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Fred Vargas Tiempos de hielo
Fernando Tinajero Jean Paul Sartre
Gerardo Ferro Rojas
Huevos revueltos para el desayuno
Carlos RĂos La cascada
Leonardo Valencia
Ninfas, meninas y la mirada del pintor ExposiciĂłn de Miguel Betancourt
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ÚLTIMAS PUBLICACIONES
Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 110 www.casadelacultura.gob.ec
editorial Aniversario 74 de la Casa
FM
E
l 9 de agosto de 2018 celebramos un aniversario que nos dignifica y alegra: el 74 Aniversario de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, creada gracias a la labor suscitadora del insigne intelectual Benjamín Carrión. Diariamente a nuestra Casa llegan con sus ideas, inquietudes, proyectos, sueños y requerimientos, desde todos los rincones del Ecuador, y se encuentran y conjugan también diversos sujetos de la vida cultural y social con diferentes orígenes, intereses, edades, pensamientos, comprensiones y prácticas culturales, artísticas y artesanales, ante lo cual la entidad debe cumplir la misión de ser un espacio abierto a ese encuentro común, a la convivencia, al ejercicio de los derechos culturales, a la promoción de lo cultural; debe ser un espacio donde se expresen la diversidad cultural y artística, la memoria social y la interculturalidad. Nosotros dialogamos para fortalecer la Casa de la Cultura Ecuatoriana, para defender su institucionalidad basada en la historia de logros y avatares durante sus 74 años de vida. En este caminar del tiempo, la autonomía ha sido eje, motor, dirección y norte que nos orienta para ser eficientes y eficaces en nuestra gestión cultural. La autonomía nos hace sentir seguros de que no estamos sujetos al vaivén de los vientos políticos de los sucesivos gobiernos. Dialogamos para defender la autonomía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana como derecho y como medio para su desarrollo institucional en el tiempo presente. Luchamos para evitar que esta libertad de la creación artística y de la expresión de las culturas pueda ser limitada o condicionada. Queremos una autonomía plena, para que nuestra misión institucional tenga éxito, lo que, paradójicamente, debemos alcanzar con un presupuesto equivalente al 0,4 % del presupuesto del Estado en el año 2018. Desde el interior de nuestra Casa, integrando a la Sede Nacional y a los 24 Núcleos Provinciales, hemos trabajado arduamente para fortalecer la institucionalidad. Mucho tenemos aún por hacer, pero destacamos que de acuerdo con las obligaciones que nos señala la Ley Orgánica de la Cultura, hemos elaborado la matriz de competencias y el modelo de gestión, validación del Estatuto Orgánico de Gestión Organizacional y Procesos, por parte del Ministerio de Cultura y Patrimonio y el Ministerio de Trabajo. Está en buen camino la aprobación del Manual de Valoración de Puestos. Por último, hemos aprobado el Reglamento de funcionamiento de los Núcleos Provinciales y el de la Junta Directiva de la Casa. Todas estas son buenas noticias en el Día de la Casa de la Cultura, el día Nacional de las Culturas. Sin embargo, tenemos un asunto pendiente de enorme importancia: iniciar el proceso de reforma de la Ley Orgánica de Cultura, para que ésta responda a los intereses de la cultura y del país, y elaborar un modelo de gestión de la Sede Nacional con respecto a su relación con las provincias del país.
número treinta y cuatro • agosto 2018
Presidente Camilo Restrepo Guzmán Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Jorge Basilago, Sandra de la Torre Guarderas, Fadir Delgado Acosta, Maurice Echeverría, Gerardo Ferro Rojas, Sergio Gutiérrez Negrón, Sonia Kraemer, Yuliana Marcillo, Humberto Montero, Patricia Noriega, Carlos Ríos, Antonio Sacoto, Juan Carlos Terán, Fernando Tinajero, Leonardo Valencia. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila L. Portada Miguel Betancourt, Mujer en grises y pardos, óleo sobre lienzo, 2016. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 463 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com
DE LA CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA 1
índice
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A 120 años del nacimiento de Federico García Lorca, Yuliana Marcillo rememora los dibujos del poeta y dramaturgo.
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Leonardo Valencia analiza la exposición Ninfas, meninas y la mirada del pintor, de Miguel Betancourt. Patricio Herrera Crespo realiza una semblanza del pintor.
Capítulos de la novela Tiempos de hielo, de Fred Vargas, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018.
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Poemas de Rafael Alcides, gran escritor cubano fallecido hace poco.
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Gerardo Ferro Rojas, escritor colombiano, nos ofrece su cuento Huevos revueltos para el desayuno.
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La poeta colombiana Fadir Delgado Acosta nos presenta una muestra poética de sus libros Lo que diga está lleno de polvo y El último gesto del pez.
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El escritor Fernando Tinajero hace una reseña sobre la última etapa de Jean Paul Sartre y sus problemas con la vejez.
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Poemas del libro El hueco en el zapato, de Sandra de la Torre Guarderas, Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2012.
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Fragmento de la novela Dicen que los dormidos, del escritor puertorriqueño Sergio Gutiérrez Negrón.
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El escritor argentino Carlos Ríos nos entrega su relato La cascada.
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Canto de la guerra de las cosas, poema del recordado escritor nicaragüense Joaquín Pasos.
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El escritor y periodista guatemalteco Maurice Echeverría presenta su cuento Veinte pedazos de cabeza.
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Humberto Montero, académico y escritor, desde una trama semiótica basada en las novelas de Leonardo Padura, pone a Mario Conde a investigar la muerte de César Dávila Andrade.
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Por causas naturales, relato de Juan Carlos Terán, músico y dramaturgo ecuatoriano.
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Estudio del catedrático Antonio Sacoto sobre la novela La rebelión del marqués, de Eliécer Cárdenas.
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La vida de Miriam Makeba desde la perspectiva de Jorge Basilago.
Premios Eugenio Espejo 2018.
Sonia Kraemer estudia la exposición Ecos del Dorado, del pintor ecuatoriano Enriquestuardo Álvarez.
Inauguración del Jardín de las Esculturas en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, por Patricia Noriega.
memoria
Federico García Lorca 1898-1936
Destacado miembro de la denominada «Generación del 27», es el poeta español más leído de todos los tiempos. Este año celebramos 120 años de su natalicio.
Yuliana Marcillo
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ay formas y formas: Manos y cuellos sangrando. Flores y flechas que atraviesan los ojos. ¿Hombre-pulpo? La luna, siempre la luna, llorando o alargada en una esquina. Vírgenes atravesadas por puñales. Niñas en las ventanas y azoteas.
Ángeles de las torres. Manolas, arlequines y bandoleros. Marineros ebrios y enamorados. El «animal fabuloso». Floreros con peces que se transforman en barcos. Frutas y ramas que se desprenden del cuerpo. Figuras con lágrimas, rostros desdoblados, caretas, mul-
ticuerpos, caballos y damas. Estas son algunas de las figuras que comprenden la obra pictórica de uno de los escritores españoles más leído de todos los tiempos: Federico García Lorca, a quien en este 2018 celebramos 120 años de su natalicio.
Hay múltiples formas de recordar a Federico García Lorca. Su otro «yo»: el dibujo constituía una forma íntima de comunicarse. Fue el complemento fundamental de su escritura; lo que por algún motivo no podía escribir, lo trasladaba a otra escena: «Cuando un asunto es demasiado largo o tiene poéticamente una emoción manida, lo resuelvo con los lápices... Estoy alegre con mis dibujos y creo que vivo al hacerlos momentos de una intensidad y de una pureza que no me da el poema», habría dicho el poeta. África Fuentes Garrido, en su artículo Lorca a través de sus dibujos, recalca con gran énfasis, la importancia que Lorca otorgó a su obra gráfica, para el poeta, el dibujo significaba una faceta más de su arte, el de pintor. «Sus dibujos nos permiten aproximarnos a su compleja personalidad silenciada en muchas ocasiones por el colorido de sus metáforas. Su obra pictórica engloba una multitud de temas y formas a través de los cuales expresa lo real y lo irreal y se convierte en la forma más íntima de expresión que tiene el poeta», señala la especialista.
El rinconcillo del músico y pintor La temática de su creación como dibujante es variada. Inicia en 1923 con una serie de caricaturas que realiza cuando acude a las tertulias del Café Alameda, bautizado por Lorca y sus amigos como ‘El Rinconcillo’, ubicado en un lugar apartado de la plaza del Campillo, en Granada. Este espacio —donde hoy funciona el restaurante Chikito— era, entre los años 1915 y 1929, el lugar de reunión de la bohemia local. Fue la cuna de los intelectuales de la época: Mora Guardino, Francisco
Soriano Lapresa, Melchor Fernández Almagro, Ramón Pérez de Roda, José Fernández Montesinos, José Mora Guarnido, Miguel Pizarro, Antonio Gallego Burín, entre otros. En el café, Lorca no era conocido por sus poemas, sino por músico y dibujante. Si no se encontraba en el piano de la esquina interpretando su repertorio de Beethoven, Chopin o Debussy, estaba dibujando. Silencioso, elegante, discreto, como lo describen sus amigos, Lorca dibujaba los carteles y decorados de sus montajes en cada una de sus obras teatrales. Bosquejaba escenas de su vida y de los que vivían a su alrededor. En una correspondencia con su amigo Sebastián Gasch, Lorca le comenta: «Mis dibujos gustan a un grupo de gente muy sensible, pero es que se conocen poco. Yo no me he preocupado de reproducirlos y son en mí una cosa privada. Si no fuera por vosotros, los catalanes, yo no habría seguido dibujando». Sin embargo, alentado por sus amistades —Salvador Dalí, por ejemplo—, realiza una primer exposición privada en 1925, en Granada. Dos años después expone en las Galerías Dalmau, de Barcelona. Se conoce que años más tarde Lorca habría mostrado interés en publicar un catálogo con una selección de sus dibujos. Sus dibujos también estarían relacionados con la cultura popular, lo tradicional, el mundo andaluz, para pasar a crear una serie de bocetos de payasos, naturalezas muertas e imágenes duplicadas. Con ellos ilustraba cartas, tarjetas postales y poemas para sus familiares y amigos; además de usarlos como dedicatoria en sus libros y también para ilustrar sus poemas, apunta Fuentes Garrido. Su última firma fue precisamente un dibujo, la cual fue dedicada a la actriz española Margarita
«Me sorprendo mucho cuando creen que esas cosas que hay en mis obras son atrevimientos míos, audacias de poeta. No. Son detalles auténticos que a mucha gente le parecen raros porque es raro también acercarse a la vida con esta actitud tan simple y tan poco practicada, ver y oír», Federico García Lorca.
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«Es la tierra alegrísima, imperturbable nadadora, / la que yo encuentro en el niño y en las criaturas que pasan los arcos. / Viva tierra de mi pulso y del baile de los helechos, / que deja a veces por el aire un duro perfil de faraón», escribe Federico García Lorca en su poema Tierra y luna.
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Xirgu. Rafael Alberti, poeta de la ‘Generación del 27’, dice de esa firma: «Enlaza con una enredadera de mustias campanillas la F mayúscula de su nombre con la G mayúscula de su primer apellido, se le ha quedado algo lejos, como solo, el Lorca, una L mayúscula prolongada hasta la altura de una luna deshecha en llanto sobre las demás letras, con otra luna abajo reflejada, compuesta con las gotas de lágrimas vertidas. ¡Qué soledad, qué pena tiene este dibujo, esta L abandonada en la noche, como si ya al poeta le hubiesen enterrado parte de su nombre y sólo le quedase ella, alto palo de una cruz sin brazos recordando el lugar del martirio!».
La conexión con la tierra Al fondo, entre el manto de los copos de algodón, hay un niño que come naranjas. Alguien lo ve desde el balcón. Ese balcón nunca se cierra. Cerca de las acequias crece el apio silvestre. Hay cultivos de remolacha y tabaco. El olor del hinojo bordea las plantaciones. En verano crecen los rosales. Y en las noches, el aroma de la paja llega a todos los rincones del pequeño pueblo granadino de Fuente Vaqueros. En ese lugar nació Federico García Lorca, el 5 de junio de 1898, bajo la crianza de su madre, la profesora Vicenta Lorca Romero y, su padre, el hacendado Federico García Rodríguez. Fue el mayor de cuatro hermanos: Francisco, Concha e Isabel. Desde niño se sintió atraído por la música. Estudió guitarra y piano. Estudió filosofía y letras en la Universidad de Granada y se licenció en derecho. La conexión con el campo estaría presente en la mayor parte de la obra de Lorca. Después de haber viajado y vivido durante largos pe-
ríodos en Madrid, recordaría cómo afectaba a su obra el ambiente rural de la vega: «Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre», señala el poeta. Cuando empezaba a interesarse por la literatura, en 1917, redactó un largo ensayo autobiográfico en el que evocaba Fuente Vaqueros: «Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un mandón. Hoy de niño campesino me he convertido en señorito de ciudad... Los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo y cuando me ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra por el trabajo. ¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza? ¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No... Vuestras manos son más sanas que las mías. Vuestros corazones son más puros que el mío. Vuestras almas de sufrimiento y de trabajo son más altas que mi alma. Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y humildad. Estrechad, estrechad mi mano pecadora para que se santifique entre las vuestras de trabajo y castidad», diría el autor español. Todos esos pasajes, en la actualidad son parte de una ‘ruta lorquiana’ que atrae a los turistas interesados en visitar los espacios que sirvieron de inspiración en su proceso creativo. La famosa Huerta de San Vicente, residencia de vacaciones de verano de la familia Lorca entre los años 1926 y 1936, es hoy una casa-museo rodeada de jardines. Allí escribió las obras teatrales Bodas de sangre y Yerma; la casa natal de Federico también es un museo
que alberga diversos manuscritos, las primeras ediciones lorquianas, bocetos para decorados teatrales, correspondencia personal y objetos que constituyeron su niñez.
Dibujos y poemas de la caja de madera La tarde del 16 de agosto de 1936, Lorca es detenido y fusilado por los partidarios de Francisco Franco al iniciarse la Guerra Civil Española, a causa de sus ideas liberales. El asesinato ocurrió en Granada, en esa tierra que tanto quiso y donde pasó los 11 primeros años de su infancia. Según Ian Gibson, biógrafo de Lorca, la detención fue una operación de envergadura. Fue rodeado por guardias y policías, incluso con hombres armados por los tejados colindantes para impedir que el poeta se escapara. Lorca fue trasladado al Gobierno Civil de Granada, donde quedó bajo la custodia del gobernador, el comandante José Valdés Guzmán. Entre los cargos contra el poeta —según una supuesta denuncia, hoy perdida y firmada por Ruiz Alonso— figuraban el ser espía de los rusos, estar en contacto con estos por radio, ha-
ber sido secretario de Fernando de los Ríos y ser homosexual», reza su biografía. Fueron en vano los esfuerzos para salvar al poeta. Durante los últimos años de su vida, Lorca escribió una colección de 11 sonetos que fueron recopilados y publicados póstumamente bajo el nombre de Sonetos del amor oscuro. En el 2012, el escritor jerezano Manuel Francisco Reina, con la publicación del libro Los amores oscuros, hizo público los recuerdos y ‘tesoros’ de Juan Ramírez de Lucas (Albacete, 1917-Madrid, 2010), periodista y crítico de arte, posiblemente el último amor de Lorca, a quien dedicaba sus últimos versos. Ese material estuvo oculto en una caja de madera durante 70 años, incluye dibujos, cartas, un poema y el diario personal de Reina. Lorca dejó un valioso legado en la historia de la literatura universal. Está su poesía y prosa: Impresiones y paisajes (1918), Canciones (1927), Romancero gitano (1928), Poeta en Nueva York (1930), Bodas de sangre (1933), Yerma (1934), La casa de Bernarda Alba (1936), Sonetos del amor oscuro y diván del Tamarit (1936), entre otras, con lo que se constituyó como uno de los más grandes escritores de todos
La tarde del 16 de agosto de 1936, Lorca es detenido y fusilado por los partidarios de Francisco Franco al iniciarse la Guerra Civil Española, a causa de sus ideas liberales. El asesinato ocurrió en Granada, en esa tierra que tanto quiso y donde pasó los 11 primeros años de su infancia. los tiempos, pero también dedicó mucho tiempo a sus otras pasiones: la música clásica y la popular, el dibujo, el teatro, el cine y la dramaturgia. Lorca fue fusilado antes del amanecer. Su voz se fue con la luna: «¡Esa guirnalda! ¡Pronto! ¡Que me muero! ⁄ ¡Teje deprisa! ¡Canta! ¡Gime! ¡Canta! ⁄ Que la sombra me enturbia la garganta ⁄ y otra vez viene y mil la luz de enero. ⁄ Entre lo que me quieres y te quiero, ⁄ aire de estrellas y temblor de planta ⁄ espesura de anémonas levanta ⁄ con oscuro gemir un año entero. ⁄ Goza el fresco paisaje de mi herida, ⁄ quiebra juncos y arroyos delicados, ⁄ bebe en muslo de miel sangre vertida. ⁄ Pronto ¡pronto! Que unidos, enlazados, ⁄ boca rota de amor y alma mordida, ⁄ el tiempo nos encuentre destrozados. ⁄
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Tiempos de hielo
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II
eunido con sus oficiales, el comisario Bourlin, del distrito de París, se mordisqueaba las mejillas por dentro, indeciso, con las manos apoyadas en su voluminoso vientre. Había sido buen mozo, según lo recordaban los mayores, antes de que la grasa lo invadiera en unos pocos años. Pero todavía poseía prestancia; prueba de ello era la respetuosa atención con que lo escuchaban sus subordinados. Incluso cuando se sonaba ruidosamente, casi con ostentación,
como acababa de hacer. Catarro primaveral, había justificado. No se diferenciaba en nada de un catarro de otoño o de invierno, pero tenía cierto toque más etéreo, menos común, en cierto modo más alegre. —Tenemos que archivar el caso, comisario —dijo Feuillère, el más febril de sus tenientes, resumiendo la opinión general—. Esta noche hará seis días que murió Alice Gauthier. Es un suicidio, no cabe duda. —No me gustan los suicidios sin carta. —El joven de la calle Convention, hace dos meses, no dejó nada —objetó un cabo, casi tan corpulento como el comisario.
premio
—Pero estaba borracho como una cuba, solo y sin blanca, no tiene nada que ver. Aquí tenemos a una mujer con una vida normal y corriente, profesora de matemáticas jubilada, una existencia ordenada, lo hemos examinado todo al detalle. Y tampoco me gustan los suicidas que se lavan el pelo por la mañana y se echan perfume. —Precisamente —dijo una voz—. Si uno va a morir, al menos que esté guapo. —O sea, que, ¿al atardecer —dice el comisario—, Alice Gauthier, perfumada y vestida con traje sastre, llena la bañera, se quita los zapatos y se mete en el
agua completamente vestida para cortarse las venas? Bourlin cogió un cigarrillo, es decir dos, ya que sus dedos gruesos le impedían sacar solo uno. Por eso siempre había cigarrillos sueltos cerca de sus paquetes. Tampoco utilizaba mechero, debido a la inasible rueda de encendido, sino una gran caja de cerillas, formato chimenea, que le abultaba en el bolsillo. El comisario había decretado que aquella sala era apta para fumadores. La prohibición de fumar lo sacaba de sus casillas: y pensar que se vertían sobre los seres —y digo bien, los seres, todos los seres— treinta y seis mil millones de toneladas de CO2 por año. Treinta y seis mil millones, recalcaba. ¿Y no se puede encender un miserable pitillo en un andén de la estación al aire libre? —Comisario, esa mujer estaba a punto de morir y lo sabía —insistió Feuillère—. Su enfermera nos lo ha dicho: había intentado echar una carta al buzón el viernes pasado, con toda su soberbia, su voluntad de hierro, pero no lo había logrado. Resultado: cinco días después, se abre las venas en la bañera. —Una carta que quizá contenía su mensaje de adiós. Lo cual explicaría que no hubiera ninguna en su domicilio. —O sus últimas voluntades. —¿Para quién? —interrumpió el comisario aspirando una larga bocanada—. No tiene herederos y dispone de pocos ahorros en el banco. Su notario no ha recibido ningún testamento nuevo, sus veinte mil euros van a la protección del oso polar. Y, a pesar de la pérdida de esta carta esencial, ¿se mata en lugar de volverla a escribir? —Porque el chico fue a visitarla, comisario —replicó Feuillère—. El lunes y luego el martes, el vecino está seguro. Lo oyó llamar al timbre, decir que venía por la cita. A la hora en que está sola todos los días,
entre las siete y las ocho de la tarde. Por lo tanto, es ella quien lo citó. Le habrá confiado sus últimas voluntades; en cuyo caso, la carta era inútil. —Un chico desconocido que se ha esfumado. En el entierro, solo había primos mayores. Ningún chico. ¿Y bien? ¿Dónde se ha metido? Si la mujer tenía suficiente confianza con él para convocarlo urgentemente, es que era un pariente o un amigo. Y de ser así, habría ido al entierro. Pero no, se ha desvanecido en el aire. Un aire saturado de dióxido de carbono, les recuerdo. Por cierto, el vecino escuchó cómo se anunciaba al otro lado de la puerta. ¿Con qué nombre? —No lo oyó muy bien. André o Dédé, no sabe. —André es nombre de viejo. ¿Por qué dice que era un hombre joven? —Por la voz. —Comisario —intervino otro teniente—, el juez exige dar carpetazo. No hemos avanzado nada en el caso del alumno de instituto cosido a cuchilladas ni en el de la mujer agredida en el aparcamiento de Vaugirard. —Lo sé —dijo el comisario cogiendo el segundo cigarrillo suelto junto al paquete—. Conversé con él anoche. Si es que se puede llamar a eso conversar. Suicidio, suicidio, hay que dar carpetazo y seguir adelante, aunque sea enterrando los hechos, ciertamente ínfimos, y pisándolos como dientes de león. Los dientes de león son los parientes pobres de la sociedad floral, nadie los respeta, se los pisotea, se los dan de comer a los conejos. En cambio, a nadie se le pasaría por la cabeza pisar una rosa. Menos aún dársela de comer a los conejos. Hubo un silencio durante el que cada cual se debatía entre la impaciencia del nuevo juez y el humor negativo del comisario. —Doy carpetazo —anunció Bourlin suspirando, como vencido
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físicamente—. Con la condición de que intentemos una vez más esclarecer qué es el signo que dibujó al lado de la bañera. Muy claro, muy firme, pero incomprensible. Ese es su último mensaje. —Pero indescifrable. —Llamaré a Danglard. Puede que él pueda descifrarlo. Sin embargo, pensó Bourlin siguiendo el curso de su pensamiento, los dientes de león son duros y resistentes, mientras que la rosa es delicada y enclenque. —¿Al comandante Adrien Danglard? —intervino un cabo—. ¿De la Brigada Criminal de París 13? —El mismo. Sabe cosas que vosotros no aprenderíais ni en treinta vidas. —Pero detrás de él está el comisario Adamsberg —murmuró el cabo. —¿Y? —dijo Bourlin levantándose casi majestuosamente, con los puños en la mesa. —Y nada, comisario.
III
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Adamsberg cogió el teléfono, apartó una pila de dosieres y apoyó los pies en la mesa, reclinándose en el sillón. Apenas había dormido esa noche; una de sus hermanas había contraído una pulmonía, Dios sabe cómo. —¿La mujer del 33 bis? —preguntó—. ¿Venas abiertas en la bañera? Y ¿por qué me jodes con esto a las nueve de la mañana, Bourlin? Según los informes internos, se trata de un suicidio probado. ¿Tienes dudas? Adamsberg tenía aprecio al comisario Bourlin. Gran comilón gran fumador, gran bebedor, en erupción perpetua, viviendo a toda máquina, siempre al borde del abismo, duro como una piedra, y rizado
como un corderito, era un resistente digno de respeto que a los cien años seguiría al pie del cañón. —El juez Vermillon, el nuevo y diligente magistrado, se me ha pegado como una garrapata —dijo Bourlin—. ¿Sabes lo que hacen las garrapatas? —Sí, lo sé perfectamente. Si te encuentras un lunar con patas, es que es una garrapata. —¿Y qué hago? —Te la arrancas girándola con una minipalanca. No me digas que me llamas para eso. —No, es por el juez, que no es otra cosa que una enorme garrapata. —¿Quieres que lo arranquemos juntos con una enorme palanca? —Quiere que archive el caso, y yo no quiero archivarlo. —¿Tus motivos? —La suicida, perfumada y con el pelo lavado esa misma mañana, no dejó carta. Con los ojos cerrados, Adamsberg dejó que Bourlin le devanara la historia. —¿Un signo incomprensible? ¿Cerca de la bañera? ¿Y en qué quieres que te ayude? —Tú, en nada. Quiero que me mandes la cabeza de Danglard para que lo vea. Puede que él sepa descifrarlo, no se me ocurre nadie más. Al menos, me quedaré con la conciencia tranquila. —¿Solo su cabeza? ¿Y qué hago con su cuerpo? —Haz que el cuerpo la siga como pueda. —Danglard no ha llegado todavía. Ya sabes que tiene sus horarios, según los días. Es decir, según las noches. —Sácalo de la cama, os espero allí a los dos. Una cosa, Adamsberg, el cabo que me acompañará es un joven panoli. Tiene que adquirir pátina.
Instalado en el viejo sofá de Danglard, Adamsberg sorbía un café bien cargado mientras esperaba que el comandante acabara de vestirse. Le había parecido que la solución más rápida era ir a su casa a sacarlo de la cama y meterlo directamente en su coche. —Ni siquiera tengo tiempo de afeitarme —gruñó Danglard, inclinando su blando corpachón para mirarse en el espejo. —No siempre llega afeitado al despacho. —El caso es diferente. Me esperan en calidad de experto. Y un experto se afeita. Adamsberg inventariaba sin querer las dos botellas de vino en la mesita baja, el vaso caído en el suelo, la alfombra todavía húmeda. El vino blanco no mancha. Danglard había debido dormirse directamente en el sofá, sin preocuparse esta vez de la escrupulosa mirada de sus cinco hijos a quienes criaba como perlas de cultivo. Los gemelos habían volado a un campus universitario y ese vacío familiar no mejoraba las cosas. Pero quedaba el pequeño, el de los ojos azules, el que no era de Danglard y que su mujer le había dejado siendo un bebé cuando se largó, sin mirar atrás siquiera, por el pasillo, como ya había contado cien veces. El año pasado, aun a riesgo de romper con Danglard, Adamsberg había asumido el papel de torturador al llevarlo a rastras al médico, y el comandante había esperado el resultado de los análisis como un zombi ebrio. Análisis que se habían revelado irreprochables. Hay tipos especialistas en librarse por los pelos, nunca mejor dicho, y no era esta la menor de las cualidades del comandante Danglard. —¿Me esperan para qué, exactamente? —preguntó Danglard ajustándose los gemelos—. ¿De qué se trata? De un jeroglífico, ¿es eso? —Del último dibujo de una suicida. Un signo indescifrable. El
comisario Bourlin está muy fastidiado, quiere entenderlo antes de archivar el caso. Tiene al juez encima como una garrapata. Una garrapata muy gorda. Solo tenemos unas horas. —Ah, es Bourlin —dijo Danglard relajándose, al tiempo que se alisaba la chaqueta—. ¿Teme un ataque de nervios del nuevo juez? —Como buena garrapata, teme que le escupa su veneno. —Como buena garrapata, teme que le inyecte el contenido de sus glándulas salivares —lo corrigió Danglard ajustándose la corbata—. Nada que ver con una serpiente o una pulga. La garrapata, por lo demás, no es un insecto, es un arácnido. —Eso es. Y ¿qué piensa usted del contenido de las glándulas salivares del juez Vermillon? —Francamente, nada bueno. Dicho esto, no soy experto en signos abstrusos. Soy hijo de mineros del norte —recordó el comandante con orgullo—. Solo sé alguna cosilla suelta. —Y sin embargo, lo espera. Para su conciencia. —No cabe duda de que, para una vez que voy a servir de conciencia, no puedo perdérmelo.
IV Danglard estaba sentado en el borde de la bañera azul, la misma en la que Alice Gauthier se había cortado las venas. Observaba el lateral blanco del tocador, donde la mujer había dejado esa inscripción trazada con perfilador. Adamsberg, Bourlin y el cabo esperaban callados en el pequeño cuarto de baño. —Hablad, moveos, me cago en la mar, no soy el oráculo de Delfos —exclamó Danglard, contrariado por no haber descifrado el signo enseguida—. Cabo, tenga la bon-
dad de hacerme un café; me han sacado de la cama. —¿De la cama o de un bar de madrugada? —murmuró el cabo dirigiéndose a Bourlin. —Tengo buen oído —dijo Danglard, sentado con elegancia en el borde de la vieja bañera, sin desviar la vista del motivo dibujado—. No he pedido comentarios, solo un café, con amabilidad. —Un café —confirmó Bourlin agarrando al cabo por el brazo, que le cabía ampliamente en su gruesa mano. Danglard sacó una libreta abarquillada del bolsillo trasero y copió el dibujo: una H mayúscula, pero cuya barra central era oblicua. Y un trazo cóncavo cruzado por la barra.
—¿Alguna relación con sus iniciales? —preguntó Danglard. —Se llamaba Alice Gauthier, de soltera Vermond. Pero sus otros dos nombres son Clarisse y Henriette. H de Henriette. —No —dijo Danglard sacudiendo sus flácidas mejillas sombreadas por el gris de la barba—. No es una H. La barra es claramente oblicua, asciende con firmeza hacia arriba. Y no es una firma. Una firma termina siempre mutando, absorbe la personalidad del autor, se inclina, se deforma, se contrae. Nada que corresponda a la rectitud de esta letra. Es la reproducción fiel, casi escolar, de un signo, de una sigla, y muy rara vez trazada. La habrá escrito una vez, o cinco todo lo más. Porque es un trabajo de colegial estudioso y aplicado.
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El cabo, desafiante, volvió con el café y dejó el vaso de plástico, ardiendo, en la mano de Danglard. —Gracias —masculló el comandante sin inmutarse—. Si se suicidó, señala a los que la llevaron a hacerlo. Pero, en ese caso, ¿por qué encriptar el signo? ¿Por miedo? ¿Para quién? ¿Para sus allegados? La mujer invita a investigar, pero sin llegar a traicionar. Si la han matado (y ¿eso es lo que le preocupa, Bourlin?), sin duda señala a sus atacantes. Pero, una vez más, ¿por qué no hacerlo con claridad? —Será un suicidio seguramente —gruñó Bourlin, descompuesto. —¿Puedo? —dijo Adamsberg, apoyado en la pared y sacando a propósito un cigarrillo cochambroso de su chaqueta. Una palabra mágica para el comisario Bourlin, que respon-
dió frotando una cerilla enorme y se encendió otro a su vez. El cabo salió malhumorado del diminuto cuarto de baño, súbitamente lleno de humo, y se apostó en la puerta. —¿Profesión? —preguntó Danglard. —Profesora de matemáticas. —Tampoco sirve. No es un signo matemático ni de física. Ni un signo del zodiaco ni un jeroglífico. Tampoco de masones ni de secta satánica. Nada de todo eso. Murmuró un poco, contrariado, concentrado. —A menos —continuó diciendo— que se trate de una letra en nórdico antiguo, de una runa, o incluso de un carácter japonés o chino. Son escrituras que tienen esta especie de H con barra oblicua. Pero no presentan el trazo cóncavo debajo. Ahí está el quid de la cues-
tión. Nos queda la hipótesis de una letra en cirílico, pero mal hecha. —¿Cirílico? ¿Estamos hablando del alfabeto ruso? —preguntó Bourlin. —Ruso, pero también búlgaro, serbio, macedonio, ucraniano; tiene un uso muy extendido. Con una mirada, Adamsberg cortó en seco el discurso erudito que el comandante se disponía a hacer —lo notaba— sobre la escritura cirílica. Y en efecto, Danglard se obligó, muy a su pesar, a abandonar la historia de los discípulos de san Cirilo que habían creado el alfabeto. —Existe en cirílico una letra Й, que no hay que confundir con la И—explicó, dibujando en su libreta—. Veis que esta letra lleva un signo cóncavo en la parte de arriba, como una pequeña cúpula. Se
pronuncia más o menos «oi» o «ai», según el contexto. Danglard percibió otra mirada de Adamsberg, que bloqueó su discurso. —Suponiendo —prosiguió— que a la mujer le haya costado trazar este signo, teniendo en cuenta la distancia entre la bañera y el lateral del mueble, que la obligaba a alargar el brazo, habría podido situar mal la cúpula y ponerla en el centro, en lugar de arriba. Pero si no me equivoco, esta Й no se utiliza como inicial de la palabra, sino como final. Nunca he oído hablar de una abreviatura que utilice un final de palabra. Busquen de todos modos si figuraba en su lista de llamadas o en su libreta de direcciones una persona susceptible de utilizar el alfabeto cirílico. —Sería una pérdida de tiempo —objetó suavemente Adamsberg. Si Adamsberg había hablado con suavidad, no era para evitar ofender a Danglard. Salvo en contadas ocasiones, el comisario nunca alzaba el tono y se tomaba su tiempo para hablar, aun a riesgo de dormir a su interlocutor con su voz en modo menor, vagamente hipnótica para algunos, atractiva para otros. Los resultados diferían entre un interrogatorio llevado por el comisario o por uno de sus oficiales, ya que Adamsberg obtenía o bien somnolencia, o bien un flujo repentino de confesiones, como se atraen clavos reacios con un imán. El comisario no le daba importancia, y admitía que, a veces, él mismo podía quedarse dormido sin darse cuenta. —¿Una pérdida de tiempo? ¿Qué quiere decir con eso? —Sí, Danglard. Más vale averiguar primero si el trazo cóncavo fue dibujado antes o después de la barra oblicua. Lo mismo para los dos trazos verticales de la H: ¿se hicieron antes o después? —¿Qué cambia eso? —preguntó Bourlin.
—Y si el trazo oblicuo —prosiguió Adamsberg— fue trazado de abajo arriba o de arriba abajo. —Por supuesto —confirmó Danglard. —El trazo oblicuo sugiere un rayado —siguió Adamsberg—. Es lo que hacemos cuando tachamos algo. Siempre y cuando se trace de abajo arriba, con firmeza. Si la sonrisa ha sido dibujada antes, entonces ha sido tachada después. —¿Qué sonrisa? —Quiero decir el trazo convexo. En forma de sonrisa. —El trazo cóncavo —rectificó Danglard. —Como prefiera. Este trazo, aislado, recuerda una sonrisa. —Una sonrisa que se habría querido suprimir —sugirió Bourlin. —Algo así. En cuanto a las barras verticales, podrían enmarcar la sonrisa, a modo de cara simplificada. —Muy simplificada —dijo Bourlin—. Traído por los pelos. —Demasiado traído por pelos —confirmó Adamsberg—. Pero tenlo en cuenta de todas maneras. ¿En qué orden se escribe este carácter en cirílico, Danglard? —Las dos barras primero, luego el trazo oblicuo, luego la cúpula encima. Como cuando añadimos los acentos al final. —Entonces, si la cúpula ha sido trazada antes, no se trata de un carácter cirílico fallido —acotó Bourlin—, por lo que no perdamos tiempo en buscar un ruso en sus agendas. —O un macedonio. O un serbio —añadió Danglard. Entristecido por su fracaso a la hora de descifrar el signo, ya en la calle, Danglard seguía a sus colegas arrastrando los pies, mientras Bourlin daba órdenes por el teléfono. De hecho, Danglard andaba siempre arrastrando los pies, lo cual
desgastaba sus suelas a gran velocidad. Y como el comandante se esmeraba en lucir una elegancia muy británica, a falta de poder contar con algún tipo de belleza, renovar sus zapatos londinenses constituía un serio problema. Cualquier viajero que tuviera que cruzar el canal de la Mancha tenía el encargo de traerle un par. El cabo, impresionado por el conocimiento sobre la materia de Danglard, avanzaba ahora dócilmente a su lado. Había adquirido «algo de pátina», habría dicho Bourlin. Los cuatro hombres se separaron en la plaza de la Convention. —Llamaré en cuanto tenga los resultados —dijo Bourlin—, no llevará mucho tiempo. Gracias por echarme una mano, pero creo que tendré que archivar el caso esta noche. —Ya que no entendemos nada —dijo Adamsberg con un leve gesto de la mano—, podemos decir lo que queramos. A mí, eso me sugiere una guillotina. Bourlin miró un instante cómo sus colegas se alejaban. —No te preocupes —dijo al cabo—. Es Adamsberg. Como si esta frase bastara para esclarecer el enigma. —Hay que ver, ¿qué tendrá en la cabeza el comandante Danglard para saber tantas cosas? —opinó el cabo. —Vino blanco.
Bourlin telefoneó a Adamsberg menos de dos horas después: las dos barras verticales habían sido trazadas en primer lugar, la izquierda primero, la derecha después. —O sea, igual que se empieza una H —prosiguió—. Pero después, la mujer dibujó el trazo cóncavo. —O sea, no como una H. —Y tampoco como en cirílico. Lástima, eso me gustaba bastante.
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—Comisario, esa mujer estaba a punto de morir y lo sabía —insistió Feuillère—. Su enfermera nos lo ha dicho: había intentado echar una carta al buzón el viernes pasado, con toda su soberbia, su voluntad de hierro, pero no lo había logrado. Resultado: cinco días después, se abre las venas en la bañera.
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Luego añadió el trazo oblicuo, que fue hecho de abajo arriba. —Tachó la sonrisa. —Exacto. Por lo tanto, no tenemos nada, Adamsberg. Ni una inicial, ni algo en ruso. Solo una sigla desconocida que se dirige a un grupo de desconocidos. —Grupo de desconocidos a quienes ella acusa de su suicidio, o a quienes quiere avisar de un peligro. —O bien —propuso Bourlin— se suicida, efectivamente, porque está enferma. Pero antes, señala algo o a alguien, un acontecimiento de su vida. Una última confesión antes de dejar este mundo. —Y ¿cuál es el tipo de confesión que solo se hace en el último instante? —Un secreto inconfesable. —¿Por ejemplo? —¿Hijos secretos? —O un pecado, Bourlin. O un asesinato. ¿Qué es lo que la buena señora podría haber cometido? —Yo no diría «buena». Autoritaria, temperamento enérgico, incluso tiránico. No muy simpática. —¿Tuvo problemas con sus antiguos alumnos? ¿Con el Ministerio de Educación? —Era muy valorada, nunca la trasladaron. Cuarenta años en el mismo colegio, en una zona con-
flictiva. Pero según sus colegas, los chavales, incluso los más duros, no se atrevían a decir ni mu durante sus clases, iban como la seda. Ya te puedes imaginar cómo la apreciaban los directores, como un santo ícono. Bastaba con que asomara por la puerta de una clase para que el jaleo cesara instantáneamente. Sus castigos eran temidos. —¿Castigos corporales, por un casual? —Aparentemente, nada de eso. —¿Qué si no? ¿Copiar un trabajo trescientas veces? —Tampoco —dijo Bourlin—. El castigo era que dejara de quererlos. Porque los quería, a sus alumnos. Era esa la amenaza: perder su amor. Muchos iban a verla después de clase, con cualquier pretexto. Para que te hagas una idea de la fuerza de esa tipa, había conseguido que un pequeño chantajista, no se sabe cómo, acabara entregándole a toda su banda en una hora. Así era la mujer. —Cortante, ¿eh? —¿Piensas otra vez en la guillotina? —No, pienso en la carta perdida. En el joven desconocido. Uno de sus antiguos alumnos, quizá. —En cuyo caso, ¿el signo tendría que ver con el alumno? ¿Un signo de clan? ¿De banda? No me fastidies, Adamsberg, tengo que archivar el caso esta noche. —Pues da largas. Atrásalo aunque sea un día. Explica que trabajas con el cirílico. Y sobre todo, no digas que esto ha salido de aquí. —¿Por qué atrasarlo? ¿Se te ha ocurrido algo? —Nada. Me gustaría reflexionar un poco. Bourlin suspiró descorazonado. Conocía a Adamsberg desde hacía tanto como para saber que «reflexionar» no tenía ningún sentido tratándose de él. Adamsberg no reflexionaba; no se sentaba a solas en una mesa, lápiz en mano; no se
concentraba delante de una ventana; no recapitulaba los hechos en una pizarra, con flechas y cifras; no apoyaba la barbilla en el puño. Él se paseaba, andaba sin hacer ruido, fluctuaba entre los despachos, comentaba, recorría a paso lento el terreno, pero nunca nadie lo había visto reflexionar. Parecía ir como un pez a la deriva. No, un pez no deriva, un pez sigue un objetivo. Adamsberg recordaba más bien a una esponja llevada por las corrientes. Pero ¿qué corrientes? Por lo demás, algunos decían que, cuando su mirada parda y vaga se perdía todavía más, era como si tuviera algas en los ojos. Pertenecía más al mar que a la tierra.
V Marie-France se sobresaltó al leer la sección necrológica. Llevaba retraso, varios días por recuperar, es decir, decenas y decenas de muertos a los que pasar revista. No era que ese ritual cotidiano le procurase una satisfacción morbosa. Pero —y resultaba terrible decirlo, pensó de nuevo— estaba pendiente del fallecimiento de su prima hermana, quien antaño le había cogido afecto. En ese sector acaudalado de la familia, se publicaba una esquela en caso de fallecimiento. Así era como se había enterado de la muerte de otros dos primos y del marido de la prima. Quien, por lo tanto, había quedado sola y rica —dado que su marido, curiosamente, había hecho fortuna con el comercio de globos hinchables— y Marie-France se preguntaba continuamente si el maná de la prima tenía alguna posibilidad de caerle encima. Había hecho cálculos sobre este maná. ¿A cuánto podía ascender? ¿Cincuenta mil? ¿Un millón? ¿Más? Una vez deducidos los impuestos, ¿cuánto le quedaría? ¿Se le ocurriría a su
prima nombrarla heredera? ¿Y si lo donaba todo a la protección de los orangutanes? Los orangutanes habían sido una de sus manías; y eso, Marie-France lo comprendía perfectamente. Estaba dispuesta a compartir con ellos, pobrecillos. No te embales, hija, limítate a leer las esquelas. La prima rondaba los noventa y dos años, la cosa no podía tardar mucho, ¿no? Y eso que en la familia se producían centenarios a patadas, igual que otros fabrican niños a troche y moche. En su casa, lo que se fabricaba a troche y moche eran viejos. Hay que decir que no daban un palo al agua, y eso conserva, opinaba. Pero la prima había recorrido medio mundo: Java, Borneo y todas esas islas terroríficas —por lo de los orangutanes—; y eso, en cambio, desgasta. Reanudó su lectura, por orden cronológico. Sus primos, Regis Rémond y Martin Druot, sus amigos y sus colegas tienen el dolor de anunciarles el fallecimiento de la Señora Alice Clarisse Henriette Gauthier, de soltera Vermond, a los sesenta y seis años, tras una larga enfermedad. El levantamiento del cuerpo tendrá lugar en el 33 bis de la calle... En el 33 bis. Volvió a oír a la enfermera gritando: «La señora Gauthier, del 33 bis...». Pobre mujer, ella le había salvado la vida —evitando que su cabeza chocara contra el suelo, ahora estaba convencida de ello—, pero no por mucho tiempo. A menos que esa carta... Esa carta que había decidido mandar... ¿Y si había hecho mal? ¿Y si esa carta tan valiosa había desencadenado una catástrofe? ¿Y si esa era la razón por la que la enfermera se había opuesto tanto? De todos modos, la carta habría salido, se consoló Marie-France sirviéndose otra taza de té. Es el destino.
No, no habría salido. La carta había volado con la caída. Reflexiona, hija, da siete vueltas a lo que piensas. ¿Y si la señora Gauthier, en el fondo, había cometido un... —¿como decía exactamente su antiguo jefe? Solo tenía esa palabra en la boca—... había cometido un acto fallido? Es decir, una cosa que no queremos hacer, pero que hacemos igualmente, por razones que están ocultas tras las razones. ¿Y si el temor de mandar su carta le hubiera causado ese vértigo... y la hubiera perdido por un acto fallido, renunciando a su idea en razón de las razones que están tras las razones? Entonces, en ese caso, el destino era ella. Ella, Marie-France, que había tomado la decisión de llevar a cabo la intención de la anciana. Y eso que le había dado vueltas a su pensamiento, ni demasiado ni demasiado poco, antes de ir al buzón. Olvídalo, nunca sabrás nada sobre este asunto. Y nada indica que la carta haya tenido consecuencias funestas. Son imaginaciones tuyas, hija, no sirven para nada. Pero a la hora del almuerzo, Marie-France seguía sin olvidar, como lo demostraba el que no hubiera progresado en sus secciones necrológicas, y seguía sin saber si la prima de los orangutanes había fallecido o no. Se dirigió a la tienda de juguetes donde trabajaba a media jornada, con la mente nublada y el estómago dolorido. Y esto, hija, quiere decir que estás rumiando, y bien sabes la tabarra que papá te daba con eso. No es que no se hubiera fijado nunca en la comisaría que había en su camino —pasaba por delante seis días por semana—, pero esa vez le pareció, de repente, como un punto de luz, un faro en la noche. Un faro en la noche, eso también era de su padre. «Pero lo malo del faro», añadía, «es que su luz es intermitente. Así que tu proyecto viene y va continuamente. Y encima, se apaga al
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llegar el día». Pues bien, era de día y la comisaría relucía igualmente, como un faro en la noche. Prueba de que se podía aportar alguna modificación a las biblias paternas, con perdón y sin ánimo de ofender.
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Entró temerosa, vio al tipo taciturno de la recepción y, más allá, a una mujer muy alta y muy gorda que le dio miedo, y a un señor bajito y rubio, anodino, que no le transmitió ninguna impresión reseñable; más lejos, un hombre que parecía un viejo pajarraco desplumado posado en su nido, esperando una nidada que no acababa de llegar; allí un tipo leyendo —y Marie-France tenía buena vista— una revista sobre peces, un gatazo blanco durmiendo encima de una fotocopiadora, un cachas que parecía dispuesto a destripar el mundo..., y estuvo a punto de dar media vuelta e irse. Ah, no, pensó recobrando su entereza, es porque la luz del faro es intermitente, claro, y ahora está apagado. Un tipo ventrudo, muy elegante pero sin silueta, pasó arrastrando los pies y le lanzó una mirada azul y precisa. —¿Busca algo? —preguntó con una dicción perfecta—. Aquí no registramos denuncias por robos, agresiones y demás, señora. Se encuentra usted en la Brigada Criminal. Homicidios o asesinatos. —¿Hay diferencia? —preguntó ella con tono ansioso. —Mucha —dijo el hombre inclinándose ligeramente hacia ella, como en un saludo efectuado el siglo pasado—. Un asesinato es premeditado. Un homicidio puede ser involuntario. —Entonces sí, vengo por un posible homicidio, no voluntario. —¿Va a poner una denuncia, señora? —Pues verá, no. Puede que haya sido yo la autora del homicidio, sin querer.
—¿Ha habido una pelea? —No, comisario. —Comandante. Comandante Adrien Danglard. A su entera disposición. Hacía mucho tiempo que no le hablaban con tanta deferencia y cortesía, o quizá nunca le había ocurrido. El tipo no era guapo — parecía desarticulado, digamos, en su opinión—, pero Dios mío, sus agradables palabras podían con todo. El faro volvía a encenderse. —Comandante —dijo MarieFrance con voz más segura—, temo haber enviado una carta que ha causado una muerte. —¿Una carta que contenía amenazas? ¿Odio? ¿Venganza? —Ah, no, comandante. —Y le gustaba pronunciar esa palabra, que parecía darle importancia a ella misma—. No tengo ni idea. —¿Ni idea de qué, señora? —De lo que había dentro. —Pero dice haberla enviado, ¿no es así? —Desde luego que la he enviado. Pero antes, me lo pensé muy bien. Ni demasiado, ni demasiado poco. —¿Y por qué la envió? Porque la envió, ¿verdad? Si no era suya... El faro se había apagado. —Pues porque la recogí del suelo, y luego la señora se murió. —Entonces echó usted al buzón una carta para hacer un favor a una amiga, ¿es eso? —En absoluto. No conocía de nada a esa señora. Acababa de salvarle la vida. Que no es moco de pavo. —Al contrario, es algo inmenso —confirmó Danglard. ¿No había dicho Bourlin que Alice Gauthier había salido a echar una carta que había desaparecido? Se enderezó cuan largo era, cuanto pudo. En realidad, el comandante era alto; mucho más que el bajito comisario Adamsberg, pero nadie se daba realmente cuenta de ello.
—Inmenso —repitió, atento al desasosiego de la mujer del abrigo rojo. El faro volvía a encenderse. —Pero luego se murió —dijo Marie-France—. Lo he leído en una esquela esta mañana. Leo la sección necrológica de vez en cuando —explicó precipitadamente—, no sea que se me pase el entierro de algún familiar, de algún antiguo amigo, ¿comprende? —Es una atención que la honra. Y Marie-France se sintió más animada. Experimentó una especie de afecto por ese hombre que la comprendía tan bien y que la lavaba tan prestamente de sus pecados. —Así que leí que Alice Gauthier, del 33 bis, había muerto. Y era su carta la que había echado al buzón. Dios mío, comandante, ¿y si lo hubiera desencadenado todo? Y eso que había dado siete vueltas a mi pensamiento, ni una más. Danglard se estremeció al oír el nombre de Alice Gauthier. A su edad, estremecerse se había convertido en algo tan excepcional, y su curiosidad por los pequeños acontecimientos de la vida se agotaba tan rápido, que sintió gratitud hacia la mujer del abrigo rojo. —¿En qué fecha envió usted esa carta? —Pues el viernes anterior, cuando se encontró mal en la calle. Danglard hizo un gesto rápido. —Le ruego que me acompañe a ver al comisario Adamsberg —dijo dirigiéndola por los hombros, como si temiera que los elementos desconocidos que contenía se pudieran esparcir por el camino como una vasija rota que dejara escapar su contenido. Subyugada, Marie-France se dejó guiar. Iba al despacho del gran jefe. Y su apellido —Adamsberg— no le era desconocido. Se sintió decepcionada cuando el cortés comandante abrió la puerta del despacho del director.
Reposaba allí un ser soñoliento que llevaba una chaqueta de tela negra descolorida sobre una camiseta también negra y apoyaba los pies encima de la mesa; nada que ver con la cortesía mundana del que la había recibido. El faro se apagaba. —Comisario, la señora dice haber echado al buzón la carta de Alice Gauthier. Me ha parecido importante que la escuche. Aunque Marie-France lo creía a punto de quedarse dormido, el comisario abrió los ojos rápidamente y se incorporó. La mujer avanzó, con cierto fastidio, descontenta de tener que dejar al amable comandante por ese tipo tan inconsistente. —¿Es usted el director? —preguntó despechada. —Soy el comisario —contestó Adamsberg sonriente, tan acostumbrado como indiferente a las miradas a menudo desconcertadas de los demás. Con un gesto, la invitó a sentarse frente a él. «No creas nunca en la autoridad de las autoridades», decía papá, «son lo peor». En realidad añadía: «Unos hijos de puta». Marie-France se cerró en banda. Consciente de su retracción, Adamsberg indicó a Danglard que tomara asiento a su lado. Y en efecto, solo a petición del comandante empezó a hablar Marie-France. —Había ido al dentista. El distrito 15 no es mi barrio. Ocurrió como ocurren estas cosas, ella iba con su andador, se mareó y se cayó. La sujeté en mis brazos, y gracias a eso no se dio con la cabeza en la acera. —Muy buen reflejo —dijo Adamsberg. Ni siquiera un «señora», como habría dicho el comandante. Ni siquiera un «inmenso». Solo una expresión banal de poli y, ojo, que a ella no le gustaban los polis. El otro era un gentleman —un gentleman extraviado, eso sí—; pero este, el jefe, era un poli sin más, y en un par de mi-
Cuarenta años en el mismo colegio, en una zona conflictiva. Pero según sus colegas, los chavales, incluso los más duros, no se atrevían a decir ni mu durante sus clases, iban como la seda. Ya te puedes imaginar cómo la apreciaban los directores, como un santo icono. Bastaba con que asomara por la puerta de una clase para que el jaleo cesara instantáneamente. Sus castigos eran temidos.
nutos iba a acusarla. Vas a la poli, y luego resulta que eres culpable. Faro apagado. Adamsberg echó de nuevo una mirada a Danglard. Ni hablar de pedirle los documentos de identidad, como se suele hacer en un procedimiento normal. Si lo hicieran, la perderían. —La señora se encontraba allí de milagro —insistió el comandante— y la salvó de un choque que habría sido fatal. —El destino la había puesto a usted en su camino —completó Adamsberg. Sin «señora», pero no dejaba de ser un cumplido. Marie-France levantó hacia él la mitad de su cara antipoli. —¿Le apetece un café? No hubo contestación. Danglard se levantó y, a espaldas de MarieFrance, pronunció callado «Se-ñora», en tres sílabas muy claras. El comisario asintió. —Señora —insistió—, ¿desea usted un café? Tras un signo de cabeza apenas aquiescente de la mujer de
rojo, Danglard se dirigió hacia la máquina. Por lo que parecía, Adamsberg había entendido el asunto. Había que tranquilizar a esa mujer, honrarla, alimentar su narcisismo desfalleciente. Había que controlar la manera de hablar del comisario, demasiado suelta, demasiado natural. Pero Adamsberg era así, natural, había nacido así, brotado directamente de un árbol, o del agua o de una roca. Había brotado de las montañas de los Pirineos. Una vez servido el café —en tazas, y no en vasos de plástico—, el comandante retomó las riendas de la conversación. —Así que la sujetó cuando se estaba cayendo —dijo. —Sí, y su enfermera acudió enseguida a socorrerla. Gritaba, juraba que la señora Gauthier se había negado en rotundo a que la acompañara. La farmacéutica tomó las riendas de la situación y yo recogí todas las cosas que se habían caído de su bolso. ¿A quién se le habría ocurrido hacerlo? Los de emergencias nunca piensan en estas cosas. Y
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Y después me enteré de que la pobre señora había muerto; tengo miedo de haber cometido un tremendo error. A saber si la carta desencadenó algo. Algo que la hubiera matado. ¿Sería un homicidio involuntario? ¿Sabe usted de qué ha muerto?
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eso que en el bolso llevamos toda nuestra vida. —Es cierto —la alentó Adamsberg—. Los hombres metemos todo eso en los bolsillos. Entonces, ¿recogió usted una carta? —Seguro que la llevaba en la mano izquierda, porque había caído del otro lado del bolso. —Es usted muy observadora, señora —dijo Adamsberg con una sonrisa. La sonrisa le sentaba bien. Era delicada. Y además, Marie-France notaba que interesaba al director. —El problema es que no me di cuenta enseguida. Fue después, camino del metro, cuando la encontré en el bolsillo de mi abrigo. No se vaya a creer que le birlé la carta, ¿eh? —Son gestos que se hacen sin darnos cuenta—dijo Danglard. —Eso es, por descuido. Vi el remite, Alice Gauthier, y comprendí que era su carta. Entonces me lo pensé bien, siete veces, ni una más. —Siete veces —repitió Adamsberg. ¿Cómo se podían contar los pensamientos? —No cinco, ni veinte. Mi padre decía que hay que dar siete vueltas a lo que uno piensa antes de actuar. Menos no, de lo contrario se hacen tonterías. Pero sobre todo no más, si no se queda uno dando vueltas sin parar. Y de tanta vuelta, uno acaba hundiéndose en el suelo como un tornillo. Y que después ya no hay quien lo mueva de allí. Entonces pensé, la señora había querido salir
sola para echar la carta. O sea que debía de ser importante, ¿no? —Mucho. —Eso es lo que dedujé —dijo Marie-France con más aplomo—. Y lo comprobé otra vez, era su carta. Había escrito su nombre muy grande en la parte de atrás del sobre. Primero pensé en devolvérsela, pero se la habían llevado al hospital, ¿y a cuál? No tenía la menor idea, los bomberos ni siquiera me habían dirigido la palabra, ni me habían preguntado cómo me llamaba, ni nada. Después pensé que lo mejor era llevarla al 33 bis, la enfermera había dicho dónde vivía. Iba por la quinta vuelta de pensamiento. ¡Ni hablar!, me dije a mí misma, puesto que la señora se había negado a que la acompañara la enfermera. Puede que desconfiara, qué sé yo. Entonces, a la séptima vuelta, sopesados los pros y los contras, decidí terminar lo que la pobre señora no había podido hacer. Y eché la carta al buzón. —Y por casualidad, ¿se fijó usted en la dirección, señora? —preguntó Adamsberg con un ápice de inquietud. Al fin y al cabo, era muy posible que esta mujer tan llena de precauciones y atormentada por la buena conciencia, se hubiera negado, por discreción, a leer el nombre del destinatario. —Sí, ya lo creo. Examiné tanto esa carta... Como estaba reflexionando, ¿sabe...? Además, tenía que conocer la dirección para elegir la
boca del buzón: «París», u «Otros destinos». No hay que equivocarse, eso no, o la carta se pierde. Comprobé y recomprobé: el 78, en Yvelines, y la eché. Y después me enteré de que la pobre señora había muerto; tengo miedo de haber cometido un tremendo error. A saber si la carta desencadenó algo. Algo que la hubiera matado. ¿Sería un homicidio involuntario? ¿Sabe usted de qué ha muerto? —Llegaremos a eso, señora —dijo Danglard—, pero su ayuda nos es muy valiosa. De no ser por usted, cualquier otra persona podría haber olvidado la carta y no haber venido nunca a vernos. Pero, aparte del 78, en Yvelines, ¿vio usted el nombre del destinatario? ¿Y lo recuerda, por casualidad? —De casualidad, nada. Tengo muy buena memoria: señor Amédée Masfauré, Haras de la Madeleine, Route de la Bigarde, 78491, Sombrevert. Tenía que echarla en la boca de «Otros destinos», ¿no? Adamsberg se levantó con los brazos abiertos. —Magnífico —dijo acercándose a ella y sacudiéndola por los hombros con cierta familiaridad. Ella atribuyó este gesto fuera de lugar a la satisfacción y se sintió feliz también. Es lo que se dice un buen día, hija. —Pero lo que yo quiero saber —dijo recobrando la gravedad— es si mi gesto ha desencadenado la muerte de la pobre señora, de rebote o algo así. Comprenderá que es algo que me preocupa. Y me doy cuenta de que, si la policía está interesada, será que no murió en su cama, ¿me equivoco? —Usted no es responsable de nada, señora, tiene mi palabra. La mejor prueba es que la carta habrá llegado el lunes, o el martes a más tardar. Y que la señora Gauthier falleció el martes por la noche. Y que no recibió ningún correo, ninguna visita, ninguna llamada en todo ese tiempo. Mientras Marie-France, muy
aliviada, respiraba profundamente, Adamsberg miró de reojo a Danglard: Le vamos a mentir. No decimos nada del visitante del lunes y del martes. Le mentimos, no vamos a amargarle la vida. —Entonces, ¿falleció de muerte natural? —No, señora —dijo Adamsberg, vacilante—. Se suicidó. Marie-France gritó y Adamsberg posó sobre su hombro una mano, reconfortante esta vez. —Pensamos que esta carta, que creíamos desaparecida, contenía las últimas palabras que deseaba decir a un amigo querido. Así que no tiene nada que reprocharse, todo lo contrario. Adamsberg no esperó a que Marie-France saliera de la sede de la Brigada —debidamente acompañada por Danglard— para llamar al comisario del distrito 15. —¿Bourlin? Tengo a tu hombre. El destinatario de la carta de Alice Gauthier, Amédée algo, en Yvelines, no te preocupes, tengo la dirección completa. No, decididamente, no tenía ninguna retentiva para las palabras. Marie-France lo superaba en eso con mucha diferencia. —¿Y cómo lo has hecho? —preguntó Bourlin más animado. —No he hecho nada. La mujer anónima que frenó la caída de Alice Gauthier recogió las cosas que se le habían caído al suelo y se metió la carta en el bolsillo sin darse cuenta. Lo mejor es que después de haber reflexionado un buen rato (siete veces, te ahorro los detalles), la echó al buzón. Y lo que es todavía mejor, había memorizado la dirección completa del destinatario. Me la soltó sin vacilar, como si tú me recitaras la fábula de La Fontaine El cuervo y la zorra. —¿Y por qué iba yo a recitarte El cuervo y la zorra? —¿No te la sabes?
—No. Aparte de «sois el fénix de todos los huéspedes del bosque». Incomprensible. Al final, siempre se acuerda uno mejor de lo que no entiende. —Olvida el cuervo, Bourlin. —Eres tú el que lo ha puesto sobre la mesa. —Lo siento. —Pásame la dirección del tipo. —Te la leo: Amédée Masfauré, y no sé cómo se pronuncia. M-AS-F-A-U-R-É. —Amédée. Como el Dédé que oyó el vecino. Entonces vino en cuanto recibió la carta. Continúa. —Haras de la Madeleine, Route de la Bigarde, 78491. Sombrevert. ¿Te vale? —Me vale, salvo que tengo que archivar el caso esta noche. Al juez le ha puesto de mala leche lo del cirílico y solo he ganado un día. Así que salgo pitando con el coche y voy a ver a ese Amédée ahora mismo. —¿Puedo acompañarte de incógnito con Danglard? —¿Es por lo del signo? —Sí. —De acuerdo —dijo Bourlin tras un corto silencio—. Sé lo que es haber empezado un puzle y que no se te vaya de la cabeza. Una cosa, ¿por qué esa mujer ha ido a verte a ti en lugar de presentarse en mi comisaría? —Es cuestión de magnetismo, Bourlin. —¿De verdad? —De verdad, pasa todos los días delante de la comisaría. Y ha entrado. —¿Y por qué no me la has mandado enseguida? —Porque se había quedado prendada del encanto de Danglard.
Fred Vargas (París, Francia – 1957) Fred Vargas es el seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau, arqueóloga de formación y mundialmente conocida como autora de novelas policiacas; hasta el momento ha escrito catorce (todas ellas publicadas por Siruela). Además del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018, ha ganado los más importantes galardones, incluido el prestigioso International Dagger, que le ha sido concedido en tres ocasiones consecutivas. También ha recibido, entre otros, el Prix mystère de la critique (1996 y 2000), el Gran premio de novela negra del Festival de Cognac (1999), el Trofeo 813 o el Giallo Grinzane (2006). Sus novelas han sido traducidas a múltiples idiomas con un gran éxito de ventas, alguna de ellas incluso se ha llevado al cine.
(Tiempos de hielo, Editorial Siruela, 2015.
Traducción del francés por Anne-Hélène
Suárez Girard).
(Tomado de: http://www.siruela.com/
archivos/fragmentos/TempsGlaciaires.pdf )
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Poema de amor Te devuelvo tus manos, tus muslos, tu silencio, todo lo que fue bello entre los dos y, como tal, quedará para siempre en la fotografía. Me quedo con once calcetines por casar, sin refrigerador ni junta para la olla de presión, sin el reloj; y el canje de los libros, pendiente; y mis dudas sobre el radio. Y los libros que se perdieron. Me quedo sin platos ni tazas ni shorts ni colador. Con cuatro sábanas solamente me quedo de todo lo que en septiembre aquí encontraste, y un vale perdido de calzoncillos en el tren. Tuve la posteridad cuando te desnudabas y lo lamento. Te pedí por favor que no me ayudaras. Devuélveme la llave. 20
homenaje Carta a Rubén Hijo mío, harina, ternura de mis ternuras, ángel más leve que los ángeles: desde hoy en adelante eres el exiliado, el que bajo otros cielos organiza su cama y su mesa donde puede, el que en la alta noche despierta asustado y presuroso corre por la mañana a buscar debajo de la puerta la posible carta que por un instante le devuelva el barrio, la calle, la casa por donde pasaba la dicha como un río, el perro, el gato, el olor de los almuerzos del domingo, todo lo bueno y eterno, lo único eterno, cuanto quedó perdido allá atrás, muy lejos cuando el avión como un pájaro triste se fue diciendo adiós. El que deambula y sueña lejos de la patria, el extraño, el tolerado —y, a veces, con suerte, el protegido al que se le regalan abrigos y los zapatos que se iban a botar. Pero nosotros, nosotros los solos, los tristes, los luctuosos, los que medio muertos hemos visto partir el avión —sin saber si volverá ni si estaríamos entonces—, nosotros, esos desventurados que fuman y envejecen y consumen barbitúricos, esperando al cartero, nosotros, ¿dónde, adónde, en qué patria estamos ahora? ¿La patria, lejos de lo que se ama…? ¿La patria, donde falta un cubierto a la mesa, donde siempre sobra una cama…? Dios y yo y el sinsonte
que cantaba en la ventana lo sabemos, niño mío, que fuiste a dar tan lejos: donde se vive entre paredones y cerrojos también es el exilio, y así, con anillos de diamantes o martillo en la mano, todos los de acá somos exiliados. Todos. Los que se fueron y los que se quedaron. Y no hay, no hay palabras en la lengua ni películas en el mundo para hacer la acusación: millones de seres mutilados intercambiando besos, recuerdos y suspiros por encima de la mar. Telefonea, hijo. Escribe. Mándame una foto.
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Misericordia ¿De dónde viene, quién lo manda, qué busca entre nosotros este viento con olor a presidio y a cementerio, a ceniza de hospitales y a miseria? Retírate, oh viento de la desgracia, respeta mis cuadros, mi lámpara, mis papeles, deja en paz mis cacharros de cocina. Pero él no oye, no escucha. Míralo, Señor, sacar el mar del mar y traerlo a la puerta de mi casa. Míralo hacer y deshacer como si él fuera el sol, las cuatro estaciones, la rosa de los vientos, la razón de las cosechas, la verdad íntima de los mundos. A la luz del rayo y la centella, míralo levantar el tejado de enfrente, luego un árbol que resistía en la acera ahí va un tendido eléctrico seguido por dos hojas de zinc girando como hélices funestas, como guillotinas monstruosas buscando cabezas. Ya no queda ni una puerta ni una ventana. Más que tarea de salvamento, echar un bote a la calle en estas circunstancias sería un suicidio. ¿Y quién, por otro lado, pensaría en salir a rescatar a otros estando él mismo por ser rescatado? Y sigue el mar subiendo de nivel, Señor, y sigue el cielo oscureciéndose. Deténte, oh viento canalla; atrás, perverso. Esta es la casa del Poeta, no la subestimes, ni convoques la ira de ese ser que tan solitario y frágil parece. (Para que jamás bajo el cielo tuviera lugar el olvido creó Dios al Poeta, no lo olvides, ni olvides que el Poeta habla con Dios, y Dios pensativo lo escucha.) Detenlo, no le permitas, oh Señor, completar el desastre: no le permitas arrancar la casa del Poeta y dejarla a la deriva en la corriente como los barcos del que huye, del que se marcha clandestino. Igual que trigo o tabaco en gavilla, utilizando sábanas y toallas enrolladas ya ha comenzado el Poeta a atarse con su mujer y sus hijos, y bajo el ruido devastador y el crujir del techo, seguimos en este pueblo, oh Señor, aguardando por ti: atrapados, incomunicados, sin teléfono, sin luz... 22
El agradecido a Naty Revuelta Toda mi vida ha sido un desastre del que no me arrepiento. La falta de niñez me hizo hombre y el amor me sostiene. La cárcel, el hambre, todo; todo eso me ha estado muy bien: las puñaladas en la noche, y el padre desconocido. Y así de lo que no tuve nace esto que soy: bien poca cosa, es verdad, pero enorme, agradecido como un perro. (1963).
Canción para los dos Eres tan frágil que me gustaría darte la comida yo mismo, lavarte la cabeza yo mismo, con una mano muy limpia peinarte yo mismo y de ser posible (si se pudiera), morirme en tu lugar. Oh extraña flor desvalida, criatura que hasta el viento de una tarde azul pudiera arrastrar, y sin la cual ya voy siendo bastante menos que nada.
Rafael Alcides (Barrancas, Bayamo, Cuba, 1933 – La Habana, 2018) Perteneció a la Generación Poética del Cincuenta. Publicó sus primeros libros en la década del sesenta y en 1969 inició un apartamiento de la vida pública como escritor. Volvió a publicar a principios de los ochenta y se apartó de nuevo de la vida pública a inicios de los noventa. Su obra poética incluye títulos como Himnos de montaña (La Habana, 1961), Gitana (Habana, 1962), La pata de palo (La Habana, 1967), Agradecido como un perro (La Habana, 1983), Y se mueren y vuelven y se mueren (1986), Noche en el recuerdo (1989), Nadie (Leiden, 2016), Conversaciones con Dios (Sevilla, 2014) y la antología GMT (Sevilla, 2009). En tanto narrador publicó la novela El anillo de Ciro Capote (Sevilla, 2011), el libro de crónicas Memorias del porvenir (Premio Café Bretón & Bodegas Olarra, Logroño, 2011) y el libro de relatos Un cuento de hadas que termina mal (Logroño, 2011). En 2014 renunció a su membresía de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), y antes había declinado en varias ocasiones el ofrecimiento del Premio Nacional de Literatura que le hicieron llegar las autoridades. En 2015 recibió el Premio Nacional de Literatura Independiente Gastón Baquero, convocado por Neo Club Ediciones, el Club de Escritores Independientes de Cuba y el Instituto la Rosa Blanca. Falleció el 20 de junio de 2018. (Tomado de: http://www.diariodecuba.com/
cultura/1529454700_40148.html)
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Gerardo Ferro Rojas
Todo su cuerpo con espinas y a mí me siguen las moscas. Fito Páez
Track 1: Bill Evans, “What are you doing the rest of your life?”
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pago el computador. No puedo seguir escribiendo; no logro concentrarme. El ruido de allá afuera no me deja pensar bien. He cerrado las ventanas pero aun así sigo escuchando las detonaciones. Las bombas siguen estallando. La ciudad entera se derrumba. De algún lugar no muy remoto proviene todo el ruido.
Enciendo el televisor. Sólo he visto las noticias estas últimas semanas. La señal no es muy buena. Voy hasta la cocina y abro la nevera. Bebo un vaso de agua. Compruebo que no hay huevos para el desayuno. Debo comprar huevos para el desayuno. Suena el teléfono. Obviamente es Mariana. Vuelve a sonar. Debo contestarlo pero lo pienso primero. Es inútil pensarlo. De tres zancadas llego al teléfono. —Hola soy yo. —Lo imaginé. ¿Cómo estuvo el viaje? —Acabo de llegar... Todo esto está terrible, me da miedo. No puedo creer que sigas viviendo en esta ciudad. —Deberías apurarte, más tarde las cosas son peores. —OK, entonces nos vemos en un rato. —¡Espera, no cuelgues!!! —Qué. —¿Puedes comprar algunos huevos en el camino? —¿Huevos? —Sí, huevos para el desayuno. —OK.
Me gusta comer huevos revueltos con cebolla y mucha mantequilla. Los acompaño con pan y un buen café negro. El mejor desayuno del mundo.
cuento Me asomo al balcón. El horizonte está incendiado. Hay bocanadas de fuego irradiando a lo lejos. La ciudad solloza, grita, se desgarra. El sonido de una ráfaga de metralla me saca de mi contemplación. Ahora trato de concentrarme en ella. Mariana está a punto de entrar por la puerta de este apartamento. Después de cinco años ha regresado. Y en el peor momento de todos. Yo estoy hecho añicos y la ciudad también. En tres días recibiré un premio otorgado por la respetabilísima Sociedad de Escritores de Autosuperación del país. ¿A quién se le ocurre entregar premios en esta época? Es cosa de locos. En todo caso, a la única persona que podría invitar es a Mariana. Reviso en mi mente y no encuentro otro nombre posible para la lista. Nadie más se merece como ella ver mi último destello. La última cuchillada. Por eso me atreví a llamarla. Soy un masoquista. Vuelvo al estudio. Enciendo el computador. Me sirvo un trago mientras el aparato se enciende. Regreso a la sala. Agarro el control remoto. El noticiero da cifras extraoficiales de los muertos. Aterrador. Desastroso. Terrorífico. Podría mencionar decenas de adjetivos. Coloco algo de Bill Evans para ambientar. El contraste del piano con el ruido de las detonaciones es hermoso. Miro la pantalla del computador. Las manos me tiemblan. Mis dedos apenas rozan el teclado. No puedo escribir nada. Hace meses que he estado intentando escribir algo serio. Un último cuento que me saque del hueco, el más difícil de todos. Un cuento de amor en medio de un mundo devastado. Pero ha sido imposible. En un principio, por lo menos, los cuentos salían, aunque nadie les prestara atención. Llegué a escribir dos libros de relatos, una novela y varios poemarios. Todos inéditos. Nadie los conoció. Nadie los leyó.
Rechazados en todos lados. Muy pocos conocen esa parte de mi vida. Ahora ni siquiera logro hilar dos buenos párrafos. Soy un asco como escritor serio. Mi fracaso estimuló mi genialidad para la charlatanería. Pero ahora ni siquiera esos libracos de autoestima me interesan. Deben ser las bombas que están estallando por todos lados. O tal vez sea porque Mariana está cada vez más cerca. En todo caso, lo mejor es pensar que se me acabó la mecha. Ya, eso fue todo. Al final del camino, un premio absurdo en medio del absurdo. Nada para dejar al mundo. Nada valioso para recordar. Nada suficientemente grande como para evitar la corrosión. Moriré impunemente en este apartamento sin que nadie recuerde mi nombre. Amén. Tocan el timbre. Es Mariana, no puede ser nadie más. Miro por el ojo de la puerta y compruebo que es ella. La observo un instante, me tomo mi tiempo. Después de cinco años Mariana parece más hermosa. Abro la puerta. Nos miramos sin saber qué decirnos. No hay sonrisas. No hay besos. No hay abrazos efusivos. Somos dos partículas de polvo en medio de una explosión. El sonido de una bomba nos saca de nuestro estado. La invito a seguir. Agarro su maleta pero Mariana no me lo permite. Me dice que ella puede sola. —Dónde dejo los huevos —me pregunta mostrándome la bolsa con la compra. —En la nevera, sigue estando en el mismo lado. Mariana deja la maleta en la sala y va hasta la cocina. Le pregunto si quiere beber algo. Un whisky. Preparo los tragos. Mariana sale de la cocina y se sienta en el sofá. Le entrego su vaso y me siento frente a ella. Bebemos. —El apartamento está prácticamente igual —me dice tomándose el primer sorbo. —Sí, un poco más desordenado.
Mariana ni siquiera le presta atención a mi comentario. Nuestros rostros están algo tensos. Siento el aire viciado que nos envuelve, nos atrapa, nos asfixia. Permanecemos callados. No sabemos de qué hablar. —¿Tuviste problemas para llegar? —le pregunto. —La ciudad está horrible, no sé cómo puedes seguir viviendo aquí —me repite Mariana—. Pero no, no tuve problemas. El taxista conocía rutas alternas. Nos demoramos porque paramos a comprar tus estúpidos huevos. Me contó que la gente está yéndose a vivir a las azoteas y tejados. —Sí, un éxodo masivo a las azoteas de la ciudad. Imagino que se sienten más seguros allí. —No puedo creer que a alguien se le haya ocurrido darte un premio en estos momentos. Mariana escucha el sonido de las bombas sin estremecerse. No me quita la mirada de encima. Sus ojos me asustan. Se lleva el vaso a la boca y se toma el último trago de su whisky. Mariana dice estar cansada por el viaje. Quiere irse a dormir. Su cuarto está al fondo del pasillo, al lado del mío. Ella misma lleva sus maletas. Yo ni siquiera me muevo de mi puesto. La observo atravesar la sala y detenerse a la entrada del estudio. Observa el computador y los papeles regados en el escritorio. —¿Estás escribiendo algo? — me pregunta sin dejar de mirar el computador. No sé qué responderle. No sabría cómo engañarla. Me aventuro: —No, sólo estoy revisando material viejo. Mariana sigue su camino, cruza el pasillo y se encierra en su habitación. Espero que la pasemos bien estos días.
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¿A quién se le ocurre entregar premios en esta época? Es cosa de locos. En todo caso, a la única persona que podría invitar es a Mariana. Reviso en mi mente y no encuentro otro nombre posible para la lista. Nadie más se merece como ella ver mi último destello. La última cuchillada.
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Track 2: Miles Davis, “Don´t blame me” Yo mismo preparo el desayuno. Huevos revueltos con cebollas, pan y café negro. El mejor desayuno del mundo. Mariana dice que prefiere desayunar cereal. Sospecho que ha sido un error haberla invitado. Me pregunta qué estoy escribiendo ahora. Es una pregunta inocente para envenenar el desayuno. Mariana dice que siente mucha intriga por saberlo. Le digo que estoy trabajando en un cuento. Anoche por fin logré sacar algo interesante. Mariana ha dejado de comer su cereal y ha levantado la cabeza para mirarme. Me sonríe. Conozco su sonrisa. Mariana quiere que le cuente el argumento. Imposible. No pienso decirle nada hasta que esté listo. Mariana parece no estar de acuerdo, pero no insiste. Sonríe y sigue desayunando su cereal. Por primera vez en mucho tiempo he logrado atrapar una buena historia. En mi cuento, una mujer hermosa y desconocida llega por casualidad al apartamento de un psicópata. Imagino que la presencia de Mariana tiene algo que ver con este último intento por escribir algo importante. Por lo menos servirá de algo su presencia. Permanecemos un rato en el balcón. El humo en el horizonte se confunde con el cielo gris. Hay viento de lluvia. —Supongo que es imposible salir a caminar —dice Mariana. —Es posible, pero lo mejor es que permanezcamos aquí dentro. Empieza a llover. Volvemos a la sala. Mariana coloca algo de Lester Young. Buena elección. Me siento en el sofá y sintonizo el noticiero. Más cifras de muertos. Más escombros. Más éxodo hacia las azoteas. Mariana se aburre. Camina por el apartamento revisando los cuadros. Mariana
ya conoce todos y cada uno de los cuadros, ella misma los compró y los distribuyó por las paredes. Vivimos juntos tres años y nueve meses. Suficiente tiempo. Conocí a Mariana en una de mis conferencias a raíz del último libro que había publicado. Se titulaba Ovejas y coyotes, un manual para encontrar el verdadero yo. En esa época, Mariana era una aspirante a actriz con problemas de autoestima. Yo era una especie de gurú para las almas perturbadas como ella. Fue muy fácil llevármela a la cama. Imagino que fue igual de fácil para ella salirse de allí tres años y nueve meses después. Dijo que se iría a probar suerte como actriz. La he visto aparecer en un par de comerciales. Sobre todo me gusta ese donde es la modelo de una marca de toallas higiénicas. —Pensé que echarías todo esto a la basura —me dice Mariana refiriéndose a los cuadros. —Estuve a punto de hacerlo —le contesto sin dejar de ver el televisor—. Pero me di cuenta que me gustaban y no me hacían daño. Mariana no dice nada, entra al estudio y revisa la biblioteca. Ojea algunos libros y los vuelve a dejar en su sitio. —Anoche estuviste escribiendo, ¿no vas a decirme qué era? —¿Me escuchaste? —le pregunto algo intrigado. —No, pero supuse que te quedaste escribiendo. Mariana pasa su mano por el escritorio y la computadora. La observo detenidamente. Conozco sus movimientos. Revisa algunos papeles. Anotaciones sin importancia. —¿Entonces, no vas decirme? —Te lo mostraré cuando esté terminado. —Pero anoche estabas escribiendo, ¿verdad?, quisiera leerlo. Me molesta esta actitud de Mariana. —No pienso mostrarte nada
—le digo de la manera más tajante que encuentro. —OK, disculpa, el señor autosuperación no puede mostrarle a nadie lo que escribe. Odio que me llame así. Mariana sale del estudio y se encierra en su cuarto.
He vuelto a escribir en la tarde. Las palabras fluyen con soltura como en mis inicios. Es increíble. El cuento ha tomado giros inesperados. La mujer desconocida y el psicópata empiezan a sentirse atraídos. Me gusta. Eso me gusta. Mariana no ha salido de su habitación. En dos oportunidades pegué mi oreja a su puerta. Dormía. Mariana no ha hecho otra cosa diferente a dormir y pasearse por el apartamento como un fantasma. Tampoco hay mucho que hacer. Mariana sale de su cuarto y va directo a la sala. Agarra el teléfono y marca un número. La llamada no
le entra. Vuelve a intentarlo. Imposible. Se desespera y estrella el auricular contra el aparato. Agarra el control remoto y enciende el televisor. El noticiero sigue dando cifras. —¿No sirve el teléfono? —le pregunto desde el estudio. —Algo debe estar pasando con las líneas. Mi celular tampoco tiene señal. —¿Con quién necesitas hablar? Mariana hace zapping sin detenerse. —Con mi representante —me dice—. Después de tu maldito premio tengo una audición para un papel importante en una telenovela. Levanto la mirada del computador y me concentro en los movimientos de Mariana que no logra acomodarse en el sofá. —Este apartamento me desespera, me asfixia. ¿A qué hora empiezan las bombas? —No sé, cómo diablos voy a saberlo. —Necesito distraerme con algo.
Mariana se levanta, va hasta el equipo y coloca un buen tema de Miles Davis a todo volumen. Sabe muy bien que no puedo escribir con la música a todo volumen. Apago el computador. Mariana se sirve un buen trago de whisky, y sale al balcón. Dentro de poco anochecerá. Yo también me sirvo la misma medida de whisky, y me siento frente al televisor. Los noticieros dicen las mismas porquerías a toda hora. Las bombas empiezan con la noche. Mariana está borracha. Cada vez que estalla una bomba se ríe a carcajadas. Yo sigo con la mirada puesta en la pantalla del televisor. Miles Davis sigue soplando su trompeta como un negro desquiciado. Imagino situaciones absurdas para mi cuento. También estoy borracho. Muy borracho. Me siento como hace mucho no me sentía. Voy al balcón. Me quedo al lado de Mariana. La observo. Ella no para de reírse con cada bomba que estalla. Un aire perverso nos intoxica. Hay fuego por toda la mal-
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dita ciudad. Me atrevo a agarrarle el culo. A ella no le importa. Nos besamos. Mariana me mira a la cara y se echa a reír. Yo le agarro las tetas y las meto en mi boca. Nos tiramos en el piso del balcón y lo hacemos. Mariana tiene un orgasmo. Lo seguimos haciendo como locos en el sofá, el comedor, la cocina, el baño, el escritorio, el pasillo, al lado del televisor, y en cualquier otro rincón en que se nos ocurra. Las detonaciones no paran. Las carcajadas de Mariana son cada vez más fuertes. La trompeta de Miles Davis nos derrite. Mariana se levanta del piso, agarra su ropa y sale corriendo a su habitación. Está loca. Voy detrás de ella. Cierra la puerta y le pone seguro. Le grito que es la mujer más desquiciada que he conocido en mi desgraciada vida. Mariana me contesta. Me grita que no debí haberla invitado a mi insignifican-
te premiación. Tiene razón. Ha debido quedarse en su castillo de espejismos haciendo comerciales de toallas higiénicas. Mariana dice que he debido suicidarme hace mucho. Dice que soy un maniático. Le doy una patada a su puerta y salgo directo al estudio. Trabajo en mi cuento el resto de la noche.
Track 3: Charlie Parker, “After you´ve gone” Huevos revueltos con cebolla, pan y café negro. El mejor desayuno del mundo. Mariana ni siquiera asoma su cara por la cocina. No ha salido de su habitación. Yo dormí sobre mi escritorio. Escribí en la madrugada hasta que el sueño me venció. El cuento avanza rápida-
mente. Parece haber algo indescifrable entre la mujer desconocida y el psicópata, como si cada uno conociera los secretos del otro y no se atrevieran a decirlos. La mañana amanece nublada. No sé realmente qué pasó anoche pero la presencia de Mariana en la habitación es una tentación constante. Me acerco a su puerta. Continúa durmiendo. El noticiero da un resumen sobre las últimas noticias de la semana. Sé que es demasiado temprano para beber pero no me importa. Me sirvo un vaso de whisky. Coloco un CD con las mejores cantantes de jazz. Me siento en el sofá a escuchar la voz sórdida de Billie Holiday. Mariana sale de la habitación. Está espelucada y desaliñada. Se ve horrible. Agarra el teléfono y vuelve a marcar un número. Las líneas siguen muertas. Le pregunto si quiere huevos re-
vueltos para el desayuno. Mariana no me responde, va a la nevera y se sirve una taza de cereal. Regresa a su habitación y se encierra. Será mejor así. El premio que me darán mañana sólo reafirmará mi condición de escritor frustrado. Mariana tiene razón. Pienso en eso cuando la veo salir de su cuarto y sentarse en el sofá a ver televisión. Tiene el mismo aspecto desastroso de esa primera vez, cuando la vi sentada entre las últimas filas del auditorio escuchando mi conferencia. Por más que queramos no somos más que estúpidas ovejitas devoradas por siniestros e indomables coyotes. ¿Quiénes son las ovejas y quiénes los coyotes? Siempre hay intercambio de roles. Recuerdo que esperé hasta el final y luego la abordé en la cafetería del hotel. Algo en ella me atrajo. Quizá fueron sus ojeras y su bajo perfil. Le pregunté si le había gustado la charla. Mariana me miró con cara de ovejita desquiciada y yo afilé mis dientes de coyote. Supongo que Mariana entendió a la perfección el mensaje de aquella conferencia ridícula. Toda ovejita tiene complejo de coyote. Mariana se levanta y pone algo de Nina Simone. Al menos aún conserva el buen gusto. Me siento orgulloso de eso. Fui yo quien le enseñó a escuchar jazz. Antes sólo tenía oídos para las baladas románticas en inglés y las retahílas de Silvio Rodríguez que le enseñaron sus amigos de Arte Dramático. Apago el computador y salgo a la sala. Nos miramos con odio sin decirnos nada. Me siento a una distancia prudente. Mariana quiere saber exactamente por qué razón la invité. No lo sé. Mariana se agarra la cabeza con desespero. Dice que estar en este apartamento siempre la ha asfixiado. Yo le recuerdo que
ha estado asfixiada desde antes de conocerme. Mariana se levanta y se prepara un buen trago. Yo hago lo mismo. Revisa su reloj y mira por el balcón. Aún faltan algunas horas para que empiecen las explosiones. Le pregunto el nombre de la telenovela en que actuará. Mariana no responde, se sienta en el sofá y encoge su cuerpo. Dice que su agente le conseguirá trabajo en la mejor telenovela de todas. Me la quedo mirando. —No lo dudo, estoy seguro que será la mejor telenovela de todas. Mariana me observa. Sus ojos están llenos de lágrimas. Yo conozco sus lágrimas. Me río en su cara. Mariana me tira su vaso de whisky. Me golpea en el ojo. La herida me saca sangre. Mariana se me tira encima como una bestia y me coge a patadas. Le agarro una pierna y logro tirarla al piso. Mariana grita como una desesperada. Le tapo la boca. Le arranco la blusa y le agarro las tetas. Mariana me muerde uno de mis dedos. Me muerde con mucha fuerza. Su boca se llena con mi sangre. La agarro del cabello y la golpeo contra el piso. Mariana logra zafarse. Se me monta encima y me inmoviliza los brazos con sus muslos. Me da un beso profundo y me arranca una parte del labio. En poco tiempo quedamos desnudos y llenos de sangre. Lo hacemos con rabia, con odio, con todo el desenfreno posible. Pasamos el resto de la tarde desnudos, bebiendo y escuchando un CD en vivo de Charlie Parker. Mariana insiste en que le muestre mi cuento. Yo no pienso mostrarle nada. Le pido a Mariana que me recite uno de los parlamentos de su próxima telenovela. Quiero escucharla en su estado más natural y salvaje. Mariana no me presta atención. Se pasea por los pasillos del apartamento manchando las paredes con la sangre que brota de su cabeza por el golpe que le di. Luego
Después de cinco años Mariana parece más hermosa. Abro la puerta. Nos miramos sin saber qué decirnos. No hay sonrisas. No hay besos. No hay abrazos efusivos. Somos dos partículas de polvo en medio de una explosión. El sonido de una bomba nos saca de nuestro estado. La invito a seguir.
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corre y vomita en la cocina. Yo busco un canal que me distraiga mientras llegan las bombas. Nada. Tengo los huevos revueltos como mis desayunos. Mi dedo está hinchado por el mordisco de Mariana. Me he amarrado un trapo para detener la hemorragia. Mariana regresa de la cocina con más licor. Ahora está destrozando uno a uno los cuadros de las paredes. Dice que tiene todo el derecho de hacerlo. —Tienes toda la razón, nena, puedes destrozar esos malditos cuadros si se te da la gana. Me río. Detengo mi zapping en el noticiero. Más cifras. Más escombros. Más personas huyendo a las azoteas. Más mierda por todos lados. Mariana ha pasado a destrozar los adornos de la sala, el estudio y el comedor. En ese preciso instante suena un primer estallido. Mariana salta de felicidad. Sale corriendo al balcón y yo voy detrás de ella. La ciudad se ve hermosa en medio del fuego y las bombas. Gente volando en pedazos. Edificios destruidos por todos lados. Sangre en las paredes. Huevos revueltos. Mariana está desnuda y es hermosa. Yo también estoy desnudo pero soy feo y gordo y patético y soy nada. Somos dos pájaros en medio de las explosiones. Empiezo a tener una erección fuerte, alucinante, maravillosa. Imagino a Mariana surgiendo de los escombros bañada de fuego y luz. Me excito al verla con ese fondo de la ciudad en llamas. Reímos a carcajadas con cada estallido. Mariana se agarra a mi cuello y me aprieta. Está ahorcándome. La muy sucia está ahorcándome. Le doy un golpe en la barriga. Mariana cae de rodillas. Nota mi erección y me agarra la verga. La baña de whisky y la mete en su boca. Me arde. Mariana pasa sus dientes como si fueran rastrillos. Le doy una cachetada y deja de chuparme. Nos tiramos en el balcón y volvemos a hacerlo. Mariana tiene un orgasmo con cada
bomba que explota. Nuestros cuerpos se mezclan como dos fluidos venenosos, sanguinolentos, ácidos. Terminamos rendidos en el piso, sedientos, boquiabiertos, como dos pájaros degollados. Mariana se arrastra por el piso y logra llegar al sofá. Yo vomito boca arriba y por poco me ahogo en mi propio vómito. La ciudad sigue derrumbándose. Charlie nos escupe dardos desde su maldito saxofón. Mañana recibiré ese puto premio de una buena vez.
Track 4: Ornette Coleman, “The duel” Huevos revueltos. Café negro. Mucho café negro. Mi cabeza estalla como las bombas de anoche. Mariana ha debido entrar a su cuarto en la madrugada porque no la veo en el sofá. Pego mi oreja a la puerta. Ronca con gusto y tranquilidad. Coloco Ornette Coleman a todo volumen para que se levante. Mariana sale más desaliñada que ayer. Creo que no nos hemos bañado en todos estos días. Me dice que soy un psicópata por haberla levantado de esa forma. Sí, tal vez sea como el psicópata de mi cuento. Tal vez ella sea la mujer desconocida que entra al apartamento. ¿Cómo terminará todo? Seguiré escribiendo el resto de la mañana. Ha sido difícil escribir con el dedo como lo tengo. Sin embargo me acerco cada vez más al final. Espero tener listo el cuento esta noche antes de salir a la ceremonia de premiación. Mariana ha pasado bebiendo sin levantarse del sofá. Desde ahí me grita las cifras de los muertos que dictan los noticieros. El éxodo masivo a las azoteas continúa. Yo no he salido del estudio, aunque a veces sólo mire la pantalla del computador sin atreverme a presionar una
sola tecla. No puedo. Pero sigo luchando y empujando el cuento hacia adelante. También tengo mi provisión personal de whisky a la mano. Necesito estar bajo un estado alterado de conciencia si quiero recibir el premio que tan honrosamente me otorga la Sociedad de Escritores de Autosuperación del país. Me doy asco. Mariana entra al estudio. Ronda la biblioteca. Sé que algo se trae entre manos. Puedo olerlo. Intenta revisar lo que escribo pero soy más rápido y apago el monitor del computador.
—Tengo que leer lo que estás escribiendo, maldito psicópata enfermo. —No hasta que me recites desnuda una de tus líneas, puta actriz de pacotilla. Mariana me muestra sus dientes. Yo le muestro los míos. Mariana busca entre los libros de la biblioteca y saca uno del estante. Se trata de uno de los primeros libros de autosuperación que escribí. Lo único que me gusta de ese libro es su título: Dile a mamá que ya no me orino en la cama. Mariana empieza a deshojarlo sin ningún cuidado.
Luego agarra las hojas y sale del estudio. —Voy al baño a echar una cagada —me dice sin ni siquiera mirarme. La espero en el sofá hasta que sale del baño. La observo entrar al estudio y sacar uno a uno todos mis libros. Los lleva a la cocina y los tira en el piso. Voy detrás de ella, no quiero perderme un solo momento del espectáculo. Mariana se desnuda. Se sienta en el piso y empieza a arrancar cada hoja para hacer una hoguera con ellas. Maravilloso. La dejo allí. Bajo el volumen al CD de Coleman y me siento a escribir.
He terminado el cuento justo a tiempo. Calculó que en media hora anochecerá. Mariana ha seguido con sus hogueras. Las ha ido haciendo por todo el apartamento. Ha reventado los bombillos con un palo de escoba para permanecer a oscuras. A mí me gusta escribir a oscuras. Me siento en mi estado natural en medio de la oscuridad y rodeado por hogueras echas con mis estúpidos libros. He terminado el cuento. Apago el computador y voy a mi cuarto a cambiarme. Mariana también se ha encerrado en el suyo. En un par de horas tenemos que
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Permanezco estático, inmóvil, petrificado como una estatua corroída. Sigo escuchando los pasos confundidos con el sonido del televisor dañado. Entonces entiendo lo que ocurre. Entiendo perfectamente. Me levanto y abro la puerta del apartamento. Toda la gente del edificio está subiendo por las escaleras.
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estar en el centro de convenciones donde se llevará a cabo la premiación de la Sociedad de Escritores de Autosuperación, que este año me honra entregándome un premio por toda una vida dedicada al fracaso y las mentiras. Me coloco el único esmoquin que tengo. Salgo a la sala y enciendo el televisor. Ornette Coleman aún sigue sonando, es perfecto para este caos. Mariana sale al rato y sube el volumen de la música al máximo. Trae un vestido rojo muy ajustado y elegante. Tiene la cara tiznada con el humo de sus hogueras y el cabello desordenado. Me da risa de sólo verla. Se sienta a mi lado. No nos decimos nada. Dejamos que el humo de las hogueras termine de infectarnos. Miramos por el balcón esperando a que la diversión empiece. La primera bomba estalla. Mariana se me tira encima y me abre la bragueta. Yo le subo la falda hasta la cintura. Lo hacemos en el sofá, frente al televisor y con todas esas explosiones al fondo. Es maravilloso. La ciudad entera se viene abajo y a nosotros no nos importa. Mariana me quita la chaqueta y me abre la camisa. Me muerde los hombros, los brazos y el pecho. Mi cuerpo chorrea sangre. Estoy a punto de venirme. Estoy a punto de tener mi mejor orgasmo
en mucho tiempo. Entonces Mariana se detiene. Se levanta del sofá y se alisa la falda. No entiendo. En realidad no entiendo nada de lo que ha ocurrido estos últimos tres días. Me siento en el sofá. Nos miramos. Mariana bebe un largo sorbo directamente de la botella, la agarra con fuerza y me la parte en la cabeza. Caigo en el piso totalmente inconsciente. Me levanto cinco o diez minutos después. Toda mi cara está bañada en sangre. Busco a Mariana por la sala. No la encuentro. Entonces me doy cuenta de lo que ha pasado. La muy puta se ha encerrado en mi estudio con llave. Desde este lado logro ver la luz del computador encendido. No puedo caminar bien. Agarro uno de los muebles de la sala y lo estrello contra la puerta de vidrio del estudio. Los cristales estallas en mil pedazos. Mariana se me tira encima con el palo de escoba. La tiro a un lado y corro hasta el computador. Es demasiado tarde, ha logrado leer lo que he escrito. —¡has leído lo que estaba escribiendo maldita bruja!!! —¡Eres un enfermo! Sabes muy bien que no has escrito ¡nada! Te has pasado todos estos días viendo la pantalla blanca del computador.
De tu cerebro sólo salen cucarachas, imbécil. Está bien. Mariana tiene toda la razón. De mi cerebro imbécil sólo salen cucarachas y libritos insulsos de autosuperación. Nada más. Me le acerco con sigilo. Poco a poco. Con cuidado. Mariana alista el palo de la escoba para pegarme. Podríamos matarnos y nadie lo sabría. Dos muertos más para aumentar la cifra. Nada importante. Las bombas estallan una tras otra sin tregua. Los violines de Ornette Coleman nos rayan el cerebro. Presiento que esta noche todo se terminará de venir abajo. Todo se acabará. Estoy a punto de lanzarme contra Mariana cuando escuchamos una noticia que nos paraliza. El presentador del noticiero dice que el centro de convenciones donde iba a llevarse a cabo esta noche la entrega del premio de la Sociedad de Escritores de Autosuperación del país acaba de ser destruido por una bomba. Aún no hay una cifra exacta de muertos. El golpe seco del palo de escoba en mi cabeza me saca del estupor. Me tambaleo. Mariana se ríe. Me grita algo pero no le entiendo. Antes de caer al piso saco fuerzas de donde no las hay. Cierro mi puño y lo estrello contra la cara de Mariana que sale volando al otro lado de la sala y se derrumba contra la pared. Yo caigo de rodillas y luego me desplomo en el centro del apartamento.
Track 5: John Coltrane, “Spiritual” Soy el personaje absurdo de un cuento de autosuperación titulado Huevos revueltos para el desayuno. Así me siento. Me despierto al amanecer. No veo a Mariana contra la pared donde quedó anoche. Debe estar durmiendo en su habitación. El televisor está dañado.
Todos los canales están dañados. Las bombas han debido alcanzar las antenas retransmisoras. La cabeza aún me duele por el golpe. La sangre de mi rostro está seca y cuarteada. Me levanto como puedo. Me agarro de las paredes del pasillo para no caerme. Entro al baño para orinar. Me lavo la cara. Voy hasta la cocina. Necesito el mejor desayuno del mundo. Abro la nevera pero no encuentro ni un solo huevo. Imposible, Mariana compró suficientes para estos días. Voy hasta la habitación de Mariana pero no está allí. Voy a mi habitación y tampoco está. La busco por todo el apartamento pero no la encuentro. ¿Dónde diablos está metida? Vuelvo a la sala. Necesito pensar. Busco un CD de jazz pero tampoco los encuentro. Todos mis CDs de jazz han desaparecido. La muy bruja se robó mis huevos y mis CDs de jazz. Me siento en el sofá. Estoy solo. Solo entonces caigo en cuenta de los pasos. Al principio no los distingo bien, pero escucho con detenimiento y logro descifrarlos. Son los pasos de personas en el pasillo del edificio, de personas corriendo por los pasillos. Permanezco estático, inmóvil, petrificado como una estatua corroída. Sigo escuchando los pasos confundidos con el sonido del televisor dañado. Entonces entiendo lo que ocurre. Entiendo perfectamente. Me levanto y abro la puerta del apartamento. Toda la gente del edificio está subiendo por las escaleras. Llevan ropa, muebles, televisores, grabadoras, estufas eléctricas y todo tipo de cosas. Nadie parece darse cuenta de mi presencia. Es mejor así. Cierro la puerta sin ni siquiera mirar atrás. No tengo nada. No me importa nada. Cualquier lugar será mejor. Me uno al éxodo de gente y subo con ellos las escaleras. Llego a la azotea. Muchos ya están instalados. Otros luchan por un poco de espacio. Está amane-
ciendo. El sol empieza a salir en el horizonte. Camino hasta el borde de la azotea. La ciudad entera yace destruida. El humo se levanta entre las ruinas. Allá abajo la gente huye despavorida buscando refugio. Una niña me toca la pierna. Nunca antes la había visto en el edificio. La niña me señala con su dedo el otro lado de la azotea. Más allá, en un pequeño rincón, distingo a Mariana. Me hace señas con la mano. Tiene gafas de sol y su cara está más hinchada que la mía. Dejo a la niña en el borde de la azotea, y camino hasta el rincón donde me espera Mariana. Ha colocado dos sillas que miran al horizonte. Tiene una grabadora con los CD al lado. Saca uno de John Coltrane y lo coloca. Tenemos la mejor banda sonora. Me siento en la silla. Al lado nuestro, un hombre prepara unos huevos revueltos en una estufa eléctrica. —¿Quieres huevos revueltos? —me pregunta Mariana. No le digo nada; ella sabe la respuesta. Mariana se sienta en la otra silla y contempla el horizonte a mi lado. Estoy a punto de preguntarle qué pasará con la supuesta telenovela donde actuará. Pero decido no hacerlo. La pregunta sobra. Yo también sé la respuesta. Nos quedamos en silencio. Mariana y yo nos conocemos demasiado el uno al otro como para preguntar estupideces. Sabemos que no somos nada, que no somos nadie. Somos dos bombas que estallan en el horizonte. Somos escombros, ruinas. El aire nos acaricia, nos libera. La de hoy será una hermosa mañana.
Gerardo Ferro Rojas (Colombia, 1979) Escritor y periodista. Ha publicado los libros de cuentos Cadáveres exquisitos (2003), Antropofobia (2006) y Nunca olvidamos nada, nena (2018), y las novelas Las escribanas (2012) y Cuadernos para hombres invisibles (2016). Ha sido Premio Nacional de CuentoJoven Ciudad de Bogotá (2003), Premio Nacional de Cuento de la Universidad Industrial de Santander (2006), Premio de Cuento Álvaro Cepeda Samudio (2005), y Premio Regional de Cuento (2003) y de Novela (2012) del Instituto de Patrimonio Cultural de Cartagena. También ha sido finalista del IX Premio Iberoamericano de Relatos Corte de Cádiz (España), del V Premio Nacional de Cuento La Cueva (2016) y de la XII versión del Premio Nacional de Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín. Los relatos de Gerardo Ferro han aparecido en publicaciones literarias como El Malpensante, Número, la Revista Universidad de Antioquia, Odradeck, la revista virtual Hermano Cerdo. Su libro Antropofobia fue catalogado por el blog literario El laberinto del minotauro como una de las 50 obras suramericanas que todo el mundo debería leer antes del apocalipsis. Desde el 2012 vive en Montreal donde es coeditor de la revista virtual Hispanophone.
(“Huevos revueltos para el desayuno” forma
parte del libro de cuentos Antropofobia, 2006).
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Hada ciega En la oscuridad alguien dice mi hijo y la palabra hijo es un puño de espinas que se abre en la garganta Abre la boca ábrela bien y vuelve a decir mi hijo porque la palabra es agua que comienza a ahogarte los pies Escarba el agua quítate el cansancio del viaje pegado al cuerpo y vuelve a decir mi hijo mira que hijo no es cualquier filo cualquier cuchillo con él podrías cortar un relámpago cortarme un relámpago cortarle los ojos a un hada Te lo pido: Regálame el hada ciega Pónmela en el pecho No me digas de qué especie es No me llames hada No me digas el nombre de un pájaro No clasifiques el vuelo 34
Déjame el hada Pero llévate a tu hijo Antes que la palabra te ahogue Antes que sea cualquier filo y no cortes nada con él Llévate la palabra hijo Ponle el nombre de un pájaro Clasifícale el vuelo Pero llévatela Te lo pido: Regálame el hada Pónmela en el pecho Hada ciega Te lo pido: En esta oscuridad préstame tus ojos.
poesía El hambre se hierve Al olvido lo meto en una jaula para ocultarlo del trueno Y le abro el pecho para que encierre sus bestias Alguien me dirá que es demasiado abstracto Que el olvido no es visible Que intente ponerlo cara a cara con un objeto Pero cómo hacerlo No le conozco la cara Pero sé que siempre tiene sed y algo me dice que le gusta atravesarse en el camino para hacerme caer que cuando estoy más cansada aparece y me golpea la cabeza Y me hace retornar al punto de partida El olvido tiene dientes Se rasca hasta encontrarse la sangre Le gusta hervir el hambre Porque el hambre se hierve Podría masticarme Comerse mi carne Abrirme los ojos Coserme la boca con las hebras de mi propio pelo Con mi saliva saciar su sed Sacar de mis pechos a todas sus bestias Porque sabe que lo olvidaría Que no tendría manera de recordarlo.
Lo que diga está lleno de polvo Debajo de la lengua tengo palabras heridas en combate Hospitales con sus gasas ahogando la herida Debajo de mi lengua tengo una legión de escombros Me he partido los labios por quitar esos restos de piedras pegados a los dientes Lo que diga está lleno de polvo De ciudades en ruinas Lo que diga tiembla como punto de luz en el agua será siempre un grito encalambrado Siempre el domingo apuntándome con su escopeta Siempre los perros abriendo la tierra para mostrarme sus huesos Siempre la palabra que se escucha como la explosión de un tiro Esa misma palabra que cava su tumba dentro de mi boca.
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Cielo de soldadura Jugamos a parir hijos de relámpagos Los contábamos como insectos blancos Desaparecían y se pegaban hasta volverse babas Hasta ser luciérnagas sin cristales Hasta darnos cuenta que sólo habíamos parido cráneos de antiguos miedos Aun así dejamos atrás las escamas de la ciudad La podredumbre de los mares que se le han muerto El camino lo abrimos Fue una filosa herida que nos cortó las manos cuando decidimos reventarlo sacarle las entrañas y sembrarle una raíz con gusanos de luz Jugamos a comernos nuestros hijos a cortar alas y tragarlas como cadáveres de hielo Nos hicimos desperdicios de animales Niños muertos Perros aguardando un cielo de soldadura Nos hicimos eternidad árboles en un charco de luciérnagas.
Ebriedad bajo la regadera Pisa con cuidado Te confieso: No recogí tus restos no acomodé tu cabeza Te vi en el suelo del baño como un desperdicio de la noche Los párpados se te caían Vi la batalla que tenías con los ojos Querías abrirlos Pero ellos no querían verte Estiraste el brazo y cerraste la puerta Cuando lo hiciste llevé tu sombra ebria a la cama y todo se llenó de sal Allí supe lo que abandona el mar cuando muere
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Al otro lado te ahogabas entre el grito de la ola del gato
de la luz Escuché las bestias de agua que te salían por la boca Después de la sal vino la sangre Pero cuando apareció te habías dormido Poseidón te había cerrado los ojos a la fuerza Creo que hizo que te arrodillaras Que le ofrecieras algún sacrificio Te metió bajo la regadera y te arrancó la piel Cuando regresaste a la cama te dormiste encima de tu sal De tu propio cuerpo cosido a las sábanas Por eso te digo: Pisa con cuidado Abre con cuidado la puerta Allí debajo de esas baldosas está el alcohol de tu sombra Te lo advierto: No te acuestes en el lado izquierdo de la cama Todavía está la oscuridad de una ola que guarda tu tatuaje de ebriedad Tu pezuña de rabia Pon el oído en la almohada como si fuera un caracol Sabrás que no miento Allí debajo de las baldosas está tu sangre sepultada.
Cuerpo Horca donde los vestidos cuelgan.
Ladrido Un espejo ha decidido romperse porque quiere ver las venas de sus cristales porque quiere ver el polvo de sus muertos Escucho cómo se rompe y siembra candelabros en toda la tierra que se tragó el cuerpo Los vidrios se hacen estrellas de sangre en la garganta caen salivas de relámpagos El cuerpo es ladrido en la calle Ruido de espigas Sangre seca en el espejo.
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El último gesto del pez
¿Y quién eres? El último gesto del pez Una sílaba que nadie usa Las sobras de un abrazo Un circo con ciegos trapecistas La mueca del payaso Un calendario de cuerda Un puñado de alfileres Una jaula para hormigas amarillas Un pez que llegó a morir lejos del mar ¿Y tú quién eres? El mar que vino a ver cómo mueren sus peces.
De los huesos cuelgan papeles de cometa Te grito que me duelen los huesos que se me parten Y tú solo enciendes la lavadora para no escucharlos Como si no te bastara con las costras de sangre que el silencio ha dejado en las paredes Como si no te bastara con toda la herrumbre que ha nacido de las puertas Somos esqueletos La piel se nos ha ido para siempre Y tú insistes en colgarte de los huesos un papel de cometa Y me haces creer que son crisantemos y le riegas agua y abres la ventana para que les caiga el sol Se te va el día en eso No te has enterado de que la soledad es transparente Y antiséptica —creo— Y anda por allí limpiando la sangre de las paredes La grasa que lastima a los platos Ya no quiere dejar ni eso Sacas un puñado de música y se los disparas a la casa Porque la música le abre una herida a las cosas —dices— Y te digo que ya nada tiene latido Y tus pápeles de comentas se ondean entre el polvo que se levanta Crees que mi grito es la escoba colgada detrás de la puerta La mancha espesa que sepultas como nudos de rabia Y no sabes que nos crece hierba en la herida que tus huesos también se partirán Por más música que le dispares al aire.
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Desde el tren
Hoy descubrí que los peces se ahogan en la ropa mojada que París es un caracol que los castillos amarillos existen al sur que las llegadas de los trenes producen un cierto espasmo una leve y monstruosa saliva en los ojos Descubrí calles que se creen arañas las hijas del sol en las hojas de otoño palomas sin miedo a los pies He visto un río sin pliegues no se parece a los otros He visto trenes abalanzarse sobre tanta gente como serpientes una piedra mítica la mitad de un arcoíris Descubrí que los paraguas se extravían para convertirse en fantasmas que algunos peces han escogido una rara forma de morir Una ciudad de ecos de rayuelas de parques musicales y castillos de agua Un macabro baile de campanas en una sola calle Descubrí que las estaciones de trenes producen ansiedad Allí fue imposible imaginarme el amor Descubrí que los trenes son egoístas no les interesa conocer a nadie Descubrí que los molinos de viento se reúnen en algún lugar del mundo para hablar del viento He visto la luna como una gota de agua cayendo sobre el río globos que se convierten en peces Papeles anaranjados como cielos carruseles dorados ciudades a donde llegan los objetos perdidos Hoy descubrí que prefiero aquellos trenes antiguos Que nadie vendrá a borrar la sombra la cicatriz del viento Descubrí cómo salvar peces en la ropa mojada. Estos poemas pertenecen a los libros Lo que diga está lleno de polvo
y Él último gesto del pez.
Fadir Delgado Acosta (Barranquilla, Colombia – 1984) Autora del libro La casa de hierro, El último gesto del pez y Lo que diga está lleno de polvo. Profesional en Comunicación Social. Magíster en Creación Literaria por la Universidad Central de Bogotá. Sus textos han sido publicados en diferentes revistas literarias nacionales e internacionales. Invitada a distintos festivales y encuentros culturales en países como Francia, Canadá, México, Perú, Cuba, Egipto, Venezuela y Ecuador y en otras ciudades del territorio nacional. Sus textos han sido traducidos parcialmente al inglés, al árabe, al francés, al italiano y portugués. Premio en Poesía del Concurso Internacional de literatura de la Universidad de Buenaventura (Colombia), 2014. Ganadora de la Residencia Artística en Montreal por parte del Ministerio de Cultura de Colombia y el Consejo de Artes y Letras de Quebec, en el área de literatura, 2013. Premio distrital de poesía del Portafolio de Estímulo de Barranquilla, 2017. Su libro El último gesto del pez fue traducido y publicado al francés por la editorial Encre Vive de París en el 2015. Se desempeña como tallerista literaria y es coordinadora de proyectos de la Fundación Artística Casa de Hierro de Barranquilla. 39
«H
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e decidido que he dicho todo lo que tenía que decir» —dijeron los periódicos que había dicho Sartre y nos dejaron perplejos—. Estas palabras habrían sido comprensibles si las hubiera dicho un delincuente, o un político, o un dirigente gremial. Todos ellos, a pesar de sus diferencias, tienen en común el encontrarse siempre dispuestos a hablar o callar, según las circunstancias. Pero no: el hombre a quien se atribuía esa declaración era Sartre, nada menos que Jean-Paul Sartre, el mismo que doce años antes había publicado sus memorias de infancia bajo el título de Las palabras —una manera de decir que el lenguaje había sido todo para él, pues en aquella lejana etapa de su vida, como después su vida entera, quedaba perfectamente comprendida en dos tareas supremas: leer y escribir—. Pero ahora, como si hubiera estado anunciando que salía de vaca-
Fernando Tinajero ciones, Sartre había declarado que ya no tenía nada que decir. Para una época que se había acostumbrado a oír su voz siempre que sucedía algo en el mundo (¡y en el mundo sucedían tantas cosas!), enterarse de que el gran pontífice del compromiso ya no tenía nada que decir era escuchar el anuncio de un final que no por esperado era menos dramático. Sonaba como una abdicación, como una renuncia, como la derrota final de un luchador empedernido cuyas flaquezas aparecían de pronto bajo los nombres de vejez, ceguera, enfermedad —esas formas del tiempo que venían a recordarnos una verdad que no por ser cotidiana es menos repugnante: todos los hombres son mortales—. Renunciaba, sin embargo, con la parafernalia de una gran despedida a las palabras, en un diálogo cuyos tramos principales aparecieron en julio de 1975, en tres entregas sucesivas, en Le Nouvel Observateur, antes de ser recogi-
do íntegramente en Situations X, al pie de un título sugerente: Autoportrait à soixante-dix ans.1 Es una larga conversación con Michel Contat en la que Sartre habla de todo: su trabajo, la literatura, la filosofía y la política ocupan la mayor parte, pero no faltan los temas de la celebridad, las mujeres o la música, como tampoco sus amigos, sus rivales, sus prejuicios, sus recuerdos. Comienza como suelen comenzar las conversaciones con los viejos, con las mismas preguntas acerca de la salud, los achaques, los quebrantos; pero carece de esa cautela cariñosa (o que aparenta serlo) que en general solemos poner en esas circunstancias. Al contrario, las preguntas son directas y las respuestas también; no incluyen las quejas habituales ni la falsa compasión, pero están teñidas de un afecto casi imperceptible que las pone a salvo 1 Autorretrato a los setenta años.
variaciones de la frialdad que caracteriza a las encuestas y dejan a la vista una lúcida conciencia que acepta los hechos sin pronunciar juicios de valor, sin aspavientos líricos, sin amargura ni heroísmo, simplemente porque es así y no puede ser de otro modo. «Es difícil decir que ando bien —dice Sartre—, pero tampoco puedo decir que me sienta mal». Habla del dolor que siente en las piernas cuando camina más de un kilómetro; habla de sus episodios de hipertensión; habla de sus tratamientos, sin detallarlos; pero sobre todo habla de su ceguera: ha sufrido hemorragias en el ojo izquierdo (el único que le servía, porque perdió la visión del derecho cuando tenía tres años), y dice que ve formas, luces y colores, sin poder distinguir los objetos y los rostros. Asegura que puede formar palabras con la mano, pero sin llegar a verlas (Simone de Beauvoir anotaba más tarde que lo hacía de una manera deplorable) y agrega que la lectura se le ha hecho imposible: solo alcanza a ver líneas y espacios blancos. «Privado de mis capacidades de leer y escribir —concluye—, ya no tengo ninguna posibilidad de manejarme como escritor. Mi oficio de escritor está completamente destruido». A una observación de Contat sobre la serenidad con que lo dice, Sartre contesta en el mismo tono: «En un sentido, eso me quita toda razón de ser: fui y ya no soy. Pero debería estar muy abatido, y por una extraña razón que ignoro, me siento bastante bien. Nunca estoy triste ni melancólico pensando en lo que he perdido». No era cierto. En ese descarnado testimonio que es La ceremonia del adiós, Simone de Beauvoir escribe que Sartre caía a veces en estados depresivos que en vano trataba de ocultar, y relata que ella y Arlette Elkaïm (la hija adoptiva del filósofo), contrariando a veces la opinión del médico, se esforzaban por mantener
la costumbre de las vacaciones en Italia, sencillamente porque viajar le devolvía a Sartre el espíritu jovial y punzante que siempre había tenido. Ignorante de aquella corrección que más tarde habría de traicionar su esfuerzo por ocultar las depresiones para no inspirar compasión, Sartre continúa con aparente indiferencia: «El único fin de mi vida era escribir. Y escribía sobre lo que había pensado previamente, pero el momento esencial era el de la escritura. Pienso siempre, pero como la escritura se me ha vuelto imposible, la actividad real del pensamiento está como suprimida…». Cuesta trabajo reconocer en esas palabras al hombre que durante varias décadas ejerció una suerte de pontificado intelectual, cuya sede se mantuvo siempre lejos de las instituciones, tanto de las oficiales como de las privadas, e incluso lejos de las universidades, lo cual no fue obstáculo para que, en su momento de mayor esplendor, recibiera en el extranjero el tratamiento que se reserva a los jefes de Estado. Enfant terrible de las letras, la suya fue siempre la edad adolescente que se complace en transgredir todas las normas y violar todos los tabúes, y lo fue incluso cuando empezó a ser anacrónico. Envuelto en nubes de humo en el Café de Flore, o repartiendo periódicos maoístas en el boulevard Saint Germain des Prés, administraba con sabiduría la estrategia del escándalo, pero no por puro erostratismo (ni le hacía falta) sino por estar convencido de que el mundo necesitaba su palabra. Y la decía. La decía con absoluta independencia de criterio, sin considerar jamás el riesgo que a veces implicaban. La suya no era la actitud del charlatán que habla sobre todo sin entender de nada, sino la del filósofo que siempre habla de lo mismo, aunque hablara a propósito de todo. Por debajo de las particularidades de los acontecimientos
Pero fue ese mismo sentido ético el que le llevó del pensamiento puro al pensamiento en acción, como lo prueban sus batallas finales. Por ellas fue arrestado un día de 1968, acusado de haber alterado el orden público cuando participaba en una manifestación callejera. Tan pronto como lo supo, De Gaulle ordenó que le pusieran inmediatamente en libertad, justificando su decisión con una sentencia memorable: «Francia no puede apresar a Voltaire».
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«Privado de mis capacidades de leer y escribir —concluye—, ya no tengo ninguna posibilidad de manejarme como escritor. Mi oficio de escritor está completamente destruido».
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políticos o literarios, estaba siempre el sentido ético de la existencia humana. Pero fue ese mismo sentido ético el que le llevó del pensamiento puro al pensamiento en acción, como lo prueban sus batallas finales. Por ellas fue arrestado un día de 1968, acusado de haber alterado el orden público cuando participaba en una manifestación callejera. Tan pronto como lo supo, De Gaulle ordenó que le pusieran inmediatamente en libertad, justificando su decisión con una sentencia memorable: «Francia no puede apresar a Voltaire». Si estas palabras dan la medida del estadista, constituyen también un homenaje al intelectual que se jugaba la libertad en sus palabras, y a la vez definen la naturaleza del pontificado sartreano: un pontificado corrosivo, urticante,
hecho para decir verdades fuertes: un pontificado cuya grandeza no radicaba en el grado de verdad de sus ideas, muy discutibles casi siempre, sino en la fidelidad a una actitud crítica que fue en sí misma una afirmación, y lo fue hasta la lúcida demencia del silencio. ¿Qué quedaba de todo eso después de la ceguera? Un ‘oficio destruido’. Contat le pregunta si eso no le lleva a rebelarse. «¿Contra quién, contra qué quiere que me rebele?», responde Sartre y asegura que en ello no hay ningún estoicismo, aunque reconoce que siempre tuvo simpatía por los estoicos. Pero no, lo suyo es simplemente la forma de aceptar la realidad sin pretender que en hacerlo haya ninguna virtud: «Simplemente es así —declara— y no lo puedo cambiar, de modo que no tengo razón para amargarme». O sea que esa ‘decisión’ de haber dicho todo lo que tenía que decir no es sino un modo de ocultar ante el público su derrota. Él mismo lo confirma al reconocer que ahora está sujeto a ciertas servidumbres. «Lo que en adelante me está vedado es algo que muchos jóvenes de hoy desprecian: el estilo, la manera literaria de exponer una idea. Esto exige correcciones, correcciones que a veces se renuevan cinco, seis veces. Ya no puedo corregirme ni siquiera una vez porque no puedo releerme. Alguien me podría releer lo que he escrito y entonces podría aportar algunas correcciones de detalle, pero eso no tendría nada que ver con lo que sería un trabajo de
reescritura hecho con mi propia pluma…». Pero si la escritura le está vedada, tampoco le queda la lectura. «Ya no puedo por mis propios medios entrar en conocimiento de ninguno de los libros que podrían interesarme y que aparecen actualmente. Pero me hablan de ellos, o me los leen y me mantengo más o menos al tanto de lo que aparece…». Entonces Contat le pregunta si no es penoso haber caído de ese modo en la dependencia de los demás, y Sartre responde: «Sí, aunque es excesivo llamarle penoso, porque, repito, actualmente nada me resulta penoso. Sin embargo, esa dependencia me desagrada un poco. Estaba acostumbrado a escribir solo, a leer solo, y todavía pienso que el verdadero trabajo intelectual exige la soledad». Hacia el final de la conversación, al hablar de los efectos del pensamiento, menciona a Sócrates y dice: «Su pensamiento ha actuado en el mundo», y sus palabras provocan otra pregunta de Contat: «¿Y usted, siente que su pensamiento ha actuado?», a lo que Sartre ha respondido: «Espero que actuará. Pienso que uno mismo tiene pocos datos sobre la importancia que han tenido sus ideas durante su vida. Y está bien que así sea». Ha hablado de tal modo que Contat le pregunta si la vejez es eso, la indiferencia. La respuesta de Sartre es inmediata: «¡Yo no he dicho que fuera indiferente!». Entonces Contat le pregunta: «¿Qué es lo que aún le interesa verdaderamente?», y Sartre contesta: «La música, ya se lo he dicho. La filosofía y la política». Y es que antes, hacia la mitad de la conversación, Contat ha propuesto el tema de la música y la respuesta de Sartre ha sido una serie de inesperadas revelaciones: «La música ha tenido mucha importancia para mí —ha dicho—, como una distracción y a la vez como un
elemento principal de la cultura», y ha explicado que en su familia todos eran músicos. El abuelo tocaba el piano y el órgano; la abuela, bastante bien el piano; Anne-Marie, su madre, no ha sido la excepción, y además del piano, cantaba; sus dos tíos, y especialmente el tío George y su mujer, eran excelentes pianistas, y como todo el mundo sabe, el doctor Albert Schwetizer, famoso por su hospital africano en Lambarene, hacía periódicamente grandes giras de conciertos de órgano para reunir fondos que le permitieran seguir trabajando en la atención gratuita de la población negra. En resumen, Sartre vivió toda su infancia en una atmósfera musical. Más aún, relata que él mismo recibió lecciones de piano a los 9 años, los reanudó a los 12, en La Rochelle, donde vivía con su madre y su padrastro en una casa en la que había un gran piano de cola, en el cual interpretaba con su madre partituras de Mendelssohn para cuatro manos. Más tarde interpretó a Schumann y Bach, hasta llegar a obras verdaderamente difíciles, como las de Chopin y las sonatas de Beethoven, pero también de Mozart. Tocaba además algunas arias de ópera que él mismo cantaba: «Tenía voz de barítono —dice— pero nunca trabajé el canto», y revela que cuando tenía 22 años llegó a dar lecciones de piano. «Así —continúa—, tocar el piano llegó a ser para mí algo importante. Por ejemplo, al mediodía, en el 42 de la calle Bonaparte, Simone de Beauvoir venía a trabajar en casa y comenzaba a leer o escribir antes que yo, y yo iba a sentarme al piano, a menudo durante dos horas. Tocaba por placer alguna partitura nueva que no conocía, o por enésima vez un preludio o una fuga de Bach o una sonata de Beethoven…. Más tarde toqué con mi hija adoptiva, Arlette: ella cantaba o tocaba la flauta y yo la acompañaba…».
«Estaba acostumbrado a escribir solo, a leer solo, y todavía pienso que el verdadero trabajo intelectual exige la soledad». Luego declara que la ceguera también le impide ejecutar en el piano sus obras preferidas, pero como compensación, dedica mucho tiempo a la música. «Puedo decir que tengo una buena cultura musical, que incluye desde la música barroca hasta el atonalismo», y se explaya en referencias a los autores que prefiere, poniendo a Beethoven en primer lugar, después de darle el título de ‘el músico más grande’. La mayor sorpresa, sin embargo, llega cuando dice: «…incluso compuse una sonata, que está escrita. Creo que el Castor la tiene todavía. Debe parecerse un poco a Debussy, pero no me acuerdo muy bien. Me gusta mucho Debussy, y también Ravel». No obstante, hay un momento en que pone las cosas en su punto: «Antes de mis accidentes físicos dedicaba a la música cuatro horas diarias, y ahora aun más. Evidentemente, si hubiera podido elegir entre perder el oído y perder la vista, habría preferido perder el oído, pero eso me hubiera molestado mucho, justamente por la música». (Las cursivas son mías). Este tramo de la conversación bien podría llevar como epígrafe ‘consolación por la música’, a la manera de Boecio, que en el siglo V compuso su famosa Consolación por la filosofía cuando la acusación de haber participado en un complot le hizo caer en desgracia y terminar en prisión por orden de Teodorico. Solo que en el caso de Sartre la música parece haber sido mucho más que un consuelo en la ceguera, y adquiere todos los caracteres de una pasión secreta. No de otra manera se podría explicar una dedicación tan constante que atraviesa toda su
vida, desde la condición de oyente desprevenido hasta la condición de oyente voluntario, que busca y selecciona lo que quiere oír, luego de haber pasado por la condición de ejecutante casi virtuoso que sin embargo solo tocaba para sí mismo, por el puro placer de oírse. Incapaz de seguir haciéndolo, ahora pasa las horas escuchando los programas de France-Musique. El placer del oído ha sustituido al perdido placer de la vista, hasta el punto de decir que perder el oído le habría hecho sufrir, justamente por la música. No ha ocurrido así: ha perdido la vista y le ha quedado el oído. Parecería que sus cuentas con la vida no acaban de saldarse. No obstante, cuando Contat le pregunta si cree que la vida ha sido buena con él, responde: «En conjunto, sí. No veo qué podría reprocharle. Ella me ha dado lo que yo quería, y al mismo tiempo, me hizo reconocer que no era gran cosa. ¿Pero qué le vamos a hacer?». En la versión escrita de esta entrevista se hace constar que en la grabación se oye la risa de los dos haciendo eco a esta declaración, como para atenuar el tono desengañado de la última frase, y que luego se vuelve a oír la voz de Sartre: «Dejemos la risa. Ponga: acompañamiento de risas». Era el fin. Era el silencio. Era la muerte. La del cuerpo (la que importaba menos en su caso) llegó cinco años después, como una rúbrica tardía de esa otra que, no obstante su trágica grandeza, se consumó sin teatralidad ante un solo testigo. Sin saberlo, aquel testigo encarnaba en ese instante a toda la humanidad.
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De lirios El ramo en el centro su aroma infecta cada escondrijo. La madre los cultiva al servir el almuerzo abona la guerra advierte muecas floreciendo en sus capullos. Todos tragan la sopa de espanto contienen el habla el gesto. Ella levanta la loza tiembla podando. 44
Secos
los hijos esconden sus rostros los rastros las hojas. Macetas floridas atestan ventanas repisas memorias. Demasiados los almuerzos vividos en la casa sin ramos de rosas solo delirios.
lírica Sosiego metropolitano La tormenta revienta en el asfalto motores se quejan a lo lejos gritos ambulantes silbatos ladridos de humo.
Jadeos espasmos palabras no nacidas interjecciones descoyuntadas. La ciudad y sus gritos
Dos tacones van acompasados en el callejón. La percusión crece con el golpe tenue de otros pasos y su fricción en el pavimento golpe fricción golpe fricción. Los tacones tropiezan con la duda y aceleran su tañido al ritmo copioso del granizo. Los pasos intrusos mantienen intacta su arrastrada cadencia. Enmudecen los tacones y una puerta cruje adolorida. Detrás quedan murmullos de tormenta motores ambulantes gritos urbanos y el pesado golpe la fricción monótona golpe y fricción en el pavimento. La lluvia calla y el intruso golpeteo descompasado es el único escándalo en el callejón. Seducidos los pasos se detienen ante el gemido de la puerta. Golpe y fricción amordazados en la alfombra avanzan obsesivos. Aterrados los tacones tropiezan buscando escondite. Un alarido se confunde con las protestas vanas de la madera golpeada y friccionada.
se sosiegan.
Vértice Escucho en la caracola la contrariedad de las olas en desbandada recuerdos pájaros batiéndose en el vaho. Hierve se multiplica el rugido en el hueco insondable bailan las dudas y las parcas dientes del infierno sus zapatillas. La certeza parece aflorar en el fondo el león se ha dormido la caracola vuelve a la repisa. Vibra en la repisa en la oreja feroz siempre no hay fondo.
feroz
Se arremolina Láquesis en puntas devanando el hilo con urgencia cantan las dudas su opereta en el nácar de mi oído incansables celebra Cloto Átropos tijeretea el viento braman los aplausos silba la cuchilla en el mar íntimo de la caracola.
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Costura Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura... todas las turas de este mundo. Julio Cortázar
No hay punto atrás que recoja mis pasos mientras me deshojo.
I Una hoja entre los dedos del viento agoniza. No advierto la resequedad hasta que bandadas de hojas crujientes picotean mis labios. Humedezco el suelo con saliva ya es tarde.
II Es otoño
en zona tórrida
el sauce llora sus lágrimas pardas.
Las arranco del torbellino las coso una a una en las ramas desvestidas. Puntadas dobles reconstruyen el árbol me pincho hilvanando lo que fue.
III Pegadas en fila se alzan las hojas
remedo invención en los huesos heridos de ventisca. 46
Lector in fábula ese pánico viejo
el tipo del sombrero
la tarde
la puerta se cierra amenaza con romper pianísimo saca del bolsillo alarga sus dedos está intacto –le dice en el rincón un piano un pañuelo blanco la pelirroja el silencio es su alma agitada espera sin rostro sobre las teclas ella dulcemente ataca
el arma homicida
Lector in fábula I en el rincón un piano amenaza con romper el silencio la pelirroja espera sin rostro el tipo del sombrero saca del bolsillo el arma homicida
y revienta
ella dulcemente alarga sus dedos sobre las teclas ataca
pianísimo ese pánico viejo
la puerta se cierra un pañuelo blanco es su alma agitada
ese pánico viejo alarga sus dedos amenaza con romper la tarde la puerta se cierra y revienta el tipo del sombrero pianísimo
está intacto —le dice y revienta la tarde
Lector in fábula II la puerta se cierra
Lector in fábula III
la pelirroja saca del bolsillo un pañuelo blanco
está intacto —le dice en el rincón un piano es su alma agitada el arma homicida sobre las teclas ella dulcemente
pianísimo
ella dulcemente saca del bolsillo ese pánico viejo el arma homicida
ataca
espera sin rostro el silencio Textos de El hueco en el zapato, El Ángel Editor, Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero, 2012
en el rincón un piano espera sin rostro el tipo del sombrero alarga sus dedos ataca amenaza con romper el silencio un pañuelo blanco sobre las teclas es su alma agitada está intacto —le dice y revienta la pelirroja la tarde
Sandra de la Torre Guarderas (Quito, Ecuador – 1971) Poeta, editora, guionista y realizadora audiovisual. Comunicadora por la University of Nothwestern, de St. Paul, Minnesota. Integró el Taller de Poetas Jóvenes de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Y ejerció su oficio en los talleres literarios de Flacso Ecuador y Palacio (I)caza de Palabras de la Universidad Andina Simón Bolívar. Su obra El hueco en el zapato es Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2012. Es coautora del poemario Cuando cierro mis ojos, Mención de Honor en el Premio Darío Guevara Mayorga, 2013. Autora de los libros para niños: Alma de trapo, 2015; ¿Te volviste loco, Dios del universo?, 2016; Tormenta de arroz, 2017, libro que obtuvo un reconocimiento en el Concurso Internacional de Literatura Infantil Julio C. Coba 2016 y el Premio Darío Guevara Mayorga, categoría Cuento, 2017. Su obra figura en antologías internacionales. Sus poemas se han difundido en revistas latinoamericanas especializadas y ha representado al país en encuentros literarios nacionales e internacionales.
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(Fragmento de la novela del mismo nombre)
Sergio GutiĂŠrrez NegrĂłn
Nunca habrĂŠ podido recomponerte enteramente, juntarte, pegarte y articularte como se supone. Gritos de mula, quejas de cerdo y obscenas carcajadas provienen de tus grandes labios. Peor que en un corral. Sylvia Plath El coloso
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narrativa
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s el viernes 12 de septiembre y sales de tu casa en Villa Blanca a eso de las tres y cuarenta de la tarde. Vas a buscar a Laurita a su trabajo, en chancletas y en una de las mil polos negras que tienes, y me dejas en tu casa frente al televisor, con la esperanza de que cuando regreses yo ya haya vencido a uno de los dieciséis bosses del juego de PlayStation que compraste apenas unos días antes. Vas en el Lancer que adquiriste después de tu segunda semana de trabajo. Es negro y aún está brillaíto. En algún momento entre tu salida del expreso y tu entrada a la Piñero, te detiene un semáforo en rojo. Eres el primero en llegar. Estás en el carril del medio. En cuestión de segundos, dos carros ocupan los espacios vacíos. Uno es un Honda Civic, como el que habías visto en el dealer, pero que no pudiste comprar porque estaba fuera de tu presupuesto. El otro, un Volvo tinto parecido al que papi tenía cuando éramos chiquitos. Parpadeas y ya tienen cientos otros detrás. Odias esa avenida. Subes la música del radio, que tú mismo instalaste tan pronto pudiste, y miras la hora. Por el tapón, vas cinco minutos tarde. Laurita ya tiene que estar frente a la tienda esperando bajo una sombrilla —ha comenzado a lloviznar —. Ya antes te ha dicho que, a la hora del cierre, le gusta salir corriendo. En Villa Blanca, yo descubro que tengo que hacer que el muñeco del videojuego escale una de las piernas del coloso para darle en su punto débil y poder vencerlo. Justo cuando cambia la luz, las ventanas del conductor del Civic y su pasajero se bajan y se asoma un par de brazos. Los ignoras, aunque te parece raro, y cuando colocas el pie en el acelerador, te das cuenta de que las manos no están vacías. Una persona a veinte carros de distancia escucha la balacera que estalla como si de año nuevo se tratase.
Por un momento se dice que quizás fue una ristra de petardos. El Civic desaparece y, aunque tienes dos rotos en tu costado, tres en tu brazo y uno que cruzó tu oreja izquierda y te dio en la cabeza, tu pie pisa el acelerador y emprendes contra el Volvo, quebrándole la pierna a la señora mayor que lo conduce. Detienes el tráfico por el resto de la tarde. Aunque te empiezas a morir, lo dejarás a mitad. Yo no estuve ahí, pero no es tan difícil imaginar lo que sigue. El carro en forma diagonal, quieto. La señora del Volvo con la pierna pinchada por el metal torcido, llorando y, al son, rezándole a la virgen, de quien tiene una estampita grapada en la visera. El Civic negro desapareciéndose a la distancia, tomando la salida hacia Río Piedras, dándole la vuelta y montándose en la 65 de Infantería en dirección hacia Caguas, quizás por accidente, quizás no. En vez de coger la carretera número uno, se mete en el expreso, donde quedará preso por la hora que dura el tapón, mezclándose con personas que salen del trabajo y estudiantes de la universidad y gente a quien les cogió tarde en el mall y otra que olvidó que para Caguas no se va antes de que anochezca en días de semana. Todos estarán en la misma situación, sin imaginarse que, entre ellos, dentro de ese Civic negro con los aros niquelados, hay dos chamaquitos que acaban de vaciar dos cañones, por equivocación, en un cuerpo. Y tú aún ahí, dentro de tu carro, hecho nada, queriendo recostarte en el asiento del lado. Sin poder hacerlo por el cinturón, que te mantiene como colgado. Dos policías se estacionan en el carril que viene en la vía contraria. Detienen el tráfico en ese lado también. Brincan la valla de cemento que los separa y se asoman por la ventana del Lancer. Te ven así, en chancletas y en una polo negra que
Una persona a veinte carros de distancia escucha la balacera que estalla como si de año nuevo se tratase. Por un momento se dice que quizás fue una ristra de petardos. El Civic desaparece y, aunque tienes dos rotos en tu costado, tres en tu brazo y uno que cruzó tu oreja izquierda y te dio en la cabeza, tu pie pisa el acelerador y emprendes contra el Volvo…
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Pienso que es un chiste cuando llaman a tu casa y me dicen que estás en la sala de emergencia, pero rápido me doy cuenta de que no. Dejo caer el control del PlayStation y le cuelgo a la persona porque, en vez de preguntar en qué hospital estás, lo primero que se me ocurre es llamar a Laurita, porque Laurita es la primera que debió enterarse y no yo. se hace más negra por la sangre que burbujea debajo. Por un momento piensan que eres un chamaquito, porque nunca fuiste muy alto, pero algo, quizás el huequito que las varicelas te dejaron en la ceja, o quizás los cartapacios que tienes en el asiento trasero con la insignia de la farmacéutica que recién te contrató en mayo, les dice que no, y que tampoco eres del caserío, porque es lo que piensan de entrada. En esas dos cosas están correctos. Eres joven, apenas veintitrés años, y no
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eres de caserío. Sólo has ido a uno una sola vez en tu vida, cuando tenías dieciocho. Tan pronto entraste te dio miedo y llamaste a la nena con quien saldrías y a quien recogerías allí, Keisha Serrano, para que avanzara y bajara del apartamento de su abuela. Pienso que es un chiste cuando llaman a tu casa y me dicen que estás en la sala de emergencia, pero rápido me doy cuenta de que no. Dejo caer el control del PlayStation y le cuelgo a la persona porque, en vez
de preguntar en qué hospital estás, lo primero que se me ocurre es llamar a Laurita, porque Laurita es la primera que debió enterarse y no yo. No la consigo, porque cuando llamo a su trabajo ya no hay nadie. Vuelvo a llamar al número que me dio la noticia y me dicen que estás en Centro Médico. Por el tráfico me tardo casi dos horas en llegar. Luego me tardo más de treinta minutos en alcanzar la camilla en la que te tienen tirado, deshecho. Pienso que estás muerto y me digo que ni yo ni mami ni papi sabemos nada de enterrar muertos. Aún nuestros cuatro abuelos y casi todos nuestros tíos están vivos, con la excepción de uno, tío Pedro, del que se ocupó su esposa. Pero no te mueres. Simplemente caes en un sueño hondo que después el doctor consigna de coma. Ahí te quedas por cuatro años. El seguro médico de tu compañía y algún dinero de nuestros papás garantizan que tengas una enfermera que te afeite a su gusto cada dos o tres semanas y una habitación. En los primeros meses te mueven temporeramente al Pavía, en Santurce. En ese mismo hospital nuestra madre nos dio a luz.
2 ¿Cómo me reconocerás?, me pregunto cuando me dicen en recepción que tengo que esperar por ti abajo, en la sala de espera del centro de cuidado intensivo al que te movieron después del Pavía. El doctor, que sólo ha tratado con mami y Laurita, te traerá para acá. No nos hemos visto desde que despertaste por completo porque yo estaba fuera del país, estudiando. Laurita me dijo que el doctor le informó que tomaría un tiempo en lo que te regresaba la memoria en pleno. Aún en el mejor y más excepcional de los casos, quedarán algunas lagunas. Posiblemente
muchísimas, dijo el doctor. Ha sido un proceso largo, tu ‘despertar’. Un leve parpadeo, casi un año y once meses atrás, fue preparando el terreno para este día. No quise venir con las manos vacías. Te traje uno de los muchos cómics que mami te siguió comprando y que buscabas cada jueves, primero en aquella tienda que estaba en la Luis Muñoz Marín en Caguas y, luego, en San Patricio. Sales como si nada. Tienes un poquito más de barba de lo que alguna vez fue usual. Vistes la única polo amarilla que tenías. O una muy similar. Estás más flaco, obviamente. Eres un esqueleto. Alzas la mano en mi dirección, identificándome de inmediato. No esperé que caminaras de inmediato. Ni Laurita ni mami me habían dicho que te habías parado. Supuse que fue una sorpresa, pero siento que el pecho se me comprime. ¿Sonrío? Te despides del doctor y, acto seguido, estamos en el carro que renté, de camino a casa de nuestros padres. Los primeros veinte minutos del viaje los pasas en silencio. Alternas entre mirar por la ventana y hacerte presión sobre los dos ojos con las palmas de las manos, como si la luz te diese dolor de cabeza. Yo no digo nada, porque no sé qué decir. Te doy el cómic, al que respondes con unas simples «gracias». Lo dejas descansar en tu falda. Al rato, bajas el volumen del radio. Actúo como si no lo notase, aunque en realidad me pongo nervioso, casi como si algo me advirtiese de tu pregunta. —¿Q ué me pasó, hermano? —preguntas. Yo me quedo callado un segundo. No sólo porque la pregunta me viene como un puño al cuello, o porque me parece morbosa, vulgar, de mal gusto. Me quedo callado más que nada porque el ‘hermano’ me suena artificial, demasiado calculado. Se me tranca el estómago. Te miro y tiro de los hombros.
—¿Cómo que qué te pasó? —Pues, eso —dices—, ¿qué me pasó? ¿Por qué estuve en el hospital tanto tiempo? —repites, y te detienes por un segundo como buscando otra forma de decirlo; una forma más humana, menos como un robot. No lo logras—. ¿Por qué me dispararon seis veces? —Por accidente —te respondo. No sé de dónde me viene la respuesta. Asientes con el cuello y me das las gracias.
3 Al llegar a casa te encontrarás con papi. Laurita llegará una hora después. Nuestra madre, en la noche. Lo planificaron así desde que despertaste. A mí me eligieron como tu conductor. Me enseñaste a guiar cuando cumplí los dieciséis años. Tomaste la decisión de repente. Estabas dibujando en la mesa del comedor que sólo se utilizaba en Acción de Gracias. La tenías cubierta de tus bocetos sucios. Yo estaba sentado en el otro extremo de la mesa mirándote. Dibujabas un puente. Era un puente largo. Repleto de cables de contención. Querías que se pareciera al Golden Gate Bridge, pero que no fuera el Golden Gate Bridge. Elevaste la mirada y me dijiste que me enseñarías a conducir. Y ya. Tenías 20 años. Yo asentí. Nos montamos en el Corolla viejo que te robarían de Plaza del Carmen Mall en menos de siete meses. La lección consistió simplemente en una orden: «Guía», dijiste. La primera vez nos limitamos a Bairoa Park, donde vivíamos. Paramos por un momento en la cancha de baloncesto a la que entonces le decíamos Pre-Bac, porque hacía tiempo que no ibas. Estaba desolada. Me preguntaste si recordaba cuando íbamos en bicicleta, con todos los muchachos de la calle. Te dije que
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por supuesto. Me dijiste que una vez te escapaste de noche con nuestra vecina, Vanessa, la hermana mayor de Alexander, que era un poco más grande que tú, y que se besaron debajo de los bleechers de la cancha. Te creí, porque siempre me decías la verdad. Recuerdo todo esto cuando tomamos la salida de la autopista hacia Bairoa. Tú y yo teníamos algo chévere. Quiero, pero no te lo digo en ningún momento del viaje. Lle-
varte en el asiento del pasajero me incomoda. Reconoces la casa tan pronto llegamos. Han cambiado los colores, las plantas que papi mantiene en el jardincito, el brillo de las ventanas de madera que miran hacia el comedor. Al bajarte del carro, miras a tu alrededor. La calle te parece dilapidada, gastada. El árbol de la casa que está al frente, al otro lado de la calle, ha sido cortado. Solías escalarlo con Vanessa, Viviana, Mario
y los otros grandes de la calle. Yo, porque era un cobarde, me quedaba abajo, junto a Marisol y los más chiquitos, Francisco, Juan Carlos y Alexander. Papi abre la puerta tan pronto escucha el carro llegar. Se ve mejor ahora que antes. Lo notas de inmediato. Ha comenzado a ejercitarse y ha perdido peso. Se ve más joven, inclusive. Le paso por el lado, le pido la bendición y le toco el hombro. Quiero dejarlos solos para el reencuentro. Escucho tus
pasos contra la acera acercándose. Desde la sala, los veo abrazándose. Papi te susurra cosas en la oreja. Tú le respondes, y sonríes. Una vez me contaste que para los esquimales había más de cien tipos de blancos. Ya en ese momento había leído que eso era un mito en una revista en la escuela. Te dije que estabas equivocado. Fue la primera vez que te llevé la contraria. La última también. Me sostuviste la mirada con violencia. Hasta que te dije que quizás había leído mal. Fue en mi primer día de octavo grado. Cuando miro tu rostro, recostado sobre el hombro de papi, lo veo flat. Nuestros ojos se encuentran. Es la primera vez que pienso en ti como un animal extraño, de otro planeta, demasiado alejado de su nicho. Lo primero que bebes al llegar a casa es una malta. Lo primero que comes después de cuatro años de comida de hospital es arroz frito con maíz. Va acompañado de una chuleta de cerdo. Comemos los tres en silencio, en la mesa en la que dibujaste tu Golden Gate Bridge. Antes de que hayamos terminado, la puerta principal se abre y entra Laurita. Tampoco la he visto desde que llegué de vuelta a la isla. Está linda como siempre, a pesar de que ha adquirido algunas libras. Ahora tiene pollina, también. Aun así, viste como siempre ha vestido. En trajes al estilo gitano, hechos de telas finas. Cuando entra se detiene ahí, frente a la puerta. Tú me miras a mí mirándola a ella. Yo te devuelvo la mirada y gesticulo hacia tu novia. Me parece que te toma un segundo entender, como si fueses una computadora con un sistema operativo anticuado y un disco duro tan repleto de información inútil que la búsqueda más simple toma eternidades. Pronuncias su nombre en esa voz que me da escalofríos y te pones de pie. Caminas hacia ella
y la abrazas. Ella llora. Tú intentas calmarla. Se han visto antes, en el centro de cuidado. Pero esta es la primera vez que te ve en el mundo de los vivos, como si nada hubiese sucedido. Llevo los platos al fregadero y me voy a mi habitación, evitando mirar tu cara por miedo de encontrar la de orita. Sin pensarlo mucho, termino entrando a tu vieja habitación. Mami o papi movieron las cajas que habían comenzado a acumularse en este cuarto, devolviéndole la inocencia de cuando éramos niños. Intentaron adornar las paredes enmarcando los pocos dibujos tuyos que todavía quedaban en la casa. La mayoría son bocetos a medio hacer. El más grande es otra versión del puente. Éste más parecido a los borradores que viste alguna vez del Millenium Footbridge que se construiría en Londres poco después, aunque con algo distinto. Recuerdo que lo dibujaste en casa de abuela. Me pongo de pie para mirar los detalles, para distraerme. ¿Qué piensas mientras abrazas a Laurita? ¿Será que la reconoces? ¿Será que recuerdas cómo ella se escapaba de la casa de su papá, los fines de semanas en los que la custodia la obligaba a estar allí, a dos manzanas de nuestra casa, para venir a ver televisión en nuestro cuarto con nosotros? ¿Será que recuerdas cómo hizo la transición de sentarse en el suelo sobre un cojín verde que cosió mami al segundo nivel de la litera, donde tú dormías? ¿Será que recuerdas cómo pensaban que yo estaba dormido, o que no hacían ruido, o que el volumen del televisor estaba lo suficientemente alto para que yo no escuchara aquellos primeros y tímidos gemidos que interrumpían algún episodio de Dawson’s Creek, o cual fuese el programa que veíamos en ese entonces? La primera vez que Laurita subió las escaleras de madera sin pulir
Ha comenzado a ejercitarse y ha perdido peso. Se ve más joven, inclusive. Le paso por el lado, le pido la bendición y le toco el hombro. Quiero dejarlos solos para el reencuentro. Escucho tus pasos contra la acera acercándose. Desde la sala, los veo abrazándose. Papi te susurra cosas en la oreja. Tú le respondes, y sonríes.
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Lo primero que bebes al llegar a casa es una malta. Lo primero que comes después de cuatro años de comida de hospital es arroz frito con maíz. Va acompañado de una chuleta de cerdo. Comemos los tres en silencio, en la mesa en la que dibujaste tu Golden Gate Bridge.
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de la litera, tú no estabas. Pensé que se trató de un error; que lo había hecho especulando que tú te habías ido para algún lugar. No fue hasta que regresaste y subiste a tu cama sin decirme nada ni mencionar la desaparición de la vecina del cojín verde, que comencé a pensar que lo habían planificado. ¿Cuándo, dónde?, me pregunté. Los tres estábamos juntos todo el tiempo. De hecho, tú y Laurita nunca habían estado solos. Laurita era mi amiga. Venía a visitarme a mí porque iba a la escuela conmigo. ¿Cómo sucedió? Mientras me obligaba a hacer como si veía la cursilería que sucedía en televisión, me preguntaba si así era que pasaban esas cosas; si era que las palabras sobraban. Eventualmente se hizo parte de la incómoda cotidianidad de nuestra adolescencia. Laurita pasaba la mitad del programa en el suelo, comentándolo conmigo como si dictase un partido de baloncesto, pero a la mitad, exactamente a los treinta minutos, escalaba la escalera, y me dejaba solo con el televisor. Yo tomaba el control remoto y subía el volumen poco a poco, intentando no ser muy obvio, intentando no afectar el pacto de ingenuidad al que me obligaron. ¿Será que recuerdas las duraciones de ese amorío medio ilícito, cuando ella
sólo tenía catorce años? ¿Será que recuerdas las recaídas posteriores, hasta que por fin se consolidaran como pareja dos años antes de tu accidente? Es inevitable que te preguntes qué hace ella aquí. Han pasado cuatro años. Ahora, tanto Laurita como yo tenemos la misma edad que tú cuando el accidente. La bala que te azotó el cerebro fue una máquina del tiempo. Te encerró en una cápsula y te lanzó hacia un vacío. En algún momento de la noche, preguntarás si somos gemelos. Todos reirán, menos yo. Pensarán que poco a poco te vuelve tu sentido del humor. Pero no es un chiste. Más tarde, quizás justo antes de dormirte, te dirás que lo somos. Así lo quiso el Civic negro. Te comienza a aterrar la idea de que no sólo se detuvo el tiempo para ti, sino que para nosotros también. Durante tu coma, vivimos muchísimo juntos, y no sé cómo explicártelo cuando tocas a mi puerta, tras la partida de Laurita. Durante esos cuatro años, cada vez que tuve una duda, una pregunta, o una inquietud, te consulté como si nada hubiese cambiado. Tenía monólogos a dos voces. La tuya siempre vencía cualquiera que fuera mi perspectiva. Fuiste tú que tomaste
por mí la decisión de irme a estudiar afuera. Fuiste tú que me insististe que pasase un verano en la ciudad de México. Fuiste tú que me calmaste, una noche invernal, cuando comencé a dudar de mi sexualidad, tras una vida prácticamente de monje. Tiraste tus hombros y caminaste conmigo por el downtown de Chicago, donde vivía, a pesar del frío terrible. Y qué importa, dijiste, restándole importancia al asunto y convenciéndome que realmente no era gran cosa. Fuiste tú que me afirmaste «te lo dije», cuando se accidentó mi celibato, y caminaste a la nevera y sacaste la última cerveza que quedaba. Te la bebiste allí, de pie, en celebración. Tocaste a mi puerta, en tu primer día fuera del hospital, y te sentaste en el sillón de mi escritorio, para informarme que tenías sueño. Te dije que faltaba mami y asentiste, columpiando tu cuello. —Claro —dijiste— falta mami. Evito tu encuentro con nuestra progenitora y me quedo en mi habitación. Respondo e-mails relacionados con el trabajo que conseguí en los Estados Unidos y en el que comenzaré dentro de unos meses, cuando me vaya definitivamente de la isla, después de que tú ya hayas destruido todo. Pero todavía falta para que todo eso venga a suceder. Entre una y otra cosa me quedo dormido. Me despierto a las tres de la mañana de tu primera noche de vuelta en casa. Te descubro dormido en el sofá azul que colocaron en mi habitación cuando me mudé. Los doctores te dijeron que era probable que no pudieras dormir bien los primeros días. Que tras un coma tan largo sufrirías de insomnios. Sin embargo, duermes y dormirás profundamente. Intento no despertarte al salir a buscar un vaso de agua en la cocina. Encuentro, como cuando éramos adolescentes, una libreta de
bocetos en la mesa del comedor. Está cerrada. Al lado hay un lápiz mecánico, como los que solías usar antes, aquellos BIC de punta .07 y dos libros de referencia. Uno es de arquitectura y el otro de anatomía animal. En la portada del primero hay una estación de trenes en perspectiva, con una serie de líneas convergentes como dibujadas a lápiz que se lanzan hacia el punto de fuga donde desembocan en los rieles del tren. En el otro, un chimpancé se va deconstruyendo, como si le pelasen capas, hasta llegar a un cuello trazado también en lápiz que no sostiene nada. Todo está acomodado con un orden que me parece fastidioso. No abro la libreta porque odiabas que lo hiciera. Dejaste la luz de tu cuarto encendida antes de deslizarte al mío. Voy a apagarla y me tropiezo con que todos los bocetos que mami había colgado en las paredes están fuera de sus marcos. Ahora descansan encima de la cama. Los ojeo y descubro que has dibujado signos de interrogación en los márgenes de todos y cada uno de ellos. Por eso de que mami no se ofenda, los devuelvo a las paredes, los acomodo tal y como estaban. También has desorganizado las cajas donde guardábamos nuestras colecciones de cómics. Siempre le dijiste así, cómics, aún después de que los aficionados comenzaran a llamarlos novelas gráficas. En una semana, cuando decidas irte de la casa, cuando todo comience a irse a la mierda, habrás desaparecido tus viejos dibujos. Los nuevos tendrán el mismo estilo, pero serán más oscuros. Todos los que nos sabíamos de memoria los trucos que solías hacer, nos sentiremos como arrebatados al verlos. Los puentes seguirán. De hecho, cuando me arriesgue a abrir tu libreta de bocetos, sin tu permiso, mañana al mediodía, mientras te bañas, descubriré que todo lo que
has dibujado son puentes. Puentes totalmente ajenos a la realidad, torcidos de una manera que no se hace evidente de inmediato. Seguirán pareciéndose al Golden Gate Bridge, o al Millenium Footbridge, y, en momentos, hasta harás lo que pensaré calcos del puente Chengyang de la China, el puente de la capilla de Suiza. Pero, a pesar de las semejanzas, habrá algo en ellos que no podré precisar, pero que hará que mami los quite de la pared tan pronto los cuelgues. Laurita los mirará por largos ratos. Intentará ver si lo que los hace extraños es la falta de un cable de contención, o de un pilar, o quizás una sombra mal puesta. Esa búsqueda no llegará a nada. —¿Quién me disparó? —me preguntarás, en tu segunda noche. Yo no te responderé inmediatamente. Inclusive, me tomará dos días convencerme de que tienes el derecho de saber. Me preguntaré, ¿por qué no te lo dije? Pero la respuesta la tendré cada vez que alguien te visite y le sonrías. Cuando por fin tome la decisión de responderte, será justo después de una de tus terapias en el centro de cuidado intensivo donde pasaste gran parte de tu coma. Nos habremos detenido en un pequeño lugar de cómics que está en una calle flaca que conecta a la González con la avenida Ponce de León, en Santa Rita. Estarás mirando ejemplar tras ejemplar sin mucho interés. Como si supieras que solían gustarte y buscases en ellos qué exactamente era lo que te atraía. —Jeriel López —diré y tú mirarás a tu alrededor. Buscas a quién nombré. De seguro piensas que es otro más de tus amigos. Pero sólo te tomará un segundo caer en cuenta. Te llevarás ambas manos a los ojos y los estrujarás, como cuando te montaste en mi auto. Sentirás vértigo por un momento. —Jeriel López —repetirás y ya.
Sergio Gutiérrez Negrón (Caguas, Puerto Rico – 1986) Estudió periodismo en la Universidad de Puerto Rico, y una maestría y doctorado en literatura e historia en Emory University, Atlanta. Es profesor de español y literatura en Oberlin College de Ohio y colaborador del periódico El Nuevo Día. Publicó en 2011 su primera novela, Palacio, que fue finalista al premio PEN Club. Le siguió, en 2014, Dicen que los dormidos, la cual obtuvo el Premio Nacional de Novela del Instituto de Cultura Puertorriqueña. En 2015 fue reconocido por el Festival de la Palabra con el Premio Nuevas Voces, un premio otorgado a autores puertorriqueños jóvenes. En 2017 publicó la novela Los días hábiles, y ese mismo año su nombre fue incluido en la lista de los 39 mejores autores jóvenes de ficción de Latinoamérica del Hay Festival de Bogotá.
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La cascada Carlos Ríos
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ncerrada en la imagen, Deyanira Tobal posa. También posa, detrás de ella, una cascada. Algún observador entrenado podría resumir la relación con estas palabras: dos efervescencias. O dígase mejor: dos esencias, dos modos prácticos de decir «aquí estoy», en lenguajes que a un golpe de ojo se antojan complementarios, haciéndose una misma cosa sin que pueda establecerse de manera razonable de dónde proviene esa unidad. No mucho más que eso. Nada nuevo, nada espectacular; sucede así con las fotografías. Su esposo, Larry Milanes, no suscribiría esta primera especulación; las segundas intenciones le nublan la vista. Le hace daño ver a Deyanira tan despreocupada, sonriente y feliz. Es probable que el agua le rociara el vestido durante la exposición fotográfica porque hay cierta sorpresa, tal vez la invasión de un frescor repentino contribuye
a otorgarle a la escena el esplendor que a él lo llena de pensamientos «clase B» cada vez que sus ojos regresan a esa Deyanira un poco desconocida, su hermosura afiliándose a un paisaje que la recibe con los brazos abiertos. Años más tarde, ella se ve en el trance de salir a defender o desmentir esa alegría. Larry le pregunta, por cuarta o quinta vez, quién le tomó la foto. —Estás chulísima, te ves como si estuvieras a punto de festejar algo. —No lo recuerdo —dice ella y arruga la nariz. —¿Era tu cumpleaños? —No sé, podría ser, pero no. —Hace tres semanas colgaste esa fotografía en el pinche facebú y ya tienes una carretada de likes. ¿Recuerdas algo? —Nada. Podría ser en vacaciones, tal vez alguna amiga. Tendría cerca de veinte.
relato —¿Qué cascada es? —No lo sé. —¿Cómo que no lo sabes? —Pues lo olvidé. ¿Tú te acuerdas de todos los sitios que has visitado hace unos años? —Sí. —Pues yo no. —¿Y quién es ese Maikel Martínez? —No sé. —No te hagas, está el like ahí en la foto. Y no sólo el like, habrás leído el comentario que escribió. —Estás celoso, ¿verdad? —No, celoso de qué. ¿Está mal que quiera que me hables de esa fotografía? Olvídate lo que dije sobre ese tal Maikel. Todo mundo tiene amigos y amigas que vaya a saber quiénes son. —Sí, pura gente desconocida. Las aceptamos porque son amigos de otros que sí son nuestros amigos. —Por aquello de «quienes son tus amigos, son los míos». —Es lo que decía tu madre. —Sí. —Pues volviendo a la foto, me gustó verme así. Como si de repente fuese la cascada y me pusiera a cantar entre las piedras. No recuerdo nada del momento, ¿quién me la habrá tomado? La encontré en un diskette. —¿Un diskette? ¿Todavía tienes diskettes? —No, pensé que ya los había tirado a todos. Haciendo la limpieza encontré uno detrás del cajón del armario. Logré que pasaran los archivos a un pendrive y ahí fue que vi la foto. —¿Quién es Maikel Martínez? —Oootra vez la burra al trigo. Ya te dije que no sé. Ni idea. —Primero puso el like, al día siguiente el comentario. Ese tipo sabe lo que hace. —¿Tiene amigos en común conmigo? —No he visto. Podría ser. Creo que no.
—Pues fíjate y me dices. Yo no puedo explicarte quién es Maikel Martínez porque la primera vez que escucho ese nombre es porque tú lo traes a cuento. —¿Ese vestido? ¿Recuerdas ese vestido? Las mujeres nunca olvidan la ropa que usan. —¡Oye! Deja de ponerte pesado, ¿quieres? —... ,,,
Deyanira Tobal se pone de pie, con una taza de café calentándole las manos mira por la ventana. Hay montañas donde el verde brilla con la fuerza de un relámpago. ¿Cuántas cascadas se esconderán en el vértigo de una selva que nunca será humana? ¿Existirá una Deyanira atrapada en cada una de ellas? No hay quién responda a esas preguntas. A veces piensa que le gustaría irse a vivir al campo, en una hacienda. Entre animales. Sin energía eléctrica. Para dejarse llevar y en el silencio oír el rumor del más puro presente. Dejar los malos gobiernos para los que viven en las grandes ciudades. Es una idea redonda a la que Larry Milanes se opuso, más de una vez, con la fuerza del hachazo que mutila las grandes decisiones: por sus alergias, le recordó, los médicos no le permitirían trasladarse a otro lugar que no fuera la playa. Por las noches, Deyanira observa el techo de su habitación. Después de proyectar sus deseos en esa pantalla áspera y glacial llora en silencio. Es que la playa no le gusta. Por enésima vez se pregunta qué la enamoró de Larry hace unos años. Tal vez su arrojo para sacarla de una situación familiar muy complicada. Luego todo se desmoronó. Sin embargo, siguen juntos. Es un milagro. Ahora él está ahí, buscando la batería de la notebook. La prende. Entra a Facebook. —Aquí está el cabrón.
Encerrada en la imagen, Deyanira Tobal posa. También posa, detrás de ella, una cascada. Algún observador entrenado podría resumir la relación con estas palabras: dos efervescencias. O dígase mejor: dos esencias, dos modos prácticos de decir «aquí estoy» en lenguajes que a un golpe de ojo se antojan complementarios, haciéndose una misma cosa sin que pueda establecerse de manera razonable de dónde proviene esa unidad. 57
Deyanira Tobal se pone de pie, con una taza de café calentándole las manos mira por la ventana. Hay montañas donde el verde brilla con la fuerza de un relámpago. ¿Cuántas cascadas se esconderán en el vértigo de una selva que nunca será humana?
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Deyanira se acerca a la pantalla. —Lo que te dije antes, no lo conozco. —Mira de nuevo tu foto... el tipo hace tres horas que acaba de comentarla. —Ahá. ¿Qué dice? —«Qué frío hacía», eso dice. ¿Puedes explicármelo? —¿Estás celoso por una imagen de hace veinte años? —Quiero saber quién te tomó esa fotografía. ¿Maikel Martínez? —¡Ya te he dicho que no lo conozco! —Escríbele. Dile que quieres verlo. —¡Estás loco o qué! —Hazlo ahora mismo o dejo de pagarle el alquiler a tus padres. —¿Qué dices? Esto no está bien. Tengo que irme. Él se levanta, cierra la puerta del departamento con la llave de ella y se la guarda en el bolsillo. —Será mejor que te sientes y le escribas. Si no le escribes, lo haré yo. Y lo citaré aquí mismo. —No sé quién es. —¡Escríbele! Larry le da un golpe a la mesa y la computadora da un respingo. Deyanira se sienta. Escribe a Maikel. «Hola, ¿quieres que nos
veamos?». A los diez o quince minutos, Maikel Martínez escribe. «Hola. Bella foto. No te conozco, no sé si tendría sentido que nos viéramos. ¿Dónde vives?» «En Acatzingo». «Híjole. Yo de Cuernavaca. Oye, ¿eres amiga de mi hermana o de mi esposa?». —¿Ves? No sabe quién soy. Yo no sé quién es él. —Dile algo más. —Pues no, ya está aclarado el asunto. Todo pasa en tu cabeza. Tienes que cambiar de actitud. Abre la puerta y deja que me vaya. En esa fotografía todavía no nos conocíamos. Tú estabas... ¿en Salsipuedes? Yo ni sé. Estaría por terminar la prepa. Estaba sola, sin novio a la vista. No sé, tal vez viajé sola y le pedí a alguien que me tomara esa foto. No lo recuerdo. —Pon una foto en la que estemos juntos. —¿Por qué? Tú tienes un escudo del América y yo jamás te pediría que la cambies. —Es que en esa foto tienes algo que hace que la gente te llene de likes. —¡Basta! No voy a soportar esto una vez más. —Perdóname. —Dame las llaves.
Amaga con dárselas y retira la mano. El juego dura poco porque Deyanira amenaza con llamar a la policía. Atrapa las llaves con un manotazo, abre y sale del departamento. Larry se sienta y escribe en la computadora. «Oye, Maikel, recuérdame cómo estuvo ese día, el de la foto en la cascada. Hacía frío, ¿verdad? Cuéntame qué hacíamos ahí. Quiero recordarlo todo». A los diez minutos, Maikel responde: «Okey. Espera a que regrese de mi chamba. ¿Estás segura que quieres recordar todo eso? ¿Quieres repasarlo de nuevo?». Larry Milanes tiene los ojos encendidos. Se levanta y regresa al teclado con una botella de brandy. Escribe: «Sí». Y se sienta a esperar. Mientras tanto, Deyanira viaja en metro a casa de sus padres. Llora durante todo el trayecto. «Este güey, tengo que dejarlo. No sé cómo hacerlo. ¿Cómo abandonar lo que te hace daño?». Quiere ir con sus padres, refugiarse en el nido filial, de repente cambia de opinión. Escribe a su amiga. Xóchitl le dice «¡Vente ya mismo!». Ella es la que más ha insistido para que deje de una vez a Larry Milanes. En la casa de su amiga estará a salvo. ,,,
«Hola Deya, ya estoy». «Cuéntame qué hacíamos allí». «¿Estás segura?». «Sí». «¿Sabes qué? Cuando dijiste que nos viéramos pensé que era otra persona la que escribía desde tu cuenta. Ahora sé lo que quieres: que te cuente cosas porque la psicóloga te dijo que te haría bien. Hablemos, pues. Tú estabas, ese día, de mal humor. Habías tenido una recaída. No como las otras tres, esta había sido más leve. Salí a buscarte por el barrio y alguien me dijo que te habías subido al autobús. A bordo de un taxi fui hasta la terminal
de la línea y ellos me dijeron que te habías ido con un chofer. El hombre vivía cerca de ahí. Tú no querías verme y le habías dicho al chofer que te habías escapado de tu casa para que tu marido, es decir yo, dejara de golpearte. ¡Por supuesto que era mentira! Jamás te he faltado el respeto. Pues bien, el chofer había salido de su casa con un arma, dispuesto a defenderte. Estaba en cueros y tú también, como pude observar cuando te asomaste a la ventana. Grité tu nombre. Exigí que regresaras a la casa conmigo, pero no. Te quedaste con ese hombre una semana. Regresaste una tarde y me pediste que no habláramos de lo que había pasado. Vayámonos a algún lado, dijiste. Donde quieras mi reina, te dije. A Quetzalapan, dijiste. ¿Recuerdas? Allí fuimos. Alquilaste una cabaña. La foto que te envié la había tomado al ratito de nuestra llegada. Estabas hermosa. Ese vestido no te lo había regalado yo. Fue el chofer. Tú me lo dijiste. También me dijiste que el chofer nunca iba a molestarte de nuevo. Te pregunté por qué. Porque ya no tiene movilidad, dijiste. Nos quedamos todo el día sentados frente a la cascada. Mojaste tus pies en el agua. Gritaste al sentirla tan fría. Escuchamos esas rancheras que tanto te gustan. También destapamos botellas y fuimos por unos tacos». «¿Qué bebimos?», pregunta Larry. «Unas cubas. Luego tomaste una michelada tras otra. A la hora de las confesiones contaste con lujo de detalles lo que había pasado con el chofer. El secuestro. La negociación con los sicarios. Eso no voy a repetírtelo. La balacera sobre el Pontiac. El chofer quería llevarte a Delicias, donde lo esperaba su primo ‘El Cumbias’. Según los diarios, otro narco le dio muerte. Cuando me contaste todo eso supe que me abandonarías. Lo entiendo. Era necesario. ¿Recuerdas nuestra última
plática? Nunca me amenaces, dijiste. Que se cuiden los hombres que pretendan hacerme daño. Conozco mil formas de acabar con ellos. Estoy en una guerra y no pienso perderla». (Fin de la conversación).
Carlos Ríos (Santa Teresita, Argentina – 1967) Publicó, entre otros, los libros de poemas Media romana y Un shock póstumo; las novelas Manigua, Cuaderno de campo y Rebelión en la ópera; y los relatos Yo era una piedra y La destrucción empieza por casa. Integra el consejo editor de BazarAmericano. com, dirige el proyecto editorial de la Oficina Perambulante y coordina talleres de escritura en cárceles de la provincia de Buenos Aires. Varios de sus libros fueron publicados en Francia, España, Brasil, Chile, Uruguay y México.
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Canto de guerra de las cosas Cuando lleguéis a viejos, respetaréis la piedra, si es que llegáis a viejos, si es que entonces quedó alguna piedra. Vuestros hijos amarán al viejo cobre, al hierro fiel. Recibiréis a los antiguos metales en el seno de vuestras familias, trataréis al noble plomo con la decencia que corresponde a su carácter dulce; os reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre; con el bronce considerándolo como hermano del oro, porque el oro no fue a la guerra por vosotros, el oro se quedó, por vosotros, haciendo el papel de niño mimado, vestido de terciopelo, arropado, protegido por el resentido acero... Cuando lleguéis a viejos, respetaréis al oro, si es que llegáis a viejos, si es que entonces quedó algún oro.
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El agua es la única eternidad de la sangre. Su fuerza, hecha sangre. Su inquietud, hecha sangre. Su violento anhelo de viento y cielo, hecho sangre. Mañana dirán que la sangre se hizo polvo, mañana estará seca la sangre. Ni sudor, ni lágrimas, ni orina podrán llenar el hueco del corazón vacío. Mañana envidiarán la bomba hidráulica de un inodoro palpitante, la constancia viva de un grifo,
geografías el grueso líquido. El río se encargará de los riñones destrozados y en medio del desierto los huesos en cruz pedirán en vano que regrese el agua a los cuerpos de los hombres. Dadme un motor más fuerte que un corazón de hombre. Dadme un cerebro de máquina que pueda ser agujereado sin dolor. Dadme por fuera un cuerpo de metal y por dentro otro cuerpo de metal igual al del soldado de plomo que no muere, que no te pide, Señor, la gracia de no ser humillado por tus obras, como el soldado de carne blanducha, nuestro débil orgullo, que por tu día ofrecerá la luz de sus ojos, que por tu metal admitirá una bala en su pecho, que por tu agua devolverá su sangre. Y que quiere ser como un cuchillo, al que no puede herir otro cuchillo. Esta cal de mi sangre incorporada a mi vida será la cal de mi tumba incorporada a mi muerte, porque aquí está el futuro envuelto en papel de estaño, aquí está la ración humana en forma de pequeños ataúdes, y la ametralladora sigue ardiendo de deseos y a través de los siglos sigue fiel el amor del cuchillo a la carne. Y luego, decid si no ha sido abundante la cosecha de balas, si los campos no están sembrados de bayonetas, si no han reventado a su tiempo las granadas... Decid si hay algún pozo, un hueco, un escondrijo que no sea un fecundo nido de bombas robustas; decid si este diluvio de fuego líquido no es más hermoso y más terrible que el de Noé, sin que haya un arca de acero que resista ni un avión que regrese con la rama de olivo! Vosotros, dominadores del cristal, he ahí vuestros vidrios fundidos. Vuestras casas de porcelana, vuestros trenes de mica, vuestras lágrimas envueltas en celofán, vuestros corazones de baquelita, vuestros risibles y hediondos pies de hule, todo se funde y corre al llamado de guerra de las cosas, como se funde y se escapa con rencor el acero que ha sostenido una estatua. Los marineros están un poco excitados. Algo les turba su viaje. Se asoman a la borda y escudriñan el agua, se asoman a la torre y escudriñan el aire. Pero no hay nada. No hay peces, ni olas, ni estrellas, ni pájaros. Señor Capitán, ¿a dónde vamos? Lo sabremos más tarde. Cuando hayamos llegado. Los marineros quieren lanzar el ancla, los marineros quieren saber qué pasa. Pero no es nada. Están un poco excitados. El agua del mar tiene un sabor más amargo, el viento del mar es demasiado pesado.
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Y no camina el barco. Se quedó quieto en medio del viaje. Los marineros se preguntan ¿qué pasa? con las manos, han perdido el habla. No pasa nada. Están un poco excitados. Nunca volverá a pasar nada. Nunca lanzarán el ancla. No había que buscarla en las cartas del naipe ni en los juegos de la cábala. En todas las cartas estaba, hasta en las de amor y en las de navegar. Todos los signos llevaban su signo. Izaba su bandera sin color, fantasma de bandera para ser pintada con colores de sangre de fantasma, bandera que cuando flotaba al viento parecía que flotaba el viento. Iba y venía, iba en el venir, venía en el yendo, como que si fuera viniendo. Subía, y luego bajaba hasta en medio de la multitud y besaba a cada hombre. Acariciaba cada cosa con sus dedos suaves de sobadora de marfil. Cuando pasaba un tranvía, ella pasaba en el tranvía; cuando pasaba una locomotora, ella iba sentada en la trompa. Pasaba ante el vidrio de todas las vitrinas, sobre el río de todos los puentes, por el cielo de todas las ventanas. Era la misma vida que flota ciega en las calles como una niebla borracha. Estaba de pie junto a todas las paredes como un ejército de mendigos, era un diluvio en el aire. Era tenaz, y también dulce, como el tiempo. Con la opaca voz de un destrozado amor sin remedio, con el hueco de un corazón fugitivo, con la sombra del cuerpo, con la sombra del alma, apenas sombra de vidrio, con el espacio vacío de una mano sin dueño, con los labios heridos, con los párpados sin sueño, con el pedazo de pecho donde está sembrado el musgo del resentimiento y el narciso, con el hombro izquierdo, con el hombro que carga las flores y el vino, con las uñas que aún están adentro y no han salido, con el porvenir sin premio, con el pasado sin castigo, con el aliento, con el silbido, con el último bocado de tiempo, con el último sorbo de líquido, con el último verso del último libro. Y con lo que será ajeno. Y con lo que fue mío.
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Somos la orquídea del acero, florecimos en la trinchera como el moho sobre el filo de la espada, somos una vegetación de sangre. Somos flores de carne que chorrean sangre, somos la muerte recién podada que florecerá muertes y más muertes hasta hacer un inmenso jardín de muertes. Como la enredadera púrpura de filosa raíz que corta el corazón y se siembra en la fangosa sangre y sube y baja según su peligrosa marea. Así hemos inundado el pecho de los vivos, somos la selva que avanza. Somos la tierra presente. Vegetal y podrida. Pantano corrompido que burbujea mariposas y arcoíris. Donde tu cáscara se levanta están nuestros huesos llorosos, nuestro dolor brillante en carne viva, oh santa y hedionda tierra nuestra, humus humanos. Desde mi gris sube mi ávida mirada, mi ojo viejo y tardo, ya encanecido, desde el fondo de un vértigo lamoso sin negro y sin color completamente ciego. Asciendo como topo hacia un aire que huele mi vista, el ojo de mi olfato, y el murciélago todo hecho de sonido. Aquí la piedra es piedra, pero ni el tacto sordo puede imaginar si vamos o venimos, pero venimos, sí, desde mi fondo espeso, pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos y en esta cruel mudez que quiere cantar.
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Como un súbito amanecer que la sangre dibuja irrumpe el violento deseo de sufrir, y luego el llanto fluyendo como la uña de la carne y el rabioso corazón ladrando en la puerta. Y en la puerta un cubo que se palpa y un camino verde bajo los pies hasta el pozo, hasta más hondo aún, hasta el agua, y en el agua una palabra samaritana hasta más hondo aún, hasta el beso. Del mar opaco que me empuja llevo en mi sangre el hueco de su ola, el hueco de su huida, un precipicio de sal aposentada. Si algo traigo para decir, dispensadme, en el bello camino lo he olvidado. Por un descuido me comí la espuma, perdonadme, que vengo enamorado. Detrás de ti quedan ahora cosas despreocupadas, dulces. Pájaros muertos, árboles sin riego. Una hiedra marchita. Un olor de recuerdo. No hay nada exacto, no hay nada malo ni bueno, y parece que la vida se ha marchado hacia el país del trueno. Tú, que viste en un jarrón de flores el golpe de esta fuerza, tú, la invitada al viento en fiesta, tú, la dueña de una cotorra y un coche de ágiles ruedas, tú que miraste a un caballo del tiovivo sobre la verja y quedar sobre la grama como esperando que lo montasen los niños de la escuela, asiste ahora, con ojos pálidos, a esta naturaleza muerta. Los frutos no maduran en este aire dormido sino lentamente, de tal suerte que parecen marchitos, y hasta los insectos se equivocan en esta primavera sonámbula sin sentido. La naturaleza tiene ausente a su marido. No tienen ni fuerzas suficiente para morir las semillas del cultivo y su muerte se oye como el hilito de sangre que sale de la boca del hombre herido. Rosas solteronas, flores que parecen usadas en la fiesta del olvido, débil olor de tumbas, de hierbas que mueren sobre mármoles inscritos. Ni un solo grito. Ni siquiera la voz de un pájaro o de un niño o el ruido de un bravo asesino con su cuchillo. ¡Qué dieras hoy por tener manchado de sangre el vestido! ¡Qué dieras por encontrar habitado algún nido! ¡Qué dieras porque sembraran en tu carne un hijo! Por fin. Señor de los Ejércitos, he aquí el dolor supremo. He aquí, sin lástimas, sin subterfugios, sin versos, el dolor verdadero. Por fin, Señor, he aquí frente a nosotros el dolor parado en seco. 64
No es un dolor por los heridos ni por los muertos, ni por la sangre derramada ni por la tierra llena de lamentos, ni por las ciudades vacías de casas ni por los campos llenos de huérfanos. Es el dolor entero. No pueden haber lágrimas ni duelo, ni palabras ni recuerdos, pues nada cabe ya dentro del pecho. Todos los ruidos del mundo forman un gran silencio. Todos los hombres del mundo forman un solo espectro. En medio de este dolor, ¡soldado!, queda tu puesto vacío o lleno. Las vidas de los que quedan están con huecos, tienen vacíos completos, como si se hubieran sacado bocados de carne de sus cuerpos. Asómate a este boquete, a éste que tengo en el pecho, para ver cielos e infiernos. Mira mi cabeza hendida por millares de agujeros: a través brilla un sol blanco, a través un astro negro. Toca mi mano, esta mano que ayer sostuvo un acero: puedes pasar, en el aire, a través de ella, tus dedos! He aquí la ausencia del hombre, fuga de carne, de miedo, días, cosas, almas, fuego. Todo se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos. (Tomado de: http://www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/joaquin-pasos-30.pdf )
Joaquín Pasos (Granada, Nicaragua, 1914 – Managua, 1947) Formó parte de un grupo de escritores, junto a José Coronel Urtecho, Luis Alberto Cabrales y Manolo Cuadra, que reaccionó frente a la figura de Rubén Darío, oponiéndose a las tendencias modernistas en nombre de una poesía de carácter popular. En colaboración con José Coronel Urtecho, jefe del grupo, escribió Chinfonía burguesa, pieza cómico-grotesca estrenada en 1939. Publicó sus composiciones poéticas en diversos diarios y revistas, siendo póstumas las colecciones de poemas. Su poesía, de tono melancólico, delata la presencia de las huellas de Julio Herrera y Reissig, Vicente Huidobro, César Vallejo, Pablo Neruda y Federico García Lorca, de cuyo Romancero Gitano procede la serie de poemas reunidos en Misterio indio (1939-1955). Escribió versos de gran belleza, como demuestran Poemas de un joven que no ha amado nunca, Poemas de un joven que no sabe inglés (en inglés), y el mencionado Misterio indio. En 1947 se publicó, póstuma, Breve suma, antología poética de la que se ocupó el mismo Joaquín Pasos. En 1962, Ernesto Cardenal editó la obra completa bajo el título Poemas de un joven. No debemos olvidar el último poema escrito por Pasos, titulado Canto de guerra de las cosas. (Tomado de: http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=pasos-joaquin)
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Para mi suegro: que según me cuentan, no fallaba.
E Maurice Echeverría
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l hombre limpia el arma con un cierto sentido de inmortalidad. Su paciencia es infinita. Lo que más disfruta, mientras realiza esta tarea, es el silencio. Es exactamente como si el silencio se desprendiera de la tarea de limpiar el rifle. Y se posesionara de toda la habitación. En la habitación hay una cama, y nada más. Sobre la cama, las partes del rifle, ahora desarmado. Una a una, el hombre las toma, las pule, las abrillanta, las lustra, les da mantenimiento, las calibra, se asegura de que funcionan. Luego, vuelve a ensamblar el rifle, que ahora es un rifle seguro, un amigo. Y vuelve a desarmarlo. El hombre camina en la calle. Camina con seguridad y una presteza suficientes que sin embargo no llaman la atención. Está pendiente de todo. Del taxi quieto en la esquina; de la señora hablando por teléfono; del mendigo adosado al muro. Nadie sospecha: el hombre es un asesino a sueldo. Cruza la calle, entra al edificio, toma el ascensor. Sale del ascensor, prefiere, por seguridad, subir a pie los tres pisos restantes que lo separan de la terraza, y cuya puerta está cerrada. No hay problema: tiene la llave (no le costó ningún trabajo conseguirla) y en un segundo está afuera, bajo el sol vaporoso de la mañana. ¿Cuántos soles han arrojado su éxtasis sobre esta terraza? El hombre se coloca de inmediato en su puesto. Arma con celeridad y precisión el rifle, lo emplaza sobre el bípode. El rifle de poderoso alcance no tiembla, no susurra, no respira.
La mira telescópica le muestra con cuidado la ventana. Fielmente, todas las mañanas, a la misma hora, la víctima inicia una sesión de entrenamiento: corre en una banda eléctrica. El hombre, el asesino a sueldo, espera. La distancia es una quimera para él, cuyo trabajo es matar la distancia. De ahora en adelante, lo llamaremos el francotirador.
Es infalible: el francotirador. Desde chico quiso serlo. De hecho, mató a su primera víctima a los nueve: una niña. La mató con una piedra. Arrojó la piedra, que fue a dar justo en su frente blanca. Estaban en un bosque. Regresó a su casa con una sensación extravagante —pero absolutamente controlada— de poder. Si hay un blanco, entonces la vida tiene sentido. En lugar de la víctima aparece un niño. Está mirando por la ventana. Mira hacia abajo, mira hacia arriba, mira a un lado, y después, es curioso, mira el punto cabal en donde se encuentra el francotirador. Una sensación desagradable baja por la columna vertebral de este. Por supuesto, el francotirador sabe que únicamente se trata de una ilusión: de hecho, es algo que ya le ha sucedido antes. Parece como si el niño lo observara. Como si estuviera enterado de su presencia. Como si lo hubiese reconocido. Como si lo espiara de vuelta. Pero es sólo una coincidencia. El francotirador procura no pensar en el niño, y entonces recuerda al gordo, al que liquidó la semana pasada: el marido infiel.
cuento
Fue contratado para liquidar a un marido infiel. La señora, muy tranquila, dijo que le pagaría cualquier cosa. El francotirador dio su precio. La señora firmó el cheque. «¿Está segura?», preguntó el francotirador. «Estoy segura», dijo ella. «¿Está segura?», volvió a preguntar el francotirador. «Estoy segura», repitió ella. Lo vigiló durante una semana, al gordo. La misma rutina, día tras día. Luego del trabajo, el gordo se dirigía siempre a la casa de la amante, y la amante lo recibía voluptuosamente. Estaban juntos una hora. Luego el gordo volvía a su hogar: abrazaba a sus hijos, como si nada. Los vio fornicar. Ambos se desnudaban, descuartizándose, mordiéndose con prisa, hachazos, garras.
Lo mejor era matarlo mientras hacían el amor. Ningún morbo, no: era más práctico, en realidad, más fácil, por el ángulo. Justo cuando ella soltó un gemido puro y entregado, el francotirador contuvo la respiración. El gordo se desplomó sobre ella, casi ahogándola, y ella entró de inmediato en una crisis histérica, cubierta de su sangre: la sangre aromática, olorosa del gordo. La semana antepasada, un político. El contratante: un diputado del partido de oposición. El francotirador nunca juzgaba las motivaciones de sus clientes, no reconocía bien o mal en la voluntad de estos: tenían el dinero, y eso bastaba. Lo asesinó cuando estaba en la playa, con su familia. Por la noche. La brisa salada empujaba unas suaves correntadas alrededor del
Es cuando el francotirador, ya desquiciado, decide olvidarse de la víctima y matar directamente al niño, que lo está volviendo loco. Aunque no se nota por las gafas, en la mirada del francotirador hay un conato de desesperación.
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Lo mejor era matarlo mientras hacían el amor. Ningún morbo, no: era más práctico, en realidad, más fácil, por el ángulo. Justo cuando ella soltó un gemido puro y entregado, el francotirador contuvo la respiración. El gordo se desplomó sobre ella, casi ahogándola, y ella entró de inmediato en una crisis histérica, cubierta de su sangre: la sangre aromática, olorosa del gordo.
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inmutable rostro del francotirador. Estaba sereno. ¿Cuántas veces había sentido ese mismo efecto de calma, como si mil libros sabios se hubiesen transmutado en venas, músculos, nervios? Los hijos del político eran pequeños; conjugaban vitalidad y torpeza. La brisa entreabierta empañó el espejo del mar. La esposa del político miraba con beatitud y cansancio a sus críos. El político sostuvo su vaso con ron y hielo y cola. Y de pronto, el viento tenue quedó suspenso y estático en el mismo aire. El perro del político levantó la cabeza. El francotirador manufacturó un orgasmo: un acto demiúrgico: apretó el gatillo. Le hizo saltar los sesos al político. Y todavía mató al perro, un detalle. Hace un mes, le tocó hacer un trabajo más complicado: un carro en movimiento. Pero al francotirador siempre le ha gustado hacer este tipo de trabajos, más complejos. No usó el bípode sino su propia mano como apoyo, esta vez. Así lo quiso. Era sólo cuestión de esperar a que el gran vehículo gris circulara por la calle —oscurecida por el verano brillante— y luego calcular y no fallar, nunca fallar. Y sin embargo falló. Pero luego aconteció un milagro: el milagro de los francotiradores. El primer tiro pasó muy cerca de la oreja del blanco, quien giró bruscamente su automóvil, y en todo ese movimiento errático, se ubicó una vez más —el azar es grandioso— en la mira del francotirador, quien volvió a disparar y esta vez la bala, riendo a carcajadas, le traspasó el pecho blanco. El carro delegó su cuerpo al caos. Las llantas esgrimieron su chirrido como el eco de una virgen desolada. El vidrio se transformó en el acto en un rompecabezas mi-
nucioso. El francotirador no pudo conservar su habitual sangre fría: esta vez, lo inundó una emoción intensa: estaba conmovido. «¡Le di, le di!», se decía a sí mismo, sin poder creérselo. Y ahora está sobre la terraza de otro edificio, esperando a su nueva víctima. Pero no es la víctima quien se ha asomado a la ventana, sino un niño (¿hijo, acaso?, ¿sobrino, tal vez?), y el francotirador ha sentido de nuevo la desagradable sensación de que el niño lo está viendo y está enterado de su presencia, y tal desagradable sensación le desordena la respiración, lo hace sudar. No le gusta para nada esto. Pasan las horas, y la víctima nunca se presenta: el niño continúa al lado de la ventana. El francotirador decide partir, volver al día siguiente. Por la noche, limpia una vez más el arma, con cierto fastidio esta vez, delegando a sus gestos un frenesí, una violencia. Después, duerme. Una pesadilla lo sobrecoge: en harapos, camina en la calle, todos ríen, lo señalan, cae, alguien lo recoge: el niño. Al despertar, la mano le tiembla un poco. Regresa a la terraza: la calle, el edificio, el ascensor… ¿Cuántos soles han arrojado su éxtasis sobre esta terraza? Nadie. No hay nadie en la ventana. El francotirador retira el ojo de la mira un segundo, para acomodarse el rifle, y cuando vuelve a poner el ojo en la mira, allí está —el niño. ¿Qué es esto? Otra vez las horas, y el niño continúa allí. El sol entero enfoca todo su calor en la boina del francotirador, cuya cabeza está caliente, caliente.
El primer tiro pasó muy cerca de la oreja del blanco, quien giró bruscamente su automóvil, y en todo ese movimiento errático, se ubicó una vez más —el azar es grandioso— en la mira del francotirador, quien volvió a disparar y esta vez la bala, riendo a carcajadas, le traspasó el pecho blanco. Gotas enternecidas de sudor le bajan por el rostro. Al día siguiente, lo mismo. El niño en la ventana, pero además, como si nada, está saludando con la mano. El francotirador es absorbido por un terror casi sobrenatural, como si mil serpientes estuviesen bailando de pronto en el interior de su cuerpo, intercaladas, un conglomerado de escalofríos bajo el sol chirriante. Es cuando el francotirador, ya desquiciado, decide olvidarse de la víctima y matar directamente al niño, que lo está volviendo loco. Aunque no se nota por las gafas, en la mirada del francotirador hay un conato de desesperación. La mira apunta directo al cuerpo del niño. El niño cae. El francotirador celebra, exclama nerviosamente. Desarma el rifle; ya ni siquiera le interesa cumplir con el trabajo original, matar a la víctima. Le explicará al contratante que las cosas no han salido bien. O matará al contratante. Qué importa. Lo cómico del caso es que, al día siguiente, nada aparece en los periódicos. Ni en la televisión. Ni en la radio. En ningún lado. El francotirador vuelve a la terraza, consternado, contra todas sus
habituales precauciones. Quiere saber qué ha pasado. La duda lo está comiendo por dentro. Extrae los binoculares, y con estos observa la ventana. ¡El niño! ¡Allí! ¡Otra vez! ¡Junto a la ventana! ¡Saludando! ¡Esta vez no fallará! El francotirador coloca el visor de punto rojo en el rifle, y el punto rojo sobre la frente del niño. El niño sonríe. El niño sigue sonriendo. La cabeza del niño explota: veinte pedazos de cabeza. El francotirador no está satisfecho. No está tranquilo. Loco, baja por el ascensor, cruza la calle, ingresa al otro edificio, se precipita hacia el ascensor, corre al departamento, abre la puerta de una patada, revisa uno a uno todos los cuartos. Llega, por fin, al cuarto de la ventana. En efecto: el cuerpo del niño no está. ¡Qué situación más absurda! El francotirador se acerca a la ventana, mecánicamente. Mira lo que hay del otro lado. Uno, dos, cinco minutos guarda silencio. Hasta que adivina. Como hipnotizado, levanta la mano, saluda. Es cuando un punto rojo se dibuja en su frente. El francotirador sabe, acepta lo que está sucediendo. Cae derribado por el impacto cabal, justo, estricto, metódico, puntual, del proyectil.
Maurice Echeverría (Guatemala, 1976) Ha publicado los libros de cuentos Sala de espera (2001) y Por lo menos (2013), así como los poemarios Encierro y divagación en tres espacios y un anexo (2001) y Los falsos millonarios (2010). Ganó el XI Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón 2016. Es también autor de la nouvelle Labios (2003) y la novela Diccionario Esotérico (2006 - Premio Mario Monteforte Toledo). Maurice Echeverría ha colaborado en medios locales como Siglo XXI, El Periódico o Plaza Pública. Desde el 2002 mantiene la columna ‘Buscando a Syd’, en el diario El Periódico.
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El páramo de anteayer entre Marx y un sabueso de La Habana Humberto Montero
«D
espués se fue al extranjero, donde también hay seres humanos, y seguramente volvió a usar anteojos, porque allá se cortó la yugular con una hoja de gillette en una pieza del hotel, vencido por el infinito, por el espacio, tal como lo había previsto».
El punto de los caracteres es más pequeño. Una tipografía menor a la del cuerpo mayor. Diferente. Es una cita dentro de una novela, y, como tal, un dato informativo, verdadero, quizás.
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—Oye, men, deberías tomarte unas vacaciones. Creo que ya es tiempo para viajar, Conde —le recomienda Yoyi el Palomo con el tono del que conoce de pausas de verano—. Yo te hago un adelanto de la venta de los cinco incunables y listo, men, a viajar por el mundo…, bueno, a un sitio tropical hasta donde alcance el dinero, coño… Por una semana, Conde, y ya… Renovado después de tanta mierda que te echas en el cuerpo y
en la cabeza. Sobre todo ese mofuco rompe-hígado que le compras a Blakamán y al Vikingo. Mira, Conde. Hasta yo me encargo de tu sato callejero para que te decidas de una buena vez. «¿Un sitio equinoccial?», piensa el expolicía, el ahora vendedor de libros viejos, el mañana parásito de lo que se oficie por venir. ¿Decisiones de Padura o imposiciones de Mario Conde como autónomo en el texto? Supongamos que durante un tiempo libre, tiempo como para vacacionar por unos días, Mario Conde se encontrara enquistado en el organismo de su casa, dando de comer al Rufino de la redonda pecera, cuando se acuerda, o abriendo la puerta, si es que siente el golpeteo, a su perro runa, al sato que decide cuándo entra y cuándo sale del tugurio de su dueño, y, por el resto del tiempo, bebiendo trago hasta agotar las últimas reservas. El Conde, abotagado por el exceso de hambre adobada con el alcolifán de la laya de licor de los Conejos y Canditos,
ensayo que aún destilan en los alambiques bañados con la soldadura de bajo punto de fusión —la que sí permite la materia chatarreada por los años de intemperie—, pasa botado en la cama. Echado a la bartola y, cuando algo le funciona la cabeza, descifrando el diagrama intelectual y coloquial de Entre Marx y una mujer desnuda. Y es que en esos días —en nuestro escenario de suposición—, traquetea el sobrenombre del Fakir en su cabeza; ese nombre aparecido entre una mujer en cuera y el intelecto indescifrable de Karl Marx y envuelto en una trama de equinoccio. Es una novela que la lee en un punto sin retorno. Escogida a la fuerza por sobre el deseo de repetir y releer al ubicuo de Salinger, al que no lo ha logrado bajar de su pedestal. Una lectura casi impuesta en contra del rigor de la obsesión. Más claro, un regalo del flaco Carlos, su amigo de parálisis humana, que ha invertido en un boleto de escape del mundo autodestructivo en el que vive su hermano de La Víbora, que también fue alcanzado por el balazo en Angola, el que postró al flaco —ahora una masa adiposa— en esa silla de ruedas que no rueda para nada. ¿Cómo va a decirle que no a su amigo del alma? Le tocó leer y punto. Y además que podría ser útil para obligarle una pausa a la guardianía entre el centeno y La Habana y sacarlo del cenagal enfangado de esas calles agresivas. Es que el flaco Carlos apuesta en la idea de Yoyi el Palomo ( Jorge Reutilio Casamayor Riquelmes), el socio del Conde en la compra y venta de los libros viejos, de gozar de unas vacaciones pagadas por una semana lejos de la isla, en tierra firme, en el grado cero del planeta. «We always had the same meal on Saturday nights at Pencey. It was supposed to be a big deal, because they gave you steak…».
Que por cada noche de sábado cenaban lo mismo, en el mismo lugar. Como lo hacía el Conde después de una rigurosa elección de qué leer, de qué escuchar. Y al final sonaba Salinger, de nuevo, y la lectura era de Creedence, otra vez, y es que, a esas alturas de elecciones, qué más daba si el uno sonaba con el burbujeo sibilante de un pez plátano y el otro se leía como nacido en el pantano. El canto adolescente de Holden Caulfield y la dicción de tarro de John Fogerty eran los ecos favoritos de Mario Conde que se reflejaban desde ese obstáculo bloqueador, un poquito más al norte de su tierra rodeada por todos los lados de agua y con goteras en el cielo. «…había que ver el tal filete. Un pedazo de suela seca y dura que no había por dónde meterle mano (…) que a los pobres lo mismo les daba (…) que se zampaban lo que les echaran».
Suena J.D. Salinger. El Conde lo escucha de memoria. «¿No es escuálido y conmovedor?». «“Born on the Bayou” era vagamente como “Porterville”, acerca de una infancia mítica y un tiempo lleno de calor, el cuatro de julio. Lo compuse en el pantano donde, por supuesto, nunca había vivido…». Se escucha la voz Fogerty en Finding Fogerty. And I can remember the fourth of July Runnin’ through the backwood, bare And I can still hear my old hound dog barkin’ Chasin’ down a hoodoo there Chasin’ down a hoodoo there Born on the bayou Born on the bayou Born on the bayou
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John Fogerty: voz y guitarra principal de Creedence Clearwater Revival. El Conde lo repasa de memoria. Y que no le digan que canta como un negro, pues para el Conde, él canta como Dios. Haciéndolo nacer en el tremedal cincuentero de La Habana, entre la neblina del ayer, Leonardo Padura ha definido las coordenadas de un símbolo de generación: Mario Conde, el cubano que se empecina en no ser lo que bien podría ser: un escritor dentro de la Isla que siempre habla en cubano, y aun siempre, con ese algo de más que hace temblar a los vecinos. El de Adoum es un libro sin censura previa, permisible de leer con la venia del sistema reglado por el bien de la doctrina. Inocuo, y, si se quiere, fácil de seguir si es que uno no se pierde entre los espacios, las pausas y los silencios diagramados. ¿Qué tipo de daño le puede hacer a Mario Conde el regalo de su amigo?: ninguno para que lo señale la censura; muchos, e irreversibles todos, para la persona si se dejara absorber en los tres niveles de lectura que definen a un prospecto de escritor de novelas y descriptor de personajes (Gálvez el tal vez antipersonaje de novela, como lo quisiera ser Mario Conde: personaje y narrador en uno solo). La novela del ecuatoriano es un clásico literario para los amigos de intelecto y principios revolucionarios, en teoría, presente en las repisas autorizadas de libros en La Habana, aunque en la práctica es un dédalo, un auténtico laberinto como el Barrio Chino de La Habana Vieja, en el que se enreda la cola de la serpiente entre el sistema de terrazas en el que se conspira vigilando siempre hacia abajo, por si acaso. Y en ese libro, en esa cita en la que el Conde había metido a funcionar los viejos mecanismos oxidados de su cerebro, saltaba la misma pregunta que se había he-
cho cuando el caso de Violeta del Río apareció frente a él como una epifanía: «¿Qué coño tienes que ver tú con esa historia de hace cincuenta años? ¿Qué te importa si se mató o si la mataron, si ya nunca vas a poder saber la verdad?». Y eso era lo que ocurría con la epifanía del Fakir. «Pero el Conde no decidió que había llegado el momento de reprimir su curiosidad, de olvidarse de sus presentimientos y cerrar el libro de aquella historia definitivamente ajena». Era otro de los casos de intuición, como los de quita novias con pasados perfectos, profesoras de cuaresma que duermen entre niños y amanecen orinadas, y entre máscaras de gente y máscaras de cuadros que perdieron patrimonios de otoño y se enfriaron con la idea de la nieve que no cae sobre el suelo insular. Como los casos de la Isla que el Conde resolvió gracias a la persistencia de la necedad. Aplicado en la intuición de un sabueso de la calle y en el hueso. Tal como Basura I (perro runa en el mestizaje verbal de los Andes de equinoccio; sato, en la palabra caribeña) dio con él —el método del subsistente—; tal como Basura II —el método del persistente— logró transmigrar en el pelaje tiñoso del primero, en su carne consumida por derecho de prerrogativa animal. Así, como perro callejero, Mario Conde era capaz de alterar sus nervios y poner su cerebro a funcionar a una velocidad vertiginosa. «El perro, agradecido por la caricia, lamió a conciencia la mano de su dueño. Era una vieja costumbre aceptada por el Conde desde la tarde de huracán durante la cual él y Basura (¿El I, el II? ¿Los dos?) se encontraron en la calle y concretaron su amor a primera vista, y él decidió llevarlo a su casa. Tal y como habían dispuesto, de mutuo y feliz acuerdo, el Conde haría desde ese día el papel de
dueño, alimentaría a Basura siempre que fuera posible y lo bañaría cuando ya fuera inevitable (estaban ahora al borde de un momento así), mientras el perro ponía en la relación cariño y agradecimiento, pero no sus cuotas de libertad heredadas en sus genes de sato callejero».
¿Los genes del perro runa? «Parecía no necesitar de alimento: jamás le aceptó a ninguno de nosotros una invitación a comer: “Es un acto primitivo, como defecar, decía, que no se puede hacer en público”, y cuando después de haber bebido toda la noche juntábamos nuestro último dinero para resucitar al día con el caldo de patas espeso y grasiento, él decía: “No, gracias, prefiero introvertirme un aguardiente” y repetía la palabra AUM varias veces, entregándose a largas inspiraciones del aire ralo, fétido de trago, vómito y orina. Y, sin embargo, era el más sano de nosotros». ¡Así era el Fakir! ¿Y cómo es Mario Conde? Por cada obra Leonardo Padura presenta a Mario Conde con su currículo de trabajo y de vida para describirlo al lector como si este lo conociera por primera vez: «Una hora y media después, con los poros desbordados de sudor, aquel mismo Mario Conde recorría las calles del Cerro anunciando a voz en cuello, como un tratante medieval, su desesperado propósito: »—¡Compro libros viejos! ¡Arriba, a vender tus libros viejos! »Desde que dejó la policía, casi veinte años atrás, y, como tabla de salvación, entró en la muy delicada pero por entonces todavía jugosa actividad de la compra y venta de libros de segunda mano (…)».
El texto anterior describe a Mario Conde en La Habana, 2007: el personaje presentado en Herejes, en su cotidianidad. El siguiente, en La Habana, 2018, la última aparición del protagonista, hasta el momento, en La transparencia del tiempo: Conde coronado en su pasión: «El gran premio de su vida erótica, sexual y sobre todo de consumo estético con los cinco sentidos le había llegado con la posibilidad de amar a Tamara, la muchacha más bella del pre de La Víbora. La misma Tamara que, cuando eran muy jóvenes, compañeros de estudio y él se babeaba solo con verla, solía mirarlo como si fuese un insecto poco interesante. Años después, cuando recuperó el contacto con ella, nada más y nada menos que por haber recibido la misión policial de hallar a su marido, esfumado el último día de 1988 (el hijo de la grandísima puta de Rafael Morín, oportunista y corrupto), y coronó la faena acostándose con ella, Conde entró en una fase diferente de su existencia: la de no creerse lo que tenía y absorbía, la de preguntarse una y otra vez cómo era posible que aquel animal magnífico pudiera sentir alguna atracción por un desastre como él. Al cabo de otros muchos años, la relación con la mujer se había asentado tanto que no consideraron necesario formalizarla de manera legal, pues se sintieron satisfechos viviendo en una especie de noviazgo eterno, un estado humano complementario y más complaciente por no llevar las cargas de una convivencia desgastante. Aun así, Mario Conde todavía miraba a Tamara, en noches como esa, y se preguntaba: ¿será verdad? (…)».
Y entre presentación y trama y texto y desenlace, el Conde se significa en el código del lector que hace del icono un índice de comprensión hasta llegar al equivalente simbólico que ha codificado Padura
¿A quién le importa un muerto del pasado? ¿Causas prescritas que ya no tienen un sitio en las cortes? ¿Quién puede aceptar un caso interfecto y enterrado que no ha presentado solución, sino tierra sobre tierra?
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en todos estos años, investigando a pata, husmeando con el olfato de un sato, recorriendo Cuba de punta a punta, y desembarcando en Miami, en Ciudad de México, en Barcelona, en Ámsterdam, y, en otros puntos del orbe en que se desbarra el personaje o en los que se pueda desbarrancar el Conde o su espectro entre las líneas. ¿Y por qué no en Ecuador? Por supuesto que ya lo ha hecho a través de la vía del lector, porque los lectores equinocciales tenemos la capacidad de absorber al personaje y revestirlo de nuestros atavíos, para así comprenderlo, para así visualizarlo en la cotidianidad, por las calles de ciudad, las nuestras, o por esos senderos de altiplano en los que en flota tal o cual se viaja zangoloteando hacia la costa o hacia la selva amazónica, y hasta volando hacia las ínsulas volcánicas cuando hay el presupuesto para un viaje de ensoñación por las Galápagos. Es el ejercicio semiótico que propone un texto cuando incita los índices de una cultura visual arraigada desde la latitud cero de la Tierra, en donde los perros no son satos como Basura I y Basura II, sino runas, y basureados, por supuesto, pues qué peor que ser un hijo de perra, o mentar la perra vida a la madre: allku en kichwa unificado: ‘asco’ como una marca semántica del perro runa de la calle. Mario Conde es un significante que suena y que se deja ver en las páginas de Padura, incluso en las que su halo es perseverante sin ser mentado como activo en las palabras. Pasivo en El hombre que amaba a los perros, con el piolet en la mano como lápiz para apuntar las tildes de la trama entre tiempos, escenarios y discursos. Envuelto en el aire de ventura de paisajes tormentosos, los del Niágara, los de México, los de Santiago de Cuba, Matanzas, La Habana, en la historia de su vida que no fue escrita sino anticipada
en los versos de José María Heredia; tal como si ahora quisiera ser Paul Auster: una suerte de talidad de ser activo en un retorno a la Ítaca de La Habana anterior a los tres tristes tigres que rodaban en el carro por todo el malecón. Necesario, imprescindible si Padura lo quisiera envolver en las sinrazones del Fakir en Venezuela, introvertido en aguardiente, pronunciando AUM ante el espejo. La neblina del ayer, de Padura, bien puede ser el aguacero de anteayer para nosotros cuando encontramos esa nota alusiva a César Dávila Andrade incrustada en el texto de Adoum, que nos novela como hijos de una generación revolucionada. Impresa por más revoluciones de las tolerables en un cuerpo nacional que gira siempre hacia atrás, con el prólogo inscrito más allá de la mitad de la novela, entre paréntesis que enlazan y desenlazan, muchas anotaciones en los bordes, en el medio de los párrafos, y elípticas deshuesadas que dejan las carachas vivas después de escoriar en todo el texto. Joaquín Gallegos Lara apuntado por Jorge Enrique Adoum y apuntado, este, por el bichito de la escritura de nuestro tiempo: el de los muchos escritores que eligieron escribir desde la equinoccial y sus alrededores hasta desandar a horcajadas sin apartarse de la línea cero, es el modelo que entreteje en la estera del tipo otavaleña, de afuera hacia adentro, para luego echarla al piso y cubrir la tierra de sintaxis nacional. Así escogió Padura su sintaxis, sin separarse de Mantilla, dentro de su estanque, en el que recoge el agua con los fines utilitarios de la literatura para proveer de riego y criar peces plátano o quizás ornamentales, los siempre suyos que se engendran endémicos en Cuba a ritmo de un bolero: …Seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer
cuando me llegues a olvidar, como es mejor el verso aquel que no podemos recordar:
…,ritmo converso que los ecuatorianos lo recreamos como si fuera un puñal:
Mi vida es cual hoja seca que va rodando en el mundo que va rodando en el mundo; no tiene ningún consuelo no tiene ningún halago, por eso cuando me quejo mi alma padece cantando, mi alma se alegra llorando. Entonces reconocemos a Mario Conde ya no como el policía de La Habana, sino como el chapa de Quito, el chapa de la sierra que anda (o desanda) por todo el territorio ecuatoriano forjando sus pesquisas a ritmo de yaraví. Esta es la propuesta de entrar en la semiosfera de Padura (la esfera de significación del autor), descontextualizando al personaje de La Habana y pensándolo con el código de nuestras coordenadas. Es decir, absorbiendo de ese código los significados del autor para revestirlos de los significantes del lector; una suerte de volver a significar los contenidos en base a un sustrato enciclopédico de lo nuestro. A partir de esa manipulación semiótica para tornar paisano a Mario Conde (¿Mario Quinde?), como naturalizándolo por un momento recortado en el tiempo, un momento de
César Dávila Andrade
sincronía en el lenguaje, podremos comprenderlo en el diferencial lingüístico de la comparación. Mario Conde ha trincado en esta vida (chupado), lingotazo tras lingotazo (guaro tras guaro), el ron más maldito que se pudiera uno imaginar, aunque imaginable en nuestra proporción de puntas malditas —el mismo adjetivo perverso— provenientes de un caldo de gallina azulado, hecho a la medida de la necesidad y con la pata de chancho macerada hasta lo último de la médula, si el acaso. El caldo que deja ciego a los poetas (la cita es alusiva al que quiebra en la palabra: …mujer pariendo mi hijo, le torcí los brazos. / Ella, dulce ya de tanto aborto, dijo: / «Quiebra maqui de guagua; / quiebra pescuezo de guagua; / no quiero que sirva / que sirva
de mitayo a viracochas». / Quebré.). Y es que ahora, en el supuesto, el Conde (Quinde) ve visiones cuando está del otro lado (pluto) y despierta sin salir de ellas después de la curda (cuando está chuchaqui). Se toma un par de duralginas (Cafergot o Migra Dorixina o Aspirina Advanced con un trago de Coca Cola) para golpear a la jaqueca con el último taco de ron que quedó en la botella, si no, no vale. —Tiene que haber algo más. —El Conde se tocó debajo de la tetilla izquierda, (Quinde se palpó el lluqui ñuñu) metiendo los dedos hacia el dolor del presentimiento—. Tenía que buscar hasta que apareciera algo. El expolicía (el exchapa), en su estado de alucinación, vislumbró en el recuerdo que atropelló como
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neblina en su imaginación, la del ayer, el mensaje oculto de aquella hoja que esperaba entre las páginas 561 y 562 dentro de un libro antiguo de cocina que había adquirido a un militar retirado, un hombre que se amarillaba como la biblioteca en esa casa del Vedado. Era una hoja de papel periódico doblada por la mitad. Una hoja de la Vanidades de mayo de 1960. El Conde (El Quinde) recordó que la cara visible de esa página hacía la propaganda de unas lavadoras automáticas de la General Electric a la venta en Sears, y que en ese instante su instinto palpitó debajo de la tetilla (una punzada debajo del chucho) de las premoniciones. El papel guardaba otro mensaje más sustancioso. Y fue que, cuando lo abrió y cruzó la mirada con los ojos oscuros de la fotografiada, comprendió que todo eso era: «El adiós de Violeta del Río». Ese recuerdo de un asunto ya pasado se replicó en los tres renglones del final de esa inmensa cita de más de una página que abría otra avenida en el dédalo de Entre Marx y una mujer desnuda. Una cita que comenzaba en la página 99 y, atravesando los caracteres mayores de la novela, cruzaba cuatro páginas para terminar, tal como lo había previsto el autor (¿Adoum?, ¿Dávila Andrade?) en la página 102.
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«(…). Le conseguimos un empleo público. “Lo único que tiene que hacer es presentarse a firmar el registro de entrada y salida y que se pase el día escribiendo versos si quiere”, había dicho el Ministro, “lo cual habría sido como fabricar ganzúas en la cárcel”, dijo Gálvez, pero el Fakir lo rechazó diciendo que no podía desatender sus otros asuntos: tal vez por eso era el más libre. Solía sacar a pasear por la tarde a sus demonios. »(…). El alcohol, más eficaz y nocivo que la poesía, lo iba liberando de sí mismo, de nosotros y de los otros.
Olía ya a guarapo, pedía dinero y nadie podía negárselo: ¿no era su embriaguez una lucha desesperada contra la realidad que le resultaba pequeña? »(…). Después se fue al extranjero, donde también hay seres humanos, y seguramente volvió a usar anteojos, porque allá se cortó la yugular con una hoja de gillette en una pieza del hotel, vencido por el infinito, por el espacio, tal como lo había previsto».
«¿Quién era el tal Fakir que se parecía tanto a él?», se cuestionaba el Conde durante el sueño buscando la respuesta que solo podía brotar desde la equinoccial. Cuando el viejo expolicía, ahora vendedor de libros viejos y posible vacacionista en Ecuador, despertó, ya no podía dejar de pensar en qué fue lo que vio el poeta reflejado en el espejo antes de cortarse la yugular. Así funciona la intuición premonitoria del personaje simbólico de Padura, del personaje que marca la iconicidad de su autor, y que provoca que muchos de los lectores — me incluyo— veamos al Conde en el cuerpo e intelecto de su escritor. En la esfera de la significación de Leonardo Padura, inscrito en el centro de esa semiosfera, está el cubano que relata hechos que discurren en la cotidianidad de este personaje cardinal. Crímenes imposibles, casos sin resolver al pie de la verdad, son fabulados por Padura y, al novelarlos, dedicados a Lucía como un emblema de edición que es epígrafe obligado como punto de partida en cada trama. ¿Y si en esta ocasión le dedica a ella un viaje al Ecuador pasando un vistazo histórico por Venezuela en donde levita el recuerdo del Fakir? Cuando Padura echa un vistazo a los anales y edifica una narración de acontecimientos sucedidos suele dar una respuesta mórbida que ataca como un virus a la Historia sembrando suspicacias en las cuen-
tas del pasado. En las de Trotski, Frank Jackson, Jacques Mornard, Ramón Mercader, y las del hombre que paseaba a los perros en la playa de Santa María del Mar. En las de José María Heredia, Domingo del Monte, Félix Varela y los hijos de masones de masones de Cuba entramados en cuentos de masones. En las cuentas de Rembrandt y sus aprendices judíos y herejes, y en las del mismísimo Ernest Hemingway que dejaba en la quinta La Vigía un adiós con muerto incluido:
Los casos que le pueden interesar a Mario Conde son solo de ese tipo, los que en un principio interesan solo al muerto (si es que no ha sido bautizado en un baptisterio autorizado), y luego al escritor frustrado que busca una historia...
«…y con las raíces del árbol habían salido a la luz los primeros huesos de lo que los peritos identificaron como un hombre, caucásico, de unos sesenta años, con principio de artrosis y una vieja fractura de la rótula mal soldada, muerto entre 1957 y 1960 a causa de dos disparos: uno de los impactos lo había recibido en el pecho, presumiblemente por el costado derecho, y, además de atravesarle varios órganos vitales, le había partido el esternón y la columna vertebral. El otro parecía haberle penetrado por el abdomen, pues le fracturó una costilla de la región dorsal. Dos disparos ejecutados por un arma al parecer potente, sin duda a corta distancia, los cuales provocaron la muerte de aquel hombre que, por el momento, sólo era una bolsa llena de huesos carcomidos».
—le preguntó Manolo y lo miró complacido y fijamente. Entonces su ojo derecho bizqueó hacia el tabique nasal—. Porque un hijo de puta siempre será un hijo de puta, por más que se confiese y hasta vaya a la iglesia. Y un jodido tipo que fue policía es policía para siempre. Por eso, Conde.
¿A quién le importa un muerto del pasado? ¿Causas prescritas que ya no tienen un sitio en las cortes? ¿Quién puede aceptar un caso interfecto y enterrado que no ha presentado solución, sino tierra sobre tierra? La respuesta la da el teniente Manuel Palacios, el antiguo subalterno del Conde en la Jefatura de investigaciones de la policía de La Habana, cuando el Conde acepta meter la nariz de sabueso sato en un muerto de Hemingway. —¿Sabes por qué dijiste que sí?
Los casos que le pueden interesar a Mario Conde son solo de ese tipo, los que en un principio interesan solo al muerto (si es que no ha sido bautizado en un baptisterio autorizado), y luego al escritor frustrado que busca una historia, y quizás luego a los Hemingway, Trotski, Rembrandt, Heredia, Matisse; pero después de contar una novela, y al final, y sin el luego, a todos los lectores atribulados con las intuiciones resolutivas del indagador significado por Padura. ¿¡Qué tal si mete la nariz de perro runa en el último muerto de César Dávila Andrade!? Solo inmerso en una novela podría verse el rostro aparecido en el espejo antes del degüello, y quizás Mario Conde (Mario Quinde) sería el indicado para imbuirse por las calles de Caracas para dar con el hotel donde habría estado el espejo testigo del último reflejo del Fakir. Y, a través de esas rebuscas caraqueñas, tomar boleto al Ecuador (regresar al Ecuador) para dar
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Así podríamos pensar a Padura experimentando en la piel de Mario Conde, envuelto y anudado en el laberinto de Jorge Enrique Adoum, en busca de la huella de un degüello; de un sinsonte mezclado con un quinde en el pupo del planeta.
con el nacimiento de esa muerte en Cuenca, y las deambulaciones místicas de esa muerte en Quito. Tal como lo hizo con Violeta del Río muerta en La Habana, escuchando una y otra vez la misma cara del sencillo en el viejo tocadiscos RCA Victor del modelo de maleta del flaco Carlos, con el Vete de mí a 45 revoluciones por minuto. Así lo haría, leyendo y releyendo el Boletín y elegía de las mitas con el mismo sonsonete de Puñales, el yaraví en contrapunto al poema del que cercenó su voz con la gillete.
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«Y Mario Conde sintió cómo se soltaban sus amarras y lo abandonaba la fuerza capaz de sostenerlo en pie. Pensó: voy a llorar, coño. Supo que estaba llorando cuando Tamara le acarició el rostro y percibió la humedad resbaladiza por la que corrían los dedos de esa mujer, su mujer. »—Estoy aquí —dijo ella—. Siempre voy a estar aquí. Ese es mi premio y mi condena… »Él la miró, agradecido de su presencia y de su existencia, y cuando levantó los ojos hacia la ventana, vio una luna rotunda, capaz de romper la oscuridad e iluminar un cielo ahora resplandeciente, donde quizás Violeta del Río le estuviera cantando a Dios, por los siglos de los siglos, un imposible bolero con un final feliz».
En esos viajes imposibles de Padura, uno acompaña a Mario Conde en la simultaneidad del personaje. Lo seguimos, tratando de anticiparnos a la intuición del detective al que le palpita la sagacidad de otro mundo. Como lo dice Yoyi el Palomo: «…Tú eres el personaje más loco y más comemierda que conozco, pero me gusta andar contigo. ¿Sabes qué, men? Tú eres el único tipo legal con quien trato en este y en todos mis negocios. Eres como un cabrón marciano. Como si fueras de mentira, vaya».
¿Saben algo, lectores de Casapalabras?, les cuento lo que una tía me contó. Ella ya bordea los ochenta años y conoció al Fakir porque él solía parrandear con su hermano mayor —mi tío, para evitar confusiones de sentido—. Que una vez el Fakir estaba descansando en la casa de mis abuelos después de alguna borrachera en alguna hueca de la Marín. Que ella abrió la puerta de la habitación y vio al personaje levitando sobre la cama de mi tío. Del susto aparente, ella la cerró y salió disparada con el estremecimiento atragantado. Ya está. El tipo no era de la Tierra y, cada vez que visitaba el planeta, que ponía un pie sobre este sue-
lo, se maravillaba de la capacidad que tenía el mundo para derivar en poesía. Cuenta la primera persona de Entre la ideología y una mujer que se levantará desnuda y mientras camine le ocultarán las nalgas con las manos que: «Un día le regalamos entre todos un par de anteojos y le hicimos daño: comenzó a descubrir la realidad, primero con asombro, luego con una desazón de astrólogo convertido en agrimensor. “El mundo ha sabido ser lindo”, dijo».
Y en algún momento le explicó al novelista en primera persona la otra poesía que solo el personaje de la nota lo entendió. «Lo encontré lastimado, quizás a causa de una caída o un golpe de quién sabe qué noche, la sangre seca sobre la excamisa de Gálvez, tambaleando, presionándose de nuevo el cristalino. “¿Y los lentes, Fakir, los empeñaste para beber, no es cierto?”. “Sí, hermanito, cierto es”. “Pero tú dijiste que el mundo era lindo”. “Sí, dijo, pero el ser humano es feo”».
También en las obras de Padura no hay satisfacción indescriptible en el final, la inefable que no se explica con palabras, sino la del caso que presenta la definición de quiénes y de cuáles fueron los autores de esto y de aquello. De las muertes y los muertos y las muertas. De los todos entramados en el título de cada obra: Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras, Paisaje de otoño, La cola de la serpiente, La novela de mi vida, Adiós Hemingway, El hombre que amaba a los perros, Herejes…, y que todos suman detrás de La neblina del ayer, del páramo de anteayer para los que, necios, reedificamos los significantes de Padura con los medios de nuestra cultura intelectual. Que no es la literaria, sino la del cada día a día que sorprende.
—Como bien se dice, yo soy un comemierda vestido de paisano. Antes fui policía, aunque no menos comemierda. Y ahora trato de ser escritor, aunque no dejo de ser el mismo comemierda y me gano la vida vendiendo libros viejos… (Cuando, obligado por Gálvez, el Fakir se resignó a ir al hospital por una inflamación de la pleura que venía tratándose desde hacía algunas semanas con quemados de aguardiente, uno de los empleados, al inscribirlo, le preguntó su profesión. «Poeta», dijo naturalmente orgullosamente porque esa fue su única ocupación en la Tierra. «No es eso lo que le pregunto —dijo el empleado—, sino en qué trabaja». «En la poesía», dijo el Fakir. Otro empleado, el inteligente, dijo a su colega: «Pon periodista nomás […]» ).
En el estructuralismo semiótico de Leonardo Padura bien podría caber el signo de un ecuatoriano hipocodificado (es decir, que ha extraviado el código) porque él se encargó de superar la convención de su propia muerte (hipercodificó el significante del degüello) y de entramar toda una historia que aparece enlazada entre Marx y una mujer desnuda, como paradigma, por ejemplo, sin la intención de la fábula por la fábula, sino haciendo exégesis (interpretación a cuatro bandas: literal, alegórica, moral y anagógica) de una nueva historia que seguiría el curso atribulado desde la isla de Cuba hasta la equinoccial de Ecuador con una imagen levitando sin tocar tierra. Así podríamos pensar a Padura experimentando en la piel de Mario Conde, envuelto y anudado en el laberinto de Jorge Enrique Adoum, en busca de la huella de un degüello; de un sinsonte mezclado con un quinde en el pupo del planeta.
Humberto Montero (Quito, 1970) Académico y escritor, desarrolla su obra en los campos de la literatura, la semiótica, la cosmovisión precolombina, el arte contemporáneo, la fotografía, la música y el diseño gráfico. Ha publicado diversas obras tales como: El estro de Judas (2002), Designación gráfica corporativa (2006), La rockola en el Ecuador (2007) y Semiótica y branding (2009). A más de su obra editada, tiene publicado en la web el portal www.humbertomontero.com con su trabajo intelectual y dos portales más con su obra fotográfica, multimedia y musical: www.ecuadorhdr.com y www. qpqweb.com
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Juan Carlos Terán
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ue una noche angustiosa, extraña por decir lo menos. Despertó más de cinco veces, alterado y con el rostro perlado por sudores fríos. Curiosamente, al volverse a dormir, el espejo seguía siendo el objeto invariable del sueño, o mejor dicho, de los sueños. La alarma del reloj de mesa sonó a la hora de siempre, aunque por la pésima noche que acababa de terminar pareció sonar más temprano que de costumbre. Despertó con la firme decisión de que hoy sería la última vez que vería su rostro reflejado en el espejo; ese viejo espejo que encaramado en aquella impresionante moldura barroca que algún día fue dorada, ha vigilado a cuatro generaciones de los Moreno y ahora cuelga en su habitación junto al retrato de Noemí, la inolvidable Noemí. De un brinco dejó la cama y se colocó justamente frente al espejo, su rostro se reflejó patético en el cristal evidenciando una noche llena de sobresaltos, a tal punto que le resultó difícil discernir si seguía soñando con el espejo o si finalmente había despertado. Mario Alfaro siempre supo que acabaría por aceptar el pedido de donación realizado en repetidas ocasiones por las autoridades del Museo Metropolitano; a fin de cuentas, el espejo es una pieza del siglo XVIII y consta en los registros patrimoniales de la ciudad; además, de alguna manera, fue una promesa hecha a su padre en el lecho de muerte. Siempre será
mejor que sea exhibido en uno de esos largos corredores del Museo, pensó reafirmándose en la decisión de donarlo, mientras sus dedos recorrían despacio la peculiar geografía de su rostro, fundiendo reflejo y mirada en un ejercicio único, cada vez distinto, siempre diferente. Es que cada mañana es otra cosa, sólo las mañanas, porque el rostro que tenemos al volver del sueño es el verdadero. A medida que avanza el día vamos dejando de ser, hasta confundirnos en esa bruma de tedios que irremediablemente nos absorbe. Pensando estaba en eso Mario Alfaro cuando descubrió que su comisura derecha se mostraba mucho más marcada que otros días. Sensiblemente afectado desvió su mirada hacia el retrato de Noemí, como buscando ayuda, como queriendo salvarse de una muerte súbita, pero fue peor, la mirada de Noemí era la suya: esos párpados ligeramente violáceos que tardaron en delatar sus dolencias, eran los mismos de Mario. La comisura hendida de Noemí que insinuaba en ella el límite entre lo sensual y lo sublime, empezaba a repetirse en Mario, sólo que en él revelaba la inconmensurable soledad en la que fue sumiéndose desde su muerte. Giró en ciento ochenta grados, reflejándose en el espejo su nuca medio calva, atravesada por unos pocos y casi imperceptibles rayos plateados. Se llevó las manos al
rostro con una violencia inusitada, como queriendo arrancarse la cara de raíz. Aun así, su mirada seguiría allí, igual que el nacarado brillo de su dentadura, intacta, casi perfecta, como la de ella. ¿Cómo evitar que desaparezca ese aire de desadaptado optimista que se expresa en la inquietante angulosidad de sus pómulos? Característica que no siempre armoniza con la curva de su arco superciliar o la inamovible fijeza de su mentón, cuadrado, como el maldito espejo que ahora mismo parecía reírse en su cara de esta extraña paradoja inevitablemente trágica: En vida, Mario Alfaro estaba siendo encarnado por Noemí, muerta hacía apenas unos meses. Haber llegado a esa macabra conclusión, a esa sentencia absurda, provocó en Mario Alfaro un sudor inusual. Tenía que controlarse, si no lo hacía podía empezar a hiperventilar corriendo el riesgo de repetir la crisis de ansiedad que casi le llevó a un paro cardiopulmonar el día previo a la defensa de su tesis doctoral. La condena estaba clara, pero no las causas. ¿Puede una forma de amar ser tan fuerte, tan obsesiva y trágica, como para llevar a una persona a un fin como el que Mario Alfaro estaba sufriendo en ese mismo instante? No lo podía creer, pero estaba ocurriendo. ¿Cómo se reconocería a sí mismo si Noemí ocupaba cada vez más lugar en él? ¿Qué perduraría de su ser? Terrible pregunta para la que no quiso respuesta alguna. La muerte, la súbita oscuridad de la muerte llegó de golpe a su mente como el final perfecto para este drama intenso. Sin pensarlo dos veces abrió uno de los pequeños cajones del bargueño que reposa justamente bajo el espejo, encima de una consola de laurel. Sacó nervioso un afilado estilete en el que se reflejó un rayo de sol mañanero que como un dardo de luz atravesó el cristal de la ventana. Antes de cercenar su
relato
Juan Carlos Terán Guerra (1956, Quito – Ecuador)
cuello, Mario Alfaro, inducido por ese inevitable estado de extravío por el que, al parecer, atraviesan los suicidas, se abalanzó sobre el retrato de Noemí y en pocos segundos dejó el lienzo hecho flecos. Como por instinto giró violentamente y de un salto se colocó una vez más frente al espejo, entonces, Mario Alfaro se vio desfigurado por completo. Fue una visión espectral que terminó de enloquecerlo. Como un ciego, asustado hasta el horror, caminó por la habitación tumbando los objetos que se encontraban a su paso. Se detuvo frente al librero y lo palpó desesperadamente hasta dar con el reloj de arena que Noemí le regaló cuando se licenció en leyes, una bella pieza hecha de mármol, bronce y fino cristal. Tomó el pesado objeto y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el viejo espejo rompiéndolo en mil pedazos. Saturado de adrenalina hasta el delirio, creyó ver desplazándose por la habita-
ción cada uno de los fragmentos del espejo, como en cámara lenta, y en todos ellos, simultáneamente, reflejado nítidamente el rostro sonriente de Nohemí. Finalmente, sintiendo como si una lluvia de granizo candente le perforara por completo, se desplomó ingrávido, transido de dolor, hasta dar de bruces contra el piso. Unos pocos movimientos casi imperceptibles se apoderaron de su cuerpo, por unos segundos solamente, hasta quedar completamente inmóvil. El informe del forense descarta el suicidio. Pese a no revelar exteriormente ningún hematoma o indicio de agresión física, su cuerpo inexplicablemente estaba destrozado por dentro. El caso será archivado por falta de evidencias que lleven a los fiscales a determinar una acusación, de modo que en el acta de defunción consta que Mario Alfaro Moreno Cortés murió por causas naturales.
A temprana edad se inicia en la música, y desde entonces, el teatro, los medios audiovisuales, la literatura, la plástica y su constante actividad como cantautor han sido el lenguaje expresivo para este versátil y creativo productor artístico ecuatoriano. Juan Carlos ha intervenido en alrededor de veinte producciones discográficas, más de 150 horas emitidas en televisión en los géneros dramático y docuficción, tres títulos cinematográficos, varias producciones radiales y cerca de cuarenta montajes escénicos, en los que Terán ha brindado su aporte como productor, director, compositor, arreglista, dramaturgo o intérprete. En su discografía se destacan sus cuatro álbumes tardíos en calidad de cantautor: Autorretrato, Mestizo, Laberinto y Flor de taxo, dos de ellos premiados nacional e internacionalmente. Se destacan, asimismo, su poemario Ánima; alrededor de diez piezas teatrales, entre ellas la comedia El bolero de plomazo y plumón; guiones para cine, radio y televisión; varios artículos publicados en revistas y periódicos, así como reconocimientos a su actividad profesional realizados por la institucionalidad legislativa, edilicia y cultural. 81
Ninfa con tocado, acuarela sobre papel, 2018.
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A
l describir o narrar imágenes con palabras —écfrasis— se abre un recorrido. Un recorrido que nace de un impacto, de un instante que es también una impronta. Roto el cascarón para tener la visión de la imagen materna, se abre una posibilidad de destino para el que mira. Toda imagen da a luz, da luz.
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Leonardo Valencia
La simultaneidad de una pintura, ese todo completo entregado a un impacto visual, es provisional.
paleta Apenas uno se detiene a observar, con la descripción y el comentario empieza a bifurcarse la imagen en historias subsidiarias. Pero valdría dar un paso más allá. ¿Qué ocurre cuando la expansión crítica crea, a su vez, otros cuadros? ¿Cuadrocomentario? ¿Qué nueva dinámica se abre a su vez con esos otros cuadros que muestran lo no dicho o sugerido y ocultado en el cuadro inicial, que tantean y ponen a prueba esos vacíos o elisiones de lo sugerido?
la de Velázquez, son provocaciones críticas hacia la inestabilidad, o, mejor dicho, a la provisionalidad de los estilos. Eso comprendió Picasso al fragmentar Las meninas, al evidenciar que el artista moderno no sólo se relaciona con ‘su’ realidad sino con otra realidad problemática: la historia de su tradición. ¿Qué es esta operación creativa, comentada, de segundo grado?
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Es la puesta en escena de la conciencia de representación. El Siglo de Oro, en el que pinta Velázquez, es también el siglo literario donde los escritores —desde Mateo Alemán a Cervantes— prologan sus obras aludiendo a sus lectores, a veces dobles lectores como lo explicita el prólogo al lector vulgar y al lector discreto que precede el Guzmán de Alfarache. Esta hiperconciencia crítica no es pérdida de inocencia, de esa contemplación espontánea a veces ingenuamente alabada, sino un ejercicio de convivencia entre la ingenuidad y el saber, entre la intuición y la racionalidad inquieta por abrir caminos frente a la lectura única y esencialista, finalmente restrictiva de las obras de arte. Que un pintor como Miguel Betancourt retome esta tradición crítica, y la eleve a un tercer grado, pone en jaque el camino unidireccional entre la supuesta realidad y la obra artística. Ahonda en problematizarla y nos devuelve a una constelación compleja del arte contemporáneo. Este tercer grado es el juego de la periferia para insistir en que no hay un centro.
El siglo XX desplegó abanicos de recorrido de obras maestras, desde Dalí con El ángelus de Millet y Picasso con Las meninas de Velázquez, o la proliferación de Warhol con la iconografía en serie sobre Mao o Marylin Monroe. Todas las copias e interpretaciones y expansiones de un segundo pintor sobre el primero son lecturas críticas y tentaciones ópticas por transgredir lo sugerido y ocultado, ejercicios de largo alcance para revelar ese conocimiento de época, tanto del pintor original como de quienes lo retoman y expanden.
4 Poco después de revelar que su libro Las palabras y las cosas nace de un cuento de Borges, y que la risa le permite sacudir las superficies ordenadas y «tous les plans qui assagissent pour nous le foisonnement des êtres», Michel Foucault pasa a Las meninas de Velázquez y hace un recorrido de ficción, narrativa filosófica que, en efecto, sacude las superficies, cuando estas palpitan. Lo que cualquier pintura podría permitir en el caso de obras como
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La exiliada, Mixta sobre cáñamo, 2004.
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go se expandirá —será— en la escala de otros seres y sus comentarios. Una constelación en movimiento.
7 Reinterpretar el cuadro de Velázquez no es una forma subalterna de mirar. Más bien es lo contrario: es una posesión mediadora para señalar críticamente que la relación estática que se espera entre un artista y su ‘debida’ realidad es una forma de sujeción donde se le atan brazos y mirada. La provocación de tercer grado trastorna la mirada. Desordena lo aparentemente fijo.
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La llegada, óleo sobre lienzo, 2017.
6 También este tercer grado pertenece al dominio de la literatura. Probablemente Betancourt es el pintor ecuatoriano contemporáneo más letrado. Realizó estudios de literatura. Es decir, toma la palabra que reflexiona (tercer grado) sobre la palabra escrita (segundo grado: la obra) que reflexiona o refracta la realidad (primer grado). La recepción estética se suele entender como el comentario de algo que es inalcanzable para su espectador o lector: el hecho real. Pero no hay grados ni escalas en realidad. Lo que ves es lo que es. Lue84
Trastornar: invertir el orden regular de algo. Ese orden regular al que la operación picassiana parecía poner el último límite posible en la historia del arte, se convierte ya no en el dominio final, sino en parte de un proceso. La reinterpretación lo libera. Se vuelve una operación central desde la periferia, y se desdibuja la noción de límite. Esta crítica a la mirada ingenua es una defensa de la mirada periférica. En la óptica de la perspectiva —ver periféricamente exige haber ganado una distancia frente a un centro o punto de fuga— es un replanteamiento de las nociones de identidad, del realismo, del horizonte de expectativas que se supone para un artista del siglo XXI. Betancourt rompe el cascarón hacia una impronta mucho más abierta. Y como ha ocurrido en los mayores momentos creativos, estos no se dan si no se retoma, audazmente, la tradición y la crítica.
estallan en perspectivas elididas que Betancourt pone en primer plano. Es decir, esas miradas secundarias y lo no visto —el cuadro inefable enfatizado por Foucault y que Velázquez pinta dentro del mismo cuadro y que no se puede ver— es lo que muestra Betancourt. Muestra lo no dicho. Y al decirlo sigue rompiendo el cascarón para nuevas improntas.
10 ¿Qué es lo que realmente vemos en Las meninas? Es un retrato de la infanta Margarita. Pero es también un retrato expandido que permite contextualizar distintas historias posibles a través de los personajes que dejan de ser secundarios. Alusivo el título de una de las acuarelas de Betancourt: La mirada puesta en el infinito (2017). No tiene ojos aquí la infanta. Hay que poner los del pintor y del espectador.
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Espacio antiguamente habitado, óleo sobre lienzo, 2017.
9 La crítica surge de la interrogación. De una mirada interrogante. El juego de miradas de los personajes de Las meninas de Velázquez interpela al espectador. Lo entroniza,
lo pone en un trono de observación: lo convierten o lo ubican en el mismo ángulo de los reyes retratados o reflejados fuera del cuadro. Se insinúan en el espejo al fondo de la habitación real donde transcurre el cuadro. Esas miradas que parecen dar una centralidad al espectador,
Que el cuadro de Velázquez tenga tres fuentes de luz es el mecanismo para que tengamos que verlo en movimiento. Ya el cuadro no se puede percibir de manera simultánea: hay un trayecto. Es un trayecto narrativo. Esta posibilidad narrativa es la que permite la expansión fractal del cuadro. Hay un cuadro que no podemos ver, que Velázquez está pintando en ese momento. El cuadro oculto es el escamoteo de la referencia real: con el arte no es posible —y no conviene— el control empírico. Hay un acto de fe, de creencia, de verosimilitud. Lo que vemos cuestiona lo real, nuestra idea de realidad. Y libera al espectador. Y lo compromete a su propio tiempo y lugar. Otra alusión en el cuadro de Betancourt titulado La infanta de visita a Quito (2016) o
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en La infanta Margarita con atuendo tropical (2017).
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Los muros azules, óleo sobre lienzo, 2016.
Betancourt reinterpreta la tradición de Las meninas. Pero además de dialogar con Velázquez y Picasso, va más allá y reordena y hace visible, no sólo el cuadro oculto, sino los espacios sesgados y estáticos en el cuadro original. Hace estallar las perspectivas. Las pone en movimiento como fractales ópticos, devela y revela lo que se juega en la mirada del pintor. En la acuarela Diálogo con la mirada (2016), la infanta ocupa el centro del cuadro y apenas asoma por la izquierda el rostro de María Agustina Sarmiento de Sotomayor. Aquí no importa el búcaro que ésta ofrecía a la hija de los reyes. María Agustina tiene la mirada descentrada, no observa a la infanta. Y ésta se desdobla, como un fantasma cubista, de tres ojos, donde la acuarela diluida traza geometrías mínimas. Al perderse a la observadora, la observada se atomiza. No es una, sino varias.
13 Todo se mueve. Todos son diálogos. Una constelación es un movimiento armonioso de trazos imaginarios. Miradas, diálogos, refracciones: crítica y creación. Observemos los títulos: Personajes mirándonos (acuarela, 2016), Salón de espejos (acuarela, 2017), Delante del espejo rojo (óleo, 2017), Diálogo ambientado en el siglo XVII (óleo, 2016), Mirada de la infanta Margarita (óleo, 2017), Espejo ondulante (óleo, 2017), La infanta y
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Mirada de la infanta margarita, óleo sobre lienzo, 2016.
Pertusato jugando con el mastín, Óleo sobre lienzo, 2016.
dos mirones al fondo (óleo, 2018). Y el pintor también es observado: Un teatro sigiloso (óleo, 2018). Espejos, miradas, ondulaciones: sigilosa disposición teatral.
14 Y luego de pintar y titular sus cuadros, Betancourt añade su reflexión: «Las meninas que he realizado y las que pretendo realizar están signadas por un juego de luces que es el que nace de mi visión al entorno. Uno de los aspectos que me seducen de la obra original es el juego de tonos y de luces. Esta experiencia tiene algo de similitud con ese juego de luces vibrátiles que traspasan los ramajes del bosque y
que planteo en mi obra, sobre todo en las acuarelas sobre papel».
15 Mucho años atrás ya había observado una experiencia infantil en la escuela que anunciaba su percepción de la amalgama visual: «Siempre recordé la puerta de la escuela, vieja y despintada, donde todos rayábamos y escribíamos. Éramos coautores de un palimpsesto».
16 En efecto, el palimpsesto. E inevitable el concepto de coautoría. Hay líneas transparentes y líneas mór-
bidas que permite el papel arroz al recibir la acuarela. Todo vibra y se reajusta en palimpsesto. O como cuando el rastro de la pintura que queda, una vez eliminado el maskin tape sobre el que se desbordó el color, traza una frontera sin el límite de una línea negra. En el tratamiento pictórico, Betancourt sigue siendo fiel a esa iridiscencia fulgurante, vaporosa, en torno a una armazón central (sus árboles, por ejemplo) y que en esta serie menina toma como eje al pintor, al mismo Velázquez. No es menor que muchas obras de esta serie se detengan en él y se planteen varias relaciones individualizadas con algunos de los personajes, e incluso con el perro del cuadro original, como en la acuarela El pintor y su amigo (2018). 87
más intensidad a la infanta, María Agustina. Y detrás de su cabeza la paleta vibrante, movida, fuerte, del Velázquez de Betancourt.
18 Ojo de pez, gran angular: la visión se abre. Clave de Betancourt.
19 Tal como entendió Foucault revelando que un texto suyo nace de uno de Borges, tal como esta serie menina de Betancourt nace de Velázquez, el hecho ocurre, no para sobreabundar el mundo en proliferaciones inútiles, sino para que todos los planos sujeten la proliferación de los seres.
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Salón con pinturas abstractas, acuarela sobre papel de hilo, 2017.
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Me detengo precisamente en Mirada de la infanta Margarita, un óleo sobre tela de 2016, de gran formato (240 x 180), porque me interesa el Velázquez que interpreta Betancourt, y por dos motivos. Primero, la paleta en movimiento, de trazo rápido, donde se siente cómo el pincel del pintor retratado toma los colores. Lo que en el original es estático aquí se agita con
una fuerza de color y una intensidad en el trazo. Segundo, el ojo de pez, el filtro óptico que está yuxtapuesto sobre el ojo izquierdo de Velázquez. Y evidente: los motivos están invertidos frente al original: el pintor está a la derecha, la infanta sesgada hacia la izquierda, así como el hombre de la escalera — José Nieto—, y los reyes, que apenas eran un reflejo remoto, están en primer plano. Pero, ¿quién está en el centro? Está quien mira con
Ahora el pintor abre la tradición, abre su taller. Esta serie de más de sesenta obras de Ninfas, meninas y la mirada del pintor también es una retrospectiva crítica. Desde aquí se puede volver a la trayectoria recorrida por el artista. Revela sus fuentes y los pasos dados hacia adelante, e invita a una relectura. Aquí resuena el Monet de las variantes difusas de la catedral de Ruán, aquí también la vasta experiencia pictórica con la acuarela y el óleo y sus interferencias específicas, aquí los años londinenses en Slade, aquí Picasso, aquí Dalí, aquí Bacon. Aquí también la literatura leída por el ojo del pintor. Ojo de pez: ojo de pintor. Observar: colocarse en la perspectiva que abarca más, desde la periferia, y detenerse para empezar a contar. Contar en un mundo sin centro.
Patricio Herrera Crespo
E
l color negro domina las paredes de la sala de exposiciones de la Alianza Francesa y, en ella, alrededor de sesenta cuadros traen al siglo XXI a las meninas, aquellas niñas que Diego Velásquez inmortalizó en su pintura hace 362 años, y que hoy Miguel Betancourt recrea con la magia de su pincel. Miguel debe haberse sentido extasiado con esta obra maestra de gran formato que fue pintada en 1656 y que desde 1734 constaba con el título de La familia de Enrique IV. Sin embargo, a partir de su exhibición en el Museo de El Prado en Madrid, desde el siglo XVIII tomó el nombre de Las meninas. Las meninas, nombre dado a las damas de compañía que en la pintura rodean a la figura principal: una niña rubia de mirada altiva que representa a la infanta Margarita de Austria. Igualmente cerca están los dos enanos y el mastín. Doña Marcela de Ulloa y Diego Ruiz de Azona algo brumosos, atrás José Nieto Velásquez en claridad, el reflejo en el espejo de los reyes Felipe IV y Mariana de Austria y a la izquierda el pintor con su lienzo, sus pinturas y el pincel.
Varias jornadas de mirar y admirar ocupó Miguel Betancourt (Quito, 1958) hasta introducirse en la ‘compleja y creíble’ trama de la obra. Fotografiar en su cerebro los rincones, los planos, los claroscuros, los personajes difuminados, reflejados o presentes para captar su esencia y recrear la obra en 60 creaciones suyas. Miguel es un pintor al que le ha gustado experimentar desde muy joven, cuando salía a pintar acuarela con Oswaldo Moreno, los parques, patios y paisajes, aprendió a manejar la luz, luego a experimentar con materiales de distinta índole: industriales, orgánicos, basurales, polvo volcánico, para después entregarse a pintar, como él lo dice «los paisajes internos, esos que parten del recuerdo y que en los procesos mentales se matizan de utopía». Después a perfeccionarse en las academias en Ecuador, Inglaterra y Estados Unidos, e iniciar ese largo camino, que no termina, por Ecuador y varios países latinoamericanos, europeos, y la última exposición en China y Japón mostrando su arte. Podemos resumir su actividad artística en alrededor de 50 exposiciones individuales y 60 colectivas. Su obra consta en, aproximadamente, 20 libros y revistas nacionales e internacionales y también en colecciones públicas y privadas de varios países del mundo. Miguel Betancourt ya sorprendió con las imágenes a trasluz, ahora con Ninfas, meninas y la mirada del pintor expuestas en Quito, y que hoy son admiradas en la Casa de la Cultura de Cuenca.
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Antonio Sacoto Ph. D
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s un festín leer en este nuevo siglo XXI a escritores ecuatorianos que sondean nuestra historia y nos la presentan en su brillantez y exégesis de épocas y personajes tanto de la literatura como de la historia que generaron su novela: Morga de Alfonso Reece, Las memorias de Andrés Chiliquinga de Carlos Arcos, Pacha la emperatriz de Moisés Arteaga, Memorias de la pivihuarmi de Alicia Yánez, para nombrar unas. Es igualmente brillante advertir cómo amasan la historia y la ficción y nos la presentan con claridad, con un matiz didáctico y a veces ideológico, muy asequible al lector común igual que al letrado. Eliecer Cárdenas es uno de ellos y nos sorprende una vez más con una hermosa novela, La rebelión del marqués: es la historia narrativa — ficción— de los albores de la independencia 1809–1810, asentada en este asunto histórico; aunque la novela en ningún momento pretende
ser histórica,2 sin embargo la ficción camina paralela a los eventos que fraguaron el Primer Grito de la Independencia del Ecuador. Hay algunos aspectos que deben relievarse: el asunto histórico, ya sea como ficción, ya como historia o ya la fusión de la historia y la ficción, es un tratamiento que ha tomado auge en el Ecuador. El mismo Cárdenas ficcionaliza personajes de la historia como González Suárez y Eloy Alfaro en Que te perdone el viento, y los artistas y políticos de la década del cincuenta en El pinar de Segismundo: Velasco Ibarra, Camilo Ponce. Guevara Moreno, Jorge Icaza, Benjamín Carrión, Alejandro Carrión, Gil Gilbert, Gonzalo Zaldumbide, G.H. Mata, César Dávila, Guayasamín, Lola Flores. Zúñiga nos da las novelas Rayo y Manuela, sobre García Moreno la primera y Manuelita Sáenz, la segunda. Alicia Yánez, más prolífica en el asunto, nos da algunas novelas: Aprendiendo a morir, Sé que vienen a matarme, La vida de Sta. Mariana de Jesús, amén de otras novelas menores. El segundo aspecto que queremos relievar en Cárdenas es el hecho de que tanto en su novela El pinar de Segismundo como en La rebelión del marqués hay un personaje central: en la primera, Grijalva y Arellano, que es hijo del estupro del patrón Segismundo en la indiecita Mariucha y que, venciendo óbices de prejuicios cimentados en una época absolutista y discriminatoria, logra superarse a un nivel intelectual que le gana la confianza del gran maestro Benjamín Carrión y la de Gonzalo Zaldumbide, autor de Égloga trágica; igualmente, en La rebelión del marqués, Fermín, el protagonista y narrador, es hijo del abuso de un cura a una indiecita, que tras superar obstáculos de índole social y económica llega a una posición de afamado abogado en la capital, Quito.
estantería
Eliecer Cárdenas
Esta novela está narrada en primera persona por Fermín, quien, después de servir a muchos amos, una especie de lazarillo de Tormes, viene a ser el paje y el hombre de confianza del marqués de Selva Alegre. Narrada en primera persona, pero con continuos retrocesos, se deshilvana la historia relatada por Fermín, el protagonista, y se exponen las inquietudes de personajes que rodean el mundo político y social del marqués, henchidos de patriotismo, que buscan canalizar su inquietud con la independencia. Los personajes que aparecen en la novela son todos bien delineados: el cura Padre, el arzobispo Vicario, su profesor de Gramática, sobre todo
el marqués, sin embargo sobresalen los hijos de éste, Carlos y Javier y, principalmente, Rosa María, que se desarrolla como una más de las heroínas del Grito de la Independencia, por ello en Quito recibió la corona de laurel del propio Simón Bolívar, cuando ella se encontraba ya enferma, moribunda en el hospital San Juan de Dios, y luego falleció pocas semanas después. Habría que mencionar sobre las heroínas de la Independencia. En Insurrección, la novela de reciente aparición, de Miguel Campos, se descorre el velo de esta historia y todas las mujeres que participaron en ella. En esta novela, que es histórica y obedece a profusa investigación sobre
Cárdenas ha puesto en juego el arte narrativo que lo ha ido cultivando a través de los años de profesión literaria, dedicada al relato principalmente y los frutos son abundantes, pero de abundancia artística. En esta novela como en otras se aprecia el valor dilatativo de asunto y personajes y hasta de estilo. La rebelión del marqués es otro fruto artístico.
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Los personajes son trazados con el pincel aristotélico de La poética; unos que desde la sima oprobiosa de la pobreza y desnudez se levantaron y suben y suben hasta llegar a un sitial de preeminencia en el mundo socioeconómico de Quito, este es el caso de Fermín; no así, algunos parientes del Marqués que desde la cima aristocrática descienden.
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el hecho, no consta Rosa María de Selva Alegre, hecho que nos lleva a pensar que el personaje nace de la ficción creadora de Cárdenas. Los personajes son trazados con el pincel aristotélico de La poética; unos que desde la sima oprobiosa de la pobreza y desnudez se levantaron y suben y suben hasta llegar a un sitial de preeminencia en el mundo socioeconómico de Quito, este es el caso de Fermín; no así, algunos parientes del marqués que desde la cima aristocrática descienden; estos son, en palabras del autor, «de tristes memorias... personajes de alcurnia en total ruina»: el cuadro con el que el autor abre la novela y de golpe y porrazo atrapa al lector: la subasta de cuadros, oleografías, muebles, canapés, candelabros... «de familiar en otrora opulento»; éste es el cambio de un estado a otro en el sentido aristotélico. Los otros personajes: el cura, el vicario, el padre son tipificaciones, ergo aristotélicos. Un personaje que reclama un sondeo sicológico y un adentramiento en su ser por las nobles ideas revolucionarias y su participación en ella es Rosa Ma-
ría, hija del marqués, que terminó acostándose con Fermín, pero por iniciativa de ella y no de él, aunque a él esto le costaría el despido de su trabajo. Sin embargo, desde ese instante ella puso una valla total en sus relaciones. La novela se da desde una sola perspectiva, desde un solo punto de vista, el de Fermín, que nos cuenta sus peripecias a través de los varios amos para quienes trabaja, empezando, dijimos, ya con el cura del pueblo, que era su padre, luego el vicario cuencano asentado en Alausí y, al final, con el marqués. Pero la narración está matizada con diálogos en los que participan los varios e importantísimos personajes de la época, albores de la independencia; es así como conoce al doctor Eugenio Espejo quien, además de ser médico, goza de una conversación y un intelecto iluminado con las ideas de la Revolución francesa que, a su vez, inculca en el joven inquieto Fermín. La idea va zigzagueando, se lanza continuamente al pasado para rememorar hechos y personajes, pero también al futuro, por ejemplo cuando dice:
«Nos reorganizaremos, Fermín, para proseguir la guerra contra los chapetones, aseguraba la valiente Rosa María, a la que nunca he dejado de amar, esa que murió hace ya tantos años». Igualmente, a menudo regresa al pasado: «Mientras recuerdo las penurias y sinsabores de mi infancia y las traslado al papel, a fin de que mi frágil memoria deje su huella en los pliegos que borroneo…». La trama de la novela se lanza cuando Fermín asiste a una subasta en la ya dilapidada y vieja casa del marqués, de triste memoria —frase del autor— y nos dice: «Iba en busca de unas cortinas de damasco para decorar la alcoba de mi hija única, Rosa María, que recrea el lugar que otrora estaba lleno de bienes muebles opulentos» (lo que nos da a conocer que Fermín también tuvo una hija cuyo nom-
bre era Rosa María). Dijimos que la novela se lanza con esta subasta porque aquí encuentra un óleo del marqués y en sus palabras dice: «En un ángulo polvoriento se encontraba el cuadro, que apenas lo vi lo reconocí a mi antiguo amo. Lo serví en mis años de juventud». Desde este punto se retrocede a contar la historia y peripecia de Fermín, el protagonista. Cárdenas ha puesto en juego el arte narrativo que lo ha ido cultivando a través de los años de profesión literaria, dedicada al relato, principalmente, y los frutos son abundantes, pero de abundancia artística. En esta novela, como en otras, se aprecia el valor dilatativo de asunto y personajes y hasta de estilo. La rebelión del marqués es otro fruto artístico. La novela, como se ha mencionado, recrea con gran maestría personajes de nuestra historia; ha descorrido un tema patriótico con agudeza, ha puesto en juego un estilo apropiado para sus personajes y su época con ciertos matices de humor, y ha dejado grabada una serie de episodios narrativos y pasajes descriptivos con un estilo sobrio, pero poético, que desde la primera página nos deleita y nos atrapa. Indiquemos también que el mundo humano de la época está presente en su vida y sus costumbres, en sus prejuicios y aspiraciones, en tanto que las ideas revolucionarias emanadas por los enciclopedistas franceses, se encuentran en charlas y exposiciones de Eugenio Espejo.
1 La rebelión del marqués (Quito, Fundación Espejo, 2010). 2 George Luckas, La novela histórica (México: Eva, 1966) es quien más profundamente estudia la novela histórica y hace un distingo entre la novela histórica y la de tema histórico; la novela de Cárdenas es de tema histórico por asentarse en la historia y no querer copiar la historia oficial.
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narse, incluido el uso en soledad de sus nombres tradicionales. Así que también los obligaron a llamarse Christina y Caswell. Cuando se casaron, el apellido de la familia pasó a ser el de Mpambane, Makeba. El parto de su segunda hija resultó tan difícil que acabó por ser el último; Nomkomndelo enfrentaría un riesgo mortal si lo intentaba otra vez. Su madre, que oficiaba de matrona, elogió el esfuerzo de la joven susurrándole varias veces al oído la palabra «uzenzile»: «Lo hiciste», en lengua xhosa. El nombre elegido para la recién nacida fue, entonces, Zenzile; casi un imperativo de decir ‘lo hice’ en cualquier circunstancia, que ella cumpliría en el futuro hasta sin proponérselo. Y le agregaron forzosamente un ‘Miriam’ para evitarse problemas con las autoridades blancas y racistas, aunque igual los tendrían.
De las rejas al canto
Jorge Basilago
N 94
omkomndelo y Mpambane nacieron y se casaron en las afueras de Pretoria, Sudáfrica, a comienzos del siglo XX. Como a todos los de su raza —afro— en ese lugar y en esa época, se les prohibía hasta lo que no habían tenido tiempo de imagi-
Cuando Zenzile tenía apenas 18 días —era 1932—, fue a parar a la cárcel junto con su madre. Otra de las cosas vedadas para la población negra era fabricar bebidas alcohólicas, y resultó que Nomkomndelo buscaba disimular la pobreza de su hogar con la elaboración de umqombothi, una especie de cerveza de malta y maíz: la condenaron a seis meses de reclusión. Claro que ese mismo brebaje, fabricado industrialmente por los blancos, se vendía sin problemas en los bares de negros. La pequeña, gracias a los cuidados maternos, soportó el encierro a pesar de su fragilidad. Pero demoró muy poco en advertir que, para su pueblo y para ella misma, la barrera entre prisión y libertad era apenas una cuestión de dimensiones. Más cerca o más lejos, las rejas, las prohibiciones y las arbitrariedades
pentagrama estaban en todas partes, allí donde el capricho de la clase dominante quisiera ponerlas. Excepto dentro suyo, a ese sitio —se lo inculcaron su madre y su abuela— no podían ni debían llegar. «Cuando niña, me gustaba trepar a los árboles y ponerme a cantar. Me imaginaba que era un pájaro y volaba…», recordaría mucho después. Pero Zenzile también cantaba a ras del suelo y en todo momento: al compartir mesa y crianza con sus veinte primos y en sus cinco viajes diarios para recoger agua. Cantaba al oír la radio y los discos de jazz de su hermano mayor. Al ayudar a su madre en la limpieza de casas ajenas y al acompañarla en los rituales que conducía como ‘sangoma’, sanadora y mística tradicional cuyas prácticas —vaya novedad— estaban prohibidas. Y también cantaba en el coro de su escuela y en el de la iglesia metodista local y al jugar en las calles... «Eso le traerá problemas», decían algunos de sus familiares, convencidos de que el arte no era para los negros pobres en Sudáfrica. «Esa chica será algo grande», se ilusionaban otros; y algo similar pensaba un joven abogado que la conoció por aquellos días: Nelson Mandela. Nomkomndelo, ya viuda de Mpambane, decidió escuchar a estos últimos y a los espíritus ancestrales, que le hablaron en sueños sobre la futura grandeza de su hija: la autorizó a marcharse a casa de su prima Sonti —la ‘acaudalada’ de la familia, dueña de una pequeña flota de taxis en Johannesburgo—, para perseguir su vocación.
Del canto al vuelo Zenzile, apenas pasados los 18 años, ya se había casado y divorciado por primera vez, había sido madre —de una niña llamada Si-
bongile, ‘Bongi’ para los íntimos— y había superado un cáncer de seno sin tratamiento médico. Quisieron operarla, pero ella prefirió aplicarse las cataplasmas de cactus que le recomendó Nomkomndelo; la cura resultó muy semejante a un milagro. Poco antes se había instalado el régimen de apartheid en Sudáfrica, que en términos reales solo hizo ‘oficial’ aquello que sucedía desde siglos atrás: la absoluta segregación racial y toda la brutalidad asociada a ella. Así, tuvo que pedir permiso para viajar a Johannesburgo, porque a la población negra se le negaba el derecho al libre tránsito por el país. También debió separarse de Bongi, dejándola al cuidado de su madre; y conseguir trabajos como niñera y mucama para sobrevivir. Lo hizo, todo, en línea con el mandato de su propio nombre: hasta se dio tiempo para aprovechar cada oportunidad de cantar, incluso sin más paga que el mero hecho de dejarse oír por otras personas. Un hijo de su prima la conectó con los Cuban Brothers, un grupo amateur que se presentaba en bodas, cumpleaños y otros eventos similares. Casi enseguida la convocaron los integrantes de los Manhattan Brothers, que eran profesionales y uno de los números más célebres de Sudáfrica por esos años. Con ellos registró sus primeros éxitos para el sello Gallotone, que con la excusa del bloqueo comercial por las políticas racistas, solo les pagaba las sesiones de grabación, sin acceso a regalías u otros beneficios. A instancias de la disquera, Zenzile dejó de usar ese nombre para ser conocida de allí en más como Miriam Makeba. Y también le propusieron crear y dirigir una formación vocal femenina, a la que bautizaron como The Skylarks. El suceso, inmediato, las transformó en «unas verdaderas creadoras de tendencias, con armonizaciones
Al llegar a Europa descubrió otra realidad. También allí existía la discriminación pero su palabra, como figura pública, tenía un peso y un valor inexistentes en Sudáfrica. Pudo por fin levantar su cabeza y mirar a los ojos de sus interlocutores, sin que eso se considerase falta de respeto y causal de represión.
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que no se habían oído nunca antes», escribió el historiador Rob Allingham. Por impulso de Miriam, fueron pioneras en la fusión de los ritmos y lenguas ancestrales sudafricanas con el jazz. Y realizaron decenas de giras nacionales y a países limítrofes, donde recibían el cariño del público… y prohibiciones de ingreso a hoteles y restaurantes por su color de piel. El resto fue demasiado veloz. Un cineasta estadounidense, Lionel Rogosin, invitó a Miriam a participar de su película Come back, Africa (1959), contra el apartheid, filmada en la clandestinidad. Para el público y la crítica, fue verla y enamorarse. Pocos meses después, Rogosin le envió un boleto aéreo y un permiso de viaje para acompañarlo en la premiere del filme en el Festival de Venecia. La autorizaron a volar con la exigencia de ser ‘discreta’, como para evitar que se multiplicase el ‘mal ejemplo’. Pero fue imposible, y no por su responsabilidad: no solo era la única negra en el avión, sino que hubo que reubicar al resto del pasaje porque nadie quiso sentarse a su lado.
Del vuelo a la fama mundial Al llegar a Europa descubrió otra realidad. También allí existía la discriminación pero su palabra, como figura pública, tenía un peso y un valor inexistentes en Sudáfrica. Pudo por fin levantar su cabeza y mirar a los ojos de sus interlocutores, sin que eso se considerase falta de respeto y causal de represión. En todas partes le preguntaban por su vida y la de los suyos, y sus testimonios se volvieron una primera versión de la historia: «No soy una cantante política —repitió innumerables veces, aunque pocos la oyeran—. No sé lo que eso significa. Yo canto sobre mi vida, y en Sudáfrica siempre cantamos acerca de lo que nos sucede, especialmente las cosas que nos lastiman». Su decisión de actuar sin maquillaje, descalza en ocasiones, con un vestuario diseñado por ella misma —otra vez, Zenzile lo hizo— y el cabello sin alisado artificial, le mostraron al mundo que la estética también podía ser política. El look
‘afro’ que muchos adoptarían por su influencia, no era otra cosa que la forma libre y natural que su pelo tomaba al crecer. ¿Qué sería de su propio pueblo, si tuviese las mismas y justas libertades para desarrollarse? Solo preguntarlo era una ofensa para las autoridades de su país. Y ella, ahora, lo preguntaba en cada sitio que pisaba. De Italia pasó a Londres, donde conoció al cantante y activista por los derechos civiles Harry Belafonte. El ‘Sr. Calypso’ le abrió las puertas de los Estados Unidos en 1960, fue por un tiempo su agente y casi un hermano mayor; le ofreció sus contactos y sus músicos para acompañarla, y gestionó para ella actuaciones y entrevistas en distintos medios. Hasta logró que la RCA comprara su contrato discográfico a la sudafricana Gallotone por 45 mil dólares. Aunque, para que la empresa pudiera ‘recuperar la inversión’, Miriam no recibió un centavo de regalías por el primer disco editado en tierras norteamericanas:
tuvo que trabajar otra vez como niñera para poder salir adelante y costear el traslado de su hija hasta Nueva York. Las compensaciones llegaron bajo la forma de la admiración del público, la crítica y sus colegas. En su debut estadounidense estuvieron presentes Nina Simone —quien sería una de sus grandes amigas y compañera en todas las luchas humanitarias por venir—, Miles Davis, Duke Ellington y el actor Sidney Poitier, entre muchas otras celebridades. La revista Newsweek comparó los tonos y fraseos de su voz con los de Ella Fitzgerald, y su «íntima calidez» con la de Frank Sinatra. Desde las páginas de Time, la consideraron como «el más excitante nuevo talento de la canción». Cuando supo que su madre había muerto, e intentó asistir al funeral, descubrió que el gobierno sudafricano había cancelado su pasaporte y revocado su nacionalidad. Por las siguientes tres décadas fue una exiliada más; era el precio
Las compensaciones llegaron bajo la forma de la admiración del público, la crítica y sus colegas. En su debut estadounidense estuvieron presentes Nina Simone —quien sería una de sus grandes amigas y compañera en todas las luchas humanitarias por venir—, Miles Davis, Duke Ellington y el actor Sidney Poitier, entre muchas otras celebridades.
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Cuando supo que la injusticia le cobraba por decir la verdad sobre el apartheid. Pero jaque su madre más se lamentó ni dejó de mostrarse «No hay lugar hacia donde había muerto, e firme: correr. Debemos quedarnos donde y luchar para liberarnos», intentó asistir al estemos sostenía. Con el tiempo, la solidarifuneral, descubrió dad internacional la cobijó con otros nueve pasaportes y diez nacionalique el gobierno dades honoríficas diferentes. sudafricano había cancelado De la fama al regreso su pasaporte A partir de los años sesenta, y revocado su cuando su fama se proyectó hanacionalidad. Por cia todo el mundo, el continente africano la tuvo como pionera las siguientes y referente en más de un sentido. Ella fue la primera en obtener un tres décadas fue premio Grammy —por su disco compartido con Harry Belafonte una exiliada más; en 1965, An evening with Belafonte/ en hablar ante el plenaera el precio que Makeba—, rio de las Naciones Unidas sobre la la injusticia le situación de Sudáfrica y, junto con Nina Simone, ayudó a alumbrar el cobraba por decir soul. Hasta consiguió un éxito tan universal como impensado con la la verdad sobre canción Pata-Pata, que ella siempre minimizó como «la más insignifiel apartheid. Pero cante» de su repertorio. Superó todavía otro cáncer, esta jamás se lamentó ni vez de útero, y estuvo entre las prien ser clasificadas como parte dejó de mostrarse meras de la ‘world music’, una etiqueta que firme: «No hay le parecía despreciable: «¿De dónde vienen las otras músicas? ¿De lugar hacia donde Marte? Vaya estupidez. Si alguien me dice que lo que hago es ‘world’, correr. Debemos le doy las gracias por reconocer que nosotros también somos parte del quedarnos donde mundo. Aunque lo que realmente queriendo decir es que nuestra estemos y luchar está música es del Tercer Mundo, igual nuestro continente. Así que, por para liberarnos», que favor, no nos insulten», cuestionaba. Luego de casarse con el activissostenía. 98
ta Stokely Carmichael —líder del movimiento de los Panteras Negras— comenzaron a cancelarle ac-
tuaciones, contratos de grabación y sufrió la vigilancia de la cia y el fbi, con todo y micrófonos ocultos en su departamento. Se exilió en Guinea y más tarde en Bélgica. Cantó por los derechos y la liberación de su gente, por la independencia de todos los países de su continente y por cada causa que consideró justa en inglés, en francés, en portugués y en varios de los dialectos africanos excepto el afrikaans, por ser la lengua del gobierno despótico y racista de su país. Aunque tam-
bién tuvo tropiezos, como en cierto almuerzo con Idi Amín Dadá, en 1973, cuando ya las sospechas sobre los crímenes del dictador de Uganda empezaban a confirmarse. Recién en 1987 regresaría a los Estados Unidos, como invitada de Paul Simon para su gira mundial ‘Graceland’. Tres años más tarde, tras la liberación de su amigo Nelson Mandela —quien pasó en la cárcel casi tantos años como ella en el exilio—, pudo por fin volver a Sudáfrica. Creó un hogar para ni-
ñas en Johannesburgo, escribió dos libros autobiográficos y continuó cantando, aunque a menudo fantaseaba con el momento de retirarse. Hace diez años, en noviembre de 2008, luego de actuar en un festival en Italia contra la Camorra napolitana, su corazón dijo basta. «Era la madre de nuestro combate y de nuestra joven nación — dijo entonces Mandela—. Sus melodías obsesivas hicieron sentir el dolor del exilio y la distancia que ella padeció durante 31 años. Al
mismo tiempo, su música nos dio a todos un profundo sentimiento de esperanza (…). Ella era el alma sudafricana y con mucho, merecedora del título de Mamá África. ¿Qué más puedo decir? Siento un gran vacío en el alma pero ella vive, sé que es cierto porque lo afirma su ejemplo, que es legado para la humanidad». Miriam Makeba, como corresponde a una artista genuina, sigue viva en su obra. Zenzile, lo hiciste.
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Sonia Kraemer
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Silencio en alta voz 1, acrílico, óleo y lámina de oro sobre tela, 2018.
Fotos: Christoph Hirtz
boceto
‘E
cos del Dorado’ es el título de la más reciente serie de pinturas de Enriquestuardo Álvarez (Salcedo, 1958). La iconografía de estas obras está inspirada en piezas emblemáticas de la escultura prehispánica ecuatoriana. Causa asombro en el espectador el hiperrealismo y la aparente tridimensionalidad que está sugerida por el artista a partir de una técnica pictórica brillante. Las esculturas pintadas revelan su antigüedad, destacan sus grietas, el valor del tiempo, sus arrugas, que funcionan como un símil cuando se enfrentan a un retrato humano. Estas imágenes están cargadas de profundas resonancias del pasado. Dan rostro a un remoto tiempo mítico donde los dioses coexistían entre nosotros y la naturaleza respiraba. El ser humano, como parte integrante del todo, respetaba esa sacralidad de todas las cosas. El oro es considerado por casi todas las culturas como el metal perfecto y el más precioso. Posee el brillo de la luz, tiene por tanto un carácter solar e ígneo. Representa lo divino y la inmortalidad. La lujuria insaciable por este precioso metal hizo que los conquistadores españoles desde el siglo XVI y durante el siglo XVII creyeran en la leyenda de una ciudad legendaria hecha toda de oro. Esta ciudad nunca existió y muchos conquistadores perdieron la vida en su búsqueda o encontraron en el camino otros hallazgos, como el río Amazonas. Sin embargo, el término ‘El Dorado’ había surgido de un modo distinto. Circulaba a inicios de la época de la colonización una historia sobre una ceremonia en la cual el cacique de una tribu se cubría el cuerpo con polvo de oro y otorgaba a los dioses lacustres estatuillas hechas del tan codiciado material junto a piedras preciosas.
Tatuaje de centurias, óleo y lámina de oro sobre tela, 2018.
‘Ecos del Dorado’ es el título de la más reciente serie de pinturas de Enriquestuardo Álvarez (Salcedo, 1958). La iconografía de estas obras está inspirada en piezas emblemáticas de la escultura prehispánica ecuatoriana.
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Enriquestuardo alude a sus raíces, las busca entre los ancestros sin hallarlas del todo. Encuentra fragmentos enterrados entre el mito y el misterio.
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Escénica envolvente, óleo y lámina de oro sobre tela, 2018.
Qué es lo que muere cuando nace el olvido?, acrílico, lámina de oro y óleo sobre tela, 2018.
Este ritual se realizaba en el lago Guatavita, en lo que hoy es Colombia, y su función era para investir al nuevo Zipa o cacique, a quien los españoles le llamaron ‘El Dorado’ por estar cubierto de polvo de oro. En 1849, casi al final de su vida, el escritor Édgar Allan Poe escribió El Dorado, un poema peculiar y misterioso. Lo cito:
Brillantemente ataviado, un galante caballero, viajó largo tiempo al Sol y a la sombra, cantando su canción, a la busca del El Dorado. Pero llegó a viejo, el animoso caballero, y sobre su corazón cayó la noche porque en ninguna parte encontró la tierra del El Dorado. Y al fin, cuando le faltaron las fuerzas, pudo hallar una sombra peregrina. —Sombra —le preguntó—, ¿dónde podría estar esa tierra del El Dorado? «Más allá de las montañas de la Luna, en el fondo del valle de las sombras; cabalgad, cabalgad sin descanso —respondió la sombra— si buscáis el El Dorado…».
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Adorno secundario del salón principal, lámina de oro y acrílico sobre tela, 2018.
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Este poema narra la aventura de un caballero que busca infructuosamente esta tierra mítica, y poco a poco va perdiendo fuerzas a lo largo de su vida sin hallarlo. Una interpretación que surge es que el oro debe entenderse no literalmente como el precioso metal, sino como los tesoros espirituales que pueden ser hallados: la sabiduría y el conocimiento. Por sus biógrafos sabemos que el brillante escritor pasó su vida buscando la
felicidad sin hallarla, y ya frente a la muerte, escribe el enigmático poema. El Dorado representa lo inalcanzable, el lugar mítico imposible, y, metafóricamente, es la propia búsqueda interior del artista; él indaga en sus orígenes, improbablemente, intentando reconstruirse. El pasado está vivo pero es inaccesible. Enriquestuardo alude a sus raíces, las busca entre los ancestros sin hallarlas del todo. Encuentra frag-
mentos enterrados entre el mito y el misterio. La búsqueda del Dorado en realidad representa la búsqueda quimérica de la identidad latinoamericana, es la búsqueda del Ser colectivo y del yo individual. Inabarcable, inexplicable, imposible. Se escapa a cada paso, cambia, se transforma…, para encontrar al Ser es necesario acceder a la alquimia de la transformación personal.
Arquitecto con Maestría en Artes Visuales por la Universidad Nacional Autónoma de México, Medalla de Oro Dr. Vicente Rocafuerte otorgada por el H. Congreso Nacional del Ecuador al Mérito Artístico; Premio Pollock the Krasner Foundation en New York, Primer Premio. The Northeast Hispanic Catholic Center. Segunda Exposición Iberoamericana de Arte Religioso, Nueva York – EE.UU. Premio arte Joven en México, entre otros.
Bienales internacionales:
Colecciones:
Tokio-Japón, El Cairo-Egipto, LublinPolonia, Kuala Lumpur-Malasia, Pekin-China, San Juan-Puerto Rico. Además ha expuesto de manera individual en Chicago-Lexington-Kentucky, USA;La Habana-Cuba; La SerenaChile;Buenos Aires-Argentina;San José-Costa Rica;México DF, México;Proyecto especial Intervención urbana ‘QUILAGO’, 32 vallas a lo largo de 8 km de la carretera Valle de los Chillos, Quito-Ecuador; Mujeres Libertarias, mural, Quito-Ecuador. Su trabajo consta en más de diez publicaciones antológicas de arte ecuatoriano. Además de sus libros, Enriquestuardo y Mujeres revolucionarias.
Luciano Benetton, Rome, Italy; 21c Museum Hotel, Louisville, KentuckyUSA; Hispanic Catholic Center, NYUSA; Museo de Arte Contemporáneo Tama Art University-Japón, Municipio de Vega Alta-Puerto Rico, Museo de Arte Contemporáneo Panstwowe Na Majdanku, Lublin-Polonia . Y varios Museos en el Ecuador. www.enriquestuardo.com Videos en YouTube: Quilago: https://goo.gl/e4XyqN Santa Faz: https://goo.gl/UdvQNp ExpresarteEC: https://goo.gl/AgMBnb
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Patricia Noriega
Fรณsil, Milton Estrella Gavidia, esculpido en mรกrmol, 2014.
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Fotos: Direcciรณn de Comunicaciรณn CCE
cíncel
C
uando desde mi oficina dirijo la mirada hasta este bello jardín y veo a los trashumantes de Quito y del mundo: unos admirando las esculturas que lo habitan, otros acariciando las letras de un libro, otros recostados en el pasto en el abrazo del amor, recuerdo con ternura el Parque de Lima, en el barrio Miraflores, cuyo centro está marcado por una obra monumental del viejo Víctor Delfín, denominada El Beso. Este jardín pudo sin duda llamarse como aquel: el parque del amor, pero quizá habría sido un desatino por la falta de creatividad. Su nombre es el Jardín de las Esculturas, denominado así por el presidente de está Casa, Camilo Restrepo Guzmán, quien desde su inteligencia y sensibilidad es el primer responsable del replanteamiento de este proyecto. La Dirección de Museos es simplemente el artífice de la museografía de ese sueño. Detrás de una creación artística siempre hay un misterio: el arte nos
libera, nos salva del caos, se convierte, como alguien dice, en la silla del psicoanalista, pero también nos llena de esperanza y amor. Yo creo que la escultura es una piedra, un pedazo de madera o metal, de donde emerge un corazón. Es como si la materia prima gritara lo que quiere ser y el artista solamente es el instrumento para que la obra de arte sea esa partitura donde está escrita la realidad. Es decir, la escultura no es un azar, el artista empieza su labor y la materia misma se trastoca a través de la maestría de su mano. Los escultores saben que la materia late, vive, siente. Su visión está en escoger la piedra adecuada para que fluya su esencia. Esto seguramente lo saben los artistas vivos y muertos, cuyas obras contiene el Jardín de las Esculturas. Entre ellos: Jaime Andrade, José Cárcamo, Antonio Cauja, Milton Estrella, Donnie Firkins, Helena García Moreno, Luis Guerrero, Antonio Negrete, César Pillajo, Carlos Pozo, Oswaldo Rodríguez,
Howard Taikeff, Luis Viracocha y Héctor Welschen. Todos los rincones de esta Casa contienen creatividad y qué bien que hoy cuente con este espacio replanteado museográficamente. Será sin duda, cómo ya lo es, un punto mágico y sereno que permita encontrarnos con nuestro interior, porque el arte nos representa y nos conmueve, o con los otros, que son el espejo y proyección de nosotros mismos. Gracias a todos ustedes por estar aquí, por acompañarnos en esta fecha tan especial para la cultura del país, gracias por hacer de nuestro trabajo y nuestro empeño, un incentivo, porque este espacio ha sido creado para ustedes, para que lo disfruten y se identifiquen, para que también lo sueñen desde sus propias miradas. Apreciemos este jardín que contiene el corazón de las piedras y aprendamos a latir en armonía, con este mágico entorno y con la vida.
Llacta mama, Jaime Andrade Moscoso, esculpido en piedra.
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El perdón, Antonio Negrete, esculpido en piedra.
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a Casa de la Cultura Ecuatoriana, como parte de la celebración de sus 74 años de vida, inauguró el Jardín de las Esculturas, parque ubicado en la esquina de las avenidas Patria y 12 de Octubre. Contiene 14 esculturas de piedra y mármol y es un nuevo atractivo que la Casa entregó a los quiteños. Según el presidente de la institución, Camilo Restrepo Guzmán, esta obra nace como una necesidad de crear un espacio público de recreación cultural, ambiente que combina el arte y la naturaleza, y concibe un entorno dinámico y atractivo, un lugar para la reflexión y el estímulo, donde las personas sientan que el ámbito cultural es parte de su cotidianeidad.
En la inauguración, a la que asistió el doctor Julio César Trujillo, altas autoridades, artistas y público, se rindió homenaje a dos de los más prestigiosos escultores del país: Milton Barragán y Jesús Cobo. «Milton Barragán.- Arquitecto y escultor influenciado por corrientes del Art Nouveau, la escuela de la Bauhaus, es todo un referente en la corriente artística del brutalismo ecuatoriano, estética que destaca por la tendencia a la monumentalidad, la expresión material y el énfasis en lo estructural y urbano. Barragán ha sido el máximo exponente de la arquitectura lecorbuseriana y el gran arquitecto brutalista del Ecuador».
Jesús Cobo.- Sus esculturas están hechas en madera, metal, piedra y mármol. Jesús le ha dedicado al arte algo más de medio siglo, sin haberse comprometido con la corriente del arte conceptual que es la que imprime el sello de contemporaneidad al desempeño del arte actual. Él ha sido un leal y prolífico epígono de casi todas las vanguardias modernistas que marcaron con signos indelebles la primera mitad del siglo XX, porque la batalla entre modernistas y posmodernistas (dígase conceptualistas) no es tal, sino un simulacro, ya que el arte es ficción ante todo.
El presidente Camilo Restrepo entrega el reconocimiento de la Casa de la Cultura a la trayectoria artística del Arq. Milton Barragán Dumet.
El Coro, la Camerata y el Conjunto de Cámara de la Casa de la Cultura, junto a Édgar Palacios y Luis Gordón, llenaron de música este jardín que se iluminó al caer la noche. El escultor Jesús Cobo recibe el reconocimiento de la Casa de la Cultura a su gran labor artística. Entrega Camilo Restrepo, presidente nacional.
Artistas, diplomáticos y autoridades se dieron cita en la inauguración del Jardín de las Esculturas. En la gráfica: Camilo Restrepo Guzmán, presidente de la CCE; Dra. Paulina Aguirre, presidenta de la Corte Nacional de Justicia; y, Dr. Julio César Trujillo, presidente del Consejo de Participación Ciudadana.
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Historia y antología de la literatura ecuatoriana Tomo I: Literatura de los pueblos originarios Tomo II: Literatura de la época colonial Tomo XI: La literatura infantil y juvenil, periodismo, ensayo, novela histórica Autor: Varios autores Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2018 Ecuador es un país de alta cultura literaria, que requiere ser mejor estudiada y conocida por las nuevas generaciones. Esa ha sido la motivación que ha llevado a la Academia Nacional de Historia a preparar esta Historia y antología de la literatura ecuatoriana, concebida originalmente en 14 volúmenes, en cuya elaboración han participado más de 60 académicos y escritores de reconocido mérito. Va nuestra gratitud para la Casa de la Cultura Ecuatoriana cuyos representantes, Camilo Restrepo Guzmán y Patricio Herrera Crespo, presidente y director editorial, respectivamente, han brindado su generoso respaldo para la publicación de esta obra.
César Dávila – Distante presencia del olvido Autor: Varios autores Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2018
Cuentos escogidos y Las cruces sobre el agua Autor: Joaquín Gallegos Lara Géneros: Cuento y novela Colección: Esenciales Editorial: CCE Año: 2018
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«Este 2018 conmemoramos el centenario del nacimiento de César Dávila Andrade (1918-1967), uno de los más destacados poetas del Ecuador en el siglo XX. El presente volumen reúne estudios que abordan las características de su obra poética y narrativa, y además ofrece una selección de 25 poemas del autor, incluyendo una selección de ilustraciones de la artista plástica venezolana Bettina Uzcátegui, su gran amor». MP «Joaquín Gallegos Lara: llama viva de fervor justiciero, de militancia heroica, permanente, sin desfallecimientos, por la democracia económica y social, dentro de los marcos científicos del materialismo dialéctico. Nadie más golpeado por la vida que este hombre de dolor: una trágica invalidez física frenaba los impulsos del espíritu más dinámico que haya yo conocido. Su aporte de fuerza, de color, de valor narrativo a Los que se van, es fundamentalmente valioso. Y luego, recientemente pocos días antes de su muerte, la novela Las cruces sobre el agua, nos ofrece un amplio mural de la vida caliente del trópico guayaquileño, en el cual, el personaje de fondo, el motivo central, es aquella fecha dolorosa, trágica y heroica del pueblo de su tierra baja, que constituye la inicial sacrificada de los trabajadores, en los inicios de las luchas sociales ecuatorianas: el 15 de Noviembre de 1922». BC
Peripa Autor: Máximo Pinto Mena Género: Biografía Año: 2017
Una América en el Sur Autor: Christian Alejandro Báez Valverde Género: Ensayo Año: 2018
al zur-ich, más que un proyecto, un recurso estratégico Autor: Pablo X. Almeida Egas (compilador) Género: Ensayo Año: 2018
Máximo Pinto Mena escribió este relato familiar que aborda el tema del devenir del ser humano, en el que las familias tienen que hacer frente a los retos que la vida les depara. Para llevar a cabo este escrito, se realizó una exhaustiva investigación tanto del entorno familiar como de los sitios mencionados en el texto. Su estilo sencillo permite que sea fácilmente leído y comprendido por cualquier lector.
Para tener una mirada más cercana sobre la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), se analizan en este libro aspectos relacionados a la acción y promoción de la paz y la seguridad del territorio de Unasur. Además, se identifican las fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas que presenta el organismo para alcanzar el anhelado equilibrio de fuerzas internas y su capacidad influenciadora en el continente, así como en el entorno global.
«Este libro es un ejercicio recopilatorio, alegre y sencillo pero muy decidor acerca de un proyecto de arte contemporáneo que se fue situando entre el rechazo y la carencia, entre la invisibilidad y el descrédito acerca de algunas concepciones de lo que representa la institución del arte ecuatoriano. Después, la motivación recae en la investigación de algunas teorías sobre los procesos que dialogan entre el arte, lo comunitario, la condición humana y que reflexionan sobre las particularidades que permitieron la creación del Encuentro al zur-ich».
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San Francisco de Quito, a 27 de julio de 2018 Señor Camilo Restrepo Guzmán Presidente Nacional Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Ciudad.Estimado Camilo: Me complace extenderte un atento saludo y agradecer tu gentil invitación a la Sesión Solemne conel 9 memorativa por los 74 años de fundación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, de agosto del año en curso. Lamentablemente, en esa misma fecha estaré participando en varios eventos de conmemoración histórica y celebración cultural, lo que me lleva a declinar tu invitación y presentar las debidas excusas. Recibe mi más sincera y cálida felicitación por un aniversario más de la CCE, a quien quisiera que le entregues estas palabras: Pocos países (creo que el único de la región) tienen el privilegio de haber contado con una mente la tan lúcida y genial como la de Manuel Benjamín Carrión que creó una Casa (es decir un hogar) para Cultura (es decir la vida) de una nación. A la Casa (como la llamamos con sentido de pertenencia) le debemos el impulso a inmensas figuras como del país como Guayasamín, Adoum, Tejada, Dávila Andrade, Villacís, Viteri (tanto Oswaldo Danza, la de Crítica, la de Música, la de Eugenia)... En la Casa nació el ejercicio colectivo del Teatro, inclusive de la Pintura... las Muchos de nosotros íbamos a la Biblioteca de la Casa a hacer los deberes, o nos citábamos con nuesa pasaban que grandes los a o primeras noviecitas para presumir de cultos e informados, saludand tro lado. Fue la Casa como Manuel Benjamín: suscitadora, promotora, impulsadora, difusora, crítica, propositiva... se Y lo sigue siendo, porque es una ciudadana más que a veces impone su criterio, que en ocasiones distancia de algunos colectivos, y en otras, se acerca a los demás. Ya debería peinar canas, pero es madre y compañera de las nuevas generaciones, por lo que —al igual que toda Cultura— deberá renovarse, recrearse, vivificarse siempre, a diario, constantemente. Y es nuestro deber, como autoridades y ciudadanos, como ecuatorianos, como mestizos, indios, afros o montubios, apoyarla, protegerla, vivirla y sentirla..., porque es nuestra Casa, la Casa de nuestra Cultura; esa que, según Carrión, debería ser raíz y cuna de nuestra fuerza y potencia mundial. ¡Feliz aniversario! Atentamente,
Lenín Moreno Garcés Presidente Constitucional de la República
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panel
El Dr. Jorge Núñez Sánchez, director de la Academia de Historia, entrega un diploma de reconocimiento a Camilo Restrepo Guzmán, presidente nacional, por la labor editorial que ejecuta la Casa de la Cultura.
LA ACADEMIA DE HISTORIA Y LA CCE PRESENTARON
Historia y antología de la literatura ecuatoriana
El acto principal de la sesión solemne llevada a cabo con motivo de los 109 años de creación de y la Academia Nacional de Historia, fue la presentación de los tres primeros tomos de la Historia la de Casa la de ión colaborac la con ejecutado es que antología de la literatura ecuatoriana, proyecto Cultura Ecuatoriana. Esta publicación alcanzará 14 volúmenes de aproximadamente 500 páginas cada uno y en ellos intervienen como autores más de 60 académicos y escritores de reconocido mérito. El proyecto, según el director Jorge Núñez, «busca recoger la más amplia memoria histórica de nuestra de literatura nacional, para recuperar esa República de las Letras que constituyeron nuestras gentes especie». como y país cultura y cuya elevada imagen nos enorgullece como Por su parte, el Dr. Franklin Barriga López, director general de este proyecto, luego de pun tualizar la estrecha relación de la historia y la literatura, manifestó: «Ecuador no ha contado con una obra de esta magnitud, que estudie sin dogmatismos y sectarismos, de manera sistematizada y plural, sin mezquindades, el patrimonio literario ecuatoriano y que rescate, bajo estos mismos parámetros, las creaciones intelectuales de las mujeres y de los diferentes pueblos y nacionalidades originarios, así como de los escritores que han dado verdadero lustre a nuestra patria, con sus creaciones. Esto no obsta para que se incluya a los jóvenes que demuestran proyecciones de valía». En este acto solemne la Academia Nacional de Historia entregó sendos diplomas de gratitud y y reconocimiento a Camilo Restrepo Guzmán y a Patricio Herrera Crespo, Presidente Nacional editorial proyecto al apoyo el por Director de Publicaciones de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, de la Academia y, en especial, a este macroproyecto, que será el más grande de esta naturaleza, desde la publicación de la Biblioteca Mínima Ecuatoriana en los años sesenta. 113
premio
Fernando Cazón Vera (Quito – 1935). Poeta, periodista y catedrático universitario. Ha publicado casi una veintena de libros, entre ellos: Las canciones salvadas (1956); La misa, La guitarra rota (1966); El extraño (1968); Poemas comprometidos (1972); El libro de las paradojas (Premio Nacional de Poesía de la Universidad Central del Ecuador, 1977); Rompecabezas (1986); Este pequeño mundo (1996) y A fuego lento (1998). Ha ejercido el periodismo como jefe de redacción de varios diarios guayaquileños y también la docencia universitaria. Fue Presidente del Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Entre otros reconocimientos, en 1972 obtuvo, en España, el Premio Conrado Blanco. Consta en las antologías: Lírica ecuatoriana contemporánea (Bogotá, 1979); Poesía viva del Ecuador (Quito, 1990); La palabra perdurable (Quito, 1991). 114
Enrique Males (Quinchuquí, Imbabura - 1943). Considerado el amauta (maestro, sabio) del canto, la poesía y la palabra ecuatoriana. Algunos de sus discos son: Madre Tierra, Mama Cacuango, Rumiñahui Jatun Apu, Allpamanta Kausaimanta, La poesía es un arma cargada de futuro. Asimismo, el artista ha obtenido premios nacionales e internacionales como Cubadiscos 2011, con su disco Amauta del canto y la armonía; Premio Alba 2012, con su producción Las huellas de Tránsito Amaguaña; y en el 2015, el premio Rumiñahui con el tema Patsak Shimikuna Patsak Yuyaykuna. Ha grabado 18 discos de larga duración, 13 discos compactos, un documental y la musicalización de la radionovela Dolores Cacuango.
Marcelo Cruz (Quito - 1935). Doctor en Medicina, Escuela de Medicina, Universidad Central, 1969; residente en Medicina Interna y Neurología, Hospitales afiliados a la Universidad de Boston; curso avanzado de Neuroepidemiología, San Miniato, Italia. 1981; becario, Instituto de Epidemiología y Neurología Tropical, Escuela de Medicina de la Universidad de Limoges, Francia. 1993-1994. Es uno de los cinco facultativos en el Ecuador que integran el gremio norteamericano de neurólogos. Ha realizado prácticas en la clínica Mayo de Rochester. Ha estudiado las enfermedades neurológicas del país desde hace 50 años, sobre todo aquellas relacionadas con la epilepsia. Fundador del primer servicio de neurología del país en el Hospital Andrade Marín, hace 40 años. Ha publicado varios artículos y libros sobre neurociencia.
FM
CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA 115
Haruki
Murakami E N QU ITO
XI Feria Internacional del Libro y la Lectura Quito 2018
NOVIEMBRE
del 9 al 18
Centro de Convenciones Bicentenario