Revista Casapalabras N 29

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Foto: Christoph Hirtz

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El señor Karr

Alejandro Morellón

Literatura actual de Manabí Dossier

Una casa en las afueras Valeria Correa Fiz

Nicanor Parra

Aniversario del antipoeta chileno 1


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editorial

EL LIBRO Y LA LECTURA

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uego de 73 años, uno de los proyectos fundamentales de la Casa de la Cultura continúa siendo el editorial. Así lo concibió su fundador, Benjamín Carrión, desde la creación de este proyecto: afirmaba que el libro es el mejor vehículo para difundir la cultura. Así también lo concibe la actual Administración, que ha dado un gran impulso al trabajo editorial, con un programa que se sustenta en colecciones: Esenciales, para los grandes maestros de la literatura; Letras Claves, para los escritores actuales; Casa Nueva, para los que se inician; Casa de los Niños, con literatura infantil; Antítesis, sobre el ensayo; Tramoya, sobre teatro. Además, la Casa auspicia a escritores que así lo solicitan, cuya obra debe ser aprobada por la Comisión Editorial. El proyecto editorial se completa con la edición de cuatro revistas institucionales: la tradicional Letras del Ecuador, que ya llegó a la edición 209; Casapalabras, de arte y literatura; Traversari, de música; y 25 Watts, de cine. Creemos en la función cultural del libro, por ello no hay solicitud de donación de libros a colegios, bibliotecas o agrupaciones culturales que no sea atendida. La distribución gratuita ha alcanzado aproximadamente veinte mil libros por año, y ha llegado también a los niños y jóvenes de la patria; coincidimos así con Thomas Carlyle, escritor y ensayista escocés, en que «los libros son amigos que nunca decepcionan». Para complementar esta acción nacional hemos firmado un convenio-marco con la Conagopare para el estímulo, la orientación y promoción de la labor cultural e identitaria, mediante la capacitación continua a través de redes especiales digitalizadas y la coparticipación en eventos culturales comunitarios que se desarrollen en los Gobiernos Parroquiales Rurales del Ecuador. Allí se incluirá también la promoción del libro y la lectura, la creación de bibliotecas, la impresión de libros y folletos, ferias, entre otros. Por ello estamos participando decididamente, con el Ministerio de Cultura y la Cámara del Libro, en la Feria Internacional del Libro, que se desarrollará del 10 al 19 de noviembre en el Centro de Eventos Bicentenario, en la que rendiremos homenaje a Manabí publicando la poesía completa de Hugo Mayo y un dossier con la obra de nueve escritores manabitas, desde los jóvenes talleristas hasta los escritores consagrados. Y coparticiparemos, además, en la Campaña Nacional del Libro y la Lectura, con la coordinación efectiva de nuestros 24 Núcleos Provinciales. Nuestra Casa recorre los caminos de la patria.

número veintinueve • octubre 2017 Presidente Camilo Restrepo Guzmán Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Pilar Adón, Abril Altamirano, Jorge Basilago, Valeria Correa Fiz, Alexis Cuzme, María José Echeverría, Kenia Gil Palma, Pedro Gil, Alejandra Laurencih, Marie Lion, Yuliana Marcillo, Ignacio Martínez de Pisón, Tatiana Mendoza Armijos, Lina Meruane, Diana Victoria Moreira, Alejandro Morellón, Juan Romero Vinueza, Pedro Rosa Balda, Diana Zabala. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila L. Portada Exvotos, corazones, P. Tito Heredia, plata, siglo xx.

Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador.

MUSEO DE ARTE COLONIAL

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HORARIOS DE VISITA Martes a sábado 09h00 a 16h00 Reservación previa para grupos.

INAUGURACIÓN: 30 de noviembre de 2017

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ABIERTO HASTA: 24 de febrero de 2018


índice

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Los 103 años del nacimiento del antipoeta chileno Nicanor Parra, desde la visión de Yuliana Marcillo.

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Kazuo Ishiguro, Premio Nobel de Literatura 2017.

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La literatura actual de Manabí en un dossier donde intervienen Pedro Gil, Pedro Rosa Balda, Yuliana Marcillo, Alexis Cuzme, Diana Zabala, Diana Victoria Moreira, Tatiana Mendoza Armijos, Kenia Gil y María José Echeverría.

La gran escritora argentina Valeria Correa Fiz nos ofrece su relato Una casa en las afueras.

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En el viento, cuento de Ulises Juárez Polanco, escritor nicaragüense que feneció hace poco.

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Alejandra Laurencich, desde Argentina, presenta su relato El secreto.

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La muerte mientras tanto, cuento del escritor español Ignacio Martínez de Pisón.

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Lina Meruane, escritora chilena, nos brinda su cuento Cuerpos de papel.

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La poeta argentina Mercedes Roffé, entrevistada por Juan Romero Vinueza.

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Lalinchi Arreaga Burgos y su exposición El braille y el arte en Quito para personas no videntes y videntes.

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Abril Altamirano analiza la obra Las moscas y otros cuentos, de Jorge Luis Cáceres.

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Chikky de la Torre y su exposición El retorno del Duende en la CCE.

El señor Karr, de Alejandro Morellón, escritor español que resultó ganador del IV Premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez 2017.

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Relato de la escritora española Pilar Adón, Vida en colonias.

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Jorge Basilago reflexiona sobre la obra de Miguel Ángel Asturias a los 50 años de la publicación de El Señor Presidente.

Homenaje a Fernando de Szyslo, el gran pintor peruano fallecido recientemente.


homenaje «Conocido como el antipoeta más influyente en la literatura hispanoamericana contemporánea, controvertido y eterno candidato al Premio Nobel, el escritor chileno Nicanor Parra cumplió 103 años, el 5 de septiembre de este año».


Dos semanas antes de su cumpleaños, la noticia salió en todos los medios: el autor de Poemas y antipoemas, quien revolucionó la poesía en lengua española del siglo XX, regresó a su hogar acompañado de algunos de sus hijos y nietos. «Hoy la casa sigue conservando en su entorno los cercos hechos con respaldos de camas. Las cortinas cosidas con retazos de tela por la mamá del clan, Clara Sandoval. Hay muebles de antigua madera, loza traída desde China, un piano vertical Apollo Dresden, un arpa, una guitarra, una lámpara y un reloj, de Violeta», señala la prensa chilena.

Liderados por el ‘Tololo’

Yuliana Marcillo

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icanor Parra nunca fue un hombre de celebrar cumpleaños. La torta no es lo suyo, tampoco las grandes celebraciones. Cuando cumplió 103 años, este 5 de septiembre de 2017, mientras en Chile los festejos de su cumpleaños comenzaban desde julio, su único deseo fue recibir a su familia y a algunos amigos íntimos en su hogar; y cuando hablamos de su hogar, nos referimos a la casa ubicada en la calle Julia Bernstein, en donde vivió por más de treinta años —antes de instalarse en Las Cruces—, declarada de Conservación Histórica por la Municipalidad de La Reina.

Este terreno fue adquirido en 1958. Entre zarzamoras y bambúes, Nicanor acomodó una cabaña que con el tiempo fue ampliando. Así descubrió al desmalezar un jardín japonés. Una serie de fuentes, escaleras y caminos de piedras son aún evidencia de ese pasado. Señalan sus biógrafos que quienes llegan hasta allá, demoran en promedio una hora desde el centro de Santiago, y suelen ir acompañados de un ‘horizonte de perros’. En un artículo sobre Parra, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal dijo: «No hay teléfono; el cartero no llega… Nicanor parece vivir en otro planeta».

Nicanor nació el 5 de septiembre de 1914 en San Fabián de Alico, localidad cercana a Chillán, sur de Chile. Es el mayor de cinco hermanos —ya fallecidos—, entre ellos la cantautora y artista visual Violeta Parra, y los músicos y folcloristas Roberto y Eduardo y ‘Lalo’ Parra. Fue el primogénito de un bohemio profesor de primaria y guitarrista, y de una modesta costurera que cantaba canciones campesinas. A pesar de que Nicanor siempre ha huido de las entrevistas y de las cámaras, las historias más relevantes del poeta en el último tiempo se conocen a través de su nieto, Cristóbal ‘Tololo’ Ugarte, quien comparte constantemente en sus redes sociales, imágenes y comentarios sobre el centenario de su abuelo. Cristóbal ha sido el portavoz, el gestor, a ratos el mánager, y la sombra de su abuelo, Nicanor. Es así, a través de la inmediatez de la internet, y de este nieto que se considera un ‘fan’ de su abuelo, que lee toda su poesía y que incluso lo reemplaza en entrevistas y eventos importantes a los que Nicanor por salud ya


no puede asistir, como la entrega del Premio Cervantes en el 2012, que podemos acercarnos un poco más al autor, quizás en una faceta más íntima, más familiar. Para Cristóbal, la figura de su abuelo Nicanor tal vez sea incluso más trascendental que la de sus propios padres: «Mi abuelo como legado me ha hecho entender y comprender las cosas sencillas, lo propiamente tal, y eso es lo que realmente tiene importancia. Sucede que cuando él saca a flote esas cosas sencillas, todo el resto se da cuenta que ahí había algo relevante de nuestra identidad e idiosincrasia. Por ejemplo, el lenguaje de los niños, él anota lo que dicen los niños y nadie le da mucha importancia a ese lenguaje, sin embargo él lo encuentra genial, porque dice que está ‘afuera del logos todavía’, que habla desde la ingenuidad y todo eso lo rescata. Él pasa por días, es muy cambiante. Hay días en que no quiere decir una sola palabra, al otro día puede estar furioso y al otro puede querer recibir a todo el mundo, pero siempre ha sido así, sin embargo, conmigo tiene una relación muy horizontal, nunca me ha puesto problema por ir a verlo, sino todo lo contrario, me llama para que lo vaya a ver», señala el joven de 24 años. En uno de sus últimos relatos, muestra el presente en la casa de La Reina —edificación que está siendo reconstruida por él mismo, quien estudia arquitectura (pero que es apasionado por la música)—, luego de quedar en terrible estado por los inquilinos que habitaron ahí durante 20 años.

El último apaga la luz Nicanor padece asma, está rodeado de vegetación, cría gansos, juega con sus perros, y aún maneja sus primeros autos es-

carabajos Volkswagen. Ya no le permiten conducir pero de vez en cuando coge su auto y se da una vuelta en la manzana, dice su nieto. Nicanor lee todos los diarios, no usa anteojos y camina sin bastón. Sobre el regazo siempre apoya un cuaderno en el que anota sus impresiones sobre el mundo. También lee el diario y libros antiguos en los que encuentra palabras que le disparan ideas o le sorprenden. Está medio sordo, pero con la mente despierta. Su cabello es de un blanco sulfúrico. Lleva la barba crecida, patillas largas, dice Leila Guerriero. ¿Su secreto?: una dosis de ácido ascórbico por la mañana y una siesta por la tarde. En el marco de su cumpleaños, el autor chileno lanzó su más reciente trabajo El último apaga la luz (2017), una obra selecta de 470 páginas, que, a diferencia de otras antologías, como Obra gruesa (1969), incorpora textos completos: Poemas y antipoemas, La cueca larga (1958), Hojas de Parra (1985), y obedece, según sus editores, a un deseo de mostrar al público de habla hispana al Nicanor estrictamente literario. Nicanor Parra Sandoval, conocido en el mundo de la literatura como el creador de la ‘antipoesía’, es considerado por muchos como el último de los ‘históricos’ líricos chilenos con vida. A lo largo de su carrera ha escrito más de 20 libros y obtenido 24 premios y reconocimientos, tanto nacionales como mundiales, entre ellos: Premio Nacional de Literatura (1969), Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1991), Premio Miguel de Cervantes (2011), Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2012), además de haber sido postulado tres veces como candidato al Nobel de Literatura, entre muchos otros.

De lo coloquial hacia el poema «…Nosotros sostenemos/ que el poeta no es un alquimista/ el poeta es un hombre como todos/ un albañil que construye su muro:/ un constructor de puertas y ventanas», decía Parra, en 1969, refiriéndose a que sus versos no eran producto de inspiración divina, sino de la construcción de ideas». A Mario Benedetti le dijo en una entrevista: «La antipoesía es vida en palabras»; y, además: «Hubo un tiempo en que yo no aceptaba en los antipoemas sino expresiones coloquiales». Con 103 años encima Nicanor Parra sigue escribiendo. Siempre desde lo coloquial hacia el poema. Sus ‘antipoemas’ se caracterizarían, entre otras cosas, por un enfoque narrativo y un lenguaje primariamente coloquial, en el que se destacan el humor y la ironía, recalcan sus biógrafos. Hoy Nicanor comparte mucho tiempo con su nieto Cristóbal, quien toca música clásica en el piano. «Me han dicho que él escucha mi música, no me lo dice a mí, pero lo que sí me dice es que en las composiciones incluya la cueca al final, yo le pregunto por qué, y él me responde brillantemente: ‘para terminar con una contradicción».

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Valeria Correa Fiz

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n febrero de 2001 encontramos exactamente lo que buscábamos: una casa de madera en las afueras de Miami con amplias ventanas junto a un canal que vertía sus aguas verdes en el Atlántico. Nos creíamos afortunados. Era una casa a buen precio en un lugar apacible y lejos de la ciudad. No teníamos vecinos excepto por los gatos. Tampoco insectos. La pintamos de amarillo, igual que el buzón de correos de lata que pusimos en la entrada, y reemplazamos todos los cristales de las ventanas: algunos estaban rotos; otros, simplemente rayados. Los sistemas eléctrico e hidráulico estaban impecables y también los pisos de madera; el trabajo de restauración fue en realidad muy poco. Yo misma pulí y barnicé los muebles de segunda mano que compramos, hice las cortinas y los visillos y bordé los almohadones. Allí vivimos unos siete meses hasta la muerte de Philip. Mi Philip, todo sucedió tan rápido. Sin embargo, cuando pienso en ello, vuelvo a ver la precisión de los cortes, la sangre, lo correoso de

la carne abierta. Todo regresa a mi memoria con espantosa pulcritud. No era feliz, pero mis días por entonces eran tranquilos. Mi marido se iba temprano por las mañanas y yo me pasaba las horas sentada en el porche mirando a los gatos con un libro sin abrir en el regazo. Deambulaban con desparpajo y las patas siempre enfangadas a causa de la tierra pantanosa de la zona. Quizá sea un modo tonto de expresarlo, pero eran para mí como hombrecitos paseándose al sol. Su curiosidad y su holgazanería me acompañaban. Eran unos siete (a veces, venían menos) y yo velaba por ellos. Cuando nos mudamos, planté flores en el terreno y traté de organizar una pequeña huerta, pero nada prendía en esa tierra de arcilla mojada. Todo se pudrió al poco tiempo en nuestro pedazo de terreno en la península de la Florida. Nuestro jardín era un útero de barro infértil con un buzón de lata amarilla lleno de propaganda y cupones. Saboree el arcoíris: caramelos Skittles. Cupón de descuento por USD 0,99 válido hasta 1.04.2001.

—Con razón estaba a buen precio, Jaime —dije mientras cargaba una bolsa con tierra fértil: estaba decidida a llenar nuestro jardín de plantas, aunque fuera en macetas; quiero decir, si se la compara con las otras casas de la zona, estaba muy bien. Jaime era el dueño de la tienda. Era cubano y todavía atractivo, con su piel dorada y sus cabellos largos, a sus casi sesenta años. Le gustaba presentarse diciendo que había escapado del corazón del fucking Dia-


relato

blo para vivir in the very ass de uno de sus súcubos. —Ahora lo entiendo, Jaime; muy pocos querrían vivir en esa casa, en medio de esa tierra arcillosa. Puede que mis palabras sonaran como una queja pero no lo eran. Solo hablaba por el gusto de conversar con alguien. —Oiga, ponga una hamaca y un juego de jardín de hierro forjado —me sugirió—; ya verá cómo mejora y alegra. El jardín, quiero decir.

Sonreí un poco. —Y llévese un par de antorchas con citronella para las tardes. —No tenemos mosquitos. —Damn, están todos aquí, igual que esos muchachos. Con Jaime hablábamos en castellano, salvo cuando se volvía hosco o grosero. Las malas palabras y los insultos los decía invariablemente en inglés. Era su modo de distanciarse de lo que creía que no correspondía a su carácter o a su posición social. Se consideraba a

sí mismo como un caballero, aun cuando despotricaba a gritos contra Fidel y mi compatriota desvergonzado, el Che. —Es que cuando me pongo con lo de la revolución cubana… Disculpe mi mal genio; soy de Cienfuegos, miss. «Soy de Cienfuegos» era su excusa, monolítica, invariable. Algún día tendré que conocer Cienfuegos para entender a este hombre, me decía a mí misma. Jaime, los gatos y una pandilla de adolescentes —casi un decorado

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En cambio, nunca supe el nombre de uno solo de esos muchachos. Tampoco el de ella: una rubia oxigenada de ojos grandes que no me quitaba la vista de encima. Su forma de mirar era casi un alarido.

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en el parking del almacén— eran lo único vivo en el paisaje de mis días. Los gatos eran siete; los adolescentes, unos nueve o diez. Había distinguido dos hembras entre los animales; en la pandilla de adolescentes había una sola. A los gatos les puse nombres: Nevermore, que era completamente negro, y Gondoliere, que tenía el pelaje rayado. Recuerdo también a Phileas Fogg, un perfecto sir inglés que sabía esperar a que se liberara la escudilla con la leche, y a Franky ‘Frankestein’, el más viejo de todos. Tenía el labio leporino y artrosis. Y por supuesto, Philip. Mi Philip. En cambio, nunca supe el nombre de uno solo de esos muchachos. Tampoco el de ella: una rubia oxigenada de ojos grandes que no me quitaba la vista de encima. Su forma de mirar era casi un alarido. Sé que no es fácil comprender lo que digo. Pero no puedo, ni hubiera podido explicar más ni mejor a la chica. En cambio, ellos, los muchachos, eran —eso creía entonces— más fáciles de leer. Tenían la misma pinta que los chicos que dan problemas en las películas: jeans sucios y rotos, remeras con eslogan, zapatillas y gorras de béisbol, mucho olor a

búfalo; siempre estaban mascando chicle y bebiendo cerveza a deshoras. Se movían en moto; el que yo creía que hacía las veces de líder tenía una Harley Davidson impecablemente cuidada en la que brillaba todo el sol del mediodía. Yo tenía un Focus rojo con tapizado de cuero color beige con el que iba y venía del almacén de Jaime. Era la primera vez que tenía un auto con cambios automáticos. Me gustaba conducir hasta lo de Jaime sin pensar demasiado, escuchando música country. Me sentía tan americana como cualquiera; más aún cuando cargaba las provisiones para nosotros y para los gatos en las bolsas de papel madera. El coche tenía la patente blanca LUK 620 con la inscripción en letras verdes «Florida, a sunny state», lo que es parcialmente cierto, porque en el sur de Florida suele llover y mucho. De hecho, ese lunes por la mañana Seguridad Civil había alertado de la proximidad de una tormenta tropical que podía convertirse en huracán. Por temor al huracán, fui hasta el almacén e hice una compra como para una semana completa. Mientras Jaime leía el código de barra de los artículos, calculé que necesitaría


hacer al menos tres viajes para cargar todas las provisiones en el baúl del coche. El cubano trabajaba solo, estaba de pésimo humor y tampoco tendría ganas de ayudarme. Le alcancé mi tarjeta de crédito. —Alguna vez le ofrecí dinero a esos fucking kids para que me ayudasen con las provisiones de los clientes —Jaime sacó las bolsas de debajo de la caja registradora—. Pero, ¿usted cree que esa garbage tiene ganas de trabajar, miss? Unas diez veces le había dicho que era casada y otras veinte, le había recordado mi nombre. Pero Jaime seguía con su terco «miss» y a secas. —Assholes, eso es lo que son; la chica, la peor de ellos, miss. No lo volvería a corregir. Ni ese lunes por la mañana ni nunca. Yo también estaba de pésimo humor. Mi marido estaría fuera toda la semana. Una convención de negocios para él en Las Vegas y la amenaza de un huracán para mí al sur de la soleada península de Florida. —¿No la podían hacer en Tampa u Orlando? —le había preguntado esa mañana. —Decisiones de la casa matriz. Mi marido me dio un beso, cargó la valija en el baúl del coche y se fue. Simplemente. Se iría desde la oficina al aeropuerto. Una semana en Nevada y yo en la casa amarilla con los gatos, un libro sin abrir en el porche y las provisiones que tendría que recoger de la tienda de Jaime. Que si Castro, que si mi compatriota, el Che. El exilio, el triste exilio cubano en Miami, miss. Todas las veces, como si él fuera el único exiliado latinoamericano en todo Estados Unidos. Cada vez que iba al almacén a comprar, ya fuera por fertilizantes o alimento balanceado para gatos, era igual. Yo tenía la impresión de que Jaime hablaba —mucho y mal— de la revolución cubana y, por supuesto, de los muchachos para callar algo. También ese lunes por la

mañana, mientras facturaba los productos de mi compra. —Están practicando para maleantes. Loco debía estar el día aquel que quise emplear a alguno de ellos, porque… —Se mordió los labios y miró por la ventana: uno de los chicos se acercaba a la tienda—. Son treinta y cinco dólares, miss. Ahora no solo repetía el miss sino el precio cuando yo ya había pagado. Guardé mis provisiones sin hablar. Sentía la mirada del muchacho en la nuca, el silencio sospechoso de Jaime. Me fui con un par de bolsas al auto. —Hey, miss; mire lo que se dejó aquí —me había olvidado una lata de atún y otra de merluza para mis hombrecitos junto a la caja—. Está usted un poco distraída hoy. Ándese con cuidado, porque esto no es bueno. —Thanks, Jaime. Regresé a la casa a darles de comer a mis gatos. Había hecho la compra, la había acomodado. Había llenado dos escudillas con leche y otras dos, con alimento balanceado. Todo listo y eran solo las once de la mañana del lunes. Me senté con el libro en el regazo. No tenía ningún plan; excepto ver, luego de la cena, un documental de caza o pesca del canal Wild Life tumbada en el sofá. Pero la lluvia se anticipó. El pronóstico había anunciado tormenta tropical a partir de las cinco de la tarde; comenzó a llover sobre el mediodía. El agua estuvo toda la tarde estallando arriba, afuera y sobre nuestra casa de madera. Había algo íntimo y extraño de queja en ese ruido, como si la madera recordara el bosque al que había pertenecido. La televisión no funcionaba. Tenía luz pero las señales del cable y del teléfono celular estaban caídas. También nuestro buzón de lata amarilla había sido derribado por el viento en algún momento de la tar-

La televisión no funcionaba. Tenía luz pero las señales del cable y del teléfono celular estaban caídas. También nuestro buzón de lata amarilla había sido derribado por el viento en algún momento de la tarde.

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de, y sobre el barro yacían desperdigados una decena de volantes con publicidades. Saboree el arcoíris y esas cosas. ¿Qué otros desastres nos dejaría la tormenta? Nada me preocupaba más que los gatos —creo que no llegué ni siquiera a pensar en el vuelo de mi marido que salía hacia Las Vegas poco antes de la medianoche—. ¿Dónde se guarecerían mis pobrecitos? ¿Y mi Philip? Era el más gordo y el más astuto. El pelo amarillento, los ojos azulados y su carácter histriónico me recordaron desde el primer día a Philip Seymour Hoffman, ¿dónde estabas esa noche, mi Philip? ¿Dónde te encontraron ellos? Cuando nos mudamos, quise tenerlo con nosotros en la casa. Compré una cesta y bordé una almohadilla celeste con sus iniciales —PSH—, pero mi marido, no, que los gatos afuera. Philip nunca vivió con nosotros. Yo pensaba en mi Philip y en Nevermore y Gondoliere, en cada uno de ellos esa noche de tormenta, y también en las dos gatas hembras a quienes jamás bauticé, pero más que nada en Philip. La monotonía del agua hizo que la noche llegara pronto. Las ráfagas caían transparentes en la oscuridad. Para mí todo aquello era real e irreal a la vez. Como si

mi cabeza hubiese estado cubierta por un tul y a través de la tela oyera las gotas y el viento. Conque esto era una tormenta tropical, pensaba desde mi cama con un libro —siempre el mismo— sin abrir. Todo a mi alrededor susurraba, igual que si muchas mujeres ancianas se contaran cosas horribles. Yo pensaba estas cosas sin entender muy bien por qué. Y afuera, el viento, que a ochenta kilómetros por hora aceleraba hasta la sangre en mis venas. Sobre las diez de la noche parecía que la tormenta iba a calmarse. El viento soplaba blando, un ruido como de naipes arrojados al aire. O quizá no. Quizá fuera solo mi imaginación de algún modo extrañamente vinculada a mi marido, a su convención de trabajo en Las Vegas —toda una semana fuera de casa para hablar de las estrategias en la comercialización de la fibra de vidrio entre máquinas tragamonedas y mesas de ruleta—. Me levanté y fui a la cocina para hacerme un té caliente. Afuera todo era oscuro, y la oscuridad lo era todo hasta que la luz de algún relámpago —eran como largos colmillos brillantes que fulguraban en la boca de la noche— permitía entrever la constancia del agua sobre el barro. Abrí

apenas la ventana de la cocina. El aire traía el olor salado del mar, de hierbas húmedas, de flores de hibiscos. El aire traía vida revuelta y aplastada en abundantes ráfagas frescas. Y entonces los vi. Primero solo a ella. Había levantado nuestro buzón de lata amarilla del suelo y lo traía en la mano, como quien sujeta un cetro. Caminaba en dirección del porche vestida de blanco. Los pies y el bajo del vestido embarrados. Parecía una sacerdotisa preparada para la ejecución del sacrificio. También una reina loca. Luego la seguía él. Era un chico nuevo y cargaba una enorme mochila. Jamás lo había visto en el parking de Jaime. Definitivamente no era como los otros. No solo porque no parecía sacado de la misma película de chicos malos, sino porque había algo en la forma de caminar, en el modo de cargar la mochila que lo ablandaba. Él, sin lugar a dudas, no cuajaba en ese casting de malos, sucios y locos. Finalmente, cerrando filas, estaban ellos —los mugrientos de siempre, con sus gorras de béisbol y su olor a búfalo—. Se abrieron en dos grupos. Luego se apostarían en los flancos de mi casa, contra los ventanales que daban a nuestra cocina.


A mirar embobados y en silencio. Cerré rápidamente la ventana. En un instante, verifiqué que todas las ventanas y las puertas estuviesen aseguradas. Apagué las luces. Corrí a mi cuarto. El teléfono celular seguía sin señal. Si al menos hubiera podido llegar al coche y escapar. Estaba calculando mis posibilidades de salida por la ventana trasera cuando ella dijo: —Sabemos que está ahí, miss. El miedo me recorrió el cuerpo como otra sangre. No respondí. Me quedé inmóvil unos segundos hasta que ella volvió a hablar. —Es que esta casa es nuestra. ¿A que sí? El «a que sí» no fue para mí sino para el chico de la mochila y el resto de los muchachos; al menos, eso creo ahora. Regresé a la cocina y busqué el cuchillo más grande. Luego recordé que lo habían dicho en un documental de caza del Wild Life Channel a propósito de la desolladura de las presas, un cuchillo más pequeño y más afilado puede ser más efectivo y es, sin lugar a dudas, más fácil de manejar. Cambié de arma. Otra vez silencio. Solo conseguía oír mi respiración agitada. Ya no llovía, una luz tenue de estrellas me permitió ver a los chicos a ambos flancos de la casa contra los cristales de mis ventanas: las caras blancas, las bocas entreabiertas, las narices aplastadas contra los vidrios. Sus alientos empañaban los cristales. Sus ojos de perro mojado. Me pregunté qué verían ellos del interior de la casa desde esa oscuridad nocturna. Y luego, el golpe inesperado que hizo estallar el vidrio de la ventana de la cocina. La Reina Loca, enmarcada en mi ventana de madera amarilla. El agua le había corrido el rímel y los ojos eran aún más grandes y más agónicos. Tenía el pelo largo suelto y los mechones delanteros, sujetos detrás de las orejas.

Recogió el vestido con modos de dama sureña para ingresar a mi casa por la ventana, como si siempre hubiese sido la suya. Detrás de ella, el nuevo, su fiel monaguillo con mochila de alpinista. Volví a empuñar el cuchillo grande que había descartado en primer lugar. Ahora tenía dos cuchillos y estaba parapetada detrás de una silla. Era obvio, aunque en el momento me negaba a pensarlo, que si todos se decidían a entrar y atacarme no habría cuchillo ni parapeto posibles. Deseé como nunca, yo que he sido siempre cordero manso, una pistola. Todo sucedió tan rápido. Sin embargo, ahora cuando pienso en ello, vuelvo a ver la precisión de los cortes, la sangre, lo correoso de la carne abierta, las vísceras que escapan de las membranas, los huesos como husos. Todo regresa a mi memoria con lentitud. También las luces del coche, los gritos. Siempre acabo vomitando o con el estómago revuelto ante el recuerdo de esa noche. Me destroza los nervios pensar en Miami, en esos chicos, en mi marido, en todo lo que sucedió entonces. Ya dentro de la casa, la chica encendió las luces. Conocía el lugar donde estaban las llaves; podía moverse con los ojos cerrados por el interior de mi casa. Sin decir palabra, el chico nuevo abrió la mochila. Extrajo: dos cuchillos grandes, un par de guantes descartables, dos bolsas de residuos, un gancho como los que usan los carniceros para colgar las medias reses en las cámaras. Y a Philip dentro de una tercera bolsa. Todo lo dispuso prolijamente sobre la mesa. Pensé que el gato estaba muerto. Me habría tapado la boca —quiero decir, ese fue mi impulso— pero tenía las manos ocupadas con los cuchillos. Además Philip no estaba muerto. Estaba drogado, supongo, como el resto de esos chicos tontos. Las

Sin decir palabra, el chico nuevo abrió la mochila. Extrajo: dos cuchillos grandes, un par de guantes descartables, dos bolsas de residuos, un gancho como los que usan los carniceros para colgar las medias reses en las cámaras.

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bocas entreabiertas del gato y de esos muchachos que aplastaban sus narices en mis ventanas respiraban casi al unísono. ¿Por qué no entraron todos juntos a la casa? ¿Por qué se quedaron afuera? ¿Cuántas veces habían repetido esa idéntica ceremonia? Ella, la Reina Loca, adentro con algún novato y los otros, afuera, contemplando la escena con los ojos bovinos. —Enhébrale la pata al gancho y lo cuelgas en ese barral —ordenó la chica. Por su inglés supe que era sureña. Hubiera querido gritar: «no lo hagas», pero las palabras no acudieron a mi boca. Solo di un par de pasos con los cuchillos hacia adelante, como una sonámbula armada. No me atreví a más que eso; no hubiera podido hacer más que eso. La Reina Loca decidió ahorrarse cualquier imprevisto. Hizo una seña a sus muchachos afuera y unos segundos después, todos estaban dentro de la casa. —Deje los cuchillos, miss, y tengamos la noche en paz. Dos de los chicos me tomaron por las muñecas y un tercero me los quitó. —Así está mejor. ¿A que sí, miss? —dijo la chica (también ella me llamaba «miss», qué locura). Me acarició. Tenía las manos ásperas y frías; olían a lluvia, pero el aliento era de alcohol y cigarrillo. Hubiera querido insultarla o escupirle la cara. Tampoco pude. —Ahora, a lo nuestro; a trabajar —ordenó al chico nuevo—. Tampoco vamos a estar aquí toda la noche. ¿A que no, chicos? Las manos del nuevo temblaron un poco. ¿Podría contar con él? ¿Se rebelaría en el último minuto? ¿Tenía alguna posibilidad de escapar mi Philip? Las manos del nuevo temblaban ahora más. Eran manos comunes. Ni gruesas ni flacas, ni lampiñas ni velludas. Pero sí se notaba —era evidente— que eran manos blandas, como de estu-

diante, poco habituadas a las tareas manuales. ¿Cuánto pesaría Philip? Unos siete y ocho kilos, quizá diez —últimamente había engordado—. Para el nuevo pesaba igual o más que un reno. No se atrevía con él. Herir o matar —un animal o un hombre, da igual— con tus propias manos no es lo mismo que hacerlo de un disparo, como esos soberbios cazadores del Wild Life Channel. Ahora lo sé: la carne se opone, se resiste. Los músculos son elásticos y fuertes. Él tenía que encontrar el modo de ensartar un gancho en la carne viva y peluda de un gato. Evitar el hueso, buscar las fibras debajo de la pelambre. La cabellera rubia de mi Philip. No era una tarea fácil. Philip luchaba cabeza abajo, todo lo que le permitían los efectos del narcótico, mientras el chico nuevo batallaba contra el miedo y el asco. Yo también debo de haber forcejeado con los muchachos que me sujetaban, porque luego, cuando todo hubo terminado, comprobé que tenía las muñecas con moretones. El nuevo, después de varios intentos, de arcadas contenidas y de gemidos de Philip, consiguió agujerear la carne del gato. En el muslo izquierdo. Philip colgaba de una pierna y un hilo de sangre iba manchándole el pelaje lentamente. Como una bandera española invertida: amarillo, rojo y amarillo. Lo peor no era estar indefensa. Lo peor no era estar en una casa alejada con unos chicos enajenados que, quién sabe por qué, estaban practicando un rito de iniciación sobre mi gato preferido. Lo peor era la incertidumbre, el miedo de saberse a merced de la Reina Loca y de quién sabe qué drogas y cuánto alcohol llevaría en sangre. ¿Para qué me querían a mí de testigo? ¿Por qué, de todos los lugares del mundo, tuvieron que elegir mi casa? ¿Era eso lo que sabía Jaime, que mi

casa había sido el cuartel permanente de operaciones de estos chicos? Cuántas preguntas acudían a mí y ninguna tendría respuesta. La Reina Loca ordenó al nuevo lamer un poco de la sangre que goteaba del animal. Ella misma puso el dedo en la herida del gato y se lo llevó a la boca. Se pintó los labios con la sangre. Luego dio varios giros, puso los ojos en blanco y todos esos muchachones oliendo a búfalo la celebraron con un extraño cántico y aplausos. Nunca sabré qué pruebas suponía el rito de iniciación completo. En mi interior, tenía la certeza de que el nuevo no las habría superado. Lo intuía porque sus ojos no tenían el brillo húmedo que tenían los ojos del resto de los secuaces, ni la furia de la Reina Loca. Yo quería creer que, a pesar de la sed de reconocimiento que tenía, todavía le quedaba un destello de bondad en los ojos. El nuevo era el único del grupo que era capaz de dudar — por miedo, asco, por lo que fuera—, y la duda hace que uno conserve un dejo de humanidad. No, el nuevo no pasaría las pruebas. Confirmé mis sospechas cuando vi que era el primero en escapar. Los faros de un coche brillaron en la cocina. Era mi marido que regresaba. Había dejado los documentos en casa. Olvidar su documento fue su forma inconsciente de dejar atrás su identidad. Él no era quien decía ser hacía ya mucho tiempo. Por supuesto, no iba a una convención de negocios; por supuesto, no iba solo. Lo único verdadero era que partía una semana a Las Vegas y que sin documentos no pudo comenzar su viaje. Y regresó a casa con ella —rubia oxigenada, de ojos grandes, casi una réplica envejecida de la Reina Loca— sentada con desparpajo en el asiento del acompañante. Yo no sé por qué a veces la vida hace ese juego de espejos deformados. Pero


árboles o plantas la tormenta había arrancado de cuajo—. La rubia seguía tocando la bocina del coche a intervalos rítmicos cada vez más apremiantes. Mi matrimonio no era lo que yo creía sino exactamente lo contrario. Y yo me decía a mí misma que lo único fértil y vivo de esa casa había sido arrasado por mis manos.

nada de eso pertenece a esta historia. O casi. Lo único que importa es decir que la luz de dos faros alcanzó para ahuyentarlos. Todos huyeron de pronto, desbandados como aves nocturnas con los primeros rayos del día; y el nuevo, el primero. Solo quedó Philip a medio morir en nuestra cocina y la mochila de alpinista. Descolgué la pata de Philip del gancho y lo puse sobre nuestra mesa. No quedaba nada de su histrionismo, de la vivacidad de sus ojos azulados. Todo el pelaje amarillo ensangrentado. No tenía fuerzas ni para gemir, el pobrecito. Mi marido entró en la casa con los ojos turbios y los pies llenos de barro. ¿Que teníamos para decirnos que no fuera ya sabido por los dos? Tomé el cuchillo, el pequeño y filoso como recomendaban en ese documental de caza. Mi marido no alcanzó a preguntar nada. Ni quiénes eran los chicos que seguramente vio correr, ni qué hacían allí, ni qué le había sucedido al gato. Ni siquiera pudo preguntar por la maldita mochila de alpinista con la que

había tropezado. Di dos pasos hacia adelante y él retrocedió cuatro. Sin mediar palabra y sin dejar de mirarlo a los ojos y de una sola puñalada, abrí por completo el vientre del gato. Lo hice con tal fiereza que rayé también la madera de la mesa. Además de las vísceras y la sangre, del vientre del animal salieron tres fetos mojados y de ojos fruncidos. Resultó que Philip tampoco era quien yo pensaba. Nadie lo es. Mi marido contuvo la arcada. Luego se derrumbó sobre una silla. La mujer que lo esperaba en el coche hizo sonar dos veces la bocina. De algún modo, había dejado de importarnos. Fue como si la sangre de la gata se adueñara de nosotros: seguía escurriéndose desde la herida hasta el borde de la mesa y de allí hasta el suelo. ¿Cuántos minutos fueron necesarios para que Philip se convirtiera en un felpudo machucado? ¿En cuánto tiempo se había perdido la vida de la gata y de sus fetos? Me miré las manos ensangrentadas y el cuchillo —ya no llovía, yo no sé qué olores traería entonces el viento, ni cuántos

Valeria Correa Fiz (Rosario, Argentina - 1971) Nació y creció en la ciudad de Rosario, a orillas del río Paraná, aunque hace más de diez años vive en el extranjero, entre Miami, Milán y Madrid. Es abogada y autora del libro de relatos La condición animal (2016) y de los poemarios El álbum oscuro (finalista en el Premio de poesía Manuel del Cabral 2015) y El invierno a deshoras (XI Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez 2017). En la actualidad imparte talleres de escritura creativa en el Instituto Cervantes en Milán y en el taller de la escritora Clara Obligado, en Madrid. Sus relatos y artículos de crítica han sido recogidos en diversas publicaciones y antologías. Escribe asiduamente para las revistas digitales Aire Nuestro y Los amigos de Cervantes.

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«Sus novelas, de profunda fuerza emocional, descubren el abismo tras nuestra sensación ilusoria de conexión con el mundo»

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azuo Ishiguro nació en Nagasaki, Japón, en 1954. Estudió en las universidades de Kent y East Anglia. En 1983, la revista Granta lo eligió como el mejor novelista británico joven. Ha escrito siete novelas: Pálida luz en las colinas (1982, Premio Winifred Holtby), Un artista del mundo flotante (1986, Premio Whitbread Libro del Año, Premio Scanno, finalista del Booker Prize), Lo que queda del día (1989, ganadora del Booker Prize, fue llevada al cine en 1993), Los inconsolables (1995, ganadora del Premio Cheltenham), Cuando fuimos huérfanos (2000, finalista del Booker Prize), Nunca me abandones (2005, Premio Corine Internationaler Buchpreis, Premio Literario Serono, Premio Santiago de Novela Europea, finalista del Man Booker Prize) y El gigante enterrado (2015). Su libro de relatos, Nocturnos (2009), fue galardonado con el Premio Literario Internacional Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Sus obras han sido traducidas a más de cuarenta idiomas. En 1995 recibió la Orden del Imperio Británico, y en 1998 la condecoración francesa como Chevalier de L’Ordre des Arts et des Lettres. En una entrevista en el año 2000, Ishiguro manifestó: «Estoy interesado fundamentalmente en la memoria, porque es un filtro a través del cual vemos nuestras vidas, y porque es borrosa y oscura; ahí están las posibilidades del autoengaño. Al final, como escritor, estoy más interesado en lo que la gente se dice a sí misma sobre lo que pasó, antes que en lo que realmente ocurrió».

Extracto del primer capítulo de

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ra el verano de 1923, el verano en que dejé Cambridge, cuando pese a los deseos de mi tía de que volviese a Shropshire decidí que mi futuro estaba en la capital y alquilé un pequeño apartamento en el número 14b de Bedford Gardens, en Kensington. Recuerdo ahora aquel verano como el más maravilloso de todos los ve-

ranos. Después de años de sentirme eternamente rodeado de compañeros, tanto en el colegio como en Cambridge, me producía un gran placer disfrutar de mi propia compañía. Me gustaban los parques de Londres, la quietud de la Sala de Lectura del Museo Británico. Disfrutaba de tardes enteras paseando por la calles de Kensington, hacien-


nobel do planes para el futuro, deteniéndome de cuando en cuando para admirar cómo aquí, en Inglaterra, hasta en mitad de una gran ciudad como Londres, es posible encontrar enredaderas y hiedra tapizando las fachadas de las mansiones. Fue en uno de estos lentos paseos cuando por azar me encontré con James Osbourne, un antiguo compañero del colegio, y al descubrir que era vecino mío le sugerí que pasara a visitarme la próxima vez que estuviera por allí. Aunque hasta ese momento, desde mi mudanza a Londres, no había recibido visita alguna, le hice el ofrecimiento muy seguro de mí mismo, ya que había elegido el apartamento con sumo esmero. El alquiler no era elevado, pero mi patrona había amueblado la casa con un gusto que evocaba un pasado victoriano apacible y sin prisas. El salón, muy soleado en la primera mitad del día, estaba amueblado con un sofá anticuado y dos cómodos sillones, un aparador antiguo y una librería de roble llena de ajadas enciclopedias (todas las cuales, estaba convencido, obtendrían la aprobación de cualquier visita). Además, casi en cuanto arrendé estas piezas fui hasta Knightsbridge y adquirí un juego de té Queen Anne, varios paquetes de diversos y buenos tés y una gran caja de galletas. Así, cuando días después Osbourne se presentó una mañana, pude invitarle a un refrigerio con una seguridad en mí mismo que jamás le habría permitido sospechar que se trataba del primer invitado que recibía en mi nueva casa. Durante los primeros quince minutos Osbourne, inquieto, no paraba de moverse por la sala, alabando las cosas que veía y examinando esto y aquello, sin dejar de mirar por la ventana de tanto en tanto para comentar vehementemente lo que veía en la calle. Al cabo se dejó caer en el sofá, y

pudimos intercambiar noticias sobre nosotros y nuestros antiguos compañeros de colegio. Recuerdo que pasamos un rato discutiendo las actividades de los sindicatos obreros, antes de embarcarnos en un largo y placentero debate sobre la filosofía alemana, lo que nos permitió desplegar mutuamente las destrezas intelectuales que ambos habíamos adquirido en nuestras respectivas facultades. Luego Osbourne se levantó y volvió a pasearse por la sala, y mientras lo hacía fue enumerando sus diversos planes para el futuro. —Tengo pensado meterme en el negocio editorial, ¿sabes? Periódicos, revistas, ese tipo de cosas. De hecho, me encantaría escribir una columna. Sobre política, sobre grandes temas sociales. Es decir, siempre que no decida dedicarme yo mismo a la política. Y déjame preguntarte, Banks: ¿no has decidido aún a qué dedicarte? Mira, todo está ahí fuera, esperándonos. Me señaló la ventana. Seguro que tienes algún plan. —Supongo que sí —dije, sonriendo. Tengo una o dos cosas en la cabeza. Te las comunicaré a su debido tiempo. —¿Qué guardas en la manga? ¡Venga, suéltalo ya! ¡Voy a sacártelo en menos que canta un gallo! Pero no le dije nada en absoluto, y no había pasado mucho rato cuando lo tuve de nuevo discutiendo de filosofía o poesía o cualquier otra disciplina. Luego, alrededor del mediodía, Osbourne recordó de pronto un almuerzo ineludible en Piccadilly y se puso a recoger sus cosas para marcharse. Estaba ya en la puerta, de espaldas, cuando se dio la vuelta y me dijo: —Escucha, viejo amigo. Quiero decirte algo. Esta noche voy a una fiesta. En honor de Leonard Evershott. El magnate, ya sabes. La da un tío mío. Te lo digo sin ninguna antelación, ya sé, pero me pregun-

to si te apetecería venir. Lo digo en serio. Llevo bastante tiempo queriendo buscarte, pero no me había surgido la ocasión. Es en el Charingworth. Al ver que no respondía de inmediato, dio unos pasos hacia mí y añadió: —Pensé en ti porque estuve recordando. Y recordé que tú solías pincharme con lo de que estaba «bien relacionado». ¡Oh, vamos! ¡No hagas como si no te acordaras! Solías interrogarme sin piedad. ¿Bien relacionado? ¿Qué diablos quiere decir eso: «bien relacionado»? Bien, me he dicho, ésta es una buena ocasión para que el bueno de Banks pueda ver por sí mismo qué es eso de... estar «bien relacionado». —Sacudió la cabeza, como recordando, y añadió—: ¡Dios santo, hay que ver lo bicho raro que eras en el colegio! Creo que fue en este punto cuando finalmente acepté la invitación a aquella velada —que, como luego explicaré, habría de ser más importante de lo que yo jamás hubiera imaginado en aquel momento—, y le acompañé hasta la puerta sin dejar que pudiera leer en mi semblante el resentimiento que habían suscitado en mí sus últimas palabras. (Tomado de http://assets.espapdf.com/b/Kazuo %20Ishiguro/Cuando%20fuimos%20huerfanos %20(7022)/

Traducción: Jesús Zulaika, ESPA-PDF).

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Ulises Juárez Polanco

How many times can a man turn his head pretending he just doesn’t see? The answer, my friend, is blowin’ in the wind. Bob Dylan

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sta historia inicia con la fotografía de la parte trasera de una máscara de lucha libre, mientras miramos las agujetas sueltas y el espacio vacante del Hombre infinito. No se nos estaba dado ver las manchas carmesí de los impactos de bala sobre la tela celeste de su anverso. Esta era una más de las tantas imágenes que ilustraban las notas de los principales diarios del país, a la par de títulos sensacionalistas como ‘El fin del Hombre infinito’, ‘Se acabó el Infinito’, o la que guardé y enmarqué, correspondiente a El Espectador, ‘Un hombre menos en el infinito’. Se perfiló rápidamente como el caso más sonado y comentado en oficinas, noticieros, hogares, restaurantes, centros de apuestas, gimnasios, prostíbulos y avenidas. Todos tenían algo que decir, una frase amable, un comentario irónico, una lágrima sincera. Era también el expediente soñado de cualquier abogado penalista. Ahí

aparecí yo, ofreciendo mis servicios como si fuera la reencarnación de Johnnie Cochran, Helena Kennedy o cualquier otro penalista de renombre internacional, mendigando no por los honorarios sino por la exposición mediática que conllevaba el crimen. ¿Por qué negar mi participación en casos de igual envergadura o aquella ambición juvenil que me llevó a la cima? Hablando con sinceridad, a los sesenta años me encontraba en un punto donde me debatía entre la literatura y las leyes. Me despertaba, todos los días, partido en dos, lidiándose a golpes una mitad que era buena como abogado pero ya no amaba la profesión, y otra mitad que jamás cultivó las letras pero las añoraba como un amor adolescente. Hice un pacto conmigo mismo: si ganaba este caso seguiría sumergido en códigos, leyes, boletines judiciales, habeas corpus, barrotes y jueces malhumorados hasta que mi cuerpo terminara de marchitarse como árbol de otoño y no pudiera diferenciar, por las cataratas inevitables, si lo que estuviera frente a mí fuera mi cama o el comedor; o en broma de Germán, cuando mi oído olvidara distinguir entre una rola de Los Beatles y una de Los Bukis. Si perdía, dejaría todo y con


relato mis ahorros huiría a una cabaña en el bosque para escribir cuentos. Siempre fui fanático de los cuentos y cuando tenía veintiún años me dieron una beca de escritor en México que dejé a la semana para regresar a mi país, tras una oferta laboral en una oficina de leyes y una impostergable nostalgia de lo conocido. Quizás, ahora que no tengo familia además de Emerson, mi san bernardo de nueve años, podría dedicarme a la literatura y olvidarme de los laberintos de los códigos, de los pasillos mugrientos de los tribunales y de las sonrisas hipócritas de mis colegas de profesión. —Véala usted, ¿cómo va a creer que ella hizo eso tan terrible, si el monstruo era ese hombre que quería robarse a nuestra hija? —me repetían sus padres al poner sobre la mesa una fotografía reciente en que Patricia, la inocente Patty, sonreía pura en la noche iluminada de Times Square, con la publicidad irónica a sus espaldas de la nueva temporada de Desperate Housewives. Quienes conocían a Patricia Bates opinaban igual: nadie lograba creer que había asesinado de forma tan fría a su pareja. Bastaba verla frágil y ajena a la maldad humana, con su metro cincuenta y menos de cuarenta kilos, para renegar la no-

ticia. Por el contrario, yo siempre he sabido que la maldad viene en frascos pequeños y Patricia Bates cumplía a cabalidad cada una de las características de una asesina en potencia, siempre a las puertas de algo sombrío: «mujer dependiente de su esposo entre 22 y 44 años», la Patty tenía 31 años, con pareja dominante a pesar de que esta última

contase con una educación inferior, «elementos categóricos» según la pirámide de Rasko (Vásconez, C., 1968, p. 69). Era además, obsesiva con los detalles, casi patológicamente, hija única de padres ya mayores por quienes habría hecho cualquier locura, sin descendencia, egocentrista y poseedora de un evidente don de gente que la hacía

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mostraba el paso del tiempo, la piel manchada y plegada múltiples veces sobre sí misma. —Algunos insectos necesitan ser eliminados sin dilación, ustedes deben saberlo —la anciana Bates casi lloraba con cada una de mis palabras. —Sí, pero ella es especial. Ella no hizo nada, es solo la víctima de un montaje abominable. —¿Entonces, fue el sujeto con siete disparos en su rostro el responsable? —Pero señor Duboso, ¿por qué dice eso? —preguntaron al unísono. —Porque necesito saber a quién voy a defender. Digamos que es para llevar mi cuenta moral. Independientemente, yo sacaré a su hija de la cárcel. —Es que ella no lo hizo, estamos seguros de que no lo hizo. Era una rutina harto conocida. Después de tantas décadas ejerciendo la abogacía, el resultado de la entrevista preliminar reflejaba lo mismo de siempre: defendería a una inocente envuelta en una trama siniestra.

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irresistible y tierna a los demás, características que sumado a lo que señalan, por su parte, Aguilera, A.F., Wagner, F.C., Ramírez N.M. y Gutiérrez J.F., en Construcción de perfiles criminales femeninos potencialmente explosivos: la venganza de las faldas, confirman una inminente situación de violencia llevada al extremo. «La maldad viene en frascos pequeños», volví a pensar silenciosamente. Pero tomé el caso, con mi anhelo de futuro incierto no exento de los reflectores y titulares que atraerían este caso. —Señores, antes de tomar una decisión necesito saber si ella lo hizo —comenté con la mirada fija en los ancianos Bates. —¿Cómo va a creer eso? Ella es incapaz de maltratar a un insecto —la mano de don Tiburcio

Alguna vez, recién salido de la Facultad, prometí jubilarme nomás tocase defender a un cliente que reconociera su culpabilidad. Estuve a punto de hacerlo, en un caso que ustedes seguramente recordarán: Jeff Hammer o El carnicero de Alabama, a quien defendí durante una breve y turbulenta temporada en los Estados Unidos. En aquel caso —su segundo cargo por asesinato— mi representado ultimó a un joven de color y aunque amaneció abrazado al cuerpo frío, lleno de fotografías que él mismo tomó mientras torturaba a su víctima, juró no recordar haberle hecho daño alguno. Logré sacarlo libre mediante una maniobra legal, conformando un jurado donde todos


excepto uno eran miembros del Ku Klux Klan. Aunque era obvio que Hammer había intimado con su víctima, el jurado estuvo de acuerdo con mi argumento: mi protegido había sido manipulado por el joven de color hasta el punto en que tuvo que defenderse, lamentablemente de forma violenta. Todas las personas de color son siniestras, fue mi argumento de cierre, y gané aplausos. Poco le importó al jurado que la policía encontrara en el apartamento de Hammer miles de fotografías de sus anteriores víctimas y hasta cráneos, huesos y órganos humanos, guardados en el congelador, maceteros y bañera: en este caso fue defensa propia, concluyeron. Antes de que el jurado dictara sentencia, Hammer se me acercó y me compartió, en lágrimas, que «ya lo recordaba todo, que él era culpable». Me confesó y yo le increpé que guardara silencio. Después de un culebrón de dos semanas que se transmitió en cadena internacional (desde TVNoticias en Nicaragua hasta Al Jazeera en Qatar; desde CNN en Atlanta hasta la londinense BBC), Hammer fue declarado inocente, lo embarqué en un avión hacia Europa para nunca verlo más y yo regresé a mi país convertido en un controvertido penalista de primera. «El cínico del año» me bautizó un periódico que encuadré y conservo en mi despacho, orgulloso.

En el caso de Patty el escenario pintaba en su contra. La evidencia mostraba que era tan culpable como oscura y abultada era mi cuenta moral. A pesar de múltiples incongruencias, lo más determinante eran los casquillos recuperados, cuyas estrías eran plenamente coincidentes con la 9mm que Patty tenía registrada a su nombre y que fue encontrada horas después entre

las margaritas, lilis y girasoles del jardín. Sus huellas también estaban en todas partes. El ADN recuperado en el arma homicida coincidía parcialmente con el de la inocente Patty. ‘Parcialmente’ era suficiente para ponerla en la guillotina, considerando que similar a Hammer, Patty amaneció junto a su víctima. Pueden comprender que si uno amanece al lado de la víctima, y la víctima tiene en su rostro una descarga de una 9mm, no hay mucho por hacer. Patty fue juzgada por asesinato con todos sus agravantes y la Fiscalía pedía la pena de muerte. Su coartada: «no recuerdo nada». Peor. Lo único que se erigía entre ella y la luz blanca al final del laberinto de la vida era un viejo abogado confundido que para remate no le creía ni una sola palabra.

El Hombre infinito era el nombre de escenario de John Court, según los organizadores del Consejo Mundial de Lucha Libre, CMLL, con domicilio en el Distrito Federal, institución rectora de los espectáculos de la mítica Arena México y posteriores sedes a lo largo de todo el territorio mexicano. En realidad, según los expedientes de Metlatónoc, Guerrero, quizás el pueblo más pobre en el interior de la República, Juan Cortés nació en 1976. A sus cinco años emigró con sus padres, no a la capital o al Norte como podríamos suponer, sino hacia Australia. Cuando cumplió dieciocho años y ya iniciado en la lucha libre, cambió su nombre a algo más acorde con su nueva vida anglosajona: John Court. En su último viaje decidió regresar a México, persuadido por una generosa oferta del CMLL y adoptó el seudónimo del Hombre infinito, con una máscara fabricada en terlenka y tela metálica sport, color azul mar, cubriéndole todo

Quizás, ahora que no tengo familia además de Emerson, mi san bernardo de nueve años, podría dedicarme a la literatura y olvidarme de los laberintos de los códigos, de los pasillos mugrientos de los tribunales y de las sonrisas hipócritas de mis colegas de profesión.

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el cráneo con detalles simétricos, insinuando el signo del infinito (∞). La misma fue fabricada por el propio Ranulfo López, creador de la careta que Huracán Ramírez hiciera famosa entre los años sesenta y ochenta, y a quien el Hombre infinito deseaba rendirle homenaje evocando el diseño de la tela que protegía su rostro e impregnaba a su personaje de misterio. El Hombre infinito tuvo éxito. Se convirtió rápidamente en un mimado de los fanáticos y en una máquina de ventas. A diario podía vérsele en anuncios de toda índole, campañas de beneficencia, programas de televisión y hasta reality shows. En una ocasión cruzamos camino en un restaurante de comida china sobre la avenida Cuauhtémoc. Me pareció amable, y aún más a la mesera que recibió una propina de cien dólares. Sus exequias fueron espectaculares, a tal magnitud que las compararon con las de Michael Jackson en Los Ángeles. Y según la estrategia acordada con los ancianos Bates, a este hombre amable y amado era a quien debía retratar como un monstruo, un chupacabras desalmado que estaba destruyendo a su hija, la inocente Patty.

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—Señorita Patricia, ¿cómo lo mató? —le pregunté sin aspavientos. —Señor Duboso, no tuve nada que ver. Yo lo amaba. —Las pruebas dicen que usted es la asesina. A mí me da igual. Pero necesito saber cómo lo hizo para encontrar el mejor camino a un fallo absolutorio. —Le insisto, señor, no sé qué pasó. Cenamos con mis padres, regresamos, hicimos el amor y nos dormimos temprano. Cuando desperté su cuerpo ya estaba frío. —¿Está insinuando que su novio fue asesinado por siete disparos

en su rostro mientras dormía a su lado, y no se dio cuenta? —Eso mismo, señor. ¿Por qué estoy siendo procesada si yo también pude haber sido una víctima? ¡Solo Dios sabe por qué los asesinos no me mataron! —Tiene muy buenas dotes histriónicas, señorita Patricia. La muy atroz merecía un contrato en alguna telenovela latinoamericana, hubiera convencido a cualquiera. Sin embargo, las pruebas eran fulminantes. No quedaba más que alegar la jugada sucia de todo abogado poco creativo: demencia temporal. Usar esta técnica era el equivalente de portar un rótulo al estilo «llevo cuarenta años siendo abogado y sigo tan bruto como el primer día», pero en este caso podría resultar. Si lograba demostrar una violencia continua contra Patricia, la demencia temporal podría ser mi tiro de suerte. Perdí mi tiempo.

Como si estuviera en una de mis peores pesadillas, todos describieron a Patricia y John Court como la pareja perfecta, especialmente a Court como el enamorado soñado, «un príncipe azul que haría cualquier cosa por la felicidad de su damisela». Me jodí. Mientras la investigación avanzaba, los abuelos Bates me presionaban. Patricia no cooperaba e insistía en no haberlo hecho ni recordar qué pasó. La noche anterior al crimen asistieron juntos a una cena con sus padres en un restaurante propiedad del chef nicaragüense Nelson Porta. Comieron un corte argentino, vino y platicaron sobre el futuro en Estados Unidos. John Court había recibido una oferta para pelear en la World Wrestling Entertainment, Inc. (WWE), la organización de espectáculos de

lucha libre más grande del mundo. John y Patty estaban considerando mudarse a alguna ciudad del noreste estadounidense para buscar fortuna antes de que la edad alcanzara al Hombre infinito, o Infiniteman como pasaría a llamarse. Tenían suficiente dinero ahorrado y efectivamente, mostraban estabilidad. «No se han casado únicamente porque Patty no ha logrado convencer a John que no puede casarse por la iglesia con su máscara», resonaron en mi memoria aquellas palabras de la mejor amiga de Patty. Busqué la lista de reservaciones y entrevisté a las treinta y cinco personas que estuvieron mientras los Bates cenaban. Entrevisté al anfitrión del restaurante, a sus meseros, al personal de limpieza, entrevisté al propio chef (un gordo japonés que no dominaba ni una palabra de español), a sus asistentes. Absolutamente nadie recordaba nada anormal. «Falta un mesero que pidió el día libre», recordó el anfitrión. «Bingo, he ahí mi salvador», pensé, saltando en mis interiores con la alegría de un niño después del primer beso. Mi entusiasmo duró poco: lo único anormal que el mesero recordaba era que los Bates abrieron una botella de The Domaine de la Romanée-Conti La Tâche Grand Cru, que ellos mismos habían traído, «para brindar por una vida de éxito en Norteamérica». Regresé derrotado a casa, alimenté a Emerson y encendí la televisión. Presentaban un especial sobre el velorio del Hombre infinito. Las imágenes mostraban su vela en el Palacio de Bellas Artes, evocando la conmoción nacional a la muerte de Frida Kahlo. Recordar que fue enterrado con su máscara, al estilo de otro gigante de la lucha libre mexicana, Blue Demon, me entristeció. A estas alturas yo no estaba claro de qué había pasado y podía afirmar no tener absolutamente nada a mi favor. Algo en mis


entrañas se estaba vaciando, por lo que me emborraché de whisky hasta quedar dormido.

El día del juicio llegó. La Fiscalía insistió en las pruebas dactilares, en la coincidencia «parcial pero tajante» del ADN, en el perfil de la sanguinaria Patricia Bates, en el arma homicida encontrada. La fiscal hizo muy bien su trabajo, jugando seguro a la emotividad del recordado John Court. Procuré rebatir en la ausencia de un móvil convincente por el cual la inocente Patty tendría que asesinar a su querida pareja, en los resultados negativos de la prueba de pólvora y en el hallazgo que —supuse— me salvaría el caso sin recurrir a la demencia temporal: un examen milimétrico de sangre. La lucidez que uno puede lograr des-

pués de amanecer abrazado a una botella de whisky puede impresionar al más respetado de los científicos. Existen miles de sustancias que pasan desapercibidas en los rutinarios exámenes de sangre hechos por la unidad criminalística, y tenía la certeza de que se encontraría algo. Habían pasado varios días pero aun así se localizaron restos de un tranquilizante, «en una dosis suficiente para dormir a una ballena». No exactamente a una ballena, pero eso fue lo que dije al jurado. «¿Cómo podía la inocente Patty asesinar a su novio si estaba más dormida que una piedra en el fondo del mar? No hay registro médico que mi defendida fuera sonámbula o sufriera de algún desorden vinculado al sueño. Si Patricia Bates no escuchó las detonaciones fue simplemente porque el asesino la sedó». El jurado no reaccionó a mis alegatos. Mi argu-

Sus huellas también estaban en todas partes. El ADN recuperado en el arma homicida coincidía parcialmente con el de la inocente Patty. ‘Parcialmente’ era suficiente para ponerla en la guillotina. 21


Esa misma tarde, a las dieciocho horas, la jueza fue fulminante: «Patricia Bates, le condeno a la cámara de gas». Los ancianos Bates se desmoronaron y tuvieron que ser llevados de emergencia a un hospital. Soy un canalla, lo sé, pero aquel cuadro no dejó de afectarme en todos mis costados.

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mento de cierre fue rescatar todas las frases emotivas que no usaba desde segundo año de universidad. «Inocente es quien no necesita explicarse», de Camus. «La fuerza más fuerte de todas es un corazón inocente», de Víctor Hugo. «La inocencia no tiene nada que temer», de Racine. «La justicia es la verdad en acción», de Disraeli. «La justicia debe imperar de tal modo que nadie deba esperar del favor ni temer de la arbitrariedad», de alguien que no recordé el nombre pero atribuí a la Biblia. La Biblia nunca podía estar de más en casos como este. Disparé todas mis municiones, y perdí el caso. Me volví a joder. La audiencia para fijar sentencia sería el mismo día. No tenía duda de que la jueza actuaba presionada por el furor mediático del juicio. En cualquier otra circunstancia se hubiera revisado la evidencia con mayor detenimiento, instruyendo a todos los miembros del jurado a prestar atención a los argumentos forenses de la defensa. Aun en caso de perder, cualquier otro juez hubiera permitido un par de semanas para dictar sentencia. En este caso, la jueza había organizado uno de los procesos más rápidos en la historia del derecho penal. Los ancianos Bates lloraron desconsolados, mientras repetían «¿qué ha pasado? ¿Qué hemos hecho?». Algunos asistentes les contestaban que habían parido a una asesina. Esa misma tarde, a las dieciocho horas, la jueza fue fulminante: «Patricia Bates, le condeno a la cámara de gas». Los ancianos Bates se desmoronaron y tuvieron que ser llevados de emergencia a un hospital. Soy un canalla, lo sé, pero aquel cuadro no dejó de afectarme en todos mis costados. Las semanas que sucedieron al

día del juicio fueron terribles. No estaba preparado para perder. No quería saber nada de leyes ni literatura. No tenía ni puta idea de qué había pasado. No sabía qué sería de mí lo que me quedara de vida. Había perdido la fe en mí mismo. Para dibujar claramente cómo me encontraba, basta confesar que Emerson me cuidaba. Me pasaba el día entero tirado en la cama, repasando mentalmente los detalles del juicio, y Emerson iba y venía trayéndome cervezas de la refrigeradora u ofreciéndome, caritativamente, su plato de comida con Pedigree. Mi buen perro, y yo, hecho un asco. Los biógrafos de Thomas Alva Edison señalan que cuando este ideó mentalmente por primera vez el esquema del bombillo eléctrico fue como una súbita explosión en su cerebro que le permitió viajar en el tiempo y conocer los misterios de lo desconocido. Tirado yo en la sala de mi casa en un estado entre la vigilia y la somnolencia alcohólica tuve mi propia explosión súbita. «¡Maldita sea!». Me vestí lo más rápido que pude y manejé como condenado hacia la Milla Verde de la Penitenciaría Federal. Todo cuadraba. Pedí entrevistarme con ella y aunque ella no quería verme, por ley seguía siendo su defensor y tutor legal.

—¿Por qué lo hiciste, Patty? —¿A qué se refiere, señor Duboso? —Basta de mentiras. Todo fue una farsa. En un inicio no sabías nada, pero después conociste al asesino. O debo decir, a los asesinos. Tenías razón en no recordar nada, pero en lo que tú fuiste una digna estrella de telenovela, tus padres fallaron. —No sé de qué me habla, señor. —Dame la verdad, perra. —La verdad está en el viento, señor Duboso.


Las imágenes mostraban su vela en el Palacio de Bellas Artes, evocando la conmoción nacional a la muerte de Frida Kahlo. Recordar que fue enterrado con su máscara, al estilo de otro gigante de la lucha libre mexicana, Blue Demon, me entristeció.

—Me resultaban curiosas las frases escogidas por tus padres. «¿Qué ha pasado? ¿Qué hemos hecho?». Ellos no se llevaban bien con Court. Lo odiaban porque se llevaría a su única hija a otro país. Sin amigos, sin familia, no podrían soportar la soledad en su ancianidad. La botella The Domaine de la Romanée-Conti La Tâche Grand Cru tenía el sedante. Tú no lo sabías en ese momento, lo descifraste al día siguiente. Tus padres sabían que John no podía consumir alcohol porque estaba a punto de firmar contrato y eso conllevaba un examen médico. Se cuidaba a más no poder. Pero no había duda que tú beberías, ‘Belladurmiente’. Lo hiciste, y al despertar, «su cuerpo ya estaba frío». Enfrentaste a tus padres, quienes se rompieron y te contaron lo que pasó. Tomaste el arma y la escondiste en tu patio. Eso explica tus huellas dactilares cubriendo el resultado parcial del ADN, pues corresponde al de tu padre. De todos modos, asumiste la culpa porque sabías que tus padres morirían en prisión. —Señor Duboso, la verdad está en el viento.

La muy atroz era inocente. Las palabras del viejo Bates me resonaban a cada instante: «Ella no hizo nada, es solo la víctima de un

montaje abominable», «es que ella no lo hizo, estamos seguros de que no lo hizo». ¿Cómo no iban a estar seguros si eran ellos los culpables? Ya Aristóteles en La familia ideaba la pirámide escalonada del amor: el amor a los hijos propios, el amor a los padres, el amor a la pareja, el amor a los amigos, los amores pasajeros. Patty amaba a John Court pero tomó la culpa por amor a sus padres. Por qué carajo alguien tomaría esa decisión, seguía siendo para mí un misterio. Sin embargo, no fui el mismo después del caso. Mi última intervención legal fue pedir una revisión de sentencia, suficiente para retrasar la ejecución. Cumplí mi promesa y abandoné las leyes, que desencadenó otro show mediático señalando mi desastrosa derrota como la responsable de mi retiro. «Se va el cínico». También guardé ese periódico y lo enmarqué. Ya sabía la verdad, y conocerla me dio vida, por muy siniestra que resultara la revelación. Me refugié en una cabaña a la costa de una laguna y empecé a escribir mi primer cuento desde la beca en México. Me acompañaba una canción de Bob Dylan sonando en la radio. Tenía la historia en mi cabeza y solo había que pasarla en limpio: «Esta historia inicia con la fotografía de la parte trasera de una máscara de lucha libre...».

Ulises Juárez Polanco (Managua, Nicaragua, 1984-2017) Es autor de cinco libros de cuentos, entre ellos La felicidad nos dejó cicatrices (España y Centroamérica: Valparaíso ediciones, 2014). La Feria Internacional del Libro de Guadalajara lo nombró en 2011 uno de Los 25 secretos mejor guardados de América Latina, un proyecto para «dibujar una ruta de las letras que se gestan a lo largo y ancho del continente, 25 voces y lenguajes para descifrar, hoy, América Latina». Entre otras recopilaciones, es uno de sólo dos autores incluidos en ambos volúmenes de la Antología de la novísima narrativa breve hispanoamericana, que reúne «a los escritores de ficción más prometedores menores de 27 años», editada por Unión Latina. Ha residido como escritor e investigador en Brasil, México, EE.UU. e Italia, y cuentos suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, portugués e italiano, y aparecen en antologías y revistas de los continentes americano y europeo. Falleció el 25 de agosto de 2017.

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El

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a puerta del colectivo se abrió. Elena, desde su asiento, observó a la gente que se trepaba al estribo. —¿Dónde los pensará meter este tipo? —le preguntó a su hija que estaba sentada del lado de la ventanilla. Jesi movía la cabeza de pelo negro y mechas azules, absorta en la música que salía del walkman. Elena suspiró y fijó la mirada más allá del vidrio, en algún punto perdido de la calle. —¿Piensa que lleva ganado, chofer? —se escuchó. La voz chillona convocó la atención de Elena que se había puesto a pensar en el dinero que Jesi gastaba en casetes. Alzó la vista y en ese instante vio subir a una embarazada. Hundió el codo en la cintura de su hija. —Jesi, levántate. Jesi tiró del cable del walkman y los auriculares saltaron de las orejas. —¿Qué pasa? Elena señaló con la cabeza a la embarazada.

Alejandra Laurencich

—Dale el asiento a la señora. Jesi miró a Elena con los ojos muy abiertos. —¿Estás loca, ma? ¿Con esta pollera me voy a meter en ese quilombo de gente? Elena consideró la diferencia entre sus discretos pantalones pinzados y la minifalda de Jesi. Resignada, se tomó del pasamanos para levantarse. —Siempre una excusa a mano, ¿no? —deslizó. —Es la verdad, ma —retrucó Jesi, y en un tono cómplice y simpático agregó—: A las viejas no les hacen nada. Elena miró a Jesi. La vio ponerse los auriculares en las orejas. Desentendida de lo que había dicho ahora dirigía su mirada por la ventanilla hacia afuera. Elena miró hacia adelante. Vio a la embarazada tratando de sujetarse de un pasamanos. Le hizo señas para que se acercara. Mientras intentaba hacerse un lugar entre el gentío, maldijo todas esas teorías


narrativa que condenaban el impulso de estampar una soberbia cachetada en la mejilla bronceada de Jesi. —Gracias —dijo la embarazada. —Por nada —contestó Elena con una sonrisa que disimulaba la incomodidad de verse aplastada por el avance de un vientre ochomesino. La embarazada tomó posesión de su asiento con un bufido. Jesi ni se inmutó. Elena intentó separar un poco los pies para hacer equilibrio en las frenadas. —Flor de malcriada —dijo una mujer a su izquierda. Elena reconoció la voz chillona que había escuchado antes y se hizo la sorda. Lo único que me falta es que me cuestionen la educación que le doy a mi hija, pensó. Y clavó una mirada de odio en Jesi. Desde esa perspectiva aérea los pechos de su hija se veían más juntos y abultados. Se preguntó cuándo había desarrollado semejante cuerpo. Con razón se la disputan esos imberbes, pensó recordando los obstinados llamados telefónicos de dos compañeros de secundaria de Jesi. Se creía toda una diosa. Lo que necesitaba esa chica era que la ubicaran en su lugar. Después de todo solo tenía catorce años. Ella también había sido linda a su edad, y no solo linda. Por sobre todo había sido rebelde. Pensaba. Y pensaba bastante. Sin embargo, se bancaba los cachetazos sin chistar. Y no estaba hablando de otro siglo. De los sesenta a los noventa no habían pasado ni. Se interrumpió alarmada: ¿Treinta años? ¿Era posible que hubieran pasado treinta años desde sus catorce? Recordó la piel arrugada de Jagger en el último recital que había visto por la tele hacía un mes. Se sintió mal. ¿Era el calor, el olor ofensivo de la gente que la apretujaba, o estaba a punto de desmayarse? ¿Cuántos años tenía Jagger ahora? Mientras frenaba con su sandalia el avance del pie de la persona que tenía a su izquierda (la de la voz chillona, se-

guro), intentó hacer cuentas. Jagger tendría unos veinte años cuando salió besando el micrófono en el póster que había traído la revista Pelo. Se vio a sí misma clavando el póster con chinches en la madera lustrada del placard recién comprado. Keith Richards con sus pantalones de terciopelo ajustados. Adoraba los frunces que se le hacían en la ingle. Pero nada como la bocaza de Jagger. Qué época gloriosa. Píntalo de negro a todo volumen en el combinado y la puerta de su cuarto que se abre. La madre agarrándose la cabeza frente al placard. Gesticulando como una loca. Pobre vieja. Una mano pesada como esa era la que Jesi necesitaba sentir en la mejilla. ¿Pero treinta años habían pasado? Una presión fuerte en su espalda interrumpió sus pensamientos. O se corría un poco hacia el costado para hacerle lugar a ese cuerpo prepotente que parecía pedir espacio, o se aplastaba contra la embarazada. Decidió apretarse contra la mujer de la izquierda. No tuvo más remedio que mirarla. Lo primero que vio fue el bigotito transpirado y atravesado por surcos. La mujer era mayor que ella y la miraba con un gesto poco amable. Elena no quiso pensar en cuánto mayor que ella era realmente. Treinta años seguro que no. Mientras se convencía de que entonces habían pasado treinta años desde sus catorce y aquel campamento en Gesell, se apretó más contra la mujer para lograr que su espalda se viera libre de tanta presión. —Disculpe —dijo—. Me están apretando. —Se tendría que haber levantado la mocosa —dijo la señora. Elena trató de sonreír para restarle dramatismo a la escena, pero adivinó en su cara la mueca de disculpa. Vergüenza le pareció más exacto. Intentó rescatar el orgullo de haber dormido bajo los pinos de Gesell. Catorce años, qué valentía. Miró hacia atrás, ya con coraje y

Elena reconoció la voz chillona que había escuchado antes y se hizo la sorda. Lo único que me falta es que me cuestionen la educación que le doy a mi hija, pensó. Y clavó una mirada de odio en Jesi. Desde esa perspectiva aérea los pechos de su hija se veían más juntos y abultados. Se preguntó cuándo había desarrollado semejante cuerpo.

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dispuesta a reclamar por su mínimo espacio. Un muchacho de pelo largo teñido de rubio le sonrió. Tremendos ojos tenés, pensó Elena. —Me estás empujando —le dijo y notó que su voz había perdido todo rastro de reclamo. Había sonado dulce, casi íntima. —Perdoname. A mí también me empujan. Elena le dio la espalda. Estaba aturdida. El chico la había tuteado. Perdoname había dicho. Qué voz suave había salido de esa boca entreabierta. Morocho de ojos color miel. Teñido de rubio. Perdoname. Los labios del morocho volvieron a su memoria produciéndole un estado de excitación. Cerró los ojos. Un insistente codo empujando en su cadera izquierda la hizo volver a la realidad. Miró a la vieja. Ahora se daba cuenta de que real-

mente había diferencia entre ella y la mujer que la miraba inquisidora. —¿La está molestando? —¿Quién? —preguntó Elena. —El de atrás. Elena sacudió la cabeza, burlona. —No —miró de reojo por sobre el hombro. El chico le guiñó un ojo. Qué seductor, por Dios. Volvió a sonreírle rápido a la vieja. Estaba ruborizada y no era el calor. Un segundo después sintió que algo se había apoyado suavemente contra su pantalón como tanteando la respuesta. No pudo esquivarlo. O no quiso. Sofocada miró a Jesi. Qué inocente le parecía ahora con su movimiento de cabeza, ajena a la realidad. Pensó con delicia en un hipotético, imposible diálogo que se producía apenas bajaran del colectivo: Jesi —una Jesi descolocada y boquiabierta— escuchando sin po-


Cuando oyó los insultos desde el fondo del colectivo abrió los ojos. La presión contra su cuerpo había desaparecido y el codazo de la vieja pareció clavársele en las costillas. Una confusión de murmullos envolvió a Elena. Miró hacia la puerta. Lo vio bajarse del colectivo.

der creer todo lo que le contaba: así que a las viejas no les hacen nada, le decía ella. Pero no. Lo mejor del asunto estaba en que era secreto. Los pinos de esta villa cubrirán para siempre nuestro secreto, había escrito en Gesell su primer amor. Cuarenta y pico y seguís en carrera Elenita, se dijo orgullosa mientras con un leve movimiento hacia atrás provocaba una mayor presión contra sus glúteos. Le pareció sentir el aliento cálido del chico sobre su cuello. Estaba suspirando. Se le endurecieron los pezones. Observó una mirada molesta proveniente de la izquierda. La vieja se estaría dando cuenta de lo que ocurría. Eso le pasaba por metida. La embarazada comenzó a abanicarse con la mano. Elena transpiraba pero estaba segura de que la causa no era solo el calor. Pensó que si se desmayaba caería en brazos del chico. Un movimiento de Jesi la puso en guardia. Estaba dando vuelta el casete. La vio acomodar el volumen y mirarla. Qué quería con esa expresión de cejas alzadas y cara seria. Jesi movió la cabeza como diciendo ¿todo bien? Elena se preguntó si su cara mostraría la plenitud de esos domingos, cuando después de un recuperado contacto amoroso, se miraba desnuda en el espejo del baño. Sonrió, en un intento de mostrarse presente, tranquilizadora. Jesi vol-

vió a mirar por la ventanilla. Elena, a concentrarse en lo que pasaba a su espalda. ¿Era posible que un chico se estuviera excitando con ella de esa manera? Solo quedaba disimular el placer, los movimientos de aproximación. Jamás, jamás le contaría a Jesi lo que le hacen a una vieja. Alzó ambos brazos para tomarse del pasamanos del techo y juntó las muñecas en una actitud de entrega destinada a él, cerró los ojos y escuchó la voz de Jagger en Azúcar marrón… Cuando oyó los insultos desde el fondo del colectivo abrió los ojos. La presión contra su cuerpo había desaparecido y el codazo de la vieja pareció clavársele en las costillas. Una confusión de murmullos envolvió a Elena. Miró hacia la puerta. Lo vio bajarse del colectivo. —Fíjese en la cartera, señora —le estaba diciendo la vieja. —Tiene el cierre abierto —le señaló la embarazada. Elena hundió apenas la mano en su bolso. Le faltaba la billetera. La voz chillona sonó estridente y satisfecha: —¿Vio? ¿Qué le decía yo? Se aprovechan… Elena miró a la vieja. Cerró suavemente el cierre. —¿Se aprovechan de qué? —dijo con voz firme—. A mí no me falta nada.

Alejandra Laurencich (Buenos Aires, 1963) Escritora argentina y fundadora y directora editorial de la revista La balandra|otra narrativa. Es considerada por la crítica y los lectores una de las autoras más prestigiosas de su generación. Laurencich es autora de las novelas Vete de mí (2009) y Las olas del mundo (2015), y de la colección de cuentos Lo que dicen cuando callan (2013) que reúne los dos primeros libros de cuentos de la autora (Coronadas de gloria e Historias de mujeres oscuras). Vive en Buenos Aires, ciudad en la que, después de licenciarse en Bellas Artes y empezar cinematografía, descubrió el oficio de la escritura por el que apostó desde muy joven. Sus libros merecieron galardones como el del Fondo Nacional de las Artes y el prestigioso Premio Municipal, entre otros. Como fundadora y directora editorial de La balandra|otra narrativa, una de las revistas literarias más eminentes de los últimos años, Laurencich desarrolla desde hace más de dos décadas una intensa actividad dedicada a la formación de escritores, compilada en su libro El taller (2014). (Tomado de: http://www.shortstoryproject.com) 27


Ignacio Martínez de Pisón

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l apartamento que habían alquilado no era bonito ni espacioso pero estaba en primera línea de playa. Desde la pequeña terraza sólo se veía la línea de farolas del paseo, la amplia franja de arena y un Mediterráneo adormecido que, en días nublados como aquel, apenas si podía deslindarse del casi uniforme gris del cielo. Era la última quincena de septiembre y ni en el aparcamiento se veían coches ni en la playa personas. Clara se asomó a la ventana del dormitorio y comprobó que todas las persianas de los apartamentos cercanos estaban bajadas: ya no quedaba ningún veraneante en la urbanización. No se oía otra cosa que el sordo rumor de las olas y el sonido de sus pasos o sus voces. Pablo le envió una sonrisa desde la terraza: «Somos los reyes del silencio; sólo con el mar compartimos el privilegio de romperlo». A veces Pablo hablaba tal como Clara creía que debían de hacerlo los poetas: si a ella se le hubiera ocurrido esa misma reflexión, habría sido incapaz de expresarla de un modo tan hermoso. Pensaba, de hecho, que Pablo podía llegar a ser

un gran escritor, aunque ni siquiera estaba segura de que en alguna ocasión hubiera intentado escribir algo. Se conocían desde hacía un par de meses pero, en cierto sentido, era como si acabaran de conocerse, porque Pablo seguía pareciéndole igual de enigmático que el primer día. Tal vez fuera eso lo que le gustaba de él, esa manera de ser, de hablar de sí mismo sin acabar nunca de descubrirse, como quien habla de otra persona, de alguien cercano pero diferente, de un allegado con el que hubiera convivido durante mucho tiempo y cuya vida pudiera relatar con profusión de detalles. Pablo había trabajado de camarero y de profesor, y ahora se dedicaba a la traducción. Si estaban allí, en aquella urbanización solitaria, era precisamente porque le habían hecho un encargo urgente, una traducción que debía estar entregada a primeros de octubre, y porque sólo en un lugar así se sentía capaz de acabarla en el plazo convenido. En un lugar como ese, sin vecinos, ni ruido de coches, ni bares, ni televisión. Clara le había preguntado si podía ir con él y asegurado que no le distraería. Pablo no se había


relato

negado: ese era su modo de afirmar. Para ella, esos quince días iban a ser de reposo, tranquilidad, de largos paseos por la orilla, de sosegadas lecturas sobre la arena. Albergaba además un objetivo no declarado, el de conocer más profundamente a Pablo, desentrañar al menos parte de su enigma. Aquella misma noche averiguó un detalle que tal vez podía haber presentido: Pablo padecía frecuentes insomnios. Le oyó levantarse de la cama a eso de las dos y pasear por la casa fumando, exhalando largas bocanadas como suspiros. Luego vio encenderse la lejana refulgencia del ordenador, que habían instalado después de la cena en el cuarto de estar, y pensó que quizás esa fuera su ventaja, esas horas de insomnio en que sólo la reflexión era posible. Por la mañana Pablo seguía sentado ante su teclado, su monitor y sus diccionarios. Clara le dio los buenos días con un beso en la nuca y preparó el desayuno en la terraza. Él estaba agotado pero contento, había trabajado mucho durante la noche. Se tomó un vaso de leche fría y se metió en la cama para tratar de conciliar el sueño. La cocina parecía bastante limpia, pero Clara era aprensiva y

la idea de que aquellos platos, cubiertos y cacharros hubieran sido utilizados por personas desconocidas le inspiraba cierto recelo. Separó y lavó a conciencia todo lo que creía que iban a necesitar, frotó con energía la bandeja del horno y los fogones hasta eliminar todo resto de grasa y se dispuso a barrer y fregar los suelos. En el armario de las escobas encontró dos cañas de pescar que algún inquilino anterior había dejado por inservibles. Las colocó sobre la mesa de la sala con una nota que decía: ¡SORPRESA! Les habían dicho que, en aquella época del año, las tiendas de comestibles de todas las urbanizaciones cercanas estaban cerradas. De la suya al pueblo había más de dos kilómetros, pero a Clara no le importó pasear. Compró dos botellas de Rioja, pan de molde y latas, muchas latas, como si hubieran de hacer frente a un asedio. Regresó por la orilla, jugando a esquivar las olas. La temperatura era agradable y para el mar aún no había acabado el verano. A la ida no se había cruzado con nadie; tampoco ahora se veía gente. Se desnudó, se bañó, tomó el sol sobre la arena húmeda con una desmayada sensación de plenitud.

Cuando llegó al apartamento se encontró a Pablo comprobando que los carretes de ambas cañas se hallaban en buen estado y tratando de deshacer algunos nudos del sedal. Verle concentrado como un niño serio en una actividad así, tan insignificante, le transmitió un cúmulo de imprecisos sentimientos maternales. Durante la comida dijo él que por la tarde bajaría a buscar gusanos para cebo y que colocaría las dos cañas en la orilla. Desde la casa podrían vigilar si picaban. Clara bromeó: «Sobreviviremos como dos robinsones, nos procuraremos nuestros propios alimentos, nos vestiremos con las pieles de las bestias que cacemos». El día siguiente no fue muy distinto del anterior. Hacen falta muy pocas cosas para crearse una rutina. Basta con tener un mínimo de obligaciones o, lo que es lo mismo, un máximo de tiempo libre, y no tardas en percibir sus primeros indicios. Clara lo comprendió cuando en la tienda de comestibles la saludaron como si formara parte de su clientela habitual —¡sólo la habían visto una vez!— y, sobre todo, cuando se descubrió bañándose desnuda en el sitio exacto en el que lo había hecho la mañana anterior. Mismos

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horarios, mismos lugares: en dos semanas no iba a tener tiempo de cansarse de esa rutina placentera aunque quizás algo aburrida. Pensó, sin embargo, en hacer algo que permitiera distinguir cada día de los restantes, de forma que más adelante pudiera decir: ese fue el día de la llamada telefónica a Carmen, o el día en que traté de alquilar una bicicleta, o el día en que volví al apartamento recogiendo conchas por la orilla. La idea le pareció excelente y, de hecho, no pasaron ni tres minutos antes de que se agachara a coger la primera concha. En realidad, Clara estaba equivocada, porque por la tarde iba a hacer un descubrimiento que privaría de todo valor a su colección de conchas y conferiría a esa rutina apenas instaurada un carácter menos placentero de lo previsto. Serían cerca de las ocho, la hora en que empezaba a refrescar, y Pablo había bajado a vigilar las cañas. Clara le observaba desde la terraza. Debía de haber picado algún pez, porque uno de los sedales estaba tenso. Cuando Pablo acabó de recogerlo, se volvió hacia la casa y mostró algo que ella no pudo ver. Clara aplaudió, de todas formas, porque le pareció que Pablo estaba sonriendo. Entró después en el apartamento y

se sentó a la mesa. Hojeó por curiosidad el libro que Pablo estaba traduciendo. Ella no entendía francés, pero sabía que una de las palabras del título, oiseaux, significaba ‘pájaros’. En la primera página del texto encontró más palabras conocidas y dedujo que se trataba de una novela de exploradores en África. Para comprobarlo, encendió el ordenador, introdujo el disquette y esperó a que apareciera en el monitor el principio del texto. Cuando esto ocurrió, no pudo sino sorprenderse al ver que en el encabezamiento no figuraban el título de la novela ni el nombre del autor sino una fecha, 14 de febrero. Volvió al original francés, que, efectivamente, no estaba estructurado en forma de diario. Con la sensación de estar entrando en una habitación secreta o cometiendo una profanación venial, siguió leyendo, y su inicial sorpresa fue poco a poco convirtiéndose en irritación. Aquello estaba escrito en primera persona, y empezaba con la llegada de una pareja a una ciudad de veraneo, desierta en pleno invierno. La descripción del lugar coincidía sólo ligeramente con la de esa playa: se mencionaba, sí, la hilera de farolas del paseo pero también un pequeño puerto deportivo


y un grupo de rocas, inexistentes en aquella zona del litoral. El apartamento alquilado, en cambio, sí que parecía idéntico al suyo, y Clara pensó que todos esos apartamentos eran siempre iguales. Había después una serie de consideraciones sobre el mes de febrero y sobre el sentido que tenía pasar el invierno en un lugar así, «un poblado fantasma». En medio de unas breves reflexiones sobre la soledad encontró Clara la primera frase turbadora: «Ella es, al fin y al cabo, una intrusa en mi vida». Ella: en ninguna de aquellas líneas había un nombre propio que la designara. Tuvo que saltarse un par de párrafos en busca de nuevas alusiones. Encontró una al final, y al leerla sintió una punzada de dolor en el estómago: «A ella se le ha ocurrido la disparatada idea de intentar una supervivencia de robinsones, qué tontería. Me ha insistido tanto que no he sabido negarme, y eso me ha hecho perder varias horas esta tarde, a la espera de que algún estúpido pez picara. Ella sabe que odio esas actividades ridículas y vulgares, pero le importa bien poco». Clara tragó saliva con gran esfuerzo. Se sentía traicionada. Esas últimas frases transmitían una impresión de rencor que estaba segura de no merecer: jamás se le habría ocurrido que su compañía podía ser tenida por una intrusión, ella jamás le había insistido para que perdiera su tiempo con las cañas de pescar, su referencia a Robinson no había pretendido ser más que un chiste... No lo entendía, no podía entenderlo. Su desconcierto fue mayor cuando Pablo llegó. Parecía contento, llevaba en la mano un pez dorado del tamaño de una sardina, y bromeaba: «¡Aquí está la cena para Robinson y familia!». Ella fingió compartir la misma alegría —la posibilidad de que él descubriera que había violado su intimidad la asustaba— y bromeó

también: «Pobrecillo. No sé si habrá bastante para los dos». Pablo se echó a reír y tiró el pez a la basura, no sin antes reprocharse el no haberlo devuelto al mar cuando todavía estaba vivo. Durante la cena estudió disimuladamente su actitud. Nada había cambiado en él: seguía siendo el mismo joven amable, de modales exquisitos, tan respetuoso como todos los que son incapaces de perdonarse la menor falta de delicadeza. Pablo pertenecía a ese tipo de personas escrupulosas que preferirían esperar una hora a la entrada de un cine antes que hacerte esperar cinco minutos, pero esta hipersensibilidad suya, que quizás había contribuido a darle ese aire enigmático, ahora a Clara le parecía algo siniestra. Tratando de no demostrar especial interés, le sugirió que se olvidara de las cañas de pescar si ello le aburría o interfería en su trabajo. Pablo negó con la cabeza mientras masticaba unos tortellini. Cuando los hubo tragado, dijo: —Todo lo contrario, no sabes cómo me ayuda a relajarme. Después de cenar bajó a la cabina y llamó a Carmen. Deseaba confiárselo a alguien, poder pensar que había alguna persona en el mundo que conocía su inquietud, pero no sabía cómo contarlo. Carmen, además, era tan locuaz que muchas veces sus diálogos se convertían en monólogos. Le habló de lo que había estado haciendo esos dos días sin apenas dejarle ocasión de intervenir. Finalmente le preguntó por Pablo, y Clara sólo supo decir: «No sé, está muy raro». «Es muy raro», le corrigió su amiga entre risas, y ella comprendió que no tendría sentido tratar de contárselo por teléfono. El tiempo estaba cambiando. Por la mañana, de regreso del pueblo, no se bañó ni se desnudó para tomar el sol. Se sentó nada más y miró las nubes oscuras suspendidas

Para ella, esos quince días iban a ser de reposo, tranquilidad, de largos paseos por la orilla, de sosegadas lecturas sobre la arena. Albergaba además un objetivo no declarado, el de conocer más profundamente a Pablo, desentrañar al menos parte de su enigma.

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sobre el horizonte. Se preguntó si no debería marcharse: volver al pueblo y pedir un taxi a la estación, enviarle después un telegrama más o menos explicativo. La brisa le acariciaba los brazos, erizaba su vello. Decidió seguir camino del apartamento; siempre estaría a tiempo de marcharse. Por la tarde volvió a aprovechar una ausencia de Pablo para comprobar si había crecido el texto del extraño diario. Efectivamente, así había sido, pero los dos o tres párrafos nuevos no contenían ninguna alusión inquietante, y Clara experimentó cierta sensación de triunfo al apagar el monitor. Estaban también fechados en febrero, el 20, seis días después del fragmento anterior. Debido a su insomnio, Pablo llevaba un horario irregular. Trabajaba más de noche que de día, y entre una sesión de trabajo y otra solía tumbarse a reposar. Clara procuraba no pasar por el cuarto de estar cuando él se encontraba traduciendo. De hecho, apenas si coincidían fuera de las horas de las comidas, y entonces Pablo se mostraba expansivo y relajado, como si esos fueran los mejores momentos del día, el único desahogo en medio de tan severa disciplina. Por la tarde, Clara solía irse a leer a la playa, cerca de las dos cañas. En un par de ocasio-

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nes bajó Pablo a fumar un cigarrillo con ella. Precisamente una de esas veces picó otro pez, un pececillo diminuto, casi transparente. Pablo le quitó el anzuelo tratando de no agrandar la herida y lo soltó en el agua diciendo: —Vuelve con tus papás, majo. La soledad, que tan deseable le había parecido al principio, tenía ahora algo de sofocante para Clara. Por eso, el viernes, la alegró ver que siete u ocho coches llegaban y aparcaban junto a los arriates de la urbanización. Tendrían vecinos durante el fin de semana. De hecho, aquella misma tarde conoció al matrimonio del apartamento de al lado, una pareja joven con dos niñas gemelas de unos cinco años. Estuvieron un rato en la escalera, hablando de las ventajas de la playa sobre la montaña y de cosas así. Se acostó justo después de cenar sin acordarse de echar un vistazo al texto del ordenador. Se acordó por la mañana, mientras Pablo descansaba en el dormitorio, y al leerlo experimentó por primera vez una sensación de peligro. El último fragmento estaba

fechado el 22 de febrero y decía: «A veces siento encendérseme la sangre, cargarse mi cuerpo de una violencia que tarde o temprano habrá de explotar. Ella me asedia en todo momento, me vigila desde la terraza o desde el dormitorio o desde la playa, me odia. Sabe que la Culpa me ronda y, por eso, todos sus silencios, todas sus miradas, todos sus gestos están impregnados de culpa. Convivo con la Culpa como un cautivo convive con su condena, pero el cautivo sabe, al menos, que algún día le llegará el perdón. Ella está aquí para recordarme que a mí no hay perdón alguno que me espere». Apagó el ordenador con dedos temblorosos. El primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue recoger sus cosas, meterlas en la bolsa y marcharse. Pero lo tenía todo en el dormitorio, y Pablo le haría preguntas que no tenía valor para afrontar. Se dejó caer en la silla, abatida. «Por qué seré tan cobarde», se reprochaba. Así estaba cuando llamaron al timbre. Era el vecino, que les invitaba a salir al mar en su fueraborda. Clara iba a improvisar algún pretexto, cuando Pablo apareció diciendo que le parecía una idea excelente, que necesitaba un día de fiesta y que incluso podían preparar bocadi-


llos para tomar el almuerzo en alta mar. Clara supo que debía protestar, negarse, anunciar su determinación de volverse inmediatamente a la ciudad, pero no encontró el modo de hacerlo. El motor era lo suficientemente potente para permitir hacer esquí acuático. Pablo insistió en aprender, y todos se reían mucho al ver cómo pugnaba en vano por mantener los esquíes paralelos o cómo caía al agua cada vez que intentaba salirse de la estela. Todos menos Clara, que permaneció todo el tiempo ajena, ensimismada. Cuando echaron el ancla para tomarse los bocadillos, Pablo le preguntó si estaba bien, si tenía frío. Ella negó con la cabeza e insistió en no aceptar el jersey que él le tendía. También con el matrimonio joven mostraba él la misma diligencia, la misma amabilidad. Y con las gemelas se entretuvo explicándoles cómo hacer diversos tipos de nudos. Clara se repetía para sus adentros que tenían que hablar y aclarar las cosas, desconfiaba de él pese a que no lograba percibir en su conducta el menor signo de insinceridad. Incluso, viéndole junto a las niñas, llegó a admitir que Pablo podría ser un buen padre. Volvieron a la playa a eso de las cinco, y para entonces probablemente tenía ya algunas décimas de fiebre. El domingo lo pasó en la cama. Le ardían la frente y el cuello. Ponerse enferma en esas circunstancias no era una simple contrariedad, sino toda una trampa del destino. Lo que más temía era que Pablo quisiera acostarse a su lado, sentir la proximidad de una presencia que, tal vez por efecto de su estado, se le antojaba repugnante y ofensiva. Por suerte, Pablo debía de haber tomado la decisión de reposar en el sofá del comedor, y sólo de vez en cuando abría una puerta en la oscuridad de su fiebre para susurrar cómo te encuentras, qué tal estás. Clara, por otra parte, no ponía resistencia al

sueño, que era para ella una forma de fuga. Hacia las seis oyó el timbre. Los vecinos pasaban a despedirse e interesarse por su salud. Pablo, en tono tranquilizador, aseguró que se trataba de un leve resfriado y que para el día siguiente ya estaría curada. Clara se levantó de la cama, era su oportunidad. Justo cuando abrió la puerta estaba el marido preguntando si no sería mejor llevarla al pueblo a que la viera un médico. Ella pronunció un sí que sonó como un lamento. Todos la observaron con curiosidad. Pablo la recriminó cariñosamente por haberse levantado, y diciéndole no seas pueril la acompañó de regreso al dormitorio. Clara trató de zafarse y exclamó: «Estoy muy enferma, ¿no te das cuenta? Necesito ver a un médico». La voz de Pablo adoptó una inflexión algo severa: «Lo que necesitas es descansar, vuelve a la cama». El vecino insistió: «¿Seguro que no sería mejor...?». Fue su propia mujer quien le interrumpió: «Al menos, habría que traerle algún antibiótico». «Sí, Pablo —dijo Clara—, tendrás que ir a la farmacia del pueblo.» Él admitió que tal vez tuvieran razón y preguntó a los vecinos si les molestaría llevarle. Clara temió por un instante que estropearían su plan ofreciéndose ellos mismos a traerle las medicinas, pero, por suerte, sólo contestaron que no faltaba más, que no era ninguna molestia. Pablo comentó que volvería en taxi o dando un paseo, y dijo que tenían que intercambiar números de teléfono y quedar algún día para cenar. Luego acostó a Clara como si fuera una niña pequeña, ajustando bien los extremos de la manta bajo el colchón. Ella oyó primero el ruido de la puerta, luego el sonido de sus voces perdiéndose escaleras abajo, pero prefirió esperar a oír también el sonido del motor para vestirse. Lo hizo con rapidez, exigiendo a

El nuevo texto llevaba dos fechas, 1 y 2 de marzo, y todo en él era pavoroso. Se iniciaba así: «Ella es tiránica y cruel, aprovecha todos los medios a su alcance con tal de someterme, me aplasta con su mirada si hago el menor intento de resistirme. Quiere hacer de mí un esclavo para sentirse reina de algo».

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sus miembros torpes y entumecidos una agilidad de la que no eran capaces. Mientras metía su escaso equipaje en la bolsa pensaba en lo que diría a Carmen. Ven a buscarme enseguida, te lo ruego; más tarde te lo explico. Con eso bastaría. Se disponía ya a salir cuando se preguntó si debía dejarle alguna nota a Pablo. No llegó a contestarse, porque antes sus ojos se encontraron con el ordenador. El nuevo texto llevaba dos fechas, 1 y 2 de marzo, y todo en él era pavoroso. Se iniciaba así: «Ella es tiránica y cruel, aprovecha todos los medios a su alcance con tal de someterme, me aplasta con su mirada si hago el menor intento de resistirme. Quiere hacer de mí un esclavo para sentirse reina de algo». La ansiedad le impidió apartar los ojos de aquellas líneas, que proseguían con un rabioso inventario de

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agravios. Entre ellos, además de la asfixiante vigilancia de la que Pablo se sentía objeto, se encontraban «todas las ridículas actividades en las que me obliga a participar sólo para demostrar que me domina»: no sólo la pesca con las cañas o las estúpidas conversaciones de las comidas, sino también el «paseo en la barca de esos vulgares amigos suyos», el esquí acuático, los jueguecitos con «esas dos niñas absurdas e iguales»... Ante aquella versión falseada de lo que había sido el fin de semana, Clara no podía ya ni rebelarse. Comprendía finalmente que había estado conviviendo con un demente y que, sin saberlo, su vida había corrido un serio peligro. Siguió leyendo: «Su dominio quiere ser tan intenso que hasta pretende poseer mis emociones, obligarme a estar alegre o triste sólo cuando a ella se

le antoja. Para conseguirlo explota el recuerdo de mis culpas y hace que en mí se instale el recuerdo de todas las culpas del mundo, que se instale la Culpa». Los párrafos sucesivos eran una mera reiteración de esta idea, y concluía así: «Para ella, yo soy el culpable de todo, hasta del más ínfimo acontecimiento. Estoy seguro de que piensa que he sido yo, y no los domingueros, quien ha estropeado el teléfono de la cabina». Esta última frase la horrorizó. Apagó el ordenador con gesto mecánico y echó a correr escaleras abajo con la agobiante sensación de que todo había acabado, de que todo estaba perdido si aquello era verdad. Y lo era: desde el portal se veía que el cable colgaba sin otro peso que el suyo propio. Alguien había arrancado el receptor. Clara siguió acercándose, despacio ahora. No había firmeza en su andar, se tambaleaba. Se volvió hacia el aparcamiento en busca de algún coche rezagado. Ya no quedaba ninguno. Quiso mirar en otra dirección, daba lo mismo si hacia el mar o hacia el paseo. Fue consciente de estar girando la cabeza y de mantener los ojos abiertos. Sin embargo, no vio el mar ni el paseo. Cuando volvió en sí, Pablo la llevaba en brazos con grandes esfuerzos. Parecía asustado y, por un instante, Clara no entendió el motivo. Luego lo recordó todo y pensó: «Si lo que quiere es matarme, ¿por qué no lo hace ahora?». Ella no iba a resistirse. «¿Qué pretendías? ¿Por qué has salido del apartamento?», le preguntaba él entre jadeos. Daba la impresión de que no iba a lograr subir las escaleras con ella en brazos. Como la puerta estaba abierta, se dirigió sin dilaciones al dormitorio. La depositó sobre la cama con la suavidad con que se deja a un recién nacido en su cuna. Sólo entonces se concedió un par de minutos para recuperar el ritmo nor-


mal de la respiración. «¿Qué hacías fuera de casa? —le preguntó después—. Ha sido una locura por tu parte, con la fiebre que tienes; una lipotimia era lo menos que te podía ocurrir.» Clara no replicó y, con total mansedumbre, dejó que él la desvistiera, la metiera en la cama y estirara las sábanas. Luego se tomó sin rechistar el vaso de leche caliente y las dos pastillas distintas que él le ofreció, y asintió con los ojos cuando Pablo le dijo que no debía destaparse y que, si por la mañana seguía igual, iría a buscar a un médico. Le dio las buenas noches, la besó en la frente y cerró la puerta sin hacer ruido. Clara pensó que ya sólo le quedaba esperar el instante en que él entrara a matarla. Por la mañana, sin embargo, no sólo estaba viva sino que, además, la fiebre había remitido. Aplazó el momento de levantarse de la cama tratando de calcular las horas y los minutos que faltaban para que se cumpliera su primera semana de estancia en aquel sitio. Persistía en ella la sensación de peligro, pero amortiguada, como si ya se hubiera acostumbrado a ella y eso le restara intensidad. Salió finalmente de la habitación. Pablo dormitaba en el sofá con medio cuerpo tapado por una bata. Se incorporó enseguida: «¿Qué tal estás? ¿No sería mejor que siguieras en la cama?». Ella contestó que no creía tener fiebre y que se moría de hambre. Pablo preparó el desayuno; junto al café con leche de Clara dejó las cajitas de los medicamentos. Ella dijo que iría al pueblo a comprar comida, pero él se opuso: «Nada de eso. He visto que hay suficiente. Además, lo que debes hacer es abrigarte y descansar». Clara no tenía sueño, pero volvió a meterse en la cama. El viento golpeaba con fuerza los cristales y lo único que ella podía hacer era dejar que el tiempo pasara. Durante la comida Pablo estuvo muy hablador. Le contó el argu-

mento de uno de los cuentos que estaba traduciendo y lo relacionó con una famosa película americana. Clara le escuchaba con atención y pensaba: «No es una novela sino un libro de relatos». Después él comentó que ya sólo le quedaba un cuento por traducir, el primero, y que no sabía por qué el editor español había querido cambiar el orden. Clara se dijo que esa podía ser la explicación, que tal vez todo había sido un malentendido: tal vez en el libro francés hubiera un cuento sobre una pareja en una ciudad desierta, tal vez aquel diario no fuera en realidad sino ese cuento francés, su traducción. Al fin y al cabo, estaba fechado en invierno, sus nombres no aparecían citados, esa ciudad de veraneo podía ser cualquier lugar de la Costa Azul o Bretaña... Por primera vez en todo ese día volvió a sentir próximo el peligro, pero lo sintió como si ya no pudiera acercarse más, como si en ese mismo instante hubiera empezado a alejarse. Después de comer se sentó a leer una revista. Nada de lo que allí estaba impreso tenía el menor interés para ella. Se tomaba unos segundos antes de pasar cada página y, entre tanto, trataba de convencerse de que nada anormal ocurría, de que todo aquello no había sido sino una perversa combinación de coincidencias, una cruel burla del destino. Pero sus dudas no acabarían de desvanecerse mientras no comprobara si tal cuento existía en el original francés, y le parecía imprudente interrumpir el trabajo de Pablo para hacer esa comprobación. Observaba de reojo el perfil de Pablo: tenía la expresión ausente de quien está absorto en una labor intelectual. A través de la ventana que daba a la playa encontró su salvación. Exclamó: «¡Las cañas, nos habíamos olvidado! ¡Llevan tres días ahí sin que nos ocupemos de ellas!». Dijo bajaré a ver, porque sa-

Las pisadas de Pablo subiendo las escaleras se hicieron nítidamente audibles. Clara ahogó un grito de terror. La puerta se abrió y Pablo apareció con las cañas de pescar. Ella corrió a encerrarse en el lavabo. Ovillada junto al bidet, no pudo contener las lágrimas.

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bía que él no se lo permitiría. «Ni se te ocurra, bajaré yo en cuanto acabe este fragmento», replicó él. Pero el fragmento debía de ser interminable, y Pablo no se movía de su silla. La impaciencia de Clara aumentaba por momentos. Ya ni siquiera pasaba las páginas de la revista, le importaba bien poco si su serenidad era verosímil o no. Hacia las siete, Pablo se desperezó y anunció, por fin, que iba a retirar las cañas. «El viento podría tirarlas», dijo. Clara asintió nada más y, apenas la puerta se hubo cerrado detrás de él, saltó hacia la mesa. Removió folios y diccionarios en busca del libro, pero no lo encontró. Tenía que estar en esa mesa; la cuestión era dónde. Echó un vistazo al exterior; Pablo llegaba en ese instante a la playa. Clara encendió el ordenador, tenía que dar con alguna clave. Contuvo el aliento los

siete u ocho segundos que tardó en aparecer el texto. 7 de marzo Hoy he descubierto que ella leía mi diario, que lo ha estado leyendo a escondidas desde que empecé a escribirlo. Era mi último reducto, mi refugio secreto, pero ni siquiera eso me ha respetado, tal es su afán por adueñarse de mi vida y anularme. (...) Hoy la he descubierto. Ha sido al volver de la playa con las cañas de pescar y, casi sin pensarlo, he rodeado su cuello con sedal y la he estrangulado. Mientras lo hacía, podía ver parte de su rostro, cómo cambiaba del pálido tono habitual a un color cárdeno vivo, cómo sus ojos pugnaban por escapar de sus órbitas, cómo su boca se abría para emitir un angustioso aullido que no ha llegado a formarse. Sólo el sordo rozamiento de su forcejeo ha podido oírse, y final-

mente ella se ha desplomado sobre el sofá, también sin ruido. Hoy la he matado. Clara permaneció unos instantes inmóvil. Todos sus músculos, hasta el más insignificante, parecían haber alcanzado un grado tal de tensión que excluía la posibilidad del movimiento. Reaccionó, por fin, volviendo la mirada hacia la playa. Desierta. Las pisadas de Pablo subiendo las escaleras se hicieron nítidamente audibles. Clara ahogó un grito de terror. La puerta se abrió y Pablo apareció con las cañas de pescar. Ella corrió a encerrarse en el lavabo. Ovillada junto al bidet, no pudo contener las lágrimas. Al cabo de un cuarto de hora se oyó la voz de él: «Clara, ¿por qué tardas tanto?, ¿te encuentras bien?». Ella no contestó. Miró el ventanuco: demasiado estrecho, imposible fugarse. Pablo insistía, en tono de


alarma: «¿Te ocurre algo? Responde, por favor». Clara habló por fin, con una voz quebrada que jamás habría reconocido como suya: «Lo he leído todo, lo he leído todo, lo sé todo». Él pareció no entender: «¿A qué te refieres?». «No pretendas engañarme, sé que me vas a matar». «Pero ¿qué estás diciendo?». Oyéndole, cualquiera pensaría que estaba realmente desconcertado. Hubo un período de silencio, y luego volvió a hablar Pablo, alegre ahora o aliviado: «Has leído los apuntes, era eso. Qué tontería. Es sólo un proyecto de cuento que quizás algún día escribiré. He tomado notas, tal vez nunca las utilice. Tú te has figurado que había algo de verdad, ja, ja. La fiebre te ha hecho ver cosas inexistentes». «¿Y la traducción? ¿Dónde está la traducción?». «En el mismo disquette, por supuesto, pero en otra parte. He abierto varios ficheros distintos». Clara no le creía, no podía creer nada de lo que él seguía diciendo como para tranquilizarla. Sólo intentaba hacerla salir para matarla. «¡Vete!», le interrumpió en una ocasión, pero al momento comprendió que no serviría de nada y rectificó: «¡No, quédate donde estás!». Pablo podía fingir que se marchaba y quedarse a esperarla en la escalera. Luego dijo: «Léeme la traducción». Necesitaba saber si también en eso había mentido. Él suspiró: «Como quieras, pero todo esto es absurdo». Clara le oyó sentarse ante el ordenador, aguardar unos segundos y empezar a recitar. No atendía al sentido de esas frases, que se unían unas a otras como en una letanía infinita. «¿Es suficiente?». «No, continúa». Clara miró el rectángulo de cielo negro del ventanuco, debían de ser casi las nueve. «Éste era el primer cuento, ¿sigo?». «Sigue, sigue». «No seas niña, deja de hacer locuras...». «¡Sigue leyendo!» . El tiempo pasaba. La muerte mientras tanto acechaba al otro

lado de la puerta o tal vez en su imaginación nada más. Hacia la una Clara anunció que se disponía a salir. Salió media hora después. Todo el cuerpo le temblaba. Tenía los ojos enrojecidos y, con las lágrimas, algunos mechones de pelo se le habían pegado a las mejillas. Pablo la abrazó diciendo: «Cómo has podido creer que yo...». Clara observó que todas las luces de la casa estaban encendidas. Por la mañana Pablo volvió a sentarse ante su ordenador. Buscó el final del texto y corrigió algunas de las líneas ya escritas: «Dormía como una niña exhausta tras un naufragio. La muerte sólo ha sido para ella un arrecife imprevisto en mitad del sueño».

Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, España – 1960) Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza y en 1982, al terminar esta carrera, cursó Filología Italiana en Barcelona, ciudad en la que reside desde entonces. Ha publicado los libros de relatos breves Alguien te observa en secreto (1985), Antofagasta (1987), El fin de los buenos tiempos (1994) y Foto de familia (Premio NH 1999). En novela: Carreteras secundarias (1996), María bonita (2001), El tiempo de las mujeres (2003), Enterrar a los muertos (2005, obtuvo los premios Rodolfo Walsh y Dulce Chacón) y La buena reputación (Premio Nacional de Narrativa 2015). Sus novelas han sido traducidas a una docena de idiomas y, dos de ellas, llevadas al cine. Escribe para los periódicos españoles ABC, El País y La Vanguardia. 37


Marie Lion

C

hikky de la Torre nació en Tulcán, en 1942. Se graduó en Bellas Artes y posee una amplia trayectoria en la pintura y en la docencia, que ejerce en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en el Centro de Promoción Artística desde hace 45 años. En 1981 obtuvo el Premio

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Mariano Aguilera, al que se suman premios en Ambato, Cuenca y Premio Adquisición en la CCE. Sus obras recorrieron bienales en París, Sao Paulo, Miami, exposiciones en Panamá, Colombia y una larga carrera artística recientemente reconocida por el Centro Cultural Metropolitano.

Basándose en mitos que escuchó de su abuelo, ideó el ‘realismo mítico’ que reúne dos mundos: el naturalismo y lo fantástico, pues en las propias palabras del maestro: «El mito es universal. Los pueblos lo han cultivado desde siempre, lo cultivan en el presente y lo seguirán haciendo mientras el hombre tenga que contarlo a sus descendientes, porque para hacer del universo un espacio habitable siempre tendrá que existir una esperanza en el desastre, una alegría en la tristeza, un deseo extraordinario en lo imposible, algo de sublime en lo más ínfimo; habrá héroes en las guerras y en los desastres, salvadores que rediman a los oprimidos, y mártires que condonen nuestras faltas. El hombre mantendrá en su memoria lo bueno y lo malo, lo grandioso y lo insignificante de su mundo y de su ser; la historia será su código y la simbología del conocimiento trascenderá el cosmos».


paleta

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Chikky significa ‘Duende’ en kichwa, y como estas mágicas criaturas luego de desaparecer en el encierro de un largo proceso creativo, en octubre reaparece con su nueva Exposición: El retorno del Duende, que reúne más de 30 obras en óleo, acuarela y técnica mixta de gran formato. En ellas plasma a personajes fantásticos, duendes, ninfas, diablos, cucos, rescatando figuras míticas de la cultura ecuatoriana y rindiendo homenaje a quienes en su ensoñaciones de artista reconoce como eternos compañeros de juego que le acompañan desde la infancia, desde aquellos primeros garabatos bajo la mesa de su madre que tanto le apoyó y a quienes hoy rescata en una muestra que conjuga fuerza, dulzura, creatividad y esa huella propia que lo caracteriza como la identidad de su pueblo. Su genialidad no escapará al experto ojo crítico que distingue al copista del creador, al aficionado del maestro. Email: chikkyart@yahoo.com Cel: 0999207945

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Tierra 42


¿Tu palabra es de confiar? cuidado te ahogas en tus mares mira que es de lava y granizo cuídate porque no estaré allí para salvarte.

María José Echeverría (Manta, 18 de marzo de 1992)

A los once años comienza a perfilar sus primeros poemas. Sus escritores de cabecera: Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. A los 17 años gana el concurso ‘Poesía Inédita’, realizado por la Dirección Provincial a través del proyecto ‘Manabí cree en tu talento’ en el año 2009.

Tus palabras son aguas enredadas que no vienen a mis peculios el bus fantasma se burlará si no llego a casa no suenes como los payasos desmaquillados no suenes como el desgastado invierno el traje del maestro de las mil verdades ocultas quedará corto a tu lado Ya basta… no sigas desentonando tus sonidos que antes eran las notas de un vals, hasta luego.

II Una mentira a flote I En la vida te acortan las cuerdas vocales por un viento azorado pero las palabras siguen surgiendo no sé cómo se escurren cómo sortean sus salidas. Entras al mundo alevosía felonía mi fiel amigo el predecesor de mis secretos ¿Qué has hecho? Liberaste a los prisioneros. No lo entiendo, mis conversores guardianes tenían sus antenas hoscas desobligadas, como si hubieran ido.

Mi cama de papel, mis suaves sábanas. no sé por qué aún resisten mis pesos mis sábanas con hilos de letras hábiles protectoras de mi alma. Ahora mis ojos jugarán a las escondidas, se esconderán hasta que termine el juego.

III La pasta dental sangrante la pintura figurante tan pálida que aún no la trago el baúl de las verdades contadas derrite el espejo el reflejo se esconde mi espíritu no pasa a saludarme mi alma no me arrulla en las noches. ring…ring, llaman…no hay nadie ring…ring, llaman contestaré dejaré que el papel se rompa sólo con mi voz, ya está sucio, no sirve solo mi voz. 43


IV La guillotina es mía hoy me toca a mí lo hice, sí, porque el jueves era el cuarto día deseaba entrar al teatro real donde los títeres daban su función. Verlo desde cerca a las tres del asueto hasta las tres de la abulia pero las entradas tenían exacción tres satisfacciones, sólo eso Primer acto: Inquirió en mi cuerpo lo que no era para él vedada estuve, pero no importó esa era la exacción. Segundo y tercer acto: No lo sé, nunca lo supe. el séptimo día dejará de existir. Me hallé en donde la insidia se persigna ya se fueron, no hay nadie hoy mis rodillas y mis ojos dejarán de sangrar. El medicamento de la mañana me hará bien para siempre ahora descansaré hasta que me pueda ir a donde los días no existen. Insto al perdón, invócalo por mí.

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La caja Cuando las huellas no se quedan en la arena las aves no nacen aves sin alas quien nace a mitad del mar Camino cortado arena húmeda ante los pies flotantes suspiro degollado por las nubes que no te alcanzan Abre tu cuello deja salir al niño atascado mira la arena empedrada un ave camina en ella se lastima le crecen las alas Observa abraza la imagen huye niño atascado las nubes te alcanzan.


La carta No había retorno, nunca hubo retorno. lanzarse hacia las estrellas sin pensar en los vivos era el abismo de aquellas pupilas.

Kenia Nohemí Gil Palma

(Manta, 6 de septiembre de 1988)

Egresada de la Carrera de Derecho de la ULEAM/Manabí. Integrante del Taller Literario del Departamento de Cultura de la ULEAM en Manta/Manabí.

Las mujeres duras Yo las conozco caminan por las aceras simples comunes en tacones o descalzas.

Silencio, la soga anudada en tu cuello aniquila el dormido instinto animal de las madres nacidas en el año sesenta. Tranquila, cariño. Tranquila, nuestro bebé duerme está hermoso debajo del cristal su traje azul opaca la palidez del rostro. ¿Cómo amurallar tanta pena? Sin sedantes, cariño, sin sedantes. Los narcóticos entorpecen el llanto, no censures las lágrimas. Moja las flores de esa lápida traviesa, pero, no olvides responder su carta el amor no perece.

Llevan largas cabelleras o un corte ‘masculino’ que despeja nucas mestizas. Despeinadas con serpientes que cuelgan de sus frentes. entierran a sus hijos sin sedantes manejan hacia el hospital para cuidar a sus maridos trabajan en oficinas, fábricas, restaurantes y aviones. Paren ocho hijos y los amamantan de verbos futuros No paren; crían: hermanos/sobrinos/amantes. Cuando están tristes, tristísimas son un océano agitado. Depresión palabra inexistente en su lenguaje. Las mujeres duras son olas lloronas que revientan en rocas. 45


Celestino

Óxido

Ella, ha dejado tu ropa, tus pastillas tus zapatos, intenta huir salpicándome despojos del hombre que se niega crecer.

Corre, el pecho salta de tu boca. No mires atrás/no mires atrás/no mires atrás. Aléjate, el reloj no camina en redonda.

Las cantinas nunca cierran, el barrio te persigue te seduce. Decides engendrar versos alimentarlos de tu carne. Les gritas: «comed y bebed todos de él» con esa sonrisa desquiciada

Corre, ¡vamos! corre el viento se oxida en tus pulmones la densidad del humo marcando a esa boca nubla a la cazadora del pez de la suerte.

Te quiebras, Celestino, la arruga en tu labio habla por ti, mientras la carne tu carne se hunde conmigo recordándome que la sangre duele 46

El túnel abierto en tu frente no conduce al jardín de las delicias, eres hueso corroído por los ácidos del tiempo.

Corre, sigue corriendo tus piernas son esquirlas contra el mundo no hay destierro para los que olvidan tus pies, tu sexo, y su perfume.


Masturbarme No es verbo Son sílabas Que al pronunciarse La mano me arrastra al fondo de la orilla. No leas el periódico hoy Fúgate a mi isla Y seremos la noticia Entre el silencio de la prisión Y una cama tibia.

Tatiana Mendoza Armijos (Manta, 5 de agosto de 1988)

Escribe desde los trece años. Es profesora de literatura de secundaria y estudiante de periodismo. Fue parte de un grupo cultural llamado ‘Otra Orilla’, que se desarrolla anualmente en Guayaquil. Finalista del Slam de poesía del grupo ‘La Buseta’, del presente año. Parte de su poesía está en la antología Ileana Espinel 2015, 2016 y 2017. Fue parte del taller que impartió Pedro Gil en la ciudad de Manta. «Soy lectora asidua y las letras pedazos de mi piel en construcción».

Lolita En noches aquellas Sueño con tus brazos Con una hamaca un cigarrillo Y un ruiseñor de fondo. Que mi fuego sea tu final en el amanecer Que mi alma torture tu falo No pienses en mí Tan solo desnuda entrando en mí. Y si te llevas este cuerpo Llévate mi piel en tus manos Recorres los caminos en días no me tendrás Memoriza mis letras que impregno en tu lengua Ellas son más sinceras que yo.

El jueves expiró Es la luna quien lamenta la ausencia de mí misma, La piel que se va por aquella puerta, Que no se abrirá más; Pero si me atrevo a abrirla ¿Estaré condenada A esa nostalgia con la que se van los pájaros del árbol? Cuando camino por la estrechez de mi habitación Hay un suceso que no trasciende, pero me deja pensar Me deja odiar, A mi alma un poco cautiva de la puerta que no puedo cerrar. Un perro toca la puerta Creo que hay ternura en él Le abro Y en ese instante me estoy escapando, Lista para acompañarme.

Tetas Escozor en mis pechos Envuelves tu olvido en ellos No redimes mi muerte Solo Muerdes células Muerdes odio.

Esta noche tiene un sol inmenso. Por los siglos mantendré imaginaré Que te pedí, te perdí 47


Histeria En el final del cuento Soy la mujer que abandonó a la niña, En una tumba. Su cadáver en las noches acaricia mi mano Lo siento Lo sé Por qué entra el invierno en las sábanas. Cual sus alas despliegan, Salto al infierno con ella por la ventana.

Tiene miedo el hombre muerto No llora, solo se consuela Él es su alfombra al cielo Y mientras pinta un cuervo sobre el desorden de su cabeza Yo Ayer Hoy Lo revivo en mi lengua

En el abismo somos la misma sustancia, Abrigo la esperanza de no esperar más. Placebo logro digerir Ceguera amorosa traté llegar No estoy atenta La siguiente estación está cerca No estoy atenta Nunca lo estuve.

Asesinato en pleno centro ¿Cómo matar a un hombre muerto? Toca fondo en la orilla de una vereda Maldice el aire que expira en su nariz Choca con la billetera que llena sus entrañas Una mujer es la causa El alcohol es su presente de manos.

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Huelo a mar En la orilla cuando la noche nos ciega La oscuridad no se levanta a mirar Enumero recuerdos En un orden que desordeno Para no apartarme Del relieve Escapo para que las sombras Que se esconden bajo el mar No nos atrapen Y cuando hablo de nos Soy yo Huelo a mar Cuando huyo de mí Divido mis partes, escondiéndolos Fin que secuencia sigue en la película De un tal Lynch.


¿Nadie lo nota? Sus hipocampos están radiantes, son de magia sus recuerdos, se ha perdido en nubes, sus manos se mueven como poemas. Pero están las voces, danzando, danzando, danzando como el cielo de las seis.

Diana Victoria Moreira (Portoviejo, 22 de marzo de 1996)

Estudia Medicina en la Universidad Técnica de Manabí y en sus tiempos libres dirige el grupo en pro de la defensa de la vida ‘Altruismo Verde’. Publica, también, bajo el pseudónimo de ‘D.V. Moreira’ y ‘Liberata Fidem’, éste último sobre todo en medios electrónicos donde se puede encontrar su poemario Poesía: Storgé. En la actualidad, participa de las ‘Tardes de Poesía’ del Museo Histórico de Portoviejo. En su producción literaria tiene un libro de relatos, Storgé: las cadenas rotas, y varias novelas bajo revisión editorial.

¡Qué hora, el retraso, la muerte! ¿Podría decirme qué día es hoy? ¿Y sabe dónde vivía su padre? Ah, los años, los años no perdonan… Dígale a su ángel que desapareció. Que no está. Que no es. Que no se puede conjugar en presente. Que su futuro se borró. Ya no hay hilo que se siga, a la corriente del tejido. Se atrofian, se atrofian los sueños y cayendo del alma, convulsionan los «Yo creo».

Alzheimer

¡Déjeme, que yo puedo! La luz, la luz me fastidia. ¿Puede alguien callar a esa niña? ¿Qué hace mi enemigo aquí? Se expiran los plazos, se implora perdón.

Tan Tara Tan Tan Tan.

¿Ochenta años? ¿Noventa y dos? Un siglo, señor, un siglo. Primavera, no te vas a morir. La niña de tres años no miente.

¿Nadie escucha la canción? Danzando están por los aires, las ninfas de la tristeza.

Permítame le tomo la mano, Dios sea misericordioso con usted. Un beso, un abrazo. ¡Qué frío!, ¿lo siente?

Frontal, temporal, el tiempo…

Las ninfas, las ninfas, las ninfas de la tristeza siempre danzan.

XII Y vendrá la muerte, vestida de flores, hermosa, preciosa cubierta de tul. Y vendrán sus ramos, esperando ansiosos a que con un beso yo los tome al fin. Me pondré el aroma de las dulces rosas del lujoso abril. Pintaré mis labios del más rojo vivo, del rojo carmín. Y cuando en sus votos, descubran en sí, que aunque poco noble noble y triste fui, disculpen ustedes todas estas fallas, todas estas muertes …que nacen en mí.

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Mar 50


Diana Zavala

No le eches cabeza, el problema es que nunca regresé, o mejor dicho, de la isla volvió otra. Fue poner los pies en tierra, y ya todo lo encontré triste. Renegué de la miseria de comprarle a la vida cinco centavitos de felicidad, de nuestras tiendas que parecen cárceles, mientras que allá en los colmados vas por arroz y puedes echar romo, una partida de dominó y hasta bailar. Ummmmmmm y no me cansaba de sorprender a las visitas con el morirsoñando, recuerdo el orgasmo que te provocó el día que te lo llevaste a la boca. Mientras me libero voy dándote la receta que me enseñó su madre, no quiero dormirme con asuntos pendientes.

( Jipijapa - 1983)

Es autora de los libros de relatos Carne tierna y otros platos; Breve(r)dades (e-book). Ha sido incluida en las antologías Soledumbre, Antología básica del cuento ecuatoriano, Insomnio, Cicatrices del demonio, Despertar de la Hydra, Nunca se sabe, Minicuentos de autores ecuatorianos, este último traducido al francés. Sus cuentos han sido publicados en revistas literarias nacionales y extranjeras. Es artista de performance, editora académica, periodista freelancer dedicada a la crónica; ha colaborado con Soho, Ecuador, Mundo Hispano, Mundo Diners, La Hora. Integra el colectivo literario Clandestino.

Morirsoñando ¿Soñar la muerte no es matar el sueño? ¿Vivir el sueño no es matar la vida? Unamuno Para Yuly

Te preocupa tanto este insomnio, que pase en tu cuarto las noches igual que los días, recreando piedra a piedra la Zona donde me juró amor, recitando como una loca sus ocurrencias: «Yo hijo de Mara, nacido en Santo Domingo - República Dominicana, una primavera de 1981, prometo ir a Manabí - Ecuador a pedir la mano de la hija de don Colón, la nieta de doña América y que cuando tengamos un hijo, para no romper la costumbre de nombrar lo inolvidable, lo llamaremos Borges Ilustrado».

Azúcar Todo empezó el día del tuitazo de eventos made in Latinoamérica. Se me ocurrió compartir sobre el certamen de belleza de la Señora Casada. Te causa gracia, lo sé, y con los tuiteros fue el cague de risa, ese mensaje lo llevó a seguirme hasta que cayeron todas mis resistencias. De entrada me di cuenta de que era un influencer consumado, me halagaba que alguien así prestara atención a mis cosas. Tú sabes que no soy de chateo, pero con él perdí la cuenta de las horas dedicadas a internet. Le preocupaba mi salud, la del perro, las tareas de la universidad, si el invierno era favorable a los sembríos de maíz de mi padre. Por las noches me cantaba estrellitas y duendes. Le advertí que parara, que yo era una sobreviviente. Le conté todo. TODO. Lloró conmigo. Suplicó: Pol Dios, déjame hacerte feliz. avedecristal: De entre tanta gente en las redes sociales por qué me escogiste. zarpazo: eso es lo lindo, no te escogí, ni me escogiste, nos escogimos (desde otro plano) por tener sensibilidades similares.

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Leche La primera vez que me quité la blusa en pantalla estaba muy nerviosa. Notó mi turbación y con mucha ternura me pidió perdón por insistir en esa prueba de intimidad. Cada semana avanzábamos en algo. Aprendí a mostrar con orgullo mis encantos pequeños, a desearle la redondez. Para que te hagas una idea, las tetillas son casi del tamaño de mis senos. Cuando al fin nos reunimos constaté que no me alcanzaban los brazos para rodearle la cintura. No fue soez ante cámaras ni en presencial, salvo los innumerables coños que decía al poner los ojos en blanco; allá esa es una palabra multiuso. Naranja (Si es agria, mejor) El primer día en Santo Domingo me presentó a su madre y pensé que todo iba en serio. La señora se portó como manabita, cual ninguna hospitalaria. Ella intercedió cuando en un lapsus me llamó como a una de sus ex. —Tienes toda la razón de estar molesta, estoy contigo. Aunque debes reconocer que tu nombre es muy parecido. Ya perdónalo. Aquel día quise largarme, pero ¿a dónde? Si eso pasaba en Ecuador, era otro el cantar. Pensar en la deuda que por vacaciones contraje con el chulquero ayudó a mentalizarme en positivo. Los problemas me esperaban acá en Manabí, en ese momento tocaba gozar.

Hielo

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Al regreso encontré a los compañeros disputándose mi puesto. Como prometió que vendría para llevarme en septiembre, ni siquiera di la pelea por mantener el cargo que legítimamente me correspondía. Por no quedar mal con el chulquero (entonces quería vivir) fui vaciando la casa. En otra etapa me habría afectado perder cosas conseguidas en años, pero estaba en el plan de la vida es bella. Me repetía: cuando llegue el momento de la mudanza estarás ligera. Me declaré en austeridad y lejos de quejarme, suspiraba. El recorte de gastos incluyó hasta la suspensión del tratamiento con el dermatólogo. Mi vida social se limitó a uno que otro piqueo virtual, mi prioridad era mantener el nexo con él, por eso no suspendí internet en casa ni en el móvil. A seis días de mi cumpleaños desactivé la alerta en todas las redes sociales. Quería guardar su sorpresa como algo espontáneo y no como la reacción en cadena de un recordatorio. Lo olvidó.

avedecristal: No te excuses más. Bien sabes que no eres el primero que olvida mi cumpleaños. Si no me amas, déjame. Aún es tiempo. zarpazo: Ya no quiero que esté triste mi futura esposa. No, no y no te voy a dejar. El próximo mes te pediré perdón en presencial, pediré tu mano. Acá celebraremos tu cumpleaños y nuestra unión con el pastel de frambuesas que te gusta, el borracho de María ‘la turca’. Y rechacé un empleo que ofrecía el mejor sueldo de mi vida, dejé la universidad, con dolor regalé a mi perro porque se complicaron los trámites sanitarios para el traslado. A los dueños del departamento que, por consideración a la memoria de mis padres, me dejaron ocuparlo durante seis años, pagando algo simbólico, les dije que se busquen a otro inquilino. A dos semanas del arribo, en una videollamada, sin mayor explicación anunció que no vendría, que el amor había perdido intensidad. Y agregó: —Te veo enfermosa, estás pálida. Con qué te curas la cara, tienes una espinilla que se nota full —llenó su boca de salamis y se desconectó (de mí) para siempre.


Preparación

Canela en polvo (Si quieres)

Intenté elaborar un duelo digno, lo lloré hasta en una guagua de pan que me mandó una amiga de la Sierra. Allá le dicen guagua a los buses. Sabes, el Caribe tiene ese color bonito porque es más salado. Ya sé, ya sé que debo dejar atrás la isla, pero todo me lleva a ella y a su habitante. Ayer decidí algo inédito; conseguir un cuerpo y pasarla bien, solo eso. Para mí el amor ya es un clavo oxidado. La identidad del tipo es irrelevante, el punto es que estábamos solos en la piscina de un hotel en las afueras de la ciudad. Hace mucho que no veía el cielo estrellado. Acepté beber para coger valor, ya llevábamos varias cervezas cuando pidió música bailable. Se pegó a mí y cuando iba a besarme el cuello los altoparlantes escupieron Un saludo a la República Dominicana, era un concierto de Aventura.

No soy nueva en los duelos, es mentira que con los años se entrena el corazón para soportar, la verdad es que se debilita. Mírame, en seis meses no soy más que una puta garra. Me niego a seguir el proceso. Quizás en otro país sea más fácil, pero yo nací aquí donde hay que ser sordo para no hundirse. La tristeza es más que un larguísimo pasillo, el pueblo hasta en año nuevo baila separado, ahora solo estamos separados; de bar en bar, de bar en bar, al final terminan pagándole a uno mal. Y no hay chance para elegir, el otro día en un bus me ahogó una burda letra. Me di cuenta que era hora de parar. Ya es casi domingo, día en que se acumulan nubes de lamentos porque oficialmente Dios descansa. Allá toca el grupo Bonyé, son cuatro horas gratuitas de ritmos cubanos, dominicanos, puertorriqueños y jamaiquinos. Ahora mismo están celebrando la boda. ¡Lo siento!, no pude evitar saber de él, como es tan figureti, y la tecnología no hace distinción de huevadas, están transmitiendo la ceremonia. Tienen un hashtag. Me les uniré al brindis desde este cuarto. Acontecimientos como estos merecen observarse en vivo. Como se verá en el vídeo, preparar morirsoñando es muy sencillo, mezcla el zumo de naranja con la leche y el azúcar. Lo sirves con cubitos de hielo, espolvoreas canela si deseas. El secreto para que no se corte la leche es que debe estar helada al momento de juntarse con la naranja. Me contaron que los ahorcados se orinan, que el veneno quema desde la boca, por eso prefiero morir soñando. Sé que ahora estás en la selva donde los dioses no descansan. No te culpes por abrir tarde este correo, piensa ¿a quién llamarías si no tengo a nadie? Conseguí los somníferos con el chico de la Sana Sana que te mira con devoción. Le prometí una cita contigo, por favor ve a la farmacia, dale una palmada quita culpa, no vaya a ser que pierda el sueño.

—Bachata maldita —dije para mis adentros—. Bachata maldita —grité y grité hacia afuera, hasta que los huéspedes salieron de las habitaciones. 53


14 Soy

Alexis Cuzme

(Manta, Ecuador, 1980)

Escribe y colabora con publicaciones periódicas, ecuatorianas y del extranjero, en temas relacionados a cine, teatro, música, literatura y edición. Editó por más de catorce años el fanzine metal literario Marfuz. Cocreador y editor del sello independiente Tinta Ácida. Ha publicado en poesía Complot ante el silencio (2003), Club de los premuertos (2006), Bloodycity (2009), Trilogía de la carne (2012), Sesiones negras (2014), Rituales del ego (2016) y La ruina del vientre sacudido (2017). En ensayo, Satanismo filosofía individualista (2009) y Moshpit (2013). [http://alexis-cuzme. blogspot.com/]

4 Beberme desde mi descomposición. Beberme desde mis toxinas alucinadas. Negarme a la pureza. Entregarme al conteo salvador sobre mis papilas. Ser el aullido en la oscuridad que ve pequeñas formas ensayando una odisea. Ser en cada gota un peso que despierta. Entumecido en la oscuridad saboreo la vida. El engaño ante la nada tenebrosa. Beberme desde el riachuelo pútrido que las horas han legado como único manjar.

el

escombro

que

no quiere reconocerse, el pedazo que no volverá a amarse, la hilacha quebrada que no se busca, que dejó de enaltecer lo que el ambiente esperó como última voluntad. La ensoñación violada, la rebanada infecta que gotea. Y en el canto gutural sobrevivirá el último de mis deberes.

32 Pienso en ellos, como pienso en regar sobre mi boca litros incontrolables de agua, rebosar el aljibe desértico de mi existencia, estirar mis piernas en la carretera soleada, inflarme desde los pulmones ser el globo sonriente sobre la desgracia. Ellos, fuera del radar de la sobrevivencia, en el centro de una gula violenta disputándose un lugar para no yacer en la descomposición. Pienso en ellos, escucho de ellos, imagino a ellos, también los repugno. Ellos, en la insatisfacción de la muerte. [De La ruina del vientre sacudido (2017)]

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Web Desprecia los enlaces decorados el título salvaje desde estacas el numeral la membrecía el rótulo el culto. Sabrás: las palabras para hormigas se devoran en instantes, no hay larvas en la fiesta eterna, solo el ahora eliminándose con furia. Y Satán es un ventrílocuo sin partes nobles adormecido en pequeñas prótesis de mocosos aulladores donde la maldad es una red social que mancha de un esputo radiactivo. Si estás ahí frente a la pantalla junto a la descarga empalagosa recuerda: Satán volvió en un empaque de Marvel que no sirve para nada.

Cuando cae la noche, una pareja que pudo crear al primero de sus vástagos, es testigo de la posible herencia de un bastardo. Cuando cae la noche, alguien cree que ha fallado, alguien ve que su pertenencia ya no es cierta. Cuando cae la noche, las parejas regresan a sus hogares, pero en el camino han dejado de reconocerse. Algo, entre la arena, el mar refunfuñando, el recuerdo de jadeos abruptos, los hace volverse nulos entre sí.

Filos sangrantes Cuando ella dice que solo me quiere a mí entonces me pregunto por qué duerme con mis amigos. Self Esteem, The Offspring

[De Rituales del ego (2016)]

Cuerpos al abandono Cuando cae la noche, las parejas anidan en la playa, se retuercen en su arena, sueltan sus mejores frases, se babean una a la otra, se dejan marcas, se bañan de fragmentos mínimos, se fusionan en la oscuridad del abandono. Cuando cae la noche, grupos sin pareja recorren las tinieblas de la arena, van en busca de cuerpos conectados, inclementes contra otros. Cuando dan con ellos, su deber es la ruptura. Entonces una voz se quiebra, otra protesta y un coro se impone.

Atragantado de ti recorro el espacio y su deformidad: líquidos en los rincones jurados, larvas de lo que no será [filos sangrantes que se embeben] Quebrado de amor salpico el mapa de tus lugares, bosquejo desolado, arrabal insistente y meloso de tus encuentros. Y me olvido, como si el sonido de tu tráquea como si el ritmo de tus frases fueran el secreto que planeé no develar. Y en el silencio marchito mi máscara. [filos sangrantes que se embeben]

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Yuliana Marcillo Mirabá (Chone, 1987)

Poeta, narradora y periodista. Poemas suyos se han publicado en diarios, revistas y antologías impresas y digitales. Ex integrante del taller literario Soledumbre, de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí, dirigido por el poeta Pedro Gil. Coautora del libro Soledumbre (Mar Abierto, 2009), autora de No debería haber mujeres buenas (Mar Abierto, 2010). Ha sido incluida en las antologías Palabra Nueva (RM Editores, 2012), Bandada (2013), Mujeres que hablan (2016), Arrarráu (Turbina Editorial, 2016) y El despertar de la hydra (La Caída Editorial, 2017). Trabajó como Editora en la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Quito. Actualmente colabora en revistas literarias del país como Casapalabras y CartónPiedra.

El Día de la Liberación Porque la culpa no fue del primer beso sino de todas las ganas comprimidas porque lo importante no es que tiemble, sino que sude y salve lo que aún queda porque no importa cuánto haya besado si contigo vuelvo a ser niña porque el cielo juega a las escondidas cuando no estás y se llena de lágrimas cuando te veo como cuando cierras los ojos y adentro vive el recuerdo todos los colores del mundo fundidos en un negro aún claro. Tú: todos los puntos, todo lo de adentro, lo que se queda en las esquinas, en las orillas, en las hendijas, en los huecos, en los minuciosos movimientos de la noche tú: el blues de Joplin cuando la vida es dura, cuando es blanda, cuando es linda, cuando es una mierda tú: la manía de regresar a la misma fecha donde celebré el Día de la Liberación, el día del nunca jamás, el día del reconocimiento del delito, del homicidio, del suicidio, del no rendirse jamás chucha, aguantar más bien aguantar, porque si te rindes serás un perdedor y los perdedores no van al cielo ni al infierno van a un lugar peor. Lo vi desprenderse: no es fácil ir por el mundo sin el ceño de la ira y la desesperación lo sé subir montañas y despertar sin nada rompiendo todo lo que mamá y papá guardaron por ti, para ti, no es cuestión de machos, no, tampoco de cuántas veces la has metido, eso que presiona dentro no sabe de cantidades ni de arrepentimientos sólo está abierto cual flor de loto esperando, por fin, el dolor correcto, la canción correcta, la vida correcta, para coincidir mi amor, para coincidir. 56


Aguantar no es cuestión de hembras ¿Qué tengo? Paseos cortos hablando de mujeres y sus necesidades, volviéndose un puño. Abanicos de reducidas horas para oler su esencia detrás del cuello, cientos de tardes adormecidas esperando que ocurra algo, ese algo que pido a gritos y que él no escucha. La manía de enrollar mis dedos en las olas de mar de tu pelo, reventarme absoluta entre las líneas y curvas del sexo perfecto. Es que no me lo imagino. No entraría más aire que el que hiela los atardeceres por su ausencia y por su presencia. No sería la luz más luz sin los cuerpos que ya no adormecen. Las golondrinas se balancean en la muerte. Esperan sigilosas que la carne brille y deje de ser roja. Abajo el parir de la lengua espontánea. Cada hoja se parte en cámara lenta, mientras aguanto. La masa tiembla y los ojos explotan, mientras aguanto. Un cafecito para olvidar, con la desesperación colgando, mientras aguanto. Compartirme y abrirme lo suficiente, mientras aguanto. Apretar como hembra y conservar las ganas, mientras aguanto. Luego una sonrisa, el premio, los huequitos que se pudren, mientras aguanto. Soy la más buena y la más barata. Funcionó. ¿No funcionó? Sus pasos recorren la casa, pobre casa, la casa/daga. Abajo estoy, me como las uñas mientras él pasea. La cuestión es lo que haremos después Teatrito barato para la familia y el vecindario Porque del cielo no caen rosas Y en la tierra la lengua no da para tanto. (Inédito)

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Presagios Así se escuchó el canto de la noche cuando vi tus ojos cayéndose del cielo: Gritos Filos Pescados Puños Ojos esparciéndose por el mar, separándose de las estrellas directo al muelle, directo a mi boca. Estaba acostada Nostálgica Hambrienta Sin dedos No debes llorar cuando todos se han ido Aun mañana las cortinas seguirán siendo negras Y paulatinamente el hueco se irá ajustando a tu cuerpo.

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Play again Me quedo con la proyección del espejo: El sol que palidece en los campos de oro Mientras la sonrisa rueda como gota en el tejado. Me quedo con lo que veo: un bulto, ojos grandes, Atrás un árbol, y más allá, la rayuela. Soy la mecha que flota en la orilla del mar El peso muerto de una tarde de verano La concha volteada que descansa en las piedras. Yo también me regalé: Las esperanzas las mandé río abajo Las alejé de la noche y en su lugar encendí velas Colgué la cabeza. Pensé, como si pensar fuera la aseveración de un para siempre Que en esta habitación rebota hacia un universo paralelo. Mi cuerpo: un largo signo En tu corto tiempo. La espera: deseo de alcanzar la diferencia entre piso y suela. Solo una canción auténtica Revelará el origen de los gritos que se han ido cayendo Desenmascarando ante los tuyos el dancing del horror, Tu pieza. Hoy, la línea del atardecer que separa mi hogar de la bruma Me dice que nunca fuimos unos chicos felices Que todos somos inocentes en la medida que somos culpables Que nada queda en la casa de juegos, ni siquiera el viento. El domingo también se repite: Es un baile para la Alicia que se esconde detrás del espejo. Hoy es lunes, y como pulpo, los brazos de aquel retrato en sepia Acarician con indiferencia la misma canción, otra vez. (Inédito)

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Aire

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…you can learn from poems that an empty head tapped on sounds hollow in any language… William Carlos Williams Caído y medio, torcido y medio, ninguno y medio (quizá dos hacia abajo); el 0,001% del 0,001%;

Pedro Rosa Balda (Manta)

Reside actualmente en Ecuador tras haber pasado muchos años en Francia, donde ejercía la docencia y la traducción. Es autor de los poemarios Veladuras (editorial El Conejo. Quito, 2007) y Uves como cuervos (El Ángel Editor, Quito, 2013). Formó parte de la Antología de Poetas Latinoamericanos de fines del siglo XX (editorial Vericuetos. París-Francia, 1998). Sus textos han aparecido en varias revistas literarias; las publicaciones más recientes han sido en las revistas digitales de poesía Aurora Boreal y Les Carnets d´Eucharis (2016). Se dedica también a la pintura y a la fotografía. Uves como cuervos acaba de ser traducido al francés.

habito el lado poroso, casi invisible de una cabeza, el sector donde se organizan las formas de la locura. Se me ve poco fuera de mí: permanezco entre las cuatro paredes de mi pensamiento, replegado en un puñado de células enclaustrado en un fuera de lugar, en un fuera de tiempo escuchándome pensar. En mi cabeza roída por las sombras (la sombra del suicida, la sombra del animal descuartizado, la sombra contorsionista, incandescente de la nada) los pensamientos exudan sus jugos, negros como las grasas del alma; pienso y mi cabeza se ríe de mí: sería más feliz matándola. t t t t

«Los poemas nos enseñan que una cabeza vacía suena a hueco en cualquier idioma».

t

¿Cómo digo equilibrio sin sentir hueco el pie, sin el peso de andar vacío? En cada gesto mío hay un cuerpo a la deriva, cualquier graffiti puede suprimirme,

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cualquier apretón de manos intempestivo, cualquier nombre pronunciado al azar al fondo de un callejón sin salida. He dado un paso adelante para reírme, dos hacia atrás para llorarme; he atravesado todos los encuentros, todas las despedidas: no he sobrevivido, la cuenta de mis caminatas es negativa.

a lo sumo te permitirá creer que mueres con cierta dignidad, aunque desnudo. t t t t

La eventualidad de que escribir sea para lo único que sirvas; la eventualidad de que lo que escribas no sirva. t t t t

t t t t

(cogito) El cogito ergo sum no te basta: pensar es justamente poner el ‘ser’ en duda, pensar no significa a ciencia cierta que poseas un alma, como tu sombra tampoco te asegura de tener un cuerpo…

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No culpes a la escritura de tu falta de sentido, no la hagas responsable de tu irrealidad: sé absurdo de manera discreta, sin aspaviento.


al reino de los mártires y los mártires son personas respetables. Madre: Vi a una señora puro hueso y pura pena retirando a un pequeño de la guardería y creí que éramos tú y yo. (¿Me hiciste con ganas, madre?)

Pedro Gil

(Manta, 1971)

Fue discípulo de Miguel Donoso Pareja, profesor de Talleres literarios de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí y coordinó el Taller de Poesía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Portoviejo. En poesía ha publicado: Paren la guerra que yo no juego (1988), Delirium tremens (1993), Con unas arrugas en la sangre (1996), He llevado una vida feliz (2001), 17 puñaladas no son nada (2010) y Bukowski, te están jodiendo (2015); en cuento: El príncipe de los canallas. Es uno de los mejores y más originales poetas de su generación.

«Madre: ¿crees que les gustará mi canción? ¿crees que tratarán de romperme las pelotas?».

Pink Floyd

Madre: guárdame en la refrigeradora el cariño y la leche Madre: no me mandes nada, suficiente tengo con mis rayos de sol y de risas. Madre: deja de engreír a Dios con tus rezos Madre: No temas si eres miserable. Somos los llamados a entrar

Madre: vine a cantar y estoy perdido entre los artistas del descontento. Nada más. Besitos de tu hijo amado. Cuando sea famoso, hablaré de ti, hablaré.

Diecisiete puñaladas no son nada La pena de morir así no vale la pena Octavio Paz

mi hermana muerta susurra una canción de cuna en el hospital no te toca no es tu hora reposa ñaño rebeldía en los ojos sometimiento al latir del corazón. allá no se haga tu voluntad amiga de parias solo tu sufrimiento es perfecto perfecto el desangrar de la tarde lavado por una lluvia tan melancólica tan llorosa como la niñez perdida en un cementerio de vivos en un pozo séptico de sacrificios pero tu miseria fue de lujo ñaño libros peleas ganadas a la humillación triunfaste 17 puñaladas no son nada.

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el alma está lista para más miseria de lujo el cerebro intacto, la bondad intacta esas blancas enfermeras bondadosas sonrientes esa mulata evitándote el desmayo definitivo no cruces el puente eres demasiado bello por eso sigue buscando la belleza no está entre nosotros los voluntarios fallecidos busca, busca sigue buscando ñaño que cuando estés listo La Muerte me ha dado la orden de no dejarte inundar con sollozos. risueños sin risa reposa, reposa mi hermano no te toca 17 puñaladas no son nada. no puedo conceder tu petición de fallecimiento no puedo susurra mi hermana muerta mientras cobija mi sueño cobija mi agonía.

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Edgar Alan Poe deja esa botella, edgar tu mujer te espera con su tuberculosis y su frío, mañana seguirás contando tus historias a malandantes y alcohólicos son extraordinarias. dios lo sabe ahora tienen que descansar tus duendes para que el criminal no escape de tu sueño. boston es más oscura que tú. boston es más abandonada que tú, más pisoteada incluso, pero no padece delirium tremens. el mundo es hermoso y vil como el cuervo el mundo es un cuervo. hermoso vil vil hermoso ya escarbaste el corcho de la botella y del mundo. vamos a casa, viejo edgar, tu mujer te espera con su tuberculosis y su frío y necesita la fogata de tus besos y tus versos.


Breve biografía madrugada de un 18 de mayo ahí está mi madre, fresco aún el crisol de su entrepierna sudando y pujando dolores para que luego venga yo llore sude escriba El poema nunca le pregunté si fue por amor o lascivia que se entregó a mi padre en esa cama huesuda que está guardada en una bodega de la casa y la memoria ya grandecito pese a sentir una aplastante gana de comer, nunca salir a buscar empleo porque el empleo agota, salí a buscar amor, porque el amor es inagotable. a los 11 años, me perdí en un cajón donde sólo había droga y amigos con caras y almas cortadas. salí de ese callejón a los 24 de los 11 a los 24 tantas cosas. fui fichado por la poesía muy temprano he dormido en hoteluchos donde mujeres del ambiente (ya no las llamemos putas ¿quieren?) prefieren borrrachos con plata antes que poetas con estrellas lunas planetas de necesidades

la muerte, como la vida tiene demonios que no vemos porque no nos da la gana, me senté confiado, de espaldas, en la silla que me cedió el asesino. he reído atardeceres frente al mar, respirando yodo, sal y aguardiente. he caminado bajo aguaceros sin paraguas no porque me encantara (no tenía para comprar un paraguas) le hice dos hijos a una hembra tampoco sé si fue por amor o por su calentura que abrió gustosamente las piernas para mí he recibido bravos hurras aplausos por sudar y escribir el poema. gracias, muchas gracias. amigos parias. amigos con carros, muy amables amigos académicos. aquí tengo mi talento. El Poema. el que salí a buscar desde la entrepiernas de mi madre ¿qué hago con él? ¿se los doy? ¿lo quieres? ¿me lo como? ¿qué hago?

he merodeado ciudadelas de enfermedad y miseria. he visitado clínicas psiquiátricas ahí reposó mi enfermedad en una hamaca esperando el crepúsculo el crepúsculo de maniáticos y enfermos con caretas de hombres. he paseado en carros patrullas. he traicionado al traicionero. he pedido limosna a Los Míseros. una vez supliqué paren la guerra que yo no juego pensaron que había fumado al revés bombas misiles cohetes zumbaron por mis narices que otro pare la guerra. he visto mi parentesco con la muerte en uno dos tres delirium tremens y supe que la muerte no es un juego ni un ensayo 65


L Lina Meruane

Sólo he leído el obituario de mi muerte.

Rita Costagliola

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o escucho caer pesadamente sobre la escalinata que da a la puerta; resbala desmembrándose sobre el cemento. Cada madrugada me despierta, y tras ese violento sonido que anuncia la llegada de las noticias no puedo volver a dormirme. Me atormenta pensar que algún intruso abrirá la reja silenciosamente y hurtará el periódico matinal; que algún vendedor de la feria podría interesarse en llevar los cuerpos de papel para envolver pescado, mariscos, para secar la sangre derramada de la carnicería ocasional de los jueves. Para envolver perfumadas manzanas amarillas, y puerros, cebollas, papas. Y huevos. Pienso en todo eso, pero pronto dejo escurrir toda inquietud. Estiro mis piernas bajo la sábana; las puntas de mis pies están frías. Mis manos se han combado en la temperatura de estas madrugadas, en las que peino mi negra cabellera. Algunas canas se enredan en la

trama de la peineta, pelos gruesos, ásperos, que crecen esquivando mis meticulosos dedos de pinza. Pero atrapo una, desteñida, y la arranco desde la raíz. La anudo junto a otras canas y extiendo el mechón sobre mi catre esperando la claridad de la mañana. Hace horas que el sol ilumina la persiana cerrada de mi cuarto. La peineta se desliza ahora sin dificultad y mis dedos no hallan hebras indeseables; terminada la labor me precipito escaleras abajo. Abro la puerta, mi vista recorre el suelo. El periódico está ahí, con sus nefastos titulares, con sus obituarios de tinta impresos dentro de las sábanas de papel. Lo levanto, aliviada; lo enrollo bajo el brazo y siento el aire apenas tibio entre mis piernas; me lo llevo a la cocina, lo desdoblo y apilo sobre los demás. Hoy es jueves. Dentro del canasto hay exactamente siete ediciones amarillentas


cuento con sus suplementos ocasionales. Doy cuerda al reloj de mi abuelo, es temprano; faltan tantas horas para la medianoche, pienso, y me meto en la cama a esperar. Y mientras espero, busco canas entre mi cabello; y mientras tiro de ellas, el tiempo se entorpece en los dientes de la peineta. Ahora, en silencio, puedo escuchar las ruedas del viejo carretón arrastrándose por encima del pavimento. Detienen el avance y mi pulso se acelera. Bajo la escala, de dos en dos. Me quedo tras la puerta, anticipándome al sonido de la reja que se abre. Antes de que él se empine a tocar el timbre y pueda despertar a mis vecinos de sueño ligero, descorro el picaporte. —Buenas noches. Mi trato es formal. El suyo también lo es: no contesta. Repite la venia de cada jueves, con su sombrero raído entre las manos, a la altura del ombligo. Y espera a que le indique el camino que conoce. —Después de usted —le digo, solemne otra vez. Sube hasta la cocina, espera que entre yo y cierra la puerta. Como de costumbre, alcanzo el interruptor con la mano, enciendo la ampolleta y veo cómo se le iluminan sus pequeños ojos turbios de ratón. Se agacha a contar los diarios. Me arrimo a su lado y siento su olor agrio, a vino y a sudor. Agacha la cabeza, apoya su nariz de delgadas venas rojas sobre la pila de papeles. Respira hondo, intentando retener su aroma. Yo acaricio el borde de su cuello transpirado; me río, tontamente, y retiro mis dedos. Él no parece darle importancia, su nariz permanece inmutable sobre el cúmulo de papel. Le tomo la mano. Es áspera y pequeña. Acerco su palma a mi mejilla, pero él tiene la vista fija en un título, en alguna foto. Fuerzo sus dedos en el escote de mi camisón y su caricia me raspa. Me

raspa y yo me muerdo la lengua y cierro los ojos, y los abro para verlo inclinar la cabeza sin dejar de mirarme con su pupila desviada; se tuerce entero y sonríe tímidamente. Su boca tiene varios dientes menos, sus labios son delgados y secos como pellejo de animal muerto. Comienza a reír estrepitosamente cuando sirvo dos vasos plásticos de tinto. Me sigue hasta mi pieza. Renato tiene las mejillas estragadas y ligeramente violetas en el borde de las patillas. Lo miro en el espejo, su frente está cruzada de arrugas profundas. Renato está de pie detrás de mí. Sus manos, engrifadas por los años al mando del carretón, son torpes con la peineta. Toca mi pelo, luego toca el suyo — cano, grueso, raleando sobre su cráneo— y vuelve al mío. Al concluir, veo que se inclina a recoger las hebras que se han desprendido de mi maciza cabellera. Quita las que han quedado adheridas entre los dientes del peine. Entonces me levanto, abro las sábanas y busco, como una ciega, el mechón de canas que le he guardado. Él suma todas las hebras y las mete en el bolsillo de su chaquetón. Toma el nudo de la pita con la que ha amarrado los diarios y los levanta. Lo escucho bajar las escaleras, cerrar la puerta de golpe. Despierto. La orquesta invernal toca sobre el techo. Me levanto, me enredo en las sábanas y tropiezo. Las rodillas se me enfrían sobre el suelo, las palmas me duelen. Me arrastro como una borracha hasta la cama. Me cubro. Tiemblo. Tomo la peineta y mientras desenredo mi pelo, escucho el diario caer sobre el cemento, envuelto en plástico. Imagino cómo salpica agua en el impacto, cómo resbala suavemente en la lluvia hasta golpear la puerta. No espero el amanecer para ir a buscarlo, si se empapa tardaría demasiado en secarse. Cuido de no resbalar en

Su boca tiene varios dientes de menos, sus labios son delgados y secos como pellejo de animal muerto. Comienza a reír estrepitosamente cuando sirvo dos vasos plásticos de tinto. Me sigue hasta mi pieza.

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rar las siniestras manecillas detenidas en mi muñeca. Tomo el diario para cerciorarme de la fecha. Tomo un cabello, lo tiro y me pregunto si faltará Renato precisamente hoy, que es jueves.

el piso húmedo. La tranca, el picaporte. El aguacero por todas partes. La bolsa con el papel dentro ha caído en un charco y escurre cuando la levanto. Abro el nudo para sacar los cuerpos, todavía tibios, oliendo a tinta. Pienso en la boca abierta, desdentada de Renato. Es lunes, la fecha exacta se lee encima del titular, centrada sobre la foto con una pareja de siameses recién separados. Es lunes hoy; esa es toda la información que me interesa.

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Días, noches largas en que nada parece suceder hasta la madrugada. A veces despierto horas antes del golpe periódico y al encender la lámpara de la mesa de noche encuentro las sábanas cubiertas de pelo sedoso y negro. La claridad del día demora en llegar, y a tientas voy buscando el extremo de cada hebra que anudo junto a las demás y que

guardo entre mi ropa interior. Me perfumo con agua de colonia. Es medianoche ya. Los minutos se pisan los talones, me tiendo sobre la cama con la mano entre las piernas e imagino qué puede haberle sucedido. Cierro los ojos y lo veo en la barra con una caña. Lo veo tendido en la esquina, sobre uno de los fardos de apio de la feria. Lo veo resbalándose en cajas de huevos. Lo veo tapado con cartones y hojas sueltas de tabloide, dormido dentro del carretón, a pocos metros de esta casa. Me asomo por la ventana y la brisa ya no levanta mis pesados, mis oscuros pezones. La noche no tiene luna, no brillan las estrellas. No hay siluetas dibujadas sobre el pavimento. Irrumpo en la cocina: entre el refrigerador y el cajón de la basura reposan los periódicos que Renato debe venir a buscar. Doy cuerda a la hora y aprovecho de mi-

Una hora transcurre. He enrollado varias canas en la punta de mis dedos, ahorcándolos, pero él no ha aparecido. Entonces aguzo mi oído y escucho las ruedas avanzando sobre la calle. Descorcho la botella, tomo un sorbo que calienta mi estómago, apuro el trago y me levanto. Abro la puerta, una sonrisa se tambalea en mi rostro. Le muestro el vaso pero Renato no alza su cabeza. Se va acercando, lentamente. Se detiene, suspira como burro carguero. Me parece aún más pequeño que de costumbre esta noche, aplastado por las sombras de los árboles. Me siento en el escalón frío, muerdo entre los labios un mechón de pelo. Cuando Renato al fin se acerca y cruza la reja, separo mis piernas dobladas, cubiertas de vello, y me levanto el camisón. No me mira. La mano le tiembla. No decimos nada, no nos tocamos siquiera. Sube, deteniéndose a cada paso. Yo le ofrezco uno de tinto. Me muestra la oquedad de su boca pestilente, cierra los ojos y comienza a amarrar los papeles con una cuerda. Tomo la botella del gollete y entro a mi cuarto. Renato me sigue. Esta vez no me siento en la silla ni espero que me escobille el pelo, que huela el perfume de mi escote. Tomo los mechones que he ido recolectando, los enrollo y los pongo delicadamente en ese único bolsillo cosido de su chaquetón. Suavemente deslizo mis manos por las solapas, le voy quitando el abrigo y siento su cuerpo escuálido debajo de la camisa. Renato mira el suelo, y la botella que he dejado sobre la alfombra. Cierro los ojos y abro los botones de mi blusa mientras su dedo tembloroso persigue el


comienzo de una cana perdida en las sábanas revueltas. Después de recoger el diario, esta madrugada, vuelvo a la cama con un vaso de vino. Es la última botella. Renato se ha llevado las demás junto con los diarios, los cartones y mi camisa de dormir; también un par de aretes plásticos. Y macizos mechones de mi cabello encanecido. Sigo escobillándome durante horas, interrumpiendo esta delicada labor sólo para tomar otro sorbo, o para untar en el vino un trozo de pan viejo. Hace tanto que no entra aire de la calle por la ventana. Los días pasan imperceptiblemente, marcados por el diario que el repartidor arroja, por inexplicables motivos, en mi patio delantero. ¿Lunes? ¿Domingo? ¿Sábado? La cama aún huele a él, a su vómito. ¿Martes, miércoles? Han llegado algunas cartas, cuentas que no pagaré. El agua apenas escurre por la boca abierta del grifo. Me he acostumbrado a la luz que se cuela entre los listones de las persianas bajas. Renato tarda, hace semanas que se atrasa. Imagino que hoy llegará de mañana, cuando mi reloj se haya detenido. Tembloroso, pálido. Hediondo a alcohol. Lo acostaré en mi cama y le serviré algo para tomar. Amarraré los diarios para él y, antes de que balbucee sobre la imperiosa necesidad de llevárselos en su viejo carretón para cambiarlos por dinero, desnudaré su cuerpo enjuto, bordado de costillas y de pelos, e insistiré con mis labios alrededor de su pene blando mientras me masturbo. Cierro los ojos y escucho el timbre antes que las ruedas del carretón. Me sorprende, es exactamente medianoche. Renato vuelve a ser puntual. Tomo la peineta y veo que mis manos tienen una suave tonalidad amarillenta. Ordeno las escasas hebras de cabello negro sobre mi cráneo. El resto son canas. Me

raspo el cuero cabelludo en el apuro; sangra la piel. Bajo lentamente, descalza, con el vaso ya vacío en la mano. Retiro la lengua del picaporte. Tiemblo. Sólo veo su cuerpo en el contraluz de la luna. Esta vez no lleva sombrero, no trae encima su chaquetón. —Renato —le digo—, lo esperaba. Pase. Abrazo su cuerpo, pero algo en él ha cambiado. Su altura, lo robusto que está, su postura vigorosa. A su lado me siento, repentinamente, demasiado frágil, pronta a desmoronarme como una estatua de arena humedecida, alcoholizada. Acaricio su cabeza y mi palma resbala sobre su pelo, sobre su curiosamente larga pelambrera. —¿Renato, es...? —susurro emborrachada de extrañeza. Intento reconocer sus labios en la romántica oscuridad. Su boca se resiste, como siempre, hasta que cede—. Renato... ..... Y contesta, algo dice. Hace tanto que no lo escuchaba hablar, me digo sin emitir una palabra. No recuerdo la última vez, si acaso la hubo. ¿Hubo acaso alguna conversación?, me pregunto súbitamente exhausta. Pero no lo sé, no lo recuerdo. Y me peino con los dedos, y me mojo los labios mientras veo su boca gesticulando, y veo dientes, y su cabeza sube y baja agitando una frondosa cabellera entrecana, arrojándome el mensaje, que hace siete días que lo encontraron muerto, que ella es, que ella... La voz de la mujer irrumpe hecha pánico en la torpeza de mis oídos. —He venido por los diarios de la semana —me parece que dice—, por los cuerpos de papel. ¿Los tiene, los guardó para mí? —Sus palabras se astillan contra el pavimento. Alza entonces la mano hacia mi cabellera, escoge una de mis canas y la tira suavemente, como Renato. —Y tendrá un vaso también —dice, dejándose llevar por mi mano—, un tintito que me convide.

Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970) Escritora y docente chilena. Realizó sus estudios de doctorado en Literatura Hispanoamericana, en la Universidad de Nueva York. Obtuvo una beca de la Fundación Guggenheim en 2004 (para la novela Fruta podrida) y en 2010 otra de la National Endowment for the Arts (para Sangre en el ojo). En 2011 recibió el Premio Anna Seghers, y al año siguiente obtuvo por Sangre en el ojo el XX Premio Sor Juana Inés de la Cruz, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En cuento publicó Las infantas, en 2010. Además, ha escrito libros de no ficción y ensayos donde ha reflexionado sobre temas como el conflicto en Oriente Medio, el rol de la mujer en la sociedad y sobre el vih. Actualmente enseña cultura latinoamericana y escritura creativa en la Universidad de Nueva York. 69


Jorge Basilago

«…¡

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A

lumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz». Hace 50 años, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias —autor de la cita inicial, que también da comienzo a su novela El Señor Presidente— recibió el Premio Nobel de Literatura, como suele suceder, entre campanadas de luz y sombra. La luz provenía del hecho de ser el primer narrador latinoamericano en conseguir el disputado galardón, ya que la anterior había sido la poeta chilena Gabriela Mistral. La sombra, en tanto, era causada por el desafío creciente y cambiante que el Nobel siempre impone a los premiados: cumplir

con una prueba de vigencia y perdurabilidad que no depende exclusivamente del autor o su obra, aunque los persigue como un incansable perro de presa. En 1950, el crítico y escritor peruano Luis Alberto Sánchez había augurado que Asturias alcanzaría con el tiempo «la estupenda sazón de lo inmortal»; vale decir, que se transformaría en un clásico. Hoy, medio siglo después de su consagración en Suecia, esa es una verdad con matices: la narrativa asturiana —compleja, mágica, desmesurada— mantiene la potencia temática y la originalidad expresiva, pero su diálogo con las actuales y futuras generaciones de lectores resulta cada vez más intrincado. Con la excusa del aniversario, indagar en las razones de este hecho es siempre un saludable ejercicio de memoria.

De anécdotas y estilo La anécdota casi podría considerarse como un (mal) presagio. Cuando Miguel Ángel Asturias viajó a Estocolmo para recibir el Nobel, lo hizo envuelto en una nube que lo rodeaba sin incluirlo: su generación —la de Pablo Neruda y Jorge Luis Borges, la de Alejo Carpentier y Arturo Uslar Pietri— había encendido la mecha que acababa de hacer boom en la narrativa regional, cuya onda expansiva ocultó paulatinamente todo lo que no fuese su propia estética. Así las cosas, los escritores que contribuyeron a prefigurar aquel fenómeno debieron atravesar distintas etapas de ‘redescubrimiento’ por parte del público. Y por su estilo particular, Asturias es tal vez el autor que encontró mayores obstáculos en ese proceso. Sus textos, en los que el tono mágico-ritual indígena


cincuentenario

se combina con elementos surrealistas, y el barroco colonial con las pinceladas preciosistas del modernismo, son altamente demandantes para el público. Su palabra fluye tan libre que semeja el caos original, que reclama ser organizado por un lector-divinidad, justo hoy que los dioses han muerto o agonizan. Corre también, para la narrativa asturiana, lo que el propio Premio Nobel escribió sobre la capital de su país en Leyendas de Guatemala: «Es una ciudad formada de ciudades enterradas, superpuestas, como los pisos de una casa de altos. Piso sobre piso, ciudad sobre ciudad». Múltiples capas de sentido ensambladas al calor de un afiebrado clima onírico, angustiante, con un halo de muerte y miedo acechando la exuberancia natural y cultural de los escenarios y personajes». «Por supuesto que su obra no se encuentra fácil de leer, porque sus

temas son densos y la gente prefiere ahora los temas facilones, digeribles, para no quebrarse la cabeza en reflexiones complicadas. De ahí es que les viene el gusto por los libros de autoayuda y psicología conductista», sostiene el periodista y escritor, también guatemalteco, Mario Rivero Nájera. Tal vez el mayor pecado de Asturias, a nivel estilístico, sea el no haberse desprendido por completo de cierto lastre católico tradicional; cuando menos en varios de sus libros más conocidos, como El Señor Presidente. Hombre creyente al fin —lo primero que hizo, luego de ganar el Nobel, fue ofrendarle un lujoso manto al Cristo de la iglesia de su barrio natal—, en otros escritos supo ser crítico sin embargo de las jerarquías eclesiásticas. Pero la época que le tocó en suerte no perdonaba titubeos, y para entonces el ‘daño’ ya estaba hecho.

En 1950, el crítico y escritor peruano Luis Alberto Sánchez había augurado que Asturias alcanzaría con el tiempo «la estupenda sazón de lo inmortal»; vale decir, que se transformaría en un clásico.

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¿Cuestión de gustos?

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El tiempo y los intereses, que modelan —o deforman— circunstancias, gustos y percepciones sin ningún respeto por el equilibrio, han llevado esta filosofía al extremo con la obra de Asturias. Atrapada entre tantos exégetas desmesurados como detractores irracionales, solo ocasionalmente fue bendecida por la claridad en el juicio crítico: nombres como los de Giuseppe Bellini, Gerald Martin, Mario Roberto Morales y Amos Segala forman parte de este último grupo. Para muchos de sus pretendidos analistas, en cambio, las claves literarias salen perdiendo al quedar revueltas con asuntos políticos, sociales o personales que ocultan el objetivo principal tras los detalles accesorios. Ante un debate de ese calibre, el lector ocasional o ‘desprevenido’ tendrá la sensación de presenciar una discusión ya iniciada, entre gente extraña, sobre un tema que no conoce. Un cóctel demasiado inestable y confuso como para generar el interés de sumergirse en la narrativa asturiana. Si es que tal cosa estaba en los planes. Porque para Rivero Nájera, parece bastante claro que el actual desconocimiento sobre la figura de su célebre compatriota es fruto del histórico ‘ninguneo’ prejuicioso de los sectores conservadores de la sociedad guatemalteca, sumado a la pereza estatal para fomentar una amable cercanía de los jóvenes con sus libros. «La obra de lectura obligatoria en los colegios es El Señor Presidente, y para mí que los muchachos la leen con desgano, molestia e incomodidad. Aparte de que los maestros tampoco lo conocen y no los inducen de buena gana a leerlo: esto debería pasar por una mediación pedagógica que haga que maestros y

alumnos lo estudien conjuntamente», argumenta Rivero. Desde internet, la opinión de numerosos ‘booktubers’ juveniles parece ratificar este enfoque. Aquella ‘explosividad verbal’ de Asturias, elogiada por el narrador y crítico Arturo Arias, se ha transformado para ellos en un ‘enredo de palabras’ o una ‘literatura complicada’. «Asturias y yo tenemos una pelea, porque casi nunca le entiendo», se excusa otro crítico virtual, quien de este modo deja en claro el resultado del combate. Mientras que los menos belicosos y mejor dispuestos apuntan a tener ‘paz alrededor’ para poder concentrarse y disfrutarlo. «No conectó conmigo hasta que lo leí en voz alta y todo comenzó a tener sentido», dijo por su parte una joven, también desde la ventana universal de YouTube. Esa experiencia evoca otra práctica casi en desuso actualmente, pero de vital importancia para el propio autor desde sus años como periodista radial: Asturias siempre escribió textos que pedían ser declamados y escuchados para completar el goce estético de la escritura. «Puso el énfasis no tanto en el vocabulario exótico, sino en sus ritmos, en sus ceremoniosas repeticiones, en sus giros, en sus formas de ver y de decir», subrayó el crítico chileno Luis Harss, entrevistado por el diario abc de España.

Tendencias y clásicos Excesivamente anclada a las tendencias y los éxitos de ventas, tampoco la industria editorial contribuye de manera sostenida a la presencia de Asturias ante los ojos de los lectores. Se lo reedita poco y, casi siempre, de manera parcial: la mayoría de las veces se concentran en sus novelas de corte más políti-


co —en especial la ya mencionada El Señor Presidente, o las que integran su conocida trilogía bananera—, pero dejando a un costado varios de sus títulos más ricos y complejos, como Hombres de maíz o Mulata de tal, en los que acaso llegó a la cúspide de su narrativa. «Pienso que a las editoriales les ha parecido un escritor incómodo, no publicable, por esa mentalidad conservadora que prevalece», cuestiona Rivero. Por supuesto se han registrado incursiones más originales, aunque solitarias y demasiado esporádicas. A partir de los años noventa del siglo pasado, por ejemplo, la editorial guatemalteca Piedrasanta ha realizado ediciones de El hombre que lo tenía todo, todo, todo, Los cuentos del Cuyito, El espejo de Lida Sal y una Antología Poética de Asturias, orientadas a público infantil y juvenil. E incluso presentó este año un programa propio de promoción lectora de la obra asturiana desde edades tempranas, basado en el uso de distintas modalidades de lectura y en una progresión creciente en la complejidad de los textos. Tibia y recientemente, también en otros países como Chile y España se reeditaron El hombre que… (‘Colección Escolar’ de Siruela, 2012) y Comiendo en Hungría (Ediciones Universidad de Chile, 2009), un curioso libro de crónicas gastronómicas escrito a cuatro manos por Asturias y Pablo Neruda en 1966. Durante el último año, como previa del cincuentenario del Nobel, Alfaguara presentó además dos trabajos tendientes a rescatar aspectos de su vida y obra: la novela Hombres de papel y Miguel Ángel Asturias. Biografía Ilustrada, escritas por los guatemaltecos Oswaldo Salazar y Armando Rivera, respectivamente. «No es sino hasta el siglo XXI, en la medida que declina la influencia y fuerza del boom, que empe-

Tal vez el mayor pecado de Asturias, a nivel estilístico, sea el no haberse desprendido por completo de cierto lastre católico tradicional; cuando menos en varios de sus libros más conocidos, como El Señor Presidente. zamos a disponernos a una nueva lectura, más madura, de su obra [la de Asturias]», señaló Salazar. Considerado a estas alturas un clásico de la narrativa por numerosos críticos y estudiosos de la literatura, Asturias visitó asimismo la dramaturgia con obras como Rayito de Estrella, Émulo Lipolidón, Torotumbo o Soluna. Es en este terreno donde Rivero advierte una presencia más vigorosa y constante de las letras del Premio Nobel 1967, incluso a través de las adaptaciones teatrales de El Señor Presidente, Hombres de maíz y La Chalana (canto de guerra de los estudiantes de la Universidad de San Carlos de Guatemala, con letra de Asturias y música de José Castañeda). La deuda, en este sentido, pasa por generar instancias de lectura y análisis crítico que complementen la mera asistencia al espectáculo. «Aunque se lo reedite poco, sus temas siguen siendo una realidad en este país y los personajes de sus obras se encuentran aún en las calles y en los recovecos de los pueblos de Guatemala. Asturias ha sido el único escritor que supo interpretar y plasmar lo que es realmente el guatemalteco con todas sus miserias humanas», concluye Rivero. Mientras de fondo parecen repicar las tercas campanadas rebeldes de aquella escritura sonora y vibrante, que se resiste a ser olvidada: «¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre!».

Jorge Basilago (Argentina, 1974) Provengo de un rincón de Buenos Aires llamado Grand Bourg aunque nací en San Martín, hijo de una ama de casa y un electricista automotriz. Tengo un apellido inmigrante e inventado, un hermano uruguayo, una compañera ecuatoriana y un hijo quiteño que alienta a Messi en los partidos contra Ecuador. Cuando niño pensaba seguir el oficio paterno, hasta que la sabiduría de mi abuelo me hizo cambiar de idea: «Estudie, mijo, que un lápiz pesa menos que un alternador». Decidí entonces hacerme periodista; los medios impresos de varios países del continente todavía me lo reprochan. Pese a todo, he publicado ya dos libros y estoy a punto de presentar el tercero. Desde 2013, Casapalabras admite con absoluta hidalguía mis escritos en estas páginas. 73


Alejandro Morellón

N

A Félix Fénéon

ada más retirar su tarjeta del cajero al señor Karr le llegan, procedentes del otro lado de la máquina, una serie de ruidos indefinibles que lo confunden, chisporroteos metálicos que dan la sensación de que aquello va a estallar en cualquier momento, y que le ponen en situación de

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fuga y «yo no he visto nada», como cuando el señor Karr es testigo de un robo, de un accidente en carreteras poco transitadas, de una pelea doméstica a la que habría que poner denuncia, de un perro apaleado por unos chavales en el arrabal; en esa situación parecida a la que se encuentra cuando ha gastado la


narrativa última tira de papel higiénico en la oficina, y no sabe si avisar o no al servicio de limpieza, que al final acaba siendo que no, o cuando hay un niño perdido en el supermercado y él prefiere desentenderse, fingirse despistado, mirar a otro sitio, todo con tal de no hacerse cargo de la situación; ser, lo que se dice, un hombre miserable. El señor Karr es de los que miran las cartas al contrincante por el rabillo del ojo, de los que nunca dejan propina, de los que acuden a los cumpleaños sin regalo, de los que se alegran cuando otros sufren. El cajero tiembla y se encienden de forma intermitente todas las luces, y el señor Karr procede a marcharse sin avisar a nadie, sin dejar constancia de su persona, no quiere estar allí cuando la máquina empiece a arder y tenga que elegir entre salir despavorido o llamar a los bomberos, al servicio técnico, a la policía (sabe que escogería más bien lo primero y que luego tendría una leve sensación de ruindad, muy leve, de apenas unos minutos); pretende darse la vuelta y reemprender la marcha cuando ve algo asomando por una de las ranuras del cajero, muy despacio, cada movimiento acompañado de un chirrido como de impresora vieja, y parece que sí, que lo que sale es justo lo que parece: un billete de quinientos euros. Epifanía. (Del lat. epiphanīa, y este del gr. ἐπιφάνεια, manifestación). 1. f. Manifestación, aparición. El aire en torno al señor Karr se hace más denso, la luz se intensifica, durante un segundo o dos le pitan los oídos. Vuelve a fijarse en la máquina. Un centímetro tras otro se da el milagro, el divino alumbramiento: va asomando, cada vez con más presencia, el papel púrpura, y

el señor Karr mira a todos lados e inmediatamente se pone otra vez frente al cajero automático para que nadie más lo vea, rezando para que ninguno de los viandantes se haya dado cuenta de que hay dinero de nadie saliendo de la ranura. Por un momento se pregunta si ese dinero bien puede ser suyo en realidad, y se le cambia la cara por la de un hombre desalentado, pero se dice que no, ha retirado la tarjeta, lo recuerda perfectamente, el dinero no es suyo, o no le pertenece, aunque ahora sí, ahora es suyo si nadie lo reclama, y nadie va a reclamarlo, no hay cámaras en ningún lugar, no habrá registro del error. Se llevará el billete y ya está, será quinientos euros más rico, quizá invite a alguien a cenar, con vino de Rioja y todo. Falta poco para que el billete salga y él pueda cogerlo y darse a la fuga. Un par de coches pasan despacio y él se pega más al cajero, como si quisiera hacerle el amor, como si su cuerpo se sintiera atraído por el calor de las máquinas, por el olor del dinero. Sale, por fin, el billete, y el señor Karr lo agarra como si agarrara una hebra de oro, apretando mucho los dedos en pinza para que el papel no se vuele (pero no hace ni pizca de aire). Vuelve a mirar hacia atrás y sonríe, tiene el billete y nadie le ha visto, ahora lo más sensato es abandonar el sitio para que nadie del banco venga a reclamar el dinero y se le acabe el milagro. Pero no. El señor Karr, como ya hemos dicho, es un señor de baja estofa moral, irremediablemente avaro, una de esas personas que piensan en toda situación: «¿Qué puedo sacar yo de todo esto?». Se queda, espera para ver si se produce un segundo milagro, se guarda rápidamente el billete en el bolsillo y agudiza la vista, la dirige a la consabida y bendita ranura. Y sí, ocurre, otra vez el ruido, cientos de resortes activándose detrás de la pared: otro billete.

Sale, por fin, el billete, y el señor Karr lo agarra como si agarrara una hebra de oro, apretando mucho los dedos en pinza para que el papel no se vuele (pero no hace ni pizca de aire). Vuelve a mirar hacia atrás y sonríe, tiene el billete y nadie le ha visto, ahora lo más sensato es abandonar el sitio para que nadie del banco venga a reclamar el dinero y se le acabe el milagro.

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Al tercer billete el señor Karr, algo perturbado, empieza a tener sudores fríos; se le contraen las manos de puro nervio y unos cuantos espasmos le cruzan la cara (le hacen levantar la ceja derecha y el labio superior sin control ninguno). Cada vez que sale un billete, se sobresalta. Ha empezado a respirar al compás del sonido del cajero. Abre y cierra las manos y cada tres segundos gira el cuello rápido para mirar atrás, arriba, a los dos lados; comprueba que no hay nadie, sonríe, pero la sonrisa le dura más bien poco, vuelve a instalarse en él la duda, ¿le habrá visto alguien? ¿Será todo un desafortunado montaje? ¿Una cámara ocul-

ta? Solo de pensarlo se le agarrota el cuello. Observa el nuevo billete púrpura (ya es el decimonoveno): es verdadero y está liso, recién sacado del horno, a estrenar. Lo dobla con cuidado y se lo mete en el bolsillo, junto a los otros. Cada vez salen más deprisa y a él cada vez le cuesta más esfuerzo doblarlos bien y metérselos en el bolsillo sin pliegues, así que pronto acaba haciéndolo mal, los billetes empiezan a abultar en sus bolsillos, ya casi no dan más de sí y cuando no caben más se mete la camisa por dentro y empieza a deslizarse los billetes por el cuello (nota el frescor del dinero en la piel, la riqueza colándosele en el


pecho hasta el cinturón). Pronto, en menos de diez minutos, la camisa va cediendo, el señor Karr se ensancha, se infla de billetes. Hace todo lo posible para seguir el ritmo de la máquina, que ahora es más expeditivo, un billete, otro, otro más, y el señor Karr se los encaja como puede, bajo las axilas, dentro de los calzoncillos, en los bolsillos traseros del pantalón. Maldice por no haber salido con el carro de la compra. Se dice que podría irse y sentirse satisfecho, pero no se va, cada vez con más sudor, con la cara encendida del esfuerzo y los ojos estroboscópicos mirando los siguientes quinientos euros. Ah, ya sabe, en los zapatos, bajo las suelas, por dentro de los calcetines, en la ranura del culo, a cada nueva idea se ríe y sus ojos brillan. Luego resopla, le caen gotas de sudor por la frente y la espalda. Se están mojando los billetes, piensa. ¿Hasta cuándo saldrán? ¿No sería mejor irse, ahora que parece un muñeco hinchable? Ya no le caben más en ningún sitio, ¿no? Sí, espera, en la boca; si abre mucho la boca puede caberle un buen fajo de quince o veinte billetes, eso son diez mil euros más, para el Rioja, tal vez un viaje, se dice. Abre la boca todo lo que puede para meterse una nueva tanda de billetes, dos, tres. Se oye un claxon a dos manzanas de allí y el señor Karr pega un respingo, da un salto y vuelve a encogérsele el cuello; por efecto del susto sus pulmones han reaccionado aspirando lo más posible y uno de los billetes ha sido, lo que se dice, succionado, hasta quedarse a medio camino entre la garganta y la tráquea. El señor Karr boquea, abre mucho los ojos, intenta toser y en ese intento se incrusta más el billete y le obtura toda salida o entrada de aire. Los ojos le lloran y empieza a ejecutar aspavientos para que alguien le vea, pero no hay nadie. No hay nadie.

El cajero tiembla y se encienden de forma intermitente todas las luces, y el señor Karr procede a marcharse sin avisar a nadie, sin dejar constancia de su persona, no quiere estar allí cuando la máquina empiece a arder y tenga que elegir entre salir despavorido o llamar a los bomberos, al servicio técnico, a la policía…

Alejandro Morellón (Madrid, 1985) Se educó en Palma de Mallorca. Ha publicado el libro de relatos La noche en que caemos (2013), con el que resultó ganador del premio Fundación Monteleón. Algunos de sus cuentos han aparecido en revistas como Quimera, Prosa inmortal, Eñe o Energehia. Después de coordinar la convención literaria Mallorca Fantástica, fue becario de la Fundación Antonio Gala. Ganó el premio de libros de cuentos de la Fundación Monteleón por su obra La noche en que caemos (2013). En 2015 quedó finalista del Premio Nadal por su obra Y he aquí un caballo blanco. En 2017 fue uno de los trece preseleccionados para la cuarta edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, con el libro El estado natural de las cosas (2016). Actualmente reside en Madrid. 77


Juan Romero Vinueza

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ntrevista realizada el 1 de abril de 2017 a la poeta Mercedes Roffé, invitada al IX Encuentro Internacional de Poetas - Poesía en Paralelo Cero 2017. Su antología poética Todo alumbra, publicada por El Ángel Editor, fue presentada en Quito.

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Tu forma de ver la poesía cambió cuando, en la década de los noventa, descubriste una antología de textos no occidentales… Sí. El hecho de descubrir otras formas posibles que no eran las que nosotros conocíamos en la prosodia, en la escritura occidental, fue un corte bastante importante. Sin embargo, éstas no son formas totalmente ajenas. Por ejemplo: el conjuro está en La Celestina y es una parte clave de esa obra; las listas son tomadas por ciertas culturas indígenas como una forma poetizable (pienso en la lista de los meses y qué representa cada mes para una cultura). En Occidente tenemos la lista de las naves en el canto segundo de La Ilíada, las listas de los nombres en Carpertier. A pesar de eso, muchas veces no las consideramos formas poetizables como sí se lo considera al soneto. Esa an-

tología me hizo tomar conciencia de esas otras formas posibles que sí circulan como formas, pero que nosotros como occidentales no las queremos asimilar como poéticas... Has vivido mucho tiempo en Estados Unidos. ¿Cómo influyó este encuentro con otro país, con otra lengua, con otras tradiciones, con los movimientos y poéticas que se dieron allá a partir de los años sesenta, en tu concepción de la poesía? Lo que más ha influido en mí fue la capacidad de acceder a las lecturas de estos poetas de los sesenta y ochenta. El trabajo que han hecho traduciendo poesía indígena, la cual no maneja formas menores sino formas menos conocidas. Otra cosa que es casi una broma de mi parte: que si uno quería ser poeta en Nueva York acababa siendo bu-


magnetófono

dista (risas). Y, claro, eso viene de los beatniks. Sobre todo porque una de las poetas que más he traducido y que admiré ni bien llegué es Anne Waldman. Al haber leído tantas veces su poesía, entrevistas y tal, tuve más acceso al budismo que ellos siguieron cuando fueron a la India, además muchos maestros vinieron a los Estados Unidos. Yo me siento un poquito heredera de eso. Tu libro El tapiz (1983) está atribuido a Ferdinand Oziel. En la historia de la literatura, muchas escritoras usaron nombres masculinos para poder publicar. ¿Qué hay detrás del uso de este heterónimo, pseudónimo o autor apócrifo que se instaura en tu poemario? ¿Un guiño a Cervantes o Pessoa? No lo siento así. Ferdinand Oziel nunca fue un pseudónimo mío. Lo que está en juego ahí es

algo contra la institución literaria, contra los supuestos de la literatura. El tapiz sería más bien un apócrifo, algo más cercano a la tradición del manuscrito encontrado, cosa que es diferente a lo de los pseudónimos y los heterónimos. El heterónimo es contemporáneo al poeta: hay una pequeña diferencia etaria entre Caeiro y Pessoa. Pero entre Oziel y yo hay casi 80 años de diferencia. Creo que en el poemario hay muchos guiños con la historia de mi familia y el hecho de venir de Marruecos. Además, está la tradición del poeta maldito, del poeta que surge y es la estrella del momento —pero a los 26 años ya nadie lo conoce—. Pero, mirá, en la tapa del libro no consta mi nombre como autora, sino que dice Edición al cuidado de Mercedes Roffé. Ahí está el engaño, el juego, con la institución literaria.

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La ópera fantasma (2001) es una búsqueda de la obra total donde se incorporan distintos metalenguajes del arte: música, pintura, tradición oral, etc. A lo que resta, preguntar, ¿por qué es ‘ópera’ y por qué ‘fantasma’? El título es la traducción al español de una ópera del compositor chino Tan Dun. Él explica que en China la ópera fantasma es un género donde el protagonista se pierde en un territorio no muy explícito y se encuentra con sus antepasados y el encuentro con los antepasados es lo que uno hace al escribir (en el ámbito familiar, pero sobre todo artístico). Pero hay otro elemento: la idea de la obra total. Esta fue una idea que los simbolistas admiraron mucho de Wagner. Aquí se ve ese nudo de talentos sobre el escenario porque se juntan todas esas maestrías. El deseo era —lo digo sin ser pretenciosa— hacer confluir todas esas voces.

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En la sección de ‘Definiciones mayas’ encuentro una relación con esas poéticas no occidentales, con lo propuesto por Jerome Rotehnberg y Allan Burns en sus investigaciones sobre la lengua maya. El poema pasa a ser un diccionario lírico donde explicas las palabras o expresiones que usamos en español… ¿Estos poemas son una manera de transmitir el color que tiene un idioma a los lectores? Es muy interesante lo que decís. Lo que me parece que hacen sus ‘Definiciones mayas’ tanto como las más es hacer que las palabras se transformen en una especie de yacimiento arqueológico de la cultura. En mi caso lo que surge son como fósiles, como lugares comunes de la lengua. A veces es superficial decir que la lengua transmite la cultura: no siempre, no toda la lengua, no toda la cultura (risas). Imagínate, viviendo rodeada de profesores de español y de inglés, eso es un cliché. Se transmite la cultura, pero no ne-

cesariamente solo por la lengua. Tú estudiás francés y te ponen las fotos de los viñedos, de los quesos (risas). No solo por la lengua llegás a eso que te quieren transmitir. En la sección ‘Situaciones: eventos y conjuros’, lo ritual se instaura en lo poético. ¿Cómo comprenderlo si no conocemos esa ritualidad, si no manejamos los mismos códigos? Me imagino que de la misma manera que yo entendí o no entendí o entendí parcialmente aquellos textos que leí y me llegaron a tal punto de querer hacer algo parecido. Te puedo dar otro antecedente de otra persona que hizo algo parecido: en los poemas Pomelo de Yoko Ono. Leí estos poemas después de haber escrito los míos, pero reconozco que hay unas bases comunes que podríamos tener. Pero, eso de no entender una ritualidad o no comprender completamente sus códigos… Es lo que hemos hecho con las tragedias griegas, es decir, no hubiéramos leído la Biblia. La mayor parte del bagaje cultural que tenemos nos viene de fuentes que no entendemos del todo. Pero, de algún modo, nos toca. Estamos en un constante diálogo con las otredades, por suerte. La repetición es uno de los recursos que más utilizas en tu libro Las linternas flotantes (2009). ¿Por qué repetir el silencio, la duda y la incomodidad? Para transformarla en arte. El otro día estaba dando una clase de poesía y decía: bueno, podemos decir muchas cosas pero podemos perder de vista que esto es un poema. Importa mucho la relevancia de lo que decimos, pero no hay que olvidar que lo decimos a través de un medio y que ese medio nos ayuda a decirlo de una manera más poderosa y, probablemente, más verdadera. Como editora trabajaste en la


década de los ochenta en Losada, en Buenos Aires. Ahora diriges el sello Pen Press desde Nueva York. ¿Qué diferencia a la Mercedes Roffé lectora, la poeta y la editora? Es una relación muy estrecha. Pen Press es la editorial de una poeta. Es casi como si fuera una pequeña biblioteca personal. Lo que no puedo negar es que me fascina todo el trabajo de producción. En Losada formé parte del equipo de producción y traducción, pero mi labor estaba más cercana a la corrección y no a la fabricación del libro. Ahí descubrí que prefería el trabajo de edición a estar en la universidad. Me divertía y disfrutaba mucho más. Pen Press satisface esos dos gustos: el de poeta, como lectora, y el de la persona que busca diseñar este libro, editándolo. ¿Por qué usar el formato del pliego y de la plaquette en lugar que el del libro? ¿Qué tienen éstas que el libro no tenga? Porque las puedo financiar yo, las puedo hacer a mano. Soy muy cuidadosa de que no se disparen los gastos porque si eso pasa el proyecto se termina. Además, trabajo en otra cosa. Cuando surgió Pen Press en el 98, yo tenía una carga laboral muy intensa y que era precisamente lo que permitía financiarla de una manera holgada. También el mercado editorial en Latinoamérica cambió muy favorablemente ya que, a pesar de las dificultades económicas, hay muchas editoriales pequeñas con buena distribución en su país, con un catálogo muy sólido. En el 98 no era tan así. Contar con este formato que yo podía meter en una maleta y difundir cosas que no llegaban era genial. En ese tiempo estábamos conscientes de que si publicabas un libro en Buenos Aires no iba a llegar más lejos que a Córdoba. Y lo mismo acá con ustedes. Bueno, vos eras muy chiquito en ese entonces, pero los

poetas de esas generaciones debieron darse cuenta de que la distribución era un gran problema. Hoy hay más editoriales pequeñas y lo que en realidad sucede es que nos vemos obligados a publicar el mismo libro en distintos países. Antes, quizás no nos parecía tan legítimo. Ahora, descubrimos que es lo único que podemos hacer. A pesar de que Pen Press es una editorial pequeña, cuenta con autores como Raúl Zurita, Elsa Cross, Reynaldo Jiménez, Roberto Häsler, Jorge Riechmann, Ann Lauterbach, Haroldo de Campos, Rafael Courtoisie, entre otros. ¿Cómo se estructura este catálogo? Es una editorial tiny, minúscula (risas). Desde el principio me propuse que Pen Press funcionara por invitación, es decir, yo invito a los poetas que me gustaría publicar. Después tenemos que ver qué tipo de textos están disponibles para no tener que pagar derechos y no sobreponernos con una publicación que, a lo mejor, va a ser inmediata en otra editorial. Lo que se busca es aportar algo. Poner en circulación algo que está agotado o adelantarse dos años a algo que va a salir. ¿Y así llegar al mercado norteamericano con autores latinoamericanos…? Mirá, no nos engañemos. A los norteamericanos no les interesa mucho lo que estamos haciendo por acá, ni nada de lo que se está haciendo fuera de lo que hacen ellos. Mi público, mi objetivo, no son los norteamericanos. Más bien la idea era otra. Por ejemplo, Raúl Zurita ahora circula por todo lado, por suerte, pero en un momento su poesía no llegaba a Quito o Bogotá. La idea era procurar que sí llegase. O el caso de Elsa Cross que era una poeta muy reconocida y leída en México, pero que casi no llegaba a la Argentina ni al Perú.

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Ahora, en cuanto a tu faceta como traductora, empezaré con esto: traduttore, tradittore… Yo no creo eso. Mirá, yo dedicaría parte de mi vida para destruir dos slogans: uno es este que se dijo mucho en los setenta y que decía ‘la poesía no se vende porque no se vende’, porque yo sí creo que la poesía se vende. Porque no es nada intrínseco. El momento que se quiera promocionar al mismo nivel que lo hacen la narrativa o el cine, creo que se podría lograr. Y el otro es traduttore, tradittore. ¿Qué sería de nosotros sin las traducciones? En algún momento alguien dijo que las religiones no existirían sin las traducciones. ¿Quién hubiera podido leer la Biblia o el Corán? ¿Qué parte de la población conoce el latín o el arameo? Y lo mismo con otras tradiciones o culturas. La base de las culturas se ha transmitido gracias a la traducción. Y, si en cierto sentido, algo se pierde…, bueno, enhorabuena por todo lo que se gana. Creo que siempre se gana más de lo que se pierde. Estoy muy en desacuerdo con esa frase. ¿Crees que el traductor de poesía también debe ser poeta? No. No es necesario que el traductor de poesía sea poeta. Eliot Weinberger, el traductor de Borges y de Octavio Paz al inglés, no era poeta pero creía que es necesario estar al tanto de la poesía que se escribe en su lengua y en la que va a traducir. Por otro lado, las personas que han traducido mis poemas no son poetas. Nelly Roffé, quien me tradujo al francés, acaba de publicar su primer libro de poesía pero no es que ya tenga una carrera consolidada. Anna Deeny, quien me tradujo al inglés, ha escrito teatro.

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Has traducido la obra de Jerome Rothenberg, Anne Waldman, Leonard Schwartz, entre otros. ¿Concibes a la traducción como un

proceso de reescritura, como una recreación del poema que se está traduciendo? Hay toda una idea de preguntar si la traducción es creación. Pero vos decís recreación y creo que estás más cerca. La traducción es a la creación lo mismo que la interpretación musical es a la composición. Se recrea como un intérprete recrea la obra que fue compuesta y siempre va a aportar algo de su propia experiencia como músico. Sin embargo, su prioridad va a ser tocar las notas que están escritas en la partitura y no cambiarlas (risas). Entonces, lo creativo viene en qué elige uno para traducir. Los poetas que voy a traducir los elijo yo misma. Por ahí pasa un aspecto de la creatividad, es decir, por qué yo me relaciono con ciertos poetas y quiero traducirlos y por qué otros pueden gustarme mucho pero no me animaría a traducir. No todas las traducciones son hechas de una lengua a otra, sino que algunas pasan por otro filtro. Por ejemplo, cuando la poeta polaca Wislawa Szymborska ganó el Nobel, no se hicieron traducciones del polaco al español, sino que se la tradujo al inglés y luego al español. ¿Cómo lograr que el poema sea lo más fiel cuando el traductor se encuentra frente a una situación de este tipo? Lo planteas en un momento muy especial. Acabo de entregar una traducción de una antología de poesía indígena norteamericana. Mi traducción, por supuesto, fue a partir de unas traducciones ya hechas al inglés. Y otra vez hago hincapié en que se gana más que lo que se pierde. OK, un Nobel es una razón para que todo el mundo quiera leer a una poeta de inmediato. Es una razón muy válida para recurrir a una lengua intermedia. Es una manera de poder acceder a ese material. No se puede hablar al


Mercedes Roffé (Buenos Aires, Argentina, 1954)

mismo tiempo lenguas tan diversas, por lo que sería imposible hacer una antología de poesía indígena porque entonces habría que conocer, no sé, doscientas lenguas. Me parece más legítimo que los traductores de una lengua a otra, consulten traducciones en una lengua intermedia. Es casi como ver otra opinión, es decir, pregun-

tarse: ¿estoy entendiendo bien? ¿es esto lo que dijo? Ah, no, mirá, entendió esto pero en realidad yo lo veo de otra manera, así que lo voy a traducir como yo lo entiendo. Hacer una consulta no lo veo mal. Pero hacer una traducción de una segunda mano, en la medida que se pueda, creo que sería bueno evitarlo.

Poeta, traductora y editora. Es doctora en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid (España) y en Literatura Española por la Universidad de Nueva York (EE.UU.). En 1998 fundó la editorial Pen Press. Por su obra lírica, obtuvo la beca de la John Simon Guggenheim Foundation (2001) y la beca de la Civitella Ranieri Foundation (2012). Ha publicado en poesía Poemas (1973-77) (1978), El tapiz (bajo el heterónimo Ferdinand Oziel, 1983), Cámara baja (1987; 1998), La noche y las palabras (1996; 1999), Definiciones mayas (1999), Antología poética (2000), Canto errante (2002), Memorial de agravios (2002), Milenios caen de su vuelo. Poemas 1977-2003 (2005), La ópera fantasma (2005), Las linternas flotantes (2009), Canto errante seguido de Memorial de agravios (2011), La ópera fantasma. (2012), Carcaj: vislumbres (2014) y Diario ínfimo (2016). 83


Pilar Adón

E

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l ruido de los motores, los pasos de los viajeros. Vendían café en un puesto cercano y el olor que se esparcía por la estación le resultó desconcertante. No desagradable, pero tampoco amable. Con su propio lenguaje, que se dirigía directamente a la esfera de la emoción sin haber pasado previamente por la del pensamiento, mucho más alentadora y mucho más controlable, parecía insistir en que la nostalgia y la infelicidad eran los estados del ánimo más arraigados en su carácter, e hizo que se viera de nuevo en su casa y, a la vez, tan apartada. Contemplando el espacio que había recorrido y el que aún le faltaba por recorrer. Condensando la necesidad de estar lejos y, al tiempo, la certeza de no haberse movido del sitio en el que había estado siempre. El estruendo de los motores y el humo que expulsaban los tubos de escape. Todo iba a chocar contra ella. Se pasó los dedos por los ojos y se cubrió la boca con el cuello de la camiseta antes de volver a comprobar que el número que figuraba en el cartón colocado en el parabrisas del autobús que tenía justo delante y el número que constaba en su billete eran el mismo. Había dejado en el suelo sus dos bolsas de viaje y ahora esperaba la llegada de Jermo con la idea repetida de que

sería fatal que no apareciera a tiempo. Él era compasivo y benévolo, pero también imprevisible. Y quizá no llegara. Con esa manera suya de hacer las cosas. Esa manera de poner en práctica sus ritos. La tremenda importancia que les daba y, al tiempo, cómo los rodeaba de una absoluta insustancialidad. Seguía mordiéndose la tela del cuello de la camiseta con los labios apretados, y volvió la cabeza hacia la entrada. Con una intranquilidad creciente, vio que cada vez había más gente a su lado. Más cuerpos idénticos y amontonados frente al quiosco de prensa. En la sala de espera. Cerca de la cafetería y en la barra en que vendían los bocadillos. Cuando la figura de su hermano apuntara en la distancia, tan alto y firme al caminar, con su teoría del Hombre Exacto brotando de él, resultaría imposible no captar su presencia. No advertir que estaba cerca, dispuesto a subirse al autobús con ella y a alejarse de todo lo que pudiera representar una Falta de Significado. Una propensión a la Confusión. Pero no llegaba. Habían mantenido larguísimas charlas por teléfono para prepararlo todo. Él escondido en el rincón más extremo del pasillo de su casa, tirando del cable del teléfono para que Martina no se enterara de lo

que hablaba, y ella también en un pasillo, el de la residencia, asintiendo ante sus planes y respondiendo en voz baja por mera educación, ya que las puertas de todas las habitaciones estaban cerradas y a nadie le importaba lo que ella pudiera decir por teléfono, por escrito o subida a una barca en medio de un lago. Camisetas de colores. Pantalones largos. Pantalones cortos. Enormes cabezas de pelo rizado y cabezas estiradas de pelo largo. Había quien llevaba más de una bolsa encima, como ella, y gafas de sol que desaparecían en la penumbra de un vestíbulo que, al entrar, parecía más oscuro de lo que en realidad era: a los ojos les costaba acostumbrarse a las sombras tras la brillantísima luz que en el exterior evidenciaba que ya estaban en junio. Su hermano le había hablado de lo esencial que sería aquel regreso a lo Básico. A lo Primitivo y lo Original. Y ella trataba de imaginar


relato

el poder de veinte mil personas reunidas durante una semana en un mismo lugar. Quizá pudiera medirse en vatios aquella energía, con el impulso de los niños cantando y marchando en corros, los gritos de bienvenida de cientos de gargantas, las saunas ceremoniales para la purificación, los ejercicios de autoconciencia y las conversaciones acerca de la actividad humana, el propósito de la existencia, de lo que es lo Bueno, en presencia de lo Natural. Edén. Vergeles y edén. Acompañados de la Gran Madre. La gran diosa. Y la Oración. El Recogimiento. Los rezos, que no consistían en pedir ayuda ni en solicitar favores, sino en dar. En Ofrecer y repartir devoción sin exigir nada a cambio. Sin aspirar a compensación alguna. Las Súplicas, pronunciadas en voz alta o repetidas en el silencio de cada individuo, no debían esperar ser satisfechas. Vivir en la Oración significaba saberse partícipe de un

extraordinario estado de la existencia, y centrarse en semejante significado sólo podía derivar en la anulación de la tristeza. En la entrega a una voluntad superior. La razón y la bondad infinitas. En el desprendimiento de lo terrenal y la aceptación de los designios de la autoridad máxima que, en su indulgencia, sabría qué hacer con ellos, pobres espíritus sin rumbo. Pobres organismos conscientes de su condición mortal y falible. Su hermano le había dicho que sería imposible caer en el desánimo si se consideraba que todo lo que debía hacerse durante el efímero acontecer individual se condensaba en dar lo que se tenía. En desposeerse de los bienes tangibles. Ella se había sentado en un banco de madera intentando controlar los nervios mientras le esperaba, dejando que las manos le colgaran desde las rodillas hacia las bolsas, repitiéndose que, precisamente

Vivir en la Oración significaba saberse partícipe de un extraordinario estado de la existencia, y centrarse en semejante significado sólo podía derivar en la anulación de la tristeza. En la entrega a una voluntad superior. La razón y la bondad infinitas. En el desprendimiento de lo terrenal y la aceptación de los designios de la autoridad máxima que, en su indulgencia, sabría qué hacer con ellos, pobres espíritus sin rumbo. Pobres organismos conscientes de su condición mortal y falible.

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por aquel desposeimiento, no tenía que haber preparado dos. Con una habría sido más que suficiente y se estaba dando cuenta muy tarde. Llevaba demasiado equipaje. Su hermano iba a pensar que era boba. Que no tenía contacto con la realidad y que no tenía ni idea de cómo era el jardín, el paraíso, al que se dirigían. Había llenado dos bolsas cuando no necesitarían tanta ropa ni tantos libros ni tantos productos de aseo porque allí todo iba a ser comunal y compartido, y lo superfluo parecería mucho más excesivo e innecesario que en ninguna otra parte. Trataría de explicarle que en su propia habitación, ante la necesidad de elegir unas cuantas cosas y desprenderse de otras, se había visto incapaz de abandonar nada. Sus fotos. Sus cartas. Sus libros. Sus cintas de música. Y el collar del perro, aunque el perro ya no estuviera. El conductor del autobús estaba abriendo la puerta del maletero, y algunos viajeros empezaban a dejar bolsos y mochilas en el interior. Uno de ellos la saludó con la mano cuando sus miradas se cruzaron, y ella apartó los ojos de inmediato. ¿Dónde estaba Jermo? ¿Por qué no llegaba? Volvió a girar la cabeza en dirección a la entrada. —Esperas a alguien. No era una pregunta. La rapi-

dez con que el autor del saludo se le acercó hizo que se pusiera de pie y se echara a un lado. —Sí —dijo. —¿Alguien importante? Ella se agachó para recoger sus bolsas. No respondió. —No te va a pasar nada. Yo he ido otros años y sé cómo funciona. Allí todo es real y natural. Puedes ir sola. Aunque él no venga. Irían juntos si su hermano aparecía. Así de fácil. Y hablarían de que el tiempo no transcurría siempre de la misma manera y de que a veces las horas decidían mantenerse en el mismo cuadrante, marcando el mismo ángulo, sin avanzar ni ofrecer ningún alivio a los individuos que hubieran aceptado la convención de que transitaban sobre la base plana y redonda de un reloj, obedeciendo al depurado mecanismo de sus ruedecillas. Podrían hablar de eso, del paso del tiempo. De cómo les había tratado a cada uno de ellos. Se fijó en que el chico que volvía a preguntarle algo a lo que tampoco iba a responder llevaba las zapatillas rotas, de modo que los dedos le asomaban por los agujeros de la tela. Y su hermano no llegaba. Afortunadamente, quien sí llegó fue una mujer que llevaba un vestido rematado con flecos rosas que le caían hasta los tobillos, y que se les acercó para abrazarse a la cintura del chico después de declarar «Yo


también he leído El doctor Jekyll y míster Hyde» como una contraseña. Los dos se dirigieron al grupo de viajeros sin decirle nada más, sin despedirse. Subieron uno tras otro los dos peldaños del autobús, como estaban haciendo ya todos los demás, y desaparecieron. Ella volvió a sentarse. Dejó caer los brazos en la misma actitud de antes, con la misma dejadez sólo aparente, notando cómo le temblaban las manos, cómo le crecía una agitación en las piernas que no le permitía concentrarse ni descansar, y se obligó a recordar que Jermo le había dicho que su sueño, lo que quería hacer, se resumía en poder tumbarse en la hierba y respirar. Notar las briznas entre los dedos. Cerrar los ojos. Deshacerse de sus propias dudas y de sus miedos. Eso era lo que quería. Y para eso tenía que dejar a Martina y al niño solos unos cuantos días e ir con ella al encuentro. También le había dicho que la gente solía enmascarar su cobardía tras un carácter bueno y dócil, pero que él no podía seguir así. No podía seguir mintiendo más. En su casa no quedaba nada emocionante ni inesperado ni prodigioso por descubrir. Martina estaba enfadada, apenas se hablaban, y el niño no dejaba de llorar. Lloraba a todas horas. En cambio, su grandeza sería nueva y luminosa en el lugar al que irían en ese autobús. Y ella ya lo había arreglado todo. Después de calcular durante semanas cuál sería la manera más rápida y más conveniente para salir de la residencia sin armar escándalos y sin preocupar a nadie, decidió escribirle una carta a la directora en la que le aclaraba que debía ausentarse para estar con su hermano. Un hermano que le había reiterado que la energía no estaba entre ellos para dejarse ir ni para dejarse perder, y que la vida consistía en desarrollar una marcha paralela a la propia del tiempo. De todas maneras, no te-

nía que dar explicaciones. A nadie. Tampoco a aquel extraño que llevaba las zapatillas rotas. Lo que tenía que hacer era liberarse y acceder a que la insolencia del viento le barriera el pelo. A que el roce de una mano desconocida le inflamara la piel del cuello. A que los dedos se le hundieran en la suavidad del lomo de un perro que no sería el suyo. Ir al baño de la estación y lavarse la cara antes de empezar el viaje. Aunque no podía apartarse del autobús. Habían quedado en aquella planta y en aquel acceso, que podía verse desde las taquillas, y él tenía que distinguirla en cuanto llegara. En cuanto pusiera un pie en la estación. Abrazarla y sonreír ante ella. Con toda la seguridad de sus convicciones. «Sólo la tierra te salvará», le había dicho por teléfono en su última conversación, hacía dos días. Así que se quedó en el mismo sitio, sin saber qué más hacer. Qué más. Su hermano le diría que tenía que confiar. Eso era lo que tenía que intentar. Confiar y comprender que en unos minutos, cuando él apareciera por fin y los dos se acomodaran en sus respectivos asientos del autobús, podrían entregarse al disfrute. Al simple disfrute de cada instante y de las cosas. ¿Cómo actuar para que aquella admiración no se extinguiera? Para que no se perdiera en su propia excelencia y no se transformara en una indiferencia que pudiera llevar al desinterés, al alejamiento. No quería distanciarse de lo que tendría entonces ante sí. La luz. El brillo de lo nuevo. Lo que estaba brotando y aún perduraría unos días antes de agostarse y perder toda frescura porque ese verde y ese esplendor no resistirían el peso del sol. La altura de las plantas y la hierba. La curvatura de los rosales y el ofrecimiento abierto de cada flor. Las hojas de los manzanos. Las hojas de los almendros. Todo aquel tiempo in-

La curvatura de los rosales y el ofrecimiento abierto de cada flor. Las hojas de los manzanos. Las hojas de los almendros. Todo aquel tiempo invertido en la contemplación ¿sería un tiempo ganado? Esa apreciación de cada brizna, de cada aleteo, ¿era algo valioso? ¿Podía medirse? ¿Tasarse en utilidad?

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Allí inmóvil, junto a un Jermo que parecía haberse olvidado de la Bella Naturaleza para concentrarse en el pragmatismo de lo cotidiano, se preguntó cómo sería estar a ese otro lado, ser como él.

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vertido en la contemplación ¿sería un tiempo ganado? Esa apreciación de cada brizna, de cada aleteo, ¿era algo valioso? ¿Podía medirse? ¿Tasarse en utilidad? Él le explicaría por qué se había retrasado, y ella le diría que no se preocupara. Que no tenía importancia ahora que ya estaba allí. No obstante, la situación se planteó de una forma mucho más anodina. Sin disculpas ni abrazos. Sin que Jermo se presentara como un humano excelente surgiendo de entre las columnas de humanos comunes. No emergió de la confusión de cuerpos ni parecía llevar escrita en la cara la palabra Pausa. Sencillamente se sentó a su lado, subió las piernas al banco y las cruzó. Se quitó los zapatos y empezó a frotarse los pies mientras giraba lentamente la cabeza para mirar a su hermana con una sonrisa. —¡Vaya! —exclamó ella al verle—. Has llegado. ¿No llevas nada? —Parece que ya llevas tú lo suficiente para los dos —dijo él inclinándose y observando más de cerca las bolsas—. ¿No habrás metido ahí tu máquina de escribir? Ella se echó a reír. —Qué ocurrencia. —No me extrañaría. —¿Nos vamos? Él no se movió. Siguió tocándose los pies sin dejar de mirarla con los ojos muy abiertos. Sonriendo. —No has cambiado. Sigues

con esa cara de topo. Y las mismas pecas. Estoy seguro de que no has perdido ni una. ¿Tienes novio? —Qué pregunta… Vámonos. El autobús está a punto de marcharse. —¿Has comprado los billetes? —Claro. —Claro. Siempre tan eficaz. Tan previsora. Y tan puntual. No esperaba menos de ti, pequeña Leo. Pequeña Leo. Ya nadie la llamaba así excepto Jermo. Que estaba otra vez a su lado y que recordaba aquel nombre que también utilizaba su padre, cuando se le acercaba con cuidado y decía: «Leo… Ven. Vamos a cenar». Sin gritar. Sin estrépito. Aproximándose a ella antes de hablar y así, de esa forma tan sobria, extraordinariamente amable, mantener la calma que tanto necesitaban los dos. Leo… Una palabra tan querida por ella, que no esperó más: se puso de pie y recogió las bolsas para cargárselas a la espalda y caminar hacia el autobús. Era gracioso aquel sonido lleno de briznas de hierba. Como las briznas que quería acariciar su hermano. Puntiagudas y esbeltas como una l. —Escucha. Siéntate otra vez, anda. Tengo que contarte algo. Las cosas nunca son perfectas. Ella dejó de sonreír y regresó al banco. —¿Qué vas a decirme? ¿Que no vienes? Su hermano bajó los pies al suelo y se puso los zapatos. Torpemente, sin emplear las manos. —No puedo. No voy a dejar a Martina ahora, sola con el niño. Se ha puesto enfermo. —Ya. —Pero he pensado que, ya que estás aquí, y ya que te has traído todas tus cosas, podrías venir a pasar unos días con nosotros. A casa. Con Mateo, que no te conoce. Ella no miraba ya a su hermano. No quería ver sus propias pecas en su piel ni el mismo color avellana


en unos ojos que la observaban con expectación. —¿No es un buen plan? ¿Un buen plan? —No sé. Martina estará ocupada. Con el niño malo… No creo que tenga ganas de verme. Y menos aún de meterme en su casa. —La casa es de los dos. Y claro que quiere verte. Así que esa era la única verdad. No iba a ir con ella. Podía poner todas las excusas que quisiera y adornar su decisión con todos los argumentos del mundo. No iba a ir con ella. —Sólo son unos días. ¿Por qué no podemos hacerlo? Seguir con lo que habíamos previsto. —No hay tanta diferencia entre aquí y allí, Leo. —¿Y eso me lo dices tú? ¿Ahora?

—No puedo decirte mucho más. Ella había dormido en el asiento de un tren la noche anterior. Había pasado frío a pesar de estar en verano, y esa misma mañana se había despertado con unos ruidos procedentes del otro lado de la puerta de su compartimento. Estaba amaneciendo y al principio, rodeada de un olor ácido que transmitía reposo y despreocupación, quiso mirar por la ventana. O volver a dormir. Sabía que algo la había asustado, pero se vio incapaz de identificar los sonidos del pasillo que, a juzgar por el comportamiento de los otros, que seguían durmiendo, sólo le llegaban a ella. Fue un poco más tarde, al prestar atención, cuando se dio cuenta de que dos ancianos estaban peleándose junto a la puer-

ta. Un hombre y una mujer que no dejaban de empujarse mientras se insultaban. Y era el cuerpo de cualquiera de ellos, al chocar contra el cristal, lo que provocaba los sonidos continuados que la habían despertado tan temprano. No podía descifrar lo que se decían, y tampoco quería escucharles. No quería descubrir sus caras, desdibujadas más allá de la cortinilla que cubría la entrada al compartimento, ni la convulsión de sus rostros. La crispación tan hipnótica de sus gestos mientras parecían agonizar. No obstante, la violencia resultaba incontenible y no pudo dejar de fijarse en esos dos ancianos que no cedían. Que no desfallecían ni cesaban en su manera de increparse. De vociferar y gruñir. Casi rugiendo. Como dos tiranos. Inmediata-

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Su hermano le había dicho que sería imposible caer en el desánimo si se consideraba que todo lo que debía hacerse durante el efímero acontecer individual se condensaba en dar lo que se tenía. En desposeerse de los bienes tangibles.

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mente pudo ver que la mujer alzaba un brazo para darle un puñetazo al hombre, aunque no pareciera querer dirigirlo a ningún lugar especial. Un manotazo lanzado al aire. Ella jamás le había pegado un puñetazo a nadie. Ni un bofetón. Ni siquiera un empujón. Nunca se había precipitado contra otra persona con esa brusquedad y esa ira. —¿Te acuerdas de nuestro primer viaje con papá? —le estaba preguntando Jermo—. Te levantaste tres horas antes. Y estuviste todo el día aferrada al folleto de los horarios del tren. ¿Te acuerdas? No lo soltaste hasta que llegamos al hotel. Se acordaba. Y de la suavísima moqueta verde. Como también era verde el papel de las paredes de su habitación. Se acordaba perfectamente. Y de cómo el sol le entrecerraba los ojos y los hacía lagrimear. Lo recordaba. Ella siempre había vivido en un proceso de esfuerzo y buenos resultados, con el correspondiente fin del esfuerzo. Había estudiado para los exámenes, había perseverado y había aprobado los exámenes. Se había propuesto hacer unas prácticas, se había entregado a ellas durante meses y había terminado las prácticas. Pero aquello era distinto. No existía una relación de esfuerzo-resultado en

la negativa de su hermano. No había una fecha concreta en la que él pudiera cambiar de opinión y decidiera emprender ese nuevo viaje con ella. La comprensión era imposible. Daba lo mismo que se hubiera esforzado día tras día. Que le hubiera escrito su carta a la directora de la residencia. Que hubiera estado atenta, dispuesta. El desenlace no tenía nada que ver con lo esperado. Y al llegar a esa conclusión, junto a su hermano, notó cómo iba reapareciendo el temblor. Un temblor paralizante que le nacía en el estómago y que se le desarrollaba en el pecho, oprimiéndolo e impidiendo una respiración normal. Un temblor que podía hacer que un ser bueno se convirtiera en un ser diferente. Oyó gritos a su espalda y rememoró la pelea de los dos ancianos. Pero estos chillidos venían acompañados de carcajadas, y supo que llegaban más viajeros, justo al límite. No fue necesario volver la cabeza para entender que corrían arrastrando sus bolsas, haciéndole señas al conductor para que no se fuera. Y, mientras, los otros, los que ya habían subido al autobús, los que no tenían dudas ni alzaban ante sí muros insalvables que los separaran de la satisfacción y la alegría, dedicaban sus minutos de espera a la contemplación del extraño proceder de aquellos hermanos que no se miraban, que no se movían, y que no parecían darse cuenta de que debían huir, como todos ellos, de las debilidades y los perjuicios de la vida metropolitana. Allí inmóvil, junto a un Jermo que parecía haberse olvidado de la Bella Naturaleza para concentrarse en el pragmatismo de lo cotidiano, se preguntó cómo sería estar a ese otro lado, ser como él. Disponer de esa fuerza y ese dominio. Esa seguridad que le llevaba a pronunciar una frase como aquella ante alguien que llevaba horas aguardan-


do su llegada: «No puedo decirte mucho más». Y empezar a sacar de un bolsillo las llaves del coche para seguir adelante con sus planes después de haber dejado bien claro que él se retiraba, que renunciaba al hallazgo de lo Puro. Con semejante templanza y sin remordimientos. Con la certeza de que la tolerancia y el perdón caerían sobre él porque él era un ser amado como a nadie más se amaba en el mundo. Con el convencimiento de que nunca podría formular frases desdeñosas ni resultar despectivo, y de que todas las horas que se pasasen a su lado contarían como horas bien empleadas. ¿Cómo sería tener la magnífica capacidad de hacer siempre lo que se debía? Hacer siempre lo correcto. Sin herir ni decepcionar. Con la prerrogativa de no ofender jamás. —¿Qué? ¿Nos vamos? Ella le echó un último vistazo al autobús. Los viajeros se movían en su interior con sus ropas de colores brillantes, sus cintas en el pelo y sus expresiones radiantes de vivaces individuos que pronto estarían rodeados de miel. Como abejas en busca del néctar de las flores, felizmente asequible para que lo libaran todos juntos. El polen que se quedaría adherido a los pelillos de sus patas sin que ni Jermo ni ella se encontraran allí para garantizarse su parte del banquete. Porque sus planes no significaban nada. Sus ideas acerca de la Naturaleza y la Comunión con lo Absoluto no significaban nada. Sus teorías no implicaban ningún avance sino, al contrario, un nuevo estancamiento en la obligación y en la fantasía de una placidez familiar idealizada. Plagada de dependencias. Todas sus nobles abstracciones eran irrealizables. Todos sus ensayos de libertad iban a caer en la rutina y en lo tradicional. Lo uniforme. Volvió a mirarle y comprobó una vez más que había heredado el perfil de su padre.

—¿Qué le pasa a Mateo? Jermo cogió las dos bolsas del suelo y empezó a andar asegurándose de que ella le seguía. —Llora mucho. Al fin y al cabo, la vida de las abejas también era una vida de esclavitud. Y a ella le gustaba dejarse convencer por los razonamientos de su hermano. Le gustaba que le alborotara el pelo con los dedos y que le diera golpecitos cómplices con el codo. Poner vasos y reco-

ger vasos. Servir el café. ¿Azúcar? ¿Leche? Con las mejillas rosadas y la nariz brillante. Deseaba que Jermo supiera a todas horas que ella existía. Deseaba captar su atención y ser capaz de mantener el tono de sus conversaciones durante horas. Igual que un perro ansía su hueso. Consciente de que no podría hacerle daño de ningún modo. Así que fue detrás de él arrastrando los pies. Aún les esperaba un largo trayecto de regreso a su casa.

Pilar Adón (Madrid, 1971) Se licenció en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros de relatos La vida sumergida (2017), El mes más cruel (2010), por el que fue nombrada Nuevo Talento Fnac, y Viajes inocentes (2005), por el que obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa, además de las novelas Las efímeras (2015) y Las hijas de Sara (2003). Ha publicado los poemarios Mente animal y La hija del cazador (2014 y 2011); en 2010 el cuadernillo de poesía De la mano iremos al bosque y en 2006 el poemario Con nubes y animales y fantasmas. Ha traducido a John Fowles, Penelope Fitzgerald, Joan Lindsay, Edith Wharton, Christina Rossetti y Henry James. Ha publicado relatos, poesía y crítica literaria en distintas revistas y suplementos: Babelia, abcd, Público, Eñe, Brèves, Turia…

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El braille y el arte en Quito para personas no videntes y videntes

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a gran mayoría de personas con discapacidad visual en Ecuador no han tenido la oportunidad de poder palpar, explorar y experimentar con su tacto las obras de arte. Los museos y salas de exposiciones no están creados o diseñados para que las personas no videntes tengan una experiencia gratificante, ya que en estos sitios culturales es prohibido tocar cualquier pieza. Las personas ciegas comentan que a veces pueden tocar alguna escultura, pero nada más; y si se trata de las pinturas, tienen el mismo problema ya que no pueden palpar sus texturas por la planicie en las que son trabajadas. Durante siglos, las personas con discapacidad visual han oído hablar de distintas obras de arte a través de las descripciones verbales, esfor-

zándose para imaginar, sin poder experimentar las formas y delineaciones de las obras creadas. Hoy, la propuesta del proyecto de arte escultopictórico con lectoescritura braille aspira a proporcionar a las personas con discapacidad visual la enriquecedora experiencia de tocar el arte. Para esto se ha tomado en consideración todos los detalles de investigación, creación, diseño y composición que enmarca el proyecto, con la incorporación del sistema de seis puntos en lectoescritura braille. Una vez fusionados todos estos elementos se obtiene una obra escultopictórica que al tocarla con la yema de los dedos, activará el pensamiento imaginativo, positivo y productivo. Este proyecto consiste en diseñar y pintar obras palpables, para


muestra que las personas no videntes o con problemas de visión, tengan la oportunidad de leer una pintura como si leyeran las formas definidas de sus propios rostros. Las obras creadas en alto relieve tienen como finalidad el desarrollo de la percepción táctil, de esta manera las personas con discapacidad visual podrán generar conocimientos, emociones y experiencias gratificantes a través del contacto con las obras y el arte. Las personas no videntes

han tomado con emoción esta propuesta del proyecto de arte escultopictórico con lectoescritura braille, porque tienen la posibilidad y la oportunidad de poder participar activamente en una exposición artística donde puedan tocar sin restricción las obras de arte con sus manos. Esta es una manera de buscar la concienciación de la sociedad para demostrar que las personas no videntes pueden acceder al arte y la cultura con iguales derechos que el resto de personas.

Lalinchi Arreaga Burgos (Guayaquil) Pintor, escultor, decorador y grabador. Autodidacta. Utiliza las técnicas de xilografía y punta seca. Es miembro activo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Guayas. En el año 2002 Lalinchi fue asignado por la CCE para dirigir y coordinar un taller de arte en beneficio de los niños sordos del Instituto Médico Pedagógico de Audición y Lenguaje (IMPAL). En 2002 ganó el Primer Premio en el Festival de Artes Plásticas al Aire Libre (FAAL), organizado por el Municipio y el Museo Municipal de Guayaquil. En 2003 se adjudicó el Primer Premio del Salón de Arte del Fuerte Militar Huancavilca. 93


Abril Altamirano

«Los cuentos fantásticos incluyen algo más que un misterioso asesinato, unos huesos ensangrentados o unos espectros agitando sus cadenas según las viejas normas. Debe respirarse en ellos una definida atmósfera de ansiedad e inexplicable temor ante lo ignoto y el más allá; ha de insinuarse la presencia de fuerzas desconocidas, y sugerir […] la maligna violación o derrota de las leyes inmutables de la naturaleza, las cuales representan nuestra única salvaguardia contra la invasión del caos y los demonios de los abismos exteriores».

Lovecraft, 1927.

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l hablar del terror en la narrativa hispanoamericana actual, uno de los autores más representativos del género es el quiteño Jorge Luis Cáceres, reconocido esencialmente por sus libros de cuentos (Desde las sombras, 2007; La flor del frío, 2009; Aquellos extraños días en los que brillo, 2011), en los cuales destaca la presencia del horror y lo fantástico. Conocido desde sus inicios como un gran admirador de Stephen King, Cáceres ha enfocado gran parte de su obra a la exploración del terror en las letras iberoamericanas, siendo antologador de las seis ediciones de No entren al 1408, antología en español tributo a Stephen King (Quito, 2013-2016; México D.F, 2014; Buenos Aires, 2015; Santiago, 2017 y Madrid, 2017), obra que ha logra-

do llevar la literatura fantástica y de horror latinoamericana más allá de las fronteras geográficas y lingüísticas gracias a su relación con la figura icónica de Stephen King en la cultura popular. La fascinación por el autor de los bestsellers más exitosos de la literatura estadounidense contemporánea —quien ha trascendido los límites del papel y se ha convertido, desde hace casi medio siglo, en fuente inagotable para el cine de terror de los últimos tiempos— permanece latente en la más reciente publicación de Cáceres, Las moscas y otros cuentos, recopilación de seis perturbadores relatos realizada por Editorial El Conejo, como parte de la nueva colección narrativa Mademoiselle Satán. En su brevedad, los cuentos de Cáceres logran condensar lo que


apuntes para H.P. Lovecraft y otros exponentes del género del terror fantástico es fundamental en un relato de esta naturaleza: la atmósfera creada mediante la exacta selección del lenguaje, que culmina en el origen de un estado de ánimo determinado en el lector, en este caso, el miedo. Para Edgar Allan Poe, quien es considerado el inventor del cuento moderno, el relato corto se caracteriza por la existencia de un efecto único, situado al final de la historia, y por la obligación que tienen todos los elementos del relato de contribuir a ese efecto. En su narrativa, Cáceres se adhiere totalmente a esta estructura; sus cuentos son una suma de intensidades e incógnitas que se aglutinan al último momento, en la aparición del espectro. Sobre esto último, cabe afirmar que los cuentos de Cáceres son una clara muestra de lo que Lovecraft define como terror sobrenatural; lo fantástico está siempre presente, aun en los escenarios más realistas, que evidencian la predilección del autor por situar lo sobrenatural en lo urbano. Gracias al realismo, el narrador se abastece de minuciosos detalles (geográficos, sociales, históricos…) que sirven como soporte de la estructura del relato, puesto que en ellos se reafirma la verosimilitud indispensable para la inmersión del lector en la ficción: «Los cuentos sobre eventos extraordinarios tienen ciertas complejidades que deben ser superadas para lograr su credibilidad, y esto solo puede lograrse tratando el tema con cuidadoso realismo, excepto a la hora de abordar el hecho sobrenatural». (Lovecraft, 1927). Aunque la dosis de realismo aparece en todos los cuentos de la recopilación, un ejemplo evidente es el de ‘Episodio infernal’, el cual narra los abusos de dos agentes de la Policía Nacional durante el mandato de Febres Cordero en los años ochenta. El terror en este

cuento está dado, en gran parte, por la acertada descripción del escenario histórico y social de la época; el lector sabe que los horrores que se narran no provienen únicamente de la imaginación del escritor, sino de una realidad atroz que afectó a la población ecuatoriana y a otros países latinoamericanos. Con esta base real, Cáceres crea una historia donde la culpa y la violencia sirven de cuna para los espectros que atormentarán a sus verdugos hasta la muerte. Un efecto similar está presente en la mayoría de sus cuentos, puesto que los personajes transitan por las calles y los barrios populares de Quito (bares de La Mariscal, el sector universitario, la República de El Salvador, Los Chillos, San Bartolo, etc.) y hacen uso de un lenguaje coloquial en los diálogos. Al hablar de los personajes, es necesario volver al tema de la influencia de Stephen King en la obra de Cáceres. La caracterización del personaje principal de los cuentos es, en varios casos, similar a la que King asigna a algunos de sus más icónicos héroes. Por ejemplo, el escritor perturbado que pierde la razón y se interna en un mundo de criaturas indómitas, absorbido por su propia ficción, es protagonista de tres de los relatos de Las moscas y otros cuentos. El más impactante, atiborrado de referencias a la obra de King, es ‘Sonrisas’; en este cuento se hace alusión al famoso payaso Pennywisey, a William ‘Bill’ Denbrough, uno de los siete niños víctimas de la criatura en la aclamada novela It. Como muchos de los protagonistas de King, en su vida adulta Bill Denbrough es descrito como un afamado escritor, detalle que Cáceres aprovecha para convertirlo en el autor original de It. En este caso, ‘Eso’ ronda las calles de Quito y rapta al hijo de David Trepaud, un joven aspirante a escritor de novelas de misterio fanático de la obra de Denbrough. El inves-

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El escenario en el que se desarrolla la historia sigue siendo urbano, pero carece de la precisión y el realismo que permitan ubicarlo en Quito, Nueva York o Buenos Aires; la ciudad, las calles o el barrio son insustanciales para la trama, ni siquiera se menciona el nombre del protagonista, sus rasgos físicos o su profesión. La atmósfera está dada, únicamente, por la repulsión y el acorralamiento que provocan las moscas…

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tigador del siniestro, fanático también de la literatura de terror, posee en su oficina una colección de libros cuyos autores son todos personajes de varias novelas de Stephen King (Mort Rainey, Jack Torrance, Paul Sheldon…). En ‘Armario’, en cambio, el narrador describe a un escritor que no muestra signos de locura, merecedor de premios internacionales y alabado por la crítica. Parecería más un estudio literario sobre la obra de un autor ficticio; solo el detalle del armario abre una interrogante y es en el clímax del cuento cuando se revela lo fantástico, para lo cual Cáceres utiliza el tema del doble, bastante explotado en la obra de King, por ejemplo, en el relato ‘Secret Window, Secret Garden’. El escritor que protagoniza ‘La sed’, por su parte, se asemeja a la figura de Jack Torrance (The shining) por su adicción a la bebida y su decisión de distanciarse de la ciudad para intentar superar un bloqueo creativo. Otro modelo de personaje clásico del terror que Cáceres maneja con experticia es el del investigador o detective, donde el autor despliega su experiencia como criminólogo.

Cuentos como ‘La caja’ y ‘Sonrisas’ poseen en su introducción los elementos claves de una novela policial, el misterio gira en torno a la figura del cadáver. De Las moscas y otros cuentos cabe resaltar lo que estudiosos de la literatura fantástica describen como una sensación de incertidumbre; para TzvetanTodorov, «lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural […]. Hay un tipo de fenómeno extraño que puede ser explicado de dos maneras, por tipos de causas naturales y sobrenaturales. La posibilidad de vacilar entre ambas crea el efecto fantástico» (1970). Louis Vax define esta vacilación como un «sentimiento de extrañeza» —término tomado de la psiquiatría— que convierte lo familiar en ajeno y provoca angustia. En los cuentos de Cáceres, la aparición de espectros, demonios y seres de otros mundos crea esta ruptura en lo cotidiano; en cambio, lo que genera la ambigüedad fantástica es la constante inclinación de sus personajes a la locura. Los monstruos


vienen de la mano con personajes trastornados, sádicos o viciosos, que abren voluntariamente la puerta de la realidad a sus demonios internos. Mientras avanza la narración, aumenta la duda y la tensión en el lector al no saber si las criaturas atacarán o si son solo creaciones mentales del loco. He dejado para el final el cuento que da título a la compilación, ‘Las moscas’, por ser en múltiples aspectos diferente a los otros cinco relatos. Para empezar, es el único narrado totalmente en primera persona, hecho que contribuye —sin lugar a duda— a que sea el más perturbador. El escenario en el que se desarrolla la historia sigue siendo urbano, pero carece de la precisión y el realismo que permitan ubicarlo en Quito, Nueva York o Buenos Aires; la ciudad, las calles o el barrio son insustanciales para la trama, ni siquiera se menciona el nombre del protagonista, sus rasgos físicos o su profesión. La atmósfera está dada, únicamente, por la repulsión y el acorralamiento que provocan las moscas, que cercan al personaje en todos los espacios y evocan en el lector una constante sensación de encierro. Es, además, el único cuento en el cual lo sobrenatural aparece desde el primer párrafo y está presente en toda la narración, lo cual no implica que la tensión decaiga. El tema seleccionado por Cáceres engancha al lector no solo por sus imágenes grotescas, sino, más bien, por la sutil línea que crea entre lo posible y lo sobrenatural. Las moscas, criaturas existentes en el mundo real, son la causa del «sentimiento de extrañeza» en el narrador, quien las ve como bajo un lente de aumento mientras estas devoran a su vecino. El pánico aumenta cuando el resto del mundo parece no notar o aceptar con indiferencia la invasión de las moscas, con lo cual se intensifica

En su brevedad, los cuentos de Cáceres logran condensar lo que para H.P. Lovecraft y otros exponentes del género del terror fantástico es fundamental en un relato de esta naturaleza: la atmósfera creada mediante la exacta selección del lenguaje, que culmina en el origen de un estado de ánimo determinado en el lector, en este caso, el miedo. la ya mencionada incertidumbre, ¿las moscas existen, o el narrador las alucina? Lo que ‘Las moscas’ guarda en común con el resto de cuentos es ese quiebre entre los límites de lo físico y lo mental, entre la materia y el espíritu. Existe en estas narraciones un mecanismo superior, una especie de condena que persigue a los personajes y los atormenta hasta volverse tangible. Hay una relación de causalidad en cada aparición sobrenatural: el hombre que ha desperdiciado su vida en el alcohol es condenado a sufrir una sed terrible e insaciable, el torturador ha de vivir con el eco de las almas de sus víctimas, el sádico ha de acabar en manos de la violencia despiadada. Los personajes de Cáceres hallan sus fantasmas en sus propias perversiones, como menciona el autor: «quien llama al horror con insistencia, termina sonriéndole a la muerte».

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Hojas de hierba Autor: Walt Whitman Traductor: Francisco Alexander Género: Poesía Colección: Esenciales Editorial: CCE Año: 2017 «Francisco Alexander escribe que Whitman es el primer poeta norteamericano en el sentido estricto del término, pues hasta 1855, año de la primera edición de Hojas de hierba, ‘la poesía que han producido los Estados Unidos casi no es otra cosa que la poesía de Inglaterra trasplantada al suelo de América... No sólo que [Whitman] no imita a los grandes modelos del Viejo Mundo, sino que rechaza deliberadamente la ingente herencia poética de Europa (aceptando de ella nada más que los elementos que él pueda adaptar a sus fines)’... Los 389 poemas de Hojas de hierba fueron la razón de vida de su autor. Los 37 años dedicados al libro se vieron enriquecidos por viajes y actividades que Whitman desarrolló, siempre pensando en su obra. A esos 37 años de preparación de este libro total le siguen 29 años de traducción a cargo de Francisco Alexander. La traducción Alexander ha sido la más consultada por críticos y otros traductores». CBS

Quito: Cuatro cuentos urbanos Autor: Antonio Narváez Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2017 «El libro, en sus cuatro componentes, analiza la evolución en la ocupación del territorio de la ciudad, desde la usurpación del territorio a las poblaciones indígenas originarias por parte de los conquistadores españoles, hasta el irracional crecimiento urbano que se da en la actualidad, producto del fraccionamiento de predios y haciendas periféricas. Aparecieron los ‘órdenes urbanos’ que surgen no como producto de una planificación que se adelanta al futuro, sino como la respuesta a los intereses de grupos de poder, en distintos momentos».HG

Rompiendo cadenas Autora: Consuelo Almeida Género: Testimonio Editorial: CCE Año: 2017 98

«La imagen mental, el gesto simbólico de romper cadenas es un acto de liberación, de valentía, de cambio de vida. Y es eso, precisamente, lo que plantea en su libro Consuelo Almeida, novel escritora que, en su adultez, escudriña en su pasado —que puede ser el nuestro— con una actitud honesta, valiente, en la cual no hay escapatoria ni olvido». VFG


Caracola Trascendiendo con la ética y la comunicación Autores: Pilar Núñez C. y Andrés Paredes Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2017

Don Medardo Su historia Autor: Favio Andrés Luzuriaga Género: Biografía Editorial: CCE Año: 2017

Me duelen los ojos de no verte Autora: Raquel Rodas Morales Género: Novela Colección: Cosecha Tardía Editorial: CCE Año: 2017

La Plaza Roja entre neblina, lluvia y sol Autor: Marco Tulio Restrepo Guzmán Género: Testimonio Editorial: CCE Año: 2017

«Como autores nos hemos propuesto ver algunas de las claves para construir otras comprensiones sobre la comunicación, que atraviesen aquella despiadada balacera mediática y enfrenten las pretensiones de esos poderes, para decirnos que la comunicación es traducir la realidad en palabras, gestos, símbolos, formas diversas y expresarlos en espacios libres que nos pertenecen a todos, que convocan a la interacción, al diálogo, al debate público». PN-AP

«El libro que vamos a presentar contiene un expresivo estudio biográfico que recoge, de manera sistemática, la exquisita producción artística de Medardo Luzuriaga González, destacado músico ecuatoriano que nació en la ciudad de la Inmaculada Concepción de Loja, al arrullo de la musicalidad de sus dos juguetones riachuelos». AAB

Con las armas de la ficción, Raquel Rodas Morales logra construir una deslumbrante máquina del tiempo para transportarnos al campo: ese singular espacio abierto donde todo es posible. El padre, la madre adoptiva, los hermanos son retratados con sensible destreza desde los ojos de la inquieta niña Clara Luz. Pero la historia no se queda ahí sino que avanza y alza su vuelo, a medida que la protagonista crece y descubre su propio mundo interior.

«El libro de Marco Tulio Restrepo narra un sinfín de anécdotas, bromas, añoranza y experiencias vividas por ‘La masa’, su jorga de juventud, que arranca espontáneas lágrimas y carcajadas de conmoción en el lector. La amada Plaza Roja es la testigo silenciosa de todos los eventos del Puyo de esa época y, aunque sometida a varias transformaciones, sigue guardando la historia colectiva en sus entrañas». VFG 99


tributo

El mito de Inkarri, óleo sobre madera, 1968. Museo de Arte Moderno de la CCE.

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l 9 de octubre de este año falleció en Lima, junto a su esposa, el inmenso pintor peruano Fernando de Szyszlo. Nació en Lima, el 5 de julio de 1925. Abandonó la carrera de arquitecto para ingresar en la Escuela de Artes de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). En 1949 parte con su mujer a París. Ahí conocen a Octavio Paz, pinta y se nutre de visitas a los museos de Europa, van haciendo amigos entre otros jóvenes intelectuales y artistas latinoamericanos como Carlos Fuentes y Julio Cortázar, Wifredo Lam y Roberto Matta. Conocen a André Breton, Hans Hartung, y hacen amistad con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. De vuelta a Perú, en 1951, Szyszlo presenta en Lima una exposición de pintura abstracta que causa gran polémica. Fue docente en la Escuela de Arte de la PUCP y también en las universidades de Cornell y Yale. Fernando de Szyszlo se interesó asimismo por el arte precolombino y rescató sus raíces ancestrales, dirigiéndose hacia una notable síntesis de tradición y vanguardia que ha influido intensamente en numerosos pintores y que alcanzaría su maduración en las últimas generaciones de artistas peruanos. En una de sus últimas entrevistas y refiriéndose al arte actual dijo: «Lo único que veo son estafas artísticas. Lo que llaman arte contemporáneo para mí es una estafa, porque pegar periódicos en cuadros no requiere ningún compromiso, nadie pone el alma en lo que hace. Antes yo criticaba mucho a estos pintores, pero me doy cuenta de que son fruto de su época y pintan lo que su época merece. La civilización actual es banal, no le gusta profundizar». En reconocimiento a su destacada trayectoria, en el año 2011 recibió la orden ‘El Sol del Perú’ en el grado de Gran Cruz.


MUSEO DE ARTE COLONIAL

RELIGIOSIDAD POPULAR Y EXVOTOS SIGLOS XVII - XX DIRECCIÓN Calles Cuenca y Mejía esquina (Centro Histórico) Teléfono: 2282297 Correo electrónico: museodeartecolonial@yahoo.com Facebook: museodeartecolonialquito www.casadelaculturaecuatoriana.gob.ec

HORARIOS DE VISITA Martes a sábado 09h00 a 16h00 Reservación previa para grupos.

INAUGURACIÓN: 30 de noviembre de 2017

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ABIERTO HASTA: 24 de febrero de 2018


del 10 al 19 NOVIEMBRE

Centro de Eventos Bicentenario

50% de DESCUENTO


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