

Imagen: “The train” Mehrdad Zaeri

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