Casquivana - 6 - Obsesiones

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ISSN 1853-2799 | Julio 2013

Es necesario ser inconcluso

Año 4 – Número 6

Ob se sio nes


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S U M A R i O

EDiTORiAL Nicolás Hochman y Fernando Halcón,

“Ser obsesivo tiene buena prensa” - Página 5 -

· N O TA D E TA P A · Margarita García Robayo y Gabriela Thiery,

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“Me vas a abandonar, ya vas a ver”

“Mudanzas”

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Conrado Geiger y Alexis Stamboulis,

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María Inés Krimer y José Villamayor,

“Un ferroviario”

“Creía ser obsesivo, hasta que lo conocí a Justo” 13

Guillermo Roz y Pablo Martín,

Vanina Klinko, Leticia Paolantonio y muchos más,

“¡Obsesivos del mundo, uníos!”

N arrat i v a

C r ó n i ca

·16·

Tomás Downey y Horacio Petre,

26

·18·

Martín Jali y Pablo Rivas Mambo,

“La fiesta”

Fernando Chulak y Darío Mekler,

“Ocho casas”

“Mondongo boreal”

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·20· Marina Macome y Mariana Belemlinsky, “Burbujas”

·22· Alejandra Kamiya y Fernando Sawa,

Hernán Panessi y Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco,

“La tierra de los días”

Poesía 31

Jimena Arnolfi y Mariana Belemlinsky

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Alejandro Crotto y Pablo Olivero,

“Como creciendo en el carbón la brasa”

“Los que están solteros” 33

Fernanda Nicolini y Leticia Paolantonio,

“La madre”


BLASFEMAS ·24·

Franco Torchia, Marcelo Luján y Carolina Marcus,

·34·

“Tengo un vecino que”

·30·

Marina Arias y Fernando Linetzky,

“Peor me pasó a mí”

·37·

Ángel Berlanga,

“Así empecé yo”

Luis Othoniel Rosa y Alejandro Ferreiro,

“Perdí un amor pero”

Marcos Crotto,

“Cuando me di cuenta ya era tarde”

l i B R OS

EL DiARiO DE AYER

Kurt Vonnegut, Niccolò Ammaniti, Marie Darrieussecq, Osvaldo Soriano, Diego Golombek, Nelson Rodrigues, Michel Foucault, José Carlos Mariátegui

Simonetta Minicasette - Página 38 -

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STAFF Director: Nicolás Hochman hochman@casquivana.com.ar Editora: Clara Anich anich@casquivana.com.ar Consejeros editoriales: Natalia Kiako kiako@casquivana.com.ar Manuel Crespo crespo@casquivana.com.ar Diseñadora: Melina Vergara vergara@casquivana.com.ar Asesoramiento legal: Renata Cardarelli Imagen de tapa: Pablo Blasberg Agradecimientos: Agustina Bazterrica Cecilia Boullosa

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Laura Campagna Juan Manuel Candal Isaías Chávez Sebastián Chilano Sol Echevarría Dolores Fernández Funes & la Maga Inés Garland Natalia Ginzburg Pablo Giordano Adrián Gualdoni Juan Guinot Mariana Komiseroff Sebastián Lidijover María Nahal Sol Oliver Ariel Pichersky Genaro Press Gimena Rearte Malena Rey Victoria Riobó Jimena Rodríguez Edgardo Russo Malena Sánchez Moccero María Schwartzer

Gabriela Urrutibehety Viajera Editorial María Zorroaquín Propietaria: Clara I. Anich Domicilio legal: Fraga 226, CABA, Argentina Año 4, N° 6 | Julio de 2013 ISSN 1853-2799 info@casquivana.com.ar www.casquivana.com.ar “Es necesario ser inconcluso” (Mikhail Bakhtin)


E D i T O R i A L

Ser obsesivo tiene buena prensa Texto: Nicolás Hochman Imagen: Fernando Halcón

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is libros están sistemáticamente ordenados por un criterio alfabético, en el que respeto rigurosamente el apellido del autor. No soy nada original, pero me parece que es más simple que hacerlo por nacionalidad, siguiendo la fecha cronológica del nacimiento de cada escritor, que es lo que hacía antes. Para mayor tranquilidad organizativa armé hace muchos años, además, una tabla Excel en la que vuelco cada libro nuevo que entra en casa, anotando varios datos en diferentes columnas. No es el único Excel. Entre otros tengo, por ejemplo, mi agenda de contactos, mi lista

de tareas, los autos que manejé, los libros que leí, las películas que vi, las estadísticas de los partidos de Play que jugué con un amigo el año pasado, etcétera. Ser obsesivo tiene buena prensa. Si a uno le dicen que es histérico, o perverso, o psicótico, puede haber peleas, ofensas, explicaciones y justificaciones de todo tipo. Pero si le dicen, en cambio, “Qué obsesivo que sos”, más bien suena a un halago, a destacar algo que generalmente no tiene una carga negativa. Nos enorgullecemos de nuestras obsesiones, que muchas veces son divertidas, anecdóticas, ideales para

empezar una conversación con gente que uno no conoce. O no. Las llevamos como cicatrices de guerra (una guerra nuestra, íntima, de todos los días). Las exponemos frente a cualquiera que quiera verlas, o escucharlas, porque hacemos de ellas historias elaboradas. Porque está claro: no todos somos obsesivos, pero todos tenemos obsesiones, que nos marcan, de las que hacemos una marca que nos identifica, una marca con la que en definitiva terminamos siendo y haciendo. El número 6 de Casquivana tiene mucho de todo esto; o algo. Hay obsesiones graciosas, dramáticas, preocupantes, algunas difíciles de creer. Algunas generen seguramente empatía, y otras cierto rechazo visceral. En todo caso, lector, si llegás a necesitar un índice detallado y organizado según diferentes variables, mandanos un mail, que seguro te hacemos llegar un Excel con todo eso que necesitás saber. Probablemente tardemos, porque los obsesivos preferimos dejar de lado los impulsos y posponer las cosas tanto como sea posible. Probablemente te enviemos el mail, pero olvidemos adjuntar el archivo. Probablemente al final lo hagamos, pero con una larga explicación, detallada, elaborada, contándote mil cosas prescindibles. En el fondo, me parece, hay cosas peores. O por lo menos me queda la excusa, tranquilizadora, de suponer que es a partir de obsesiones que algunos proyectos se inician y se sostienen en el tiempo. Inconclusos, claro, como lo es esta revista.

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Mudanzas

Texto: Margarita García Robayo / Imagen: Gabriela Thiery

1 Es la tarde del 31 diciembre y me estoy mudando por séptima vez en el año. Las razones no importan, suelen ser excusas. Importa que la de hoy será la última mudanza de este calendario, y es un alivio. Me gusta este departamento. Me pregunto si viviré acá mucho tiempo, pero cómo saberlo. Lo que sí sé es que en un par de días parecerá que he vivido acá desde siempre: nunca me toma más que eso. Dar vuelta las casas, adaptarlas a mí, es algo que me sale rápido y bien: casi tanto como desmontarlas. Algunos lo consideran una virtud, otros una neurosis.

2 Le alquilo el departamento a mi amiga Guadalupe, que se fue a vivir a Chile. Hoy debí embalar todas sus cosas y mandarlas a lo de su madre. Guadalupe dejó todo: a Chile sólo se llevó a Guillermo, su marido; y a Benjamín y a Juana, sus hijitos. Hoy vino Norma a ayudarme a embalar. Y vinieron el cuñado y la cuñada de Guadalupe a llevarse las cosas. Vino también su sobrinita, que me ayudó a dividir lo frágil de lo no frágil. Pero casi todo era frágil, salvo una cuna de madera que se llevarían después. Guadalupe me dejó un papel con los datos de la casa: claves de Internet, dirección postal, teléfono. Me parece que ya tuve este número de teléfono, juraría que sí. A lo mejor lo tuve pero combinado de otra forma: siete mudanzas son 56 números. ¿Vos vas a dormir ahí? –la sobrinita de Guadalupe señala la cuna

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con el hocico. Sí. No podés. ¿Por qué? Porque sos grande. ¿Según quién? Alza los hombros. No tengo planes para la noche, mis amigos están afuera, mi familia está lejos. Elegí este día para mudarme porque es terminante y es fundante. Tendré una historia, pienso, una historia lamentable: descorcharé una botella de champaña en un living vacío y me emborracharé mirando pelis en la laptop. Norma no está de acuerdo, mientras envuelve copas con una delicadeza oriental que no se condice con su corpulencia, insiste en que está mal quedarse solo un 31; nadie se queda solo un 31: sólo los locos, los abandonados, los perdedores, los vagabundos, los enfermos, los ancianos, los feos, los fantasmas. Y vos no sos nada de eso –dice. ¿Según quién? –contesto, pero no me oye porque al fondo suena, fuerte y desgarradora, una canción de Juan Gabriel.

3 Me obsesionan las mudanzas porque me obsesiona el drama que las acompaña. Me mudé mucho, casi siempre en circunstancias dramáticas. Por ejemplo: de chica, desde la primera hasta la última vez que me mudé con mis padres, nos fuimos a casas peores; las mudanzas atestiguaban el declive económico de mi familia y nadie las llevaba bien. Cuando crecí y empecé a mudarme sola el drama persistió pero en otro sentido: me mudaba a casas que, en

general, venían con un hombre adosado, y con él una empleada, y con él una mascota. La gracia y la desgracia era la misma: no elegir, “customizarme”. Roto el karma de la convivencia, descubrí que mudarme sola potenciaba mis manías: nomenclar,


–el león, la jirafa, el gallo, la gallina, el armadillo, la vaca, la iguana, la mariquita y la abeja. La mirada compasiva de los fleteros es algo con lo que aprendí a vivir. Tanto las mudanzas como el drama son dos obsesiones que atribuyo a mi historia familiar amañadísima: la fortuna perdida, la nobleza fallida, los menguados patrones de cuatro, tres, dos y finalmente una sola empleada, Chavela, que se trasladaba con nosotros como un mueble. Y que mentía: esta vez nos vamos a un castillo. Mis primeros desplazamientos fueron mentales.

“Dar vuelta las casas, adaptarlas a mí, es algo que me sale rápido y bien: casi tanto como desmontarlas”

ordenar, detallar minuciosamente objetos contenidos en cajas: 11 tacitas chinas, 4 platos de barro, 3 muñecas peruanas, 1 Gauchito Gil, 3 Fiat 600 tamaño miniatura, 9 cucharas de madera, 17 lapiceros –8 azules, 4 negras, 2 rojas, 1 verde–, 10 animalitos

Me asomaba a las rejas de mi casa, agarrada de los barrotes, e imaginaba que alguien me llevaba. Me pasaba de largo en los buses y me bajaba en el barrio equivocado: un barrio de mansiones. Me iba a la playa y hablaba en inglés con italianos brutos: my father is a canadian diplomat (les parecía fascinante que a mis catorce años ya hubiera vivido en nueve países). El que más me gustaba era éste: me echaba al piso frío de la sala, de patas y brazos abiertos como una equis, y miraba el techo sin pestañear. Si me concentraba lo suficiente podía elevarme y meterme en las casas vecinas. Después veía a los dueños por la calle y pensaba: yo conozco los rincones sucios de sus cuartos. No podía recorrer mucho más, porque

siempre se aparecía Chavela a cortarme la concentración: ¿niña, qué hace? –con esa voz trémula de quien teme lo peor–; se acercaba y me tocaba un hombro: ¿niña? Y yo quieta, aguantando la respiración. Podía durar bastante en ese estado semicatatónico. A ella le daba tiempo de salir corriendo a buscar a mi mamá para decirle que me había desmayado. Cuando mi mamá, o mi papá –o ambos– llegaban, yo aguantaba unos segundos más, hasta ver sus expresiones inciertas atravesadas entre mis ojos y el techo. Entonces pegaba un brinco: – ¡Estoy muerta! –y largaba carcajadas.

4 La primera vez que nos mudamos yo tenía diez años y estaba excitadísima. Los demás –mis padres, mis hermanos, Chavela– lloraban y embalaban como si levantaran restos en Kosovo. Fue hasta la noche antes de irnos que entendí el drama: nunca más volveríamos a esa casa –que era bonita y era grande y hasta tenía un proyecto de piscina en el patio: un hueco profundo lleno de maleza que, cuando llovía, se empantanaba. Nunca la terminarían, y no hacía ninguna falta: en mi casa se vivía en tiempo potencial. Esa noche usé la navaja de mi hermano para tallar una baldosa con una cruz y la fecha: + 23/05/1990 A la mañana me despertó la radio: si estás pensando que sufriendo estoy / estás soñando, no sabes quién soy. Salí del cuarto y me encontré con una muchacha oscura que barría y cantaba, contoneando las caderas. No

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la había visto nunca. Era la sobrina de Chavela, que había ido por el día para ayudarnos con la mudanza. La abracé sin pensarlo, apoyé la cabeza en su pecho que olía agrio, y lloré de vuelta. Mi hermano y los amigos, después de jugar al fútbol, también olían agrio, pero era un agrio distinto: más frío, más metálico. El olor de esta chica era cálido y no podía atribuirse al sudor, sino a eso que llamaban “el humor”. Me alivió la sensación de envolverme en su humor, mientras esa canción de despecho llenaba el pasillo. Entonces sentí que me elevaba: la chica me alzó y me llevó hasta la ventana de la cocina que miraba el patio, los árboles, la maleza, el proyecto de piscina. A donde vayas –me dijo mi fugaz y caribeña María Von Trapp, señalando el perímetro de la ventana– busca siempre una ventana que te guste. Cada vez que me mudo recuerdo esa escena, pero ha cambiado tanto con los años que a veces me pregunto si en verdad pasó. El olor persiste. Y las canciones: siempre que me mudo escucho de fondo una canción de despecho.

5 Esa primera mudanza nos llevó a una casa donde todo se estrechó. Los primeros días, para atormentar a mi mamá, atravesaba los pasillos caminando de perfil: “no quepo –le decía– me ahogo”. Ella, con la quijada temblorosa, me señalaba la puerta en señal de que podía largarme cuando quisiera. La casa nueva no tenía rejas. Cada tanto caminaba hasta mi antigua casa. No quedaba lejos. Los dueños estaban refaccionándola con un gusto lamentable: la pintaron de verde, le cortaron el árbol de mango y en su lugar construyeron un adefesio para colgar ropa. Ahora me asomaba del otro lado de la reja y nunca salía nadie. Miento, una vez salió un niño en calzoncillos, las mejillas untadas de moco sucio: me dijo hola. Yo me agaché y lo miré de cerca. Pensé en decirle algo perturbador, algo

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que, cuando estuviera grande, lo hiciera preguntarse si en verdad había ocurrido. Pensé en decirle: a donde vayas busca siempre una ventana que te guste, pero tardé mucho en decidirme y en el medio salió una mujer: ¡Wilson! El muchachito corrió despavorido y se trepó a sus brazos. Las siguientes mudanzas me situaron lejos de la casa de mis padres; ellos vivían a las afueras de la ciudad y yo quería salir con amigas, ir a fiestas. De adolescente me mudé con una tía, después con mi hermana mayor, después divagué entre casas ajenas pero familiares, con un equipaje

“Me obsesionan las mudanzas porque me obsesiona el drama que las acompaña. Me mudé mucho, casi siempre en circunstancias dramáticas” cada vez más pequeño y compacto: jeans, camisetas, maquillaje, algún libro. No tengo recuerdos de casas propias. Odiaba andar de acá para allá pero también odiaba instalarme. Fuera donde fuera, mi lugar era siempre el mismo: un rincón escaso donde acomodaba y administraba mis pocas pertenencias. No tengo recuerdos de bibliotecas propias. O sea, estantes en una pared que juntaran libros elegidos, leídos y subrayados por mí. Los libros que leía iban quedando en mis casas provisorias y, más adelante, en las oficinas de turno. Cuando tuve que mudarme de ciudad junté los que pude en un par de cajas y las mandé por correo. Cuando tuve que mudarme de país ya había juntado otras cajas y enviarlas salía más caro que comprar libros nuevos. Por esa época un amigo, que padecía como yo la obsesión de desplazarse, me enseñó que –en nuestro caso– los libros había que leerlos y soltarlos: pensar

en alguien a quien podría gustarles y regalárselos. Y así lo hicimos –con los libros y con tantas otras cosas– hasta que, en su caso, se casó y se mudó a una casa con paredes limpias donde construyó, por fin, su biblioteca. En mi caso lo resolví con el Kindle.

6 Los cuñados de Guadalupe se fueron cargados. Ahora, salvo por la cuna y dos bibliotecas sin libros, la casa está vacía. Ya ni siquiera hay música porque el iPod se descargó. Norma se despide, dice que esta noche cocinará para los hijos. ¿Y vos qué hacés? –insiste. Yo ya abrí la champaña y recorro la casa: llamaré a alguien –le digo. Ella me lanza una mirada dudosa y se va. En mi recorrido pienso que quizá es una buena oportunidad para recuperar libros. Y abro ventanas, miro afuera: el pulmón de un edificio antiguo, una cúpula lejana, los carteles luminosos de la calle Corrientes. Me pregunto si podré vivir con ese pedazo de ciudad todos los días. Me pregunto cuántos días son todos los días. En el último cuarto encuentro una ventana que casi me convence: un cielo atravesado por cables que van de techo en techo; unos señores diminutos que caminan por las azoteas vestidos con un mono fluorescente: hay uno que cuelga de un arnés y mueve las extremidades como un escarabajo. Más arriba hay antenas, muchas; y chimeneas plateadas, y LEDS que se encienden cuando, como ahora, oscurece. Abajo, una calle poblada de papelitos findeañeros. En el aire, una risa que se pierde.


Creía ser obsesivo,

hasta que lo conocí a Justo Texto: Conrado Geiger / Imagen: Alexis Stamboulis

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se viernes, como todos los viernes a las seis y media de la tarde, entré al bar y me senté en la barra. Le hice un gesto a Calixto, el barman, y se puso a prepararme mi piña colada. Con elegancia me sirvió mi vaso y me acercó un platito con cubitos de queso. Un tipo vestido de traje se sentó al lado. Sacó unos pañitos húmedos desinfectantes y los pasó prolijamente por el estaño. Calixto, se ve que lo conocía, le acercó un vaso vacío. El tipo lo limpió con otro pañito, lo dejó sobre la barra y se limpió las manos con alcohol en gel. Calixto le llenó el vaso con cerveza. Me quedé mirándolo. Él giró su cabeza y nuestras miradas se cruzaron. Me sacó una pelusita que tenía en el hombro y mirándome directamente a los ojos, guardando distancia, sin pestañear y sin dejar de clavar su mirada en la mía me dijo: - Obsesión. Obsesión, le dicen. - ¿Obsesión? –pregunté - Sí, obsesión. Proviene del latín obsessĭo, que significa asedio. - Ajá –respondí acodado en la barra. Tomé un sorbo de mi piña colada y susurré como meditando: - …asedio… - Es una perturbación anímica producida por una idea fija. Una idea fija que con tenaz persistencia asalta la mente. Bacilos. Pestes. Contagios. - Comprendo –sacudí levemente el vaso haciendo girar los cubitos de hielo–. Debe ser terrible… - Usted sabe de lo que le hablo. La obsesión tiene muchas caras. Esta sensación, llámelo pensamiento, sentimiento o tendencia, aparece y se queda, a pesar de estar en desacuerdo con el pensamiento consciente de uno. No importa cuántos esfuerzos

uno haga, la idea persiste. Así fue como lo conocí a Justo. Viernes a viernes nos cruzábamos en la barra del bar de Calixto. Así fui conociendo su vasto y prolijo mundo. Sus manías: la limpieza, el orden y su gordura. Cada viernes estaba haciendo una dieta distinta. Recuerdo especialmente la de la NASA. Me mostró un listado de lo que supuestamente comía un astronauta por un mes, día a día, comida a comida, establecido con precisiones como “un bife de 200 gramos, un rollito de jamón y una cucharada de ricota”. - Esta dieta es maravillosa –me dijo–. Si usted la respeta, puede lucir en un mes un cuerpo como el de Neil Armstrong. Me quedé pensando cómo sería el cuerpo de Armstrong. Yo nunca supe si era gordo o no, porque en todas las fotos aparecía vestido de astronauta. De todos modos, la dieta fue reemplazada por otra que fue encarada con el mismo rigor y el mismo entusiasmo. Viernes a viernes nos cruzábamos. Siempre nos tratamos de usted, pero fue naciendo algo parecido a una amistad.

Una sola vez fui a su casa. Bajé del ascensor, toqué el timbre. Él abrió, me hizo pasar y me sentó en una banqueta que estaba junto a la puerta a la vez que me alcanzaba una bolsita con unas galochas descartables para ponerme sobre los zapatos. Ése era Justo. Jamás olvidaré su toilette. El estante con las toallas y toallones acomodados en rollitos perfectos, ordenados por una precisa escala cromática. Cuando le hice un comentario al respecto me preguntó: - ¿Usted dónde pone las prendas magenta? Nunca me decido si ponerlas con los rojos o con los tonos pastel.

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Me vas a abandonar, ya vas a ver Texto: Guillermo Roz / Imagen: Pablo Martín

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a primera se llamaba Julieta y un día la vi subirse a la moto de Alito, su ex novio, mientras un compañero más pelotudo de lo acostumbrado me preguntaba: “¿Pero esa no era tu novia?”. Después llegó Érica, quien pocas semanas después de recitarle Garúa, asignándome la autoría en la puerta de un boliche lluvioso, me dejó por un cliente de la farmacia en la que recetaba con gran sensualidad. Paula fue mi gran amor de juventud y mi más prototípico abandono: me dejó por mi mejor amigo. Aunque me quedé con Pamela, la hermana de mi mejor amigo, el tiempo volvió a cachetearme, y ya no quiero acordarme de por quién me dejó. En todos los romances de mi vida, hasta los treinta años, hubo un lema común para el evidente fracaso sentimental: mi obsesión por el abandono, la completa seguridad, casi desde el inicio de cualquier relación, de que cada una de esas chicas tenía planes a futuro con barbas y bigotes que no eran los míos. Al final de la última relación hice recuento y me pregunté mil veces hasta encontrar una respuesta certera: yo era el creador de aquella obsesión, yo la preparaba con mis manos, yo la cocinaba y yo mismo me la comía. Mi estrategia para que el plan auto-apocalíptico resultase, era referirme constantemente a las bondades de sus ex novios, celarlas hasta límites patológicos y enredarlas en las sogas de los más estúpidos cuestionamientos que nada tenían que ver con el presente que vivíamos, sino con futuros horriblemente inciertos. Pero fue recién el

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“En todos los romances de mi vida, hasta los treinta años, hubo un lema común para el evidente fracaso sentimental: mi obsesión por el abandono, la completa seguridad, casi desde el inicio de cualquier relación, de que cada una de esas chicas tenía planes a futuro con barbas y bigotes que no eran los míos” último hostigamiento, el perpetrado a Pamela, el que me hundió en el peor momento de mi vida, porque con treinta años, viviendo en un país extranjero y en una situación económica espantosa, supe a ciencia cierta que mi obsesión amorosa era la clave de todos mis males. Mi suelo se movía porque yo mismo lo serruchaba. Los psicólogos y el vidente, que a esa altura tuve la necesidad de visitar, tenían un discurso común: no te quieren porque no te querés. Tan fácil y tan difícil. Por otro lado comencé a revisitar mi relación con el miedo al abandono y a la soledad,

y me percaté de que me había marchado a vivir a un país sin un solo miembro de mi familia, que había elegido la escritura y la lectura como dos fieles perros de la soledad máxima y que para completar el cuadro, elegiría viajar en soledad, lo más lejos posible. Inicié grandes viajes por medio mundo, poniendo a prueba eso que después supe, algunos llaman contrafobia: tirarse del balcón en medio de un ataque de vértigo a las alturas.


Así fue cómo comprobé que el tiempo cura todas las heridas. De a poco fui volviendo a relacionarme con chicas. Noté que fui dejando de fijarme en todos y cada uno de los gestos de ellas, porque me empezaban a interesar los míos. Y que una pareja se construía mirando en una misma dirección, y no el uno constantemente al otro. Paulatinamente, casi sin darme cuenta, me fui haciendo fuerte, me fui resultando un tipo interesante, simplemente me fui

empezando a querer. Algunos años después, caminando por una calle perdida de Bruselas, conocí a una española de ojos azules y ternura infinita, con la que me casé el 1 de marzo de este 2013 y que me ha dado la joya que todo lo salva: mi Gael, de dos años y medio. Aún hoy, después de haber alcanzado una vida normalizada y feliz, me pregunto qué pasaría si me abandonasen. Los puñales viejos nunca dejan de afilarse adentro de

uno. Sin embargo, ante las apariciones de aquellos miedos, ahora elijo cambiar-me de tema, acariciar a mi hijo, besar a mi mujer sin preguntarle nada.

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Un ferroviario Texto: María Inés Krimer Imagen: José Villamayor

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laza de Mayo. Acto por la tragedia de Once. Un año atrás un tren de la línea Sarmiento impactó contra el andén, dejando cincuenta y un muertos y setecientos heridos. Las víctimas estaban en el primer y segundo vagón. Miro las caras crispadas de los familiares. Carteles con los nombres se recortan en el cielo plomizo. Remeras blancas con las caras estampadas. Discursos. Unas horas antes habían prendido velas. Rosas rojas caen sobre las vías. Papá, a los dieciséis, entró a trabajar en el Urquiza. Aprendió inglés a la fuerza porque su jefe, el míster, siempre estaba borracho. “Papá, contame de la primera locomotora”, le pedía yo cuando salíamos a caminar: “Se llamaba La Porteña pero fue construida en la India, de ahí la mandaron a Crimea y luego al sitio de Sebastopol. Al final se la devolvieron a los ingleses y la compramos nosotros. Iba de Plaza Lavalle hasta Flores”. Su obsesión era el ferrocarril. Papá no hablaba de otra cosa. Una vez fuimos a la estación. Me agarró de la mano y caminamos por la vía, dando pasos largos para alcanzar los durmientes. De pronto sentimos un ruido y me obligó a saltar a la plataforma. Papá saludó al conductor de la locomotora apoyando los dedos en la frente y el conductor le hizo la venia. Yo no me atrevía a decir una palabra. Después fuimos a su oficina y consultó una planilla. Qué raro –dijo–. Venía atrasado. Años después, cuando él ya había muerto, mientras levantaba su casa encontré unas carpetas azules escritas con su letra prolija. Tomé una y leí: “Huelga de 1961. Se denuncia el pago de ochocientos pesos a los maquinistas para hacer de krumiros”.

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Esa obsesión lo perseguía. Cuando encendía un Chesterfield yo le decía: “Parecés una locomotora,” y él me seguía el juego: “¿Stephenson o Garratt?”. Las Garratt eran dos máquinas que se acoplaban una con otra, culo con culo, para tirar con más fuerza. En 1983 empezó con las cartas de denuncia, dirigidas a la sección de Lectores del diario de Paraná. Una estaba titulada “Que se sinceren los costos, que se diga la verdad”, y en un párrafo decía: “A los ferrocarriles los devoraron los transportistas de carga. Mientras los americanos nos inundan con autos y camiones, las empresas ganan con la falta de inversión”. Se preguntaba: “¿Qué va a pasar con los pueblos, con la gente?”. Encontré el recorte en una de las carpetas. El sindicato publicó una solicitada denunciando que fabricar un tren de carga costaba lo mismo que cincuenta camiones, y que un tren de ocho vagones valía lo mismo que setenta y cuatro colectivos. Papá lo firmo como secretario general. Dos meses después le notificaron

el despido. Mientras seguía con las carpetas, me parecía escucharlo discutir con sus compañeros de oficina, donde se hablaba de privatizar y de que los ferrocarriles eran el cáncer del país. “Los dejan caer para después regalarlos”, decía papá, y seguía anotando… “Se clausuraron treinta y siete mil kilómetros de vías, novecientas estaciones y se dieron de baja a sesenta mil agentes”. En la última escribió: “En poco más de tres años, el ferrocarril pasó a manos privadas. Contratistas y cargadores, que durante años se beneficiaron con las tarifas subsidiadas, lo compraron barato, pagando con bonos de la deuda”. Ahora, el acto está por terminar. Los familiares bajan los carteles, empiezan a dispersarse. Miro las espaldas blancas y pienso en lo que dijo el Secretario de Transporte: “Nuestra obsesión es mejorar los ferrocarriles”. Y en las rosas rojas, que han empezado a marchitarse sobre las vías.


Obsesivos del mundo,

¡uníos! Imágenes: Vanina Klinko y Leticia Paolantonio

mos solos. Queríaueríamos sentir que no estába los únicos en el munmos asegurarnos de no ser etitivos, repetitivos, do con algunos problemas rep qué otras obsesiones aquerepetitivos. Queríamos saber amigos. Por eso les pedimos jaban a nuestros lectores y claro, en muy pocos caracque nos las contaran, aunque a cualquier obsesivo, que teres, algo que saca de quicio o que se escapa. siente que siempre queda alg

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Ilonka mete repisas en cuanto espacio lo permita, o no. Termina cediendo a la tentación de agregar maderitas entre las repisas originales de todos sus muebles. O en las paredes. Sobre los espejos. Bajo las ventanas. Junto a los sillones. A los sesenta y tres años, viuda y con sus hijos casados, se muda a un departamento acorde a su soledad. Para mitigar un poco el vacío decide llenarlo con las repisas que mudó de su casa de seis ambientes. Quiere colocarlas ella sola. Quiere hacerlo el mismo día que llega, en medio de canastos con recuerdos diezmados. A las tres de la mañana, agotada pero conforme, se echa por fin en el colchón, que todavía no tiene sábanas. Y en el envión no se fija en la repisa que clavó sobre la cabecera de la cama. Demasiado ancha, quizás. (Dolores Fernández)

De chico tuve una obsesión por coleccionar, una especie de masoquismo de todo obsesivo compulsivo, ya que las colecciones no se completan jamás (aunque tengamos todas sus partes). Estampillas, monedas, billetes y hasta señaladores. Tenía en herencia una caja con colección de piedras, y los números de la revista Lupín, la cual seguí comprando. Hoy se evidencia solo una: enamorar al sexo opuesto. (Pablo Giordano)

Mi vida dio un punto de giro en el año 2004 cuando comencé a anotar en un cuaderno todas las películas que vi. Oh, el ser humano y las listas. Un saludo para mis amigos que dicen que tengo un trastorno obsesivo compulsivo. En realidad, anoto todas las películas que vi, los libros que leí, las series que seguí, los cómics que compré y los discos que escuché. En distintos cuadernos. Puede que tal vez no tenga un TOC, sino dos, tres, cuatro o cinco. Y así, cinco son las listas y un montón los cuadernos. (Hernán Panessi)

La calle se cruza por una esquina. Si el semáforo ofrece otra combinación elijo evitarla. Una variación en la rutina me destruirá. O destruirá el mundo. Lo mismo si compro un libro viejo dedicado. La preexistencia de otro lector lo hace irreparablemente ajeno. Y, como para cruzar la calle, solo hay un lugar para conjurar libros usados. No revelaré ninguno y los dos seguirán siendo lugares perfectos. (Sebastián Chilano)

No sabía que me obsesionaba la humedad hasta que la descubrí en una de las paredes de mi nuevo departamento. Nada que hacer, dijeron, el problema venía de otro lado. Y así fue. La tapé muchas veces pero siempre volvía, de manera tenue pero definitiva, hasta que me resigné. Ahora ocupa prácticamente toda la pared. Las cáscaras de pintura caen al piso como copos de nieve. Silenciosos y blancos. (Sol Echevarría) No se abre la canilla mientras te cepillás los dientes. El agua se cuida como el oro, en esta casa están prohibidas las goteras. Además, el agua escupida en el centrifugado del Kohinoor sirve para lavar camisetas, medias y calzoncillos. Esto no es joda, las potencias se están preparando, la Tercera Guerra Mundial será por el control del agua. Esta es nuestra trinchera. (Juan Guinot)

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T A P A

Tengo una terrible obsesión por el vacío. Por hacer circular ese flujo de intensidad que va del todo a la nada en cuestión de segundos. Por el tiempo. Por llegar a tiempo. Por hacer que se detenga el tictac que llevo dentro. Por la velocidad. Por entrar. Por salir. Por volver a entrar al lugar del que he salido. Por acabar aquello que empiezo. Por ese miedo de nunca acabar. De no acabar nunca. De acabar antes de tiempo. De que me falte tiempo para acabar. (María Nahal) Tengo una obsesión que me impide pisar las líneas del suelo, lo evito a cualquier precio, cualquier cosa que salga mal, quedar en ridículo es mucho mejor para mí que pisar las líneas del suelo. Las esquivo todas, las horizontales, las verticales, las diagonales, las de diferentes colores e incluso las que a simple vista no se ven pero yo sé que están ahí. Siento que si llego a tener contacto con aquellas líneas todo el día se vendrá abajo. Para no tener un mal día, no piso ni toco las líneas del suelo. (Isaías Chávez)

Me obsesiona el complot maligno de los objetos inanimados: la baldosa floja que, invariablemente, se ubica debajo de mi pie; la bombita de luz que se rompe en el momento exacto en el que estoy por leer el final de una novela; la hoja de papel que me corta los dedos como diciendo “tenemos entidad, podemos y vamos a lastimarte”. Y lo hacen. (Agustina Bazterrica)

Sospecho de mí misma, me tengo bajo el microscopio. Ya nos voy a pescar. Pronto, muy pronto. Eso que dije, eso que dijiste, ese gesto que hiciste, ese otro, mío. En cualquier momento. ¿Para qué? ¿Por qué? Tengo menos tiempo, cada vez menos. ¿Cómo somos realmente? Mirar, mirar. Mirar la vida tal como es. Ponerle palabras. Y tocarte, y que me mires, y que me veas. (Inés Garland)

¡Quién dejo abierta la puerta del placard! ¡Que se cierre! Ni a medio cerrar, ni hendija, ni toda para un lado ni toda para el otro. Entra el diablo, me decía mi abuela cuando me daba el beso de las buenas noches y revisaba que el gato no estuviera en la habitación. Desde aquellos pequeños años me es imposible caer molida sobre la cama para perderme en los sueños apurados que apenas te dejan sacarte las zapatillas. Hay que cerrar primero la puerta del placar y recién después de cerrar hasta hacer presión sobre los marcos, sacarme o no, la camisa, el pantalón, las medias, y dormir. (María Schwartzer)

De chica tuve una fijación por lavarme los dientes. Y pasé por épocas fuertes. No importaba adonde fuera, tampoco si me quedaba en casa. Daba lo mismo si estaba por irme a dormir, si recién había terminado de comer o si tenía que ir a la panadería por pedido de mi madre. A pesar de los reclamos, siempre lograba escabullirme, meterme en el baño y embestir mi boca con el cepillo. Arrastré este temita por muchos años. Recién ahora, al borde de los 35, lo estoy manejando. Creo (Sol Oliver)

¡Obsesión es que la vecina tenga un trapo arriba del felpudo! (Jimena Rodríguez)

Apretar desde abajo el tubo de pasta dental me da tiempo suficiente para revisar las comas; liberarme con un delete, una vez al año, de las contracturas que me provocan los mails sin leer; obsesionarme con minas que no me dan pelota y que en verdad no sé si me gustan; marcar con AP la primera página de mis libros y, en caso de prestarlos, programar una alarma que me lo recuerde seis meses después. (Ariel Pichersky) Dice Borges “vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra”, y yo sueño que me lo encuentro agachado y le pego una patada para que se corra y poder espiar, con mis propios ojos, todos los rincones del mundo y todas las tapas de libros y así sacar todas las posibles, e imposibles, Fotos Locas de los Viernes para publicar en el Facebook de Riverside Agency. (Sebastián Lidijover)

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Si le cambiamos la “d” por una “h” a la famosa frase de Borges, “me duele una mujer en todo el cuerpo”, logramos que el viejo sea levemente erótico. A la inversa, por eso me fascina mi sentido del olfato. Mi nariz empieza el día regodeándose en el aroma de las páginas virginales de un libro y termina siempre enterrada en tu sexo. Estos y no otros son los límites por donde me pasa la vida. (Juan Manuel Candal)

Si estamos tan solos como se cree, las obsesiones podrían ser unas queridas compañeras de ruta. No porque las despleguemos sólo en el aislamiento –en la mayoría de las discusiones con otros seguro metió la cola alguna–, sino porque es en soledad, y al abrigo de un vacío particular y originario, que les damos entidad. Así (me) explico el hecho de querer trasladar un piano de un ambiente a otro sin pedir ayuda, hasta dejar un surco en el piso. Efectos colaterales, que le dicen. (Natalia Ginzburg)

Vas a ver, todo será maravilloso. Como lo soñamos, todo será maravilloso para los dos. Cuidado, no tires. Nadie se va a interponer entre vos y yo. Esta vez será distinto, te lo juro. Dale tiempo y verás. Te juro que cambié. ¡Pero no tires, te digo, carajo! ¿Te está apretando? Vas a ver, esta vez será distinto. Pero tené cuidado, no tires, que te podés lastimar. (Adrián Gualdoni) La balanza está arriba, en el baño del cuarto de mamá. Subo los escalones descalza para no hacer ruido. Es inútil. Me peso siempre que vuelvo del colegio, a la siesta. Orino los cien o doscientos gramos antes de subirme y me saco la ropa que en invierno llega a pesar más de tres kilos. Me bajo de la balanza y por si existiera la remota posibilidad de algún error, me vuelvo a subir. (Mariana Komiseroff)

a. La sapercibido, de acuerdo Me obsesiona pasar de que los mo co rte fue tan la cabeza maestra me lo metió en hasta en que se ven o tocan (firme sustantivos son cosas grama tele puesta en bizarro pro el error). Por eso con la suena debate de farándula me de política o circunspecto os bid y de ento cuántos desaperci una alarma interna y cu que perdí Supe tener un archivo acuerdo a tal aparecen. ela Urrutibehety) en una mudanza. (Gabri

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N A R R A T i V A

La Fiesta S

algo del baño. Acabo de largar un vómito negro y espeso en el bidet mientras José y Lucho se bañaban juntos. Creo que se estaban haciendo la paja el uno al otro pero puede que me lo haya imaginado. Las cosas suceden como a kilómetros de distancia y me llegan con delay. Es como si todo esto pudiera estar pasando. O no. Cuando entro al comedor veo que un grupo de pibes a los que les veo cara conocida juegan con el ventilador. Uno se cuelga de las aspas y el otro lo prende. El motor arranca, da media vuelta y el que estaba colgado cae al piso llevándose consigo un pedazo de techo. Los cables disparan un par de chispazos y se corta la luz y con ella la música. Antes de que el caído atine a sacarse el ventilador de encima ya tiene a cuatro flacos disfrazados de superhéroes pateándole la cabeza. Recién aflojan cuando el que tiene el trajecito de Batman le aplasta su borcego en medio de la cara. Parece que lo mataron, o casi. Pero enseguida alguien levanta la térmica, la música empieza a explotar de nuevo y todos se olvidan. Me recuesto en un rincón y cuando abro los ojos es de día y hay mucha más gente que antes. El comedor está lleno. A la mayoría no los conozco. Atravieso el pasillo llevándome puestos a todos los que se cruzan por mi camino. Entro a mi cuarto. Hay tres chicas sentadas en la cama y dos pibes en el piso. Están hablando. Me quedo en la puerta y escucho. Una de las chicas dice que a Kurt Cobain lo mató la CIA porque había descubierto el lado B del american way of life y se lo estaba mostrando a toda una generación. Uno de los chicos, un rubio de pelo largo, asiente. -Obvio -dice el muy boludo. Y sacude la melena como si estuviera en una publicidad de shampoo.

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Texto: Tomás Downey / Imagen: Horacio Petre Entro y empiezo a revisar los cajones. Sé que ayer, o quizás hace más -¿hace cuánto están todos acá?-, dejé algo de porro en algún lado. Las chicas me miran, les sonrío a las tres. -¿Alguien tiene un faso? -pregunto. Nadie dice nada. -Es mi casa. Yo vivo acá… -insisto. Se miran entre sí. El rubio asiente. -Yo tengo -dice. Y lo saca del bolsillo. Lo prende y después de darle unas pitadas se lo pasa a una de las chicas. Esa se lo de a la de su derecha.

“El comedor está lleno. A la mayoría no los conozco. Atravieso el pasillo llevándome puestos a todos los que se cruzan por mi camino.” Y así. Golpeteo el piso con impaciencia. Siguen diciendo estupideces. -Con Lennon lo mismo -dice uno de los pibes. Y los cinco asienten con solemnidad. De repente uno estornuda y todos se empiezan a reír. No tengo la menor idea de qué. Cuando el porro me llega está por la mitad. Lo agarro y salgo del cuarto. Escucho que me llaman, pero también escucho a mamá llorando y no hago nada. Me lo fumo en la cocina mientras como un pedazo de pan que encontré en el piso, detrás del tacho de basura. Cuando se me termina prendo un cigarrillo y enseguida me dan ganas de cagar. Entro al baño. Hay un pibe durmiendo en el piso. Me siento en el inodoro y lo miro. Es pelirrojo. Es el primer pelirrojo que conozco en mi vida y

por eso, supongo, me cae simpático. De repente entra otro. Lo sigue una chica. A mí me da un poco de pudor, pero a esta altura no puedo parar. El que acaba de entrar -creo que va al colegio- agarra al que está en el piso y le empieza a pegar en la cara con el puño cerrado. El colorado no reacciona. La chica le grita que pare y le pega trompaditas en la espalda. -Che, aflojá -le digo. El pelirrojo, ahora, es mi amigo. Como no me escucha me subo los pantalones, me paro y lo empujo. Cae de culo. Lo empiezo a patear hacia fuera del baño y cuando ya tiene medio cuerpo afuera me ayudo con la puerta. El boludo trata de poner una mano pero le cierro la hoja sobre los dedos y escucho un crujido extraño. Supongo que es el sonido de sus huesos quebrándose. El ruido me vibra en la cabeza y por un segundo me quedo quieto, escuchando. Cuando se apaga quiero oírlo de vuelta pero cuando miro hacia abajo veo que ya sacó la mano y se arrastra hacia atrás por el pasillo. Cierro y pongo la traba. Me saco toda la ropa (no me cambio hace días y todo huele a suma de excreciones fermentadas) y la dejo en el bidet. Cuando termino de cagar me limpio el culo y me pongo mi bata de toalla azul francia. Después de lavarme las manos me aseguro de que el colorado esté bien. Cuando lo sopapeo abre un ojo -el otro lo tiene negro e hinchado- y me mira. Levanta apenas la cabeza, asiente y la vuelve a apoyar en el piso. Pero el ojo queda abierto. Lo palmeo en el hombro y salgo. Al final del pasillo veo la puerta. Quiero agarrar para el otro lado, ir para el comedor. Pero algo me arrastra y camino despacio, poniendo un pie delante del otro como si


jugara al pan y queso. Me arrodillo sobre el parquet y acerco el ojo a la cerradura. La veo exacta, centrada en el contorno. Está sentada en la cama, bien derechita, mirando la pared con los ojos muertos. La cara de cautiva le sienta perfecto. Ahí dentro tiene total libertad para jugar su papel de virtuosa. Mamá, la sacrificada, la víctima. Cuando le pedí que se fuera, que me dejara la casa por una noche para hacer la fiesta, se encerró sola en el cuarto y me pasó la llave por debajo de la puerta. Cuando le abrí y le pedí que no fuera tan dramática se arrodilló, extendió las muñecas y me dijo que si quería podía atarla. Apoyo las manos sobre la puerta y susurro tan bajo que no me escucho ni yo mismo: -Ya sé lo que estás pensando, siempre sé lo que vas a decir. Y sí, es un gesto vacío. Y sí, somos un montón de estúpidos. Borrachos, totalmente descontrolados. ¿Cuál es el problema con eso? Tanta energía desperdiciada en quejarte… Si es todo lo mismo, ma. Si el mundo se viene cayendo a pedazos desde que es mundo. Lo importante es hacer algo. Cualquier cosa. Y yo al menos me animo, ¿no? Eso debería valer algo.

Yo no quería esto, mami. Pero ahora es tarde para todo. Cuando me levanto me duelen las rodillas. Apoyo la frente en la hoja de madera y respiro hondo. Cuando vuelvo al comedor alguien me pasa una botella de cerveza y todo empieza de nuevo. De repente es de noche. No sé cuántos días pasaron. Quiero salir. Necesito moverme. Agarro una botella de vodka de la mesa y me acerco al sillón. Derramo el alcohol sobre los almohadones. Todos me miran. Alguien corta la música. Levanto una mano, todos me miran en silencio con los ojos brillosos. La bajo con gesto teatral y todos empiezan a gritar. Y le prendo fuego a todo. Los vidrios estallan y el departamento se vacía. Bajamos juntos, corriendo por las escaleras. Algunos se ríen, otros lloran de miedo. Una chica se tropieza y otras dos, que van de la mano, la pasan por encima. La que cayó rueda por los escalones y cuando llega al rellano se levanta y se acomoda la ropa. Tiene la muñeca derecha totalmente doblada hacia atrás. Se la mira como hipnotizada, con los ojos muy abiertos, y cuando paso por al lado me la

muestra. Le sonrío y seguimos corriendo hacia abajo. Cuando llegamos a la calle la gente se empieza a amontonar. El fuego arde en el último piso y el edificio parece un fósforo gigante. Enseguida el incendio empieza a esparcirse en todas direcciones. Nosotros gritamos cada vez más fuerte y pareciera que el sonido de nuestras voces alimentan las llamas. El cielo se ilumina y todo se vuelve naranja. Veo a un grupo de pibes que estrellan un tacho de basura contra una vidriera. Otros saltan arriba de un auto. Tres chicas corren desnudas por la calle, gritan a coro: -¡Revolución sexual, mi cuerpo es mío y de nadie más! Saco la llavecita del cuarto de mamá del bolsillo de mi bata y me quedo mirándola. Un grupito de unas diez personas se me acerca. -¿Y ahora adónde? -me pregunta uno. Me encojo de hombros. Todos se me quedan mirando. -Para allá -digo, señalando una esquina al azar.

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N A R R A T i V A

Mondongo boreal Texto: Martín Jali / Imagen: Pablo Rivas Mambo

I

ntroducía, de una en una, las uvas moradas en mi boca. Con la yema bordeaba su piel finísima, apretaba, arrancaba del racimo y a veces las lanzaba hacia arriba y, al descender, caían rendidas en mi lengua. Lo hacía de aburrido, de puro inquieto, y cada vez complicaba su parábola arrojándolas más arriba, más lejos aún, lo que me obligaba a balancearme en posiciones ridículas, encima de la cama, sobre el ventilador de piso, los estantes, la mesada de cristal. De la televisión brotaban voces. Un equipo de antropólogos había trasladado a un indio quechua, habituado a temperaturas altísimas, a un paisaje helado de Tierra del Fuego. El indio se congelaba mientras los investigadores filmaban, anotaban cosas en libretitas azules y arrojaban hacia la cámara comentarios inútiles sobre el ambiente, la aclimatación y las costumbres de ciertas comunidades indígenas. Mientras tanto, un esquimal, en la Quiaca, se calcinaba. Yo miraba de reojo, porque jugaba con mis uvas y esto demandaba toda mi atención y energía. Unos sádicos, los antropólogos, pensé. Y volví a arrojar una uva que rebotó en mi hombro, cayó sobre la colcha y rodó hasta la guarida de Fidel, mi gato leonino. –Vení, vení –pero Fidel no venía. Al racimo le quedaba poco menos de la mitad cuando escuché el timbre. Era Camila. Entró apurada y me dijo que tenía un regalo para darme. Sus palabras me pusieron muy contento. –Me como a Fidel, me lo como todo pero todo de verdad –dijo y se agachó, como una bailarina de ballet, con una pierna en lo alto para acariciar al gato. Después se arrojó en la cama, estiró sus dedos y arrancó una uvita del racimo ya esquelético. –¿Puedo fumar? –preguntó –Sí, pero abrí un poco la ventana. –¿Tenés fuego?

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Revolvimos el departamento, porque yo ya no sabía donde había dejado nada, tal era mi estado de absoluta dejadez. Al fin lo encontramos en el fondo de una canasta de mimbre que alguien me había regalado hacía muchos años. –¿Soy yo o estás igual que cuando te dejé, hace una semana? Comí otra uva, pero esta vez la deposité con delicadeza en mis labios y chupé para adentro, haciendo ruido como si fuera la bola de un chupetín. –Sí – dije –. ¿Cómo estás? –No sé cómo estoy pero estoy mal. No sabés. Me siento como atrapada. No puedo dejar de pensar en cada cosa que hago. Hoy, por ejemplo, me tenía que juntar a estudiar con Abel y Ludmila y desde ayer que estoy nerviosa por eso. Ya estudié y sigo nerviosa, ¿entendés? Pienso en todo. Vos compraste uvas. Si yo tuviera que comprar uvas cuando me vaya de acá, porque estas uvas están riquísimas, bueno, ahora mismo estaría pensando en qué uvas comprar, si blancas o moradas, cuántas, qué decirle al verdulero, a qué verdulería ir, si voy hoy o mañana. No puedo más. ¡Estoy histérica! –Uf. –No sé, pero tengo ganas de hacer cosas sin pensar. –¿Damiano tiene algo que ver con esto? –Un poco. –Me imaginaba. –Pero no te quiero joder. Dejame. No me des bola. ¿Y vos? –Yo bien – dije y me señalé el cuero, las uvas, el ventilador y la tele. Por la ventana entreabierta se colaba un aire espeso y pegajoso. –Ah… ¿Pero hasta cuándo? – preguntó. –No sé. Entonces Camila repitió que me había traído un regalo, buscó en el bolsillo de su remerón y retiró una

pequeña plaqueta, con un cable y un tomacorriente de color blanco. –Lo compré en el Once cuando venía para acá. Yo ya tengo uno y es una maravilla. A vos te va a venir genial. Bah, no sé, viéndote ahora, quizá te haga peor. Me preocupé. –Tranquilo. Yo sé que te va a encantar. Entonces, después de enchufarlo, apretó un botón rojo que sobresalía de la plaqueta y de pronto apareció un McGyver de tamaño natural, con camisa, pantalones de jeans, chaqueta de cuero y lentes espejados. –Hola, mi nombre es McGyver –dijo McGyver. Nos miramos. –¿No es genial?


esparció por todo el ambiente. –¿Qué me decís? –dijo Camila, orgullosa. –¡Me mata! –Decile gracias a McGyver y dame un beso a mí. –Gracias, McGyver –y le di un beso en la mejilla a Camila. –¿Y si lo mandamos a comprar uvas? –pregunté, entusiasmado ante las innumerables posibilidades que

rada. –Está bien –concedí, y agregué–. Pasá a buscarlo, pero decime para qué lo querés. –Damiano me dejó… –respondió y yo no quise preguntar más nada. Cuando Camila me lo devolvió, y tuve que insistir bastante, McGyver ya no era el mismo. Mi pequeño genio electrónico que antes cumplía todos los deseos del confort y el bienestar se demoraba en aparecer, a veces se distraía y no hacía nada bien. Una vez, para arreglar la suela de una pantufla, usó una engrapadora. Otra, para enmarcar el facsímil de un cuadro, lo pegó al marco con manteca. Por motivos obvios, dejé de pedirle cosas. Una tarde, cuando me desperté de una siesta, al verlo atareado delante de una olla, le pregunté: –¿Me podés explicar qué mierda estás haciendo, McGyver? McGyver se dio vuelta. –Mondongo boreal –me dijo, con un tono neutro que no le conocía. En pleno verano y con 32 grados, McGyver había decidido cocinar un mondongo. Era el colmo. Comprendí que eso ya no daba para más. –McGyver, ¿mondongo boreal? – pregunté, como un retardado. –Mondongo boreal –susurró y continuó, como si mi presencia lo estorbara, revolviendo con una cuchara de madera. Cuando estaba por apagarlo, me asomé al mondongo. Despedía un tufo caliente y burbujeaba. Aspiré con fuerza: el aroma era penetrante pero muy rico. –Mirá fijo –comentó McGyver. Lo hice y vi haces de luz violetas y dorados que salían de la olla y parecían repiquetear en el techo, como pedazos luminosos de atmósfera. Entonces McGyver me cedió el cucharón, lo remojé en el mondongo boreal y me lo llevé a la boca.

“Entonces, después de enchufarlo, apretó un botón rojo que sobresalía de la plaqueta y de pronto apareció un McGyver de tamaño natural, con camisa, pantalones de jeans, chaqueta de cuero y lentes espejados.”

–No entiendo nada. –Decile que haga algo. Recorrí el departamento con la mirada y finalmente dije: –Arreglame la lamparita de aquel velador. McGyver permaneció inmóvil. –Me parece que no anda, Cami. –No, le tenés que decir McGyver, de otro modo no entiende a quién le estás hablando. Es de Once, acordate. –Ok. McGyver… ¿Me arreglás la lamparita del velador? Entonces McGyver hizo su gracia: abrió la sombrilla de la lámpara, sacó la bombita, sopló el sulfato, luego sacó un clip de metal y lo introdujo por la abertura. Cuando volvió a colocar la bombilla y encendió el velador, la luz, como un abanico, se

me abría mi nuevo McGyver personal. –No, no, él no se puede mover más allá de un radio de 10 metros del aparato. Y en general gasta mucha batería. Es una aplicación nueva. Por lo pronto que te ordene todo. Bueno. Me tengo que ir. Chau. –Chau –dije y crucé las manos detrás de mi nuca. Durante dos semanas mi convivencia con McGyver fue perfecta: no solo ordenaba y limpiaba, sino que cocinaba, tapaba agujeros y arreglaba mis cañerías obstruidas por cientos de pequeñas porquerías. Pero una tarde llamó por teléfono la reina Camila para pedirme un favor: necesitaba de McGyver por un par de días. –¡Estás loca! ¿Quién me soluciona todos los dramas de mi vida? –le respondí. –Por favor, el mío se rompió y en Once están secos. No se consigue por ningún lado y parece que el fucking gobierno los trabó en la aduana. Por favor, por favor, por favor –replicó Camila y yo nunca supe muy bien cómo decirle que no a una mujer desespe-

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N A R R A T i V A

Burbujas Texto: Marina Macome / Imagen: Mariana Belemlinksy

E

l hall es oscuro y hay tantas plantas que tardo en descubrir al encargado detrás de un escritorio. Desde allí nos observa mientras un ventilador decrépito no le alborota ni los tres pelos que peina hacia un costado. Mantiene la cara impávida incluso cuando la mujer de la inmobiliaria se pone a dar golpecitos histéricos a la puerta del ascensor. “¡Ascensoooor!”, insiste con las manos transformadas en un megáfono y, apenas echo un vistazo a mi reloj, me da charla. “¡Qué importante que haya todo este verde! ¿No cree?”, pregunta señalando las plantas. Desconcertado, la veo cerrar los ojos e inflar las aletas de la nariz, como si aquellos nardos de plástico realmente perfumaran. Al abrirse la puerta, un bóxer se me abalanza. Parece escarbarme el tórax con las patas. Retrocedo, asustado. “¡No hace nada!”, asegura su propietario aferrándolo del collar. No llego a increparlo porque de inmediato el hombre es arrastrado hacia la calle por el animal jadeante. Durante el ascenso, llantos de bebé, ráfagas de ajo y hasta una baja de tensión acechan el habitáculo. “¿A esto le llama un edificio de categoría?”, quiero preguntarle a la mujer de la inmobiliaria pero me limito a clavarle los ojos desde un espejo rajado; me desabrocho el primer botón de la camisa, enojado conmigo mismo por haber caído otra vez bajo el verso de estos chantas. Al detenernos un piso antes del nuestro, la mujer de la inmobiliaria se aferra a la puerta del ascensor : “¡Subimos!” advierte con expresión belicosa y se embarca en una pulseada para seguir viaje. Observo los colgajos de su brazo flamear hasta que del otro lado se dan por vencidos. Ya en el departamento, me es imposible disimular la furia. Ni siquiera después de ver el esfuerzo que hace para subir las persianas de la su-

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puesta recepción señorial. Con luz, las grietas y los nubarrones de humedad se multiplican. Quedo unos instantes con la vista en alto, contemplando la posibilidad de que una familia entera caiga del cielo raso. La mujer de la inmobiliaria habla sin parar, pero el ruido de la calle es tal que tengo que leerle los labios. “Pasemos a la cocina”, insiste tomándome del brazo. Aun si nos adentramos en un rincón oscuro y grasiento, ella jura ver un luminoso comedor de diario reciclado. Debería

manos. Al advertir la cantidad de mosquitos reventados contra las paredes, me rasco los antebrazos. En el techo, la única forma de sorprenderlos fue a zapatazos. Una vez en el baño, la mujer habla de venecitas pero yo sólo veo azulejos quebrados. Mientras comenta que la presión es óptima, abre la canilla del lavamanos; nada, ni una molécula de agua. Tampoco asoma una gota de la bañadera, en cuyas profundidades mohosas yace un jabón finito. Al probar con el bidet, un chorro se dispara hasta el techo, desencadenando un chaparrón. Con los anteojos empapados, huyo como un gallito ciego. “Se me hizo tarde” digo, pero ella asegura que todavía no vi lo mejor. “El caballito de batalla”, remata revoleando el llavero, como si se hubiera convertido en mi carcelaria. No tengo más remedio que ir tras sus pantorrillas repletas de tramas violáceas. “Mire lo que es este balcón terraza, ¡venga a ver!”, insiste abriendo el ventanal. Al comprobar que no hay rastros de la “maravillosa vista abierta”, me apoyo resignado en la baranda: cables que cuelgan como lianas, esqueletos de triciclos, y un toldo deshilachado que en vez de resistir parece bailar Charleston. Le estoy por reprochar el tiempo perdido cuando una súbita ráfaga de burbujas de todos los tamaños me deja mudo. En el balcón vecino, una mujer sopla a través de un aro mientras un niño la aplaude, fascinado. Es tan bella que no puedo dejar de mirarla, ni siquiera cuando una enorme burbuja viene lento hacia mí, reflejando los últimos rayos de la tarde. Sonrío. Tengo la sensación de haber encontrado mi lugar en el mundo.

“Durante el ascenso, llantos de bebé, ráfagas de ajo y hasta una baja de tensión acechan el habitáculo. “¿A esto le llama un edificio de categoría?”, quiero preguntarle a la mujer de la inmobiliaria…” haberse dedicado a la actuación, de lo contrario no entiendo cómo no se le mueve un pelo cuando abre la alacena y disparan cucarachas en todas las direcciones imaginables. “¿Vio cuánto espacio?” me pregunta, imperturbable. La sigo hasta el dormitorio principal. En efecto, debe ser el ambiente más silencioso; en vez de los constantes bocinazos y frenadas provenientes de la avenida, se escuchan las tablas del piso de “roble de eslavonia” crujir a nuestro paso. La observo correr en cámara lenta el harapo que hay de cortina, como si tuviera la certeza que en cualquier momento se le desintegra en las


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C R Ó N i C A

Texto: Alejandra Kamiya Imagen: Fernando Sawa

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e repente queriendo recordar no sé qué tontería, me di cuenta. He olvidado la mayoría de los días por los que pasé, como si mi vida no fuera más que una calle cualquiera por la que voy distraída de mi nacimiento al fin. Y entonces me senté a anotarlo todo, para mí misma, para esa extraña que seré mañana. O también para ustedes que han sido extraños para mí casi siempre. Necesito anotarlo todo. Pronto será tarde. El olvido tiene hambre. Entonces escribo: Diario del caos. Porque el caos era lo que había antes del orden, y el caos dio a luz a la tierra y la tierra al cielo para que la cubriera. Khaos, Gea y al fin Urano, a quien Cronos, el tiempo, castró y arrojó los genitales al mar y de la espuma que hicieron nació Afrodita. El amor. El amor sólo pudo existir después del caos. Éste es el diario del caos y el orden y tal vez también mi respuesta. Él no sabía mucho de jardines pero venía dos veces por año a cortar la enredadera que se empeñaba en desbordar por las medianeras a las casas de mis vecinos. Lo había hecho varias veces cuando lo vi o mejor dicho me di cuenta de que nunca lo había visto realmente. Había terminado de podar y me esperaba en la cocina. La luz no parecía entrar por la ventana y posarse en él sino al revés, emanaba de su pelo y de su cabeza inclinada, atravesaba el vidrio muda y se iba. Él tenía los codos sobre la mesa, y la cabeza apoyada en una mano. Con la otra sujetaba un libro

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pequeño de hojas amarillentas. Leía. Y eso que se detiene cuando alguien lee, eso que queda flotando en el aire junto a su ausencia, porque quien lee se ha ido al mundo que lee, eso hecho de silencio y amor, fue lo primero que vi. ¿Qué lees?, dije, y cerró el libro para mostrarme la tapa, porque hay cosas que se muestran cerrándose. Dijo que había puesto las ramas en bolsas, que la primavera estaba atrasada, que después de las lluvias esto y lo otro, y dijo algo acerca del libro que leía. Hablamos. Después de todo, libros era algo sobre lo que yo podía hablar. El tiempo quedó afuera, ovillado como un perro que duerme en la puerta, y ese día conversamos hasta la noche. Yo, la mujer de cuarenta y dos años que vive sola, y el joven de veintitrés que poda, nos habíamos hecho amigos. Cuando él se fue el tiempo que dormía en la puerta entró a la casa de nuevo. Y a los tres días él regresó, con libros, películas y música. Esa conversación duró varias visitas. Metíamos la mano en nosotros mismos y sacábamos partes para mostrárnoslas como si se tratara de un juego. Yo nunca había hecho eso. Fue como si me hubiera dibujado en la piel puertas que de repente se abrieron. Detrás de algunas, hubo abismos y detrás de otras, espejos. Puertas antiguas y dolorosas, otras livianas y de papel, de esas que susurran al abrirse y nunca gritan. Puertas japonesas condenadas al silencio de lo que se desliza. Yo contaba cosas que no sabía de mí. Él no tenía edad, lo juro. Yo dije que había despedido

“El amor sólo pudo existir después del caos. Éste es el diario del caos y el orden y tal vez también mi respuesta.” agradecida a cada amor. Él en cambio habló de muertes. La distancia entre él y su infancia era mucho más


nombre. No puede ser tan malo morir si se parece a eso. Después comimos un melón perfecto que él cortó y multiplicó llenando de un perfume verde el aire y mi boca. Él miraba mi boca y yo miré su piel contra la mía. Madera, vetas contra un mármol liso. Una fruta contra un pedazo de cuero. Yo de barro y él de agua. Sí, estábamos hechos de lo mismo pero por mí había pasado la tierra de los días y me había hecho espesa. Él apenas rompía el silencio, lo rasgaba con un filo y así, casi sin decirlo,

“Él no tenía edad, y yo perdí la mía como si fuera ropas, velos, mentiras.” grande que la que había entre mis días de niña y yo. Y de repente un día vi que estaba con él en un lugar en el que siempre había estado sola. Podía compartir mi paisaje favorito. Él no tenía edad, y yo perdí la mía como si fuera ropas, velos, mentiras. Y lo del cuerpo vino solo, inevitable, desde muy lejos. Nos unimos como se unen los párpados de un ojo que se cierra. Sólo así pueden llegar los sueños. Él no tenía edad, pero sus manos eran viejas y cavó un pozo en mi conciencia. Me dejé caer en mí. Caí, y me vi caer hasta que me perdí de vista. A unos cuantos besos de distancia dejé las palabras y mi

me exigía dejar de pasar sobre las cosas una mirada muerta. Él no había venido a acariciar la vida doméstica ni a endulzar los días. No. Mi vida anterior había sido el caos, aunque el trabajo, la casa, los amigos complacientes se parecieran al orden. Él vino a echar abajo todo, como ciudades enteras, y de la polvareda del derrumbe vi salir galopando lo más hermoso que había visto nunca. Él me ordenó que lo dejara todo y lo siguiera. Te sigo, le dije, y él fue hacia el fondo de las cosas. Adonde ustedes no llegan. Tal vez un día se vaya y siga su camino. Si eso ocurre voy a acomodarme en la espera, yo sé esperar en

la orilla. Aunque sea la orilla de un desierto. No es verdad que nadie pueda llegar desde el desierto. Digan mejor que nadie lo ha hecho hasta ahora. Son ustedes quienes no entienden. Ustedes matan respuestas antes de fecundar preguntas. Ustedes cuentan horas, años como si le marcaran el ritmo a algo con eso. ¿Por qué en sus cálculos no descuentan el tiempo perdido, el que perdí yo, el que perdieron ustedes? ¿Qué edad tienen las piedras que arrojan, el cielo que miran cuando rezan? Jueces, dueños de todas las balanzas y medidas: ustedes construyen relojes, reglas. ¿Quieren adueñarse del tiempo? Yo les digo que no se posee algo porque se lo encierre. La edad no es más que contar los pasos hacia la muerte. Yo estoy más cerca del fin, es verdad, pero ¿por qué tengo que contar mis pasos? ¿Quién dice cuántos pasos ha dado cuando llega? Al llegar uno muestra las manos, qué trae, qué ha hecho. Yo di más pasos que él, es cierto. Yo voy a llegar antes al fin pero voy a tener a quien besar al irme. Yo voy a tener a quien besar cuando tenga que irme, sola.

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T en g o un v ec i n o q ue

Es fanático full time

Es una vecina Franco Torchia

T

engo un vecino, que es una vecina, que pide a gritos que “la saquen”. Cada sábado, cada domingo también, le exige a su “novio”, con quien no convive, ser sacada. “¿Por qué nunca me sacás?”, demanda furiosa. “Sacame, no sé a dónde, pero sacame un poco, ¿querés?”, y llora mi vecina. Llora mucho y su llanto no es sensible. Es árido. Me da miedo. Me separan de ella dos matorralcitos de plantas y un pulmón de edificio intoxicado. Pero nos hermanan la zozobra de los fines de semana y un pasado que me gustaría mucho que fuera común. Sin problemas, podría acompañar a mi vecina en sus esperas, entre los pilotes de papeles que la circundan (además, ella es igual a mi profesora de matemáticas de primer año, y al igual que aquella, su look general descansa feliz en 1981); podría asentir en cada una de sus quejas; no moverme mucho; no hacer referencia alguna a la mugre en la que ama vivir. Mi vecina yace tiesa al lado de su ventilador de mesa: yo cedería a mis germinales ambiciones de refrigeración y permitiría que el ventarrón fuese directo a mi vecina, que de calores sabe; eneros a la tarde en su cuarto compartiría, feliz; detenido en sus ingrávidos 45, feliz; atrapado en sus rencores insólitos; sus odios necesarios; los complots; las expensas y el asedio perpetuo al administrador del consorcio; yo feliz. Las películas dobladas al español entre llamado frustrante y llamado frustrante a él. Seguro que él en verdad no existe, pero yo, obediente, sostendría la leyenda. Entre mi vecina y yo, hay una decisión que me distancia y me aflige: ella no hizo nada por evitar la oscuridad y me tumba la economía cero de su deseo. Como la felicidad no existe, añoro la ley de su menor esfuerzo, porque eso que ella cree que yo soy no es lo mismo que esto que yo sé que ella es.

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Carolina Marcús

Es nuevo Marcelo Luján

V

ivimos en un barrio de los denominados peligrosos. Un barrio de esos en donde la gente no sale de noche porque tiene miedo a que le pasen cosas. Después de cenar, no hay un alma por la calle: ni almas ni coches, ni siquiera ruidos. Ni siquiera ruidos de cosas malas. A veces se oye la sirena de un patrullero y entonces sabemos que alguna de esas cosas malas acaba de pasar. Pero a nosotros no nos importa. Después de cenar, el mundo termina en la puerta de nuestro departamento. Y es ahí donde quiero llegar: a la puerta de nuestro departamento. Más concretamente a la mirilla que tiene la puerta. Vivimos en el quinto. Los nuevos en el A, nosotros en el B. Tres metros de pasillo separan esta puerta de aquella. Y todas las noches, aunque no haya un alma en la calle, los nuevos empiezan a recibir gente. Suben por el ascensor pero también por las escaleras. Tocan el timbre, esperan unos segundos, la puerta se abre un poco. Y entran. Todos estos extraños personajes entran en el departamento de los nuevos. Entran sin decir palabra. A los diez o quince minutos, salen. Siempre en silencio. Esto sucede después de cenar. Todos los días. Por supuesto veo cada movimiento pegado a la mirilla. Quieto, casi sin respirar. Ayer vi tocar el timbre a una mujer joven con un chico de unos seis o siete años. Ver algo así me alarmó todavía más porque hasta ese momento sólo había visto gente adulta. Por cierto, el chico también entró en silencio. No sé si vale este dato pero los nuevos hicieron la mudanza de noche, cuando en el barrio no hay ni un alma. Todo muy raro. Mi mujer dice que tengamos cuidado, que podrían ser una secta brasileña. Qué sé yo. Ah: no venden droga, no. De eso estamos completamente seguros porque droga vendemos nosotros. Aunque nunca después de cenar. Vivimos en un barrio muy peligroso. De noche, si te asomás por la ventana, no ves un alma.

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C R Ó N i C A

Ocho casas Texto: Fernando Chulak / Imagen: Darío Mekler

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Maruca No sé por qué elegimos ese lugar. A quién se le ocurre ir a unas termas en pleno diciembre. Agua caliente, estancada, vapores. Nada de eso sonaba siquiera parecido a la idea de fin de semana romántico que habíamos hablado. Y por qué Entre Ríos, donde al parecer sólo hay termas y campo. Salimos del hotel y manejé hasta el complejo termal de Villa Elisa. Para entrar con el auto había que pasar por una suerte de casilla, donde un hombre cobraba la entrada y daba las instrucciones. La busqué a Nati con la mirada, sin darme cuenta de que me miraba desde antes. No hizo falta hablar: puse primera y en unos segundos estábamos de vuelta en la ruta. Creo que fue ella la que preguntó “y ahora adónde vamos”. Como ninguno de los dos tenía la respuesta, aceleré confiado de que algo encontraríamos. Veía pasar casas al costado del camino, vacas, pasto, sobre todo pasto: largos minutos de no ver otra cosa más que pasto. Y de repente un cartel: Uvajay. En pueblos así no hay nada, pueblo chico, vacío grande. Las calles son de tierra, los negocios hay que saber que buscarlos, la gente anda como escondida. Son cuadras y cuadras en las que debería haber pasto, pero alguien en cambio decidió que ahí podía vivir. Nati no, pero yo sabía lo que había en Uvajay: la infancia de mi abuela, el lugar donde ella todavía no era mi “baba” sino apenas una nena de campo. Si bien recorrer el pueblo me hubiera tomado unos pocos minutos, las calles y los lugares no hablan a menos que uno pregunte. Encontré una mujer que baldeaba la vereda de su casa. De todo lo que dijo, me acuerdo una sola respuesta: no, que yo sepa no queda nadie de raza judía acá. Raza. Volví al auto. Decidí que

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daría una vuelta por Uvajay y me iría rápido. Llegar por pura casualidad, irse para mantener pura la memoria: todas aquellas historias mágicas que me habían contado del lugar no merecían ser opacadas con la realidad, con esto que ahora se hacía pasar como real. De entre tantas casas viejas y casi derruidas, sobresalía una.

“Me acerqué como si supiera lo que encontraría.” Me acerqué como si supiera lo que encontraría. Una inscripción en la vereda me respondió: “Almacén de ramos generales, aproximadamente por 1917. Primera casa en construirse en la colonia. Propietario original: Kreiserman José y Mauricio”. Mi bisabuelo, el papá de la baba Maruca. Traté de ver esa infancia de la que me habían hablado. No estaba. Quizás me emocionó más la posibilidad de contarle después a ella sobre el lugar, que la casa en sí, gris igual que en la foto de 1917 del cartel. Le saqué una foto a la casa y una foto a la foto del cartel. Volví a tomar la ruta y volvió el silencio. Era difícil hablar después de eso. Además, en los viajes se habla mucho sobre lo que hay para hacer, y acá para hacer no había nada. Nos mirábamos y decíamos que el lugar no importa, que lo que importa es estar juntos. No me acuerdo si en aquel momento lo pensé, pero ahora sí: en Buenos Aires, en la comodidad de Buenos Aires, también estábamos juntos. Para qué esa casualidad, entonces. ¿Sólo para volver y decirle a mi abuela que había visto su casa? ¿Sólo para decirle que ahí ya no queda nada de lo que hubo, que ahora hay gente que baldea veredas aburridas y habla de razas? Cuando le conté, cuando le mostré las fotos del lugar, ella me contó

que no había sido sólo la casa de su infancia. Y me abrió la puerta a una nueva historia. No a una anécdota de pueblo, sino a una de esas que cambian la forma de ver el pasado. Maruca había vivido durante dos periodos en esa casa. El primero, por supuesto, desde que nació. El que no imaginé era el otro. Además de Uvajay, al pueblo lo llamaban “Ocho casas”. El motivo es obvio. Ella vivía en una. Un hermano de su padre, en otra. Y en otra, un muchacho algo más grande que ella: Naum. Le decían Tule. Le decíamos Tule. Él era el menor de ocho hermanos. Ser el menor era cargar con la suerte-desgracia de una he-


do?, le pregunto. Se sentaba debajo de un árbol, la miraba y la insultaba. Desde lejos, pero bien claro: que le lean los labios, que entiendan su insulto, que todos sepan que ese insulto era para ella y para su hijo, por haberla llevado a ella. Jodido: un tipo de mierda. Jacobo estaba casado con Sara: una santa, dice Maruca. Ocho de meses de insultos. Todos los días, todo el tiempo. En ídish, los que aprendió en español, como fuera. Ocho meses. Hasta que un día pasó la jardinera. Un carro un poco más grande que un sulky, me explica Maruca. Y se subió. Llevame a mi casa. Y la jardinera cruzó el campo y Maruca vio alejarse la que ahora era la casa de su esposo. No volvió a subirse a la jardinera. Pasaron otros ocho meses, ahora separados. Sólo Tule escuchaba los insultos.

“Un día Maruca escuchó acerca del Dr. Stutman, un tío de Tule al que nunca habían visto y que vivía en Buenos Aires. Consiguieron un teléfono en el pueblo y lo llamaron. Le contaron la historia.” rencia: quedarse a cuidar al padre; recibir como recompensa 50 de las 100 hectáreas de campo que algún día se dividirían entre todos. Cambiar tierra por vida. Obligaciones por derechos. Ella tenía veintidós años: la edad suficiente, por entonces, para enfrentar el mundo. Él tenía veintiséis: demasiada edad para seguir esperando. Así que se casaron. Dijeron que no importaba nada, que mientras estuvieran juntos no importaba el lugar. Esa habitación estaba bien. El lugar: la casa del padre de Tule. El padre de Tule: Jacobo, un tipo jodido, dice Maruca. ¿Jodido en qué senti-

Un día Maruca escuchó acerca del Dr. Stutman, un tío de Tule al que nunca habían visto y que vivía en Buenos Aires. Consiguieron un teléfono en el pueblo y lo llamaron. Le contaron la historia. Stutman no dudó: vengan a Buenos Aires. Le explicaron: aquellas 50 hectáreas eran más que una promesa, estaba firmado, Tule acompañaba al padre, y algún día las vacas, la casa y las cosechas de esas 50 hectáreas lo acompañarían a él. Era difícil dejarlo, eran las hectáreas, pero era, sobre todo, el compromiso con sus hermanos. Stutman insistió. Pro-

metió que le conseguiría algo, que le dieran tiempo. Así que mientras, Tule y Maruca, esta vez juntos, se fueron a Paysandú, en Uruguay, a la casa de una hermana de él. Desde ahí podrían empezar de cero. Y por un tiempo se olvidaron de todo lo firmado. Hasta que un día Stutman les pasó el dato de un trabajo en una textil de Buenos Aires, Manuseda. Ahí Tule fue urdidor, el que prepara hilos del telar. Pero mientras él todavía aprendía su oficio, Maruca estaba en Paysandú. Esta vez no los separaba un campo y una jardinera. Otro país. Pasó siete meses ahí, con su cuñada, una mujer grande. Estaba con ella y el esposo; estaba sola. Siete meses de no hacer nada, sólo esperar. Sólo saber de Tule por cartas. Dijo basta otra vez. Viajó a Buenos Aires: tenían que estar juntos. El lugar era lo de menos. O no, ya no sé. Los alojó una hermana de él. Vivía en una pieza, con sus tres hijos, pero podían hacerle lugar: un altillo, donde dormían en el suelo, entre los piojos y las pulgas. Sé que no exagera cuando lo dice porque, sin darse cuenta, se rasca: tiene el recuerdo en la piel. Baja la vista. Hay mucho más por contar, pero no va a hacerlo. Que quede de la piel hacia adentro. Y después alza la vista para decirme que al final Tule preguntó en la fábrica y también pudieron conseguirle un trabajo a ella: la sección fajas y trusas de Manuseda. El resto es historia, dice. Para que pueda convertirse en historia, supongo, tiene que ser contada. Cuando llego a mi casa, el nudo en la garganta sigue ahí. Lo primero que hago es encender la computadora. Busco la foto de Uvajay. Abro un word. Escribo: No sé por qué elegimos ese lugar.

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C R Ó N i C A

Los que están solteros Texto: Hernán Panessi / Imagen: Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco

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Matías lo había dejado la novia. Bueno, a mí también la mía. Situación triste si las hay. Matías es mi mejor amigo y estábamos solteros. Fue durante el verano de 2011 y nos preocupaba mucho ponerla. Por aquel entonces, en un runrún de galanes improbables, terminábamos comiendo siempre dos porciones de pizza en el Kentucky de Corrientes al 1300. Después, rematábamos la faena con un cuarto de helado de Cadore. En la cabeza teníamos una sola cosa: conseguir chicas. Pero también era cierto que a ese ritmo de calorías, no íbamos a buen puerto. ¿Qué más podíamos hacer? Ya nos habíamos ido de vacaciones, anotado (y dejado) el gimnasio, presentado minas entre sí, llorado despechadamente, tenido éxito algunas veces y golpeado el ego muchas más. Entonces, un sábado a la noche, impulsados por vaya a saber qué cuento –quizás, por el de hacer de todo en esta vida- nos metimos a un cine porno. Y el porno, sabemos, es lujuria y también tristeza. Lo tenía todo. ¿El lugar? El Cine ABC, sobre Esmeralda, en pleno centro porteño. Entramos rápido, con culpa, como pagando un plato que no íbamos a romper. La experiencia nos costó 25 pesos. Hasta ese momento ninguno tenía referencia de lo que podía llegar a ser un cine porno. Bajamos unas escaleras, que eran interminables. Todo estaba oscuro. Para vencer el misterio y corretear con la realidad, el comentario fue: “Cortan ticket de INCAA, ¿viste?”. Un ínfimo halo de luz iluminó el pasillo y vimos que eran tres las salas. “Pueden entrar a cualquiera”, nos advirtió una voz con acento española. Por azar nos metimos a la que estaba más a mano, aunque queríamos conocer las tres. Porque ¿en qué otro lugar del mundo uno tiene la libertad de entrar a una y meterse en la de al

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lado sin problemas? Era menester conocerlas a todas. Matías y yo nos sentamos casi pegados a la pantalla y vimos cómo un negro de proporciones monstruosas destripaba a una rubiecita. La sala estaba desierta. Hasta ahí, todo estaba más o menos bien. Excepto porque estábamos sentados en un piso de cemento mojado y no nos quedaba otra que apoyar el culo ahí: en esa sala no había butacas. Vamos de nuevo: el plan era “conseguir chicas”,

“La experiencia nos costó 25 pesos. Hasta ese momento ninguno tenía referencia de lo que podía llegar a ser un cine porno.” y para eso teníamos que estar facheros. Fuimos con nuestras bermudas más mononas. Sujetos al pensamiento del “nos quedamos 15 minutos y después la contamos”, la atención nos duró unos segundos y salimos. Entramos rápido en la sala vecina. Ahí sí había butacas. Nos sentamos en la anteúltima fila, al lado del pasillo. Ya nos habíamos puesto de acuerdo: si pasaba algo que no nos gustara, rajábamos. La sala estaba vacía. O al menos eso era lo que creíamos. Un proyector imprimía sobre la pared -sí, no había pantalla- una granada de fotones. Cinco chicas masturbaban a otra en una orgía lésbica. Era un film de squirting. Las cascaritas de pintura se desprendían de los cuerpos de esas chicas. Las cascaritas de pintura se desprendían también de las otras tres paredes. Respirábamos humedad. Pensábamos que no ha-

bía nadie en la sala pero allá, entre las butacas, una travesti morocha con marcados rasgos masculinos se dio vuelta y nos guiñó un ojo. Quedamos perplejos. Segundos después, desde la última fila, un señor de unos setenta y pico se apoyaba sobre el respaldo de nuestra fila para observarnos. No miento: parecía un Sarmiento en los billetes de 50 pesos. A diferencia de la travesti, este sí nos miraba amenazante, deseoso y babeante. ¡Un momento! (Y acá la inocencia se corre hacia límites insospechados.) No sólo no había chicas sino que era un lugar de levante border. Voy 612 palabras y todavía no dije qué define al lugar: sordidez. La mirada del viejo clavada en ambas nucas y la presencia de otro hombre que iba y venía nos persiguió. “¡Vámonos de acá!”. Pero quedaba una sala, la última, a la que se accedía por un túnel. Apurados, nos asomamos y vimos a una maraña de tipos desnudos, tocándose y cogiéndose, amalgamados. Mientras, en la ficción, un hombre sometía con un látigo a otro. Escapamos. El ABC no era lo que esperábamos. Y cuando se habían cumplido los 15 minutos de aventura, no hubo ni chicas ni masturbaciones. Pero nos dimos cuenta de algo, y ahí no fuimos ilusos ni imaginativos: nuestro nivel de incogibilidad había crecido un poco más. Aún así, seguimos poniéndole el pecho a la soltería. Y el pito a alguna que otra desprevenida.


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B L A S F E M A S

Así empecé yo Ángel Berlanga

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abía un tipo en TEA, donde estudié a comienzos de los ’90, que nos decía que el periodista tiene que ser caradura. Este profesor se consideraba uno de los tres o cuatro mejores entrevistadores del país y contaba, como prueba, acerca de un reportaje que le había hecho a Moria Casán en una pileta. Adentro, mientras se bañaban. No recuerdo mucho más él, pero su tono al hablar y su sonrisa hacían pensar que el caradurismo era clave en su quehacer. Por timidez es habitual en los estudiantes, al comienzo, cierta dificultad para encarar a un desconocido (sea o no figura pública). A veces es al revés: la dificultad le aparece al que es encarado. El caso Cipe Lincovsky, por ejemplo. Antes de abandonar arquitectura y de ir a TEA con un amigo hacíamos el programa Croquis urbano, en FM Universo, de San Justo. El dueño de la radio era además el operador y podía, entre tandas, irse a pagar los impuestos. El Croquis iba de lunes a viernes de 8 a 10 y trataba de todo un poco. Estábamos crudos: en la agenda sólo teníamos a Mercedes Sosa y Cipe Lincovsky. Con Sosa nos filtraban una y otra vez; a Lincovsky, en cambio, conseguí ubicarla un día, bien temprano. Apenas dijo hola supe que la había despertado, y enseguida, como corresponde, me mandó a la mierda. Probé suerte con Osvaldo Soriano poco después, cuando ya estaba embarcado en el periodismo. Muchos sucesos en mi oficio están vinculados a él: sus notas en Página incidieron para tentarme a escribir y dejar arquitectura; luego, ya en el camino, está directamente relacionado con mi propio ingreso al diario, trabajos varios, libros. Una noche de 1991, casi dos de la mañana, lo llamé a su casa en La Boca: se sabía que a esas horas él leía y escribía. Creía que era el momento para ubicarlo con ganas de hablar, tenía que hacer un artículo y ahí estaba, fresquito, el consejo del capo de la entrevista argentina. Cuando atendió noté que llevaba rato largo en silencio, enfrascado en algo. Hablamos unos quince minutos y, amablemente, propuso que charláramos más adelante, cuando volviera de un viaje a Tandil. Pasó el tiempo. Y, entonces sí, volver a llamarlo me pareció una caradurez.

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Cuando me di cuenta ya era tarde Marcos Crotto

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uando me di cuenta ya era tarde en el cementerio, en la mitad del campo. Éramos doce detrás del ataúd, éramos la estela del hijo de Luis, absurdamente muerto antes que él. Avanzaba Luis con la dureza de su joroba. Iba adelante, el primer pato de la v, sobre el suelo arenoso, tocando el cajón que empujaban los dos empleados de la funeraria vestidos con traje y las alpargatas de Luis levantan polvo, las alpargatas de Luis arrastran dos semanas largas junto a la cama de un hospital de una ciudad inmensa donde duerme su hijo atado a cables y suero y la mascarilla le trae aire a su hijo de sentencia, de juez, no de esperma. Veinte años atrás el hijo se fue y nunca volvió, ni siquiera cuando falleció su madre, Rosa, la mujer de Luis (tal vez nunca se había enterado). Pero lo último que susurró fue que llamaran a ese hombre viejo que lo había adoptado. Abrieron la puerta de la bóveda, fresca al atardecer. —Sólo hay un lugar—, se sorprendió uno de los trajes. Sólo quedaba el lugar de Luis junto a su mujer. El lugar que el hijo le había robado. —No se preocupe Don Luis, a su hijo lo ponemos acá hoy, después le cavamos una tumba fuera de la bóveda y ahí lo ponemos —dijo el pocero que andaba por ahí y que se nos había acercado. Al pocero Luis lo había conocido apenas había nacido. A todos nos había visto nacer, Luis, a todos menos a su hijo. —No, póngalo ahí, yo después veo qué hago —dijo Luis. El ataúd entró en el espacio como la última ficha de un rompecabezas. Fue un funeral sin lágrimas. Luis tenía los ojos muy azules. Nos miraba, nos esperaba y no había ningún abrazo que se le acercase. Lo miramos y él nos miraba sin lástima porque ya era demasiado tarde para todos.


P O E S í A S

El viaje circular Me arremangué para trabajar la tierra húmeda. Algunas plantas dieron flores y otras no pasaron el invierno. Yo no estoy diseñada a la medida de mi valor.

Afuera

Los días caen como frutos y yo acá parada preguntándome por el camino.

Texto: Jimena Arnolfi Imagen: Mariana Belemlinksy

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P O E S í A S

Como creciendo en el carbón la brasa Entonces, de repente, percibir, como creciendo en el carbón la brasa, en cada cosa, ahora, alrededor, y dentro, una sal brusca, una promesa a punto de cumplirse, o ya cumplida, que te busca, quemándose de nuevo, o, como anima al ojo la mirada atenta, una corriente, un pulso vivo; un pulso incandescente en la rendija, una sal de latidos diminutos, un filo que rozándote se aleja, un brillo oscuro en los segundos quietos. Que sea nuestro cuerpo la pupila que se abre si hace falta y no vacila.

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Texto: Alejandro Crotto Imagen: Pablo Olivero


La madre la madre clava las uñas en el marco de una puerta que se descascara y se suspende en una imagen sin color alguien congeló su furia su grito que no suena por qué /quién dice que estos tiempos son de unos y no de otros que estos tiempos son de otros y no míos quién dijo que es momento del sacrificio de la carne del hijo que no tendrá redención si yo si yo no tengo dios al que enterrar. la madre araña la madera y se suspende en la pregunta afuera la memoria deja una señal muda y el reverso de una imagen: del otro lado las plantas estallan con la desesperación de lo que crece después de la amenaza y las hijas sacuden sus cabezas como animales recién liberados borran de sus cabellos las líneas marcadas con los dedos eligen un nombre de guerra y dejan que la madre construya su propio relato.

Este poema forma parte de una serie que funciona como un cuaderno de anotaciones, una suerte de lado B de un libro en el que estoy trabajando sobre la biografía de una familia de militantes de los 70.

Texto: Fernanda Nicolini Imagen: Leticia Paolantonio

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B L A S F E M A S

Peor me pasó a mí Marina Arias

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stoy en un café con D, un amigo que hace casi veinte años perdí por una confusión amorosa y que hace unos días recuperé gracias a Facebook. En media hora y por cuatro comentarios, compruebo que D sigue siendo una de las personas que más me conoce. Es que nuestras vidas se cruzaron en esa etapa en la que se anda sin filtro. Siempre supo de mi torpeza para la tecnología y como quiero mostrarle (y mostrarme) que nada cambió, y que dentro de la mujer a la que la moza acaba de tratar de usted está la misma chica de la que alguna vez él se creyó enamorado, le cuento lo que me pasó en las últimas vacaciones de invierno con M, mi mejor amiga de siempre: “M consiguió entradas para que lleváramos a los chicos a ver una de esas cosas de la tele”, le explico, y él asiente con una sonrisa porque sabe que en materia de pasarla bien M y yo tenemos gustos irreconciliables. “Cuando llegamos era un caos y faltaba como una hora. De golpe me vi comprando cuatro varitas de luces para que los chicos dejaran de pelearse. Y se me ocurrió escribirle un SMS a mi marido que decía: ‘esto es una pesadilla y ya me gasté cien pesos’. El tema es que en lugar de mandárselo a él, se lo mandé a M”. “Peor me pasó a mí”, dice D poniéndose serio. “El otro día le quise mandar un mensaje a una amiga preguntando ‘¿querés comer?’. Al rato miré la pantalla y me di cuenta que el corrector automático me lo había cambiado por ‘¿querés coger?’. Entonces me apuré a escribirle otro aclarando la cuestión y ella me mandó un ‘jajaja’. Pero después caí en que no me había preguntado al toque qué significaba ese mensaje. O sea: siempre me va a quedar la duda de si estaba evaluando mi propuesta”. Cuando terminamos de reírnos, D le pide a la moza con un gesto dos cortados más mientras yo pienso en cómo hacer para que nos quedemos en este café para siempre.

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Fernando Linetzky

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n viernes salimos. Vos salías con Javier, que era mi amigo y trajiste a una amiga. Carolina. Fuimos a tomar algo los cuatro. En algún momento apareció Arsenal en la conversación. Obviamente que ni Carolina ni vos sabían qué era. Siempre me perdí cuando se toca el tema. Puedo hablar horas sin parar, recordar fechas exactas, partidos que hicieron historia tanto como partidos insignificantes. Puedo nombrar con nombre y apellido los once titulares de Arsenal en el campeonato del 64. Carolina dijo que le gustaría ir a la cancha. Que le causaba curiosidad. Mañana jugamos contra Los Andes en Sarandí, dije, si quieren pueden venir. A vos se te iluminó la cara. La miraste a Carolina y le dijiste: Yo te acompaño. A Javier no le quedó otra que sumarse. Ir a una cancha no es un gran programa para salir con una chica. Pero la verdad, a mí Carolina no me había gustado. No sé por qué fuimos a la popular, quizás porque yo era socio y pasaba gratis. Promediando el primer tiempo Arsenal ganaba dos a cero. Yo estaba con mi gorro que era cábala y estaba funcionando. A ustedes todo les llamaba la atención, parecían turistas europeas, sin mucha conciencia de lo que las rodeaba pero felices por el colorido y la novedad. Antes de finalizar el primer tiempo gol de Los Andes. Nos fuimos al descanso ganando dos a uno. Yo me fui hasta la entrada de la platea y le dije al tipo de las entradas que estaba con unas minas, me guiñó un ojo y me dijo que pase. Me sentía el dueño de la cancha y quería mostrárselo a ustedes. El segundo tiempo lo vimos sentados en la platea. El partido terminó dos a dos. Después de haber ido ganando dos a cero terminar dos a dos y de local, no era un buen resultado, pero no importaba tanto como lo que yo empezaba a sentir por vos, que eras la novia de mi mejor amigo. Me alejé. De vos y de él. Pasaron más de veinte años. Supe que te casaste y que tenés un hijo. No con Javier. Yo sigo yendo a la cancha de Arsenal. Hay cosas que por suerte nunca cambian.


L i B R OS Cuna de gato, de Kurt Vonnegut La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2012 Cuna de gato es, sencillamente, una genialidad. Una novela que no solamente cuenta con una historia sólida, interesante y muy rítmica, acompañada de personajes tentadores, una escritura impecable y un estilo absolutamente particular. Cuna de gato tiene algo más: propone una religión, una ideología, que es tan absurda como practicable, y que tiene la característica de producir en el lector un efecto casi místico; es decir, de un misticismo ridículo y fascinante. Vonnegut construyó un relato cíclico, especular, donde el autor, el narrador, los personajes y el lector se entremezclan en un juego inusual. Uno de esos libros que marcan un antes y un después.

Tú y yo, de Niccolò Ammaniti Anagrama, Buenos Aires, 2012 Lorenzo, un chico de catorce años con problemas de socialización, le dice a la madre que lo invitaron a esquiar una semana, y se esconde en el sótano para poder desaparecer y encontrar su identidad estando solo. Ese microcosmos de orden, rutinas preestablecidas y absoluto control se ve derrumbado por la más brutal de las entropías, cuando casual e inesperadamente aparece su hermana, nueve años mayor. Una hermana que no ve desde hace mucho, violenta, drogadicta y amenazante, que pone en juego sus prioridades, sus valores, ideales y modos de enfrentarse al mundo. Una historia juvenil de ésas que pueden pasar en la Roma de Ammaniti (1966, autor de esa gran novela publicada por Anagrama poco tiempo atrás, Que empiece la fiesta), pero también en cualquier otra capital en la que las historias se entrecruzan vertiginosas, sin que haya siempre un testigo para registrarlas y volcarlas luego al papel.

Zoo, de Marie Darrieussecq El cuenco de plata, Buenos Aires, 2012 La autora de Marranadas y Chanchadas vuelve a publicar ficción en Argentina, en formato de cuentos breves que reúnen una heterodoxa y colorida fauna de personajes. Los quince relatos que componen este volumen tienen en común una narración ácida, por momentos incómoda, que construye identidades complejas, interesantísimas. Hay humor, hay terror, hay ciencia ficción, futurismo, sexualidades oscuras, instancias bizarras, escenas de la vida cotidiana que se ven alteradas por sucesos mínimos pero decisivos. Darrieusecq le da forma a un libro lleno de particularismos y se permite develar las musas inspiradoras que le dan origen a cada texto, algo que no suele ser habitual en la cofradía de los escritores, que tantas veces esconden sus influencias como si fueran secretos inenarrables.

Cómicos, tiranos y leyendas, de Osvaldo Soriano Seix Barral, Buenos Aires, 2012 Difícil trabajo el de Ángel Berlanga, que se ocupó de hacer una selección de artículos de Soriano, inéditos hasta hoy en formato de libro. Difícil porque es mucho lo que el gordo escribió desde la década del ’70 hasta su muerte en 1997, porque cuando uno lo lee piensa qué complicado es dejar tanto material por fuera, porque la risa y la reflexión se hacen una misma cosa en su literatura. Esta compilación, que incluye textos editados en La Opinión, Crisis, Mengano, Humor, El Porteño y Página/12, tiene entrevistas imperdibles, como las que Soriano realizó a César Tiempo y Cortázar, además de algunas de las mejores anécdotas, crónicas y necrológicas del escritor argentino que más ejemplares vendió en su tiempo. Un grande, que sigue siendo tan vigente, ácido y divertido como siempre.

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L i B R OS Así en la tierra, de Diego Golombek Siglo XXI, Buenos Aires, 2012 No es el primer libro de ficciones que construye Golombek (Buenos Aires, 1964), y tal vez eso sorprenda a los que lo conocen por su labor como científico y, particularmente, como alguien que desea que la ciencia se difunda de una manera simple, amena, divertida (algo que plantea desde sus libros de ensayos, desde la colección “Ciencia que ladra”, desde su programa de TV, etcétera). Así en la tierra está compuesto por catorce relatos breves, en los que desfilan personajes variados, neuróticos, con problemas que no resuelven fácilmente. Catorce historias en las que aparecen taxistas, boxeadores, turistas, borrachos, viajantes de comercio, viejos que se enamoran, hombres que pierden un dedo del pie, futbolistas, niños santos, mujeres seductoras y terroristas tibios.

La vida tal cual es. Volumen 1, de Nelson Rodrigues Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2012 Nació en Recife en 1912, pero a los cuatro años se mudó con su familia a Río de Janeiro, ciudad que adoptó, a la que le escribió tal vez como ningún otro literato del siglo XX. Nelson Rodrigues fue para muchos una figura difícil y polémica, pero no hay demasiadas discusiones a la hora de posicionarlo como uno de los escritores, periodistas y dramaturgos brasileños más influyentes, aún después de su muerte, en 1980. La vida tal cual es, compendio de textos que publicó en el diario Última hora, reúne relatos sucios, escandalosos, de celos, incestos, adulterios, personajes muy creíbles, situaciones incómodas y, en algún punto, cotidianas y fáciles de asimilar a experiencias cercanas. Adriana Hidalgo tiene el mérito indudable de ser la primera editorial en publicar a Rodrigues en español, una curiosidad que más bien se puede leer como el síntoma de una época.

El poder, una bestia magnífica, de Michel Foucault Siglo XXI, Buenos Aires, 2012 Seguramente ningún otro pensador, a lo largo de la extensa literatura universal, indagó tanto y tan profundamente en el dispositivo del poder como Michel Foucault, uno de los intelectuales más influyentes de la segunda parte del siglo XX. El poder, una bestia magnífica, reúne textos inéditos hasta la fecha, que tienen en común la preocupación y la pasión por investigar causas, consecuencias y desarrollos de las diferentes formas que representan las formas del poder. Con prólogo y selección a cargo de Edgardo Castro (que promete nuevas publicaciones sobre los Fragmentos foucaultianos en esta misma línea), el libro congrega artículos y entrevistas en los que el autor de Vigilar y castigar se refiere a las prisiones, la tortura, el marxismo, las formas del saber, el rol de los intelectuales, las políticas de salud, la medicina y la ciencia.

Ensayos literarios, de José Carlos Mariátegui Mardulce, Buenos Aires, 2012 Probablemente Mariátegui sea uno de los pensadores latinoamericanos más importantes y lúcidos del siglo XX. En cualquier caso, es innegable hasta qué punto su lectura de Marx y la aplicación de sus ideas a la realidad andina de América del Sur (tan distinta a la europea de mediados del XIX) marcaron un antes y un después en el panorama político e ideológico local. Sus ensayos literarios (recopilación de artículos publicados entre 1921 y su temprana muerte, en 1930) son, lisa y llanamente, una joya que antecede por mucho las apreciaciones sobre las vanguardias artísticas de esos años. Mariátegui valoriza a artistas que, si bien hoy consideramos clásicos, tuvieron un acceso no demasiado sencillo a esa canonización, como Joyce, Breton, Diego Rivera, Isadora Duncan o Chaplin; o bien movimientos como el dadaísmo, el surrealismo, el cubismo, el futurismo y la influencia de Freud en el arte contemporáneo.

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B L A S F E M A S

Perdí un amor

Alejandro Ferreiro

pero T

uve una suerte casquivana, casi vana. Ya estoy mintiendo. No es cosa mía pero lo cuento. Vamos de nuevo, cascos alegres: Tuve una suerte que fue desgracia. Mentira cruda. Amor perdido.

-¿L

Luis Othoniel Rosa

o escuchas? El ruido de las mentiras que escribe el Profesor O sobre nosotros se mezcla con mi sudor y apesta. -Sí. Estás sudando a cántaros y te ves pálido -le contesta Alice a Alfred. -Vamos a joderlo. Como él nunca te ha visto. Podrías seducirlo, irte para su casa, y cuando esté dormido, me abres la puerta y le hacemos un número. Ella se goza un largo suspiro. Sonríe al mirar las oscuras ojeras súbitas de Alfred, y le dice: -Ya sé. Cuando esté dormido, le inyecto un sedativo, y lo cargamos hasta un bosque y lo hacemos tragar un concentrado fuerte de MDMA y alucinógenos. Despertará y nos verá como si fuera un sueño, y en la locura de su intoxicación, desorientado, buscará una verdad sencilla, una precaria estabilidad en su mundo alucinado, algo sucinto, un lugar común, una frase. Por ejemplo: “estás solo”. Nos hará preguntas, tratará de huir o de abrazarnos, pero nosotros, fríos y malos, sólo repetiremos esa frase: “estás solo, Profesor O, estás abismalmente solo”. Luego le volvemos a inyectar el sedativo y lo cargamos de vuelta a la cama, y cuando despierte esa frase se quedará con él, y pasará años descifrándola, pensará que hay un malvado encantador que lo ha atrapado en esta realidad de fantasmas, o que hay un encantador bueno tratando de guiarlo hacia alguna verdad compleja, y llegará la paranoia, y todos serán testigos de su caída, y nadie volverá a leer lo que escribe, y se matará para despertar de su sueño. -¿Y si cuando despierta y te cuenta sus locuras sucede lo inesperado, y su paranoia transmuta en estética, y dimensiona impredecible, y terminas creyéndole todo, y lo amas, y dejas de ser tú, y te pierdo para siempre, mi encantadora encantada? Ahora es Alice la que suda frío. Se desnuda, no para Alfred, sino porque la ropa está mojada y tiene calor. -Bueno.

Esto es invierno y espero el rayo. Veo los pies, cielos que pasan. Arrastran nubes. Flotan. Encallan. Esto es vereda, puro granito, sandía pálida. De un lado, sombra. Y en la otra orilla duerme un carozo. Hueso de palta. Yuyos. Colillas. Fallas del piso. Todo alborota. Alborotado, el viento ataca. ¿Alguien lo nota? Lo anoto y gira. Gira y repito: semilla y polvo. Futura planta se rota y rompe. Sobran las ganas. Nace una herida. Crece y germina. Mentira pura. Salta una rana. ¿Eso da suerte? Eran sandalias. Botas. No importa. Esa camisa no fue planchada. Es de verano el amor fallido. Mentira cruda. Tuve una suerte que fue desgracia. Mojaba cerca. Lejos mojaba. Carozo frágil, temprano, lento. Luces que ocultan. La transparencia es una emboscada. Toda una suerte aquella desgracia. Perdí el amor. Salvé la moto. Puedo llamarme desde muy lejos. Hacerme señas. Pedir consulta conmigo mismo. Hacer de esto cuatro palabras. Repito: Bendita suerte aquella desgracia. Por cada escombro una despedida. Dos bienvenidas por cada rama. Medir el vuelto. También lo sano. De lo podrido, las ganas. De lo ganado, un perro llamado Pato. Hay brillos en lo perdido: Carozo. Mata escondida. Se aprende a sumar restando. Hay una cosa que no se sabe. Se desconoce (y eso enamora) cuál es la cosa desconocida. Fulgura algo, es un abrigo: Perdí un amor. Gané un motivo. Ya estoy mintiendo.

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E L D E

D i A R i O A Y E R

Simonetta Minicasette Dicen que también existió la muñeca Casquivana...

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B L A S F E M A S

Dónde estaría hoy si Gilda Manso

C

uando me propusieron escribir esta columna lo primero que me vino a la mente fue un viaje a San Luis que hice hace unos meses. Mejor dicho: me vino a la mente el regreso a Buenos Aires: llegué al aeropuerto y me acerqué al mostrador a buscar mi pasaje. El hombre que atendía me pidió mi DNI; luego llamó a otro hombre y hablaron por lo bajo unos instantes. Chequearon unos datos en la computadora. Hablaron unos instantes más. Finalmente, el hombre me devolvió mi DNI junto con un pasaje en primera clase: el último pasaje que quedaba. A continuación, convocó a los pasajeros que estaban en la fila detrás de mí y les informó que el vuelo estaba sobrevendido. Que no quedaban pasajes. Que no habría más vuelos desde San Luis a Buenos Aires por el resto del día. Que les convenía esperar un par de horas, tomar una combi a Mendoza, y ahí esperar el próximo vuelo a Buenos Aires. Tres horas después de eso, cuando yo ya estaba en mi casa, bañada y en pijama, me pregunté: ¿Dónde estaría ahora si hubiera llegado al aeropuerto un minuto más tarde? Y me sentí, por un momento, la persona con mejor fortuna del mundo. Al margen de esa anécdota, a veces me parece que toda la vida es uno de esos libros de la serie Elige tu propia aventura: “Si querés adentrarte en el laberinto, andá a la página 34. Si querés quedarte para siempre donde estás, andá a la última página”. Que arriesgás aunque no sepas qué viene, porque si no arriesgás termina todo. ¿Dónde estaría hoy si no hubiese elegido adentrarme en el laberinto? En el final de algo. Pero salgamos de lo alegórico, que lo que abunda a veces sí daña: ¿Dónde estaría hoy si no me dedicara a escribir? Quiero creer que me las hubiera arreglado para tener una casa en la costa, y que trabajaría de mirar perros en la playa mientras tomo mate sentada en una esterilla.

No salgo de casa sin Natalia Zito

N

o salgo de casa sin mis audífonos, no puedo salir sin ellos, mi ex mujer se ocupó de que eso se me grabara a fuego. No es que yo los necesite tanto, es que el mundo no tiene mucha paciencia con los que no escuchan. A veces los apago. Es decir, los llevo puestos, nada más. Los que me quieren, los ven y se quedan tranquilos y yo también: ellos ven que los tengo, yo transmito la seguridad de tenerlos, suponen que escucho y en todo caso si no contesto, es que no tengo nada para decir, que asiento o estoy molesto. De todos modos las conversaciones se basan más entre lo que la gente cree que piensa el otro, que sobre lo que dice. Hay gente a la que es fácil adivinarle las palabras que no dicen; mi ex, por ejemplo, tiene dos o tres caras sencillamente traducibles, una de ellas sobre todo. Lo cierto es que ayer salí sin los audífonos. Me los olvidé. Para un tipo como yo es casi como olvidarme de ir al baño o acomodar los billetes de menor a mayor. Será que llegó ese momento de la vida donde todo puede ser puesto en duda. Entonces salí, lo más campante, sin darme cuenta de que no los llevaba. El día, que pintaba para infierno, se comportaba calmo y silencioso. Iba manejando por la autopista, sereno, hacia la primera audiencia de divorcio. No suelo escuchar música en el auto porque en ocasiones siento que los decibeles suben demasiado y lo que empieza por ser placentero se torna insoportable (casi como el matrimonio). De pronto, un auto se puso a la par, bajó la ventanilla y su conductor articuló una puteada muda. Todo el mundo sabe que la gente cuando maneja exagera la articulación de las puteadas. Incluso, estoy convencido de que si uno estuviera dentro del otro auto, tampoco escucharía. La potencia, en ese caso, está en el movimiento de los labios. Entonces pensé: no tengo los audífonos, estoy yendo a la primera audiencia de divorcio, la clave está en la potencia de los labios.

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C A SQ U i V A N OS

Clara Anich (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Psicología, integra el Grupo Alejandría. Escribe narrativa, dramaturgia y poesía. Publicó Juego de Señora (El Suri Porfiado) y participó en diversas antologías. Es editora de Casquivana, y codirige Kiako-Anich, Comunicación hecha con textura. descalzaenlanoche.blogspot.com Marina Arias (Buenos Aires, 1973). Es escritora y comunicóloga. Publicó Para qué sirve un traje de neoprene y Hacia el mar, y coordina el Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos de la Facultad de Periodismo de La Plata. Jimena Arnolfi (Buenos Aires, 1986). Publicó poemas en algunas revistas y antologías. Trabaja en medios de comunicación. Está por publicar su primer libro de poemas. Guarda fotos en el tumblr “El poema del momento” y es hincha de Boca. enquimera.blogspot.com.ar Mariana Belemlinsky (Buenos Aires, 1981). Estudió Creatividad y es directora de arte publicitaria en México DF. Sus personajes femeninos son como partecitas suyas. Todas las mujeres que dibuja llevan un lunar en la frente, como ella.

Ángel Berlanga (Buenos Aires, 1966). Es periodista, especializado en temas culturales. Publica principalmente en Página/12. Hace poco realizó la selección y el prólogo de Cómicos, tiranos y leyendas, de Osvaldo Soriano.

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Pablo Blasberg (Buenos Aires, 1970). Es ilustrador, humorista y artista plástico. Dibuja en los diarios Clarín, ABC (España) y en decenas de revistas y periódicos de todo el mundo, a través de Ikon Images (Londres). blasberg.com Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco. Ilustrador, amante de la belleza de las formas geométricas y la silueta perfecta de la mujer. Proviene de una intensa lucha entre el diseño y la ilustración. pegatinacriolla.blogspot.com. Fernando Chulak (1980). Estudió algunas cosas, intentó otras. Mientras, escribía cuentos. Finalista del Premio Itaú 2011 y 2012, y del Manuel Mujica Láinez 2012. Es el CEO y fundador del blog actosfallidos.tumblr.com Manuel Crespo (Buenos Aires, 1982). Publicó su primera novela, Los hijos únicos, en 2010 (Colección Laura Palmer No Ha Muerto, Editorial Gárgola). Es consejero editorial de Casquivana. Alejandro Crotto (Buenos Aires, 1978). En 2009 publicó Abejas. El poema que publicamos en este número pertenece a Chesterton, su último libro.

Marcos Crotto (Buenos Aires, 1980). En 2011 ganó el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo por su cuento Comunión. Asiste al taller de Liliana Heker.

Tomás Downey (Buenos Aires, 1984). Estudió Guión en la ENERC y tuvo un paso fugaz por la carrera de Letras. Algunos días se agarra la cabeza y se pregunta para qué. En los que le quedan libres, escribe. Alejandro Ferreiro (Montevideo, 1968). Es mentiroso, periodista y escritor. Dirigió el programa radial “Planetario” y el televisivo “DosVecesUno”. Algunos de sus libros son: Portland (2000), Todo lo quieto sueña moverse (2006), Historia Natural del Silencio (2008) y El arte del parpadeo (2009). Margarita García Robayo (Cartagena, 1980). Escribió los libros Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza, Las personas normales son muy raras, Orquídeas y Hasta que pase un huracán. Participó en antologías de ficción y no ficción. La foto es de Mariano Cohn. Conrado Geiger (Buenos Aires, 1962). Es arquitecto, guionista, caricaturista y periodista (no necesariamente en ese orden), pero básicamente, humorista. Hace radio desde 1987 (Rock&Pop, Radio Ciudad y Radio Nacional, por nombrar tres). A partir del 2002 hace monólogos de humor.

Fernando Halcón Ruiz (España, 1969). Estudia en la Escuela de Artes Aplicadas de Madrid, y en la Facultad de Bellas Artes. Trabaja como diseñador gráfico creativo, ilustrador editorial y director de arte, y en su estudio de pintura y arte gráfico, desde donde organiza exposiciones.


Nicolás Hochman (Buenos Aires, 1982). Reciente papá, historiador y doctorando en ciencias sociales por la UBA. Dirige Casquivana, es consejero editorial en Lamujerdemivida e integra el Grupo Alejandría. casquivanos.blogspot.com

Martín Jali (Buenos Aires, 1984). Estudió Letras en la UBA. En 2009 publicó, de manera autogestiva, el poemario Crossover. Actualmente dirige el club de libros Escape a Plutón y prepara su primer libro de cuentos. Alejandra Kamiya (Buenos Aires, 1966). Recibió los premios Feria del Libro de Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, Max Aub (España), Metrovías, UCASUTERH, Fundación Banco Ciudad/Fundación Victoria Ocampo y Horacio Quiroga (Uruguay).

Natalia Kiako (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Letras, corredora y curiosa como un gato. Codirigió la revista del Club del Disco y Casa de Brujas. Escribe para varios medios y en su tímido blog de cocina, kiako-cooks.tumblr.com. Codirige Kiako-Anich, Comunicación hecha con textura.

Vanina Klinko (Buenos Aires, 1977). Trabaja como ilustradora para Barcelona, Clarín y editorial Temas, entre otros medios. Este año publicará Tintaviva, un libro sobre danza contemporánea hecho en tinta china de colores. klinko.com.ar

María Inés Krimer (Paraná, 1951). Publicó Veterana (cuentos), La hija de Singer (novela, Premio Fondo Nacional de las Artes), El cuerpo de las chicas (novela), Lo que nosotras sabíamos (novela, premio Emecé), Sangre Kosher (novela) y La inauguración (novela, premio Letra Sur). Fernando Linetzky (Avellaneda, 1976). Estudió música, cine y letras, y no se recibió de nada. Actualmente vive y trabaja en la provincia de La Rioja.

Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973). Publicó las colecciones de relatos Flores para Irene, En algún cielo, El desvío, Arder en el invierno, Carne y uña, y las novelas La mala espera y Moravia. Parte de su obra fue traducida, premiada y utilizada para campañas de lectura. Vive en Madrid.

Marina Macome (Buenos Aires, 1975). Licenciada en Ciencias Políticas y colaboradora en La Nación. Publicó la novela Los Enredos de la Señorita Pacman (Plaza & Janes, 2008) y su cuento “Cubo de Rubik” participó en la antología Verso Reverso (2011).

Gilda Manso (Buenos Aires, 1983). Escritora y periodista. Publicó los libros de cuentos Primitivo ramo de orquídeas (Libros en Red, 2008), Matrioska (Malas Palabras Buks, 2010; Educación y Cultura (Méx., 2012) y Temple (El 8vo. Loco / Milena Caserola, 2013).

Carolina Marcús (Buenos Aires, 1980). Es psicopedagoga e ilustradora. Cursa el posgrado en Arte Terapia (IUNA). Se formó en ilustración con Helena Homs. Pertenece al grupo de ilustradoras Misceláneas. Junto a Marisa Chiqué forma una dupla muralista. Pablo Martín (Buenos Aires, 1974). Artista visual, ilustrador y diseñador web (soypablomartin.tumblr.com). Participa en muestras individuales y colectivas. Junto a la artista Florencia Fernández Frank desarrolla el proyecto Periódica Venta de Arte (periodica.com.ar).

Darío Mekler (Comodoro Rivadavia, 1983). Vive en Buenos Aires. Estudió historieta e ilustración. Es Licenciado en Diseño Gráfico, estudiante de Artes visuales en el IUNA y participa en ADA. Ilustra para editoriales, fanzines y publicaciones independientes, y participa en muestras colectivas.

Fernanda Nicolini (Morón, 1979). Periodista recibida en TEA, trabajó en TXT, Noticias, Llegás y Crítica de la Argentina. Es secretaria de redacción de Brando. Publicó un libro de poesía (Ruta 2, Gog y Magog) y una novela, Te pido un taxi, junto a Mercedes Halfon.

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C A SQ U i V A N OS

Pablo Olivero (Buenos Aires, 1976). Se inició en la Escuela de Dibujo de Carlos Garaycochea. Fue dibujante en la serie de TV “Dibu” y participó en un sinfín de producciones animadas. Ilustra libros escolares, portadas literarias, cortos animados y chistes para revistas. pablolivero.blogspot.com Luis Othoniel Rosa (Bayamón, Puerto Rico, 1985). Doctorado por Princeton en literatura latinoamericana. Publicó la novela Otra vez me alejo (Entropía, 2012) y está escribiendo Para una estética anarquista: Borges con Macedonio. Enseña en Duke y dirige el blog elroommate.com

Hernán Panessi (Buenos Aires, 1986). Periodista especializado en cultura pop. Escribe en Haciendo Cine, La Cosa, THC y No. Es co-director del sello VideoFlims desde donde edita y difunde al cine independiente nacional. Terminó Historia del Porno en Argentina, su primer libro.

Horacio Petre (1966). Ilustrador y artista plástico. Publicó en No (Página/12), Sismo Trapisonda, Underground y Orsai. Desde 2008 publica en su blog,loinvisibleesesencialaloso jos.blogspot.com

Pablo Rivas Mambo (Buenos Aires, 1978). Es Diseñador Gráfico. Participó en muestras de ilustración, colectivas e individuales. Publicó los libros Carne de Fotolog y Pequeño ensayo ilustrado. Es el encargado de arte de la editorial Conejos. wildmambo.carbonmade.com.

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Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973). Profesor en Letras por la UNLP. Publicó la novela Tendríamos que haber venido solos (Alianza, 2002), distinguida como Nuevo Talento Fnac. Les ruego que me odien (Musa a las 9, 2013) fue ganadora del I Premio de Narrativa Francisco Ayala. Reside en Madrid. Fernando Sawa Creció en el sur de Buenos Aires. Autodidacta. En ‘99 estudió un año en el Idac, y al poco tiempo comenzó a trabajar en cine de animación y publicidad. Actualmente es director de arte en bitt animation, tiene otros proyectos y vive en Parque Patricios.

Alexis Stamboulis (Buenos Aires, 1979). Artista Plástico por el IUNA y diseñador gráfico por la ORT. Realizó talleres de cerámica, fotografía y restauración. Expone en centros culturales. Trabaja en su taller como restaurador y continúa el desarrollo de su obra.

Gabriela Thiery (Buenos Aires, 1983). Diseñadora de imagen y sonido (y algunas materias de diseño gráfico). Animadora de stop motion, motion graphics y realización de branding televisivo. Ilustradora por decantación. sibuleto9.blogspot.com

Franco Torchia Egresado de Letras por la UNLP. Productor ejecutivo y conductor de “Cupido” (MuchMusic y TBS). Es panelista del ciclo Intratables (América TV) y conduce el programa “No se puede vivir del amor” por LaOnceDiez, AM 1110.

Melina Vergara (Buenos Aires, 1988). Diseñadora gráfica por la UBA. Realiza tareas de diseño freelance. Es parte del staff de Casquivana y de LAMM (estudio de diseño). facebook.com/lammestudio José Villamayor Diseñador gráfico e ilustrador. Vive en Buenos Aires. Cursó sus estudios en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA, incluyendo la materia “Ilustración” a cargo de Daniel Roldán. Realizó el “Seminario de ilustración editorial” dictado por Pablo Zweig.

Natalia Zito (Buenos Aires, 1977). Psicoanalista. Mención especial Convocatoria Itaú de Cuento Digital 2012 organizada por el Grupo Alejandría 2012. Va al taller de Claudia Piñeiro y es alumna de Casa de Letras. Escribe en Espectáculos de acá. escribiroreventar.blogspot.com


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D i S i D E N T E

Imagen: Pablo Tambuscio

www.casquivana.com.ar info@casquivana.com.ar FB: Redacci贸n Casquivana Twitter: @rcasquivana


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