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Homenaje a César Dávila Andrade
A cien años de su nacimiento
Luis Noriega
Círculo virtuoso
Claudia Masin Poemas
Humberto Montero Estuardo Maldonado Noventa años de arte y ancestralidad
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editorial La Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, a través de sus Museos,
L
Libros en la Feria convoca al
a Casa de la Cultura Ecuatoriana estará presente en la Feria Internacional de Libro de Quito en su edición número once, que se realiza en el nuevo Centro de Convenciones número treinta y cinco • octubre 2018 Metropolitano. Como en años anteriores, ofreceremos al público lector una gran variedad de temas y autores que confirman a la CCE como la editorial que más publica a escritores ecuatorianos, tanto en Presidente Camilo Restrepo Guzmán nuevas ediciones, de hombres y mujeres que han construido la literatura del Ecuador, como en ediciones de escritores nuevos y Participarán niños entre 6 y 14 años edad que serán considerados en tres categorías. La técnica y el soporte son libres. Los participantes actuales que tienen en la Casa la posibilidad de mostrar al público Director pueden trabajar su creación con acuarela, crayones, témperas, óleos, acrílicos, pasteles, collage,Crespo mixta. En formato A3. Patricio Herrera sus creaciones. Dentro la última producción editorial anotamoscultural los Cuentos Tema: El de Ecuador un país de diversidad Editor escogidos y Cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara; Poesía Patricio Viteri Paredes Los trabajos seMayo; receptarán el viernes 30 dedenoviembre junta, de Hugo Parahasta atrapar la sombra la amada,dede2018. Carpremiación e inauguración la muestradeseEliecer realizará el viernesy 4 de enero de 2019eneneste las número: Salas Eduardo Kingman y Oswaldo Colaboran losLaEduardo Jaramillo; Trilogíadebandolera, Cárdenas; Abril Altamirano, Jorge Basilago, Jorge Luis Cáceres, Mística del Tabernario, de Raúl Vallejo. La colección Antítesis tieGuayasamín. La exposición permanecerá hasta el 18 de enero. Daniel Calabrese, Mario Godoy Aguirre, Valeria ne,Eldejurado igualcalificador manera, elestará aporte de tres ensayistas: Rodrigo Pesántez integrado por dos niños reconocidos por sus méritos artísticos, un docente adulto conMarcillo, experiencia en el Granda, Juan Manuel Guevara, Yuliana Rodas, con Panorama del ensayo en el Ecuador; Marvin A. Lewis, Claudia Masin, Humberto Montero, Luis Noriega, ámbito artístico, un artista plástico del entorno nacional y el Presidente de la Casa de la Cultura. con su obra Nelson Estupiñán Bass: una introducción a sus escritos; Patricia Noriega, Sonia Romo Verdesoto. Fernando Esparza, con Utopías y distopías; y sesenta títulos publiEdición de textos cados este año que, sumados a años anteriores, nos abren un abaniKatya Artieda co de 250 títulos que se ofrecerá al lector con el 50% de descuento para que lleguen al mayor número de personas. Diseño Como ediciones sobresalientes se debe anotar la obra de gran Tania Dávila L. aliento realizada con la Academia Nacional de Historia, con la Portada participación de 70 académicos: Antología e historia de la literatura Estuardo Maldonado, Escultura monumental, ecuatoriana, que tendrá 14 tomos, de los cuales hemos editados cinacero inox-color, Quito, 1977. co; asimismo, editado conjuntamente con el Instituto Iberoamericano del Patrimonio Cultural y Natural del Convenio Andrés Bello, la obra A la mar la palabra, memoria de los talleres literarios Casa de la Cultura Ecuatoriana de Miguel Donoso Pareja, con la participación de 25 talleristas de Benjamín Carrión México y Ecuador. Igualmente, por el centenario de César Dávila Andrade publiDirección de Publicaciones camos Distante presencia del olvido, con la participación de 13 escriAvs. 6 de Diciembre N16–224 tores de varios países, y Boletín y elegía de una vida, una reimpresión y Patria del libro que se editó en mi Presidencia hace 25 años, con motivo Telf.: 2565-808 Ext. 463 del aniversario de la muerte del poeta, en el que participaron nueve gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec escritores ecuatorianos. www.casadelacultura.gob.ec Esta visión del proyecto editorial la llevamos adelante con el Quito–Ecuador. convencimiento de que es la Casa de la Cultura la entidad que más aporta al libro y la lectura en el país, y es la que abre sus puertas al casapalabrascce mayor número de escritores ecuatorianos consagrados y noveles.
‘CARLOS RODRÍGUEZ’ · 2018
@casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com
Más información (02)- 2902-259 0999748110 1
índice
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Homenaje a César Dávila Andrade, por el centenario de su nacimiento
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Patricio Herrera Crespo recuerda a la gran poeta cubana Carilda Oliver Labra, que nos dejó hace poco.
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Ensayo de Humberto Montero sobre el extraordinario pintor y escultor ecuatoriano Estuardo Maldonado.
César Dávila Andrade, poesía en un lugar no identificado, ensayo de José Gregorio Vásquez, poeta y editor venezolano. Poemas de César Dávila Andrade. Laura de Crespo recuerda al poeta César Dávila Andrade en Carta a los amigos.
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Círculo virtuoso, relato del galardonado escritor colombiano Luis Noriega.
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Baltasar Gérard (1555 – 1582), cuento de Juan José Arreola, a cien años de su nacimiento.
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Muestra poética de Claudia Masin, escritora argentina.
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Poemas del escritor argentino Daniel Calabrese.
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El avispero, cuento de Abril Altamirano.
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Patricia Noriega nos ofrece su visión sobre la obra de Haruki Murakami.
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Valeria Granda y Juan Manuel Guevara analizan la presencia de insectos y arácnidos en el arte ecuatoriano a través de la historia.
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Artículo de Marco Antonio Rodríguez sobre Francisco Romero Simancas, el artista del hierro.
Yuliana Marcillo analiza la vida y obra del escritor francés Georges Perec.
Selección poética de Ida Vitale, Premio FIL de Guadalajara 2018. El escritor Jorge Luis Cáceres nos ofrece su relato Armario. Poesía de Sonia Romo Verdesoto, la única voz femenina del grupo Tzántzicos.
A cincuenta años de la muerte de John Steinbeck, Jorge Basilago recapitula su obra.
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Mario Godoy Aguirre rememora a Carlos Rubira Infante, músico y compositor que falleció hace poco en Guayaquil.
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Tributo a Martha Ormaza, gran actriz ecuatoriana.
centenario
César Dávila Andrade 1918 – 1967 Celebramos los 100 años de nacimiento de uno de los más grandes poetas del Ecuador y de América Latina. Vivió entre dos patrias y su poética del desarraigo es un encuentro entre lo oculto y lo innombrable.
José Gregorio Vásquez
Alguien debe continuar la escritura del dedo en el polvo.
César Dávila Andrade
El poeta es el hombre que conoce el drama del tiempo que se juega en el espacio, y el drama del espacio que se juega en tiempo.
Vicente Huidobro
No nos queda su frágil contextura de hombre, solo su canto inmortal, que seguramente va a sobrevivir más allá de nosotros… Jorge Dávila Vázquez
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s este un nuevo y singular momento para volver al silencio del poeta, pero también para volver al río sonoro de su poesía, ese que palpita sublime desde la página viva de su obra o desde el espejo de símbolos donde aún brilla la más remota poesía del hombre. Es este un deseoso instante por reconocer con el mismo afán que dura como la vida es la tarea poética, y por saber, sin olvidarlo nunca, que
esa misma vida que estuvo llena de misterio y de dolor, sacrificada y solitaria, agónica y marcada por la desdicha de una soledad inminente, muchas otras permaneció empujada por un anhelo íntimo al querer salir airosa, aunque lacerada, de esa oscuridad agobiante que la llevaba al comienzo de su otro destino en una noche iluminada. Estamos ante una conmemoración muy especial que nos permite descubrir otra vez la obra de un poeta solitario que cantó bajo el silencio del universo su propio silencio: el quejido de un fuego sideral abandonado en las palabras y protegido por los dioses sagrados en una tradición de símbolos que preserva el sonido puro de la tierra. A todas cuentas, estamos ante un poeta que también fue más fuerte que las creencias, la credulidad, la duda y el mito orgánico de la muerte. Un poeta, un lejano y cercano peregrino hacia la poesía que venció
De izquierda a derecha: César Dávila Andrade, Alejandro Carrión, Jorge Carrera Andrade y Galo René Pérez.
esa trágica costumbre de morir y de vivir atado a su única pata acuática. César Dávila Andrade (19181967) nos ha dado, quizás a cada uno de manera distinta y singular, desde su íntimo vago cofre de astros perdidos, un poema, una frase, un recuerdo, una imagen, un objeto, una señal, un olor, una marca, una última cuerda de otro sonido o el mismo no olvidado aún, o posiblemente nos ha legado su rito dionisíaco de la muerte y de la inmortalidad… Lo que sí no podemos olvidar es que nos hizo como última ofrenda, en sus instantes ya finales, la entrega de sus lentes apenas quebrados, para que nos animáramos a contemplar por dentro de su obra las múltiples formas fragmentadas
de las palabras que lo habitaron desde siempre: ese es el regalo de su vida, el oferente de sus victorias y derrotas, de sus hallazgos y de sus afanes voluntarios ante la entrañable Poesía del gran todo en polvo. Sea este año del centenario de su nacimiento el mejor motivo para recibir de nuevo al poeta, para encontrarlo otra vez entre nosotros, caminando su soledad tan sin igual. Sea este año, como lo dijera siempre tan cercanamente Jorge Dávila Vázquez, el que nos permita recibir su sueño, su dolor, su agonía, sus voces en medio de esas muchas batallas, sus iluminados girasoles, su lucha incesante con el verbo primigenio, su precipitada ceremonia hecha hoy poema secreto. Sea, en
suma cuenta, este momento, uno cercano y singularmente propicio, para dejar que la palabra se una de nuevo al silencio y nos ofrende la voz de una poética que brilla en la página memorial de un verdadero recuerdo que sigue gritando desde la profundidad misma de la poesía de América. Dávila Andrade, al igual que otros grandes poetas, estuvo poseído siempre por el alma de esta Tierra profunda y misteriosa, por el alma de los seres, por el alma universal…, por el sonido incandescente de otras tradiciones y las nuestras, diciéndonos desde allí la fuerza y la grandeza de una obra que la poesía misma seguía desentrañando desde un lugar apenas identificado.
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Juan Liscano, extraordinario promotor cultural, gran poeta, influyente gestor de la cultura venezolana en Latinoamérica, tenía una cercana amistad con Benjamín Carrión, y desde antes de la llegada de Dávila Andrade a Venezuela ya le publicaba al poeta en la revista Zona Franca, y en la Revista Nacional de Cultura, y en algunos suplementos culturales de este país. Eso facilitó que el poeta pudiera tener actividades en Venezuela, en el ámbito cultural. Reseñó una significativa cantidad de libros. Hizo notas y artículos. 6
Aquí nomás está todo. Aquí. La extremidad de cada cosa, unida a su interior, que vuelve a repetirse como si nunca la hubiéramos dejado de mirar de frente. (En un lugar no identificado. ‘Aquí nomás’, 1962)
I En 1998 llegó a mis manos una antología del poeta ecuatoriano César Dávila Andrade, editada en Mérida-Venezuela, a comienzos de los años noventa. Su portada me había sorprendido; había en ese libro un halo de misterio, pero también uno de cercana familiaridad. Todo se entreveía ya desde la fotografía de su frontal, donde un hombre buscaba reflejarse en un espejo de agua que había en una calle solitaria. La sombra comunicaba un secreto mayor, aunque difuso, estaba ahí obligando al silencio que dijera con otra voz, con otras palabras, con otros sonidos. Toda poesía preserva en esencia ese anhelo; es un afán heredado de antiguas tradiciones; es la magia de las palabras que vienen y van deseando desentrañar el firmamento, para volverlo poesía en el oído secreto del tiempo. Así fue. El libro era un laberinto, uno nuevo, uno que me permitiría seguir mirando y escuchando la voz casi rota de un poeta, uno hasta ahora desconocido para mí, una voz que gritaba en lo oscuro de la poesía latinoamericana, y que con su canto despertaba un mundo de símbolos y enigmas que antes no había visto en palabras, solo quizás, salvo algunos momentos, en la obra de Vallejo. La poesía de Dávila Andrade comenzaba a envolvernos; nos llevaba de nuevo hacia una tradición casi olvidada por nosotros, una tradición que se protegía en otras for-
mas y en otras voces, en otros símbolos; una tradición que venía bajo otros sonidos íntimos a llenar y sacudir la palabra poética de nuestro ahora. Su poesía nacía de ahí y también del íntimo silencio de esas antiguas tradiciones y regresaba a él profundamente para hacerse palabra en el papel. Su voz continuó así la de muchos otros, sobre todo, la de esos otros que, no habiendo sido despojados de sus dioses, ni de sus palabras y misterios, seguían ahí como baluartes de un universo profundamente significativo y ceremonial. Su voz venía a relampaguear lo oscuro de ese enigmático mundo que aún rugía en la tierra. Dávila Andrade había vivido en esta ciudad (Mérida) muy pocos años, pero ellos le bastaron para entrar en diálogo con los dioses que la protegían. En ella conseguí la posibilidad de hablar a distancia, para ese entonces, y luego más cercanamente, con su compilador: el querido poeta Edmundo Aray, perteneciente a la generación de los años sesenta, cofundador de los grupos Sardio y Techo de la Ballena: grupos poéticos tan emblemáticos como Elan, aunque César Dávila siempre fue una voz otra, un sonido otro, un poeta de incomparables dimensiones. Aray había construido para nosotros un puente casi secreto con ese viejo amigo suyo; había escrito ya muchas páginas sobre su poesía, su vida, su silencio, y con este emblemático libro nos comunicaba con ese lado extraño de la poesía latinoamericana. Nos ponía en manos una poesía enigmática, sombría, singular. Dávila Andrade era un poeta que nos permitía mirar de frente el abismo y salir temblorosos ante los misterios del alma humana que él retrataba en cada una de sus páginas. También, en ese mismo momento, otro maestro en Mérida comenzó a hablarnos de su cercanía con Dávila Andrade, sus diálogos más íntimos con él, su
estancia esotérica en las páginas de unos años ahora casi olvidados, se trataba de J.M. Briceño Guerrero, a quien Dávila Andrade le dedicara el último poema de su libro En un lugar no identificado, 1962. Luego con los años descubrí que Briceño Guerrero le había dedicado un libro suyo al poeta, justo el día que decidió marcharse de esta vida. Ese libro lleva un nombre solar y un nudo de misterios protegidos en el olvido. Triandáfila sigue siendo un libro muy emblemático en la obra de J.M. Briceño Guerrero. Fue el segundo libro esotérico de su obra y había sido editado en el año 67, justamente en el mes de abril, a pocos días de la infausta noticia. Nunca se lo envió al poeta, quizás porque la funesta reseña de su muerte lo dejó en silencio muchos años. El libro siguió ahí, en lo más íntimo él deseaba que Dávila Andrade pudiera leerlo en algún momento. En Triandáfila la luz del girasol radiante desbordada inundaba la vastedad de los prados… la magia de todo un pequeño universo que Adam Lilit, guerrero agonizante que se había extraviado de su Triandáfila, seguía recibiendo señales invisibles que intentaban comunicarlo con su origen. Nada pudo al comienzo, pero todo quedó suspendido ahí entre el espacio geométrico y el físico, entregado a incalculables combinaciones de la luz, hasta que el viento le azotó la cara con espigas y fundió y confundió licuándolo en el rocío sobre las hojas de hierba para que el sol lo hiciera gaseoso y luego radiante, inmaterial, omnipresente… En ese hermoso libro podía Briceño Guerrero de nuevo decir el otro universo fragmentado para que el poeta pudiera continuar su abismo en un viaje sideral guiado por ese resplandor solar de Triandáfila, pero ya el poeta había emprendido su otro viaje por el viejo Aqueronte. Algún día se encontrarían de nue-
Dávila Andrade, al igual que otros grandes poetas, estuvo poseído siempre por el alma de esta Tierra profunda y misteriosa, por el alma de los seres, por el alma universal… por el sonido incandescente de otras tradiciones y las nuestras, diciéndonos desde de allí la fuerza y la grandeza de una obra que la poesía misma seguía desentrañando desde un lugar apenas identificado. vo y quizás por eso conservó con sabio secreto aquel gesto de palabras que había dibujado para el poeta en la dedicatoria de ese significativo ejemplar. No puedo olvidar la gratitud y admiración que Briceño Guerrero mostró siempre ante la obra poética y narrativa de Dávila Andrade. Él la guardó, la protegió y la hizo más cercana para nosotros. Junto a él leíamos con mucha atención la música y el misterio que dejaban sus páginas. Aún hoy día el recuerdo de esas lecturas sigue siendo entrañable y profundamente singular. Estaba finalizando ya el año 1999. Yo contaba apenas con unas páginas leídas de aquella particular antología. Había comenzado así un diálogo a más de 40 años y en la misma ciudad con un libro que me permitía entrar en otros de sus libros; me animé a hacer toda una búsqueda en la obra escrita de Dávila Andrade, al menos en Venezuela; para mí ya su obra representaba un mundo insoslayable de donde salía de lo más profundo de la tierra misma de América Latina un nuevo canto, una nueva forma de decir, de desentrañar su dolor y su agonía, su tristeza y su pasión, la alegría y el destino provisorio que le co-
rrespondía a pesar de sus infinitas negaciones. Quería encontrar en él lo finito y sublime de la poesía, el verbo que se encendía hacia lo alto para contemplar la creación misma; el hondo fondo de lo misterioso y el dolor más aciago del alma: todo ello estaba ahí en esa obra, en esa incomprensible obra que yo comenzaba a leer. Años más tarde me hice a la idea de ir a Ecuador, luego de haber sostenido conversaciones en Mérida con muchos amigos cercanos del poeta como Bettina (Bethania) Uzcátegui, quien años después me permitiera sacar dos poemas inéditos de Dávila en la antología que publicara en primera edición en 2007 y luego en edición conmemorativa en 2011, titulada El vago cofre de los astros perdidos. Gracias al inmenso fervor de Carlos César Rodríguez, quien hiciera posible la estancia de Dávila Andrade en Mérida, pude ir a Caracas y conversar con José Ramón Medina, en ese momento presidente de la Fundación Biblioteca Ayacucho, con Juan Liscano, director en los años sesenta de la revista Zona Franca o el espléndido poeta Eugenio Montejo, quien abrazó por muchos años la voz de Dávila en sus recuerdos. Ellos me
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Óscar Zambrano, Benjamín Carrión y César Dávila Andrade.
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motivaron enormemente a viajar a Quito: había una deuda pendiente de Venezuela con la familia de Dávila Andrade. Yo debía ayudar saldando esa pena con mi visita, con mi afán por descubrir la obra mayor en Ecuador. Así emprendí un viaje a las tierras memoriales del poeta ecuatoriano, fui tras las palabras, tras las huellas, tras los silencios de su poesía, de su vida, de su mundo dibujado en el papel, de sus dioses secretos y nunca olvidados. El querido Jorge Dávila Vázquez me permitió llegar a Quito protegido por el espíritu de su familia hoy tan cercana para mí, y de una ciudad que me respira mientras atravieso este recuerdo: Cuenca. Caminé las calles de Quito y Cuenca. En ellas encontré otras voces. Otros amigos, otros silencios. De ellos sigo hablando cada vez que regreso a Dávila Andrade.
Habrá en el día radiante el corazón de caracol abierto, habrá; y los latidos de las púas de los átomos. Habrá el gran chisporroteo de las aguas centrales en la córnea, por la llameante aguja. Habrá… (En un lugar no identificado. ‘Habrá’, 1962)
La casa del poema: una lejana estancia en las alturas La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; en la misma casa encanecerás. Pues la ciudad siempre es la misma. Cavafis
En un lugar no identificado tiene un lejano destino como casa: Mérida, ciudad de la cordillera andina venezolana. Pero aunque lejano, de alguna manera era uno muy entrañable para Dávila Andrade. En ella terminó de organizar el libro que ya venía escrito y pensado. Un poeta trae su equipaje siempre de lejos. Sus palabras vienen de otros aires, de otros sonidos y aquí encontraron el papel final para su reposo. A comienzos de los sesenta el poeta ecuatoriano inició sus viajes a esta ciudad. Quizás antes ya había estado en ella. Un lugar así se lleva en el pecho, se lleva guardado en el alma, se camina, se visita en la memoria, se deja ahí en el olvido y se vuelve a encontrar protegido en las alturas. En esta ciudad, tan cercana geográficamente a su Cuenca natal, también dormían en silencio los antiguos dioses de estas tierras. A lo mejor el poeta quería escucharlos nuevamente, quería escribir con ellos, bajo su manto llevar al papel la agonía de sus palabras. Fue así como nació su enigmático cuento ‘Cabeza de gallo’; en él leemos un encuentro con una antigua tradición que aún hoy se da en la festividad de La Candelaria por el mes de febrero y donde el ceremonial cierra justamente con el sacrificio de este animal solar. Mérida tiene aún hoy un halo que protege las ruinas que lejanas manos indígenas fraguaron para habitarla, un halo trágico y recóndito aún presente en el secreto de sus calles, en el silencio de sus palabras, en la furia que protegen sus montañas. Mérida es un refugio provisorio para escuchar los dioses míticos del agua, de la siembra, del sol encadenado y suspendido de la tierra. César Dávila Andrade vino hasta aquí, vino a encontrarse con las montañas que aún la habitan, vino a escribir en ellas, a dejar marcas imborrables, a quemar tinta en el papel de su memoria. Vino
motivado por Carlos César Rodríguez, y por su coterráneo, el maestro Alfonso Cuesta y Cuesta, quien ya trabajaba en la Universidad de Los Andes y quien lo hospedó en el tiempo que el poeta vivió en esta ciudad y trabajó para el Anuario de la Facultad de Humanidades y Educación de esta misma casa de estudios. Aún se conserva la casa familiar de la familia Cuesta y aún está el pequeño lugar donde vivía el poeta ahí en las cercanías del río Albarregas. Al recordarlo se me vienen las palabras que Eugenio Montejo, nuestro querido poeta mayor de Venezuela, escribiera sobre este lugar: Habitaba una pieza blanca de cal… En la pared, por único objeto, un retrato de Krishnamurti joven, que concentraba toda visión…, ya no me fue dado imaginarlo fuera de aquel habitáculo ascético que componían una cama de balaustres metálicos, una estera de palma y algunos libros. En el fondo, una ventana abierta sobre un ribazo enneblinado con moles de piedra fuera de madre. Era esta, tal vez, por su adustez y despojo, ‘la casa del poema’ a que aludía de continuo, cuyo fervor presidía en una ceremonia donde parecía ordenar invisibles palimpsestos y encendía su lámpara ilusoria (Papel Literario, El Nacional, 20 de octubre de 1968).
Como en muchas antiguas ciudades andinas, también en esta ciudad hay otras murallas bañadas por sus íntimos ríos. Pero son otras piedras las que sostienen su tiempo. Son otras melodías las que nacen de sus silencios impostergables. Son otros los rostros que la habitan. Otros los dioses que la siguen cantando y lloraron bajo el imperio lunar de otras edades. Aún caminamos en sus calles, aún escuchamos
las voces de otras voces, los balbuceos desconocidos de otros sonidos allá adentro, tatuados en su vientre, en sus árboles, en sus silencios, en sus palabras secretas. Aún vemos al poeta en su secreta estancia, en su cuarto baldío. Esta es la ciudad que lo acompañó. Ciudad: Fourmillante cité, cité pleine de rêves…
En un lugar no identificado El alma del poeta en esta ciudad buscó regresar al lugar más profundo de sus piedras, para volver en ellas al templo infinito, al brillo incandescente del maíz en la noche oscura. Dávila Andrade prefiguró en esta ciudad un libro que venía escribiéndose desde antes. Aquí vio la luz en el papel En un lugar no identificado (1962), publicado por los Talleres Gráficos de la Universidad de Los Andes, bajo el auspicio del Departamento de Extensión Cultural. En sus páginas se esconde el tiempo detenido. Hermetismo y esoterismo vibrante andan por sus poemas dejando un diálogo aún intacto. Los dioses de los hombres han encontrado una manera pura para el diálogo: la poesía, y Dávila Andrade hiló en ese secreto el diálogo no solo con los dioses olvidados, sino con los misterios que esos dioses sembraron en la tierra. El Poema debe ser extraviado totalmente en el centro del juego, como la convulsión de una cacería en el fondo de una víscera. Y, reír de sí mismo con el costillar del ventisquero. (En un lugar no identificado. ‘Poesía quemada’, 1962).
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Años más tarde me hice a la idea de ir a Ecuador, luego de haber sostenido conversaciones en Mérida con muchos amigos cercanos del poeta como Bettina (Bethania) Uzcátegui, quien años después me permitiera sacar dos poemas inéditos de Dávila en la antología que publicara en primera edición en 2007 y luego en edición conmemorativa en 2011, titulada El vago cofre de los astros perdidos.
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Durante muchos años la voz del poeta ha estado aquí. Venida de otros tiempos se hizo mediodía en las páginas escondidas de esta ciudad. Y sigue ahí, intacta, secreta, dura, lejana, susurrando aún el canto antiguo y puro de una poesía que desentraña la piel de las palabras. Aquí, en esta ciudad, está su alma en medio de una batalla. Aquí el silencio: un lugar íntimo de una parte de su poesía. En ella la sombra, el origen de un verbo aciago y de otro venido del confín de los Mayores o de la cabellera de la Salvaje Madre. El poeta los saca de su vago cofre para volverlos presente en esta conmemoración centenaria de su nacimiento. El centenario es ya una luz que vuelve a encenderse desde lo oscuro de cada día. Al recordarlo volvemos sobre las letras, los sonidos, el silencio, la vibración misteriosa de sus poemas, el esqueleto verdadero de sus páginas y de ese hilo que nos conduce a otros sonidos, a otros misterios, a otros
insondables laberintos que hacen que su poesía franca y recóndita se vuelva página nueva en nuestro ahora. Esta es mi forma de conmemorar su poesía. Desde esta ciudad vuelvo a En un lugar no identificado para encontrarlo, para homenajearlo, para celebrarlo en palabras. En esta ciudad el poeta también se tropezó con las contradicciones del alma de los otros: los otros siempre están ahí. En ella el corrosivo dolor impuro de la derrota. En ella ese aire que trae de las montañas un furtivo enigma de dioses y de hombres que la vieron crecer y morir muchas veces. Desde esta ciudad vemos la antigua ciudad donde el poeta caminó el ruidoso afán de los buscadores. Tropezó con la niebla, con el dolor de los hombres rotos, con el alma de los moribundos, con el afán de los dormidos, con la locura de sus ídolos antiguos, con las palabras ya desvencijadas de sus cuidadores. Aún no ha cambiado nada en esta ciudad y, sin embargo, todo ha cambiado para siempre. Ya no están esas sombras entre nosotros: sus misterios se han escondido, sus dioses se han apartado. Quizás se han ido a los bosques míticos de la antigüedad. O a las palabras ennegrecidas por los hombres, por los enemigos de la infancia, por los seres insepultos que sorbían la entraña misma del verbo en ella. El poeta vuelve de la oruga blanca de un misterio entretejido en el verbo y el silencio de otros dioses azules. Aquí el poeta luchó para encontrar asilo en el venturoso confín de las estrellas, de los astros perdidos, de las voces que no envejecían, de los secretos que nunca agonizaron ante el papel, ante la memoria ni ante el alma sofocada. Mientras tanto todo envejecía antes y después, todo volvía a la tierra del maíz, al silencio último del barro creador, a la semilla fecunda de la vida guardada antes de ser destruida por el alba.
Una generación detrás de una poética esencial A comienzos de los años sesenta comenzaban los aires impuros de otras derrotas. Los poetas perseguidos por sus ideas políticas se fueron replegando hacia el exilio, hacia el silencio, hacia el vacío impuro de su secreto. La poesía alcanzó una fortaleza con el hallazgo del surrealismo. Dávila había venido a Venezuela por un diálogo mayor que había nacido desde Quito antes de 1951. Aquí el poeta ya tenía una casa. Unos amigos. Unos hermanos. Su viaje a Venezuela se presentó ya con la garantía de trabajo que el hijo de Isabel, Raúl Campuzano tendría en las empresas de petróleo venezolanas. Para Dávila fue la concreción de una cercanía ya hecha. Juan Liscano, extraordinario promotor cultural, gran poeta, influyente gestor de la cultura venezolana en Latinoamérica, tenía una cercana amistad con Benjamín Carrión, y desde antes de la llegada de Dávila Andrade a Venezuela ya le publicaba al poeta en la revista Zona Franca, y en la Revista Nacional de Cultura, y en algunos suplementos culturales de este país. Eso facilitó que el poeta pudiera tener actividades en Venezuela, en el ámbito cultural. Reseñó una significativa cantidad de libros. Hizo notas y artículos. Ensayos singulares que hoy aparecen como parte de una obra selecta en la Biblioteca Ayacucho. La generación venezolana del sesenta despertó a la poesía de César Dávila Andrade, poética que dejó una profunda huella en ellos y en las generaciones posteriores. Caracas fue lugar de muchas tertulias y diálogos profundos y singulares para el poeta, pero fue Mérida la ciudad que le permitió otros diálogos secretos, otros
amores, otras magias para el verbo y para la música de ese secreto poema que hizo un libro tan singular como este que hoy ofrendamos. Su obra mayor volcó la tradición de los poetas de posvanguardia ecuatorianos y venezolanos; su influencia en la generación del sesenta venezolano fue reconocida por estudiosos como Enrique Anderson Imbert, y en Venezuela en particular por estudios y acercamientos como los de Guillermo Sucre, Juan Liscano, Juan Sánchez Peláez, José Barroeta, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, Edmundo Aray, Pérez Perdomo, Baica Dávalos, Óscar Sambrano Urdaneta, Pascual Vanegas Filardo, Pierre de Place, Ida Gramcko…; también fue reconocido por las generaciones de poetas posteriores, así como por los narradores y ensayistas venezolanos de generaciones más recientes. Su trabajo en la revista Zona Franca marcó profundamente a toda una generación, así como su obra. Su impulso poético, su canto nostálgico y su batallada obra fueron, desde este país, una lámpara siempre encendida para muchos que estuvieron cerca de sus pasos. Estuvo en Mérida a mediados del 61 y hasta el 63 mantuvo un trabajo modesto como encargado del Anuario de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, bajo el impulso de Carlos César Rodríguez y Alfonso Cuesta y Cuesta. Muchos lo vieron caminar por las calles de esta ciudad andina de Venezuela, muchos lo escucharon y sostuvieron una gran amistad con este hombre, de estatura baja, de aspecto taciturno, imbuido en las noches de esta ciudad, cantando a lo más oscuro del alma. Hemos podido compartir el recuerdo de Dávila en Mérida a través de las palabras de muchos de sus amigos, y en especial de las del profesor José Manuel Briceño Guerrero, quien estuvo muy cerca del poeta en los
años en Mérida, cuando escribía En un lugar no identificado. Luego regresaría a Caracas, a seguir trabajando con Zona Franca, con los periódicos nacionales en sus páginas literarias.
Un viaje a la tierra y a la piedra Regreso a este encuentro con Ecuador. Fue en el año 2000 cuando estuve en Quito y en Cuenca gracias al apoyo entrañable de Jorge Dávila Vázquez. Fui tras las huellas del poeta y sus ciudades. Estaba preparando un estudio y una antología en su homenaje para Venezuela. Quería volverlo presente. Fui a buscar sus sonidos, sus palabras escondidas, el misterio de sus voces. Encontré en muchos de sus cercanos algunos rastros. Encontré en las voces de sus amigos el recuerdo, la afrenta de una poesía que desentrañó la tierra andina. El río Tomebamba, las calles de piedra y sus rostros. Encontré en Quito la voz de una extraordinaria mujer en la Biblioteca Benjamín Carrión que me abrió otra página de la vida del poeta: ahí vi por primera vez algunos de sus libros editados en Ecuador. Ahí vi la máquina de escribir que usó algunos años. En Quito estaban muchos misterios de Dávila Andrade; en sus calles, en las palabras de sus pobladores, en los libros que se conservaban en las bibliotecas que guardan su memoria aún estaba él. En Quito encontré la afanosa amistad de Jorge Enrique Adoum con quien pude conversar muchas veces. La visita era en su apartamento. Cada tarde viajaba a su lugar de vida para conversar de los amigos comunes: los de Venezuela que le estimaban mucho. La amistad de Jorge Enrique Adoum con Liscano, con Sánchez Peláez
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Dávila Andrade era un poeta que nos permitía mirar de frente el abismo y salir temblorosos ante los misterios del alma humana que él retrataba en cada una de sus páginas.
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era grande y profunda. Así que podíamos hablar de las amistades, de la poesía, del vínculo singular de César Dávila Andrade con su padre el gran Mago Jefa, quien le abrió al poeta Dávila Andrade la puerta al esoterismo, a la comprensión de las palabras sagradas que estaban en la tradición hermética y esotérica del mundo. Caminé en silencio y respiré emocionado los aires de estas dos bellas ciudades, los aires y palabras de los amigos y familiares. Aún hoy tengo vivo ese recuerdo. Aún hoy vuelvo a estos dos lugares siempre que pienso en la fraterna palabra del poeta. Cuando regresé del Ecuador comenzó mi otra tarea: la de hacer una antología y un estudio mayor. Comenzó además mi afán de seguir hablando con los más cercanos del poeta en Venezuela. La antología se publicó en 2003, no solo como homenaje a Dávila Andrade, sino como sentido abrazo de muchos amigos venezolanos a su obra. Años después, en Mérida, junto a J.M. Briceño Guerrero hacíamos otra deferencia en secreto: la publicación de un libro que contuviera 13 relatos como el libro César, y entonces se editó Trece trozos y tres trizas. Era un sentido e íntimo regalo a la memoria de Dávila Andrade que J.M. Briceño Guerrero le hacía luego de muchos años; con la misma intensidad también tuvimos la dicha de recibir el regalo de las bellas ilustraciones que Bettina Uzcátegui hiciera para El vago cofre de los astros perdidos, hechas como fraterno y simbólico mensa-
je a una memoria y un recuerdo que seguían intactos. Dávila Andrade quedó metido en lo más profundo del alma de esta ciudad y de sus más cercanos. Venezuela sigue rindiendo homenaje a esta voz tan significativa de la cultura toda de América. El poeta cantó la tierra toda del Tomebamba florecido y su canto hirió para siempre el oído de la poesía que volvía a desentrañar el dolor y la muerte, la vida y el cosmos, el universo todo de la creación.
II …Tú sabes lo que es andar todo el destino a pie. César Dávila Andrade
La secreta casa del poeta La idea de destino es trágica. La del poeta es aún la más trágica. El poeta quiebra la costumbre, rompe la palabra para que ella diga desde adentro. Desafía a los dioses, combate con la noche y el día llevándose todo a cuestas. Lucha contra los titanes que gobiernan nuestro ahora. El poeta trastoca así el tiempo con la palabra para hacer con ella música y devolverla al poema. Cuando el poema no tiene esa música fundida que el poeta ha trasegado con los años, con la vida, con el dolor, con
la afrenta, el poema no dice, se seca, desaparece. Fue así la tarea de César Dávila Andrade (1918-1967), fue así que nos llegó esa voz inmensa del poeta ecuatoriano que resuena con dolor en nuestras páginas. Su canto profundo y ronco trae los misterios de la vida y de la noche. Su canto viene golpeando el sueño inmóvil y abriendo el misterio de la palabra aún perdida para regresar con él al arco y la lira del lenguaje. Aquella voz del hombre solitario es también por momentos la voz muda y transparente de la tierra. Atestigua su entrañable e íntima cercanía con una tradición profunda del mundo indígena, en él busca el sentido indígena de lo sagrado, el sentido de una tradición que no va al olvido. Es la voz del hombre nacido de la entraña de esta tierra que destinó la vida a descifrar el universo a través de la palabra y sus secretos. Hoy, esa palabra está protegida en el recuerdo, está velada en el poema, está encendida en su poesía. Su voz viene de Cuenca, de una región de dioses y de hombres, de ritos antiguos y palabras milenarias que viven en sus calles; viene de ahí con sus aires y recuerdos para hacer casa entrañable en su poesía. Allí pasó los primeros años esta solitaria voz del Ecuador, el Ecuador amargo que ha guardado para siempre la imagen de los dioses en el corazón de su vientre. De allí trajo su magia a toda Latinoamérica. La voz de César Dávila Andrade trasformó los destinos de la poesía latinoamericana. En él estalla la imagen de un hombre buscando incansablemente la esencia de las palabras y los símbolos guardados en el destino de los seres humanos. En él, el canto antiguo de la palabra perdida, la palabra de los dioses ancestrales que siguen combatiendo en el silencio del poema. Fue un poeta que cifró ese silencio bajo la piel de sus años en una obra que representa para nuestro tiempo la inimaginable tarea de escribir, de sufrir, de resti-
tuir a la poesía de esa transparencia que la protege misteriosamente. En César Dávila Andrade se presenta un singular encuentro con esa poesía, un encuentro verdadero, sin ataduras, sin velos, sin máscaras, sin engaños; la ciega circunstancialidad de los azarosos momentos se volvió sobre sí, atacándolo invisiblemente: de allí las huellas que están en muchos de sus poemas y que hicieron la forja de su vida como poeta. De allí vienen muchos de sus poemas: poemas que son casas, casas que son silencios, silencios que son el aire sagrado de un cielo tembloroso, cielo de palabras perdidas, palabras antiguas y desamparadas que encuentran lugar aciago en el silencio del poeta. Hoy, al volverlo a leer, vamos al cercano abrazo de un hombre con su universo, de un hombre con su propia escritura, su pensamiento, su poesía, su vida, su muerte, su batallada muerte. Dávila Andrade trasegó las palabras, las protegió de los dioses de los hombres, las hirió por los costados, las abandonó, las escondió para siempre en el vago cofre de los astros perdidos y las dejó escritas en las profundas páginas de una memoria, mostrándonos en ellas la inmensa y dolorosa tarea del poeta, mostrándonos en ella el sacrificio de los años, la pobreza, el abandono, la inútil forma de recorrer los días, el agobio que causa la costumbre y el intenso llanto que sangra en las palabras. El poeta nombra así a sus dioses y en todas las cosas los presenta, abandonándonos en la fuerza que significan esos dioses. Es el poeta el que enfrenta la tarea de conducirnos más allá de las formas y los sonidos de un poema; él y sus ojos, sus labios y su alma, marchan hacia aquello que será, haciendo que las palabras resuenen en ese lugar donde permanecen los verdaderos silencios, provocando entonces un largo camino a pie por
este trágico destino, haciendo que el alma del hombre no se seque fuera del arte.
El camino al hermetismo y esoterismo poético Después de la aparición de En un lugar no identificado, Dávila comenzaría el fortalecimiento de la obra hermético-esotérica, una obra que traspasaría la barrera de las ideas comprensivas y se adentraría en la búsqueda simbólica de la noción de sí mismo estampada en el poema. Espacio me has vencido es un libro esencial para comprender su búsqueda incansable. Este libro es el centro de su tarea poética hermética. En este encuentro de libros también estará La corteza embrujada (1964) y lo que sería su libro final Poesía del gran todo en polvo (1967). Aparecido fragmentariamente en la revista Zona Franca, dirigida por Juan Liscano, y que posteriormente se reunió en un libro titulado Materia real (1970). Hermetismo, esoterismo y poesía se dan la mano en esta última creación poética de Dávila Andrade; sabemos que los términos mismos designan artes que no son de fácil acceso, por las oscuridades que presentan, ya en la expresión, ya en los contenidos. La enorme afición que sentía el poeta por las doctrinas orientales contribuyó muchísimo a que su obra se volviera más y más difícil de entender por parte del lector común, quien a veces no logra percibir de esas creaciones más que los destellos de un lenguaje de gran belleza, poblado de imágenes que vislumbran y deslumbran, pero que se pierden en el laberinto de los conceptos, quizás familiares para quienes conocían los diferentes aspectos del pensamiento filosófico del autor, mas, casi inaccesible para la mayoría.
En palabras de María Augusta Vintimilla, «la poesía de Dávila extrae su fuerza del pasado, se vuelve hacia el mito y los saberes milenarios, redescubre las antiguas palabras de la tribu, devela insólitos significados que sobreviven secretamente en el lenguaje. En el aura de sus palabras se escucha la voz del adivino que descifra el enigma de la vida en la entraña de los seres: ‘y la Poesía, el dolor más antiguo, / el que buscaba dioses en las piedras», sigue ahí, intacto… Tomado del libro César Dávila, distante
presencia del olvido.
José Gregorio Vásquez (San Cristóbal, Venezuela – 1973) Poeta y editor. Profesor de Literatura en la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes (Mérida). Su trabajo investigativo se ha centrado en la reflexión sobre la poesía latinoamericana y venezolana, compilando artículos y conferencias. Obtuvo el Premio Nacional del Libro del CENAL (2006), por su labor editorial desde 1998. Entre sus obras constan: El vago cofre de los astros perdidos. Antología del poeta César Dávila Andrade (2003 y 2011), Ingapirca (2011), Cantos de la aldea (2012), La noche del sol antología poética (2013), Solamente el olvido (2014), Mínimo esplendor (2016), Decir un día (2017) y la extensa compilación sobre José Manuel Briceño Guerrero. 13
La casa abandonada (Entré al atardecer, con sol perdido) El patio lloraba una estatua vacía. Profundos caballos de polvo viajaban hacia los lugares más vagos del moho. Un hoyo remoto pasaba a la nada. El vacío entraba con sus muchedumbres y con sus inmensas campanas ya mudas.
Advertencia del desterrado Cuando un día vayáis a buscarme, quedaos a la puerta. Gritad con vuestras voces un nombre de los vuestros. Yo os responderé abriendo el suelo con una débil costilla o un recuerdo. Yo, que estoy allí, o acaso duermo, o que aún no he llegado, o no despierto, o que he rebasado el día del destierro. Gritad un nombre de ayer que suene a siempre. o a nunca, como un ángel increado. o a nada como una cabeza dada vuelta. Yo, os responderé: «Pretérito presente». Me niego, porque sufro si me encuentro. Soy de ayer, por la tarde, cuando muerto. Soy de ayer, de un ayer que ya es eterno. Es verdad que bajé una mañana, con un nombre de sal entre los labios y una mancha de cielo sobre el alma. Es verdad. pero, mi gran secreto, no era jamás donde mi nombre estaba. Hoy recuerdo mi día en otros pueblos: la antigua Ley y el oro del rebaño; cuando el pulso sentía en el cayado el simultáneo origen de los pastos. 14
Yo soy de ayer, y me visito ahora por un descuido en que lloró el Eterno.
Oí un paso dado en otra centuria y vi en una cisterna el muñón de mi alma. Un viento blanquísimo dormía doblado En un seco lienzo de aves olvidadas. Un reloj yacía en ácidos profundos y el peso de un pájaro recorría el muro. Una niña muerta soñaba en un cuento dicho desde una alta ventana de niebla. Hacia atrás viajaba un abecedario, los días antiguos eran los primeros por una pequeña compuerta de naipes… (En un muro blanco, hallé esta leyenda: «El 7 de marzo murió María Eugenia»). Arriba en la tarde flotaban obispos con lámparas llenas de azufre y de trigo Arriba en la tarde. Y no era yo mismo el que había vuelto. Era un extranjero al que a veces lloro y en el que ya he muerto…
Herencias Heredamos minas de sal y minas de diamantes. Documentos para encender batallas en selvas venideras o sobre esplendentes masas de deyecciones de aves a orillas del Océano. Heredamos disfraces zoomorfos y máscaras de esgrima. Heredamos la fórmula para embalsamar cadáveres de obispos, jabalíes, voltaires y discóbolos. Heredamos el revólver de sílex y la mordaza de cuero. Heredamos hermosos exorcismos contra el óvulo fecundado durante la Cuaresma. Heredamos el semen, la estricnina, la avaricia. Heredamos el furor de salvarnos pisoteando las manos del que se agacha a comer lodo por Amor. Heredamos palabras emputecidas hace siglos. Heredamos la manía de aferrar por la cola la bella piel de la Mona verdulera de Paraíso. Heredamos la mesa. y la náusea. 15
Canción a la bella distante Para Laura No era mi poesía mis poemas no eran. Eras tú solamente, perfecta como un surco abierto por palomas. Eras tú solamente como un hoyo de lirios o como una manzana que se abriera el corpiño. Eras tú, ¡oh distante presencia del olvido! Clara como la boca del cristal en el agua, tierna como las nubes que atraviesan el trigo por los lados de mayo. Dulce como los ojos dorados de la abeja; nerviosa como el viaje primero de la alondra. Eras tú y tenías delgadas de esperanza las manos que me huyeron. En tu sien, extraviadas, bullían las sortijas. En tus perfectos ojos abril amanecía. Estoy tan impregnado de tu voz siempreviva que hasta en inmensa noche parece que sonríe y percibo el borde líquido de tu alma. Andabas como andan en el árbol los astros. Rezabas en silencio como una margarita.
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¡Oh quién te viera abriendo esos libros que amabas con el alma inclinaba a la luz de las fábulas! Qué viñeta de rosas tenían tus mejillas cuando abrías los labios de amor de las palabras. Y qué resplandeciente ciudad de serafines descubrías, de pronto, en el cielo de estío. Quiero besarte íntegra como luna en el agua. Mañana en los delgados calendarios de ausencia te encontraré buscando una pedrezuela tierna para marcar una hora lejana que aún espero. Recuerdo aquella tarde cuando quise besarte. Tenían los cristales un fondo de mimosas y la antigua ventana mecía los jardines. Las llamas de los árboles se tornaban oscuras y un ángel de eucalipto se apoyaba en el muro. Escuchamos de pronto la carreta profunda que atraviesa los prados con su carga de junio. ¡Pienso en aquella tarde y me encuentro más solo! Las casas recogían la luz del occidente, los caminos bajaban como arroyos en llamas, la brisa estaba fija en el borde del álamo. Pienso en aquella tarde y no sé por qué lloro…
Variaciones del anhelo infinito
Poema Nº 1
Si alguna azul mañana de febrero, tras una larga noche de tormenta, encontraran tus manos el cadáver de un ángel en el campo...
Ahora sí, Tú puedes ya mirarme. Soy compañero de los ofendidos; de las almas oscuras que transitan la profunda llanura de la noche, amando tristemente los abismos y las jaurías cárdenas del vino. Ahora sí, Tú puedes ya mirarme…
Si alguna vez, hacia la medianoche, con tu sagrado sexo en las tinieblas, te me acercaras tanto, que pudiera oír cómo cae de tus labios una dulce minúscula sin letra... Si alguna vez, después de haber leído una carta de amor, fueras descalza hasta el río que amaste cuando niña y escucharas el tránsito de mi alma... Si alguna vez variaras sin motivo la dirección delgada de tus trenzas y te sintieras una joven nueva con una diadema de gavillas y heno... Si alguna vez tus manos se elevaran tanto hacia el aire que no fueran materia sino un deseo de sentir el alma celeste y silenciosa de las cosas... Si algún día tu voz (la que conozco), atravesara sola esas praderas, encontrara una fuente silenciosa y le enseñara a pronunciar tu nombre... Y, si pasaran siglos, muchos siglos, y nosotros no fuéramos los mismos después de tanto sueño en otras vidas; si, entonces, te encontrara de repente en una ciudad que todavía no existe y lograra acercarme y estrecharte con este amor que ahora no es posible...
Padezco el peso puro de la tierra sobre mi corazón buscador de ángeles, sobre mi alma hechizada por el río azul e inmóvil que atraviesa el cielo con invisibles olas siderales y con mil barcas de humo pensativo. Una vez quise abrir tu paraíso con una aguja débil de rocío. Hoy amo el cielo humano de la arcilla poblado de fantasmas que tiritan. Amo la soledad, la sed, el frío, la carne vestidora de incurables, el pecado y su fina risa de ámbar. Sí, ya puedes mirarme. Enterré ya los mármoles que amaba. Duermen en él los ángeles helados en ocultos tropeles ateridos. Ya sé odiar berilos y zafiros, —parásitos brillantes de la roca—. No deseo admirar tus vestiduras salpicadas de signos y asteroides. Amo la desnudez de los caminos. Sí: ya puedes mirarme. Por la llanura de la noche cruza una pequeña luz que cabecea: ella es mi pecho roto en el que tiembla la fiebre inextinguible. Ya puedes Tú mirarla; Tú que vives arriba y que tal vez no eres inconmovible.
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Laura de Crespo
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ueridos amigos: Cuando hace veinticinco años me enteré de la muerte de César Dávila Andrade, le dije a Édison Terán, para Radio Quito, que me alegraba saber que, al fin, había dejado de sufrir. Inmediatamente surgió la leyenda, la fabulación sobre la vida y la obra del poeta; me quedé tan sorprendida que, como reacción, me prometí a mí misma callar y guardar solamente para mí el recuerdo de esa bella amistad, clara y sin sombras como fue la nuestra. Hasta que, ahora, el poder del convencimiento de Estela Parral de Terán ha hecho que venga ante ustedes y les diga una parte de mis recuerdos. Haremos como si estuviéramos en su funeral, en ese funeral al que su innata delicadeza no nos permitió asistir. Sí, yo conocí al poeta, llegó un día a ese primer local en donde nació la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en las calles Montúfar y Vergel, propiedad de Adolfo Páez; ahí fue donde Benjamín Carrión nos lo trajo una mañana: le recibimos
Alejandro Carrión y yo, parecía una avecita tímida y temblorosa. El presidente Carrión se dirigió a mí y me dijo: «Parece que este es un poeta; le entrego, cuídelo»; yo, con el instinto maternal que es innato en todas las mujeres, lo adopté para siempre. El poeta me pagó con creces mi dedicación: un día apareció en mi oficina con otro poeta que acababa de llegar a Cuenca, y me presentó a Jorge Crespo Toral, a quien desde entonces le debo todo lo que soy y siento. Al recordar a César se me entrecruzan una cantidad de nombres que, de alguna manera, estuvieron ligados a esa época, hombres de cultura respaldados por sus obras ya reconocidas y jóvenes que se iniciaban y asistían, ilusionados, a la creación incipiente de la Casa de la Cultura. Alguna vez hablamos con ese fino poeta y destacado médico que es Eduardo Villacís Mythaler, del grupo ‘Umbral’, quien recuerda esa mezcla de asombro y de respeto que les producía a esos jóvenes encontrar a aquellos hombres eminentes que eran los miembros titu-
lares de esta. Yo tuve el privilegio de trabajar junto a ellos; no obstante su valor se distinguían por su sencillez, pero eso me explicó muy bien mi maestro don Antonio Jaén Morente, ese español del exilio a quien acogió el Ecuador y el que nos pagó esa hospitalidad redescubriendo para nosotros las maravillas del arte ecuatoriano. Don Antonio, digo, me decía: «No te asombre que las personas que realmente valen sean sencillas, esa es la clave». Por eso me acerqué confiada a ellos y reparé, por ejemplo, en pedirle al Padre Aurelio Espinoza Pólit que, mientras corregía las pruebas de su Edipo Rey, me leyera alguna estrofa en el idioma original o en acompañar a don Jacinto Jijón y Caamaño a su Biblioteca y Museo y tener la mejor guía que tanto me sirvió luego. Podría nombrar a varios como a Isaac Barrera, Carlos Manuel Larrea, más tarde Alfredo Pareja y otros más que me enriquecieron espiritualmente con sus enseñanzas. Pero hablábamos de César Dávila Andrade: él, poco a poco, fue haciendo amistad con escritores y pintores de edades desiguales que llegaban diariamente a la Casa de la Cultura como a la suya propia; se improvisaban tertulias en la Editorial con Alejandro Carrión o en mi Biblioteca. Algún alto funcionario de esa época se quejó a Benjamín de estas reuniones, pero él, tan gran conversador, las justificaba diciéndole que no se preocupara, que de estas reuniones salían muchas ideas que luego las estábamos poniendo en práctica en la naciente Casa. César deambulaba entre nosotros con ojos y oídos atentos. Administrativamente hablando, él tenía el nombramiento de corrector de pruebas; bueno, era un decir, porque, de pronto, desaparecía y yo hacia su tarea hasta que reaparecía, tembloroso, trémulo, desaliñado, culpable. Se tranquilizaba cuando
comprobaba que su trabajo estaba hecho; eso, en aquellas épocas, no era cosa de asombrar porque como éramos tan pocos, todos ayudábamos en las tareas de todos, para entonces ya estábamos en la García Moreno 1635, esquina de Sta. Bárbara, casa que había pertenecido al presidente Gonzalo Córdova. Este edificio tenía una hermosa terraza, allá subíamos con el poeta para que me leyera algo o simplemente para contemplar esas luminosas mañanas de Quito, limpias entonces de smog. A esta casa iban llegando los nuevos poetas y se incorporaron a la administración, como Galo René Pérez y Eduardo Ledesma, que vinieron a la Editorial; ellos, con Alejandro Carrión que les apoyaba, fundaron Madrugada; en la bodega se encontró un papel entre gris y azul y con eso se comenzaron a publicar los cuadernos de poesía cuyo primer número fue Oda al Arquitecto, de Dávila Andrade, al que siguieron algunos más de Humberto Vacas Gómez, Llerena, Pérez y otros. A este local vinieron también de provincias Efraín Jara, Teodoro Vanegas, Alfonso Cuesta, Enrique Noboa, todos de Cuenca, a los que se sumaban los de aquí como colaboradores voluntarios y sin nombramiento. A propósito de estos grupos literarios se ha dicho por ahí que el poeta perteneció como miembro a una u otra de esas agrupaciones; pero no es así, a él le era indiferente que se pensara tal cosa, la verdad es que él era amigo de sus amigos e iba donde estaban ellos. Igual en cuanto a la política, de lo que yo recuerdo y le oí, nunca perteneció a ningún partido… Luego, en mayo de 1947, vinimos a este local propio, que era uno de los sueños de Benjamín Carrión, y que fue criticado por traer la Casa a semejante distancia, nada menos que al parque El Ejido a la calle Mariano Aguilera, que hoy es la ‘6 de Diciembre 794, cuyos cimientos
vimos poner porque ese increíble primer Tesorero de la Casa, Juan Cabrera Noboa, nos pedía a nosotros, César incluido, que le ayudáramos a pagar a los trabajadores de la obra; veníamos noveleros a este cambio de actividad. Digo que el Tesorero de esa época era increíble porque era capaz de darle a César ciento cincuenta sucres de anticipo por un poema para Letras del Ecuador que aún no había escrito, o a un pintor dos mil sucres por un cuadro que apenas estaba bosquejado en su mente, pero todos cumplían su palabra y Juanito respiraba aliviado. ¡Qué lástima que no esté presente! Sé que está muy enfermo. Siguiendo con los recuerdos, me sorprende ahora lo poco que le importaba la posteridad al poeta; muchas personas se han extrañado de que no hubiera guardado yo esos originales que tuve en mi mano y que estuvieron escritos en el revés de una cajetilla de cigarrillos o en cualquier papel que tuvo a la mano la noche anterior, alguna vez los perdió y no recordaba en dónde; por eso convinimos en que cada mañana me daría a guardar hasta que hubiera el suficiente número para su Espacio me has vencido. Nos sentábamos a hacer proyectos ante la proximidad de su publicación; yo, más práctica, le decía que lo que le dieran por sus derechos de autor o por la venta le serviría para sobrevivir a sus más apremiantes necesidades, como comprarse ropa, etc. Creo que se reía de mí al escucharme. No sé si ya les dije que llevaba la escuálida contabilidad de los sueldos del poeta por encargo de Benjamín Carrión. De los ternos no tenía que preocuparme porque, felizmente, dos compañeros que tenían más o menos su misma estatura me regalaban sus trajes en bastante buen estado. Él nunca lo supo porque era muy orgulloso para ciertas cosas;
Portada del libro editado por la CCE y Albaquía por el Centenario.
sin embargo hubo personas que me aseguraron que le daban dinero, eso me alarmó y por ello resolví retirar mi tutoría y dejarle en libertad para que gastara su dinero hasta más allá del límite… Pero volvamos a la edición de Espacio me has vencido. Como ustedes recordarán, los textos fueron impresos en la Universidad Central en noviembre de 1946, por el empeño que puso Galo René Pérez, su prologuista y entrañable; la carátula se hizo en la Casa de la Cultura, tiene su sello editorial, la fecha, 1947, y el precio, diez sucres… Recuerdo muy bien cuando recibimos los primeros ejemplares, uno de ellos me entregó con la siguiente dedicatoria: «Para usted Laurita, porque todo el sueño que contienen estas páginas es suyo». Él estaba feliz y yo que seguía siendo algo así como su representante legal, también. Enseguida me ocupé de enviar a la prensa, a los amigos que podrían comentarle y le pedía que les pusiera unas palabras; él me preguntaba: ¿Qué pongo?, yo le decía, quizá, «a fulano de tal, sinceramente», u otra cosa. Él se sentaba obedientemente, y escribía en esas mesas inclinadas que hoy están medio olvidadas en la sala de sesiones, hasta que se cansaba y me decía: «Creo
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Última foto enviada por Isabel Córdova, esposa de César Dávila A., a Elisa Andrade, madre del Poeta. Caracas – Cuenca, abril 1967. Colección: Archivo Pumapungo, Ministerio de Cultura y Patrimonio Foto restaurada por Juan Pablo Ordóñez V., 2018
que se me acabó la sinceridad, me voy». Al fin el libro se impuso, por su propio valor. Ahí está esa Carta a la madre que tuvo su origen en los frecuentes pedidos que me hacía doña Elisa, cuando me escribía pidiéndome noticias del poeta. Mi correspondencia con ella y con Rosarito, su hermana, la mantuve durante mucho tiempo; años más 20
tarde sería con Jorge Dávila Vásquez, su sobrino y comentarista de su obra total. De sus libros quiero recordar Boletín y elegía de las mitas: su gestación fue muy intensa, agotó la bibliografía que encontró en mi biblioteca: el Padre Las Casas, el Obispo Peña y Montenegro, con su Itinerario para párrocos de indios,
documentos del Archivo Nacional de Historia, y ese libro que anotó, rayó y subrayó hasta volverlo inservible para la Biblioteca, Las mitas, de Aquiles Pérez; hubo que pedir a Bodega otro ejemplar para reemplazarlo. El Boletín y elegía de las mitas envió al concurso anual de El Universo en 1948, le dieron el segundo premio. Recuerdo muy bien
el día en que supimos el veredicto; fue terrible, sus ojos estaban rojos, apretó los puños y desapareció unos días. Cuando volvió hablamos, el poema ya circulaba en la prensa y el premio que le otorgaron la crítica y el público fue enorme. El poeta releía ese poema con esa voz profunda que recordaba el otro día Jorge Salvador Lara y que años más
tarde repetían los actores del Teatro Ensayo de la Casa de la Cultura, que llevó a escena ese «estremecedor mural de la tragedia», como lo llamó entonces José Félix Silva. Creo que los compositores de hoy, Guevara, Manzano, Mayguashca o Esteban Cordero deberían crear un poema sinfónico que tenga, por ejemplo, un predominio de tambores para marcar la frase «Yo soy Juan Atampam! Yo tan!»… Fue aquella una bella época que recuerdo con nostalgia, como esas tardes en que me pedía que leyéramos a Gangotena, a Saint John Perse, a César Vallejo. O cuando vino a contarme que la noche anterior había conocido a Pepe Eastman, cuya amistad le llevó al hogar de Carlos Tobar y su familia y, por medio de ellos, a la Cancillería, en donde duró tan poco igual que su amistad con Pepe porque murió también inesperada y prematuramente. Otra mañana llegó y me dijo que la víspera se había casado; yo me alegré porque al fin alguien se ocuparía de esta criatura inhábil para vivir. Luego se fue a Caracas de donde retornó algunas veces; vino a verme; no, no era feliz, le noté muy cambiado. Me contó que Alfonso Cuesta le llevaba algunas veces a Mérida donde él residía; lo hacía dijo, para ponerle en contacto con la naturaleza y que hallara un poco de paz. Cuando recibí desde Caracas la fotografía del poeta muerto y ensangrentado, miré el dibujo que tenía bajo el vidrio de mi escritorio y pensé que Oswaldo Guayasamín tuvo una premonición al dibujarle al poeta dormido en una banca de su estudio de la calle Galápagos, en la misma posición en que la que le encontraron muerto. Este dibujo lo tengo, me regaló el poeta y me dijo que no tenía dónde colgarlo que no fuera en el poste de la esquina, tal era entonces
su vida trashumante. Ahora Jorge y yo guardamos ese dibujo con afecto. Queda tanto por decir. Hoy me ha hecho falta aquí Alejandro Carrión como testigo de esa época, él venía a verme con frecuencia hasta un poco antes de su muerte; llegaba con el pretexto de consultar un libro y, de pronto, con cualquier motivo, uno de los dos decía: ¿te acuerdas? Y surgían en catarata los recuerdos; a veces hablábamos del ‘Fakir’, como a él le gustaba llamarle; rememorábamos, justamente, sus inclinaciones esotéricas, las que, en determinadas épocas, le transfiguraban, iluminando su alma y dándole un brillo especial a sus ojos. Recordábamos el entusiasmo que despertó en León Felipe cuando le conoció al poeta, a tal punto que quería llevarle consigo, para que fueran por el mundo diciendo sus poemas; y, así, iban desfilando los recuerdos. Pero también Alejandro acaba de partir, ¡me estoy quedando sola! En estos tres días dedicados a la memoria del poeta analizarán su obra personas muy calificadas y con sobra de méritos, como lo han hecho por estas mismas fechas Gustavo Alfredo Jácome, Rodrigo Villacís, Renán Flores Jaramillo y como lo hicieron antes, Benjamín Carrión, Jorge Enrique Adoum, Alejandro Carrión, Edmundo Ribadeneira, Gonzalo Ramón, Juan Lizcano y tantos y tantos que lo conocieron y le admiraron. Yo, apenas he intentado decir unas palabras en memoria de aquel amigo, seráfico y terrible, desesperado y triste, que tomó la decisión de cortar todas sus ataduras terrestres en un mes de mayo, sin duda buscando un camino extraño para llegar más pronto al seno de Dios, aquel ‘de las gaseosas manos’; he hablado esta tarde de quien fue y sigue siendo César Dávila Andrade, el Poeta. 21
Luis Noriega
Harás desaparecer el mal. Deuteronomio 17, 12
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Alcanzó a llegar al edificio, pero sabía que esta vez había perdido la partida. Se había confiado, sí señor, se había confiado. Y ahora le tocaba asumir las consecuencias. Dar la cara. Etcétera. Más de uno iba a llevarse una sorpresa. Para empezar, Pachito, el celador, que al verle de regreso en la puerta con la pistola todavía en la mano exclamó escandalizado: —¡Profesor! Efectivamente. Era mucho lo que iba a tener que explicar. 2. Había empezado varios meses atrás. Se había quedado a dormir fuera de casa, la razón carece de importancia, lo que cuenta es que eran las seis de la mañana y estaba lejos del paradero en el que en un cuarto de hora lo recogería el bus
del colegio. Nada que no pudiera remediarse cogiendo un taxi. Y paró un taxi. Y se subió. Y llegó a tiempo. El incidente fue producto de una desgraciada combinación de coincidencias. En primer lugar, el taxista, que decidió que ese día el recargo por tarifa nocturna se extendía hasta las siete de la mañana, cuando ya la noche había muerto hacía un buen tiempo. En segundo lugar, su billetera, que la noche anterior, esa que según el taxista se prolongaba bastante más allá del amanecer, se había vaciado hasta dejarlo solo con lo que la carrera hubiera valido en condiciones normales, esto es, sin el recargo inexistente. En tercer lugar, el autobús escolar, que llegó al paradero con unos pocos minutos de antelación, suficientes para que todos los pasajeros pudieran contemplar la escena. El taxista se negó a aceptar el billete que le ofrecía. Le dijo que se bajara o se lo ordenó, lo que les parezca más apropiado para un «bájese hijueputa». El taxista descendió del vehículo después de él, su resolución era evidente en la fuerza con la que apretaba la varilla que llevaba en una mano, pero la llegada del autobús le hizo vacilar. Acusó al profesor de ser un ladrón. Maltrató a la madre del profesor como el alumno que acaba de enterarse de que ha perdido el examen. Y entre un insulto y otro volvía a alzar la varilla, amenazador. Como el profesor parecía haber quedado paralizado, el chofer del bus pitó dos veces para recordar su presencia tanto al potencial agresor, en caso de que estuviera pensando en serio utilizar la varilla, como a la potencial víctima, en caso de que quisiera emprender la huida. Los pitos tuvieron el efecto deseado. El taxista bajó la varilla y con un zarpazo se apoderó del billete que su cliente había seguido tendiéndole mien-
cuento tras se dejaba bañar por su saliva y sus vejaciones. Todo podría haber terminado ahí, con el billete cambiando de manos, pero en realidad la historia del profesor y el taxista de la varilla acababa de empezar. No contento con haberse cobrado su recargo en insultos, el conductor agarró con violencia a su cliente para recordarle con la mejor de las voluntades que llevarle la contraria a taxistas como él era perjudicial para la salud. —Agradezca que estamos a plena luz del día —empezó a decir, sin importarle que con ello sus argumentos sobre el recargo nocturno perdieran la validez de la que había intentado revestirlos—. Si no estuviera este bus aquí, lo mato. Dicho lo cual lo empujó contra el andén y se largó. El profesor, que era incapaz de entender cómo un desacuerdo trivial había podido escalar hasta semejante punto, subió al autobús temblando. En otras circunstancias se habría limitado a pagar el recargo a sabiendas de que era un robo sencillamente para librarse del taxista, pero nunca se le hubiera ocurrido que alguien podía matarlo (o desear hacerlo) por lo que a fin de cuentas eran menos de cinco mil pesos. La secretaria del colegio, que hacía su misma ruta, le ofreció una botellita de agua. El chofer preguntó si podía arrancar ya o si prefería esperar un rato. Alguien comunicó al resto de los pasajeros que el profesor se había orinado del susto. Las risas se prolongaron durante el resto del día. 3. Pachito hizo lo que le pareció más apropiado: cerró muy bien la puerta, alertó a los celadores de las demás torres y marcó el número de la policía. Hubiera preferido que el profesor le contara qué había pasado, pues nunca le habían gus-
tado los chismes incompletos, pero cuando fue a preguntárselo éste ya había desaparecido en el ascensor. Poco después, con la policía al otro lado del teléfono, Pachito descubriría que no era el único al que le gustaban los chismes completos. Era imposible que la estación mandara una patrulla a las torres solo porque así lo solicitaba un celador desinformado. ¿Qué había ocurrido? —Un atraco —intentó adivinar—. En el Parque de la Independencia. La estación estaba a un par de cuadras, pero Pachito se temía que no iban a prestarle atención. Nunca lo hacían. 4. Soportó las risas lo mejor que pudo. Es lo que tiene ser profesor. En ese sentido, le gustaba repetirse que no fue la humillación lo que le llevó a actuar. En el principio no era la humillación sino el sentido de la justicia. Su sentido de la justicia. Un par de horas después del incidente, en la sala de profesores, un compañero amigo que acababa de enterarse de lo ocurrido se le había acercado. Quizá quería hacerle algún chiste, pero al encontrarlo cabizbajo optó por decirle que no había que hacer caso a los estudiantes. Eso lo obligó a aclarar que su problema no eran las burlas de los estudiantes (o de sus colegas) sino la idea de que ahí afuera había un hampón impune disfrazado de taxista. Sin embargo, en lugar de solidarizarse con él, su compañero lo reprendió. En su opinión, en lugar de haberse negado a pagar el recargo injustificado, lo que debió haber hecho fue encimarle al costo de la carrera el reloj, la calculadora o cualquier otro objeto que pudiera servir para dejar contento al taxista. —¡Dejarme robar! —exclamó indignado, pese a que con excepción de ese día eso era lo que había hecho siempre.
Sí. Dejarse robar. No dejarse robar había sido una soberana estupidez. Y su colega se lanzó a contar la historia de su primo Orlando, recién llegado de Buenaventura, al que un taxista había matado a tiros en la puerta de la casa de sus padres por atreverse a discutir la diferencia entre la tarifa que le habían dado en la centralita del Terminal de Transporte y la que el taxista pretendía cobrarle, la cual incluía, estamos autorizados a suponer, el recargo por dárselas de avispado siendo un recién llegado. Trató de discutir la lógica de toda la conversación, pero fue imposible. Y cuando un par de colegas se sumaron a ella, ambos estuvieron de acuerdo en que la moraleja de la historia de Orlando era que no había que discutir con taxistas, y no que, por decir algo, había que acabar con ellos. Ese mismo día, en la noche, animado por la indignación que había mantenido viva desde la mañana, visitó a su madre en la vieja casa del Quirigua, y con la excusa de que necesitaba unos papeles, se encerró en la que en otra época había sido su habitación, un cuarto que su madre mantenía tal como él lo había dejado con la esperanza, por completo infundada, de que algún día volvería a vivir con ella. Allí, bajo una de las baldosas de debajo de su cama, estaba la pistola de Picante, un amigo de la infancia convertido luego en adolescente mamerto, guardia rojo y, finalmente, atracador de bancos. Llevaba ahí escondida, ¿qué? ¿Diez, once años? Con el arma en la mano pensó de nuevo (llevaba tiempo sin hacerlo) en por qué nunca había regresado a buscarla. Tal vez había vuelto a la cárcel, tal vez estaba ahora en la guerrilla, o en los paras. Sus padres se habían marchado del barrio. Él nunca había querido preguntar. Ahora... bueno, ahora era irrelevante.
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El taxista descendió del vehículo después de él, su resolución era evidente en la fuerza con la que apretaba la varilla que llevaba en una mano, pero la llegada del autobús le hizo vacilar.
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5. La llamada de Pachito llegó a la estación en mal momento. Por lo general, un atraco en el Parque de la Independencia o en la subida de la Plaza de Toros o en el puente de la Quinta, no justificaba el envío de una patrulla a menos que hubiera muerto, sobre todo cuando cerca de allí había uno fresco y bien muerto. El parte sobre el posible atraco junto a las Torres del Parque se comunicó a la patrulla que había ido a investigar los tiros que los vecinos habían oído y el taxi abandonado que habían visto en la subida a la Circunvalar, en caso de que, después, los agentes pudieran pasar a echar un vistazo. 6. Su idea inicial era encontrar al taxista que había amenazado con matarlo y darle una lección. Como había olvidado (o el terror le había impedido) anotar la placa o cualquier otra seña, lo único que tenía era un recuerdo vago de la cara de su agresor y la certeza de que cuando tomó el taxi hacía poco que había salido de casa (ese detalle había formado parte de la discusión: no estaba dispuesto a pagarle recargo nocturno a un tipo que, se notaba a leguas en el pelo mojado y el rostro recién afeitado, acababa de iniciar su turno). Empezó entonces tomando taxis en esa esquina, a las seis de la mañana como el primer día. Eso lo obligaba a salir de su casa mucho más temprano de lo
que acostumbraba y, es evidente, a aumentar de forma significativa la parte de su presupuesto destinada al transporte: la justicia, se dijo a modo de consuelo, tiene un precio. Algo que le preocupaba era saber qué debía hacer si antes de dar con el taxista de la varilla daba con otro para el que el recargo nocturno se extendiera hasta las siete de la mañana: ¿debía cobrarse en ese hipotético taxista las amenazas del primero? Durante varios días la pregunta fue meramente retórica, y para resolverla redactaba y volvía a redactar la nota que pensaba dejar junto al cuerpo si la lección se le iba de las manos y el encuentro se desarrollaba según sus peores previsiones. Tan desconcertado le tenía lo mucho que estaba tardando en encontrar un taxista abusador que cuando por fin apareció uno, le pagó lo que le pedía diciéndose que no era el suyo. Sin embargo, antes de bajarse decidió informarle de que lo que había hecho era incorrecto. —Ese recargo que me ha cobrado no se aplica a esta hora —dijo seguro de sí mismo, bastante más de lo que se había mostrado dos semanas atrás. El conductor apenas lo miró de reojo sin decir nada. Se habría contentado con esa advertencia, pero apenas puso un pie fuera del vehículo el tipo arrancó. Su intención probablemente era
darle un susto, marcar su territorio con los gruñidos del motor y poco más. Por desgracia, al obligar a su pasajero a volver al vehículo lo único que consiguió fue acortar su esperanza de vida. Enfurecido, sintiendo un repentino valor del que hasta entonces creía haber carecido, el profesor sacó la pistola, se la puso al taxista en la nuca y le obligó a devolverle el dinero que acababa de pagarle. —Ahora vamos a llamar a la central y vamos a preguntar por el horario del recargo nocturno —dijo—. Cualquier tres catorce o lo que sea que se le ocurra agregar a la pregunta, se muere. El taxista debió pensar que a esa hora y en semejante avenida no lo iban a matar, mucho menos por un miserable recargo, e hizo lo que quien empuñaba el arma le ordenaba. La central del Servicio Estrella dio la razón al pasajero. Luego hubo un disparo. Lo primero que pensó fue: «Lo hice». Lo que vino luego fue más confuso. Dejó la nota que había preparado sobre el cuerpo, junto al valor exacto de la carrera, y abandonó el carro preparado para echar a correr. No obstante, los vehículos continuaban avanzando por la avenida como si nadie hubiera oído o visto nada. Y caminó, ¡caminó!, casi cien metros sin que su recién estrenada condición de asesino fuera advertida por los transeúntes, y se subió a una buseta sin que el conductor o los pasajeros repararan en las salpicaduras de sangre que tenía en la mano. Le hubiera gustado decirse que la justicia no solo era ciega sino invisible, pero era consciente de que eso habría sido engañarse. Nadie le había visto porque nadie había querido verle. Para la próxima, tomó nota mentalmente, no podía confiarse a la afición nacional por mirar para otro lado.
7. La patrulla llamó a la estación para confirmar que junto al taxi abandonado había un hombre muerto, el conductor, de acuerdo con la licencia. Junto, no dentro. La escena sugería que estaban ante otro atraco con intimidación, resistencia y tiro al taxista, en lugar de ante un nuevo crimen del Mata y Paga, para empezar porque no había paga ni nota ni nada parecido. Sin embargo, los vecinos decían que después de los disparos habían visto correr calle abajo («hacia la Quinta o la Perseverancia») a un tipo vestido de saco y corbata, lo que coincidía más con la descripción del psicópata que con los habituales atracadores de la Perse. En la estación, el capitán Rendón consideró que ese último detalle era más significativo que el primero. 8. La muerte de Elías Mogollón fue noticia en la prensa, pero no en la televisión. En un primer momento pensó que así era mejor, pues lo que buscaba no era publicidad, sino justicia. Luego, cuando los periódicos lo apodaron el Mata y Paga y la noticia saltó a los noticieros, reconoció que quizá la publicidad fuera algo positivo. Con la difusión adecuada, razonó, su labor dejaría de ser necesaria después de un tiempo: un taxista enterado de que un abuso podía costarle la vida estaría menos dispuesto a aprovecharse de sus clientes. Entre Elías Mogollón y su segunda víctima pasó casi un mes, pero luego desarrolló una especie de instinto para distinguir a los conductores más dispuestos a aprovecharse de él o de lo que él representaba, y perdió menos tiempo dedicado a recorrer la ciudad conversando con conductores honestos y trabajadores sobre el mal que el asesino de taxistas le estaba haciendo al negocio. —Los taxistas estamos para prestarle un servicio al cliente —le
explicó uno—, pero sin confianza mutua eso es muy jodido. Los taxistas, se enteró, descreían de sus llamados a la honradez y el fin de los cobros injustificados. Para ellos, el Mata y Paga era un asesino desalmado, no un justiciero. Se trataba, por supuesto, de un error de comunicación, o, mejor aún, de pedagogía, que se sintió obligado a subsanar con notas cada vez más extensas y menos convincentes hasta que, derrotado, concluyó que lo suyo era la física, y por ende el lanzamiento de proyectiles, no la retórica. 9. La fuga del sospechoso hacia la Perseverancia despertó a la estación. El barrio era refugio de toda clase de rateros y traficantes de poca monta a los que era una pérdida de tiempo perseguir, pero el Mata y Paga era otra cosa: un premio gordo. «Se nos metió al rancho», anunció el capitán Rendón a sus hombres, «y vamos a cogerlo sí o sí». El capitán había seguido la historia del asesino de taxistas desde el que apareció muerto en el Parque Nacional, pero nunca le había convencido la teoría del justiciero. Y vio confirmadas sus sospechas cuando se descubrió que el arma que empleaba había sido utilizada hacía más de diez años en el asalto a una sucursal del Banco de Colombia en Fómeque. Su orden inicial fue crear un perímetro de seguridad lo más discreto posible y estar atentos a cualquier movimiento en el barrio. Por desgracia, discreción es una palabra casi desconocida por los cuerpos de seguridad, y entre quienes oyeron la orden se encontraba un soplón de la prensa que prácticamente vivía en la estación, José ‘El Pepino’ Fernández. 10. Entre sus colegas, en cambio, nadie dudaba de las intenciones del Mata y Paga. En el salón de profesores el apodo había sido bienvenido desde el
En su opinión, en lugar de haberse negado a pagar el recargo injustificado, lo que debió haber hecho fue encimarle al costo de la carrera el reloj, la calculadora o cualquier otro objeto que pudiera servir para dejar contento al taxista. principio, y él disfrutaba escuchando las hipótesis de sus colegas sobre la identidad del justiciero que, psicópata o no, todos coincidían, estaba haciendo algo para castigar los abusos del transporte público. Y el primo del difunto Orlando, uno de sus principales admiradores, estuvo recortando las noticias sobre sus víctimas para clavarlas en la cartelera hasta que el padre rector decidió que eso era de mal gusto. Los aplausos, sin embargo, estaban lejos de ser unánimes. Fue en el colegio donde tuvo que oír la teoría más inquietante sobre sus actos. La expuso la psicóloga de la institución, que la llamó la tesis del círculo vicioso. Cuando alguien hace algo que a
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…Allí, bajo una de las baldosas de debajo de su cama, estaba la pistola de Picante, un amigo de la infancia convertido luego en adolescente mamerto, guardia rojo y, finalmente, atracador de bancos. 26
todas luces es incorrecto, su primer mecanismo de defensa es decirse que lo incorrecto es en realidad correcto, y para demostrarse que es así tiene que volver a hacerlo. Una y otra vez. Para respaldar su tesis, la psicóloga sacó a relucir que el Mata y Paga se tomaba cada vez menos tiempo libre entre una víctima y otra. —Quizá se ha vuelto más hábil para escoger a sus blancos —sugirió él, seguro de conocer mejor que nadie sus motivaciones. —Probablemente eso es lo que se está diciendo —replicó la psicóloga. Lo obvio habría sido preguntar cuándo se cierra el círculo vicioso o, mejor, si hay forma de salir de él, pero ésta fue una cuestión que nadie creyó oportuno plantear. 11. En la cadena recibieron la llamada del Pepino Fernández con la suspicacia habitual. Sospechosos de ser el Mata y Paga habían estado apareciendo con cierta regularidad desde que el psicópata había empe-
zado a ser considerado un asesino en serie y no un simple atracador de gatillo fácil. Con todo, una vez que la exclusiva que pretendía venderles el Pepino fue confirmada por la radio, que empezaba a alertar de una concentración de taxistas ‘sedientos de justicia’ en la Perseverancia, se tomó la decisión de enviar una unidad móvil en caso de que hubiera acción. 12. Se había prometido que daría por terminada su labor cuando encontrara al taxista de la varilla. Así, pensaba, el círculo vicioso se transformaría en círculo virtuoso. El inconveniente era que su método inicial había convertido los alrededores de la esquina donde se había topado con él en una especie de Triángulo de las Bermudas en el que ningún taxista se atrevía a adentrarse: el lugar en que el Mata y Paga había subido al vehículo de sus tres primeras víctimas. Luego había optado por cambiar de escenario con frecuencia, pero eso solo
había servido para alejarlo cada vez más de su presa, y el temor de que no iba a parar nunca a menos que consiguiera dar con ella empezó a socavar su prudencia. Decidido a poner fin a su misión de una vez por todas, un sábado estuvo cogiendo un taxi tras otro de forma aleatoria desde las seis de la mañana hasta las cuatro de la tarde, momento en el que un conductor le señaló como la coincidencia de las coincidencias que ese mismo día, a las nueve o nueve y media, lo había recogido en el otro extremo de la ciudad. El taxista no vio en ello nada sospechoso, pero para él fue evidente que estaba corriendo riesgos innecesarios y de inmediato suspendió la búsqueda. Por ese día. ¿Por ese día? Quizá, pensó, estaba enloqueciendo. Derrotado, bajó del vehículo sin importarle qué tan lejos estaba de casa y caminó hasta el semáforo más cercano dudando de su anterior determinación. Tal vez el círculo vicioso era, como quería la psicóloga del colegio, una espiral suicida. La historia podía haber terminado ahí, con el asesino de taxistas convertido de nuevo en peatón inofensivo, pero, como es sabido, ocurre en ocasiones que la montaña viene a Mahoma cuando el profeta flaquea, a veces en forma de una viga de concreto enorme cayendo desde un décimo piso, en ocasiones en forma de una mancha amarilla que frena en seco en el semáforo en rojo justo a tiempo para evitar dejarte paralítico. Esas casualidades afortunadas que son frecuentes en las novelas y las películas y que, en cambio, podemos pasarnos la vida esperando inútilmente que se produzcan. El taxi frenó. El semáforo estaba en rojo. Él estaba en medio del paso de peatones. Tal vez se tambaleó. Tal vez se sintió mareado. Pero cuando el pito del taxi lo devolvió a sus sentidos, descubrió que tenía
delante al taxista de la varilla. Y esta vez no olvidó tomar nota de la placa del vehículo. El taxista de la varilla se llamaba Isaías Gutiérrez y dar con sus señas fue mucho menos difícil de lo que imaginaba. Una semana más tarde estaba apostado a pocas calles de su casa, que como había adivinado se encontraba en los alrededores del Triángulo de las Bermudas del Mata y Paga, y tan pronto lo vio acercarse levantó la mano para llamar su atención. Gutiérrez detuvo su vehículo varios metros delante, pero al ver que el profesor permanecía en su puesto retrocedió con cautela para echarle un ojo antes de permitirle abordar el vehículo. Un don nadie, debió pensar. —Súbase —dijo. Había preparado un breve discurso en honor de su última víctima. Nada muy distinto de las notas desabridas sobre la honradez que había ido dejando por toda la ciudad junto a los cuerpos de los demás taxistas, pero con un matiz especial: deseaba que antes de morir Gutiérrez comprendiera que él había sido el detonante (llamarlo ‘causa’ habría sido excesivo) de los acontecimientos de esos meses. El taxista, sin embargo, se le adelantó. En determinado momento, detuvo el vehículo junto a un puente peatonal y le dijo que de ahí en adelante tendría que continuar a pie. Su destino estaba al otro lado del puente, eran cuatro o cinco cuadras, y él no iba a perder tiempo dando vueltas por ahí pudiendo recoger a un nuevo cliente en la avenida. El profesor se negó a bajar. Era él quien iba a pagar por el servicio y sería él quien decidiera cuándo y dónde se bajaría. En ese instante Gutiérrez quizá tuvo una oportunidad de redimirse, pero en lugar de ello lo que hizo fue echar mano de su solución universal. —¿Quiere decírselo a la varilla? —preguntó con una sonrisa cíni-
ca mirándolo con desprecio por el retrovisor al tiempo que alzaba la mano derecha para mostrarle la herramienta. Acostumbrado a lidiar con clientes obedientes, Gutiérrez ni siquiera creyó necesario darse la vuelta para mirar a los ojos al pobre huevón al que si no se bajaba, pensó, iba a meterle la varilla por el culo. Acaso culo fue la última palabra que se encendió en su cerebro antes de quedar esparcido por el panorámico. 13. Al llegar a la Perseverancia (o acercarse: para ese momento era prácticamente imposible acceder al barrio), la unidad móvil se encontró con que la acción había empezado sin esperar a la llegada de Noticias Cuatro, ‘las noticias ahora’. Una maraña de vecinos del barrio, policías antidisturbios, agentes de civil y taxistas iracundos presagiaba un tumulto digno de boletín de última hora, y Laura Barragán, la periodista asignada a la unidad, tuvo que improvisar un flash informativo apelando al material que le tenía listo el Pepino. Fue Laura Barragán, en exclusiva para Noticias Cuatro, quien reveló al país que el Mata y Paga podía ser uno de los cuatro hampones, «con un amplio historial delictivo», que habían pagado condena por un asalto a mano armada a la sucursal del Banco de Colombia de Fómeque. La periodista dijo cuatro (en lugar de tres) porque las prisas le habían impedido leer la nota que señalaba que Ernesto Bustamante, alias ‘El Cojo’, había muerto dos años atrás en la Modelo. Pero le encantó decir eso de «cuyos rostros ven en pantalla». Así, pensó, como en las películas. 14. Todo había empezado con el taxista de la varilla, y todo debería haber terminado con él. El cierre perfecto del círculo virtuoso.
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Al capitán Rendón le gustaba ver sus teorías confirmadas. La prensa podía especular cuanto quisiera con llaneros solitarios y asesinos en serie para contentar a la ‘opinión pública’, pero él sabía que todo eso era carreta.
Sin embargo, pese a haber cumplido con su misión seguía llevando consigo el arma, que, reconocía, le daba una sensación de seguridad a la que le costaba trabajo renunciar. Una sensación engañosa, porque se traducía en confianza, y era la confianza lo que, pensaba, lo había perdido. Habituado a ser el que constituía un peligro, se había acostumbrado a subirse siempre al primer taxi que pasara (o al primero que se detuviera) despreciando las precauciones de otra época, algo especialmente peligroso si es de noche y no vives en el barrio más tranquilo de la capital. Y paró un taxi. Y se subió. Y se dijo que iba a llegar a tiempo. El incidente fue, de nuevo, una desgraciada combinación de coincidencias. Uno: el taxista tenía un cómplice esperándolo de camino a la Circunvalar. Dos: su cliente iba armado. Tres: la víctima y el atracador se conocían. 15. Los rostros que el país vio en pantalla eran una fotocopia borrosa de cuatro viejas fotografías de los ar-
chivos policiales. Eso no impidió que al menos una pequeña parte de eso que la periodista llamaba «el país» reconociera a los implicados. Un espectador del barrio Santa Fe identificó a Leonardo Montenegro, alias ‘Poca Lucha’, preso desde abril en una cárcel de Miami. Otro espectador, esta vez desde Manizales, identificó a su primo William Guillermo Álvarez, alias ‘Cochambre’, a quien tenía a su lado, jartando aguardiente desde las cinco de la tarde y que, por tanto, difícilmente podía estar en Bogotá matando taxistas. Mientras los ciudadanos de bien colapsaban las líneas de la cadena, en la Perseverancia, a pocas cuadras de donde se encontraba la unidad móvil de Noticias Cuatro, Libardo Palma, una parte ínfima del país de la periodista, descartó usar el teléfono cuando le pareció evidente que no se iba a ofrecer recompensa alguna por los sospechosos. Existía la posibilidad de que la cosa cambiara, claro, pero en su negocio, reflexionó, era el momento lo que contaba. Por consiguiente, abandonó la cama envuelto en una cobija, subió al segundo piso de la vivienda y se detuvo frente a una puerta ce-
rrada a la que dio un puntapié para no tener que sacar las manos de debajo de la cobija. Luego gritó para que se le oyera al otro lado: —¡Picante! ¡Otra vez está en televisión! 16. Cuando el taxi se detuvo para que el atracador se subiera, lo primero que pensó fue que era el colmo que el chofer pensara recoger a otro pasajero. E incluso con el cañón del revólver delante de sus narices no atinó a pensar que lo estaban asaltando. De hecho, lo siguiente que se le ocurrió fue que lo habían atrapado. Por eso, su reacción instintiva fue huir. En lugar de entregar la billetera como le pedían u oponer al cañón del revólver el cañón de la pistola con la que se había cargado a una docena de taxistas por muchísimo menos de lo que éste y su cómplice se proponían hacerle, se lanzó a abrir la puerta, aun a riesgo de recibir un balazo en el intento. El forcejeo se inició antes de que hubiera alcanzado la manija, y desde el puesto del conductor el taxista, que veía por el retrovisor cómo el revólver se inclinaba amenazador en su dirección, se apresuró a llamar la atención de su compinche. —¡Pilas Picante! Picante. En el asiento trasero se produjo un terremoto del tiempo bien conocido por los físicos de la Universidad de Tralfamadore. Una calle del Quirigua. Partidos de fútbol en el cemento. La hermana de Lombana que estaba tan buena. Una mata de ají del bravo. Bromas en clase. Picante furioso porque lo llaman Picante. El mamerto que dictaba historia en noveno grado. ¡VenSeremos! Acné juvenil. Revolución se escribe con V de victoria. Picante orgulloso de que lo llamen Picante. Un tropel en la Nacional. Patadas en las pelotas dentro de la amenaza verde. Discusiones de cafetería. Amigos que no te con-
vienen. Vete para la mierda. ¿Estás loco? ¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo? Un último favor. El último. Sin preocuparse por encontrar un lugar apropiado para detenerse (a esas horas casi cualquiera lo era), el taxista frenó de inmediato para ayudar a su socio a reducir al hijueputa que les había salido gallito. Sin embargo, la frenada hizo desaparecer el revólver y eso alteró el equilibrio de fuerzas en el asiento trasero. Mientras Picante escapaba por una puerta, el taxista abría la otra para descubrir que el revólver había cambiado de mano y se había convertido en pistola. Y la pistola le disparó. 17. Mauricio Pérez, alias ‘Picante’, alguna vez un candidato a líder revolucionario y para entonces un delincuente de bajísimo perfil dedicado a ejecutar atracos rápidos que no requirieran demasiada preparación y mucho menos inteligencia, sabía que no era el Mata y Paga y sabía que Palma lo sabía, pero quería garantías de que podía contar con su auxiliador si los tombos llegaban hasta allí y, sobre todo, si se anunciaba la recompensa en la que, sin duda, éste ya estaba pensando. Después de que el atraco se torciera, Palma había accedido a dejarle pasar la noche en su casa sin pedir explicaciones, pero fue menos incondicional cuando Picante le preguntó si iba a sapiarlo. —Hermanito, en este negocio uno nunca puede decir de esta agua no beberé. Lo que significaba: mejor váyase y no tentemos al destino. Lo que a su vez significaba: entre más lejos de aquí lo cojan, mejor para ambos. 18. En la carrera hacia su edificio en ningún momento pensó en sí mismo como la víctima de un atraco que mata en defensa propia a un
delincuente. Apenas se había detenido en alguna esquina oscura para recuperar el aliento y ni siquiera había atinado a guardar la pistola o deshacerse de ella. Había vuelto a ser un asesino que huía, pero uno que lo hacía habiendo dejado escapar a alguien que podía identificarlo con nombres y apellidos. El exceso de confianza le había perdido, sí, y ahora Picante debía estar en la estación de policía de la Perseverancia, negociando algún beneficio a cambio de entregar al Mata y Paga. En eso pensaba cuando vio a Picante en la televisión, perseguido por la policía y, según la periodista que narraba la cacería humana, un enjambre de taxistas enardecidos. Le costó entender que los perseguidores creían que Picante era el Mata y Paga. Picante. El Mata y Paga. Se oyó un disparo. La periodista chilló y desapareció de la pantalla. La cámara se tambaleó. Al primer disparo le siguieron otros dos. «¡Lo mataron, lo mataron!», gritaba la gente. Cuando la cámara volvió a una posición inteligible, un antidisturbios estaba golpeando a (probablemente) un taxista. Contra un fondo de piernas y brazos y cabezas y bolillos y puños y zapatos, vio surgir de nuevo la cara de la periodista: los oficiales están llamando a la calma, la oyó decir. Nadie sabe quién ha abierto fuego. Pero el Mata y Paga ha muerto. Repito: el Mata y Paga ha muerto. Una exclusiva de Noticias Cuatro. Las noticias ahora. 19. Al capitán Rendón le gustaba ver sus teorías confirmadas. La prensa podía especular cuanto quisiera con llaneros solitarios y asesinos en serie para contentar a la ‘opinión pública’, pero él sabía que todo eso era carreta. La vida le había enseñado que lo que no es plata es mierda. O, para entendernos, que es la plata lo que mueve el
mundo, desde los justicieros (y los jueces) hasta los atracadores, según su versión de la pirámide social, que más que una pirámide parecía un serrucho. El Mata y Paga nunca había conseguido engañarlo con sus noticas sobre la honestidad y demás blablablá hipócrita. A él nadie lo engañaba. No señor. Y, a ver, ¿cuántos en el cuerpo podían decir lo mismo? Lo jodía, eso sí, que la puta pistola no hubiera aparecido, pues eso significaba que podía volver a aparecer. Algún día. (Este relato forma parte del libro Razones para desconfiar de sus vecinos, Literatura Random House, 2015).
Luis Noriega (Cali, Colombia – 1972) Reside en Barcelona, España. Estudió Literatura en la Universidad Nacional de Colombia. Escritor y traductor. Ha publicado tres novelas: Iménez (Rocca, 2011), ganadora del Premio UPC de ciencia ficción; Donde mueren los payasos (Blackie Books, 2013); y Mediocristán es un país tranquilo (Random, 2014), finalista del Premio Nacional de Novela 2016. Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2016 con su libro Razones para desconfiar de sus vecinos. 29
Patricio Herrera Crespo
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n Cuba se apagó la voz del amor. Carilda Oliver Labra dejó su tierra y sus poemas el 29 de agosto pasado a la edad de 96 años. La recuerdo bien cuando la vi con su vestido blanco en el acto inaugural de la Feria del Libro de La Habana en el 2004. Tuve la oportunidad de compartir con ella brevemente junto a Raúl Pérez
Torres y con el Premio Nacional de Literatura, Roberto Fernández Retamar. Me cautivó su presencia y su voz y la fui descubriendo poco a poco a través de amigos cubanos que a la menor referencia decían: «Ah, es Carilda», con una expresión de cariño, de familiaridad, de admiración. Creo que no hay cubano que no haya leído sus poemas, sobre todo, Me desordeno, amor, me desordeno, sobre el que dijo el poeta chileno Premio Nobel de Literatura Pablo Neruda: «Con ese soneto hará usted fama en la lírica amorosa. Nunca se dijo con esa gracia la intención carnal. Se ve el agua por encima de la llamarada». Diez años más tarde me correspondió estar presente en la Feria del Libro de La Habana 2014 con Ecuador como país invitado, me propuse conocer más de la obra de Carilda, entonces pude conseguir seis libros, uno editado para ese evento internacional, Una mujer escribe, y los otros por amigos escritores cubanos que me guiaron hasta la Plaza de Armas cercada de puestos de libros usados, donde encontré algunas ediciones antiguas, especialmente una que contiene 21 poemas seleccionados por la autora, ilustrados por igual número de artistas y publicado con ocasión de su cumpleaños ochenta. Carilda Oliver Labra nació en Matanzas, en 1922. Estudió y se graduó en Derecho en la Universidad de La Habana en 1945 y en Dibujo, Pintura y Escultura en la Escuela de Artes Plásticas de Matanzas en 1952. La cátedra fue una de sus pasiones. Su poesía comienza a difundirse con la publicación del libro Preludio lírico, de 1943, pero es en 1949, con el libro de poemas Al sur de mi garganta, que en 1950 recibe el Premio Nacional de Poesía. Afirma Virgilio López Lemus que este libro «consolida o más bien significa
homenaje el prestigio nacional de la entonces muy juvenil poetisa». Sobre su poesía dice el analista que «en sus contenidos Carilda no es solo una poetisa del amor sino también de la Polis y, por lo tanto, de la ciudad y de la política»; en sus versos se encuentran apreciaciones políticas e históricas recientes de la isla, su ciudad y el clamor social, la política y la revolución. En palabras de la también Premio Nobel Gabriela Mistral: «Profunda como metales, dura como el altiplano, su poesía, de ser divulgada con justicia, ejercerá pronto ardiente magisterio en América», o de Mario Benedetti: «Su obra es importante como acontecimiento lírico y como ejercicio formidable de poesía amorosa». Carilda recibió múltiples premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional. En 1950 se le otorgó el Premio Nacional de Poesía por su libro Al sur de mi garganta. Le confieren el Premio Nacional del Certamen Hispanoamericano convocado por el Ateneo Americano de Washington, en ocasión del tricentenario del nacimiento de Sor Juana Inés de la Cruz, al igual que en la Primera Bienal de Poesía Hispanoamericana, en Madrid, en 1987, y en el Festival Internacional de Poesía en Mérida, Venezuela, el mismo año. En 1997 se le otorga el Premio Nacional de Literatura. Recibe el premio internacional José Vasconcelos (México, 2000) y el premio Rafael Alberti, en España en el 2009. Su poesía ha sido incluida en diversas antologías cubanas y extranjeras, y ha sido traducida al inglés, al alemán y a otras lenguas. Entre sus libros publicados están: Preludio lírico (1943), Al sur de mi garganta (1949, 1990 y 1995), Canto a Martí (1953), Memoria de la fiebre (1958), Antología de los versos de amor (1963), Tú eres mañana (1979), Las sílabas y el tiem-
po (1983), Desaparece el polvo (La Habana, 1984, y Estados Unidos, 1995), Calzada de Tirry 81 (1987 y 1994), Catorce poemas de amor (1987), Los huesos alumbrados (1988 y 1998), Sonetos (1991 y 1996), Ver la palma abriendo el día (1991), Se me ha perdido un hombre (La Habana, 1992, y España 1998), Guárdame el tiempo (1995), Antología poética (La Habana, 1996, y España 1997), Noche para dejarla en testamento (antología, España, 1996), Discurso de Eva (antología, España, 1997), Biografía Lírica de Sor Juana Inés de la Cruz (México, 1998) y Libreta de la recién casada (1998). A partir del año 2000 se publicaron Sombra seré que no dama, Prometida al fuego, La luna en el suelo, La non erótica, Antología personal y Error de magia. Carilda Oliver Labra, nativa de Matanzas (San Carlos y San Severino Matanzas), la ciudad de los tres ríos y los puentes, de la poe-
sía y de la música, con los poemas y el teatro de José María Heredia, la música y el ritmo de la Sonora Matancera y Dámaso Pérez Prado, de la gloria del atletismo con Javier Sotomayor que se elevó al cielo con 2.45 metros. Matanzas situada a 100 kilómetros de La Habana y a 40 de Varadero, una llanura cuya mayor altitud llega los 389 msnm (Pan de Matanzas), es la tierra que vio nacer la poesía de Carilda, esa tierra a la que le dijo: Cuando vino mi abuela trajo un poco de tierra española, cuando se fue mi madre llevó un poco de tierra cubana. Yo no guardaré conmigo ningún poco de patria La quiero toda sobre mi tumba.
Carilda descansa en Matanzas, quietos sus ojos y su voz, pero viva su poesía.
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Carilda
Pronóstico del gris
Traigo el cabello rubio, de noche se me riza. Beso la sed del agua, pinto el temblor del loto, guardo una cinta inútil y un abanico roto, encuentro ángeles sucios saliendo en la ceniza.
Algo me está subiendo que llora desde el fondo: hoy necesito oír el corazón adentro para echárselo al perro que está naciendo solo, y salvar a la llama convicta en la ceniza y dar a los leprosos la carne que perdieron.
Cualquiera música sube de pronto a mi garganta, soy casi una burguesa con un poco de suerte; mirando para arriba el sol se me convierte en una luz redonda y celestial que canta. Uso la frente recta, color de leche pura, y una esperanza grande, y un lápiz que me dura, y tengo un novio triste, lejano como el mar. En esta casa hay flores, y pájaros, y huevos, y hasta una enciclopedia y dos vestidos nuevos, y sin embargo, a veces... ¡qué ganas de llorar!
(1949)
Me desordeno, amor, me desordeno, cuando voy en tu boca, demorada, y casi sin por qué, casi por nada, te toco con la punta de mi seno.
Decidme si estoy loca, si me enfermo de alguna cosa que no se sabe: porque prefiero ver desdoblada una cinta; porque después del alba siento que se vuelve de polvo el borde de la estrella, y voy al cementerio sin una margarita, y me paro delante de las palomas presas.
(1949)
Décima a Martí
Te toco con la punta de mi seno y con mi soledad desamparada; y acaso sin estar enamorada me desordeno, amor, me desordeno.
¡Qué muerto muerto más vivo! ¡Qué muerto, Dios, menos muerto! ¡Qué dormido tan despierto el Martí definitivo! ¡Qué muerto muerto más vivo! ¡Qué bala mala más mala! ¡Qué bala mala la bala que saliendo de la guerra dejó en mitad de la tierra al que volaba sin ala!
Y mi suerte de fruta respetada arde en tu mano lúbrica y turbada como una mal promesa de veneno;
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Decidme: si no traigo una sonrisa, un gesto, algo que se me caiga en la esquina del aire y fabrique una cruz de amor sobre los muertos ¿a dónde pongo ahora mi mano enternecida?
O no me digáis nada: que ninguna palabra me puede acompañar.
Me desordeno, amor, me desordeno
y aunque quiero besarte arrodillada, cuando voy en tu boca, demorada, me desordeno, amor, me desordeno.
Decidme si no entonces: ¿qué estoy haciendo aquí, rodeada de nadie, acorralada al fin por un humo que asciende?
(1946)
(1953)
Canto a Matanzas (Fragmento)
Por el Pompón donde bebo, por el Canímar que cruza hacia el mar desde mi blusa; por esta pena que muevo, lo juro, por Pueblo Nuevo —que es de rodillas jurar—: quisiera hacerte un cantar con versos, con margaritas, con jarcias y estalactitas robadas a Bellamar. Matanzas lenta: yo adoro los líquenes putrefactos, tus rayoneros, tus pactos con crepúsculos de oro; y sigo aquí, no demoro mi cariño en otros valles. Desde la Playa a Versalles te repito como un cuento y soy un ciclón violento de soledad por tus calles. ¿Y qué decir de mi herida que por la hierba se mete? ¿Qué decir de este juguete en que ha parado mi vida? ¿Qué decir, tierra querida donde acabaré este viaje sin destino ni equipaje, de aquel hombre, de aquel hombre que dejó roto mi nombre en medio de tu paisaje?
(1954)
Anoche Anoche me acosté con un hombre y su sombra. Las constelaciones nada saben del caso. Sus besos eran balas que yo enseñé a volar. Hubo un paro cardíaco. El joven nadaba como las olas. Era tétrico, suave. Me dio con un martillo en las articulaciones. Vivimos ese rato de selva, esa salud colérica con que nos mata el hambre de otro cuerpo.
Anoche tuve un náufrago en la cama. Me profanó el maldito. Envuelto en dios y en sábana nunca pidió permiso. Todavía su rayo láser me traspasa. Hablábamos del cosmos y de iconografía, pero todo se vino abajo cuando me dio el santo y seña. Hoy encontré esa mancha en el lecho, tan honda que me puse a pensar gravemente: la vida cabe en una gota.
(1979)
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Tu corazón, Félix
III
Abrieron esa carne que era mía para buscarle al fin un desperfecto y hallaron solamente el sueño recto, un poco de ternura, la armonía:
Saliste tú y no el sol, de mediodía pues llamo al imposible por su nombre. Parado en el camino como un hombre eras casi la luz que me insistía.
tu corazón, que no era cosa fría sino la eternidad única y blanca. (¡Quien lo quita de ti, quien te lo arranca está matando vida todavía!).
Tu casa estaba por lo sola, fría, y cuando nos besamos tuvo un ala que aún debe andar volando por la sala. Dije que no, que tumba, que venía
Habrá soltado un cachorro de ternura, una caricia general y pura tu corazón que la cuchilla hería.
un porvenir de arañas y de acero. Dije que no, que no, lo dije, pero la lluvia es una lágrima tan bella
Como el amor, amor siempre destella, lo hicieron mil pedazos, pero estrella, a pesar de la autopista sonreía.
(siempre ha llovido donde muero y paso) que hubo el silencio del amor acaso y entre mis muslos progresó la estrella. (1971)
Los encuentros
Este
I
El mío, el importante, el que me dura, perfecto como el jueves o el verano. Aquel que nunca pierdo, casi hermano, lo menos frío, la mayor dulzura.
A veces va una por la calle, triste, pidiendo que el canario no se muera y apenas se da cuenta de que existe un semáforo, el pan, la primavera. A veces va una por la calle, sola, —ay, no queriendo averiguar si espera— y el ruido de algún rostro que se inmola nos pone a sollozar de otra manera. A veces por la calle, entretenida, va una sin permiso de la vida, con un hambre de todo casi fiera. A veces va una así, desamparada, como pudiendo enamorar la nada, y el milagro aparece en una acera.
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El comparable a un soplo en la cintura, y la inocente mano de mi mano, el acostado a sollozar temprano, el que tiene también de mi locura. Este que se sonríe de ser hombre, este de absurdo mal, de fruta en nombre, mi propio enorme corazón enfermo. El necesario celestial testigo de mi absoluta palidez de trigo, que me besa por dentro cuando duermo.
Te mando ahora a que lo olvides todo
El silencio
Te mando ahora a que lo olvides todo: aquel seno de nata y de ternura, aquel seno empinándose de un modo que te pudo servir de tierra dura;
No lo puedo decir. La voz precisa quedó bajo el silencio sepultada; cuando retoza el crimen ya no es nada el diente que pelea en la sonrisa.
aquel muslo obediente pero fiero que venía de sierpes milenarias, aquel muslo de carne y de me muero convocado en las tardes solitarias;
No lo puedo decir. Y acaso es largo el camino que el daño me asegura. No lo puedo decir, y sin embargo sé que está cerca la total negrura.
aquel gesto de echarme en la locura, aquel viaje al amor, de mi cintura, aquel gusto en la piel a lirio extraño,
No lo puedo decir… todas las penas se van volviendo ya como serenas soledades que aquí no tienen signo.
aquel nombre pequeño bajo el nombre; aquel pecado de volverte un hombre en el vicio feliz de hacerme daño.
Aunque la muerte simplemente abra, aunque al fin me arrebaten la palabra no me voy a callar ni me resigno.
A Raúl Luis
(1950)
(1985)
El canto
No me canso, mi amor ya de
Rómpanme los vestidos, quítenme la locura, pulan con ese látigo mi sitio de estar sola, tráiganme los infiernos, pongan mi cama dura; no temo a los tiranos ni al cáncer ni a la ola.
quererte
Déjenme sin pecado, sin sol, sin biblioteca; ya huérfana de todo no sentiré ni tedio. Escóndanme ese pan, claven mi boca seca: nada podrán hacerme que no tenga remedio.
«No me mueve, mi Dios para quererte» No me canso, mi amor, ya de quererte ni me pesa tampoco lo perdido; solo importa de veras que has vivido y ese tiempo que falta para verte.
No importará la cárcel porque bebí delirio; hasta en el mismo polvo suele nacer el lirio; ninguna muerte sabe podrirme la mañana.
No fue gloria pasada el conocerte porque sigo teniendo lo tenido; tú no eres la noche ni el olvido, en mi pecho renaces sin tu muerte.
Mi corazón no tiene gravámenes ni dueño. Nunca podrán quitarme el ala con que sueño. Y seguiré cantando cuando me dé la gana.
Sé que es larga y monótona la espera, y si acaso tu rostro se borrara algún sueño mañana pareciera.
(1958)
Pero siempre será lo que antes era. Aunque verte de nuevo no esperara lo mismo que te quiero te quisiera. 35
Juan José Arreola
I
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r a matar al príncipe de Orange. Ir a matarlo y cobrar luego los veinticinco mil escudos que ofreció Felipe II por su cabeza. Ir a pie, solo, sin recursos, sin pistola, sin cuchillo, creando el género de los asesinos que piden a su víctima el dinero que hace falta para comprar el arma del crimen, tal fue la hazaña de Baltasar Gérard, un joven carpintero de Dole. A través de una penosa persecución por los Países Bajos, muerto de hambre y de fatiga, padeciendo incontables demoras entre los ejércitos españoles y flamencos, logró abrirse paso hasta su víctima. En
dudas, rodeos y retrocesos invirtió tres años y tuvo que soportar la vejación de que Gaspar Añastro le tomara la delantera. El portugués Gaspar Añastro, comerciante en paños, no carecía de imaginación, sobre todo ante un señuelo de veinticinco mil escudos. Hombre precavido, eligió cuidadosamente el procedimiento y la fecha del crimen. Pero a última hora decidió poner un intermediario entre su cerebro y el arma: Juan Jáuregui la empuñaría por él. Juan Jáuregui, jovenzuelo de veinte años, era tímido de por sí. Pero Añastro logró templar su alma hasta el heroísmo, mediante un sistema de sutiles coacciones cuya secreta clave se nos escapa. Tal vez lo abrumó con lecturas heroicas; tal vez lo proveyó de talismanes; tal vez lo llevó metódicamente hacia un consciente suicidio. Lo único que sabemos con certeza es que el día señalado por su patrón (18 de marzo de 1582), y durante los festivales celebrados en Amberes para honrar al duque de Anjou en su cumpleaños, Jáuregui salió al paso de la comitiva y disparó sobre Guillermo de Orange a quemarropa. Pero el muy imbécil
había cargado el cañón de la pistola hasta la punta. El arma estalló en su mano como una granada. Una esquirla de metal traspasó la mejilla del príncipe. Jáuregui cayó al suelo, entre el séquito, acribillado por violentas espadas. Durante diecisiete días Gaspar Añastro esperó inútilmente la muerte del príncipe. Hábiles cirujanos lograron contener la hemorragia, taponando con sus dedos, día y noche, la arteria destrozada. Guillermo se salvó finalmente, y el portugués, que tenía en el bolsillo el testamento de Jáuregui a favor suyo, se llevó la más amarga desilusión de su vida. Maldijo la imprudencia de confiar en un joven inexperto. Poco tiempo después la fortuna sonrió para Baltasar Gérard, que recibía de lejos las trágicas noticias. La supervivencia del príncipe, cuya vida parecía estarle reservada, le dio nuevas fuerzas para continuar sus planes, hasta entonces vagos y llenos de incertidumbre. En mayo logró llegar hasta el príncipe, en calidad de emisario del ejército. Pero no llevaba consigo ni siquiera un alfiler. Difícilmente pudo calmar su desesperación mientras duraba la entrevista. En
cien años A través de una penosa persecución por los Países Bajos, muerto de hambre y de fatiga, padeciendo incontables demoras entre los ejércitos españoles y flamencos, logró abrirse paso hasta su víctima. vano ensayó mentalmente sus manos enflaquecidas sobre el grueso cuello del flamenco. Sin embargo, logró obtener una nueva comisión. Guillermo lo designó para volver al frente, a una ciudad situada en la frontera francesa. Pero Baltasar ya no pudo resignarse a un nuevo alejamiento. Descorazonado y caviloso, vagó durante dos meses en los alrededores del palacio de Delft. Vivió con la mayor miseria, casi de limosna, tratando de congraciarse lacayos y cocineros. Pero su aspecto extranjero y miserable a todos inspiraba desconfianza. Un día lo vio el príncipe desde una de las ventanas del palacio y mandó un criado a reconvenirlo por su negligencia. Baltasar respondió que carecía de ropas para el viaje, y que sus zapatos estaban materialmente destrozados. Conmovido, Guillermo le envió doce coronas. Radiante, Baltasar fue corriendo en busca de un par de magníficas pistolas, bajo el pretexto de que los caminos eran inseguros para un mensajero como él. Las cargó cuidadosamente y volvió al palacio. Diciendo que iba en busca de pasaporte, llegó hasta el príncipe y expresó su petición con voz hueca y conturbada. Se le dijo que esperara un poco en el patio. Invirtió el tiempo disponible planeando su fuga, mediante un rápido examen del edificio. Poco después, cuando Guillermo de Orange en lo alto de la esca-
lera despedía a un personaje arrodillado, Baltasar salió bruscamente de su escondite y disparó con puntería excelente. El príncipe alcanzó a murmurar unas palabras y rodó por la alfombra, agonizante. En medio de la confusión, Baltasar huyó a las caballerizas y los corrales del palacio, pero no pudo saltar, extenuado, la tapia de un huerto. Allí fue apresado por dos cocineros. Conducido a la portería, mantuvo un grave y digno continente. No se le hallaron encima más que unas estampas piadosas y un par de vejigas desinfladas con las que pretendía —mal nadador— cruzar los ríos y canales que le salieran al paso. Naturalmente, nadie pensó en la dilación de un proceso. La multitud pedía ansiosa la muerte del regicida. Pero hubo que esperar tres días, en atención a los funerales del príncipe. Baltasar Gérard fue ahorcado en la plaza pública de Delft, ante una multitud encrespada que él miró con desprecio desde el arrecife del cadalso. Sonrió ante la torpeza de un carpintero que hizo volar un martillo por los aires. Una mujer conmovida por el espectáculo estuvo a punto de ser linchada por la animosa muchedumbre. Baltasar rezó sus oraciones con voz clara y distinta, convencido de su papel de héroe. Subió sin ayuda la escalerilla fatal. Felipe II pagó puntualmente los veinticinco mil escudos de recompensa a la familia del asesino.
Juan José Arreola (Ciudad Guzmán, Jalisco, México, 1918- Guadalajara, 2001) Autodidacta, aprendió a leer ‘de oídas’ y nunca concluyó la primaria. Trabajó como encuadernador en una imprenta, donde tomó contacto con el mundo editorial. En 1936 llegó a la capital y se inscribió en la escuela de teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Desde 1946 fue traductor, redactor y corrector en el departamento técnico del Fondo de Cultura Económica, simultáneamente trabajó en El Colegio de México. Hizo teatro con Rodolfo Usigli y Xavier Villaurrutia; en Francia, actuó con Louis Jouvet y Jean Louis Barrault. Durante la década de 1960 creó talleres literarios y dirigió importantes publicaciones: Los presentes, Cuadernos y libros del unicornio, la revista Mester y las ediciones del mismo nombre. Publicó Varia invención (1949); Confabulario (1952), La hora de todos (teatro, 1954); Bestiario (1958); La feria (novela, 1963, su última obra escrita) y La palabra educación (1973, una recopilación de sus intervenciones orales). Recibió numerosas distinciones, como el Premio Nacional de Lingüística y Literatura 1976, el Premio Nacional de Periodismo, el Premio Nacional de Programas Culturales de Televisión y la condecoración del gobierno de Francia como oficial de Artes y Letras Francesas.
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Las noches de Cabiria
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De noche salimos como lobas a comernos las calles, pero somos más bien como un perfume, ese que trae el viento norte en los primeros días del verano: el que anuncia con su aliento pesado y cálido todo lo que habíamos olvidado en los meses de frío, interminables. Que hay una gracia, que hay una elegancia en esas fiestas del pueblo que parecen ordinarias y paganas, que hay que mirar más de cerca para verla. En la alegría feroz, inmotivada de los que nacimos para ser bestia de carga está esa gracia. Es fácil despreciarla. Nace y crece igual que los incendios, a partir de una chispa insignificante. No se necesita gran cosa y ya está ahí, imponente, la fogata que somos cuando nos desatamos las que hemos nacido con las patas apretadas por la soga, listas para convertirnos en la comida de los otros. Ya es un milagro que andemos sueltas. Da espanto a las buenas conciencias que no se pueda confiar en que las gentes permanezcan en el lugar al que han sido destinadas. A qué esa terquedad, esa vehemencia, si es más fácil agachar la cabeza y hacer lo que se espera de nosotras: esconderse, salir
poesía cuando somos llamadas, desaparecer si ya no resultamos necesarias. Y sin embargo, qué hermoso es mostrarnos, las plumas multicolores agitándose en el aire, el baile que festeja todo lo que no debe festejarse: el verdadero milagro, que es tener un cuerpo capaz de sentir lo mismo que el cuerpo de las santas, pero no ante un dios o ante el regalo del dolor sino ante el áspero contacto de otras manos: el sexo es más intenso y poderoso que una plegaria, no lo saben los que creen que es un anzuelo a clavar en las agallas del pez hasta extenuarlo, hasta sacarlo del agua boqueando desesperado, capaz de cualquier cosa por oxígeno. Ah, la más maravillosa música es la que nace de la pobreza y la fealdad, no lo saben los que nunca la han bailado: es como un halo bajo el cual todo se convierte en su contrario, la muerte misma retrocede y se le entrega, mansa. Cuidado con los que no tenemos nada: cuando no queda nada que perder se pierde el miedo y ay, yo te aseguro que no quisieras encontrarte con alguien que no teme, no quisieras mirarlo a los ojos, sostenerle la mirada. (De El cuerpo, inédito)
La gracia A veces, muy raramente, un encuentro nos conmueve de una forma que no puede ser atenuada por el pensamiento o el lenguaje. Es que trae una memoria de lo que fue íntimamente conocido y deseado, pero ha sido desplazado a un lugar inalcanzable, de donde no sabría volver a menos que una persona —entre todas— lo llamara. Somos criaturas tímidas que no han hallado, en respuesta a su curiosidad, a su pasión por las cosas, más que daño o rechazo. Como animales que han luchado demasiado por su vida, no sabemos qué hacer con la alegría, y si llega, seguimos huyendo para salvarnos. Si lográramos vencer el terror, si nos quedáramos, podríamos recuperar algo perdido hace tiempo. La dicha más plena es una dicha física y debería producirse sólo una vez, antes de que conozcamos las palabras. Su regreso es siempre un instante de gracia que nos devuelve el amor con el que un día la materialidad del mundo nos ha tocado. 39
La luz de la luna y cuando hablamos tememos que nuestras palabras no sean escuchadas ni bienvenidas, pero cuando callamos seguimos teniendo miedo. Por eso, es mejor hablar recordando que no se esperaba que sobreviviéramos Audre Lorde
Hay quienes no formamos parte de la especie más que como el error, la anomalía que confirma la precisión y el equilibrio de las cosas. Como las crías enfermas, defectuosas, que las perras apartan alzándolas del cuello con la boca, no se espera de nosotros ninguna fortaleza ni coraje. La mayoría de las veces no hace falta matarnos: el cuerpo vaciado del amor y del deseo de los otros pasa rápido. Una mancha en el cielo que pocos llegan a ver antes de que se apague a miles de años luz, sin poder hacer contacto con la tierra, sin que nadie la extrañe. Pero algunas veces, contra todas las probabilidades, una raíz crece desaforada, sostenida en el aire hasta clavarse en la materia, arrastrada por un deseo salvaje, por el empuje de la vida que resiste aunque sepa que en ese esfuerzo descomunal corre el riesgo de quebrarse. Dejá que tu cabeza descanse en mis manos, me dijiste, prometo no soltarte. Y yo, que lo único que sabía era que había que escapar del amor como quien escapa de una pedrada en el pecho, un golpe bien dado en el lugar más vulnerable, me quedé sin embargo en ese abrazo y fui curado de las enfermedades de los otros, de lo que hicieron conmigo para salvarse. No hizo falta que nadie más me tocara. Un cuerpo sostenido en otro cuerpo se vuelve una casa. (De Lo intacto, 2018)
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Potrillo Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas raídas, esas cosas que ya no sirven para nada, pero no se pueden abandonar: son parte del propio cuerpo, del camino recorrido. Es difícil soltar lo que nos ha acompañado tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y la espalda se incline bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta sobre el arma disparada en un pasado remoto, en una tierra desconocida decidieron por nosotros, antes de que naciéramos, hasta los muertos que tendríamos que llorar. Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso, el aislamiento no resuelve nada. Ni construir una cabaña con las propias manos en el monte impenetrable, darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un paria que ha rechazado su lugar entre los otros para quedar libre de una deuda que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces, si los cuerpos reunidos al principio quedan atados por un nudo que atraviesa el tiempo, una cuerda increíblemente firme, imposible de desatar, ¿cómo ser en la vida algo más que una especie de fenómeno natural: un latigazo del cielo, un rayo que destroza sin razón y sin sentido, o al revés, una lluvia suave que reverdece el campo seco y trae alivio a los cultivos casi muertos? Es decir, ¿cómo ser algo más que un impulso ciego que actúa sin voluntad de hacer el bien ni el mal, por pura inercia desprendida del pasado, de los terrores, los deseos, las pasiones de la tribu? A veces creo, pero es una cuestión de fe, no sé si es cierto, que se puede construir una familia a partir de cosas ínfimas que no forman parte de la historia contada a través de las palabras o del cuerpo de los que amamos. Que podríamos descender en el tiempo hasta el instante en que aún no habían empezado ni la fealdad ni el miedo, a través de una memoria física que nos devuelva la humilde y pura gracia de respirar. Hablo de atarnos a detalles tan insignificantes que no serían jamás parte del drama y por eso mismo no podrían convertirse en el hueso de tu infelicidad. Sería tan distinto, claro, si tu familia fuera el día en que conociste el verano, la primera experiencia de alegría bajo un chorro de agua en el sopor pesado de la siesta, el olor de la tierra mojada y el contacto del pasto en los pies descalzos. La risa, levantándose como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu destino ese punto del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego, clavado en tu carne como la herradura en la pata de un caballo joven, de un potrillo que en el momento de entrar al establo se retoba y corre y es capaz de fugarse de la vida que le espera. 41
Abeja La vida está en otra parte Arthur Rimbaud La condición no se cura pero el miedo a la condición es curable Clarice Lispector Como la abeja que llega al panal y encuentra las funciones ya asignadas: la reina, los zánganos, las ninfas, las obreras, viniste a cumplir tu tarea y retirarte. Raro es decir que no, y más raro todavía escaparse. ¿Qué hay allá afuera para los renegados? ¿Soledad, incertidumbre, miedo a haber quedado sin protección ni casa? Hoy vi una flor idéntica a una estrella, estaba en medio de un terreno abandonado, y como buena flor silvestre crecía exuberante, desmadrada. ¿Qué hacía en medio de un baldío una flor que imitaba a una estrella? Yo creo que era tan hermosa porque no servía para nada. Es decir, no duraría más de un rato viva si la arrancaran, no podría venderse ni comprarse, no tenía ninguna función en el ecosistema, ninguna criatura la extrañaría si faltase. Y sin embargo cada tarde, cuando se iba la luz, empezaba a recortarse en el pastizal: parecía que estaba sola y que brillaba con luz propia, y si me dijeran que en ese momento del día el universo giraba alrededor de ella, lo creería: los que se apartan de la ley que los obliga a estar mimetizados con su entorno, tienen un resplandor intenso y breve. Ser raro es dejar de ser reconocido por los del propio clan, y ya se sabe qué pasa con el que no tiene la aprobación de su especie. Da miedo renunciar a la esperanza de la normalidad: soñar con que alguna vez aceptaremos que se debe tomar lo que hay, atarse a eso con desesperación, quedarse en la familia, la patria, el amor, el odio que nos dieron. Pero la vida que nos toca es ajena, una bomba que llevamos encima y nos ha minado el cuerpo: estamos paralizados por el terror a que explote cada vez que tratamos de renunciar a ella y encontrar en otra parte una vida que se nos parezca.
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Sol Es de eso que estamos enfermos: noches donde el aire debió ser como de cristal, así de delicado y evanescente para todos, pero para algunos fue un humo negro, traído desde el fondo de los basurales, desde esa órbita del dolor que gira alrededor de un cuerpo cuando está malnutrido y tiene miedo de lo que puede venir a lastimarlo, porque hasta la hoja seca que trae el viento es filosa como la cuchilla del matadero para quien no tiene manera de defenderse. Es de eso: de los males que se depositaron como granos de arena a lo largo de los días, hasta que desataron por acumulación una catástrofe que pareció espontánea, caída por sorpresa. No hay desastre que no nos haya rozado antes en forma de tristeza, pero si no es nuestra tristeza seguimos adelante, como si no hubiera pasado así de cerca. Ay de la ingenuidad con que a veces pensamos que la indiferencia protege: es un techo lleno de goteras que va a quedar deshecho cuando caiga un temporal lo suficientemente fuerte sobre nuestra casa, que no es un rancho abandonado a su suerte, pero que tiene las raíces carcomidas aunque aparente ser un árbol sólido. A la hora en que algo se desploma, da igual si parecía hermoso y fuerte. Es de eso que estamos enfermos: de los días felices, resplandecientes de verano donde no faltaba nada, y crecíamos mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos por la sombra que dábamos, sobre quiénes caía, de qué luz los privaba. (De La cura, Hilos, 2015)
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La venganza Hay quienes se dedican a romper y hay quienes reparan, me decías. A veces las cosas son así de simples. En el medio, todos los matices, incluso uno que desconcierta: quien sólo conoce el daño, alguna vez, aunque sea por error, repara. Y viceversa. Me hablaste de un médico, en un lugar remoto del África, al que llaman el arregla-mujeres: su tarea es remendar a las mujeres violadas. Reconstruye los tejidos, une, cose, con una extraña y femenina paciencia, los cuerpos deshechos. La mayoría de las mujeres es llevada a él varias veces en sus vidas, algunas vuelven llevando a sus hijas. Son un trofeo de guerra y mutilarlas es parte del privilegio del guerrero, la demostración de fuerza del vencedor hacia el vencido. ¿Cómo detener la rueda que lleva del dolor hacia el dolor, la misma que conocemos desde que sentimos la primera punzada de injusticia, la que nos hace desear la mutilación y la muerte de quien mata y mutila? ¿Cómo se hace para ser quien cura lo que la propia peste y la ajena contaminan? ¿Cómo esquivar el ramalazo de odio que, como un viento que se levanta de repente, nos convierte en lo mismo que combatimos? Yo no sé la respuesta y hay preguntas que producen en el pecho un estallido: dejan un cráter, un extenso territorio vacío donde puede crecer un tallo pequeñísimo después de muchos días o puede no crecer nada, nunca, más que el brote de una violencia infinita, que no va a detenerse en su objeto, que va a irradiar hasta que lastime incluso a quien ya ha sido víctima de una violencia parecida. Habría que empezar de nuevo, aprender a tocar las cosas, las personas como aprendimos de niños. Pero en lugar del gesto de apropiación, de la creciente codicia, ¿podría haber un modo, un modo que no existe todavía, de tocarnos sin provocar una herida que va a llevar mucho tiempo sanar, la vida entera, sin garantías de que esa restitución sea posible? Que sea posible sin embargo, pido, apenas eso: no causar más dolor que el que ya existe, ante todo no dañar, como decían los primeros médicos de la tribu.
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La helada Quien fue dañado lleva consigo ese daño, como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar sobre aquel que se acerque demasiado. Somos inocentes ante esto, como es inocente una helada cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío, su necesidad de caer, había esperado —formándose lentamente en el cielo, en el centro de un silencio que no podemos concebir— su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías vivir con semejante peso sin ansiar la descarga, aunque en ese rapto destroces la tierra, las casas, las vidas que se sostienen, apacibles, en el trabajo de mantener el mundo a salvo, durante largas estaciones en las que el tiempo se divide entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse, porque lo que nos damos los unos a los otros, aún el terror o la tristeza, viene del mismo deseo: curar y ser curados. (De La plenitud, Hilos, 2010)
Claudia Masin (Resistencia, Chaco, Argentina - 1972) Es escritora y psicoanalista. Vive desde 1990 en Buenos Aires y coordina talleres de escritura. Es docente de la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes de Argentina. Publicó nueve libros de poesía y dos antologías de su obra: Bizarría, Geología, La vista, Abrigo, La plenitud, el libro de fotografías y de poemas El verano, La siesta, La cura, Lo intacto (Premio Fondo Nacional de las Artes Argentina 2017), las antologías El secreto (Antología 1997-2007) y La materia sensible (Antología personal). En mayo de este año se publicó La desobediencia, sus poemas reunidos 1997-2017. Se encuentran en imprenta las ediciones española y mexicana de la antología La materia sensible, y en preparación la traducción al portugués de La plenitud. La vista obtuvo por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002. Abrigo tuvo una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004. Sus textos han sido traducidos al francés, inglés, portugués e italiano.
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Yuliana Marcillo
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ay una voz que estalla. Adentro todo es marrón, ocre, leonado, amarillo: «un universo de colores un poco pasados». Estarían las cosas amontonadas, una encima de otra, fingiendo un orden espontáneo. Estarían dos personajes, fingiendo una vida espontánea, natural, en un punto intermedio al que llamarían felicidad. Pero la voz corroe a cada paso, en la lentitud de los paseos de oto-
ño, entre los pasillos estrechos de un departamento antiguo, incluso desde la ventana que da al jardín. Siempre desearían más de lo que tienen, aunque no lo dijeran; siempre estaría el deseo de pertenecer a otro espacio, de habitar en otra casa, de usar otras ropas, de ver reflejado en el espejo el lado B de la realidad, como un balazo al despertar. El deseo desenfrenado se convierte en una voz silenciosa, melancólica: la del desencanto.
variaciones «Fue uno de los autores más innovadores de su generación y uno de los representantes del llamado ‘Nouveau roman’, movimiento literario cargado de modernidad y basado en la experimentación». «Escribir: intentar meticulosamente retener algo, hacer sobrevivir algo», con esa frase como bandera, de una narrativa exquisita, bajo la meticulosa descripción de las cosas, de los objetos y sus formas, de las personas en sí, de sus jergas, sus modos de vida, deseos, vicios, pasiones, películas, música, temas de conversación, caminos, casas, estanterías, libros, todo cuanto pudiera ser descrito en ubicación, colores, texturas y, por supuesto, de amigos, es como fue constituida la novela Las cosas (título original en francés: Les choses), del escritor Georges Perec.
Una historia del sesenta La vida allí parecería fácil, igual que la del despreocupado París del sesenta, «con sus escaparates de anticuarios, tiendas de libros raros, mercados y tenderetes repletos de
piezas y objetos inaccesibles», de callejones acogedores y cafés llenos de intelectuales y burgueses, charlando, fumando, tomando exquisitas bebidas en sorbos pequeños. Lo que empaña el espejo es la sociedad del consumo, de la banalidad, la de opulencia. Las cosas es la primera novela publicada de Perec, aparecida en 1965 en la colección Les Lettres Nouvelles. Una historia que relata la cotidianeidad de una pareja de jóvenes que se gana la vida realizando encuestas para empresas de publicidad, con sueldos muy modestos que apenas alcanzan para sobrevivir. La primera edición en castellano corresponde a una traducción de Jesús López Pacheco, que fue publicada en la colección Biblioteca Breve de Seix Barral en 1967. En noviembre de 1992, el libro se reeditó en la colección Panorama de Narrativas de Editorial Anagrama, con traducción de Josep Escué. En esta última versión de la novela, se define a las Las cosas como «una aguda e irónica radiografía de la sociedad de consumo narrada con magistral sencillez y distanciamiento (...). Una novela anticipatoria cuya riqueza de significados se ha acrecentado con el paso de los años». En varias entrevistas y conferencias, Perec dijo que la primera versión de la novela relataba la historia de unos amigos que atracaban bancos. Esta primera versión se llamó durante un tiempo La bande magnétique, juego de palabras que hace referencia tanto a una cinta magnética como a una pandilla (de amigos) magnética. A los 29 años, con Las cosas, Perec obtuvo el Premio Renaudot, prestigioso galardón literario. Las cosas, 53 años después de haber sido publicada, sigue siendo reflejo vivo de la cosificación de la sociedad. Con el paso del tiempo, Perec se
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ha consolidando como uno de los grandes novelistas franceses del siglo XX.
Los amigos, de principio a fin Georges Perec nació el 7 de marzo de 1936 en la capital francesa, París. Es huérfano de la Segunda Guerra Mundial: fue hijo de padres judío-polacos emigrados a Francia; en junio de 1940 su padre muere en el frente contra los alemanes y su madre es deportada en 1943 al campo de concentración de Auschwitz, donde desaparece sin dejar rastro, dejándolo bajo la crianza de sus tíos. En un artículo publicado en Revista de Letras en este año, Kim Nguyen Baraldi describe a Perec como un amante de los gatos y fiel lector de Julio Verne. «Le gustaba el jazz, la pasta fresca, el cine americano, caminar por París, los trenes, los crucigramas, la plancha que le regaló su amigo Harry Mathews, Bouvard y Pecuchet, te-
La obra de Perec se caracterizó por su interés en la investigación lingüística. «En este momento, como una apuesta loca y espontánea le aseguró a sus compañeros del grupo literario que escribiría una novela sin usar la letra e, de este experimento surgió La disparition (1969)».
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nía ataques de risa, los puzzles, las enumeraciones». Pero, por encima de todo, amaba a sus amigos, acota Baraldi. Perec tenía un gran círculo de amigos, de hecho, toda su obra gira en torno a sus amigos. «La amistad, la historia y la literatura me han proporcionado algunos de los personajes de este libro», habría dicho el escritor alguna vez. En sus biografías se encuentran pasajes llenos de historias sobre las visitas que ellos le hacían sin previo aviso. Perec y su pareja, Paulette Pétras —con quien se casó en 1960 para mudarse un año a la ciudad de Sfax, donde ella había sido contratada como profesora, la cual, según su biografía, sirvió de inspiración para la novela Las cosas— organizaban una reunión en su apartamento cada martes a partir de las cinco de la tarde, «parodiando la antigua tradición francesa de los círculos literarios», apuntan sus biógrafos. «Lo que me parece ser la característica más llamativa, la característica más central de Perec, es su extraordinaria apertura a los demás y su sentido de la acogida, que se reflejaban en su vida cotidiana por un verdadero culto a la amistad», dijo Marcel Benabou, amigo de Perec, en una conferencia realizada en Barcelona. Benabou también contó que celebraba su cumpleaños con una gran fiesta. Sus invitados eran escritores, cineastas, pintores, teatreros, entre otros, gracias a esa diversa vinculación Perec también incursionó en la radio y en el cine. «La amistad ha sido mi gran pasión», habría dicho Perec.
Producto del Oulipo El escritor francés ha sido considerado un amante de los juegos verbales. Su obra estuvo basada en
A los 18 años leía y escribía en abundancia, sabía que quería ser escritor, explícitamente de narrativa. Vivía en una permanente búsqueda de nuevas formas de literatura provenientes de otras áreas, como las matemáticas, la lógica o el ajedrez. la experimentación, en romper las limitaciones formales como forma de creación. A los trece años ya había escrito una historia llamada ‘W’, idea que le sirvió en su adultez para escribir W o el recuerdo de la infancia (1975). A los 18 años leía y escribía en abundancia, sabía que quería ser escritor, explícitamente de narrativa. Vivía en una permanente búsqueda de nuevas formas de literatura provenientes de otras áreas, como las matemáticas, la lógica o el ajedrez. En sus horas libres se dedicó a frecuentar el grupo literario Ouvroir de Littérature Potentielle, más conocido como Oulipo (Taller de Literatura Potencial), del que después fue miembro. El Oulipo fue fundado en 1961 por Raymond Queneau y François le Lyonnais, el grupo se consagró al redescubrimiento de formas literarias totalmente arbitrarias, como el lipograma o la redacción de un texto sin una vocal. La obra de Perec se caracterizó por su interés en la investigación lingüística. «En este momento, como una apuesta loca y espontánea le aseguró a sus compañeros del grupo literario que escribiría una novela sin usar la letra e, de este experimento surgió La disparition (1969)», señalan sus biografías. «Me considero verdaderamente
como un producto del Oulipo», diría Perec, quien además reconocía que su existencia como escritor dependía al 97% del hecho de haber entrado en el grupo en un momento clave de su carrera. Se marcó un propósito: nunca repetir la misma idea en dos libros: «Si intento definir lo que he intentado hacer desde que comencé a escribir, la primera idea que me viene a la cabeza es que jamás he escrito dos libros similares, que nunca he deseado repetir en un libro una fórmula, un sistema o una manera elaboradas en un libro precedente», dijo el escritor. A partir de finales de 1970 su salud comenzó a empeorar. En 1982 acudió al hospital debido a fuertes dolores y se enteró de que tenía un cáncer de pulmón que se encontraba en una etapa avanzada. Finalmente, Perec fallece en Ivrysur-Seine el 3 de marzo de 1982. Luego de su muerte se realizaron varias publicaciones póstumas, al menos 18 volúmenes, que se sumaron a los 17 títulos que había publicado en vida. Perec ha sido traducido a más de quince idiomas, pero no es un escritor leído por multitudes. La vida: instrucciones de uso (1987), novela galardonada con el Premio Médicis, es considerada una obra maestra de la literatura universal.
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Prodigio
Cerca del puerto
El trabajo de este día consiste en llevar una piedra de aquí para allá. Es una roca muy pesada, más que un buey, más que una bolsa cargada de lluvia. Es un agujero prehistórico, un espejo negro a punto de tragarse el mundo.
Pasan los camiones. Se llega a mezclar el humo del gasoil quemado con la llovizna fresca de la costa.
El trabajo de este día consiste en alzar esa piedra y depositarla suavemente en el medio del camino para que se detengan los ciclistas, se detenga la música de fondo, se detenga la Ruta Dos a la hora señalada por las arterias rojas. Y cuando todo esté detenido, entorpecido por la piedra, detenidas las generaciones ilustradas y piadosas, detenido el amor entre las cosas naturales y las cosas manifiestas, el trabajo, entonces, consistirá en sacarla de ese lugar, levantar la piedra nuevamente, con los ojos cansados, y enterrarla por ahí, en la nada, en ese lago de cerrada indiferencia donde cruje la cama, alumbra el televisor, brillan los motores, cae el vino adentro de la luz, se pudren la memoria y las conversaciones tristes, y se hunden, con la piedra, en la más completa extinción. 50
No hay poemas perfectos como el sol, como la sombra. Y menos que hablen de lugares cercanos a este puerto donde hace frío, donde se apilan contenedores blindados para la gente inestable y para las ratas. Pasan las dos mitades de un perro. La primera lleva una cabeza normal, asustada, la otra se disipa entre la niebla y la sarna. En la estación lo bañaron con parafina, seguro que fue el tuerto que limpia los vidrios, quizás le regaló un pedazo de pan y le ordenó: ¡basta de morderte! Que no se turbe el sueño de Pound. Si los clásicos ya tuvieron épocas de mayor circulación en América, al menos aquí, cerca del puerto, entre la maquinaria envenenada por la mierda de las gaviotas (donde pasan las mitades de un perro esquivando esos camiones de carga), ya nadie hace las cosas perfectas como el sol, como la sombra.
lírica
El ahogado Deseo aclarar que no fue en un río sino en la misma tierra donde me ahogué. El único río que llevo en la memoria es un estremecimiento donde las pequeñas cosas se hunden aunque nunca llegan a desaparecer. A veces, se hunden antes de que pase el río. Y su pedido de auxilio siempre llega tarde.
El regresador Aquello que terminó está sucediendo todavía. Aquel amor que fue regresa. Porque todo lo que lleva sangre o música tarde o temprano se reanuda. Pero cuidado. Mi carne te conoce, mis dedos caminaron ya cien veces en la luz dormida de tu cuerpo. Y no es agua la sed. No basta clavar un puñal en el cielo para desatar una tormenta. 51
Cortafuego Ella regresa de sus vuelos por el bosque. La luz del sol se levanta y borra los caminos ya trazados por el hacha. Todo es calma. Nos rascamos la espalda en el alambrado como los caballos, hablamos de la vida no densa, de los fatigados por el tiempo, hablamos de los pájaros que se comían las migas y de la tristeza urbana. El hacha desea cortarme los brazos, tiene la hoja sucia, el mango astillado, la dejamos tirada a un costado, entre las piedras y nos preguntamos quiénes somos. Después de tantos siglos preguntando, ella y yo, nos hemos convertido en buscadores. Suena bien: buscadores de profesión, estamos conformes con eso. Pero cualquiera busca. La perra busca, el aseador municipal busca, el motociclista busca, el envenenado busca, el bibliotecario, el zahorí. Dejamos tirada una bolsa de herramientas, una tijera de podar y los guantes. Encontradores, tal vez, podría ser, aunque no todos encuentran. La perra encuentra, el aseador municipal encuentra, el motociclista encuentra, el envenenado encuentra, el bibliotecario, a veces el zahorí. Y salimos a encontrar una palabra imposible de hallar con esta búsqueda. La perra destiñéndose con el humo, parada ahí: perra negra, sedienta, con la lengua afuera y rosada.
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La vemos hasta que ya no la vemos, porque hemos resuelto seguir por el sendero y ella no se atreve. Tiene miedo a perder su puesto en el mundo, prefiere la vida exacta frente a una casa de cemento, adentro de una esfera cerrada de sombras y olores, porque más allá de esos bordes comienza el abandono.
Ya no la vemos, pero se la oye aplaudir en una poza de agua con su lengua como con una pala de plástico. Slap slap slap. Seguimos viajando en esos caminos que sólo se pueden recorrer bajo sospecha. Rozamos las espinas, las telas de araña, las piedras calientes, las babas del diablo. Y aunque tenemos ganas de dormir porque el sol agujerea nuestras cabezas y se nos escapan los sueños, seguimos adelante. Todo lo que sucede sucede entre nosotros, como el calor, como los sonidos. Se oye la raíz de los pinos taladrando la tierra. Se oyen las sombras duras de los cuerpos cuando pasan por los alambres y se cortan. Se oye la perra, todavía, como si tomara sopa a lo lejos. Se oye la ruta que zumba en el fondo del olvido y parece una abeja perdida. Entonces vemos la tormenta de humo que viene hacia nosotros y empezamos a cruzar el fuego. El cielo es un lago negro con un ojo de sangre, los árboles se encienden. La veo a ella, que está ahora en varios lugares a la vez, mientras me quemo como un diario. Ella, que es tan fría, abre sus brazos y me apaga. Hay otros sonidos. El rotor de un helicóptero que abre la cremallera del aire. El sonido de la lluvia acribillando el bosque. El chistido del viento sobre las hojas en llamas. Y hablamos nuevamente de la vida sutil, de los matados por el tiempo, hablamos de los pájaros que se comían la tristeza. Buscamos la palabra exacta. La encontramos, la perdemos, la volvemos a encontrar caída entre la zarza, ahí donde cayó el hacha cortadora. Metemos las manos en un espejismo y ya casi la decimos,
pero se imponen los sonidos cercanos de la ruta donde pasan otros buscadores y todo lo que sucede sucede entre nosotros.
Las diferencias entre mi padre y Kerouac Mi padre nació un año después, muy lejos, casi a la orilla de esta ruta. Kerouac no tuvo, a su vez, un padre nacido en altamar, como mi abuelo. Y para qué iba a escribir poesía, mi padre. En cambio Kerouac, entre católico y budista, excedía todas las fronteras.
Uf, ambos detestaron el comunismo. Creo que si un cruce misterioso los hubiese reunido en la mesa de algún bar se habrían reído mucho. Pero mi padre, que era peronista, se emborrachó una sola vez en toda su vida.
Papá tenía una bicicleta roja: eso es viajar.
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La caída Un hombre se derrumba. Parece que busca rutas olvidadas, playas, una siembra, en aquellas regiones perdidas donde ya no gira más el sol. Es imposible que yo mismo sea el hombre que cae por la ventana. Menos mal que se desplomó desde su propia mirada y que una roldana lo desliza como si sujetara un piano, mientras la tierra lo baja y lo baja tensando la cuerda podrida en un lento teatro de suspenso. Menos mal que se deshoja y revela su peso inusitado, como un Cristo de Grünewald. Imposible que yo sea el que salta del mundo y flota unos instantes sobre su propia risa. El que vuela como volaría un árbol arrancado por las tormentas que lavan y deslavan el aire. Es imposible que yo sea alguna vez el hombre que cae por esa ventana, tan extraño, tan nítido.
El tanque australiano El viento golpeó toda la tarde en las paletas del molino que arrancaba el agua turbia de las napas. Se fue llenando así un estanque de latas curvas, hasta que casi desbordó y, con mi padre, nos quedamos hechos unos estúpidos mirando el agua revuelta como si viéramos el mar.
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Al girar la bóveda, comenzó a llegar la noche. Ya no se extrajo el agua, se apagó el viento. Algunos puntos de luz brotaron en su espejo negro.
Se oyeron los grillos del verano, un ladrido agónico a lo lejos. Esa es la «Cruz del Sur», me dijo y señaló despacio, como si temiera espantarla con su brazo suspendido sobre el agua. Y aquella formación: «El puñal de la mazorca». Los ladridos se multiplicaron. Yo pensaba en el rostro de mi madre. Pensaba en sus ojos ya enterrados. Me despedí de todo y entré. Estaba muy fría el agua y poco a poco fue embebiendo mi ropa hasta que dejé de flotar. No sé cuántos días transcurrieron mientras me hundía en el silencio. Recordé que en el «Paraíso» del Dante no se describen sonidos, pero eso qué podía importar. Era un mundo sin horizonte: por más que buscaba alrededor, el horizonte no aparecía. Desaparecieron, finalmente, la luz y el tiempo. Hasta que las aspas del molino giraron de nuevo. Cada succión del agua de la tierra traía, como un golpe de remo, los recuerdos, uno tras otro: la bicicleta, el camino de tierra, la puerta quejumbrosa de la casa las veredas del pueblo desbordadas por la grama. El motor de algún camión sobre la Ruta Dos ahogaba unos minutos el coro de las ranas. Todo era redondo: el horizonte no aparecía. Y tuve que emerger después de muchos años. Las cosas siguen igual pero nadie me reconoce. Ahora voy por el parque, junto al cementerio, a visitar sus ojos ya enterrados. Es muy grato caminar al sol después de estar metido en el agua tanto tiempo.
Los demolidos Aparecemos siempre desde la luz, como los mudos que se expresan con la sombra. Somos una combinación estrafalaria: un poco antiguos, algo modernos, con esta vida abandonada pero llena de brillos y un interior de tapicerías negras. Se oyen los ruidos propios de una demolición. Taladros, golpes, derrumbes. Hay humo. Todavía nos queda una casa abierta donde podemos dormir y ver el aire negro raspado por las constelaciones. Pero se oyen taladros, golpes, derrumbes.
ni los goterones de la sangre espesa, ni la servilleta de papel con tu nombre escrito, silenciosamente, no se oye. Escuchen. Escuchen bien, que si prestan atención oirán esos gritos cada vez más débiles. Queda sólo una taza, un vaso, dos o tres platos. Ayer se vino abajo otra repisa con las vibraciones. La delicada destrucción está pasando justo ahora, por este exacto lugar.
Acostumbrados a mirar el cielo oscuro. Acostumbrados a dormir con un ojo abierto, estamos asomando cada día, pero cada día el tiempo se desmorona. Hay gente que trabaja, se oyen otros ruidos. Hay un tipo sobre el andamio que bordea de noche el precipicio iluminado por algunas monedas. Antes sonaban las guitarras y los relojes. Pero hace tiempo que los relojes detenidos se tiran a la basura. Van a demoler la calle, van a demoler las ventanas, la luz que entra por las ventanas, y después vendrán todas esas molestias. La grúa operando en este paisaje cruel y hermoso, como si una tragedia estuviera a punto de ocurrir. Golpes de luz en el agua, en la piedra. Golpes a la belleza de Dios y los perros violentos, como en esas increíbles noches griegas. (Se intensifican los golpes de martillo.) Se oye un estruendo, cae un muro y parece caer el soporte numérico del universo. En cambio, la pequeña demolición de los cuerpos no se oye, la de la calle, la maldición de los suburbios, la opinión chiquita de las viejas y los descaminados, el día en que te golpearon, lenguaraz, no se oye,
Daniel Calabrese (Dolores, Argentina, 1962) Ha publicado: La faz errante (Mar del Plata, Premio Alfonsina 1990), Futura ceniza (Barcelona, 1994), Escritura en un ladrillo (Kyoto, 1996), Singladuras (Fairfield, 1997), Oxidario (Buenos Aires, Premio Fondo Nacional de las Artes 2001), y Ruta Dos (Santiago de Chile 2013, Roma 2015 y Madrid 2017 en la Colección Visor). Premio Revista de Libros 2013. Nominado al Premio Camaiore Internazionale 2016. En el año 2017 se publicaron antologías de su obra en México, Ecuador y Colombia. Traducido parcialmente al inglés, italiano y japonés. Fundador y director de Ærea. Revista Hispanoamericana de Poesía. Reside en Santiago de Chile.
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Agosto, Santa Rosa
Una lluvia de un día puede no acabar nunca, puede en gotas, en hojas de amarilla tristeza irnos cambiando el cielo todo, el aire, en torva inundación la luz, triste, en silencio y negra, como un mirlo mojado. Deshecha piel, deshecho cuerpo de agua destrozándose en torre y pararrayos, me sobreviene, se me viene sobre mi altura tantas veces, mojándome, mugiendo, compartiendo mi ropa y mis zapatos, también mi sola lágrima tan salida de madre. Miro la tarde de hora en hora, miro de buscarle la cara con tierna proposición de acento, miro de perderle pavor, pero me da la espalda puesta ya al anochecer. Miro todo tan malo, tan acérrimo y hosco. ¡Qué fácil desalmarse, ser con muy buenos modos de piedra, quedar sola, gritando como un árbol, por cada rama temporal, muriéndome de agosto!
Amanecer solo La rosa noroeste se repliega, la rosa sur se exime. Todo ser, todo ardor abren sus biombos nítidos. Gritos da el aire sin respuesta cuando la soledad azuza perros carniceros y una mano en el chirriante límite aproxima los restos. 56
De un fulgor a otro Quizás no se deba ir más lejos. Aventurarse quizás apenas sea desventurarse más, alejarse un atroz infinito del sueño al que accedemos para irisar la vida, como el juego de luces que encendía, en la infancia, el prisma de cristal, el lago de tristeza, ciertas islas. Sí, entre biseles citados los colores, un fulgor anidaba sobre otro —seda y deslumbramiento el margen del espejo— y aquello también era un espectro, sabido, exacto. Centelleos ajenos en un mundo apagado. Como un canto sin un cuerpo visible, un reflejo del sol creaba una cascada un río una floresta entre paredes áridas. Sí, no vayamos más lejos, quedemos junto al pájaro humilde que tiene nido entre la buganvilia y de cerca vigila. Más allá sé que empieza lo sórdido, la codicia, el estrago.
Mes de mayo Escribo, escribo, escribo y no conduzco a nada, a nadie. Las palabras se espantan de mí como palomas, sordamente crepitan, arraigan en su terrón oscuro, se prevalecen con escrúpulo fino del innegable escándalo: por sobre la imprecisa escrita sombra me importa más amarte.
premio ¿Debo matar lo que miré, el mito que minuciosa pliego y despliego, grava para mi paso solo? ¿Ciega borrar lugares, playas, vientos, el tiempo?
Jardín de sílice Si tanto falta es que nada tuvimos. Gabriela Mistral Ahora hay que pagar la consumición del tiempo, sin demora, gastado el arrebato en andar por un jardín de sílice. Aramos otra vez el mismo surco para fertilidad de la desdicha, y la letra, el silencio van entrando con sangre. Años vendrán para pacer palabras como pastos oscuros, echar a arder pequeñas salamandras, todos los exorcismos, apenas memoriales donde hubo un aire libre, ya no lugar común, que nadie en el miedo de las encrucijadas sueña o lee. Vagos vagones cruzan hacia un pasado que pulveriza las raíces, que alisa el luto y nos despide.
Penitencia ¿Mirar atrás será pasar a ser de sal precaria estatua, un perecer petrificado preso en sí mismo, parte del roto encanto de un paisaje cuya música no logro más oír?
Sobre todas las cosas, anular horas que se han vuelto inútiles como lluvia que cae sobre el mar implacable, como mis propios pasos si no son penitencia.
Ida Vitale (Montevideo, Uruguay – 1924) Poeta y crítica uruguaya. Estudió Humanidades en su país. Fue profesora de Literatura hasta 1973 cuando la dictadura la forzó al exilio. Vivió en México de 1974 a 1984 y se radicó definitivamente en Austin, Texas, desde 1989. Su obra lírica la convierten en una de las voces principales de la llamada Generación del 45, y en la actualidad, en nombre insoslayable del panorama poético hispanoamericano. Además de poeta, es autora de artículos periodísticos y de crítica literaria, así como de numerosas traducciones. Parte de su obra está contenida en los siguientes volúmenes: La luz de esta memoria (1949),Palabra dada (1953), Cada uno en su noche (1960), Oidor andante (1972), Jardín de sílice (1980), Parvo reino (1984), Sueños de la constancia (1988), Procura de lo imposible (1998), Reducción del infinito (2002), Plantas y animales (2003) y El Abc de Byobu (2005). En 2009 recibió el Premio Octavio Paz, en 2014 el Premio Alfonso Reyes, al año siguiente el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en 2016 el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, en 2017 el Premio Max Jacob y en 2018 Premio FIL de Guadalajara de la Literatura en Lenguas Romances. 57
Armario Jorge Luis Cáceres
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l auditorio de la Universidad Católica estaba a reventar, incluso las gradas de acceso habían sido ocupadas por los estudiantes, quienes ansiosos esperaban la conferencia del novelista y profesor Carlos Lujan, a propósito de los diez años de la publicación de su primera novela, Las horas ausentes, con la cual ganó el premio Biblioteca Breve en 1999. Aunque en varias entrevistas realizadas al escritor se aclaraba que la novela en mención fue escrita en la ciudad de Barcelona, mientras el autor estudiaba un doctorado en Teoría de la Literatura en la Universidad Pompeu Fabra, había estudiosos y críticos que argumentaban que dicha novela únicamente pudo haber sido escrita en Quito, debido a la atmósfera planteada en los cuatro capítulos de la obra. El colosal volumen que comprendía Las horas ausentes estaba compuesto de cuatro libros que fueron agrupados por la editorial en un solo tomo, por cuestiones de comercialización. El primer capítulo o el primer libro, llamado Cráneo y fuego, según el crítico Alberto Cisneros de la Universidad Andina Simón Bolívar, es una reconstrucción mítica de la ciudad de Quito, sobre todo, de la arquitectura barroca y gótica del centro de la ciudad. En este libro, Lujan centra su mayor ambición, no existen protagonistas y los personajes carecen de sensibilidad, son una especie de seres invisibles, carentes de toda humanidad, como si en verdad Lujan —con maestría—
hubiera utilizado todos sus recursos literarios para hacer de la ciudad un personaje de carne y hueso, de cráneo y fuego. En el segundo libro, El pez espada, aparece por primera vez un misterioso tatuador norteamericano, de mediana edad, que tiene su estudio en la población de Capelo, en el Valle de los Chillos, y que fuma durante una hora, tiempo en el cual reflexiona sobre una mujer que aparecerá en el cuarto libro, revelando el secreto del tatuador. Lucia Sinclair, crítica del diario El Telégrafo, ha definido a este libro como innovador y postmodernista, con influencia clara de escritores del crack y de la generación posterior al McOndo; incluso ha llegado a decir que este libro de forma individual pudo ser precursor de la generación de David Foster Wallace y Jonathan Franzen (una opinión ligera si se toma en cuenta que La escoba del sistema, de Foster Wallace, fue publicada en 1987 y Ciudad veintisiete, en 1988). Aunque la crítica de Sinclair es ambiciosa,
quizá sobrepasa el espíritu del libro; el propio Lujan ha dicho que este libro o capítulo no se corresponde a ninguna generación y que su escritura fue un acto espontáneo, sin estructura, sin una guía literaria; casi como navegar a ciegas en un mar embravecido. Lo cierto es que Lujan escribió los libros por separado y en varias ciudades donde estuvo de visita o por estudios. El día de la premiación, Lujan llevó a las oficinas de Seix Barral, en Madrid, catorce libretas tamaño A4 de color rojo, donde —supuestamente— había escrito el libro ganador. Nadie nunca alcanzó a revisar realmente los encuadernados, pero eso engrandeció el mito de que Lujan escribía como lo hicieron los autores del boom, a mano y luego mecanografiando sus textos para no perder los originales. El mito es propio de los escritores, a muchos los engrandece, a otros los condena a una sola vía de ingenio. Nadie pensaría que un autor escriba sus obras encerrado o confinado
Un silencio de diez años durante los cuales el hecho de que Lujan ya no publicara más llevó a pensar a los críticos y estudiosos en un fraude, incluso en una tomadura de pelo. Sus amigos íntimos dirían sobre este suceso que oscureció en parte la figura del escritor, que Lujan seguía escribiendo y que su producción era descomunal a pesar de la falta de publicaciones.
narrativa
a un oscuro armario donde utiliza una mesita de madera ya casi desmantelada que cojea de una de sus patas. Ahí apretado, con las ideas bullendo en el cerebro y con los dedos pícaros saltando de una letra a otra, incontrolables. Quizá Lujan no contó esta historia, la del armario, quizás es mejor pensar que los escritores escriben sus mejores obras en hoteles viejos y melancólicos, en lobbies a media luz y escuchando
música ligera como jazz, blues o de cabaret. Sería mejor pensar que un autor escribe mientras espera el abordaje en un aeropuerto que lo llevará a una Feria del Libro donde hablará del mismo proceso de escritura que lo trajo hacia ese preciso lugar. Eso sería sencillo, no habría trama en el engaño del escritor, que finge en cada momento. A Lujan le vino bien el premio, pudo —con un solo libro— dar el salto a gran es-
critor de su país, que se precia de tener una literatura menor. También le dieron una plaza como profesor en el Departamento de Literatura de la Facultad de Comunicación de la Universidad Católica, la misma en donde diez años más tarde dictaría una charla sobre Las horas ausentes. El tercer personaje más importante de los cuatro libros es Marina Kox, protagonista de Miel y gusanos, la tercera parte de Las ho-
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El armario nuevamente aparece como figura de opresión que, en lugar de ejercer su potencia negativa sobre el autor, la termina por amplificar al reducir el espacio de trabajo del escritor; en el caso de Lujan, se dice que escribió su monumental obra encerrado en un armario que fungía de estudio durante cuatro meses, en plan asceta.
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ras ausentes y la mujer con la que sueña el misterioso tatuador del segundo libro mientras fuma marihuana en su estudio. Marina Kox es la encargada de llevar cinco fotografías a la casa del profesor Oliver Cadena. Durante los cincuenta subcapítulos que contiene el libro, Marina camina rumbo a la casa del profesor, atravesando las calles Amazonas, Mariscal Foch y Juan León Mera, hasta dar con una casa de ladrillo visto y verjas de hierro con incrustaciones de ángeles dorados en la Lizardo García. Toda la obra transcurre en el lapso de una hora, desde que Marina Kox sale de un estudio fotográfico en la calle Amazonas y Jorge Washington hasta que llega a la casa del profesor, toca a su puerta y éste sale y la recibe con cariño. Sobre este libro, la crítica sostiene por unanimidad que se trata de una auténtica obra maestra, insuperable según el New York Times, que lo premió como mejor libro en lengua extranjera publicado en el 2000. Morthy Harris, crítico literario del semanario de arte y cultura New Yorker, dijo de este libro: «Majestuoso, ambicioso, como leer Rayuela pero remasterizado». Una crítica que dejó muchos réditos para Lujan en cuanto a regalías y, también, a prestigio. Precisamente sería en el
2000 cuando Lujan dio inicio a una gira por Latinoamérica y por varios estados de los Estados Unidos, dando conferencias respecto a su monumental obra, calificada como una de las más grandes novelas latinoamericanas, capaz de trascender fronteras. Diez años después, frente a un auditorio aún lleno, Lujan prepara el primer capítulo de su tan esperada segunda novela, todavía intitulada. Un silencio de diez años durante los cuales el hecho de que Lujan ya no publicara más, llevó a pensar a los críticos y estudiosos en un fraude, incluso en una tomadura de pelo. Sus amigos íntimos dirían sobre este suceso que oscureció en parte la figura del escritor, que Lujan seguía escribiendo y que su producción era descomunal a pesar de la falta de publicaciones. La excusa que daba el autor cuando le preguntaban sobre este punto era que su nueva novela tenía que ser una obra superior en todo sentido a Las horas ausentes o una anti Las horas ausentes. Lujan no podía darse el lujo de repetirse y, agotados todos los temas, los recursos, las formas y demás, se sentía atormentado hasta volverse un ser hermético que apenas salía de su casa para dictar sus cátedras de Teoría Literaria y Novela Latinoamericana. En esos
años, Lujan se excusó de dictar conferencias, no acudió a ninguna Feria del Libro ni otorgó entrevistas. Apenas si cruzo unas líneas con Morthy Harris, quien lo visitó para sacarlo de su oscuridad y publicar un largo artículo que salió el 9 de diciembre de 2006, bajo el título ‘El oscuro armario de Carlos Lujan, el brillante novelista latinoamericano’, publicado originalmente en inglés y traducido por Concha Martínez para el suplemento cultural Babelia del diario El País del 14 de diciembre del mismo año. Más tarde, en el año 2007, dicho artículo daría pie a una tesis de maestría, la primera —a pesar de la importancia de Lujan en las letras ecuatorianas— que analizaba a profundidad sus juegos narrativos en La esfinge y el armario, el cuarto y último libro de Las horas ausentes. Luisa Frey, una profesora de colegio que más tarde sería considerada una de las autoridades en la novelística de Lujan, sería quien, bajo el título El hermetismo como recurso narrativo: el caso de La esfinge y el armario, daría pie a un nuevo mito sobre el autor y la escritura de su famosa novela. El armario nuevamente aparece como figura de opresión que, en lugar de ejercer su potencia negativa sobre el autor, la termina por amplificar al reducir el espacio de trabajo del escritor; en el caso de Lujan, se dice que escribió su monumental obra encerrado en un armario que fungía de estudio durante cuatro meses, en plan asceta. Esta teoría derivó en otro mito, donde sería un escritor fantasma quien realmente escribió las obras firmadas por Lujan. Muchos reporteros intentaron ingresar en el antiguo departamento de la Av. 6 de Diciembre y Granados (donde, según la leyenda, Lujan escribió su famosa novela), para verificar el armario y quizás encontrar al escritor fantasma, pero todos los intentos fueron en vano, pues el celo de Lu-
jan hacia su privacidad era estricto y su círculo de amistades reducido. Pero algo de verdad habría en este mito, pues Lujan solo podía escribir en su antiguo departamento, era una especie de ritual, algo muy de escritores que necesitan sus cábalas a la hora de escribir. Su exesposa calificaba esta actitud de ridícula. «Escribir en un departamento vacío es una locura», decía, «habiendo un precioso estudio con vista a Guápulo y a Cumbayá». Otros amigos de su círculo decían que más de una vez intentaron presionar al autor de Las horas ausentes para que los llevase a su lugar especial, pero nunca pudieron doblegar su voluntad, solo lograron que se enfureciera y se pusiera aún más raro. Si en verdad escondía a un escritor fantasma, lo hacía bien y con celo. Lo cierto de esta historia es que el armario sí existe. Lujan en persona lo confirmó en una entrevista que Radio Televisión Española le hiciera en Madrid, en el año 2010, a propósito de los diez años de la publicación de su novela y de la concesión del premio. Lo único no confirmado es si el autor escribió encerrado o no en la estrechez de su armario. En esa misma entrevista, dijo que estaba escribiendo una nueva novela y que su primer capítulo estaba terminado, aunque sin título aparente, y lo sabré yo, que con las piernas recogidas y presionadas contra la tabla de la vieja mesita escribo el segundo capítulo de la novela, mientras el famoso novelista lee las primeras páginas, se regodea en su recuperado éxito y conversa con el público (en su mayoría joven) sobre entretenidas anécdotas de sus numerosos viajes por el mundo, sobre sus entrevistas y —sobre todo y a pesar de todo— sobre el mítico armario de fondo blanco y puerta de metal. (Perteneciente al libro Las moscas y otros cuentos, editorial El Conejo, 2017).
Jorge Luis Cáceres (Quito, Ecuador - 1982) Abogado y Criminólogo por la Universidad Internacional del Ecuador, y Máster en Literatura Hispanoamericana y Ecuatoriana por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Ha escrito los libros de cuentos Desde las sombras (Quito, 2007), La flor del frío (Quito, 2009), Aquellos extraños días en los que brillo (Lima, 2011) y Las moscas y otros cuentos (Editorial El Conejo, Quito, 2017), con el cual obtuvo el premio nacional de literatura Joaquín Gallegos Lara, y la novela Los diarios ficticios de Martín Gómez (Sudaquia Editores, New York, 2017). Como antologador preparó el dossier de narradores ecuatorianos para la UNAM de México bajo el título de Lo que haremos cuando la ficción se agote (México, 2011), No entren al 1408, antología en español tributo a Stephen King, que cuenta con siete ediciones. Cuentos suyos aparecen en las antologías El desafío de lo imaginario (Lima, 2011), Letras cómplices (Quito, 2011), GPS antología de cuentistas ecuatorianos (Santa Clara, 2014), Ecuador Cuenta (Madrid, 2014. Selección de Julio Ortega), Despertar de la Hydra (Quito, 2017), y en revistas internacionales como Barcelona Review, Punto en Línea, Big-Sur, Letralia, entre otras. Elegido por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2012, como uno de los 35 autores destacados por ‘Latinoamérica Viva’. 61
Vacío Estoy mirando en mí y he sentido un vacío interminable. No existes tú ni nada tuyo que me recuerde que te he amado. Tal vez hay en mis ojos un dolor aguardando y en mis labios tu voz envejeciendo, año tras año. Pero ya no te siento y en tu lugar nada ha quedado. Sobre el paisaje en blanco de un papel se suicidan mis versos.
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poesía Compañero tzántzico
Génesis
(a Ulises Estrella) Tuviste que guardar en el cosmos del sueño esa inmensa ternura que estorba al combatiente. Faltaban: pan en el hambre del día, luz en el cuento del hombre se hacía inevitable hibernar a la rosa. Tuvimos que vestirnos con el color del mundo, de luto por la paz, de dolor por la guerra. Fue preciso olvidar los florilegios, no más laureles de oro no más ideas huecas ni la belleza inútil de la rima perfecta. Portador de consignas, tu dardo irreverente sopló de la pucuna.
¿Quién duerme bajo mi piel?
Retour En algún parto cósmico nacen cohesionados nuevamente tus átomos oxigenando pulmones vegetales, nitrogenando semillas de altos árboles que pintan movimientos de horizonte en los lienzos del viento. Estás aquí otra vez, en el sabor del corazón del huerto, en el dulce cristal de la colmena, la seda del rosal, en los diamantes de mi pena. Tu beso tu promesa de miel libada de tus labios robada de un clavel del matiz de un pincel del vino de tu sed.
¿Un príncipe raptado en un bosque africano? ¿Un rey inca inmolado en un auto de fe? Un judío, un colono, ¿O tal vez un marciano? Mágica poción de razas. Un río multicolor, olea en mi alma.
Fusión Eres mi música, te metes en mi oído escurriendo tu cuerpo en espirales. Estás desmenuzado en mi ternura, diluido en mí misma, latiendo en cada glóbulo de sangre. Miras desde mi piel, repartiendo pupilas en mis poros, Y duermes en mis sueños encerrado en el vientre de mis ojos.
La vuelta Regresas, con un hoyo de mar en la sonrisa, salpicado por dentro con agua humedecida. Y siento que te quedas en la orilla sin sangre de mis venas, con el deseo intenso de un pedazo de tierra.
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Manifiesto
Yo
Pedimos por la tierra encarcelada en el troje de todas las haciendas. Somos los hijos de la tierra, La hemos amado en la siembra, La hemos perdido en todas las cosechas. Somos la sangre de la tierra, nuestros ojos vacíos que no leen las letras han remojado todas las venas de la Sierra. Somos la carne muerta de la tierra, encadenada en la tristeza durante siglos, marcada en el rodeo de las bestias. Con esta voz que rompe todas las épocas, pedimos libertad para la tierra para que sea: nuestra en la siembra y nuestra en la cosecha.
Vengo de cien caminos, soy bahía y a veces cordillera, mis ojos han soñado carreteras que han caminado sobre una huella durante mil segundos. Vengo de cierta esfera, de aquella en la que nada gira, en donde las estrellas bogan en un barquito de tinieblas. Vengo de lejos porque en ciertos momentos me detengo cansada. A veces siento sistemas planetarios pegados en mis zapatos de suela elástica. ¿Seré yo?, me pregunto. Quizá no soy porque nadie responde; sueño y sonrío, ¡soy, pues! porque he dormido. Vengo de donde nadie vino completamente sola, y todavía no pienso cuando vuelvo, lógico, no tomé mi pasaje de regreso. Miro a mi paso todo el mundo, los sabios y los ciegos juegan con una pena pero yo en especial que llevo una centena de nostalgias pegadas en los ojos con cinta celulosa, yo en especial que voy regando fantasías, para que las abuelas hilvanen un relato, los niños se han cansado de la Caperucita, ya no sueñan con Peter Pan o Tom Sawyer; comprendo que debemos hablarles de radiactividad, de vecinas tragedias; en los bosques de Viena duermen los cuentos. ¿Hablo cosas inciertas? ¿Saben acaso mis motivos? Soy una mano que escribe el borrador de un verso con un moderno esferográfico, pero llevo en mi adentro mil maravillas a cambio de una flor de antaño.
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Quizá tengo constelaciones en mi boca, en mi espalda una apolillada giba de Nostradamus. No me conocen, no podrían juzgarme. Tengo cincuenta siglos de camino, he cruzado desiertos, mares, estrechos, los Andes, los Urales; viajera universal voy marcando mi paso con estrellas, a veces utilizo las anticuadas cruces en los árboles en cuyos troncos se hallan eternizados los corazones que grabamos hace ya tanto tiempo. Dulces y pasados recuerdos. Mi sueño complicado se termina, tal vez debo decir en son poético: vengo, vengo arrastrada de la mano del tiempo, pero voy con todo tino para no pisar su vestido de espectro. ¡Ya termino!, un momento!, puedo decir ¡adiós! y no lo digo, no me gustan pañuelos agitados en el puerto, siempre en las despedidas debe ser mi hasta luego, algo moderno. Puedo decir ¡good bye! y no lo digo, es todo tan vulgar y siempre repetido; simplemente será un ¡adiós en las estrellas! Muy pronto no tendré ni derechos, lo que sueño y escribo lo dirían mejor los nuevos soñadores prefabricados, con radar o teletipo.
Sonia Romo Verdesoto (Quito – 1943) Hija de los escritores Raquel Verdesoto Salgado y Miguel Ángel Romo Dávila. Su primer poemario, Ternura del aire, se publicó en 1963, la portada fue ilustrada por el artista Guillermo Muriel; Microcuentos (1964). Fue la única voz femenina del grupo Tzántzicos (1964-1966) y sus poemas fueron publicados en la revista Pucuna. Fue cónsul del Ecuador en Haití desde 1975 hasta 1987. En Puerto Príncipe se desempeñó como profesora de Lengua, Literatura y Civilizaciones Hispanoamericanas en el Instituto Superior de Lenguas ‘Lope de Vega’; en la Escuela Superior de Tecnología de la Universidad de Haití y en el Centro Pétion Bolívar. Publicó en francés Poèmes à épingler y Racines du sang. En Ecuador escribe dos obras pedagógicas Activo Plus 10 (2004), Mi país ortográfico (2016). Las novelas inéditas Le voyage vers les autres (1993) y La arcilla roja (2008); actualmente realiza la recopilación de cuentos y poemas bilingües de su autoría.
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El Avispero Abril Altamirano
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elicia lanzó un grito y retiró la mano de la maraña de su pelo. —¿Estás bien? —preguntó el hombre, a través de la puerta cerrada. Felicia no contestó de inmediato, se demoró en observar el daño que la avispa había causado en su dedo, que ya empezaba a hincharse. Protegida por una toalla, tomó por las alas el cuerpo diminuto
y lo miró de cerca; la desafortunada había quedado atrapada en sus rizos, telaraña mortal que pondría fin a su vuelo inadvertido. —¡Niña! —insistió la voz al otro lado de la puerta del baño, al tiempo que el hombre daba tres golpes con los nudillos. —Me ha picado una avispa en el dedo.
Felicia escuchó el quejido de las tablas del suelo al compás de los pasos de su acompañante y el chirrido de la cama bajo el peso de su cuerpo rollizo. Ella volvió a tomar la peineta y reanudó con parsimonia la tarea antes interrumpida, tratando de mantener el dedo herido apartado de cualquier roce. La toalla descansaba sobre el lavamanos,
relato
con el cuerpo de la avispa y dos gotas de sangre impregnados. A la madrugada, el ardor del dedo le impedía conciliar el tan esperado sueño, momento único en el cual podía escapar de su realidad cotidiana. El escozor, que en un inicio trató de sobrellevar con indiferencia, parecía extenderse por el largo de su mano y ya ha-
bía alcanzado la muñeca. Cuando los rayos de luz entraron por las rendijas de la habitación, Felicia dio por perdida su batalla contra el insomnio y bajó a deambular por los pasillos, ocultando la irritación de su mano con ayuda de un guante de encaje negro. La casa, deshabitada durante el día, dejaba entrar solo destellos de la luz exterior por entre las pesadas cortinas que cubrían permanentemente los ventanales, haciendo que el calor quedase estancado en la atmósfera polvorienta. Después de una rápida inspección, Felicia concluyó que la avispa no pudo sino colarse por la ventanilla del baño de la habitación 18, volar hasta la cama y posarse sobre la almohada en el momento justo en que ella esparcía su abundante cabellera rizada encima. Tras cerrar silenciosamente la puerta del baño, Felicia trepó sobre el excusado, deslizó el cristal de la tronera y sacó la cabeza por la abertura. Como un envío del cielo, el avispero colgaba de una rama del viejo magnolio que crecía en el patio de la casa vecina, suspendido a pocos metros de la ventanilla. Enseguida, Felicia bajó a la bodega en busca de una escoba. Dieron las cinco y la casa empezó a llenarse de visitantes, las lámparas se encendieron y los músicos tomaron su lugar en medio del salón; pronto, la algarabía disolvió el ambiente lúgubre que reinaba en las mañanas. Felicia, aún con el guante negro cubriéndole la mano, se paseaba por entre los comensales con la impaciencia a cuestas; la ansiedad brillaba en sus ojos mientras ellos buscaban encontrarse seductoramente con los de cualquiera. Telas multicolores bailaban con el movimiento de los cuerpos, todos distintos, indiferentes entre ellos, ensimismados únicamente en lucir sus atributos. El calor, la algarabía, la carcajada y la pose mil veces ensayadas envolvían el entorno insu-
friblemente familiar. Felicia empezaba a sentir el conocido ahogo de cada noche, la fiebre se evidenciaba ya en los labios pálidos y en la humedad de los rizos que le caían sobre la frente cuando, por fin, un hombre la tomó por el brazo. El desconocido dudó un segundo al mirar de cerca su aspecto enfermizo, pero, al final, se dejó convencer por su belleza. Ya en la habitación 18, Felicia le pidió a su acompañante un momento para refrescarse en el baño, a lo cual él no puso reparos. Tras cerrar la puerta, tomó la escoba que había dejado —como por olvido— apoyada dentro de la bañera, subió al excusado y abrió por completo el cristal de la ventana. Tras varios intentos, pudo atrapar la rama con el cepillo de la escoba y acercarla hacia ella. Mientras, las avispas furiosas empezaban a salir de su escondite y sobrevolaban las ramas del magnolio, buscando una víctima. Felicia estaba a centímetros de alcanzar su propósito, cuando sintió que la rama cedía y el avispero amenazaba con caer al suelo, lejos de su alcance. Sin pensarlo, soltó una mano —la que llevaba el guante negro de encaje— del agarre del palo de la escoba y extendió el brazo hasta atrapar el avispero, lo asió con fuerza y lo jaló dentro del cuarto de baño, hasta que logró arrancarlo de la rama y lo dejó caer contra el piso. Los gritos empezaron poco después, cuando el visitante perdió la paciencia —tras llamar reiteradamente a la puerta sin recibir respuesta— e irrumpió en el cuarto de baño dando una patada a la madera mohosa y podrida, que cedió inmediatamente. Una nube de avispas cayó sobre el hombre como un aguacero; dentro, el cuerpo de Felicia yacía tendido boca arriba, irreconocible. Unas cuantas avispas aún luchaban por escapar de entre las hebras de su cabello.
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Humberto Montero Estuardo Maldonado en su estudio de Roma, paneles de acero inox-color que conformarán un mural, 1972.
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ada es casual para Estuardo Maldonado. Para él, todo es una manifestación coordenada por la energía universal, en donde el hombre, ubicado en el medio, en punto de equilibrio, siempre ha de estar listo para intuir los designios de su entorno existencial. «¿Dónde está el Estuardo?», preguntó el profesor. Era el día de inspección académica donde se mostraban los progresos de los alumnos en el campo. Una parcela estaba descuidada. Yerma a los ojos de los demás. Era la de Estuardo Maldonado —anárquico en las tareas públicas de agro y sementera— que no había arado el terreno como
sus compañeros. Ni siquiera lo había tocado con la punta del rastrillo. Quizás lo había barbechado en primera instancia, en minga, y luego poco o casi nada en el proceso de cuidado. Pero sí lo había observado, estudiado y labrado a su modo. Es que durante esos momentos de labor, días antes de la inspección, el niño de diez años se disipaba del trabajo con la tierra física y se dedicaba a bocetar la tierra multidimensional. Todos sus compañeros de clase sabían cuál era su lugar. Y ese no lo ocupaba en la chacra de la escuela elemental Arturo Noroña, en Píntag. Estuardo Maldonado dibujaba su oficio de artista en el cuaderno
paleta
de lecciones y lo hacía, metódico y en silencio, sentado en su pupitre de aula. El maestro trabajaba su chacra ideal. Recuerda el castigo de esa jornada. Los compañeros lo delataron, y el profesor, irritado por haber quedado expuesto ante los ojos del inspector, lo sorprendió dentro del aula con sus dibujos sobre la tabla inclinada de su pupitre. Perfilando y pintando. Corrigiendo líneas y contornos. Describiendo las entidades presentes que brotaban de su intuición intelectual. Estuardo Maldonado lo rememora como un día de sol y de lluvia. Un día iniciático en su oficio de artista.
El castigo: no ser parte de las felicitaciones, la celebración con sándwiches y refrescos de colores, y menos la aprobación de clase: una cuenta pendiente para el próximo nivel de entendimiento con el mundo. El profesor lo apartó hacia la sementera y le obligó a que trabajara lo que quedaba de la tarde cavando en su parcela, solo y aislado del resto de los agasajados y de la magna celebración en la escuela de su infancia. «¡A lo largo, Estuardo…, no a lo ancho!», recuerda que le instruyó con voz marcial dictando una orden invariable antes de dejarlo en el campo. A lo largo con el rastrillo para remover y luego con el pico y la pala hasta cavar una zanja rectangular de un metro de profundidad. Él lo hizo a lo ancho. Por rabia y por estética. Trazó una malla estructural sobre la tierra. La misma malla de los hipercubos que ensamblaría sesenta años después. Esa misma malla que ya tramaba en la dimensionalidad de su cuaderno de estudiante y que configuraba el estructuralismo innato del Estuardo Maldonado creador. La lluvia apareció y con ello más estética en el piso: la del material. El barro natural de equinoccio. Y de pronto, el fenómeno. Vio el módulo de la /s/ en una pieza de cerámica. Un resto de un tiesto ancestral, quizás. El segmento de una greca; una decoración partida por el tiempo. A ese motivo lo grabó en su memoria y lo replicó durante toda su carrera profesional. Había logrado su primera y mayor cosecha en la tierra en que nació. Hace ochenta años lo afrontó en oposición con ese pedazo de cerámica y desde entonces lo guardó en el interior de su espíritu: el conocimiento sensible de lo ancestral a través de una forma ubicua en su conciencia hasta llegar al dominio necesario y a su saber abso-
En la década de los cincuenta, Estuardo Maldonado cumple su beca de estudios en Italia, donde vivió por más de cuarenta años y haciendo de Roma su taller de oficio artístico.
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Autorretrato, óleo sobre lienzo, 1950.
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luto. Lo intuyó desde entonces y lo atesoró como su verdad eidética: la percepción de su esencia natural. Y con ello, lo que de ahí en adelante debía hacer en su vida, y sin planificarlo, lo que ya ha hecho por su nación. Ya son noventa años los que ha cumplido hace pocos días. El primero de octubre; el que debería ser, por derecho filosófico y hecho indiscutible, el día del dimensionalismo en Ecuador. Cuando esto ocurra haremos la peregrinación de los artistas y cultores de lo atávico hacia el árbol de inox-color de la Amazonas y Patria, para tomar su sombra refulgente del continuum cromático equinoccial.
A los dieciséis años se asienta en Guayaquil al amparo de su hermano Ruperto, el mayor, e ingresa a estudiar en la escuela de Bellas Artes de la ciudad. Alumno del alemán Hans Michaelson —artista judío exiliado en Ecuador— y compañero, entre otros, de Enrique Tábara, Anita von Buchwald y Luis Miranda. En la década de los cincuenta, Estuardo Maldonado cumple su beca de estudios en Italia, donde vivió por más de cuarenta años y haciendo de Roma su taller de oficio artístico. El muchacho atávico de Píntag devendría en el cosmopolita de Europa, y su arte, la impronta del nacionalismo ecuatoriano más auténtico, sin posturas ni sellos chovinistas en su contemporaneidad, pues esta, para Maldonado, siempre ha sido ubicua. Estuardo Maldonado se empapa de academia occidental, pero rezuma por la piel las esencias ancestrales de su nación en una conmixtión estética que lo define como un autor original en el orbe de vanguardias. Desde su temprana formación en Guayaquil reconoce en Valdivia la cosmovisión esencial de Latinoamérica y se involucra en profundidad con el amplio acervo precolombino originado en su patria. Entonces comprende que su camino artístico no puede ser sino el que habría transitado el ser humano prehispánico. Y lo reproduce imbuyéndose en un tiempo semejante. Transita ese camino en un espacio y tiempo paralelos experimentando la energía ancestral a través de la intuición. Estuardo Maldonado intenta captar la esencia energética de lo ancestral para revertirla en pensamiento y luego en forma. Y son por eso necesarias las vanguardias en las que se involucra con el perfil bordeando en la academia y con el alma inmersa de cosmovisión indoamericana.
Figurativo en sus inicios, despliega su capacidad innata de dibujante y modelador de formas regidas por la referencia del realismo. Cuenta que se inició como escultor porque la mayoría de sus compañeros de academia se habían decantado por el dibujo y la pintura, aunque, y en paralelo, también desarrolla, de una manera extracurricular, la malla de estudios de pintura: un dato esencial que evidencia su compromiso con el arte y la prolífica producción plástica que lo distingue desde aquel entonces. Hombre cuidadoso en sus métodos de estudio y profesión, ha conservado una cantidad importante de obras tempranas: un material histórico imprescindible para enriquecer la línea de tiempo del arte ecuatoriano. Dibujos en diversos materiales y formatos (los que disponía en el momento: cuadernos de ilustración, hojas sueltas, segmentos de pliegos recortados) y una serie de esculturas en arcilla y yeso que las conserva como auténticos tesoros de iniciación. Su capacidad de figuración roza el hiperrealismo. Compone un discurso costumbrista retratando escenas de campo, en Sierra y Costa, labores domésticas, labores cotidianas de la gente del pueblo: estibadores de puerto, lavanderas de río, pescadores de mar, gente de campo; y en cuadros coloquiales que prefiguran temáticas de abstracción resueltas con metáforas figurativas: la ensoñación, la siesta, la última borrachera con el guaro del costeño o las puntas del serrano, el beso alegórico y las caricias de mestizos, indios, negros, cholos. Ese estilo de dibujo, signado con la esencia regional, se torna académico con el rigor del estudio anatómico que lo perfecciona en Europa. Son muestras de este talento técnico la serie de desnudos que realiza en base a modelos y, sobre todo, los autorretratos en los que se
Estuardo Maldonado ha creado un hipercubo a los setenta años de edad. El dimensionalismo —ismo de cuño icónico del autor— tiene su objeto proyectado que lo confirma como real (¿hiperreal?) en el pensamiento humano. define profundo y grave a la vez. Un joven que demuestra la seriedad de su oficio y, de una manera acuciosa, el registro de su ser a través de un recorte incisivo en el tiempo. El cubismo es la primera vanguardia en la que fluye con su retórica esencial latinoamericana. Es ejemplo de esto un dibujo del cerro Rumiñahui que lo resuelve con el principio de eliminación de perspectiva, propio de la tendencia, y
Estructura cinética No. 110, acero inox-color, 1978.
lo reviste del expresionismo indigenista con el trazo gestual de un rosto compartido por el miedo y el dolor. Miedo de piedra, dolor de piedra, corazón de piedra. En Italia se adentra a fondo en el mundo del futurismo, tomando de ese movimiento los postulados de avance tecnológico concebidos como el motor de impulso de la sociedad moderna de la primera mitad del siglo veinte. Se involucra de
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Hiperespacial No.6, acero inox-color, 1989.
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lleno con esa academia en su sentido estético, mas no en los axiomas radicales de Marinetti que ya resultan anacrónicos para el tiempo de Maldonado. Ese espacio confluyente de futurismo y futuristas lo comparte con connotados cultores del movimiento, con los que entabla relaciones fundadas en el respeto estético, y muchas de ellas con un mayor vínculo de amistad. Conoce a Fortunato Depero, Enrico Prampolini, Giacomo Balla, Carlo Carrá, Gino Severini, entre otros, y produce una obra original con los lineamientos dinámicos de esa vanguardia. El futurismo para Estuardo Maldonado es principal en cuanto a la capacidad de capturar el movimiento en formatos de soporte estático que devienen en sustratos de verdadera dinámica en proyección. Domina la técnica de la cronofotografía, por la cual, mediante una representación pictográfica, logra capturar una porción de desplaza-
miento ya sea mecánico, humano o animal. Además desarrolla múltiples composiciones vorticistas en las que concibe un punto central de condensación energética de donde surge la dinámica del movimiento. Esas técnicas lo vinculan con procesos de abstracción mayores en los que las vanguardias neoplasticistas, constructivistas y supremáticas, con sus manifiestos de acción, se convierten en paradigmas plásticos para la representación de la energía universal: modelo de interés puntual de Estuardo Maldonado a lo largo de toda su carrera artística. Estas exploraciones, llevadas con el rigor del estudioso que siempre ha sido, configuran el progreso de estudiante en la academia italiana. Una vez graduado de esta, y ya con el trabajo de pintor y escultor listo para la subsistencia (y persistencia plástica), se adentra en los movimientos de vanguardia que le son contemporáneos. Arte óptico y cinético, informalismo, minima-
lismo, e incluso Arte Povera, muy característico de la Italia de posguerra. En este momento de carrera comienza una relación directa y muy comprometida con los artistas latinoamericanos que ya son connotados en el mundo. De ahí sus amistades con Lam, Soto, Cruz Diez, Shinki, Botero, Szyszlo, entre tantos más, con los que mantiene contacto y correspondencia. Entre ellos realizan exposiciones conjuntas y coinciden en diversas bienales internacionales. Más de cien obras que reúnen a estos autores han sido donadas por Estuardo Maldonado durante la década del setenta y del ochenta a la nación ecuatoriana a través de su Estado. Obras que bien valdría la pena exponer junto a las del donador para hacer una sincronía del arte contemporáneo de esos tiempos y así poder notar, en ese recorte de momentos, la vigencia de esos discursos estéticos en nuestra actualidad.
Mural dimensionalista, acero inox-color, 1978.
Maldonado, en las décadas del sesenta y setenta viaja con su arte y su atavismo precolombino por todo el mundo. Su trabajo es una propuesta de contemporaneidad que rompe los esquemas indigenistas que retratan a la América original con el velo del costumbrismo artesanal. En la abstracción más depurada de Maldonado, en el geometrismo más austero, subyace la ortogonalidad precolombina: la fórmula escalonada de representar al mundo bajo el concepto de la dimensionalidad: como la chacana que se desdobla de una manera escalonada para registrar lo fractal de la naturaleza; como la chacruna y la ayawaska que hacen desdoblar a la mente y la sumergen en un estado de alucinación multidimensional. El arte de Maldonado, a partir de esos giros de experimentación estética, explora la modularidad del segmento geométrico y la materialidad del que será su soporte emblemático: el acero inoxidable. Me comenta que por esos tiempos alguien lo llamó a su estudio en Roma. Un representante de una empresa siderúrgica de Italia. «Que si tenía el interés de trabajar con el acero inoxidable». Un contacto que no lo atribuye a la casualidad sino a la intuición; como todo lo que marca su destino.
«Busquemos a uno de esos geni en el arte», había sido la consigna de la mesa directiva de esa empresa siderúrgica, según se lo confesó tiempo después una amiga de la industria. Los empresarios pensaban que solo uno de esos genios podía hacer algo más que colorear con tonos planos las placas de acero inoxidable. Escogieron al autor más audaz en los usos materiales y en las técnicas compositivas de aquel entonces. Estuardo Maldonado acepta el desafío y se involucra en los proce-
sos de coloración natural del acero inoxidable. Se inmiscuye de lleno en un estudio de ingeniería química proporcionado por la Nickel International, una empresa metalúrgica inglesa que tenía en Italia varias plantas de producción, y lo revierte en resultados estéticos impresionantes. A través de procesos electroquímicos complejos es posible, por el método de inmersión del material en soluciones especiales,
Escultura monumental (Edicio de Cofiec), acero inox-color, Quito, 1977.
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conseguir el color desde el mismo acero, sin pátinas cromáticas untadas sobre él, sino intrínsecas del propio metal: el espectro cromático del acero inoxidable. El «inox-color» aparecía protagónico en el panorama del arte mundial. Maldonado experimenta con la técnica y propone variaciones ligadas con su oficio de artista. Sumerge las placas de acero inoxidable, que él mismo las recorta con un sentido modular, en grandes piscinas de revelado que contienen los químicos en las proporciones sugeridas. Las somete luego a largos procesos de baño maría reservando segmentos delineados con sus motivos compositivos para conseguir diversos tonos y matices en el material. En muchas de esas placas emplea técnicas de bruñido y lijado con diversas herramientas para lograr texturas y reflejos únicos en sus diseños. El resultado: el arte en acero inox-color que abre las puertas del dimensionalismo distintivo de Estuardo Maldonado. En las refulgencias espaciales que el inox-color provoca en los ambientes de exposición, Estuardo Maldonado percibe las cuerdas multidimensionales que atestiguan la diversidad de espacios que subyacen por sobre el umbral de percepción del ser humano. Entonces, la hiperrealidad como camino de traslado de su bagaje compositivo. Una filosofía en vida que se confirma en la materialidad férrea del metal inoxidable. A esa materiali-
dad, Maldonado la torna noble y la convierte en el sustrato ideal para diagramar la hiperdimensionalidad más allá de nuestra realidad objetiva: la hiperrealidad proyectada en un formato de tres dimensiones.
Hipercubo Einstein, varillas de hierro y mallas metálicas, 1994.
Así como podemos proyectar un cubo con sentido tridimensional a partir de un cuadrado en un formato plano —tarea de escuela, inducción cartesiana de estudiantes de primaria—, tal como la cara de una hoja de papel, Estuardo Maldonado intuye la posibilidad de proyectar un hipercubo a partir de un cubo tridimensional en el formato cartesiano de nuestro espacio. Y sí. Lo logra creando un cubo de metal contenido, como núcleo de composición, que lo proyecta con varillas diagonales desde sus aristas hacia otro y otro y cuantos más sean necesarios que se deriven del prin-
cipal: ha configurado el hiperobjeto por excelencia. Simple. Simpleza de procesos, intuición de espíritu, perseverancia en la observación de lo que reside más allá de lo obvio y lo elemental. Estuardo Maldonado ha creado un hipercubo a los setenta años de edad. El dimensionalismo —ismo de cuño icónico del autor— tiene su objeto proyectado que lo confirma como real (¿hiperreal?) en el pensamiento humano. E s a misma hiperrealidad, Valdivia, y muchas de las culturas precolombinas en todo el continente, la exploraron y la experimentaron a través de sus aliados de poder. Al igual que Maldonado lo logró con el simple sentido de intuir que allende la tierra subyace la semilla universal, quizás, esperando en una chacra paralela o en un asteroide, o en una estrella en algún mundo distante o análogo. Hace un año me llamó al teléfono y me pidió que escribiera un libro en el que analizara su obra desde una visión semiótica. «No me interesa la literatura que escriben de mí, la que más habla de los mismos que escriben y que me ponen por los cielos —me comentó—. Aún estoy en la tierra y quiero que hablen de mi obra». Ese libro ya está listo y editado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana: El signo de Estuardo Maldonado. Lo ponemos a consideración y juicio de todos los lectores.
Estuardo Maldonado, a sus noventa años, aún produce arte. Cada día se levanta en este mundo para dar un testimonio de aliento creativo a la nación ecuatoriana. Desde la terraza de su vivienda observa el Centro Histórico de Quito y más allá, hacia los puntos refractantes que se intercomunican con su espíritu. En el patio erosionado de la casa del maestro, de un verde orgánico e infrarreal, crió un capulí. Entre la rejilla y el canal de un sifón, oculto al costado de uno de los espejos incásicos que yace en el suelo —composición temática del autor—, alguna corriente atrajo la semilla a través de la dimensión de Maldonado. La planta sigue creciendo al cuidado del maestro y ya ha replicado capulíes en la hiperdimensionalidad humana de Estuardo Maldonado. La naturaleza siempre lo ha premiado. Él ha consagrado su vida al arte y su trabajo lo ha dedicado a los artistas jóvenes, a los creadores actuales y a los ancestros de la nación ecuatoriana de los cuales el maestro es un renuevo más. Como si fuera un fruto de esa rama genésica. Un fruto iridiscente del capulí equinoccial.
Espejo de agua y planta, piedra, 2017.
El director de Publicaciones, Patricio Herrera Crespo, entrega al maestro Estuardo Maldonado el libro El signo de Estuardo Maldonado, escrito por Humberto Montero y editado por la Casa de la Cultura. La exposición ‘Genialidad creadora’. Homenaje a sus 90 años de vida, se expuso en el Museo de Arte Moderno de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, del 4 al 31 de octubre de 2018.
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Patricia Noriega
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uando me aproximo a la literatura de Haruki Murakami, caigo en el pozo de su Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. No solo por el hecho de quedar atrapada en el surrealismo que la envuelve, sino por la facilidad con la que atrapa. Me sumerjo sola y encuentro paredes construidas con grafías. Estoy al fondo, mirando sus palabras y me sorprende la facilidad para narrar cualquier escena, desde la más simple y cotidiana, hasta la más compleja que acaricia la profundidad de la filosofía y el fatalismo. La particularidad de Murakami se origina de la literatura tradicional
japonesa, con la marcada influencia occidental, que se nutre de la música y la literatura estadounidense de autores como Kurt Vonnegut y Richard Brautigan, además de sus maestros, a los que ha traducido, Raymond Carver y F. Scott Fitzgerald. Es considerado un escritor importante en la literatura posmoderna de Japón y del mundo. Mi primera aproximación a Murakami fue a través de su obra Sputnik mi amor (1999), una historia contada por un profesor de primaria de Japón, denominado K. La esencia de esta obra se halla en la comprensión de que, aunque estemos en el
geografías mundo real, a veces es posible entrar en otras dimensiones donde la gente se desvanece como el humo, como el caso de su jefa Myû, que desaparece en una isla griega, mientras vacaciona con Sumire, quien estaba profundamente enamorada de ella. Desde entonces, no he podido dejar a Murakami. Todas sus obras han transitado mis insomnios. Conocí Tokio Blues (1987), una historia que trata asuntos de la sexualidad y sobre la pérdida. Es, a mi parecer, la obra más terrenal de Murakami, contada desde la minuciosidad. La historia se desarrolla en Tokio, a finales de los años sesenta, momento en que los estudiantes japoneses, como muchos de otros países, participaban de protestas contra el orden establecido. La crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994) está excepcionalmente marcada por el surrealismo. Se desenvuelve en un mundo entre la realidad y la fantasía. Narra la historia de Toru Okada, quien luego de abandonar su trabajo como abogado y después de que su gato Noboru desapareciera de casa, recibe una llamada que marcaría el inicio de escenarios extraordinarios. El protagonista se sumerge en el interior del pozo de una casa abandonada, cerca de la cual se posa la estatua de un pájaro de piedra, con las alas extendidas, mirando al cielo. Su esposa Kumiko desaparece sin dejar rastro, a causa de la presencia de otro hombre. Ocurren cosas muy extrañas que marcan los escenarios de la realidad ordinaria y la otra realidad, que está cubierta de simbolismo y suspenso. Otra novela, igualmente extensa y llena de misterio, es Kafka en la orilla (2002). El desarrollo de la narrativa está formado por dos historias diferentes, pero que se relacionan entre sí, en capítulos alternados. Cuenta la historia de Kafka Tamura, joven fornido de
15 años que deja la vivienda de su padre escultor y que experimenta un dolor profundo por el desapego con su madre y hermana. Después de varias peripecias, encuentra refugio gracias a Oshima, el encargado de la biblioteca, y a la misteriosa Saeki. Su vida es serena, pues se entrega a la lectura, hasta que la policía lo investiga por una conexión con un asesinato espantoso. Los capítulos alternos tratan sobre la vida infausta de Saturo Nakata, un anciano que quedó discapacitado en la Segunda Guerra Mundial. Este personaje se dedica a buscar gatos perdidos en su barrio. Los destinos de Kafka y Nakata seguirán un curso de colisión inminente, pero en un plano metafísico más que real. Y así me sumergí en el mundo de Murakami. Estas novelas me impulsaron a indagar sobre su vida. Conozco que su padre era hijo de un sacerdote budista y tanto él como su madre fueron profesores de literatura japonesa. Estudió teatro y literatura en la Universidad de Waseda, donde conoció a su esposa Yoko. Trabajaba en una tienda de discos en Shinjuku, tal como el personaje principal de Tokio Blues. Además, pasa mucho tiempo escuchando jazz en bares, hasta que se abre su propio bar, Peter Cat (El Gato Pedro), en Tokio. Con el éxito rotundo de Tokio Blues, decide radicarse en Europa y Estados Unidos, pero regresa a Japón luego del terremoto de Kobe y el ataque terrorista de gas sarín perpetrado por la secta La Verdad Suprema, a un metro de Tokio. Años más tarde, Murakami escribe sobre estos acontecimientos. Varias de sus novelas son títulos de canciones y tienen una característica de pasar del humor a la fatalidad, así mismo, connotan soledad y vacío. En los libros de relatos Hombres sin mujeres (2015) y Después del terremoto (2013) se evi-
dencia el desapego, en historias que punzan y conmueven. Murakami ha escrito novelas, relatos, cuentos ilustrados y diálogos que han sido traducidos a un sinnúmero de idiomas y no han sido mencionados anteriormente, entre estos, Escucha la canción del viento (1979), Pinball (1980), La casa del carnero salvaje (1982), El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (1985), Baila, baila baila (1988), Al sur de la frontera, al oeste del sol (1992), After Dark (2008), IQ84 (2009), Los años de peregrinación del chico sin color (2013), La muerte del Comendador (2017), El elefante desaparece (2016), Después del terremoto (2013), Sauce ciego, mujer dormida (2009), Underground (1998), Relato en Jazz (1997). Su nombre ha sido postulado para el Premio Nobel de Literatura, pero no ha conseguido el galardón. Sin duda alguna, Murakami es un autor universal que, con ocasión de la Feria Nacional del Libro, se presenta en Quito, en el Teatro Nacional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el jueves 8 de noviembre de 2018. El mundo de túneles, pozos, gatos, autopistas, lunas dobles, pájaros será posible conocerlo en la CCE, de la mano del fantástico Haruki Murakami.
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Valeria Granda y Juan Manuel Guevara
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Fotografías: Juan Manuel Guevara, Valeria Granda, Patricio Hidalgo, Mayte Leguísamo
ivimos en un país megabiodiverso de 283.561 km2. En esta superficie de cordilleras con nevados, playas, páramos y valles, aún se siguen descubriendo especies animales y vegetales; en toda esta riqueza de nuestro patrimonio natural la fauna entomológica tiene un universo casi infinito y por ello desconocido. No la podremos conocer toda, no solo por la cantidad y diversidad sino por la destrucción acelerada de sus hábitats por la cual inevitablemente todos sufriremos las consecuencias. El hombre, según la evidencia arqueológica, habitó esta región del planeta desde hace 10 mil años.
Nuestros hallazgos con respecto al arte vinculado a insectos y arácnidos datan de hace 2.600 años antes del presente, pues hemos encontrado piezas de esa época. Son las piezas arqueológicas más antiguas en nuestro país vinculadas a la fauna entomológica. En Ecuador existe un importante bagaje cultural expresado en íconos y representaciones cerámicas de fauna entomológica y seres míticos relacionados con ellos, procedentes de diferentes culturas precolombinas localizadas en el actual Ecuador como: Tolita (500 a.C. - 600 d.C.), Jama Coaque (500 -1500 d.C.), Cañari (500 – 1530
naturaleza
Compotera con dibujo de araña (Cultura Tuza).
d. C.), Piartal (750-1500 d.C), Capulí (800-1500 d.C.), Tuza (12501500 d.C.), etc. Cuando los iberos arribaron a estos lares se establecieron momentáneamente al sur del actual Pacífico colombiano en espera de noticias sobre el imperio del Pirú (Perú) por parte del adelantado Bartolomé Ruiz, quien navegó frente a la costa ecuatoriana hasta el sur de Manabí, en 1526, y realizó además de un mapeo, un trabajo de contacto que no obstante involucró un saqueo en Esmeraldas y Manabí. El
‘inhóspito’ manglar fue el compañero de quienes esperaban las noticias a su retorno; allí conocieron la inclemencia de los mosquitos y fue tal la impotencia ante sus picaduras que los llamaron ‘mandíbulas con dientes’, algunos sufrieron los estragos del paludismo; de esta manera los mosquitos dejaron una marca indeleble en aquellos primeros europeos que llegaron a estas tierras. Luego, como sabemos, ya asentados definitivamente desde finales del siglo XVI, en plena etapa colonial introdujeron su arte, el
Aretes de oro con forma de mariposas (Cultura Tolita).
...ya asentados definitivamente desde finales del siglo XVI, en plena etapa colonial introdujeron su arte, el que paulatinamente se sincretizó con el conocimiento de los artistas locales y su cultura de vieja data, de tal manera que florece la singular Escuela Quiteña de Arte Religioso... que paulatinamente se sincretizó con el conocimiento de los artistas locales y su cultura de vieja data, de tal manera que florece la singular Escuela Quiteña de Arte Religioso, que genera un sinnúmero de artífices que la elevan como una de las más célebres de América. Eran tan famosos que incluso llegaron a exportar partes de esculturas, pues había innumerables pedidos para Centroamérica, México, Perú y otros lugares, tanto que se volvió una verdadera industria de arte; se pedía, por ejemplo: docenas de alas o cabezas de tal dimensión y color, para armar ángeles en México, piezas que se trabajaban por encargo en los talleres quiteños. 79
El Buen Pastor y detalle del cuadro (anónimo, pintura colonial).
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Toda escultura o pintura realizada por cada taller disponía de gente especializada para realizar trabajos específicos: había escultores, encarnadores, grabadores, artesanos que hacían pan de oro o plata, incrustadores, taraceadores, forjadores, etc.; y se destacaron decenas de pintores, los cuales durante dos siglos tuvieron una incesante actividad. Fue de tal manera reconocida la valía de ellos que el sabio naturalista de Nueva Granada (Colombia), el español Celestino Mutis, al ver que sus dibujantes y pintores españoles de la flora y fauna silvestre que recolectaban en sus expediciones, dejaban de
hacerlo por otros intereses particulares, recurrió a los artistas de esta escuela de arte religioso, muy reconocida por su calidad, para pedir su aporte en esta otra tarea que trataba de registrar las especies animales y vegetales con ilustraciones científicas y naturalistas, y por ser tan novedosa tuvo que enseñarles nuevas técnicas de dibujo y pintura. Destaca un discípulo del taller de Bernardo Rodríguez (uno de los últimos artistas de la Escuela Quiteña): «De allí salió Xavier Cortés que, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, dio su aporte magistral para la nueva corriente científico-naturalista». Otro de los ayudantes para realizar la identificación de nuevas especies para la ciencia fue el sabio y prócer de la independencia José Francisco de Caldas, originario de Popayán, quien contabilizó, en la Expedición Botánica organizada por Mutis al actual Ecuador, alrededor de cinco mil especies de aves, flora, insectos, etc. Este sabio tuvo contacto con Humboldt y trató de incluirse en su expedición, sin lograrlo. Existían previas descripciones generales de insectos hechas por el padre Juan de Velasco y algunos viajeros científicos que arribaron a la Real Audiencia en la Misión Geodésica Francesa junto a dos científicos españoles en el año 1736. En esta misión también acompañó el científico riobambeño Pedro Vicente Maldonado, cuya obra fue significativa para conocer la Real Audiencia de Quito e in-
tentar abrir una ruta entre Quito y Esmeraldas. Gracias al mecenazgo de su colega de la expedición geodésica, el hombre de ciencia Charles Marie de La Condamine pudo ver publicados sus mapas y trabajos. La obra de Velasco fue conocida posteriormente en la segunda mitad del siglo XVIII, al igual que la de su contemporáneo, el también jesuita Mario Cicala, así como la de Maldonado. A principios del siglo XIX llega de visita el importante naturalista, científico y hombre de cultura, el alemán Alexander von Humboldt, que junto a su amigo y compañero de expedición, el francés Aimé Bonpland, realizan un trabajo de recolección, ilustración e identificación de la flora y fauna, y una parte de este la dedican a la fauna entomológica del país. Dadas las difíciles condiciones por las guerras de la Independencia americana, el naturalismo, que había tomado fuerza, lamentablemente cesaría. Transcurrirían varios años hasta que el médico y geógrafo ecuatoriano Manuel Villavicencio publicara su Geografía del Ecuador (Nueva York, 1958). Villavicencio fue considerado un pionero en la protección ambiental y defensor de las fronteras del Ecuador; este ilustre hombre denunció los daños que se generarían en la Amazonía si la destruían por la explotación maderera o la extracción de oro; creó, con apoyo filantrópico, un museo entomológico, de fauna en general y de especies vegetales exóticas en su quinta Yavirac, en el Panecillo. Hoy no existe nada de aquello, sin embargo perdura su importante aporte al conocimiento de la joven república, pues su Geografía se logró publicar con el apoyo filantrópico de personas de amplio criterio interesadas en este trabajo pionero de un ecuatoriano. Para dejar constancia gráfica de
la natura y etnografía descubiertas en aquellas expediciones, siempre se necesitaban pintores, y entre ellos se destaca Rafael Troya, que en 1871 se integra muy joven a las expediciones de los vulcanólogos alemanes Stübel y Reiss. Este artista escaló montañas, pintó los paisajes orientales, andinos y los bosques nublados occidentales, gracias a él conocemos un país exuberante en su naturaleza. Stübel y Reiss, además, retrataron fotográficamente al Ecuador de entonces y con ello lograron una colección de fotos que ya son parte del archivo histórico y cultural del país.
La Escuela Quiteña era tan famosa que había innumerables pedidos para Centroamérica, México, Perú y otros lugares, tanto que se volvió una verdadera industria de arte.
Escarabajo de las flores en tres épocas: Alexander von Humboldt (a color-Principios del siglo XIX), Edward Whymper (grabado en madera-finales del siglo XIX), Proyecto Itchimbichos (Fotografía macro-año 2012).
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El Tungurahua: Vista de la cordillera de Utuñac. Rafael Troya, 1893. Óleo sobre lienzo. (Tomado del libro Las montañas volcánicas del Ecuador).
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Grabado en madera Trachyderes vermiculatus (escarabajo antenudo). Edward Whymper (publicado en 1891).
En 1879 llega a Guayaquil Edward Whymper, este viajero describió e ilustró por medio del grabado la fauna entomológica que abundaba en Quito, sus valles y otros lugares del Ecuador, con todo ello publicó su libro Viaje a través de los majestuosos Andes del Ecuador. Una muestra viva de lo recogido por su expedición fue redescubierta y documentada fotográficamente, muchos años después, por nuestra ‘expedición urbana’ al Itchimbía para retratar la vida de estos insectos en el documental los Itchimbichos, pionero en su clase sobre la fauna entomológica de la ciudad, a principios del siglo XXI (finales de 2012). Quienes hicimos esta apasionada investigación, deseamos dejar el testimonio de lo que encontramos para las generaciones venideras, y claro,
la actual. El nombre Itchimbichos viene de unir el nombre Itchimbía, este parque de Quito, a bichos. El excelso pintor Joaquín Pinto, el cual nunca viajó fuera del país, aprendió a pintar paisajes basándose en las obras de Rafael Troya, incluidos en la publicación Esquemas del Ecuador, de la expedición de los alemanes Stübel y Reiss. Pinto sería el último naturalista del siglo XIX. Ilustró el libro Faune Malacologique de la Republique de l’Equateur, del naturalista francés Augusto Cousin, una serie de 36 óleos y 264 acuarelas. También realizó dibujos de la fauna malacológica y piezas arqueológicas de los cañaris para el Atlas arqueológico de Federico González Suárez, que forma parte de su Historia General del Ecuador, y fue publicado en 1892.
Pinto, también considerado un pintor costumbrista que retrató el Ecuador de su época, los últimos veinticinco años del siglo XIX, incluyó insectos en su obra de la naturaleza, no necesariamente naturalista. Durante el siglo XX pocos artistas incursionan en la temática de insectos y arácnidos. En este tiempo se destaca Enrique Tábara, artista importante que llegó a exponer con Remedios Varo, Salvador Dalí y Joan Miró, entre otros artistas reconocidos a escala mundial, durante su permanencia en los años cincuenta en Barcelona. Este artista llevó su apreciación estética de los diseños precolombinos ecuatorianos que encontró en su niñez hacia su estancia europea y aportó con nuevos elementos estéticos. Se destaca en su obra la fauna entomológica, la cual pintó hasta hace pocos años. Sobresale, durante el último cuarto del siglo XX, dentro de la corriente denominada realismo fantástico, el artista Gonzalo Endara Crow, quien pinta mariposas, sobre todo amarillas, sobre paisajes urbanos fantásticos. Durante los años cuarenta y cincuenta la pintora Piedad Paredes, en algunas de sus valiosas obras, pinta mariposas. Esta artista sintió el rigor del machismo de su época, muy parecido al de la época colonial, en donde las mujeres no eran bien recibidas en el mundo del arte e incluso no podían firmar su obra. El inigualable artista Eduardo Kingman también incluye mariposas en su obra: la mariposa como ente en movimiento, como objeto de luminosidad, de belleza o de esperanza incluso; pero no es su temática principal, como lo fue en la obra de Tábara, que parecería el único artista del siglo XX que dedicó series completas a los insectos.
Ya en las postrimerías del siglo XX y entrado apenas el XXI, Nelson Román realiza la exposición ‘Naturaleza Integral’, e incorpora los insectos y arácnidos que observó en su estancia en el campo y la selva hacia el noroccidente de Quito. Entraron de tal manera en su psique y trabajo que realizó un mural lleno de mariposas al sur de la capital. Finalmente, desde hace pocos años hasta la actualidad vemos una ‘eclosión’ y una diversificación importante entre los nuevos artistas; hemos encontrado murales, grafitis, artesanías, cómics, ilustración, muebles, muñecos, esculturas, etc., etc., diseños inspirados en insectos y arácnidos de la naturaleza del país. Los bichos son tomados en cuenta nuevamente como lo hizo Tábara y son relevantes dentro del cotidiano. Los encontramos diariamente en paredes de la ciudad y son mencionados incansablemente por personas en general y por los movimientos ambientalistas muy interesados en proteger zonas silvestres. Es tal la presencia de bichos en las obras de los artistas contem-
Mariposa y ave, Joaquín Pinto. Acuarela.
Es tal la presencia de bichos en las obras de los artistas contemporáneos, que cabe el término de ‘infinitud’ dado que su presencia y nuevas propuestas con insectos y arácnidos es extensa.
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poráneos, que cabe el término de ‘infinitud’ dado que su presencia y nuevas propuestas con insectos y arácnidos es extensa y se la manifiesta cada semana. Nos alegramos por ello, pues esta esencial fauna entomológica es básica para la vida de todas las especies en el planeta en donde vivimos y que, contrariamente a las otras especies, nosotros las podemos expresar plásticamente, elaboramos a partir de su presencia nuestros diseños, canciones, poemas, literatura, y mucho… mucho más. Nuestras investigaciones, publicaciones, documentales propenden al respeto a la vida y nuestro esfuerzo siempre estará dirigido a ello. Saltamontes. Enrique Tábara, 1997. Mixta, óleo, empaste sobre tela.
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Mariposas amarillas (detalle). Gonzalo Endara Crow, 1994. Acrílico sobre tela.
La visitante (detalle). Naturalismo integral. Nelson Román, 2000. Técnica mixta collage/oro sobre lienzo.
Juan Manuel Guevara (Quito, 1962)
Valeria Granda (Quito, 1980)
Escritor con estudios de Antropología y experiencia en Arqueología y relatos de tradición oral. Autor de un libro de Tradición Oral con mitos de origen amazónico; coautor de El manglar es vida, y varios artículos en revistas ambientales y culturales vinculados con la protección ambiental y el respeto a los pueblos silvícolas. Director del documental La danza del manglar y codirector del documental Itchimbichos. Actualmente está trabajando en su nuevo proyecto de investigación sobre artrópodos en la historia del arte ecuatoriano y en el corto de arte En tus alas mi vuelo. Autor de cuentos sobre insectos para niños y jóvenes. Es aficionado a la fotografía, especialmente a la macrofotografía. Activista por la protección de los bosques y las zonas silvestres.
Bióloga especializada en el estudio de insectos (Entomología). Ha estudiado ilustración científica e ilustrado insectos para algunos artículos científicos. Trabaja estudiando la biodiversidad de insectos acuáticos y terrestres del país. Coautora de un libro sobre el ecosistema manglar, El manglar es vida; codirectora del documental Itchimbichos, que trata de los insectos y arácnidos del monte Itchimbía de Quito. Actualmente está trabajando en su nuevo proyecto de investigación sobre artrópodos en la historia del arte ecuatoriano. Hace macrofotografía de insectos y otras pequeñas criaturas.
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Jorge Basilago Aquí yace donde él quería estar; de las montañas ha vuelto el cazador, y el marinero al fin vuelve a casa. Réquiem – Robert L. Stevenson
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ace medio siglo, cuando John Steinbeck abandonó este mundo, eligió ser despedido con las palabras de su admirado Stevenson. Porque a eso se había dedicado durante toda la vida, a cazar y pescar historias con olfato de sabueso y puntería de francotirador. Pero también con la paciencia de una curiosa araña, que improvisa su tela con elementos
itinerarios hallados en el camino: «Escribir es un trabajo duro —dijo Steinbeck, en una de las contadísimas entrevistas que dio—. Uno reúne diez veces más material del que puede utilizar, pero necesita hacerlo para darle el mejor uso posible: el lector debe estar convencido de que el escritor sabe acerca de qué está escribiendo». Claro que, para 1968, nuestro cazador llevaba varios años con la pólvora del rigor mojada. La crítica, que jamás lo quiso demasiado, encontró en su declive un buen argumento para propiciar el olvido de su obra; y sus seguidores se desilusionaron al leer, de su pluma, textos complacientes y hasta cómplices de un sistema que sus mejores páginas siempre habían cuestionado: «Si encuentras en los Estados Unidos a un pacifista, rómpele la boca de parte del viejo John», había escrito poco antes en Cartas para Alicia, una serie de justificadores reportes sobre la Guerra de Vietnam. La parábola entre ambos Steinbeck refleja la historia de los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX. Un recorrido que va de la miseria de la Gran Depresión —esa llaga que jamás dejará de doler en el orgullo del Norte— a la opulencia vulgar e indolente del boom posterior a la Segunda Guerra Mundial. O del agudo cronista de la marginación y el hambre, ganador del Pulitzer 1940 y el Nobel de Literatura 1962, al aburguesado propalador de boletines oficiales del Servicio de Información del Ejército estadounidense. «Descubrimos tras años de lucha que no hacemos un viaje: él nos hace a nosotros», se lee en su último gran libro, Viajes con Charley, un formidable relato con un infructuoso objetivo: redescubrir a su país y a esa incógnita que se ha dado en llamar «uno mismo», solo para advertir que «el mejor medio de conseguir atención, ayuda y con-
versación es estar perdido». De esa travesía con destino tan incierto como provisorio, dan cuenta estas líneas. Y solo tal vez surja, de ellas, una silueta difusa semejante a la de John Steinbeck.
Vocación por casualidad Hijo de una maestra y un administrador agrícola, nacido en los arrabales de Salinas (California) en 1902, para Steinbeck la literatura fue una casualidad que solo con el tiempo se convertiría en vocación. Lejos de contar con una posición acomodada, tuvo primero que combinar los estudios con los más diversos trabajos: un verano era la albañilería, al siguiente se empleaba como dependiente en una tienda, más tarde como agrimensor y luego jornalero rural. Así aprendió a sentir en su propia piel las penurias de las familias obreras migrantes, gentes desesperadas que llegaban desde México u Oklahoma, huyendo de ese país sin fronteras ni nacionalidad llamado hambre. De aquellas personas —aunque por muy distintas razones— adoptó además el que sería su oficio más prolongado, incluso por encima de la escritura: el de andariego incansable. «El que ha sido vagabundo alguna vez, lo será siempre», sostenía. Quizás por eso, y también por la falta de dinero, apenas cursó unos meses de la carrera de letras en la Universidad de Stanford: pronto advirtió que le resultaba más interesante subirse a un buque de carga, cruzar el Canal de Panamá y acabar en Nueva York, como obrero en la construcción del Madison Square Garden. Aunque el regreso a casa no fue lo esperado. La borrachera de los locos años veinte tocaba retirada y la resaca fue una tragedia monumental conocida como ‘la Gran
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Depresión’. Llegó a California sin un centavo, pero con la fortuna de haber tomado una decisión: escribiría. Comenzó como periodista y publicó una primera novela, biográfica, sobre el filibustero galés Henry Morgan; nadie le prestó demasiada atención. «Mi padre me dijo que solo hay un truco para escribir: reescribir, reescribir y reescribir», recordaría su hijo Thom, también hombre de letras. Ya en su segunda obra de ficción (A un dios desconocido, 1933) Steinbeck da pruebas de esa voluntad para la reescritura, en este caso de su propio destino como autor: abandona los temas históricos distantes y se encara con los personajes y costumbres de su entorno más cercano. Así alcanza su primer éxito editorial, Tortilla Flat (1935), en el que retrata humorísticamente a los jornaleros mexicanos afincados en la región. «Cuando dos personas se conocen cada una es modificada por la otra, así que tienes dos personas nuevas», afirmó en alguna oportunidad. De esa metamorfosis compartida hablarían de allí en más sus textos.
Astucia, rabia y estilo
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El conocimiento de aquellas legiones de marginados y desposeídos que deambulaban por las carreteras norteamericanas, marcó profundamente su estilo literario. Modelado a golpes de astucia y rabia, se luce en ese terreno fronterizo donde la realidad le astilla los dientes a la ficción. Su mayor fortaleza es la narración breve, de acción incesante, comprensible y parca, que torna cursi cualquier adjetivo inoportuno. Una tónica que ajustó aun más en su siguiente novela, En lucha incierta (1936), sobre una prolongada y agobiante huelga de jornaleros rurales.
A raíz de ese trabajo, el periódico The San Francisco News convocó a Steinbeck para escribir una serie de siete reportajes sobre la situación de los trabajadores migrantes del Medio-Oeste, que llegaban por miles a California para ser explotados en las plantaciones de frutas y hortalizas. En esas crónicas, tituladas Los vagabundos de la cosecha, su prosa se adelgaza hasta volverse un afilado cuchillo de cortar conciencias: «Hace cuatro noches la madre dio a luz a un bebé en la tienda, sobre la moqueta sucia. Nació muerto. Y tanto mejor, porque no podría haberlo amamantado: con lo que come no da leche», anota con crudeza, cuando la mera descripción se vuelve denuncia. Lo acusaron de comunista, por supuesto, aunque los artículos dejan bastante claro lo contrario: trasuntan cierta ingenua confianza en que el Estado tiene intenciones genuinas de resolver la situación abusiva, para restablecer en los desplazados y hambrientos el «sentido de gobierno y de la propiedad». Demasiado políticamente correcto y capitalista para ser rojo, con una evidente tendencia al melodrama, es en estos pasajes donde tropieza con los desbordes retóricos de tono moralizante que representan lo peor de su producción. Sin embargo, apoyado en las experiencias y testimonios recogidos como periodista, en menos de tres años publicaría sus dos títulos cumbre como narrador: la breve y demoledora De ratones y hombres (1937), y la monumental aunque más despareja Las uvas de la ira (1939), que le daría el Premio Pulitzer 1940. Sus personajes densos, duros y desangelados son la postal de una época que no acaba de ser pasado, porque siguen vigentes —por medios cada vez más sofisticados y crueles— las raíces de la desigualdad que los engendra. Así, cambiarán los nombres y el origen, pero siempre habrá migran-
tes que sueñen con tierras que jamás obtendrán, como Lenny y George, los protagonistas en De ratones y hombres. Y tampoco faltará un Tom Joad que, tras saborear Las uvas de la ira, esté dispuesto a entregarse por la causa común de los desesperados, aun a riesgo de convertirse en un fantasma: «Estaré en todas partes…, dondequiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a alguien, allí estaré (…). Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré, ¿entiendes?».
Celebridad y declive Para el inicio de los años cuarenta, Steinbeck ya era toda una celebridad internacional. Sus novelas vendían miles de ejemplares y habían sido adaptadas al cine en diversas ocasiones —la versión de Las uvas de la ira, dirigida por John Ford y protagonizada por Henry Fonda, es ya un clásico del séptimo arte—, para darle a su autor prestigio y tranquilidad económica. Pero el otoño del declive asomó con su ‘cobertura’ de la Segunda Guerra Mundial: justo él, que había afirmado que toda contienda bélica era «un síntoma del fracaso del hombre como animal pensante», contratado por el Servicio de Información de la Fuerza Aérea compuso un panfleto guerrerista titulado Fuera bombas (1942). Muchos de sus lectores se sintieron traicionados por semejante concesión, y le dieron la espalda. Mientras que los críticos, que siempre lo consideraron un autor menor y efectista, muy popular para ser bueno, hallaron nuevos motivos para menospreciarlo: «Es triste, pero Steinbeck no consiguió sacarse de la cabeza la música de Ernest He-
La crítica, que jamás lo quiso demasiado, encontró en su declive un buen argumento para propiciar el olvido de su obra; y sus seguidores se desilusionaron al leer, de su pluma, textos complacientes y hasta cómplices de un sistema que sus mejores páginas siempre habían cuestionado. mingway; uno no puede leer tres párrafos de Steinbeck sin pensar en un Hemingway mal escrito», escribió sobre él, bastante injustamente, Harold Bloom. El ‘dueño’ del canon literario estadounidense lo ubicó siempre a la sombra de sus colegas de la ‘Generación Perdida’, no solo de los ganadores del Nobel como Hemingway y William Faulkner, sino también por debajo de Francis Scott Fitzgerald o John Dos Passos. Sobrevendrían dos décadas con altibajos, en su escritura y en los reconocimientos obtenidos. Un nuevo viaje que zigzaguea entre las buenas intenciones de La perla (1947) o Al Este del Edén (1952), y su vergonzante defensa de la Guerra de Vietnam; entre el desparejo encanto de Por el mar de Cortés (1951) y su sorpresivo nombramiento como Premio Nobel de Literatura, cuando muchos lo daban por muerto y enterrado. «Déjenme decirles por adelantado que en unos dieciséis mil kilómetros, y a lo largo de treinta y cuatro estados, no fui reconocido ni una sola vez. Creo que la gente solo identifica las cosas en contexto», admitió en Viajes con Charley (1962), y lo mismo podría referirse a las miradas extrañas, cuanto a la esquiva y fragmentaria imagen que cada uno de nosotros busca asumir como propia al paso del tiempo. Un par de días después de su muerte, en la nota necrológica que le dedicara el diario La Vanguardia
de España, el crítico Ángel Zúñiga opinó que Las uvas de la ira era un «espejo vivo de su época, superado ya». Pesimista en cuanto a la permanencia de su obra, la definición resulta ingenuamente optimista ante la ficción social de ‘superación’, que se autodestruye ante la imagen de su propio fracaso. Los efectos devastadores del último huracán o la próxima inundación, en las cadenas noticiosas, son apenas mediocres recortes de aquello que la literatura steinbeckiana ya había hecho mucho antes y mejor: mostrarle a los estadounidenses el rostro desdentado y ojeroso del presunto —y presuntuoso— ‘sueño americano’. A comienzos de este siglo, Thom Steinbeck aseguró que las ventas de los libros de su padre registraban un sensible aumento en épocas de desempleo alto, o cuando las grandes corporaciones capitalistas se comportaban de forma especialmente infame. Hoy, cuando en buena parte del mundo vuelven a soplar los vientos del ajuste, la migración desesperada y la miseria —esas ráfagas que resecan las tierras al este del edén y engordan las uvas de la ira—, no sería nada extraño que las más agudas páginas de John Steinbeck encuentren nuevos y numerosos lectores. Cincuenta años después, de las montañas de la desmemoria viene bajando la sombra de un cazador.
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F
Sembrador
Marco Antonio Rodríguez
rancisco Romero Simancas (Zaruma, 1926) sigue domeñando el hierro a sus noventa y tres años. Pasión y razón de vivir. Algo de ese metal tan antiguo como el ser humano hay en su composición humana. El tiempo no ha podido aún con él en cuanto a su arte escultórico: día tras día erige formas cuya energía transmite al observador. Como Gaston Bachelard respecto de su hambre de lecturas, este artista podría acomodar su plegaria: «Desde la mañana, delante de los materiales acumulados, le hago al dios de la escultura mi plegaria de artista insaciable. Nuestra hambre cotidiana dánosla hoy». Y no se trata de un déjà vu (paramnesia), ¿o sí?, cuando Romero Simancas, arribando a un siglo de vida, en un misterioso acto de extrapolación, admite que el hierro le insufle de la fuerza necesaria para usar los mazos, martillos, tenazas, y ya incandescente el rígido metal —ofrenda y oficio—, lo sutilice y apacigüe al punto de poseerlo y hacer de él quijotes y rocinantes únicos, desnudos estilizados que ascienden —nadie sabe hasta dónde—, gimnastas en instantánea maniobra cautivada para siempre por sus manos o cargadores de banano transpirando agobio y extenuación…
La infancia, esa distancia
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Francisco Romero Simancas
Romero Simancas fue hijo de un herrero de profesión. Zaruma, maíz y oro, nombrada Patrimonio de la Humanidad por la belleza que rezuma. Cumbre pequeña asida a los cielos. Aire y transparencia. Tramos iniciantes del siglo que dejamos. Recoleta y recogida ciudad donde sus habitantes se conocían unos a
boceto otros. El artista se deslumbraba con el rojo vivo del metal que martillaba su padre, el chisporroteo del fuego, la atmósfera áspera y envolvente que se desprendía del horno, el mandil improvisado, su sonrisa al momento en que ya podía hacer del rudo elemento las obras que le encomendaban. El primer herrero célebre de la historia humana, Vulcano para los romanos y antes, Hefesto para los griegos. Su fragua eran los volcanes, en ese hermoso e incandescente infierno fraguaban las armas de sus legionarios. La herrería es trabajo de datación inmemorial. En nuestras ciudades eran quienes más convocaban la atención de los chiquilines alborotados por el humo y el olor a quemado que salían en estampida de sus espacios. Claro, los herreros se protegían lo mejor que podían, pero a más del ‘delantal’ de gruesa materia, no siempre era de cuero, apenas lucían una visera para eludir las ardientes exhalaciones del horno y del yunque. Nuestro herrero artista confiesa con disimulada nostalgia que tenía brazos de remero y manos de acero para su trabajo. Sus ojos intactos. Su reciura humana templada. Me pregunto qué hizo para que se obrara en él ese milagro. Luego de decenios de lidia con el fuego, de ‘saber’ discernir los colores exactos para su arte —el rosa cereza del granate y ambos del rojo blanco—, para dar los golpes precisos, exactos, finos (muchas esculturas de Romero Simancas son pequeñas, breves y leves). Fuerzas y destreza, y, algo más que es la semilla del arte de este artista: el amor, sus esculturas son actos de amor inextinguible, ese amor que le ha durado el vasto itinerario de su vida. Desde sus catorce años —y por más de diez— fue ayudante de su padre. Luego de las duras y largas jornadas de trabajo en el taller, el joven salía a buscar un sitio pro-
Francisco Romero Simancas sigue domeñando el hierro a sus noventa y tres años. Pasión y razón de vivir. Algo de ese metal tan antiguo como el ser humano hay en su composición humana. picio para sus primeros escarceos creativos en el arte escultórico. Diseño artesanal primero, para luego incursionar en el industrial (en nuestro tiempo los diseñadores industriales son apetecidos en el campo de la construcción). Pero en la escuela, antes de insumirse en el oficio de su padre, Romero Simancas ya dibujaba con evidente destreza, gustaba de pergeñar caricaturas de profesores, vecinos y compañeros y ‘amasar’ (como él lo dice) figurillas de arcilla… Mientras los demás niños jugaban, Romero Simancas daba rienda suelta a su feraz imaginación; el impacto del trabajo de su padre signó para siempre su vocación artística. La fundición de los metales para estribos y herrajes de mulares, las piezas para reparación de herramientas de minería y labranza y algunas ‘obras’ pedidas por los lugareños copaban su tiempo. Pero ya rebasados sus catorce años, él iba para grande, tras impetuoso e incesante aprendizaje, señales del ser esencial del artista que ha ido labrando su camino de escultor sin pretender reconocimientos de ninguna índole salvo el de ver sus piezas acabadas.
Sentada en columna
Restauración de máquinas de coser, molinos caseros y mineros, armas de fuego cortas, herramientas de labranza fueron, entre otros trabajos, los que acometió por su iniciativa con su padre hasta llegar a estupendos juegos de cuchillería fina. Su desbordante imaginación no cesaba. Juguetería en madera, figuras en papel maché artesanal y un mil realizaciones más, entre las que descuellan proyectos de gran nervadura: la elaboración de instrumentos de sembrado y cultivo, la
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Romero Simancas es un cimero ejemplo de autodidactismo. Nadie le enseñó su arte, él fue concibiéndolo y plasmándolo de a poco, con base a su genio creador, a los materiales que la vida puso en sus manos, a los diferentes entornos donde vivió. construcción de caminos, así como el preprocesamiento de productos de exportación de café y cascarilla en tiempos convulsos devenidos de las dos conflagraciones mundiales y que fue invaluable aporte para que su provincia no disminuyera su dinámica económica. Pronto apareció en su universo creacional otro material en el cual ya se atisbaba su espléndido arte escultórico. Se trató del uso del cuerno de vaca, no solo se represó en tallas sino en el ejercicio de su elasticidad y en la cromática que le otorgaba (colores extraños, sin-
gulares, logrados con técnicas muy propias de él, en las cuales usaba fuego y químicos). Piezas metálicas de refinada estilización en magnífica simbiosis con maderas finas escogidas por el ojo magicista del artista, alta demanda de estas series, al punto que se extinguieron varias en breve tiempo. Eran piezas de formato pequeño —el costo de sus componentes lo justificaba— y fueron extranjeros de las compañías extractivas mineras quienes más las adquirían (europeos, norteamericanos, orientales).
¿Existe el destino…? O el periplo del artista por Venezuela Acaso hasta la consumación de la especie humana el tema del destino seguirá siendo objeto de ardorosas disquisiciones filosóficas y científicas. ¿Casualismo o ya los mortales tenemos una ruta fijada desde que nacemos? Creo que debemos buscar nuestro ‘destino’, salir a su encuentro. Eso hizo Romero Simancas. Dieciséis años vivió en Venezuela como profesor de escuela en artes manuales y dibujo artístico y geométrico. La compañía petrolera en la cual trabajaba le dotó de un taller a sabiendas de su arte y allí el maestro dio rienda suelta a la escultura en madera y eventuales obras al óleo. Su prestigio se esparció dentro y fuera de ese país; coleccionistas y amantes del arte apenas dejaban huella de sus múltiples ciclos creativos. Aventura y consolidación de un artista escultor de excelente factura. A su retorno al Ecuador ingresó en la Refinería de Esmeraldas donde desarrolló técnicas de soldadura en metal. Maquinaria y ayudantes a su disposición, volvió a su arte primigenio: el arte escultórico. Por 1976 experimentó figuras con electrodo y suelda, dibujando con el primero en planchas de hierro. Luego utilizó pedazos de varillas en la edificación de formas y figuras, hasta que accedió a la figura humana. Esta primera obra subyugó de tal modo a un alto ejecutivo japonés que de inmediato la adquirió llevándola a su país donde produjo inusual impacto.
La obra
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Minga
Romero Simancas es un cimero ejemplo de autodidactismo. Nadie le enseñó su arte, él fue conci-
biéndolo y plasmándolo de a poco, con base a su genio creador, a los materiales que la vida puso en sus manos, a los diferentes entornos donde vivió. No hay en él copiosos estudios académicos ni lecturas que sean apoyaturas para su oficio de artista escultor. Pienso en el arte de Romero Simancas y rememoro el postulado de Yve-Alain Bois, que sitúa la escultura en una zona intermedia entre las artes colectivas (sociales) y las solitarias. Esta teoría desborda humanismo, fuente de la cual emerge la creación de Romero Simancas. La ideación creativa de nuestro artista se afinca en la multivariedad de materiales que utiliza para su obra. Acaso no sondea o escudriña, encuentra a su paso tal o cual elemento y en él zahonda y ensaya; el resultado: la magnificencia de su obra. Silencioso y transparente, digno, en lo más encumbrado de este valor, solo él y su obra. Alguna vez observó la obra del peruano Víctor Delfín y se conmovió. Este fenómeno se llama ‘sinfronismo’: dos artistas separados por la geografía que trabajan en líneas semejantes. El hierro es en donde más a gusto trabaja este artista. El hierro que fue su nacencia y su camino. El hierro y los materiales que los han refundido en él. Es la verdad de su arte. Retorno a la sabiduría del hechicero que va eximiendo de a poco la forma subsumida en la materia, excluyendo todas las potencias demoniacas que porfían también por prevalecer. Si el sueño originario de Romero Simancas nace de un vuelo de su imaginación, el grave trabajo que asume para ejecutarlo en formas rigurosas constituye, entonces, la enmienda de una exuberancia de pasiones, la depuración de la pasión, la búsqueda de su esencia. «El hombre arroja de sí lo que él es, allí se contempla. El hombre transforma el mundo para recono-
cerse en la forma de las cosas, para gozar de sí como de una realidad exterior», afirma Hegel. Y esto se cumple en la escultura de Romero Simancas. Y esto otro: «El niño transforma su entorno para verse a sí mismo. El artista se plasma en la obra de arte». Así es, el maestro Romero Simancas elevó al desnudo en líneas sutiles que exudan sapiencia y hermosura, hojas, flores, animales domésticos… lo maravillaban y le ‘inspiraron’. Pero su mirada también se rehundió en el eviterno drama humano: los ‘otros’, aquella muchedumbre desvalida y expoliada que puebla campos y ciudades. Desesperanza, Quijote y Rocinan-
te, Relincho, Garbo, Cargador de banano, Rondador, Artistas… emergen de las manos de este artista escultor, oculto por su propia voluntad (su prístina levadura humana lo ha mantenido alejado de esas palabras de salón ‘fama’ y ‘fortuna’), pero también por un país que no solo excluye sino que sepulta en vida a sus grandes valores. Los referentes reales de todo país solo surgen de los ámbitos de la cultura. Romero Simancas es —¡qué duda cabe!—, uno de ellos. * Texto leído en la inauguración de la exposición
Descanso del Quijote
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Trilogía bandolera Polvo y ceniza – El árbol de los quemados – El héroe del brazo inerte Autor: Eliécer Cárdenas Género: Novela Colección: Letras Claves Editorial: CCE Año: 2018
Con motivo de conmemorarse el 40 aniversario de la novela Polvo y ceniza, del escritor ecuatoriano Eliécer Cárdenas (Cañar, 1950), la CCE Matriz publica el presente volumen del autor, integrado por la mencionada novela que aborda la historia de Naún Briones, el bandido lojano que ‘robaba a los ricos para dar a los pobres’. El árbol de los quemados es la apasionante narración de la vida del temible bandolero lojano Arnoldo Cueva. La trilogía culmina con El héroe del brazo inerte, que se enfoca en la historia del mayor Deifilio Morocho, el ‘exterminador de bandoleros’, y su azarosa trayectoria desde sus orígenes en un humilde pueblo lojano hasta su trágica celebridad con la muerte de Naún Briones.
A la mar la palabra Memoria de los talleres literarios de Miguel Donoso Pareja Autor: Varios autores Género: Testimonio Editorial: CCE Año: 2018 A la mar la palabra es una memoria de los talleres literarios dirigidos por Miguel Donoso Pareja desde los años setenta en México y luego los ochenta en Ecuador, donde se extendió su trabajo por más de 30 años. Son sus alumnos de los talleres iniciales, 13 mexicanos y 12 ecuatorianos, los que hablan sobre el trabajo del taller, su experiencia y su relación con el maestro Donoso Pareja, en sus respectivos talleres, en México DF, San Luis Potosí, Aguascalientes, Guayaquil o Quito. 94
Boletín y elegía de una vida. Homenaje a César Dávila Andrade Autor: Varios autores Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2018
Por iniciativa de la Plataforma del Centenario de Dávila Andrade, la Casa de la Cultura Ecuatoriana reedita este libro, que apareció en 1992, en consideración de que el interés de los jóvenes animadores culturales que han creado este proyecto reside, sobre todo, en su valor testimonial, manifestado en los textos de personajes como Laura Romo de Crespo o Enrique Noboa Arízaga, que fueron contemporáneos de Dávila, lo conocieron, trataron y gozaron de su amistad y afecto.
Julio Jaramillo... la voz ecuatoriana Autor: Voltaire Medina Orellana Género: Biografía Editorial: CCE Año: 2018
«Para entender cómo se construye un héroe popular desde la estatura de su carisma y su voz, el historiador orense Voltaire Medina Orellana nos presenta Julio Jaramillo... la voz ecuatoriana, un relato que se aleja de la chismografía imperante en otras recapitulaciones sobre la vida de JJ y que, por el contrario, se centra en su faceta como cantante y compositor». AEH
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Mística del tabernario Autor: Raúl Vallejo Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2018
«Raúl Vallejo es un gran escritor, multifacético, una mente renacentista en las formas. Mística del tabernario es un poemario de poemarios. Y también es, a mi modesto parecer, su mejor libro, su más sincero e impecable trabajo lírico». XO
Mitos y leyendas kichwas de Pastaza Autor: Tito Manuel Merino Gayas Género: Leyendas Editorial: CCE Año: 2018
«A través de sus leyendas, y la familia como eje del que parte cualquier enseñanza, el pueblo kichwa deja moralejas a su descendientes y en ellas el saber escuchar a sus mayores. Con metáforas y símiles, nos muestra que siempre hay que estar atentos a las pruebas que se nos presentan en los caminos, para no fallar. Los personajes humanos de este libro se funden con el espíritu de los animales de la Amazonía y hasta se transforman y toman el cuerpo físico y la esencia de algún animal». KA
Proceso y desafío de recuperar la memoria histórica de los pueblos indígenas en el siglo XXI Autor: Pascual Yépez Morocho Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2018
«El presente trabajo investigativo procura presentar la importancia de acercarse a las fuentes primarias de la Ciencia y la Sabiduría que los pueblos de las naciones aborígenes guardan en sus comunidades. Hace referencia a la importancia de llegar a un entendimiento acerca de la existencia de las culturas, tanto en nuestro país como en el contexto continental. Y la necesidad de construir puentes hacia otras culturas a fin de crear una actitud de respeto y valoración, a la que se conoce como un proceso de Interculturalidad, lo cual ocurre únicamente cuando la otra cultura llega a reconocer la verdadera importancia, aporte y complementariedad con la primera». PQM 96
Quito, la feria de América Más de medio siglo de torería (1960-2011)
Autor: Gonzalo Ruiz Álvarez Género: Crónica taurina Editorial: Ediecuatorial Año: 2018
Mis plenos poderes Autora: Cristina Reyes Género: Poesía Año: 2018
Índor, puertas adentro Autor: Varios autores Género: Ensayo Año: 2017
Cancebi, aclaraciones históricas sobre el origen de Portoviejo Autor: Jaime Alcívar Intriago Género: Historia Año: 2018
La Feria de Quito marcó una parte de la vida de la capital del Ecuador. La Fiesta de los Toros es una urdiembre de cultura mestiza, un sincretismo entre los aspectos de las fiestas ancestrales y la cultura española que llegó con la conquista y se quedó desde hace 500 años en América. Este libro recoge un aspecto de la cultura de las fiestas de Quito: la feria taurina. La historia de la fiesta en Ecuador, sus plazas y toreros, sus ganaderías y una reseña de 52 años de Feria. Quito fue una de las ferias más importantes de América; para muchos, la mejor.
«Cristina Reyes vive con pasión y escribe como vive. Luego de leer estos poemas no nos queda la menor duda sobre lo vívidos que son sus versos, dotados de gran sensibilidad que se trasuntan en armonía y elocuencia, como los que nos llegan con la sensación de que estamos asistiendo a la creación de ‘Rumores’ o aquellos que se deslizan en ‘Tu rostro’, con el fuego del amor, de los rubores y los sentimientos a flor de piel». «Índor, puertas adentro es una muestra que exhibe la identidad intrínseca de ecos locales del indorfútbol en Cuenca, los torneos popularmente conocidos como ‘Mundialito de los Pobres’ y ‘La Supercopa’, así como archivos fotográficos y documentales que forman parte de una colección de evidencias parciales que narran sus historias desde perspectivas sociales que van más allá del deporte». BM «Es significativo el trabajo que realiza desde hace algunos años Jaime Alcívar Intriago, sumergiéndose en bibliotecas públicas, privadas y digitales, como zapador incansable y amante del estudio de la historia manabita, tomando de los cronistas ‘primarios y secundarios’, como él mismo los cataloga, datos que le lleven a develar las interrogantes que se mantienen hasta nuestros días, de los nombres originarios de nuestros pueblos aborígenes prehispánicos, pretendiendo armar un rompecabezas en base a supuestos que exterioriza en este texto». RMC
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XII CONGRESO LATINOAMERICANO DE BOTÁNICA EN LA CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA
La Casa de la Cultura Ecuatoriana fue el escenario del XII Congreso Latinoamericano de Botánica, que se realizó del 21 al 28 de octubre de 2018 con la presencia de más de 800 expositores provenientes de 32 países de América, Asia, África, Europa y Australia, quienes participaron en simposios, conferencias, mesas redondas, seminarios, excursiones botánicas y más eventos. Durante seis días, la Casa estuvo llena con más de 1.500 participantes, entre científicos, catedráticos, estudiantes y público en general, quienes trataron temas relacionados con plantas y sociedad, ecología y cambio climático, diversidad vegetal y conservación, avances tecnológicos en plantas, entre otros de interés científico y ciudadano. A los aportes científicos que dejó el Congreso, se suma la difusión de la extraordinaria diversidad en paisajes, ecosistemas y flora del Ecuador, que habla de más de 18.000 especies vasculares nativas, de las cuales más de 5.000 son endémicas y más de 4.000 son orquídeas. El acto inaugural fue presidido por Camilo Restrepo Guzmán, presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, quien, junto con otros personajes, fue homenajeado por el Congreso.
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panel ‘DÍA DEL PASILLO’ EN LA PRESIDENCIA
Con motivo del ‘Día del Pasillo’, el presidente de la República, Lenín Moreno, invitó al Palacio de Carondelet a personajes relacionados con la música nacional. Con esta ocasión, el presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Camilo Restrepo Guzmán, entregó al Presidente de la República un ejemplar de la obra La biblia del pasillo, escrita por Mario Godoy y publicada por la CCE y el Núcleo del Chimborazo, en tres tomos, más uno de partituras.
LA CASA DE LA CULTURA ESTUVO PRESENTE EN MANTA EN EL ENCUENTRO ‘PAPAGAYO K’ Los libros y la revista Casapalabras editados por la Casa de la Cultura Ecuatoriana estuvieron en la segunda edición del Encuentro Literario ‘Papagayo K’, una propuesta ciudadana de un grupo de gestores culturales de la ciudad, que se realizó el 17 al 19 de octubre de este año, en Manta, en varios escenarios tanto académicos como no convencionales, con actividades dispuestas en una agenda diversa que abarca no solo las artes literarias sino también la pintura, la danza, el teatro y la música. «Para este año —manifestaron—, nuestro propósito como gestores culturales es continuar con la realización del encuentro rindiéndole tributo a la figura de Hugo Mayo, convocar a nuevos autores nacionales y locales, generar una mayor vinculación con la sociedad mantense y manabita y ubicar a Manta en el mapa de los encuentros literarios del país», señalan los organizadores, entre ellos Alexis Cuzme, Kenia Gil, Yuliana Marcillo, Ernesto Intriago, Jairo Barreiro, Xavier Soto y Erika Pico. El escritor homenajeado este año fue Jacinto Santos Verduga. Los invitados nacionales de este año fueron Sandra Araya, Marcela Ribadeneira, Paulina Soto, Mayarí Granda, Ernesto Flores Sierra, Leonardo Valencia, Daniel Félix, Rubén Darío Buitrón, Igor Icaza, Carlos Arcos, José Miguel Haro, más la participación de escritores, académicos y periodistas locales, como Freddy Solórzano, Patricio Ramos, Juan Pablo Trámpuz, María Belén Muñoz, Doménika Sánchez, Nátali Romero, Fernando Macías, Rut Román, entre otros. Dentro del marco de actividades se realizó una feria de libro en el Parque Central con la presencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y de importantes sellos editoriales independientes del país, entre estos, Doble Rostro, El Conejo, Tinta Ácida Ediciones, Dragón Luz, libreros locales e ilustradores. 99
Mario Godoy Aguirre
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róximo a cumplir 97 años, el pasado 14 de septiembre de 2018 falleció en Guayaquil el compositor, cantante y guitarrista, Carlos Aurelio Rubira Infante, músico autodidacta con
una extraordinaria capacidad creativa. 100
Su pasión siempre fue la música; su madre, tías, su hermano Guillermo, su tío Félix, su primo
Pepe Dresner cantaban y tocaban la guitarra en reuniones familiares. Carlos Rubira, en casa, con mucho interés veía y escuchaba cantar a su hermano mayor, Guillermo, quien integraba un dúo vocal con el compositor Carlos Solís Morán (dúo Rubira Solís), quienes incluso actuaban en el American Park de Guayaquil; en ese entorno aprendió a cantar y tocar la guitarra.
homenaje Carlos Rubira fue productor y locutor de programas de radio en Riobamba, Ambato y Guayaquil. Desde 1954 hasta 1990 fue empleado público, laboró en Guayaquil, primero como cartero y luego en las oficinas de los Correos del Ecuador. Su primera composición fue el valse Perdóname madrecita (1935). Inició su carrera artística en 1941, en el programa La hora agrícola, de radio El Telégrafo de Guayaquil, dirigido por Felipe Huerta. Desde inicios de los años cuarenta, integró varios dúos, primero con su primo, el guitarrista y cantante Pepe Dresner —dúo Los Mariachis—, luego con Gonzalo Vera Santos, con quien progresó mucho en el ámbito musical. En el Programa La Corte Suprema del Arte, de Radio C.R.E, conoció a Olimpo Cárdenas Moreira, quien inicialmente cantaba tangos; con Olimpo conformó el dúo Los Porteños. En julio de l946, Los Porteños (Cárdenas Rubira) grabaron para Discos Orión – IFESA de Guayaquil el primer disco de pizarra de 78 r.p.m. que se procesó totalmente en Ecuador, el tema seleccionado fue el pasillo En las lejanías, versos de Wenceslao Pareja, música de Carlos Rubira Infante. Luego del terremoto de Ambato de 1949, Los Porteños grabaron varios temas de la autoría de Rubira Infante: Altivo ambateño, pasacalle; Qué pena, pasillo; A la ingrata, tonada, etc. Con Gonzalo Vera Santos y Olimpo Cárdenas, por corto tiempo, Rubira conformó un trío. En 1955, luego de la partida de Olimpo Cárdenas a Colombia, de su autoría grabó para el Sello Ónix de Guayaquil el pasillo Esposa, cantando a dúo con Julio Jaramillo Laurido. Con Fresia Saavedra también grabó varios temas de su autoría, entre otros repertorios: El cóndor mensajero, sanjuanito; Ladrona, pasodoble, y
los aires típicos: Pedazo de bandido, El bautizo, entre otros. Carlos Rubira Infante, además de su talento creativo, fue muy hábil en el canto, en el dominio de la segunda voz y en la ejecución de la guitarra. Cantantes como Olimpo Cárdenas, los hermanos Julio y Pepe Jaramillo, Fernando Vargas, consideraron a Carlos Rubira su maestro de canto. Carlos Rubira fue presidente de la Asociación de Artistas del Guayas (ASAG) (años setenta); vicepresidente de la Sociedad de Autores y Compositores Ecuatorianos, SAYCE (1986–1988); en Guayaquil, fue asesor cultural del Museo de la Música Popular Ecuatoriana Julio Jaramillo y maestro de canto en la Escuela de Música Nicasio Safadi. El argentino Atahualpa Yupanqui (Héctor Chavero) decía: «El mayor logro de un compositor es llegar a ser anónimo..., lo importante es que trascienda la obra». «[Atahualpa Yupanqui] entiende el anonimato como uno de los valores sublimes dentro del arte. Porque cuando esa obra pasa a ser un bien del pueblo tiene un
sentimiento de pertenencia que se multiplica. Y es mucho más importante desde el punto de vista social y popular. Entonces, entendía la anonimia como la posibilidad de liberarse del ego, de desprenderse de lo que uno cree que es de uno. En su obra poética enseña que la verdadera misión del artista es alumbrar, no deslumbrar».
Carlos Rubira recibió múltiples galardones, pero sin duda, la mayor presea le dio el pueblo ecuatoriano al cantar y adueñarse de sus canciones, los pasacalles: Chica linda; Guayaquileño (madera de guerrero); Playita mía; Ambato tierra de flores (letra: Gustavo Égüez); Venga conozca El Oro; los pasillos: Esposa; Guayaquil pórtico de oro (versos de Pablo Hanníbal Vela); Historia de amor (Eusebio Macías Suárez); el sanjuanito: El cóndor mensajero, etc., son canciones del paisaje sonoro de Ecuador que están en los labios y en el corazón del pueblo. Carlitos Rubira, maestro y amigo, gracias por alumbrar y alegrar al pueblo ecuatoriano.
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tributo
A
ctriz de teatro, cine, radio y televisión, dramaturga, guionista y directora teatral. Nació en Alausí en 1959, pero vivió en Quito toda su vida. Estudió Derecho en la Universidad Central. Tomó talleres de formación actoral, entre ellos ‘El clown’, ‘El actor y el bufón’, ‘La máscara’, ‘La comedia del arte’, ‘El teatro gestual’, ‘La voz: instrumento para la creación de personajes’, ‘Ritmo, percusión y tango’. En 1985 llegó al Patio de Comedias, teatro dirigido por Raúl Guarderas y su esposa María del Carmen Albuja; es en este espacio donde madura sus personajes y crea lazos profesionales y de vida. Martha dio vida a doña Encarna, uno de los personajes de la famosa obra La Marujita ha muerto con leucemia, junto a Juana Guarderas y Elena Torres. Actuó en las piezas teatrales Machos, dirigida por Christoph Baumann, Los ojos vacíos de la gente, El miedo imaginario de Amparito a Dios, Las criadas, No quiero ser bella, Monólogos de la vagina, Trama, dama y chocolate, La Tránsito Smith ha sido secuestrada, La mierda, Maldita sea, El eterno femenino, Esperando al Coyot y otras. Martha tuvo, como ella misma lo dijo, «Una vida que no cambiaría por ninguna otra... aunque hubiese billete de por medio». La Casa de la Cultura Ecuatoriana y su presidente nacional, Camilo Restrepo Guzmán, lamentan esta inmensa pérdida para la cultura y las artes dramáticas del país, ámbitos a los que ella se dio con una entrega y un compromiso absolutos y permanentes. 102
Obra: La Marujita se ha muerto con leucemia, 1991. Libro Transitando Huellas, 2013. Foto: Dolores Ochoa
La Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, a través de sus Museos,
convoca al
‘CARLOS RODRÍGUEZ’ · 2018 Participarán niños entre 6 y 14 años edad que serán considerados en tres categorías. La técnica y el soporte son libres. Los participantes pueden trabajar su creación con acuarela, crayones, témperas, óleos, acrílicos, pasteles, collage, mixta. En formato A3. Tema: El Ecuador un país de diversidad cultural Los trabajos se receptarán hasta el viernes 30 de noviembre de 2018. La premiación e inauguración de la muestra se realizará el viernes 4 de enero de 2019 en las Salas Eduardo Kingman y Oswaldo Guayasamín. La exposición permanecerá hasta el 18 de enero. El jurado calificador estará integrado por dos niños reconocidos por sus méritos artísticos, un docente adulto con experiencia en el ámbito artístico, un artista plástico del entorno nacional y el Presidente de la Casa de la Cultura.
Más información: (02)- 2902-259 0999748110 103
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